domingo, agosto 17, 2008

El arte de la impostura

Texto de Alejandro Dolina en Crónica del ángel gris

El hombre de nuestros días vive tratando de causar buena impresión. Su principal desvelo es la aprobación ajena. Para lograrla existen diferentes métodos y estrategias.
Algunos ejercen la inteligencia, otros se deciden por la tenacidad o la belleza, otros cultivan la santidad o el coraje.
Sin embargo, por ser todas estas virtudes muy difíciles de cumplir, ciertos pícaros se limitan a fingirlas.
Por cierto que tampoco esto es sencillo: el engaño es una disciplina que exige atenciones y cuidados permanentes.
Por suerte para los hipócritas y simuladores, existe desde hace mucho tiempo el Servicio de Ayuda al Impostor.

I Basándose en modernos criterios científicos, los especialistas de la organización instruyen, aconsejan, dictan clases, resuelven casos particulares y difunden las técnicas más refinadas para obtener apariencias provechosas.
Cuando algún zaparrastroso quiere presumir de elegante, el Servicio le recomienda sastres, lociones y corbatas.
Si se trata de aparentar cultura, el cliente tiene a su disposición frases hechas, aforismos brillantes y gestos de suficiencia.
Los que pretenden pasar por guapos son adiestrados en el arte del aplomo y la compadrada.
Muchos pobres practican para fingirse ricos, y muchos ricos se esfuerzan por parecer indigentes.
Hay que decir que algunos postulantes son muy adoquines y no alcanzan a completar los cursos. Otros tienen características tan marcadas que resulta imposible disimularlas.
Durante muchos años, los hipócritas aplazados debieron resignarse a mostrar crudamente sus verdaderas y abominables condiciones, o bien a ser descubiertos en sus torpes fraudes. Pero con el tiempo, el Servicio encontró una fórmula drástica para socorrer a los menos favorecidos. Así nació el reemplazo liso y llano como recurso extremo.
Imaginemos a un morocho tratando infructuosamente de ingresar en un selecto club nocturno. El hombre fracasa con las tinturas y el maquillaje.
Inmediatamente el servicio designa a un rubio cabal en su reemplazo. El impostor entra sin problemas a la milonga y en nombre del morocho rechazado baila y se divierte toda la noche.
Los ejemplos son innumerables: estudiantes mediocres que se hacen reemplazar en los exámenes; enamorados tímidos que -como Cyrano de Bergerac- mandan en su lugar a un picaflor; empleados capaces que para lograr un ascenso envían a un chupamedias y personas hartas de su familia que se hacen substituir en los cumpleaños.
El Servicio de Ayuda al Impostor ha ido perfeccionando la tecnología del reemplazo con disfraces impecables. Se sospecha que hoy en día, la mayoría de las personas que uno trata son en realidad agentes de la organización. Nuestros amigos, nuestras novias, nuestros gobernantes y nuestros cuñados pueden haber sido reemplazados por impostores profesionales. Tal vez yo mismo estoy fingiendo escribir estas minucias a nombre y beneficio de un cliente llamado Dolina. Tal vez usted, que finge leerme, esté reemplazando a alguien que no se atreve a confesar que los mitos de Flores lo tienen harto.

II Los gobiernos, lo mismo que las personas particulares, viven preocupados por la opinión de los de afuera. Continuamente sugieren a la población la necesidad de mejorar lo que se llama imagen exterior.
Para lograrlo se promueve la difusión de nuestros aspectos más brillantes. Cuando nos visitan los extranjeros, se les muestran nuestros rincones más presentables, se les hace comer una empanada y se les obliga a escuchar a la orquesta de Osvaldo Pugliese.
La exaltación de nuestros méritos va casi siempre acompañada de un cuidadoso disimulo de nuestros defectos. Además, en tren de aparentar y a falta de extranjeros, se suele hacer bandera ante los propios criollos.
Con toda insistencia se señala que los médicos argentinos son los mejores del mundo, para no mencionar a los enfermos. Si se produce algún desperfecto en una transmisión internacional, los locutores se apresuran a aclarar que el jarabe se ha originado en el satélite alemán, con lo cual nos quedamos todos tranquilos.
La actitud temerosa del juicio ajeno es proverbial en el periodismo. Hace poco una cronista aprovechó su paso por Roma para consultar a los transeúntes italianos acerca de nuestra nueva situación institucional. Los televidentes recibieron varias reflexiones, expresadas en cocoliche que, en general, nos perdonaban la vida. Al final de la encuesta, la cronista no podía ocultar su satisfacción. Habíamos pasado la difícil prueba de agradar a los heladeros de la Vía Marguta.
No estaría mal recurrir al Servicio de Ayuda al Impostor para perfeccionar nuestras representaciones ante los extraños.
La solvencia de la organización nos permitiría aparentar cualquier cosa: que tenemos 100 millones de habitantes, que somos prósperos, que somos poderosos. Se podrían editar censos adulterados y mapas fraudulentos que nos muestren en el doble de nuestra extensión.
Manuel Mandeb recomendó alguna vez la conveniencia de fingirnos el Japón, para desconcertar a nuestros enemigos. El pensador de Flores proponía que todos nos estiráramos los ojos con los dedos y habláramos pronunciando las erres como eles.
Aquí se nos viene encima una duda: ¿no será que otros países ya nos están engañando? La mentada potencia norteamericana puede ser nada más que una ficción creada por los impostores del norte. A lo mejor, Suecia es un país tropical, pero lo disimula. Quizá la Unión Soviética es una pequeña república del Africa y Luxemburgo es en verdad el mayor país del mundo.
En todo caso, antes de encarar cualquier acción para mejorar nuestra imagen externa es indispensable decidir cuál es la sensación que se quiere dejar. Si dispersamos nuestros esfuerzos en simulaciones diferentes e inconexas, los resultados habrán de ser más bien confusos. Dígasenos de una vez qué fingiremos ser: ¿una nación apacible? ¿una nación encrespada? ¿una nación limpia? ¿una nación angloparlante?
Los tratadistas reconocen tres tipos de impostura: horizontal, ascendente y descendente. La última consiste en mostrarse peor de lo que se es. Y no faltan economistas que postulan este camino para despertar la conmiseración internacional.

III Los teóricos más barrocos del Servicio creen que la impostura es un arte. Y más aún: afirman que todo arte es una impostura. Cien gramos de pinturas al aceite se nos aparecen como un rostro misterioso o como un paisaje lunar. Quinientos kilos de bronce pretenden ser el cuerpo de Hércules. Una curiosa combinación de tintas y papeles es presentada como el alma de un hombre atormentado.
Solamente la música está libre de simulaciones. Un acorde en mi menor es precisamente eso y no pretende ser nada más.
Los teóricos también han defendido el carácter ético de la impostura ascendente. El argumento principal no es muy novedoso: de tanto aparentar bondad, uno acaba por ser bueno.
Faltan en esta monografía datos concretos que permitan al lector la contratación del Servicio.
Lamentablemente, no es posible ofrecerlos.
Para empezar, nadie sabe cuál es la ubicación de la entidad. A veces, el local asume el aspecto de un almacén. Otras veces, se aparece como un copetín al paso, o como una estación de ferrocarril. Los impostores son siempre consecuentes con sus representaciones y por más que uno les plantee sus necesidades, insisten en vender garbanzos, servir una ginebra o despachar un boleto de ida y vuelta a Caseros.
Es cierto que a menudo aparecen impostores ofreciendo sus servicios. Pero la organización ya ha advertido al público que se trata en realidad de falsos impostores que deben ser denunciados a la policía.

IV Vaya uno a saber cuántos ridículos firuletes habremos hecho los criollos para agradar a los polacos y coreanos.
¿Estaremos bien? ¿No seremos una nación fuera de lugar? ¿Qué pensarán de nosotros estos visitantes holandeses? ¿Le ha gustado nuestra autopista, señor Smith? ¡Cuidado, disimulen que ahí viene un francés! ¿No estaremos desentonando en el concierto internacional?
Yo creo que tal vez no importa desentonar en un concierto que parece dirigido por Mandinga.
Vale la pena intentar el camino difícil, el más penoso, el más largo pero también el más seguro. Es el camino de la verdad. El que quiera parecer honrado, que lo sea. El que quiera fama de valiente, que se la gane a fuerza de guapeza.
Y si queremos que el mundo piense que somos una gran nación, sepamos que lo más conveniente es ser de veras una gran nación.
Mientras llegan esos tiempos, podríamos empezar a fingir que no fingimos.

domingo, agosto 10, 2008

La falsa vieja

Anónimo cuento chino siglo XVII

Durante el período Ch’eng-Hua de nuestra dinastía, vivía en Shan-tung un joven llamado Moral-en-flor, cuyos padres poseían una fortuna respetable. Justo acababa de atarse los cabellos detrás de su bonete de hombre; su fresco y rosado cutis se sumaba al delicado encanto de sus rasgos.

Un día, yendo a visitar a un tío suyo en una aldea cercana, fue sorprendido en el camino por un fuerte aguacero, y corrió a buscar abrigo en un templo abandonado; y allí, sentada en el suelo y esperando que la lluvia cesara, había una anciana. Moral-en-flor se sentó también, y como la lluvia aumentara en intensidad, se resignó también a esperar.

Al encontrarlo hermoso, la anciana empezó a conversar y congraciarse con él, hasta que, por último, se le acercó hasta quedar pegada con él y, después, sus manos empezaron a palpar suavemente el cuerpo del muchacho.

El joven encontró que ésta era una manera agradable de pasar el tiempo, pero, al cabo de un rato, dijo:



-¿Cómo es que, a pesar de que eres mujer tienes voz de hombre?

-Hijo mío, te diré la verdad pero no has de revelarla a nadie. En realidad no soy mujer sino hombre. Cuando era chiquito solía disfrazarme e imitar el falsete de las niñas; y hasta aprendí a coser tan bien como ellas. Solía ir a menudo a las ferias y mercados de los pueblos vecinos fingiéndome muchacha y ofreciéndome para trabajos de costura; y, muy pronto, mi habilidad fue admirada por todas las moradoras de las casas donde trabajé. Solía ir a acostarme con las mujeres -añadió- y, poco a poco, según fuera de licenciosa su mente, gozábamos de todo nuestro placer. Muy pronto las mujeres descubrieron que no tenían que salir para sus retozos; y hasta jóvenes de mente sobria se vieron envueltas en mi juego. Tampoco ellas se atrevieron a decir nada, por temor al escándalo; y, además, poseía yo una droga que, durante la noche, se la aplicaba al rostro dejándolas atontadas, de manera que eso me permitía hacer lo que quisiera. Cuando recobraban el conocimiento era ya demasiado tarde, y no osaban protestar. Antes al contrario, solían cohecharme con oro y prendas de seda para que guardara silencio y me marchara de su casa. Y nunca, desde entonces, y ahora cuento ya cuarenta y siete años, he vuelto a ponerme ropas de hombre. He viajado por las dos capitales y las nueve provincias y siempre que veo una mujer hermosa logro combinar las cosas de manera que me sea posible entrar en su casa. De esta manera acumulo riquezas sin gran fatiga; y nunca he sido descubierto.

-¡Qué historia tan asombrosa! -exclamó fascinado Moral-en-Flor-. No sé si yo podría hacer lo mismo.

-Siendo tan bello como eres -le contestó el otro- todos habrán de tomarte por una mujer. Si quieres que yo sea tu maestro no tienes que hacer más que venir conmigo. Te vendaré los pies y te enseñaré a coser; e iremos juntos por todas las casas. Tú serás mi sobrina. Si encontramos alguna buena ocasión, te daré un poco de mi droga y no tendrás ninguna dificultad en lograr tus fines.

El corazón del joven estaba devorado por el deseo de poner a prueba semejante aventura. Sin más vacilaciones, se postró cuatro veces y adoptó a la vieja como su amo, sin pensar ni por un instante en sus padres ni en su honor. Así de embriagador es el vicio.

Cuando cesó de llover salió con la vieja; y, en cuanto estuvieron fuera ya de los linderos de Shan-tung, compraron alfileres para el tocado y vestidos femeninos. El disfraz fue perfecto y cualquiera hubiese jurado que Moral-en-Flor era una mujer de veras. Cambió su primer nombre por el de Niang, “niña”, a pesar de que, por espacio de unos cuantos días, se sintió tan turbado que no se atrevió a hablar.

Pero su amo no parecía ya ansioso por encontrar nuevas víctimas. Cada noche insistía en que su sobrina compartiera el lecho con él; y hasta hora muy avanzada estaba procurándole instrucciones, y éstas eran hasta en sus más nimios detalles.

No era para eso que Moral-en-Flor se había disfrazado. Un día manifestó que, de entonces en adelante, cada uno fuese por su camino, y el otro se vio obligado a aceptarlo; pero, antes de separarse, le dio al joven algunos consejos más:

-En nuestra profesión hay que observar dos reglas importantísimas. La primera es no quedarse demasiado tiempo en una misma casa. Si te quedas en un mismo lugar más de medio mes, seguramente serás descubierto. Por lo tanto, cambia a menudo de distrito, de manera que de un mes a otro no haya tiempo para que las huellas de tu paso puedan discernirse. La segunda regla es que no dejes que ningún hombre se te acerque. Eres hermoso, joven y solo en la vida, y todos querrán tener que ver contigo. Por lo tanto, rodéate siempre de mujeres. Y una última palabra: no tengas nada que ver con niñas, porque gritan y lloran.

Y de esta manera se separaron.

A la primera aldea que llegó, Moral-en-Flor percibió al otro lado de una puerta la silueta de la joven más graciosa que nunca hubiera visto, y fue a tocar a dicha puerta sacudiendo el llamador de bronce. La joven fue a abrir y le miró con ojos de llama. Justamente necesitaban una costurera.

Pero, por la noche, el muchacho quedó decepcionado por la llegada del marido, cuyo vigoroso aspecto le dejó muy pocas esperanzas para aquella noche.

Se vio obligado a aguardar a que la joven señora quedara sola en su casa durante el día y acudiera a trabajar en el cuarto en que él estaba. Entonces se arriesgó a hacer una observación respecto al estado de los campos y después la felicitó por el marido que tenía. La joven se sonrojó y su conversación se hizo más íntima. Sin embargo, no fue sino hasta el día siguiente en que él se atrevió a insinuarse un poco más. Esta actitud suya fue inmediatamente recompensada con el éxito. Dos días después, se vio obligado a marcharse precipitadamente, pues el marido se había fijado en él y, aprovechando una ausencia momentánea de su esposa, quiso acariciarlo.

A partir de entonces Moral-en-Flor se dedicó a su extraño oficio. A los treinta y dos años había recorrido más de medio imperio, y había seducido a varios miles de mujeres. A menudo era tan osado como para atacar a más de ocho personas de una vez, en una misma casa, y ni tan siquiera las pequeñas esclavas se libraban de su atención. La dicha, de la que él era causante en esta forma, permanecía oculta y nadie sufría por ella ya que nadie hubiese ni soñado en su existencia. Moral-en-Flor recordaba siempre la regla que le señalara su maestro, y nunca se arriesgaba a quedarse en un mismo lugar más que unos pocos días.

Por último, llegó a la provincia Al-Oeste-del-Río y allí fue recibido en una casa importante, donde había más de quince mujeres, todas ellas jóvenes y hermosas. Sus sentimientos por cada una de ellas eran de naturaleza tan ardiente que pasaron veinte días; antes no pudo decidirse a partir. Ahora bien, el marido de una de estas jóvenes lo vio, y, habiéndose enamorado de él, dispuso las cosas de manera que su esposa lo hiciera acudir a su casa. Allí fue Moral-en-Flor sin sospechar nada, y no hubo hecho más que llegar, cuando el marido entró en el cuarto, la asió por la cintura y le pidió que compartiera su placer. Naturalmente, él se negó y empezó a gritar; pero el marido no le hizo el menor caso. Lo empujó hacia el lecho y le desató las vestiduras. Pero sus desvergonzadas manos encontraron algo muy distinto de lo que esperaban. Y ahora fue a él a quien le tocó poner el grito en el cielo; los esclavos acudieron, ataron a Moral-en-Flor y lo llevaron ante el tribunal de justicia. Delante del juez quiso alegar que había adoptado este disfraz para poder ganarse la vida. Pero el tormento le arrancó su verdadero nombre y el verdadero motivo de su conducta, junto con un relato de sus hazañas más recientes.

El Gobernador envió un informe a las autoridades superiores, pues no le constaba ningún precedente y no sabía a qué castigo podía condenarlo. El Virrey decidió que el caso caía dentro de la ley de adulterio, y también que tenía que ver con la propagación de la inmoralidad. La pena fue la muerte lenta. No se reconoció ninguna circunstancia atenuante. Y así acabó esta historia.