jueves, abril 30, 2009

Colección de Arena

de Italo Calvino


Hay una persona que colecciona arena. Viaja por el mundo y cuando llega a una playa marina, a las orillas de un río o de un lago, a un desierto, a una landa, recoge un puñado de arena y se la lleva. A su regreso le esperan, alineados en largos anaqueles, centenares de frasquitos de vidrio en los cuales la fina arena gris del Balatón, la blanquísima del Golfo de Siam, la roja que en su curso el Gambia va depositando en el Senegal, despliegan su no vasta gama de colores esfumados, revelan una uniformidad de superficie lunar, no obstante las diferencias de granulosidad y consistencia, desde el sablón blanco y negro del Caspio, que parece empapado todavía de agua salada, hasta los minúsculos guijarros de Maratea, también blancos y negros, hasta la fina arena blanca punteada de caracolitos violeta de Turtle Bay, cerca de Malindi, en Kenia.

En una exposición de colecciones raras presentada hace poco en París colecciones de cencerros de vaca, juegos de lotería, cápsulas de botella, silbatos de terracota, billetes ferroviarios, trompos, envolturas de rollos de papel higiénico, distintivos colaboracionistas de la Ocupación, ranas embalsamadas , la vitrina de la colección de arena era la menos llamativa, pero quizá la más misteriosa, la que parecía tener más que decir, aun a través del opaco silencio aprisionado en el vidrio de los frasquitos.
Pasando revista a este florilegio de arena, el ojo sólo percibe al principio las muestras más llamativas: el color herrumbre del lecho seco de un río de Marruecos, el blanco y negro carbonífero de las islas de Arán, o una mezcla cambiante de rojo, blanco, negro, gris que se anuncia en el rótulo con un nombre más policromo todavía: Isla de Papagayos, México. Después las diferencias mínimas entre arena y arena obligan a una atención cada vez más absorta, y así se entra poco a poco en otra dimensión, en un mundo cuyos únicos horizontes son estas dunas en miniatura, donde una playa de piedrecitas rosa (mezcladas con blancas en Cerdeña y en las islas de Granada del Caribe; mezcladas con grises en Solenzara, Córcega) y una extensión de minúsculos guijarros negros de Porto Antonio, Jamaica, no es igual a la de la isla Lanzarote en las Canarias, ni a otra que viene de Argelia, tal vez del centro del desierto.
Uno tiene la impresión de que este muestrario de la Waste Land está por revelarnos algo importante: ¿una descripción del mundo? ¿un diario secreto del coleccionista?, ¿o una respuesta sobre mí, que trato de adivinar en estas clepsidras inmóviles en qué hora está mi vida? Todo al mismo tiempo, tal vez. Del mundo, la colección de arenas escogidas registra un residuo de largas erosiones que es la sustancia última y al mismo tiempo la negación de su exuberante y multiforme parvedad: todos los escenarios de la vida del coleccionista parecen más vivientes que en una serie de diapositivas en colores (una vida se diría de eterno turismo, que es por lo demás como aparece la vida en las diapositivas, y así la reconstruiría la posteridad si sólo quedaran ellas para documentar nuestro tiempo, un atezarse en playas exóticas alternando con exploraciones más arduas, una inquietud geográfica que traiciona una incertidumbre, un afán), evocados y al mismo tiempo borrados con el gesto compulsivo de agacharse a rccoger un poco de arena y llenar una bolsita (¿o un contenedor de plástico?, ¿o una botella de Coca Cola?), y después volverse y partir.
Como toda colección, ésta también es un diario: diario de viajes, claro está, pero tambíén diario de sentimientos, de estados de ánimo, de humores, aunque no podamos estar seguros, al verlos aquí embotellados y rotulados, de que exista realmente una correspondencia entre la fría arena color tierra de Leningrado, o la finísima arena color arena de Copacabana y los sentimientos que evocan. O quizá sólo diario de esa oscura manía que nos impulsa tanto a reunir una colección como a llevar un diario, es decir, la necesidad de transformar el fluir de la propia existencia en una serie de objetos salvados de la dispersión o en una serie de líneas escritas, cristalizadas fuera del continuo fluír de los pensamientos.
La fascinación de una colección reside en lo que revela y en lo que oculta del impulso secreto que la ha motivado. Entre las colecciones extrañas de la exposición, una de las más impresionantes era sin duda la de las máscaras antigás: una vitrina desde la cual miraban caras verdes o grisáceas de tela o de goma, con ciegos ojos redondos y protuberantes, la nariz hocico como una lata o un tubo colgante. ¿Qué idea habrá guiado al coleccionista? Un sentimiento creo a la vez irónico y aterrado hacia una humanidad que estuvo dispuesta a uniformarse bajo esa apariencia entre animal y mecánica; o quizá también una fe en los recursos del antropomorfismo que inventa nuevas formas a imagen y semejanza del rostro humano para adaptarse a respirar fosgeno o iprita, no sin una pizca de alegría caricaturesca. Y también una venganza contra la guerra al fijar en esas máscaras un aspecto de ella rápidamente obsoleto y que ahora parece más ridículo que terrible, pero asimismo el sentido de que en esa crueldad atónita y estulta se reconozca todavía nuestra verdadera imagen.
Si el conjunto de máscaras antigás podía trasmitir un humor en cierto modo social y afirmativo, un poco más allá un coleccionista de Mickey Mouse producía un efecto escalofriante y angustioso. Alguien ha recogido durante toda la vida muñequitos, juguetes, cajas de productos diversos, gorros, máscaras, camisetas, muebles, baberos, que reproducen los rasgos estereotipados del ratón de Disney. Desde la vitrina atestada, centenares de negras orejas redondas, de blancos hocicos con la pelotita negra de la nariz, de guantazos blancos y negros brazos filiformes, concentran su euforia melosa en una visión de pesadilla, revelan una fijación infantil en esa única imagen tranquilizadora en medio de un mundo espantoso, de modo que la sensación de temor termina por teñir ese único talismán humano en sus innumerables apariciones en serie.
Pero donde la obsesión del coleccionista se repliega sobre sí misma revelando el propio fondo de egotismo, es en un cajón con tapa de vidrio, lleno de simples carpetas de cartón atadas con cintas, en cada una de las cuales una mano femenina ha escrito títulos como: Los hombres que me gustan, Los hombres que no me gustan, Las mujeres que admiro, Mis celos, Mis gastos diarios, Mi moda, Mis dibujos infantiles, Mis castillos, e inclusive Los papeles que envolvían las naranjas que comí.
Lo que contienen aquellos dossiers no es un misterio, porque no se trata de una expositora ocasional sino de una artista de profesión (Annette Messager, coleccionista: así firma) que ha presentado en París y en Milán varias muestras personales de sus recortes de periódico, hojas de apuntes y esbozos. Pero lo que nos interesa ahora es este despliegue de carpetas cerradas y rotuladas, y el procedimiento mental que implican. La autora misma lo ha definido claramente: «Trato de poseer, de adueñarme de la vida y los acontecimientos de que me entero. Durante todo el día hojeo, recojo, ordeno, clasifico, selecciono y lo reduzco todo a la forma de álbumes de colección. Estas colecciones se convierten así en mi vida ilustrada.»
Los propios días, minuto por minuto, pensamiento por pensamiento, reducidos a colección: la vida triturada en un polvillo de corpúsculos: una vez más, la arena.
Vuelvo sobre mis pasos, hacia la vitrina de la colección de arena. El verdadero diario secreto que hay que descifrar está aquí, entre estas muestras de playas y de desiertos bajo vidrio. También aquí el coleccionista es una mujer (leo en el catálogo de la exposición). Pero por ahora no me interesa ponerle una cara, una figura; la veo como una persona abstracta, un yo que podría ser también yo, un mecanismo mental que trato de imaginarme en acción. De regreso de un viaje, añade nuevos frascos a los otros en fila, y de pronto se da cuenta de que sin el índigo del mar el brillo de aquella playa de conchilla ciesmenuzada se ha perdido; que del calor húmedo del Uadi no ha quedado nada en la arena recogida; que, lejos de México, la arena mezclada con lava del volcán Paricutin es un polvo negro que parece salido de la boca de la chimenea. Trata de devolver a la memoria las sensaciones de aquella playa, aquel olor de bosque, aquel ardimiento, pero es como sacudir ese poco de arena en el fondo del frasco rotulado.
En ese momento no quedaría más que rendirse, separarse de la vitrina, de ese cementerio de paisajes reducidos a desiertos, de desiertos sobre los cuales ya no sopla el viento. Y sin embargo, el que ha tenido la constancia de llevar adelante durante años esa colección sabía lo que hacía, sabía a dónde quería llegar: tal vez justamente a alejar de su persona el estrépito de las sensaciones deformantes y agresivas, el viento confuso de lo vivido, y a guardar finalmente la sustancia arenosa de todas las cosas, tocar la estructura silícea de la existencia. Por eso no despega los ojos de aquellas arenas, entra con la mirada en uno de los frasquitos, cava su madriguera, se interna, extrae miriadas de noticias acumuladas en un montoncito de arena. Cualquier gris, una vez descompuesto en partículas claras y oscuras, brillantes y opacas, esféricas, poliédricas, chatas, deja de verse como gris y sólo entonces empieza a hacernos entender el significado del gris. Descifrando así el diario de la melancólica (¿o feliz?) coleccionista de arena, he llegado a preguntarme qué hay escrito en esa arena de palabras escritas que he alineado en mi vida, esa arena que ahora me parece tan lejos de las playas y de los desiertos del vivir. Quizá escrutando la arena como arena, las palabras como palabras, podamos acercarnos a entender cómo y en qué medida el mundo triturado y erosionado puede todavía encontrar en ellas fundamento y modelo.
(1974)

martes, abril 28, 2009

El Amor

Extracto del libro "El Profeta" de GIBRÁN KHALIL GIBRÁN

Dijo Almitra: Háblanos del Amor.

Y él levantó la cabeza, miró a la gente y una quietud des¬cendió sobre todos. Entonces, dijo con gran voz:
Cuando el amor os llame, seguidlo.
Y cuando su camino sea duro y difícil.
Y cuando sus alas os envuelvan, entregaos. Aunque la espada entre ellas escondida os hiriera.
Y cuando os hable, creed en él. Aunque su voz destroce nuestros sueños, tal cómo el viento norte devasta los jardines.


Porque, así como el amor os corona, así os crucifica.
Así como os acrece, así os poda.
Así como asciende a lo más alto y acaricia vuestras más tiernas ramas, que se estremecen bajo el sol, así descenderá hasta vuestras raíces y las sacudirá en un abrazo con la tierra.

Como trigo en gavillas él os une a vosotros mismos.
Os desgarra para desnudaros.
Os cierne, para libraros de vuestras coberturas.
Os pulveriza hasta volveros blancos.
Os amasa, hasta que estéis flexibles y dóciles.
Y os asigna luego a su fuego sagrado, para que podáis convertiros en sagrado pan para la fiesta sagrada de Dios.

Todo esto hará el amor en vosotros para que podáis cono¬cer los secretos de vuestro corazón y convertiros, por ese conocimiento, en un fragmento del corazón de la Vida.

Pero si, en vuestro miedo, buscáreis solamente la paz y el placer del amor, entonces, es mejor que cubráis vuestra desnudez y os alejéis de sus umbrales.
Hacia un mundo sin primaveras donde reiréis, pero no con toda vuestra risa, y lloraréis, pero no con todas vuestras lágrimas.
El amor no da nada más a sí mismo y no toma nada más que de sí mismo.
El amor no posee ni es poseído.
Porque el amor es suficiente para el amor.

Cuando améis no debéis decir: "Dios está en mi corazón", sino más bien: "Yo estoy en el corazón de.Dios."
Y pensad que no podéis dirigir el curso del amor porque él si os encuentra dignos, dirigirá vuestro curso.

El amor no tiene otro deseo que el de realizarse.
Pero, si amáis y debe la necesidad tener deseos, que vuestros deseos sean éstos:
Fundirse y ser como un arroyo que canta su melodía a la noche.
Saber del dolor de la demasiada ternura.
Ser herido por nuestro propio conocimiento del amor. Y sangrar voluntaria y alegremente.
Despertarse al amanecer con un alado corazón y dar gracias por otro día de amor.
Descansar al mediodía y meditar el éxtasis de amar. Volver al hogar con gratitud en el atardecer.
Y dormir con una plegaria por el amado en el corazón y una canción de alabanza en los labios.

sábado, abril 25, 2009

El Dar

Extracto del libro "El Profeta" de Gíbran Khalil Gíbran

Entonces, un hombre rico dijo: Háblanos del dar.

Y él contestó:

Dais muy poca cosa cuando dais de lo que poseéis.
Cuando dais algo de vosotros mismos es cuando realmen¬te dais.
¿Qué son vuestras posesiones sino cosas que atesoráis por miedo a necesitarlas mañana?
Y mañana, ¿qué traerá el mañana al perro que, demasiado previsor, entierra huesos en la arena sin huellas mientras sigue a los peregrinos hacia la ciudad santa? ¿Y qué es el miedo a la necesidad sino la necesidad misma?
¿No es, en realidad, el miedo a la sed, cuando el manan¬tial está lleno, la sed inextinguible?


Hay quienes dan poco de lo mucho que tienen y lo dan buscando el reconocimiento y su deseo oculto malogra sus regalos.
Y hay quienes tienen poco y lo dan todo.
Son éstos los creyentes en la vida y en la magnificencia de la vida y su cofre nunca está vacío.

Hay quienes dan con alegría y esa alegría es su premio.
Y hay quiénes dan con dolor y ese dolor es su bautismo.
Y hay quienes dan y no saben del dolor de dar, ni buscan la alegría de dar, ni dan conscientes de la virtud de dar.
Dan como, en el hondo valle, da el mirto su fragancia al espacio.
A través de las manos de los que como esos son, Dios habla y, desde el fondo de sus ojos, El sonríe sobre la tierra.

Es bueno dar algo cuando ha sido pedido, pero es mejor dar sin demanda, comprendiendo.
Y, para la mano abierta, la búsqueda de aquel que recibi¬rá es mayor goce que el dar mismo.
¿Y hay algo, acaso, que podáis guardar? Todo lo que tenéis será dado algún día.
Dad, pues, ahora que la estación de dar es vuestra y no de vuestros herederos.

Decís a menudo: "Daría, pero sólo al que lo mereciera." Los árboles en vuestro huerto no dicen así, ni lo dicen los rebaños en vuestra pradera.
Ellos dan para vivir, ya que guardar es perecer.
Todo aquel que merece recibir sus días y sus noches, merece, seguramente, de vosotros todo lo demás.
Y aquel que mereció beber el océano de la vida, merece llenar su copa en vuestro pequeño arroyo.
¿Y cuál será mérito mayor que el de aquel que da el valor y la confianza -no la caridad- del recibir?
¿Y quiénes sois vosotros para que los hombres os muestren su seno y os descubran su orgullo para que así veáis sus mere¬cimientos desnudos y su orgullo sin confusión?
Mirad primero si vosotros mismos merecéis dar y ser un instrumento del dar.
Porque, a la verdad, es la vida la que da a la vida, mientras que vosotros, que os creéis dadores, no sois sino testigos.

Y vosotros, los que recibís -y todos vosotros sois de ellos- no asumáis el peso de la gratitud, si no queréis colocar un yugo sobre vosotros y sobre quien os da.
Eleváos, más bien, con el dador en su dar como en unas alas.
Porque exagerar vuestra deuda es dudar de su generosi¬dad, que tiene el libre corazón de la tierra como madre y a Dios como padre.

domingo, abril 19, 2009

Risas y Lágrimas

Por Gibran Khalil Gibran


Cuando el sol se alejó del jardín, y la luna lanzó sus mullidos rayos sobre las flores, me senté bajo los árboles a meditar sobre el fenómeno de la atmósfera, contemplando entre las ramas la profusión de estrellas que resplandecían como plateadas motas sobre alfombra azul; y pude oír a la distancia el agitado murmullo del arroyo, que saltarín y presuroso se encaminaba hacia el valle.

Cuando las aves se guarecieron entre las ramas y las flores plegaron sus pétalos, y cayó el terrible silencio, escuché el susurro de unos pasos en la hierba. Agucé el oído y vi que una joven pareja se aproximaba a mi árbol. Se sentaron bajo sus ramas desde donde podía verlos sin ser visto.

El joven miró hacia uno y otro lado, y luego oí que decía: -Siéntate a mi lado, amada mía, y escucha mi corazón; sonríe, que tu felicidad es el símbolo de nuestro futuro; sé dichosa, que los días luminosos se regocijan con nosotros. "Mi alma me alerta de la duda de tu corazón, porque dudar del amor es pecado.



"Pronto serás la dueña de este vasto territorio, iluminado por esta luna maravillosa; pronto serás la señora de mi palacio y los siervos y criados estarán a tus órdenes.
"Sonríe, amada mía, como sonríe el oro de las arcas de mi padre.

"Mi corazón rehusa negarte su secreto. Doce meses de viajes y placer nos aguardan; pasaremos un año derrochando el oro de mi padre en los azules lagos de Suiza, y contemplando los monumentos de Italia y Egipto, y descansando bajo los Sagrados Cedros del Líbano; conocerás a las princesas que te envidiarán las joyas y vestidos.
"Todo esto haré por ti; ¿Estarás satisfecha?

Pronto los vi pisotear las flores como los ricos pisotean los corazones de los pobres. Cuando se alejaron de mi vista comencé a hacer comparaciones entre el dinero y el amor, y a analizar el lugar que ocupaban en mi corazón.
¡Dinero! ¡Origen del amor insincero, fuente de falsa luz y fortuna; manantial de aguas contaminadas; desesperanza de la ancianidad!

Aún vagaba por el vasto desierto de la meditación cuando una pareja desaliñada y espectral pasó junto a mí y fue a sentarse en la hierba; dos jóvenes, un hombre y una mujer, que habían salido de la choza de su granja cercana para venir a este sitio desapacible y solitario.

Después de unos instantes de completo silencio, escuché las siguientes palabras, pronunciadas entre suspiros por entristecidos labios:
-No derrames lágrimas, amada mía; el amor que abre nuestros ojos y esclaviza nuestros corazones nos brinda las bondades de la paciencia. Consuélate de nuestra demora, porque hemos hecho un voto y hemos penetrado en el santuario del Amor; porque nuestro amor crecerá en la adversidad; porque en nombre del Amor padecemos los obstáculos de la pobreza y el rigor de la desdicha y el vacío de la separación. Combatiré estas penurias hasta triunfar, y poner en tus manos el valor que te ayudará a pesar de todo a completar el viaje por la vida.

"El amor -que es Dios- recibirá nuestras lágrimas y suspiros como incienso quemado ante Su altar, y nos recompensará con fortaleza. Adiós, amada mía; debo irme antes que la pálida luna se desvanezca.
Una voz pura, hecha de la exigua llama del amor, y de la desesperanzada amargura del anhelo, y de la decidida dulzura de la paciencia, dijo:
-Adiós, Amada mía.
Se separaron, y la elegía de su unión fue velada por los gemidos de mi lloroso corazón.
Contemplé la aletargada Naturaleza, y reflexionando profundamente descubrí la realidad de un hecho numeroso e infinito: lo que ninguna fuerza puede exigir, ni influencia adquirir, ni riqueza perseguir. No puede ser borrado por las lágrimas del tiempo ni muerto por la tristeza; algo que ni los azules lagos de Suiza ni los maravillosos monumentos de Italia pueden revelar.

Es algo que se fortalece con la paciencia, crece a pesar de los obstáculos, se guarece en invierno, florece en primavera, hace soplar la brisa en verano y da frutos en otoño: hallé al Amor.

sábado, abril 18, 2009

Algo muy grave va a suceder en este pueblo

por Gabriel García Márquez

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:

-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.

Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

-Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:

-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:



-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.

-¿Y por qué es un tonto?

-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:

-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:

-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:

-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.

Entonces la vieja responde:

-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:

-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?

-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)

-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.

-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.

-Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

-Hay un pajarito en la plaza.

Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.

-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.

-Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.

-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:

-Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:

-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:

-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

viernes, abril 10, 2009

La mariposa y la estrella

Anónimo

Cuenta la leyenda que una joven mariposa, de cuerpo frágil y sensible volaba cierta tarde jugando con el viento, cuando vio una estrella muy brillante, y se enamoró.

Excitadísima, regresó inmediatamente a su casa, loca por contar a su madre que había descubierto lo que era el amor...

¡Qué tontería! Fué la fría respuesta que escuchó.
Las estrellas no fueron hechas para que las mariposas pudieran volar a su alrededor.

Búscate un poste, o una pantalla, y enamórate de algo así, para eso fuimos creadas.

Decepcionada, la mariposa decidió simplemente ignorar el comentario de su madre, y se permitió volver a alegrarse con su descubrimiento.

¡Qué maravilla poder soñar pensaba!

La noche siguiente la estrella continuaba en el mismo lugar, y ella decidió que subiría hasta el cielo y volaría en torno de aquella luz radiante para demostrarle su amor.

Fue muy difícil sobrepasar la altura a la cual estaba acostumbrada, pero consiguió subir algunos metros por encima de su nivel de vuelo normal. Pensó que si cada día progresaba un poquito, terminaría llegando hasta la estrella.

Así que se armó de paciencia y comenzó a intentar vencer la distancia que la separaba de su amor.
Esperaba con ansiedad la llegada de la noche, y cuando veía los primeros rayos de la estrella, agitaba ansiosamente sus alas en dirección al firmamento.

Su madre estaba cada vez más furiosa.


Estoy muy decepcionada con mi hija, decía. Todas sus hermanas, primas y sobrinas ya tienen lindas quemaduras en sus alas, provocadas por las lámparas.

Sólo el calor de una lámpara es capaz de entusiasmar el corazón de una mariposa: deberías dejar de lado estos sueños inútiles y conseguir un amor posible de alcanzar.
La joven mariposa, irritada porque nadie respetaba lo que sentía, decidió irse de la casa. Pero en el fondo, como, por otra parte, siempre sucede, quedó marcada por las palabras de su madre, y consideró que ella tenía razón.

Así, durante algún tiempo, intentó olvidar a la estrella y enamorarse de la luz de las pantallas de casas suntuosas, de las luces que mostraban los
colores de cuadros magníficos, del fuego de las velas que quemaban en las más bellas catedrales del mundo.

Pero su corazón no conseguía olvidar a la estrella, y después de ver que la vida sin su verdadero amor no tenía sentido, resolvió reemprender su itinerario en dirección al cielo.

Noche tras noche intentaba volar lo más alto posible, pero cuando la mañana llegaba, estaba con el cuerpo helado y el alma sumergida en la tristeza.

Entretanto, a medida que se iba haciendo mayor, pasó a prestar atención a todo cuanto veía a su alrededor.

Desde allá arriba podía vislumbrar las ciudades llenas de luces, donde posiblemente sus primas, hermanas y sobrinas ya habrían encontrado un amor.

Veía las montañas heladas, los océanos con olas gigantescas, las nubes que cambiaban de forma a cada minuto.

La mariposa comenzó a amar cada vez más a su estrella, porque era ella la que la impulsaba a conocer un mundo tan rico y hermoso. Pasó mucho tiempo y un buen día ella decidió volver a su casa.

Fue entonces que supo por los vecinos que su madre, sus hermanas, primas y sobrinas, y todas las mariposas que había conocido, habían muerto quemadas en las lámparas y en las llamas de las velas, destruidas por un amor que juzgaban fácil.

La mariposa, aun cuando jamás haya conseguido llegar hasta su estrella, vivió muchos años aún, descubriendo cada noche cosas diferentes e interesantes.
Y comprendiendo que, a veces, los amores imposibles traen muchas más alegrías y beneficios que aquellos que están al alcance de nuestras manos.

sábado, abril 04, 2009

Funes el Memorioso

Por Jorge Luís Borges


Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.

Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: "¿Qué horas son, Ireneo?"". Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: 'Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco". La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.
Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico Funes". Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del año 84", ponderaba los gloriosos servicios que don GregoriQ Haedo, mi tío, finado ese mismo año, "había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó ", y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario "para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín". Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.
El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. a del fondo Me dijo que Ireneo estaba en la pieza y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del capítulo xxiv del libro vil de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non iisdern verbis redderetur audíturn.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños.
Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: "Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo". Y también: "Mis sueños son como la vigilia de ustedes". Y también, hacia el alba: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sístema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele.
Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce,
El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas... Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los "números "El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo xvii, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideracíones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo)son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferír el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 186