sábado, agosto 20, 2011

Una ciudad flotante (cap. 10 y 11)

Por Julio Verne


CAPÍTULO X

La vida a bordo se iba organizando, a pesar de los balan¬ces desordenados del buque. Para un anglosajón, un buque correo es su barrio, su calle, su casa que se mueve y está en su casa. El francés, al contrario, parece siempre que viaja cuando viaja.
La multitud, cuando lo permitía el tiempo, afluía a las an¬chas calles de la cubierta. Todos aquellos paseantes, que conservaban su verticalidad a pesar de los balanceos, pare-cían borrachos, a quienes su enfermedad comunicaba los mismos aires de marcha. Las pasajeras cuando no subían a cubierta permanecían en su salón particular o en el salón grande. Oíanse entonces las atronadoras armonías de los pianos; preciso es confesar que aquellos instrumentos, «bo¬rrascosos» como el mar, no hubieran permitido a un Listz ejercitar su talento. Los bajos faltaban cuando se inclinaba el buque a babor, y los tiples cuando a estribor, produciendo, en la melodía y la armonía, soluciones de continuidad de que no se apercibían aquellas orejas sajonas. Entre aquellos afi¬cionados me llamó la atención una mujer alta y flaca, que debía ser muy inteligente en música. Para poder tocar una pieza, había numerado convenientemente cada nota y cada tecla. Al leer la nota acotada con 27, tocaba la tecla 27, sin ocuparse del eco de los otros pianos, ni de los otros ruidos, ni de los chiquillos traviesos que golpeaban con el puño ce¬rrado sus octavas desocupadas.
Durante el concierto, los asistentes leían los libros despa¬rramados por las mesas. El que hallaba un pasaje interesan¬te, lo leía a gritos, y los circunstantes le saludaban agrade¬cidos con un lisonjero murmullo. Algunos diarios yacían sobre los escaños, diarios de esos ingleses o americanos, que parecen viejos aunque sus hojas no están cortadas. Es incó-moda operación la de desplegar aquellas sábanas de papel de algunos metros cuadrados. Pero siendo la moda no cortar, no se corta. Tuve un día la paciencia de leer de cabo a rabo y de esta manera el New York Herald, pero mi paciencia quedó al fin recompensada con la lectura de este anuncio: «M. Z. ruega a la linda M. X. a quien ayer encontró en el ómnibus de la calle 25, que pase mañana a visitarle, cuarto número 17 de la fonda de San Nicolás, para arreglar su ma¬trimonio.» ¿Qué haría la linda young X? No quiero saberlo.
Mirando y charlando, pasé aquella tarde en el salón. Ha¬biendo venido Pitferge a sentarse a mi lado, la conversación no podía dejar de ser interesante.
¿Estáis mejor, después de vuestra caída? le pregunté.
Perfectamente. Pero esto no anda bien.
¿Quién anda mal? ¿Vos?
No, el buque. Funcionan pésimamente las calderas de la hélice. No hay presión bastante.
¿Deseáis, pues, llegar a Nueva York?
¡De ninguna manera! Hablo como mecánico, ni más ni menos. Estoy en mi centro y sentiría mucho que se disolvie¬ra este grupo de tipos reunidos por la casualidad para diver-tirtne.
¡Tipos! exclamé mirando a los pasajeros que afluían al salón . Todas estas gentes son iguales.
¡Bah! dijo el doctor . No los conocéis. Convengo en que hay sólo una especie, pero ¡cuántas variedades tiene! Mirad aquel grupo de despreocupados, con las piernas ten¬didas sobre los divanes y el sombrero ladeado. Son yanquis, legítimos yanquis de los pequeños estados de Maine, de Vermont o del Connecticut, productos de Nueva Inglaterra, hombres de cabeza y de acción, algo demasiado crédulos con los reverendos, pero que estornudan sin volver la cara. ¡Ah! Son verdaderos sajones, naturalezas hechas para el lucro y por tanto muy hábiles. ¡Encerrad a dos yanquis en un cuarto, y al cabo de una hora, cada uno habrá ganado diez dólares al otro!
No os pregunto cómo dije soltando la carcajada . Pero decidme, ¿quién es aquel hombrecillo vestido con ga¬bán largo y pantalón corto, que se mueve como una verda¬dera veleta?
Un ministro protestante, un hombre considerable de Massachussets, que va a incorporarse a su mujer, institutriz muy conocida por cierta causa célebre.
¿Y aquel alto y fúnebre, que parece embebido en sus cálculos?
Calcula en efecto dijo el doctor . Calcula siempre y siempre.
¿Problemas?
No, su fortuna. Es un hombre considerable. Sabe en cada instante, cuánto posee, con error de menos de un cén¬timo. Todo un barrio de Nueva York le tiene por casero Hace un cuarto de hora tenía 1.625,367 dólares, pero ahora ya no tiene más que 1.625.366 dólares y cuarto.
¿ Por qué?
Porque acaba de fumar un cigarro, que no se lo die¬ron gratis.
Las salidas del doctor me hacían gracia. Le indiqué otro grupo, reunido en otro punto del salón.
Aquéllos me dijo son del Fart West. El más alto es el director del Banco de Chicago, hombre considerable. Lleva debajo del brazo un álbum con vistas de su querida ciudad. ¡Está orgulloso y hace bien en estarlo: es una gran ciudad, edificada en un desierto en 1836, que hoy contiene 400.000 almas contando la suya! A su lado se ve una pareja californiana. La mujer es guapa y delicada; el marido, fuer¬te y flaco, es un antiguo mozo de labranza, que cierto día supo labrar pepitas de oro. Es...
¿Considerable?
¡Vaya! ¡Ya lo creo! Su activo es de millones.
¿Y aquel que mueve la cabeza de arriba abajo, como un negro de reloj ?
Es el célebre Cokburu de Rochester, el estadístico uni¬versal, que todo lo ha pesado, medido, contado y valuado en guarismos. Interrogad a ese maniático inofensivo y os dirá cuánto pan ha engullido un hombre a los cincuenta años, cuántos metros cúbicos de aire ha respirado. Os dirá tam¬bién cuántos pliegos en folio llenarían las palabras de un abogado de Temple Bar; cuántos millas anda diariamente un cartero, solo para llevar cartas amorosas; cuántas viudas pa¬san al día por el puente de Londres; cuántos metros de al¬tura tendría una pirámide levantada por los bocadillos con¬sumidos anualmente por un ciudadano de la Unión; cuán¬tos...
El doctor, lanzado a toda vela, hubiera seguido por el mismo camino hasta sabe Dios cuándo, si no le hubieran distraído otros pasajeros que desfilaron por delante de nos¬otros. ¡Qué tipos tan diversos! Pero ni un desocupado; no se varía de continente sin motivo serio. La mayor parte iba a América a hacer fortuna, sin tener en cuenta que un yanqui a los veinte años ya ha adquirido su posición, y que a los veinticinco es demasiado viejo para entrar en lucha.
Entre aquellos aventureros, inventores y buscavidas, me enseñó el doctor algunos muy interesantes. Uno era un sabio químico, rival de Liebig, que sabía condensar todos los ele-mentos nutritivos de un buey en una pastilla de carne del tamaño de un peso duro y que iba a acuñar moneda con rumiantes de las Pampas. Otro corría a Nueva Inglaterra, a explotar un caballo de vapor que llevaba encerrado en una caja de reloj de bolsillo. Un francés de la calle de Chapon creía tener hecha su fortuna, pues llevaba 30.000 muñecas de cartón que decían papá con acento americano.
Además de estos originales, ¡cuántos otros cuyos secretos podían suponerse! Tal vez algún cajero llevaba su caja a tomar aires, y algún detective, amigo suyo durante el viaje, esperaba solo la llegada a Nueva York para echarle mano al pescuezo. Tal vez hubiera podido hallarse entre otros algún director de alguna de esas empresas que hallan siempre accionistas bobos, aunque la sociedad se titule: Compañia oceánica de alumbrado de gas de la Polinesia, o Sociedad general de carbones incombustibles.
Me distrajo en aquel momento una pareja joven, que pa¬recía profundamente aburrida.
Son peruanos me dijo el doctor , casados hace un año, y cuya luna de miel han paseado por todos los horizon¬tes del globo. Salieron de Lima en la noche de novios. Se adoraron en el Japón, se adoraron en Australia, se toleraron en Francia, riñeron en Inglaterra y se divorciarán en Amé¬rica.
¿Y aquel hombre alto, de fisonoma altanera, que acaba de entrar? Parece un oficial, con su bigotazo negro.
Es un mormón respondió Pitferge . Es mister Fla¬teh, gran predicador de la Ciudad de los Santos. ¡Hermoso tipo de hombre! ¡Qué mirada tan arrogante, qué fisonomía tan digna, qué modo de vestir tan diferente del modo de ves¬tir de un yanqui! Regresa de Alemania e Inglaterra, donde ha predicado, haciendo muchos prosélitos, pues el mormo nismo cuenta en Europa muchísimos adeptos, a los cuales permite conformarse a las leyes de sus países respectivos.
Yo creía que en Europa estaba prohibida la poligamia.
Sin duda, pero se puede ser mormón sin ser polígamo. Brigham Young tiene un harem porque así le conviene, como lo tiene más de un católico, pero no todos sus correligiona-rios le imitan a orillas del lago Salado.
¿Y mister Hateh?
Tiene una mujer, y le basta. Además, se propone expli¬carnos su doctrina una de estas noches.
Tendrá un lleno completo dije.
Sí respondió el doctor , si el juego no le quita los parroquianos. Anda por ahí un inglés de mala cara, que me parece el jefe de esta turba de tahúres que juegan en la cámara de proa. Es un canalla de la peor fama. ¿Habéis re¬parado en él?
Algunos pormenores que añadió el doctor me hicieron recordar al individuo que aquella mañana se había distingui¬do por sus apuestas. Mi diagnóstico no me había engañado. Dean Pitferge me dijo que se llamaba Harry Drake. Era hijo de un comerciante de Calcuta, un jugador, un camorrista, un perdido, un tronado, y probablemente iba a América a probar vida de aventuras.
Esos hombres encuentran en cualquier parte adulado¬res que les estimulan, y ése tiene ya aquí su círculo de pillos cuyo centro forma. Entre ellos está un hombrecillo chato, carirredondo, de labios gruesos y con gafas de oro, que se titula doctor y dice que va a Quebec, pero que estoy seguro de que es judío alemán, mestizo de burdeles; un charlatán de baja estofa y admirador de Drake.
Pitferge, que saltaba de tema en tema, me tocó en el codo, para hacerme reparar en un joven de 22 años que daba el brazo a una niña de 17.
¿Dos recién casados? pregunté el doctor.
No, son dos novios antiguos que sólo esperan llegar a Nueva York para casarse. Han dado la vuelta a Europa, con permiso de sus familias, y ya están convencidos de que han nacido el uno para el otro. ¡Guapos muchachos! Da gozo verlos asomados a la escotilla de la máquina, contando las vueltas de las ruedas, que no andan bastante de prisa para su gusto. ¡Ah! ¡Si nuestras calderas hubieran llegado al rojo blanco, como esos dos corazones, no nos faltaría pre¬sión!


CAPÍTULO XI

A las doce y media de aquella mañana, un timonel puso el letrero siguiente a la puerta del gran salón:

Lat. 510 15' N.
Long. 180 13' O.
Dist. Fastenet 323 millas.

Lo que indicaba que al mediodía estábamos a 323 mi¬llas del faro de Fastenet, el último que vimos en la costa de Irlanda, y 510 15' de latitud Norte y a 180 13' Oeste del meridiano de Greenwich. El capitán hacía así conocer todos los días la altura a que nos hallábamos. Copiando esta nota y señalando los puntos marcados por estas coordenadas en una carta, podía seguirse el derrotero del Great Eastern. El buque gigante sólo había corrido 323 millas en 36 horas; poca cosa, pues un paquebote que se estima en algo no debe correr menos de 300 millas en 24 horas.
Me separé del doctor y pasé con Fabián el resto del día. Nos habíamos refugiado en la popa: habíamos ido, según decía Pitferge, a «pasear al campo». Aislados y apoyados en la borda, contemplábamos el mar inmenso. Las olas exhalaban penetrantes perfumes que llegaban a nosotros. Los ra¬yos de luz refractados producían pequeños arco iris que bai-laban entre la espuma. La hélice hervía a cuarenta pies bajo nuestros ojos; cuando se sumergía, sus ramas agitaban con más furia las ondas, haciendo chispear su cobre. El mar pa¬recía una aglomeración de esmeraldas líquidas. La estela, que parecía de algodón en rama, se perdía de vista, confun¬diendo en una misma vía láctea los remolinos de las ruedas y los de la hélice. Aquella blancura, sobre la cual se distin¬guían perfiles más acentuados, parecía un encaje de punto de Inglaterra sobre fondo azul. Cuando volaban sobre ellas las blancas gaviotas, con sus alas de borde negro, su plu¬maje relucía, se abrillantaba con fugaces reflejos.
Fabián, silencioso, contemplaba la magia de las olas. ¿Qué veía en aquel líquido espejo, tan fácil de plegarse a todos los caprichos de nuestra imaginación? ¿Pasaba, ante sus ojos, alguna fugitiva imagen que le daba un adiós supremo? ¿Distinguía, entre aquellos torbellinos, alguna sombra que¬rida? Me pareció más triste que de costumbre, y no me atre-ví a preguntarle la causa de su tristeza.
Después de nuestra larga ausencia, a Fabián correspon¬día confiarse a mí, y a mí guardar sus confidencias. Me ha¬bía contado de su vida pasada lo que quería que yo conociera, su existencia de guarnición de la India, sus cacerías, sus aventuras, pero respecto a los sentimientos que oprimían su corazón acerca de la causa de los suspiros que elevaba su pecho, guardaba silencio. Sin duda, no siendo Fabián como los que desahogan su corazón refiriendo sus penas, debía sufrir más que ellos.
Permanecíamos, pues, asomados al mar, y cuando me volví observé las dos ruedas que se sumergían alternativa¬mente por efecto del balanceo.
De pronto Fabián me dijo:
¡Esa estela es verdaderamente magnífica! ¡Parece que se complacen en escribir letras! ¡Mirad cuánta l y cuánta e! ¿Me engaño acaso? ¡No! ¡No! ¡Son letras! ¡Y siempre las mismas!
La imaginación sobreexcitada de mi pobre amigo veía lo que quería ver. Pero, ¿qué significaban aquellas letras? ¿Qué recuerdo evocaban en su corazón?
Fabián, que había vuelto a ensimismarse, me dijo brusca¬mente:
¡Vámonos! ¡Ese abismo me atrae!
¿Qué tenéis, Fabián? le pregunté, estrechando sus dos manos . ¿Qué tenéis, querido amigo?
Tengo dijo apretándose el pecho , tengo un mal que será mi muerte.
¿Un mal? ¿Un mal incurable?
Sin esperanza.
Y sin decir más, Fabián bajó al salón y entró en su ca¬marote.


domingo, agosto 14, 2011

Una ciudad flotante (cap. 6 y 7)

Por Julio Verne

CAPÍTULO VI

Al otro día, 27 de marzo, el Great Eastern seguía, por estribor, la accidentada costa irlandesa. Mi habitación era un camarote de primera de proa, muy bonito, iluminado por dos anchas partes de luz; estaba separado del salón de proa por otra fila de camarotes, de manera que no podían llegar a él las estrepitosas melodías de los pianos, que no es-caseaban, ni de las conversaciones. Era una choza aislada, a lo último de un arrabal. Sus muebles eran una litera, un tocador y un escaño.
A las siete de la mañana, después de atravesar las dos pri¬meras salas, llegué a la cubierta, por la cual vagaban ya los viajeros. Un balanceo apenas perceptible, movía el buque. El viento era bastante fresco, pero la mar, desenfilada por la costa, no podía ser gruesa. Me tranquilizaba por completo la indiferencia del Great Eastern, que me parecía de buen agüero.
Desde la toldilla del café vi la extensa costa, elegante¬mente perfilada, que debe el nombre de «Costa de Esmeral¬das» a su verdura perpetua. Algunas casitas desparramadas, un puesto de aduaneros, un blanco penacho de humo proce¬dente de alguna locomotora que atravesaba un valle entre dos colinas, algún telégrafo óptico aislado, haciendo muecas a los buques que veía mar adentro, la animaban.
El mar que nos separaba de la costa tenía un color verde sucio, como si fuese una tabla manchada irregularmente de sulfato de cobre. El viento seguía refrescando, algunas nie-blas revoloteaban, como masas de polvo, bricks y goletas nu¬merosas trataban de alejarse de la costa; los steamers pasa¬ban escupiendo humo negruzco, pero el Great Eastern, aun-que no iba animado de gran velocidad, los dejaba rezagados, sin trabajo.
Pronto, tuvimos a la vista a Lucen’s Town, puertecillo de arribada, delante del cual maniobraba una escuadrilla de pescadores. Todo buque, venga de América o de los mares del Sur, sea de vapor o de vela, de guerra o mercante, suelta allí, al pasar de largo, su valija de correspondencia. Un tren correo, siempre dispuesto, la lleva en pocas horas a Dublin. Allí, un paquebote, siempre humeante, steamer de pura san¬gre, máquina por sus cuatro costados, verdadero montón de ruedas que surca las olas: no menos útil que el Gladiador o La Hija del Aire, toma estas cartas, y atravesando el estre¬cho con velocidad de 18 millas por hora, las deposita en Liverpool. La correspondencia adelanta así en un día a los correos transatlánticos más ligeros.
El Great Eastern, a eso de las nueve, subió al Este Nores¬te. Acababa yo de llegar a la cubierta cuando se acercó a mí el capitán Macelwin, acompañado de un amigo suyo, de seis pies de estatura y de barba rubia y largos mostachos que, perdidos en pobladas patillas, según la moda, dejaban la barba al descubierto. El tipo de aquel buen mozo era el del oficial inglés; llevaba la cabeza alta pero sin violencia; su mirada era serena, y su paso suelto y distinguido; presen¬taba todos los síntomas de ese valor tan raro que puede llamarse «valor sin furia». Respecto a su profesión, no me había engañado.
Os presento a mi amigo Arquibaldo Corsican, capitán, como yo, en el 22 de línea del ejército de la India.
Corsican y yo nos saludamos.
Apenas nos vimos ayer, querido Fabián dije a Macel¬win, cuya mano estreché , en la confusión de la salida. Todo lo que sé es que no debo a la casualidad la dicha de hallarnos juntos a bordo. Confieso que si en algo he influido en vuestra determinación...
Sin duda, querido compañero me contestó . El ca¬pitán Corsican y yo, al llegar a Liverpool, íbamos a tomar pasaje en el China, de la línea de Cunard. La noticia del viaje que iba a emprender el Great Eastern nos hizo reflexionar acerca de si sería conveniente modificar nuestro plan primi¬tivo, aprovechando ocasión tan favorable; pero la noticia de que estabais a bordo acabó de decidirme, pues para mí es un placer vuestra compañía. No nos habíamos vuelto a ver desde aquel delicioso viaje que hicimos hace tres años al te-rritorio escandinavo, y por eso el ténder nos trajo ayer.
Querido Fabián le respondí , creo que ni vos ni vuestro amigo os arrepentiréis. La travesía del Atlántico en este enorme barco ha de ser interesante para vosotros, por poco marinos que seáis. La última carta que hace seis meses fechasteis en Bombay, me hacía creer que estabais en el regimiento.
Estábamos con él hace tres meses, pasando aquella vida de los oficiales del ejército de la India, medio labriega, medio militar, en la cual se organizan más cacerías que columnas de operaciones. Os presento, en el capitán Arquibaldo, el terror de los juncales, el gran matador de tigres. Pero aunque mu¬chachos y sin familia, hemos querido dar un poco de reposo a aquellas fieras de la península y venir a respirar algunos áto¬mos de aire europeo. Hemos obtenido un año de licencia, y por el mar Rojo, Suez y Francia, hemos llegado a nuestra an¬tigua Inglaterra con la velocidad de un tren expreso.
¡Nuestra vieja Inglaterra! repuso sonriendo Corsi¬can . Ya no estamos en ella, pues el buque que nos lleva, aunque sea inglés, está fletado por franceses y nos conduce a América. Sobre nuestras cabezas ondean tres pabellones que indican que pisamos un suelo franco anglo americano.
¿Qué importa? respondió Fabián, cuya frente se arru¬gó momentáneamente, cual bajo una dolorosa impresión . Lo esencial es que corra nuestra licencia. El movimiento es la vida. Olvidemos lo pasado y matemos lo presente renovando los objetos que nos rodean. Dentro de algunos días abrazaré, en Nueva York, a mi hermana y a mis sobrinos, a quienes no he visto desde hace muchos años. Después visitaremos los Grandes Lagos, bajaremos el Mississipi hasta llegar a Nueva Orleans. Daremos una batida en el Marañón, y después, de un salto, pasaremos a África, donde los leones y los tigres se han dado cita en El Cabo para festejar al capitán Arquibal¬do; hecho esto, volveremos a imponer la voluntad de la me¬trópoli a los cipayos.
Fabián hablaba con volubilidad nerviosa, mientras su pe¬cho se henchía de suspiros. Indudablemente, alguna desgra¬cia que no me habían dejado adivinar sus cartas amargaba su vida. Arquibaldo Corsican debía conocer aquel secreto, pues demostraba hacia Fabián, algo más joven que él, su cariño de hermano mayor, una amistad de esas que pueden llevar al heroísmo, en ocasiones determinadas.
Un grueso camarero interrumpió nuestra conversación, tocando la bocina para avisar, con un cuarto de hora de anti¬cipación, el lunch de las doce y media. El ronco instrumento, con gran satisfacción de los pasajeros, resonaba cuatro veces al día: a las ocho y media, para el almuerzo; a las doce y media, para el lunch; a las cuatro y media, para comer, y a las siete y media, para el té. Los pasajeros, despejando las anchas calles, se hallaron pronto sentados a la mesa; yo me coloqué entre Fabián y el capitán Arquibaldo.
En los comedores había cuatro filas de mesas. Los vasos y botellas, colocados en platillos de doble suspensión, con¬servaban su posición vertical, a pesar de los vaivenes. El bu¬que no sentía las olas. Hombres, mujeres y niños podían co¬mer y beber sin peligro. Gran número de atentos camareros hacía correr, en torno de las mesas, exquisitos platos, y sumi¬nistraba a cada pasajero, con arreglo a la lista que formaba, vinos y dulces que se pagaban aparte. Distinguíanse los cali¬fornianos por su afición al champaña.
Una lavandera, enriquecida en los lavaderos de San Fran¬cisco, bebía, en compañía de su marido, aduanero retirado, «Cliquot» a tres dólares botella. Algunas misses escuálidas y descoloridas engullían tajadas de vaca chorreando sangre. Largas ladyes, con defensas de marfil, vaciaban en las hue¬veras los huevos pasados por agua. Otras saboreaban apio del desierto, con marcada satisfacción. Todos trabajaban con fervor. Aquello era una fonda en pleno París, no en pleno Océano.
Tomado el lunch, se poblaron otra vez las toldillas. Los conocidos se saludaban al paso, como los paseantes de Hyde Park. Los niños saltaban, corrían, jugaban con sus aros y ba-lones, como si estuvieran sobre la arena en las Tullerías. Casi todos los hombres fumaban paseando. Las señoras charla¬ban, sentadas en sillas de tijera. Las ayas y niñeras cuidaban de los niños. Algunos americanos panzudos se columpiaban en sillones de balancín. Los oficiales del buque iban y venían, unos observando la aguja, otros respondiendo a las pregun¬tas, algunas harto inocentes o ridículas, de los viajeros. En¬tre los resoplidos de la brisa se oían los ecos de un órgano colocado en el salón de popa y los de dos o tres pianos de «Pleyel» que en los salones bajos se hacían una competencia lamentable.
A eso de las tres, resonaron estrepitosas voces de triun¬fo, y los viajeros cubrieron las toldillas. El Great Eastern pasaba a dos cables de un paquebote al que había adelan¬tado. Era el Dropontis, con rumbo a Nueva York, que salu¬dó al gigante de los mares, a quien éste contestaba.
A las cuatro y media aún se divisaba tierra, a tres millas a estribor. Apenas nos permitía verla la oscuridad de un chubasco repqntino. Pronto apareció una luz. Era el faro de Fastenet, colocado en un picacho aislado. No tardó en cerrar la noche, durante la cual debíamos doblar el cabo Clear, últi¬ma punta adelantada de la costa de Irlanda.


CAPÍTULO VII

He dicho ya que la eslora del Great Eastern pasaba de dos hectómetros.
Para dejar satisfechos a los ávidos de comparaciones, diré que es un tercio más largo que el puente de las Artes. No hubiera podido revolverse en el Sena, y su calado le im¬pediría flotar de otra manera que como flota el mismo puen¬te. El buque mide, en realidad, 270 metros y medio entre sus perpendiculares, en la línea de flotación. En la cubierta, de popa a proa, tiene 210 metros y medio, longitud doble de la que tienen los mayores buques trasatlánticos. Su manga es de 25 metros 30 centímetros en la cuaderna maestra, y de 36 metros 65 centímetros hasta fuera de los tambores.
El casco del Great Eastern está hecho a prueba de los golpes de mar más formidables. Es doble y lo fortna un con¬junto de celdillas de 86 centímetros de altura. Además, 13 compartimientos, separados por fuertes tabiques, aumentan su seguridad bajo el punto de vista de las vías de agua y el incendio. Diez mil toneladas de hierro entraron en la cons-trucción de este casco, y tres millones de clavos, remachados estando enrojecidos al fuego, aseguran la perfecta unión de las láminas de su forro.
Cuando cala 30 pies de agua, el Great Eastern desaloja 2.500 toneladas. En lastre solo cala 6,10 metros. Puede trans¬portar 10.000 pasajeros. De las 373 cabezas de distrito de Francia, 274 están menos pobladas que lo estaría esta sub¬prefectura flotante con su máximum de pasajeros.
Las líneas del Great Eastern son muy largas. Las cade¬nas de las anclas corren por escobenes que horadan su es¬trave. Su proa, muy aguda, sin huecos ni salientes, es per-fecta. Su popa, redondeada, cae un poco y desdice del con¬junto.
Seis mástiles y cinco chimeneas se elevan sobre su cu¬bierta. Los tres palos que se hallan hacia la proa son: el «fore gigger» y el «fore mast» ambos palos trinquetes y el «main mast» o palo mayor. Los tres posteriores son el «after¬main mar», el «mizen mast» y el «after gigger». El «fore¬mast» y el «main mast» llevan gavias y juanetes, y los otros cuatro solo velas triangulares. El velamen total está forma¬do por 5.400 metros cuadrados de lona muy buena, de la fábrica de Edimburgo. En las inmensas cofas del segundo y tercer palo puede maniobrar perfectamente a cualquier orden, una compañía.
De estos seis palos, sostenidos por obenques y branda¬les metálicos, el segundo, tercero y cuarto; están formados por chapas de hierro claveteadas, verdadera obra maestra del arte calderero. Miden, en la fogonadura, 1,10 metros, y el mayor tiene 207 pies de elevación: no son tan altas las torres de Nuestra Señora.
Dos de las chimeneas pertenecen a la máquina de las ruedas y están delante de los tambores; las tres de la popa son de la máquina de hélice. Son cilindros de gran radio, sostenidos por fuertes cadenas y de 30 metros y medio de altura.
En el interior del buque, la distribución está muy bien entendida.
En la proa están los lavaderos al vapor y los alojamien¬tos de la tripulación. Sigue un salón para señoras, y otro mayor, alumbrados por lámparas de doble suspensión y adornados con espejos y pintura. Claraboyas laterales, soste¬nidas por elegantes columnatas doradas, dejan pasar la luz a estas magníficas cámaras que comunican con el puente superior por medio de escaleras de caracol de peldaños me¬tálicos y barandillas de caoba.
Delante están dispuestas cuatro filas de camarotes sepa¬rados por un pasillo; unos se comunican por medio de una meseta y a los otros se llega por una escalera particular.
Los tres vastos dinning rooms de la popa presentan aná¬loga disposición para los camarotes. Un corredor embaldo¬sado que da vuelta a la máquina de las ruedas, entre sus paredes de metal y las colinas, da paso de las habitaciones de proa a las de popa.
Las máquinas del Great Eastern están reputadas, con ra¬zón, por obras maestras de... iba a decir de relojería. Nada hay tan asombroso como aquellos enormes sistemas de rue¬das, funcionando suave y precisamente, como un reloj. La fuerza nominal de la máquina de ruedas es de mil caba¬llos. Se compone esta máquina de cuatro cilindros oscilantes, de 2,26 metros de diámetro, apareados y cuyos émbolos di¬rectamente articulados a las bielas, desarrollan 4,27 metros de carrera. La presión media es de 20 libras por pulgada, cerca de 1,76 kilogramos por centímetro cuadrado, o sea una atmósfera y dos tercios.
La superficie de calor de las cuatro calderas reunidas es de 780 metros cuadrados. Este «Encine padole» marcha con majestuosa calma; su excéntrico, arrastrado por el árbol, pa-rece elevarse como un globo aerostático. Puede dar 12 vuel¬tas de rueda por minuto y forma contraste con la máquina de la hélice, más veloz y furiosa, impulsada por 1.600 caba¬llos de vapor.
Ésta se compone de cuatro cilindros fijos y horizontales unidos de dos en dos por sus cabezas.
Sus émbolos, que recorren 1,24 metros, actúan directa¬mente sobre el árbol de la hélice. Bajo la presión producida por sus seis calderas, cuya superficie de calor es de 1,165 me-tros cuadrados, la hélice, a pesar de su peso de 60 toneladas, puede dar 48 vueltas por minuto, pero entonces la máquina, jadeante, oprimida, se desboca en rapidez vertiginosa, y sus largos cilindros parecen atacarse, tocandose con sus émbolos como dos enormes carneros.
El Great Eastern posee, además, seis máquinas auxilia¬res para la alimentación, las bombas y los cabrestantes. Como se ve, el vapor desempeña, a bordo un importante pa¬pel en todas las maniobras.
Tal es este buque de vapor, sin par, no parecido a otro alguno.
A pesar de esto, un capitán francés escribió en su diario la inocentada siguiente:
«Encontrado buque, seis palos, cinco chimeneas. Supues¬to Great Eastern.»


continuará...

viernes, agosto 05, 2011

Una ciudad flotante (cap- 3- 4)

Por Julio Verne

(Capítulo 3 y 4)

En efecto, el Great Eastern se disponía a zarpar. De sus cinco chimeneas se escapaban ya algunas volutas de humo negro. Una espuma caliente transpiraba a través de los pozos profundos que daban acceso a las máquinas. Algunos mari¬neros bruñían los cuatro grandes cañones que debían sa¬ludar a Liverpool a nuestro paso. Algunos gavieros corrían por las vergas, recorriendo la jarcia para facilitar la manio¬ba. Se estiraban los obenques, encapillándolos debidamen¬te y haciéndolos bajar a las mesas de guarnición. A eso de las once, los tapiceros clavaban los últimos clavos y los pin¬tores daban la última mano de barniz. Después, todos se em¬barcaron en el ténder que los aguardaba. Así que la presión fue suficiente, se envió el vapor a los cilindros de la máquina motriz del gobernalle y los maquinistas reconocieron que el ingenioso aparato funcionaba regularmente.
El tiempo era bastante bueno; el sol se dejaba ver con claridad y sólo momentáneamente lo cubría alguna nube. En alta mar debía soplar bien el viento, lo cual importaba bas¬tante poco al Great Eastern.
Todos los oficiales se hallaban a bordo, repartidos por todo el buque, para preparar el aparejo. El Estado Mayor se componía de un capitán, un segundo, dos segundos oficiales, cinco tenientes, uno de ellos francés, mister H..., y un volun¬tario, francés también.
El capitán Anderson goza de gran reputación en la Ma¬rina mercante inglesa. A él se debe la colocación del cable transatlántico. Verdad es que si triunfó donde fracasaron sus antecesores fue porque trabajó en condiciones mucho más favorables, teniendo el Great Eastern a su disposición. Lo cierto es que su triunfo le valió el título de sir, otorgado por la reina. Encontré en él un comandante muy amable. Era un hombre de unos cuarenta años; sus cabellos tenían ese color rubio que se conserva a pesar de la edad, su estatura era elevada, su cara ancha y risueña y de tranquila expresión; su aspecto era verdaderamente inglés; su paso lento y uniforme, su voz dulce; sus ojos pestañeaban con frecuencia, sus ma¬nos nunca iban metidas en los bolsillos y siempre ostentaban estirados guantes; vestía con elegancia, pero con esta seña particular: la punta de su pañuelo blanco salía siempre del bolsillo de su levita azul con triple galón de oro.
El segundo del buque ofrecía un contraste singular con el capitán Anderson. Es fácil de retratar: es un hombrecillo vivaracho, muy moreno, con ojos algo inyectados, con barba negra que le llega a los ojos; piernas arqueadas que desafían todas las sorpresas del balance. Marino activo, vigilante, muy instruido en los ponnenores, daba sus órdenes con voz breve órdenes que repetía el contramaestre con ese ronquido de león constipado peculiar a la Marina inglesa. El segundo se llamaba W... y era, según tengo entendido, un oficial de la Armada, empleado, con permiso especial, a bordo del Great-¬Eastern. Su modo de andar era de «lobo de mar» y debía de ser de la escuela de aquel almirante francés, valiente a toda prueba, que en el momento del combate gritaba siempre a su gente: «¡Animo, muchachos, no tropecéis! ¡Ya sabéis que tengo la costumbre de hacerme ascender! »
Las máquinas corrían a cargo de un ingeniero jefe, auxiliado por diez oficiales mecánicos. A sus órdenes maniobra¬ba un batallón de 250 maquinistas, fogoneros o engrasado¬res, que no salían de las profundidades del barco.
Diez calderas, con diez fogones cada una, es decir, cien fuegos que vigilar, tenían al batallón ocupado noche y día.
La tripulación propiamente dicha, contramaestre, gavie¬ros, timoneles y grumetes, era de unos 100 hombres. Además, había 200 mozos destinados al servicio de los pasajeros.
Cada cual estaba en su puesto. El práctico que debía «sa¬car» el Great Eastern de la barra de Mersey, estaba a bordo desde el día anterior. Vi también a un piloto francés, de la isla de Moléne, cerca de Ouessant, que debía hacer con nos¬otros la travesía de Liverpool a Nueva York, y al regreso ha¬cer entrar el Great Eastern en la rada de Brest.
Empiezo a creer que saldremos hoy dije al tenien¬te H...
No esperamos más que a los viajeros respondió mi compatriota.
¿Son muchos?
Cerca de mil trescientos.
Era la población de un pueblo grande.
A las once y media fue señalado el ténder, colmado de pasajeros, que rebosaban de las cámaras, que se apiñaban en las pasarelas, que se apretaban sobre las montañas de fardos que había sobre la cubierta; algunos iban tendidos sobre los tambores. Eran, como supe muy pronto, califomianos, cana¬dienses, yanquis, peruanos, americanos del Sur, ingleses, ale¬manes y dos o tres mil franceses. Entre ellos se distinguían el célebre Cyrus Field, de Nueva York; el honorable John Rose, del Canadá; el honorable Macalpine, de Nueva York; mister Alfredo Cohen, de San Francisco; mister Whitney, de Montreal; el capitán Macph... y su esposa. Entre los fran¬ceses se hallaban el fundador de la «Sociedad de los Fleta¬dores del Great Eastern», mister Jules D .... representante de la «Telegraph Construction and Maintenance Company», que había contribuido a poner en práctica el proyecto, con veinte mil libras.
El ténder atracó al pie de la escalera de estribor, y dio principio a la interminable ascensión de equipajes y pasaje¬ros, pero sin prisa, sin gritos, como si todos fueran personas que entraran tranquilamente en su casa. Si hubieran sido franceses, hubieran creído su deber subir como al asalto, a guisa de verdaderos zuavos.
El primer cuidado de cada pasajero, al poner el pie en el Great Eastern, era bajar a los comedores, para marcar el puesto de su cubierto. Una tarjeta o su nombre, escrito con lápiz en un pedazo de papel bastaba para asegurarle su toma de posesión. En aquel momento se estaba sirviendo un al¬muerzo, y no tardaron las mesas en verse rodeadas de convi¬dados, que cuando son anglosajones, saben combatir per¬fectamente, esgrimiendo el tenedor, el fastidio de una tra¬vesía.
Con objeto de seguir todos los pormenores del embarque, me había quedado sobre cubierta. A las doce y media todos los equipajes estaban transbordados. Allí pude ver, revuel¬tos, mil fardos de todas formas y tamaños; cajones grandes como coches, capaces de contener un mobiliario completo; estuches de viaje de elegancia perfecta; sacos de formas ca¬prichosas, y muchas de esas maletas americanas o inglesas, tan fáciles de reconocer por el lujo de sus correas, su hebi¬llaje múltiple, el brillo de sus chapas y sus gruesas fundas de lona o de hule, con dos o tres grandes iniciales caladas en sendas chapas de hojalata. Pronto desapareció toda aquella balumba en los almacenes (iba a decir en las estaciones del entrepuente), y los últimos trabajadores, mozos de cuerda o guias, volvieron al ténder, que se alejó, después de haber ensuciado el Great Eastern con las escorias de su humo.
Volvía hacia la proa, cuando de pronto, me hallé en presencia del joven a quien había visto en el muelle de New-¬Prince. Se detuvo al verme y me tendió una mano que estre¬ché cariñosamente.
¿Vos aquí, Fabián? exclamé.
Yo mismo, amigo querido.
No me engañé cuando, hace algunos días, creí veros en el embarcadero. ¿Vais a América?
Sí. ¿En qué puede emplearse mejor una licencia de al¬gunos meses, que en correr el mundo?
¡Dichosa la casualidad que os ha hecho elegir el Great¬-Eastern para vuestro paseo!
No ha sido, casualidad, querido compañero. Leí en un periódico que habíais tomado pasaje a bordo de este buque y he querido hacer el viaje con vos.
¿Acabáis de llegar de la India?
El Dodavery me dejó anteayer en Liverpool.
¿Y viajáis, Fabián ... ? le pregunté observando su rostro pálido y triste.
Para distraerme, si puedo respondió, estrechando mi mano con emoción, el capitán Fabián Macelwin.

Habián se separó de mí, para ir a reconocer su alojamien¬to, en el camarote 73 de la serie del gran salón, cuyo número estaba marcado en su billete. En aquel momento, gruesos borbotones de humo revoloteaban en torno de las anchas bocas de las chimeneas del buque. Oíase estremecer el casco de las calderas hasta en las profundidades de la nave. Huía el estridente vapor por los tubos de escape, volviendo a caer sobre cubierta, en forma de menuda lluvia. Estrepitosos re¬molinos revelaban que se estaban ensayando las máquinas. La presión decía al ingeniero que podíamos partir.
Fue preciso ante todo levar el ancla. La marea subía aún y el Great Eastern, movido por su empuje, le presentaba la proa. Todo estaba dispuesto para bajar el río. El capitán An-derson había tenido que aprovechar aquel momento para aparejar, pues la eslora del Great Eastern no le permitía evo¬lucionar en el Mersey. No arrastrado por la bajamar, sino al contrario, resistiendo la rápida marea, era más dueño de su barco y estaba más seguro de poder maniobrar hábilmente por entre las numerosas embarcaciones que surcaban el río. El más leve contacto con aquel gigante hubiera sido desas¬troso.
Levar el ancla en tales condiciones exigía esfuerzos con¬siderables. En efecto, el buque, a impulso de la corriente, es¬tiraba las cadenas que lo amarraban. Además, un fuerte vien¬to del Sudoeste, hallando en su masa un obstáculo, unía su acción a la del flujo. Para arrancar las pesadas anclas del fondo de cieno se necesitaban poderosos aparatos. Un an-chor boat, buque especial, destinado a esta operación, se en¬ganchó a sus cadenas; pero no bastando sus cabrestantes, hubo que recurrir a los aparatos mecánicos que tenía a su disposición el Great Eastern.
En la proa, para izar las anclas, estaba dispuesta una máquina de la fuerza de setenta caballos. Se obtenía una fuer¬za considerable, que podía actuar inmediatamente sobre el cabrestante a que se enganchaban las cadenas, sin más que hacer pasar a los cilindros el vapor de las calderas. Pero la inmensa fuerza de la máquina fue insuficiente y hubo que acudir en su socorro. Cincuenta marinos, obedeciendo una orden del capitán Anderson, colocaron las palancas y empe¬zaron a virar el cabrestante.
El buque empezó a avanzar sobre sus anclas, pero con mucha lentitud. Los eslabones rechinaban penosamente en los escobones; me parece que algunas vueltas de rueda, que hubieran permitido embragar más fácilmente, hubieran ali¬viado mucho las cadenas.
Hallábame entonces en la toldilla de proa con algunos pasajeros, que contemplaban, como yo, los progresos de la operación. A mi lado, un viajero, impaciente, sin duda, por la lentitud de la maniobra, se encogía de hombros a cada ins¬tante, burlándose de la imponente máquina. Era un hombre¬cillo flaco, nervioso, de viveza ratonil, cuyos ojos apenas se distinguían bajo los pliegues de sus párpados. Un fisono¬mista hubiera comprendido, a la primera ojeada, que la vida se presentaba de color de rosa a aquel filósofo, discípulo de Demócrito, que no daba punto de reposo a sus músculos cigomáticos, necesarios para la acción de la risa. Por lo demás, como luego tuve ocasión de ver, era un buen compañero de viaje. «Hasta ahora me dijo , había yo creído que las má¬quinas servían para ayudar a los hombres, y no para que éstos las ayudaran.»
Iba a responder a observación tan sensata, cuando se oye¬ron gritos. Mi vecino y yo corrimos a la proa, donde pudi¬mos ver que habían sido derribados todos los trabajadores de las palancas: unos se levantaban, otros no podían levan¬tarse. Un piñón de la máquina había saltado, y la poderosa acción de las cadenas había hecho girar con espantosa fuer¬za el cabrestante. Los marineros habían sido heridos, con terrible violencia, en el pecho o en la frente. El irresistible molinete descrito por las sueltas barras había herido a doce marineros y muerto a cuatro. Entre los heridos se hallaba el contramaestre, que era un escocés llamado Dundée.
Todos acudimos. Los heridos fueron llevados a la enfer¬mería y se mandó desembarcar los cadáveres. La vida de las gentes pobres es tan poca cosa para los anglosajones, que apenas causó impresión a bordo tan triste suceso. Aquellos desgraciados, muertos o heridos, no eran más que dientes de una rueda, fáciles de reponer. El ténder, dócil a una seña que se le hizo, volvió a atracar a nuestro costado.
Me dirigí a la escalera que no se había quitado aún. Los cadáveres, envueltos en mantas, fueron colocados sobre cu¬bierta, en el ténder. Uno de los médicos de la dotación del Great Eastern, fue a acompañarlos a Liverpool, con orden de regresar cuanto antes a bordo. Alejóse el ténder, y los marineros lavaron las manchas de sangre que ensuciaban el puente.
Detalle curioso. Un viajero levemente herido por una astilla, se marchó en el ténder, aprovechando la ocasión. Ya estaba saturado de Great Eastern.
Yo miraba el ténder, que a todo vapor se alejaba, cuando oí a mi irónico compañero, que murmuraba detrás de mí:
¡Buen principio de viaje!
No puede ser peor repliqué . ¿Tengo el honor de hablar a ... ?
Al doctor Dean Pitferge.

...continuará