sábado, diciembre 30, 2006

Cuento de Año nuevo

Por Pancho Aquino

Dicen que cuando se acerca fin de año los ángeles curiosos se sientan al borde de las nubes a escuchar los pedidos que llegan desde la tierra.

- ¿Qué hay de nuevo? -pregunta un ángel pelirrojo, recién llegado. Lo de siempre: amor, paz, salud, felicidad...- contesta el ángel más viejo. Y bueno, todas esas son cosas muy importantes.

Lo que pasa es que hace siglos que estoy escuchando los mismos pedidos y aunque el tiempo pasa los hombres no parecen comprender que esas cosas nunca van a llegar desde el cielo, como un regalo.





¿Y qué podríamos hacer para ayudarlos? - Dice el más joven y entusiasta de los ángeles. ¿Te animarías a bajar con un mensaje y susurrarlo al oído de los que quieran escucharlo? - pregunta el anciano.

Tras una larga conversación se pusieron de acuerdo y el ángel pelirrojo se deslizó a la tierra convertido en susurro y trabajó duramente mañana, tarde y noche, hasta 1os últimos minutos del último día del año.

Ya casi se escuchaban las doce campanadas y el ángel viejo esperaba ansioso la llegada de una plegaria renovada. Entonces, luminosa y clara, pudo oír la palabra de un hombre que decía: "Un nuevo año comienza. Entonces, en este mismo instante, empecemos a recrear un mundo distinto, un mundo mejor: sin violencia, sin armas, sin fronteras, con amor, con dignidad; con menos policías y más maestros, con menos cárceles y más escuelas, con menos ricos y menos pobres.

Unamos nuestras manos y formemos una cadena humana de niños, jóvenes y viejos, hasta sentir que un calor va pasando de un cuerpo a otro, el calor del amor, el calor que tanta falta nos hace.

Si queremos, podemos conseguirlo, y si no lo hacemos estamos perdidos, porque nadie más que nosotros podrá construir nuestra propia felicidad".

Desde el borde de una nube, allá en el cielo, dos ángeles cómplices sonreían satisfechos.

FELIZ 2007!!! Dear lector.

martes, diciembre 26, 2006

El gigante egoísta

de Oscar Wilde

Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.

Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

-¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros.

Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.

-Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:
Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.

Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.

Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

-¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros.



Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.

Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir.

Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo.

-La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante todo el año

La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó.

Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de la chimeneas.

-Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.

Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo.

-No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará!

Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.

-Es demasiado egoísta- se dijo.

Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles.

Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta.

-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?

Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños.

Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él.

-¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo.

-¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre.

Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho.

Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín.

Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno.

Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.

Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos.

-Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto.

Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante.

-Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó.

El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado.

-No sabemos contestaron los niños- se ha marchado.

-Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante.

Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.

-¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir.

Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.

-Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las flores más bellas.

Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.

De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.

El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:

- ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos.

-¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle.

-No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.

-¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.

Y el niño sonrió al gigante y le dijo:

-Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.

Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.

domingo, diciembre 24, 2006

El ángel de los niños

Anónimo

Cuenta una leyenda que a un angelito que estaba en el cielo, le tocó su turno de nacer como niño y le dijo un día a Dios:

- Me dicen que me vas a enviar mañana a la tierra. ¿Pero, cómo vivir? tan pequeño e indefenso como soy.
- Entre muchos ángeles escogí uno para tí, que te está esperando y que te cuidará.

- Pero dime, aquí en el cielo no hago más que cantar y sonreír, eso basta para ser feliz.
- Tu ángel te cantará, te sonreirá todos los días y tú sentirás su amor y serás feliz.

-¿Y cómo entender lo que la gente me hable, si no conozco el extraño idioma que hablan los hombres?
- Tu ángel te dirá las palabras más dulces y más tiernas que puedas escuchar y con mucha paciencia y con cariño te enseñará a hablar.

-¿Y qué haré cuando quiera hablar contigo?
- Tu ángel te juntará las manitas te enseñará a orar y podrás hablarme.

- He oído que en la tierra hay hombres malos. ¿Quién me defenderá?
- Tu ángel te defenderá más aún a costa de su propia vida.

- Pero estaré siempre triste porque no te veré más Señor.
- Tu ángel te hablará siempre de mí y te enseñará el camino para que regreses a mi presencia, aunque yo siempre estaré a tu lado.

En ese instante, una gran paz reinaba en el cielo pero ya se oían voces terrestres, y el niño presuroso repetía con lágrimas en sus ojitos sollozando...

-¡Dios mío, si ya me voy dime su nombre!. ¿Cómo se llama mi ángel?
- Su nombre no importa, tu le dirás : MAMÁ.

jueves, diciembre 14, 2006

Barba Azul

De Charles Perrault


Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le arrancaban.
Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabia qué había pasado con esas mujeres.
Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.

—He aquí, le dijo, las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohibo entrar a este pequeño gabinete, y os lo prohibo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera.
Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él, luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su barba azul que les daba miedo.
De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamas se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del departamento de su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces. Al llegar á la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).
Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.
Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún la resfregara con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.
Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado.
—¿Y por qué, le dijo, la llave del gabinete no está con las demás?
—Tengo que haberla dejado, contestó ella allá arriba sobre mi mesa.
—No dejéis de dármela muy pronto, dijo Barba Azul.
Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la llave.
Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
—¿Por qué hay sangre en esta llave?
—No lo sé, respondió la pobre mujer, pálida corno una muerta.
—No lo sabéis, repuso Barba Azul, pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.
Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
—Hay que morir, señora, le dijo, y de inmediato.
—Puesto que voy a morir, respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.
—Os doy medio cuarto de hora, replicó Barba Azul, y ni un momento más.
Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
—Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa.
La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto;
—Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondía:
—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su mujer:
—Baja pronto o subiré hasta allá.
—Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
—Baja ya, gritaba Barba Azul, o yo subiré.
—Voy en seguida, le respondía su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
—Veo, respondió la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este lado.
—¿Son mis hermanos?
—¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.
—¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul.
—En un momento más, respondía su mujer; y en seguida clamaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Veo, respondió ella, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! exclamó un instante después, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
—Es inútil, dijo Barba Azul, hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para recogerse.
—No, no, dijo él, encomiéndate a Dios; y alzando su brazo...
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.


MORALEJA

La curiosidad, teniendo sus encantos,
a menudo se paga con penas y con llantos;
a diario mil ejemplos se ven aparecer.
Es, con perdón del sexo, placer harto menguado;
no bien se experimenta cuando deja de ser;
y el precio que se paga es siempre exagerado.



OTRA MORALEJA

Por poco que tengamos buen sentido
y del mundo conozcamos el tinglado,
a las claras habremos advertido
que esta historia es de un tiempo muy pasado;
ya no existe un esposo tan terrible,
ni capaz de pedir un imposible,
aunque sea celoso, antojadizo.
Junto a su esposa se le ve sumiso
y cualquiera que sea de su barba el color,
cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor.

sábado, diciembre 02, 2006

Rayuela (capítulo 7)

de Julio Cortaza

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.



Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.