sábado, abril 30, 2005

Un árbol de Noel y una boda

Por Fiodor Dostoyevski

Hace un par de días asistí yo a una boda... Pero no... Antes he de contarles algo relativo a una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me gustó mucho... Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.

Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás, pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y acontecimientos no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado por completo a mí mismo.

Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según a mí mismo me pareció, no se distinguía ni por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad se encontraba en aquel baile infantil... Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era arraigo de distracciones ni de pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que, quitando al dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que dependía todo su porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la velada: pero, según parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se dignaba dirigirle a la palabra -probablemente conocían ya de lejos al pájaro por la pluma-, se vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero, así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que les prodigase sus caricias.

Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!

Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped de honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma relación, aproximadamente, en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El dueño de la casa y su señora se desvivían por decirle palabras lisonjeras, le hacían lo que se dice la corte, lo presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a ninguno. Según pude observar, el dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una lagrimita de emoción cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que rara vez había pasado un rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar extraño en presencia de hombres tan importantes; así que, luego de recrear suficientemente mis ojos en la contemplación de los niños, me retiré a un pequeño boudoir, en el que, por casualidad, no había nadie, y allí me instalé en el florido parterre de la dueña de la casa, que cogía casi todo el aposento.

Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles, y en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las exhortaciones de ayas y madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y también tuvieron tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber puesto en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que más llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los demás niños debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar con su muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente, dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido la muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos. Al último niño, un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas y trataba de la grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.

Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una blusilla rusa de nankín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que comprendía ya muy bien su posición social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.

Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo y la futura belleza con dote de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de haberse suscitado una gran disputa entre los niños del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo había visto yo al lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio, y, por alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba ensalzando las ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.

"Trescientos..., trescientos... -murmuraba-. Once.... doce..., trece..., dieciséis... ¡Cinco años! Supongamos al cuatro por ciento... Doce por cinco... Sesenta. Bueno; pongamos, en total, al cabo de cinco años... Cuatrocientos. Eso es... Pero él no se ha de contentar con el cuatro por ciento, el muy perro. Lo menos querrá un ocho y hasta un diez. ¡Bah! Pongamos... quinientos mil... ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor... Bueno...; y luego, encima, los impuestos... ¡Hum!"

Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando, de pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca en un rincón, junto al niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado. Difícil sería, no obstante, precisar si su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se frotó sonriendo las manos, y parecía como si no pudiese estarse quieto. Su excitación fue creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada a la rica heredera. Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho cuidado en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa, lentamente y sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se inclinó el hombre y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada, pues no había advertido hasta entonces su presencia.

-¿Qué haces aquí, hija mía? -le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una palmadita en las mejillas.

-Estamos jugando...

-¡Ah! ¿Con éste? -y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño-. Mira, niño: mejor estarías en la sala -le dijo.

El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.

-¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? -le preguntó.

-Sí, una muñequita... -repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.

-Una muñeca... Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?

-No... -respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.

-Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala, con los demás niños -y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro. Por lo visto, no querían separarse.

-¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? -tornó a preguntar Yulián Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.

-No.

-Pues para que seas buena y cariñosa.

Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:

-Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres? Al hablar así, intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián Mastakóvich se puso furioso.

-¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí -le dijo con muy mal genio al chico-. ¡Vete a la sala! ¡Anda a reunirte con los demás niños!

-¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! -clamó la nena-. ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! -añadió casi llorando.

En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al otro cuarto..., y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde meterse.

-¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya verás, si no, cómo te arreglo yo a ti!

El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso todavía más furioso su perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con objeto de sacar de allí al chico. Pero éste se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no se movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se dice un tipo gordo, con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las pantorrillas gordas...; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito como la nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con estertor. La sangre, de estar agachado, se le subía, roja y caliente, a la cabeza. Estaba rabioso, de puro grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír alto. Yulián Mastakóvich se volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta posición social, su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel instante entró por la puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la mesa y se sacudió el polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich recobró la serenidad, se llevó rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y se sonó.

El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su huésped.

-¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle... -empezó, señalando al pequeño.

-¡Ah! -replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.

-Es el hijo del aya de mis hijos -continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono comprometedor-, una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría medio, Yulián Mastakóvich...?

-¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! -lo interrumpió éste presuroso-. No me lo tome usted a mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he informado bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría éste por delante diez candidatos con mayor derecho... Lo siento mucho, créame; pero...

- ¡Lástima! -dijo pensativo el dueño de la casa-. Es un chico muy juicioso y modesto...

-Pues a mí por lo que he podido ver, me parece un tunante -observó Yulián Mastakóvich con forzada sonrisa-. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus compañeros! -le dijo al muchacho, encarándose con él.

Luego no pudo, por lo visto, resistir a la tentación de lanzarme a mí también una mirada terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián Mastakóvich la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.

Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de la casa, y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos. Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura, su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia en el júbilo general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían interrumpido los juegos de los niños para que éstos no molestasen con su algarabía. Todo el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña, profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo pedía el uso social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.

-¿Es casado ese señor? -pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián Mastakóvich.

Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus sentimientos.

-No -me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.

***

Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de ***. La muchedumbre que se apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La gente hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud y pude ver una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me pareció que las lágrimas vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, al través de esa seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada, de la infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que, según parecía, sin decir palabra, tácitamente, imploraba piedad.

Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía cinco años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto...

"¡Le salió bien la cuenta”, pensé yo, y me salí a la calle.

miércoles, abril 27, 2005

Horas penosas

Por Thomas Mann
Se levantó del escritorio, un mueble pequeño y frágil; se levantó como un desesperado y se dirigió con la cabeza colgante al ángulo opuesto de la habitación, donde estaba la estufa, alta y alargada como una columna. Puso las manos en los azulejos, pero se habían enfriado casi del todo, pues era ya muy pasada la medianoche, por lo que se arrimó de espaldas a la estufa, buscando un bienestar que no encontró; recogió los faldones de su bata, de cuyas solapas sobresalía colgando una descolorida pechera de encaje, y resopló con todas sus fuerzas por la nariz, para proporcionarse un poco de aire, pues, como de costumbre, estaba acatarrado.

Era un catarro realmente singular y fatídico, que casi nunca lo abandonaba totalmente. Tenía los párpados inflamados y los bordes de las narices completamente escocidos, y en su cabeza y en todo su cuerpo este catarro le producía el efecto de una borrachera pesada y dolorosa. ¿O era que la culpa de toda esta laxitud y pesadez la tenía la enojosa permanencia en la habitación que el médico había vuelto a imponerle, hacía unas semanas? Sólo Dios sabe si hizo bien en mandárselo. El catarro crónico y los calambres de pecho y abdomen podían tal vez hacerlo necesario. Además, en Jena reinaba un tiempo muy malo desde hacía varias semanas -sí, esto era cierto-, un tiempo miserable y abominable, que atacaba los nervios, un tiempo cruel, caliginoso y frío; y el viento de diciembre bramaba por el tubo de la estufa resonando como un eco del desierto nocturno en la tormenta, extravío y aflicción desesperada del alma. Sí, todo esto era cierto. Pero no era bueno este angosto cautiverio; no era bueno para las ideas ni para el ritmo de la sangre, del que manaban las ideas...

Aquella habitación hexagonal, desnuda, sobria e incómoda, con su techo blanqueado, bajo el que flotaba el humo del tabaco, con sus paredes empapeladas de cuadriláteros en diagonal, de las que colgaban siluetas encuadradas en marcos ovalados, y sus cuatro o cinco muebles de patas delgadas, estaba iluminada por la luz de dos velas, que ardían en el escritorio, a la cabecera del manuscrito. Cortinas rojas colgaban por encima del bastidor superior de la ventana; no eran más que trapos, retazos de indiana aprovechados y combinados simétricamente; pero eran rojos, de un rojo cálido y sonoro, y a él le gustaban y quería conservarlas siempre, porque aportaban un poco de lujuria y voluptuosidad en medio de la pobreza y austeridad absurdas de su habitación... Estaba junto a la estufa y miraba, con un parpadeo acelerado y dolorosamente forzado, hacia el otro lado de la habitación, la obra de la que había huido: este peso, este agobio, este tormento de la conciencia, este mar que había que apurar, esta misión terrible, que era su orgullo y su miseria, su cielo y su condenación. Esta obra se arrastraba, se paraba, se atascaba... ¡una y otra vez! El tiempo tenía la culpa, y su catarro y su fatiga. ¿O quizás era la obra la culpable? ¿O acaso el trabajo en sí, era una concepción desgraciada y destinada a la desesperación?

Se había levantado para poner un poco de distancia entre la obra y él, pues a menudo la lejanía física del manuscrito hacía que uno se formara una idea de conjunto, una nueva visión del asunto, y pudiera tomar nuevas providencias. Sí, había casos en que, si uno se apartaba del lugar de la lucha, el sentimiento de desahogo producía un efecto entusiasmador. Y era éste un entusiasmo más inocente que el que provocaba el licor o el café negro y cargado... La jícara estaba sobre la mesita. ¿Y si ella le ayudara a salvar este obstáculo? ¡No, no, nunca más! No era únicamente el médico; hubo otra persona, un hombre de prestigio, que le había disuadido también de la bebida por prudencia: era el otro, el de allí, de Weimar, al que él quería con una amistad nostálgica. Éste era sabio. Sabía vivir y crear; no se maltrataba a sí mismo; tenía mucha consideración con su propia persona...

En la casa reinaba el silencio. Sólo se oía al viento roncar allá abajo, en las callejuelas de la ciudadela, y la lluvia al repicar en las ventanas, impulsada por el viento. Todos dormían: el hostelero y los suyos, Lotte y los niños. Sólo él velaba junto a la estufa fría, mirando con angustiosos parpadeos la obra en que su insaciabilidad enfermiza no le permitía creer... Su cuello blanco sobresalía larguirucho de la camisa, y por entre el faldón de su bata aparecían sus piernas, torcidas hacia dentro. Su pelo rojizo estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente alta y delicada -formaba sobre las sienes dos entradas, cruzadas por venas incoloras- y cubría las orejas de delgados rizos. Junto al arranque de la nariz, gruesa y aguileña, que terminaba bruscamente en una punta blanquecina, se reunían unas cejas recias, más oscuras que el pelo de la cabeza, lo cual confería a la mirada de sus ojos hundidos e irritados una expresión trágica. Obligado a respirar por la boca, abría sus delgados labios, y sus mejillas, pecosas y descoloridas por el aire enrarecido, enflaquecían y se hundían...

¡No, era un fracaso, y todo era inútil! ¡El ejército! ¡El ejército hubiera tenido que ser expuesto en su obra! ¡El ejército era la base de todo! Puesto que no podía tenerlo a la vista, ¿se podía concebir un arte tan fantástico que lo impusiera a la imaginación? Y el héroe no era héroe, ¡era innoble y frío! La inspiración era falsa, la lengua era falsa, y no era más que un curso de historia árido, sin entusiasmo, prolijo y sobrio y perdido para el teatro.

Bien, se acabó. Una derrota. Una empresa malograda. Bancarrota. Quería explicárselo a Korner, al bueno de Korner, que creía en él, que tenía una confianza casi infantil en su genio. Se mofaría, suplicaría, pondría el grito en el cielo... su amigo le recordaría al Don Carlos, que había surgido también de dudas, fatigas y transformaciones, y que, al fin, tras toda clase de tormentos, como algo insigne a partir de entonces, demostró ser una obra gloriosa. Pero aquello fue distinto. Entonces era todavía el hombre capaz de agarrar una cosa con mano venturosa y forjarse la victoria. ¿Escrúpulos o luchas? ¡Oh, sí! Y había estado enfermo, mucho más enfermo que ahora, hambriento, prófugo. Desmembrado del mundo, oprimido y pobrísimo en lo humano. ¡Pero joven todavía, muy joven! Cada vez que se hallaba desfallecido, su espíritu se había sentido impulsado ágilmente hacia lo alto, y tras las horas de pesadumbre habían venido las de la fe y el triunfo interior. Pero éstas ya no habían vuelto, apenas si habían aparecido una vez más. Una noche de espíritu inflamado, en que uno se sentía envuelto de repente en una luz y llegaba a ser genialmente apasionado; cualquiera que fuese la noche, en que a uno le era dado disfrutar siempre de tal merced, una sola de estas noches tenía que ser pagada con una semana de tinieblas y entumecimiento. Era un hombre fatigado; aún no tenía treinta y siete años y ya estaba acabado. Ya no tenía aquella fe en el futuro, que había sido su estrella en la miseria. Así era, ésta era la verdad desesperada: los años de estrechez y nulidad, que él había tenido por años de sufrimiento y prueba, en realidad habían sido ricos y fructuosos; y ahora que gozaba de un poco de felicidad, que había salido de la piratería del espíritu y entrado en una justa legalidad y en la sociedad civil (tenía un cargo y una reputación, mujer e hijos) ahora estaba exhausto y acabado. Fracaso y descorazonamiento: era todo lo que le quedaba.

Gimió, apretó las manos ante los ojos y echó a andar por la habitación como un animal acosado. Lo que pensó en aquellos precisos instantes era tan terrible, que no pudo permanecer en el lugar donde le vino aquel pensamiento. Se sentó en una silla junto a la pared, dejó caer sus manos juntas entre las rodillas y miró tristemente los maderos del suelo.

La conciencia... ¡Qué gritos tan agudos profería su conciencia! Había faltado, había pecado contra sí mismo durante todos aquellos años, contra el delicado instrumento de su cuerpo. Los excesos de su ardor juvenil, las noches pasadas en vela, los días entre el aire viciado por el humo del tabaco, excesivamente preocupado del espíritu y despreocupado del cuerpo, las borracheras con las que se estimulaba para trabajar..., todo, todo esto tomaba ahora su desquite. Y puesto que todo se vengaba, quería él porfiar con los dioses, que inculpaban e infligían luego el castigo. Había vivido como había podido, no había tenido tiempo de ser juicioso, no había tenido tiempo de ser prudente. Aquí, en este lugar del pecho, cuando respiraba, tosía, bostezaba, este dolor siempre en el mismo punto, este pequeño aviso diabólico, punzante, perforador, que no enmudecía desde que, cinco años atrás, en Erfurt, cogió aquella fiebre catarral, aquella tuberculosis pulmonar abrasadora..., ¿qué quería decir? En realidad, sabía muy bien lo que significaba... indiferente a lo que el médico pudiese o quisiese decir. No había tenido tiempo para tratarse con prudencia y miramiento, para economizar moralidad e indulgencia. Lo que quería hacer, debía hacerlo inmediatamente, hoy mismo, con rapidez... ¿Moralidad? Pero, ¿cómo fue que precisamente el pecado, la entrega a lo nocivo y consuntivo le pareciera, en último término, más moral que cualquier sabiduría y fría continencia? ¡No, no era eso lo moral: el cultivo despreciable de la buena conciencia, sino la lucha y la necesidad, la pasión y el dolor!

Dolor... ¡Cómo ensanchaba su pecho esta palabra! Se desperezó, cruzó los brazos, y su mirada, bajo las cejas rojizas, muy juntas una de la otra, se animó con una hermosa lamentación. No se era todavía desdichado, no se era totalmente desdichado en tanto existía la posibilidad de dar un nombre orgulloso y noble a su desdicha. Una cosa faltaba: ¡el valor necesario para dar a su vida un nombre grande y hermoso! ¡No reducir la aflicción a aire viciado y a estreñimiento! ¡Ser lo suficiente sano como para ser patético..., para poder sobreponerse a lo corporal y no sentirlo! ¡Ser ingenuo sólo en eso, y sabio en todo lo demás! Creer, poder creer en el dolor... Pero él creía realmente en el dolor, tan intensamente, tan entrañablemente, que nada de lo que sucedía entre dolores podía ser, a consecuencia de esta fe, ni inútil ni malo... Su mirada vaciló por encima del manuscrito, y sus brazos se estrecharon con más fuerza sobre el pecho... El talento mismo, ¿no era dolor? Y si el talento que estaba allí, aquella obra fatal, le hacía sufrir, ¿no era, pues, que estaba en regla?, ¿no era ya casi una buena señal? El talento nunca había brotado todavía a borbotones, y hasta que no lo hiciera, no surgiría realmente su recelo. Sólo brotaba en ignorantes y aficionados, en los contentadizos e indoctos, que no vivían bajo el apremio y la continencia del talento. Pues el talento, señoras y señores que se sientan allá abajo en las plateas, el talento no es una cosa fácil, juguetona, no es un poder sin más ni más. En sus raíces es necesidad, un conocimiento crítico del ideal, una insaciabilidad, que no se labra su poder y no se acrecienta sin pasar por el martirio. Y para los más grandes, para los más insaciables, el talento es la disciplina más rigurosa. ¡Nada de lamentaciones! ¡Nada de vanaglorias! ¡Pensar humildemente, pacientemente, en todo lo que hay que sufrir! Y si ni un solo día de la semana, ni una sola hora del día estaba libre de sufrimiento.... ¿qué había que hacer? Menospreciar, desdeñar los agobios y los trabajos, las exigencias, las molestias, las fatigas... ¡esto era lo que hacía grande!

Se levantó, abrió la cajita y tomó rapé ávidamente; cruzó las manos a la espalda y se puso a andar por la habitación con unos pasos tan impetuosos, que las llamas de las velas oscilaron con la corriente de aire que levantó... ¡Grandeza! ¡Conquista secular e inmortalidad del nombre! ¡Qué vale toda la felicidad de lo eternamente desconocidos frente a este destino? ¡Ser conocido..., conocido y amado por todos los pueblos de la tierra! ¡Charlen de egoísmo, los que no saben de la dulzura de este sueño y de esta premura! Egoísta es todo lo extraordinario en tanto sufre. ¡Tal vez ustedes mismos lo ven, ustedes que no tienen ninguna misión, que les es tan fácil estar en el mundo! Y la ambición habla: ¿ha de existir en vano el sufrimiento? ¡Él debe hacerme grande...!

Las aletas de su nariz estaban distendidas, su mirada era amenazadora y vaga. Su diestra había caído violenta y pesadamente en el revés de la bata, mientras que la izquierda colgaba cerrada. En sus enjutas mejillas había aparecido un rubor pasajero, una llamarada, emergida de la brasa de su egoísmo de artista, de aquella pasión por su propio Yo, que ardía inextinguiblemente en las profundidades de su ser. Conocía bien la embriaguez secreta de esta pasión. A veces necesitaba sólo contemplar su mano para llenarse de una dulzura exaltada por su propia persona, a cuyo servicio resolviera poner todas las armas del talento y del arte que le habían sido dadas. Tenía derecho a ello, nada era innoble. Pues, más profundo que este egoísmo anidaba en la conciencia el saber que estaba consumiéndose e inmolándose enteramente, a pesar de todo, al servicio de algo sublime, sin beneficio, ¡qué duda cabe!, pero obligado por una necesidad. Y en esto radicaba su ansia de emulación: en que nadie llegara a ser más grande que él, en que nadie sufriera más intensamente que él por este ideal.

¡Nadie...! Seguía de pie, con la mano sobre los ojos y el cuerpo vuelto un poco hacia un lado, evasivo, huidizo. Pero en su corazón sentía ya el aguijón de este pensamiento inevitable, de este pensamiento hacia el otro, el luminoso, el beatífico, el sensual, el divinamente inconsciente, aquel de Weimar, al que quería con una amistad nostálgica... Y ahora de nuevo, como siempre, en profundo desasosiego, con premura y porfía, sentía nacer en sí la labor que seguía a estos pensamientos: afirmar y delimitar el propio ser y el propio arte frente a los del otro... ¿Era, entonces, él el más grande? ¿En qué? ¿Por qué? ¿Habría un sangriento "a pesar de todo" si él vencía? ¿Sería incluso su rendición una tragedia? Un dios, tal vez lo era..., un héroe, no. ¡Pero era más fácil ser un dios que un héroe...! Más fácil... ¡Para el otro era más fácil! Separar con mano sabia y afortunada el conocer y el crear: esto quería hacerlo serenamente, sin congoja, de modo pletóricamente fructuoso. Pero, si el crear era de dioses, el conocer era de héroes, ¡y era ambas cosas, dios y héroe, aquel que creaba conociendo!

La voluntad de lo difícil... ¿Podía tan sólo sospecharse cuánta continencia, cuánto vencimiento de sí mismo le costaba una sola frase, un simple pensamiento? Pues, en resumidas cuentas, era ignorante y poco ilustrado, un soñador abúlico y delirante. Era más difícil escribir una carta de Julio que componer la mejor de las escenas..., ¿y no era, también por esto, casi lo más sublime...? Desde el primer impulso rítmico de arte interior hacia sustancia, materia, posibilidad de efusión, hasta el pensamiento, la imagen, la palabra, la línea..., ¡qué lucha!, ¡qué calvario! Milagros de anhelo eran sus obras: anhelo de forma, figura, límite, corporeidad, anhelo de llegar más allá, al mundo diáfano del otro, que, directamente y con boca divina, llamaba por su nombre a las cosas, inundadas de sol.

Sin embargo, y a despecho de aquél, ¿dónde había un artista, un poeta igual que él? ¿Quién creaba, como él, de la nada, de su propio seno? ¿O había nacido en su alma una poesía que era como música, como arquetipo puro del ser, mucho antes de que tomara prestados del mundo de las apariencias el parecido y el ropaje? Historia, filosofía, pasión: medios y pretextos -nada más que eso- para algo que poco tenía que ver con ellos, que tenía su patria en profundidades arcanas. Palabras, ideas: sólo eran teclas que su arte creaba para hacer vibrar una melodía secreta... ¿Se sabía esto? La gente buena lo aplaudía por la fuerza de expresión con que él pulsaba esta o aquella cuerda. Y su palabra predilecta, su énfasis postrero, la gran campana con la que llamaba al alma a las fiestas más sublimes, seducía a muchos de ellos... Libertad... Probablemente, él entendía por libertad ni más ni menos lo mismo que ellos, cuando ellos se alborozaban. Libertad... ¿Qué significaba? ¿No sería un poco de dignidad como ciudadanos ante los tronos de los príncipes? ¿Pueden imaginarse todo lo que un espíritu se expone a decir con esta palabra? ¿Libertad de qué? ¿Libertad de qué, en último término? Tal vez, incluso de la felicidad, de la felicidad humana, esta cadena de seda, esta carga suave y dulce...

Felicidad... Sus labios temblaban. Era como si su mirada se volviera hacia dentro; y su rostro se hundió lentamente en las manos... Estaba en el dormitorio. De la lámpara manaba una luz azulina, y la cortina floreada ocultaba la ventana con sus quietos pliegues. Estaba de pie junto a la cama, se inclinó sobre la dulce cabeza que se reclinaba en la almohada... Un rizo negro se ensortijó en la mejilla, que brillaba con la palidez de las perlas, y aquellos labios infantiles se abrieron en un sueño ligero... ¡Mi mujer! ¡Querida! ¿Seguiste mi deseo y viniste a mí para ser mi felicidad? Eres tú, ¡calla! ¡Y duerme! ¡No abras ahora estas pestañas dulces, de sombras alargadas, para contemplarme tan grande y oscuro cual fui otras veces, cuando preguntabas y me buscabas! ¡Dios mío, Dios mío, cuánto te amo! Sólo a veces no puedo hallar mis sentimientos, porque a menudo estoy muy fatigado por el sufrimiento y la lucha con la tarea que mi propio Yo me impone. Y no puedo ser demasiado tuyo, no puedo ser enteramente feliz en ti, a causa de mi misión...

La besó, se separó del calor agradable de su somnolencia, miró en torno a sí y se alejó. La campana le anunció cuán entrada era ya la noche, pero era como si, a la vez, anunciara benévolamente el fin de una hora penosa. Respiró, sus labios se cerraron con firmeza; echó a andar y empuñó la pluma... ¡Nada de cavilaciones! ¡Era demasiado profundo para tener que andar con cavilaciones! ¡No bajar al caos, o por lo menos no detenerse en él! Antes bien, sacar del caos, que es la plenitud, a la luz del día todo lo que está dispuesto y maduro para adquirir forma. No cavilar: ¡trabajar! Separar, suprimir, configurar, acabar...

Y aquella obra de dolor se acabó. Tal vez no era buena, pero se acabó. Y cuando estuvo acabada, he aquí que entonces también fue buena. Y de su alma, cuajada de música y de idea, forcejearon por salir nuevas obras, creaciones sonoras y rutilantes cuya forma divina permitía vislumbrar la patria eterna, del mismo modo que en la concha marina silba el mar del que ha sido extraída.

jueves, abril 21, 2005

La mañana verde

Por Ray Bradury
Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.
Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.

Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.

En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.

-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.

El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.

-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto... Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.

Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones o plantar más árboles.

-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!

Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:

-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?

Luego se había desmayado.

Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.

-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.

-¿Qué me ha pasado?

-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.

-¡No!

Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.

-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!

Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.

-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!

Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.

-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.

-¿Pero me dejarán trabajar?

Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.

Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.

Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.

El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.

«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta noche.»

Lo despertó un golpe muy leve en la frente.

El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.

La lluvia.

Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.

Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.

Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.

Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.

El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.

El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.

No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.

Era una mañana verde.

Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.

-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.

Pero el valle y la mañana eran verdes.

¿Y el aire?

De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se lo podía ver, brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.

Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.

Antes que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.

domingo, abril 17, 2005

Ya veras...

La radio sonó como todos los días a la siete. Como sucedía últimamente, Rocío no la escucho.
Se había acostado tarde. Siendo más joven le apetecía dormirse viendo la tele, aunque el pasar de los años y su consabida carga de estrés actual, disfrutaba leyendo hasta tarde. Esos minutos de encuentro con la lectura eran su mejor terapia, para que sus sueños no rondaran con más pesadillas de trabajo, sino con suaves reflejos de los personajes de los libros que la acompañaban los últimos minutos del día.

Para colmo, en lo que le gustaba ponía tanta pasión, que cuando cogía un libro, si la historia la atrapaba no podía parar. Últimamente esto era reiterativo por lo que no llegaba a cortar la luz hasta bien entrada la noche.
La radio matinal, sonaba con su programa preferido, e igualmente no lo oía hasta pasado mucho rato. “Aunque sea me despierto riendo”, se repetía más de una vez. Con las bromas tempraneras de la radio, juntaba energía suficiente para lo que la jornada le deparaba, que no era poco.
Su trabajo le encantaba, pero reconocía que le daba muchos dolores de cabeza. No era una profesión fácil, y sobre todo su condición de mujer, era para muchos, que la rodeaban, un impedimento.
Llevaba muchos años, peleándose con los ordenadores y con la gente de la obra.
A los primeros los dominaba, porque eran máquinas que no hablaba, por suerte. Pero a los segundos a veces los quería tirar de un empujoncito accidental del andamio de la fachada que estaban inspeccionando.
Nunca, como en los últimos años sentía el rechazo sistemático que encontraba en las obras cuando aparecía. A veces se cuestionaba si era porque era un mal profesional. Pero tenía la certeza que si bien no era un genio (los cuales había pocos en lo suyo), por medio del esfuerzo se había hecho un lugar en el mercado. Con dedicación y trabajo tenía un nombre reconocido antes sus colegas.
La gente de las obras, esos eran otra cosa.
Por milenios las mujeres no habían entrado nunca a una construcción por trabajo, a no ser que hubiera sido la propietaria de lo que se construía. Los tiempos cambiaban, y también tenían que hacerlo en la construcción, aunque todavía había vestigios de rebelión encubierta a la aceptación de mujeres en ellas. Para desgracia o resignación femenina, ella había caído en una empresa donde los propios dueños, aunque colegas, pensaban igual que la gente que contrataban.
Mientras estaba en la oficina, no existía inconveniente.
Al contrario, llevaba sola un grupo de trabajo de cinco personas, con puestos de ordenadores, donde todo se procesaba para llegar de la forma más avanzada a las obras.
Pero la alta tecnología no era buena hermana con la rudimentaria construcción.
Eso lo comprobó cuando por problemas que no vienen al caso relatar, comenzó a ir de visitas de trabajo a las obras.
Algo tenía que hacer.
Una navidad, recibió de regalo una edición de facsímile, del Diccionario de las Nobles Artes, del año 1788, y surgió la idea al leerlo.
Lo estudio de arriba abajo, se aprendió todos sus términos, y decidió aplicarlos a los trabajos de la obras que visitaba así no solo tendrían que hablar de ella por ser mujer, sino que les daría real motivo y ella se reiría, de paso, un rato. Sabía muy bien, que más de uno ni se enteraría de lo que decía, y por no dar su brazo a torcer no preguntaría. Era una venganza infantil, lo entendía muy bien pero como toda venganza aunque light era dulce, como dice el dicho y si no lo decía, le parecía igual, gozaría haciéndolo.
Había tenido que reciclarse a las circunstancias del tiempo, si su vida transcurrió hasta unos pocos años antes entre ladrillos, revocos, solados, caños, estructuras, ahora también estaba inmersa en memoria Ram, Cad, 3d, disco duro, bits, etc, etc...
Porque los de la obra no se podían reciclar en cuanto al concepto arcaico de mujeres en la construcción.
No todos se los merecía, reconocía que algunos ponían predisposición a escucharla y eran gente fantástica. Pero uno en especial, llamado Luís, a ese enfilaba la jugada.
Todo había surgido, cuando el límite llego al escucharlo un día que comentaba que en su casa hasta su perrita le hacia caso a él, por algo era el amo de la casa. Eso la saco de sus casillas.
Y el día llego. Aunque dudo de hacer algo tan infantil, al final lo hizo.
Cuando arribaron a la obra que el tal Luís llevaba, como encargado, este se sorprendió pues no la esperaba. Con una sonrisa socarrona, como era habitual, pregunto en que la podía ayudar. Ella le dijo que venia a acordilar el área de accesorios para poder levantar el rubro de la albañilería. Luís se quedo mirándola como si hubiera hablado en otro idioma. Los segundos parecían minutos, pues no contestaba. En eso comentó, “bueno vamos que la ayudo.”
Ella estaba con su ayudante, así que se rehusó amablemente y dirigiéndose a la zona de servicios de la obra a tirar los niveles necesarios para replantear la albañilería. Cuando la tarea estuvo terminada, regresaron a la zona donde estaba el tal Luís dando directivas a sus obreros, y le dijo “-debemos marcar donde irán las acroterias, aunque antes debemos definir contigo donde pondrán las adaraxas que agramilaran con el arciche, si no encuentran las que necesiten. Para nivelarlas, cuando las coloque usaran arcalifa. “
La cara que puso Luís, fue de retrato. Sabía en lo más hondo de su ser que no había comprendido ni una palabra, pero era de los que no le preguntaría a una mujer. Se le notaba la tensión de sus rasgos, trago saliva y dijo. - Por favor, arquitecta tenga la bondad de dar usted las directivas, pues me espera los colocadores de tejas para resolver un problema, ya vuelvo.-
Ella esbozo una sonrisa maliciosa, primer round ganado. Cuando se volvió a los obreros no fue tan sofisticada al hablar y con palabras habituales para ellos, les explico donde colocar los pedestales sin basa que soportarían las estatuas del jardín, donde poner las trabas de los ladrillos en las paderes que debían levantar, para que no se les cayeran, y si necesitaban cortar algún ladrillo que usaran las herramientas comunes para esa tarea. Si al ejecutarlo aparecía un desnivel en los ladrillos que le pasaran revoco fino para nivelarlo, total iría pintado.
Juan, su ayudante, no entendía muy bien que pasaba. Aunque tenía la certeza de ser espectador de excepción de algún tipo de lucha, pero creía y conocía bien a Rocío, como para no atreverse a preguntar hasta que no estuvieran de vuelta en el estudio o estuvieran solos. Se daba cuenta que cuando llegaba a las obras, sufría una transformación, levantando un muro de acero para que no la agredieran. Le gustaba trabajar con ella, hacia más de cinco años que estaban juntos, y se daba cuenta que a veces el trato que recibía no se lo merecía. Ya habría tiempo para preguntarle que había pasado. Ahora por cariño y lealtad le seguiría el juego, si bien no sabía las reglas.
Luis regreso al rato y ellos seguían inspeccionando los trabajos y tomando apuntes de todo. “Vamos a ver la salida del garaje” -dijo Rocío- y los tres se apresuraron a cruzar los grandes charcos de agua y barro que reinaban en el sótano.
”-Luis esas dos ventanas no están en el plano” - le dijo.
”-No, las puse yo, pues creía que necesitaba más ventilación natural-“
”-Pero no has visto que rompiste la euritmia de la fachada, para colmo están a guachas y no se respeto el gociolato superior”-le contesto.
Nuevamente la cara sorprendida de Luís. Pensaba - que habrá tomado esta hoy, no le entiendo ni pío lo que me dice- pero no quiso discutir.
”-Lo decidimos con Antonio, y nos dimos cuenta que las tendríamos que haber puesto más acorde con las otras ventanas de arriba pero bueno, nos equivocamos se que le tendría que haber preguntado antes, siempre las prisas, no volverá a suceder.-“
Ahora, la sorprendida fue Rocío. Había aflojado, no se lo podía creer. Bueno creo que el pobre hombre ya tiene bastante, mejor me calmo, pensó y le dijo, “-bueno tenemos que irnos, volveremos la semana que viene para ver más cosas, con lo de hoy es suficiente. Cualquier cosa me llamas al estudio.”
”- Si, no se preocupe, la llamo.”- le dijo Luís.
Cuando se dirigían al coche Juan, le pregunto que pasaba. Ella le contó, y no pudieron para de reírse.
”-Rocío, me tienes que prestar ese libro, pues no te entendí ni una palabra, y si me hablas a mi así haré el ridículo.”
En eso viene el tal Luís corriendo, pues se dejaban unos planos en la caseta, y para concluir el día, Rocío no pudo con su genio y le dijo
“- Por favor, recuerda de cerrar bien el palenque. Si nos llaman de la oficina, diles que nos pueden encontrar en la casa de placer de Villarosa.- “
Luís, se quedo mirándolos como se iban, con una expresión que parecía de dibujitos animados, cayéndosele la mandíbula por la sorpresa, ante el desparpajo de lo que había escuchado.
Juan subió al coche, también confundido y pregunto “que palenque va a cerrar, no es eso donde se atan los caballos, y a donde vamos? se que en Villarosa tenemos la remodelación de la casa de campo del jefe máximo, pero vamos a una casa de putas?-“
”-No tonto, hace doscientos años se les decía palenque al cerco de las obras y casas de placer a las casas de campo con buenas vistas. Como te voy a llevar a una casa de putas, que va a decir tu madre.”
Y no pararon de reír…

sábado, abril 16, 2005

La rosa mas bella del mundo

Por Hans Christian Andersen
Érase una reina muy poderosa, en cuyo jardín lucían las flores más hermosas de cada estación del año. Ella prefería las rosas por encima de todas; por eso las tenía de todas las variedades, desde el escaramujo de hojas verdes y olor de manzana hasta la más magnífica rosa de Provenza. Crecían pegadas al muro del palacio, se enroscaban en las columnas y los marcos de las ventanas y, penetrando en las galerías, se extendían por los techos de los salones, con gran variedad de colores, formas y perfumes.

Pero en el palacio moraban la tristeza y la aflicción. La Reina yacía enferma en su lecho, y los médicos decían que iba a morir.

-Hay un medio de salvarla, sin embargo -afirmó el más sabio de ellos-. Tráiganle la rosa más espléndida del mundo, la que sea expresión del amor puro y más sublime. Si puede verla antes de que sus ojos se cierren, no morirá.

Y ya tienen a viejos y jóvenes acudiendo, de cerca y de lejos, con rosas, las más bellas que crecían en todos los jardines; pero ninguna era la requerida. La flor milagrosa tenía que proceder del jardín del amor; pero incluso en él, ¿qué rosa era expresión del amor más puro y sublime?

Los poetas cantaron las rosas más hermosas del mundo, y cada uno celebraba la suya. Y el mensaje corrió por todo el país, a cada corazón en que el amor palpitaba; corrió el mensaje y llegó a gentes de todas las edades y clases sociales.

-Nadie ha mencionado aún la flor -afirmaba el sabio. Nadie ha designado el lugar donde florece en toda su magnificencia. No son las rosas de la tumba de Romeo y Julieta o de la Walburg, a pesar de que su aroma se exhalará siempre en leyendas y canciones; ni son las rosas que brotaron de las lanzas ensangrentadas de Winkelried, de la sangre sagrada que mana del pecho del héroe que muere por la patria, aunque no hay muerte más dulce ni rosa más roja que aquella sangre. Ni es tampoco aquella flor maravillosa para cuidar la cual el hombre sacrifica su vida velando de día y de noche en la sencilla habitación: la rosa mágica de la Ciencia.

-Yo sé dónde florece -dijo una madre feliz, que se presentó con su hijito a la cabecera de la Reina-. Sé dónde se encuentra la rosa más preciosa del mundo, la que es expresión del amor más puro y sublime. Florece en las rojas mejillas de mi dulce hijito cuando, restaurado por el sueño, abre los ojos y me sonríe con todo su amor.

Bella es esa rosa -contestó el sabio- pero hay otra más bella todavía.

-¡Sí, otra mucho más bella! -dijo una de las mujeres-. La he visto; no existe ninguna que sea más noble y más santa. Pero era pálida como los pétalos de la rosa de té. En las mejillas de la Reina la vi. La Reina se había quitado la real corona, y en las largas y dolorosas noches sostenía a su hijo enfermo, llorando, besándolo y rogando a Dios por él, como sólo una madre ruega a la hora de la angustia.

-Santa y maravillosa es la rosa blanca de la tristeza en su poder, pero tampoco es la requerida.

-No; la rosa más incomparable la vi ante el altar del Señor -afirmó el anciano y piadoso obispo-. La vi brillar como si reflejara el rostro de un ángel. Las doncellas se acercaban a la sagrada mesa, renovaban el pacto de alianza de su bautismo, y en sus rostros lozanos se encendían unas rosas y palidecían otras. Había entre ellas una muchachita que, henchida de amor y pureza, elevaba su alma a Dios: era la expresión del amor más puro y más sublime.

-¡Bendita sea! -exclamó el sabio-, mas ninguno ha nombrado aún la rosa más bella del mundo.

En esto entró en la habitación un niño, el hijito de la Reina; había lágrimas en sus ojos y en sus mejillas, y traía un gran libro abierto, encuadernado en terciopelo, con grandes broches de plata.

-¡Madre! -dijo el niño-. ¡Oye lo que acabo de leer!-. Y, sentándose junto a la cama, se puso a leer acerca de Aquél que se había sacrificado en la cruz para salvar a los hombres y a las generaciones que no habían nacido.

-¡Amor más sublime no existe!

Se encendió un brillo rosado en las mejillas de la Reina, sus ojos se agrandaron y resplandecieron, pues vio que de las hojas de aquel libro salía la rosa más espléndida del mundo, la imagen de la rosa que, de la sangre de Cristo, brotó del árbol de la Cruz.

-¡Ya la veo! -exclamó-. Jamás morirá quien contemple esta rosa, la más bella del mundo.

jueves, abril 14, 2005

La zorra

por Gibrán Jalil Gibrán


Una zorra miró su sombra al amanecer y se dijo:
-Hoy me comeré un camello.

Y pasó toda la mañana buscando camellos. Pero al mediodía volvió a mirar su sombra y se dijo:
-Bueno..., creo que me conformaré con un ratón.

viernes, abril 08, 2005

No me gusta la lluvia

By Lucre Arrías

Jo! Llueve de nuevo. No me gusta la lluvia. Todo se pone frío, gris.
No se quien puede disfrutar mojándose como aquellos dos. Saltan charcos, se mojan y se matan de risa. La gente cada día esta más loca.”
Así pensando pasaba el rato, detrás de su tercera taza de café.
Últimamente pasaba mucho tiempo en un pequeño café cerca de su casa. Esto ya le provocaba no dormir por las noches, lo tenía que dejar.
- A mi me gusta.
-¿Quien hablo? - dijo sorprendida sin saber muy bien de donde venia esa frase.
Miraba para todos lados, en ese momento no había nadie cerca. Solo el camarero, que leía el periódico detrás de la barra.

“Esta chica esta cada día que pasa esta peor”- pensó el camarero al levantar la vista y verla tan nerviosa como buscando algo o a alguien.
“Me debo estar volviendo loca, tengo que parar con el café me está alterando hasta hacer que escuche voces.”
-No, si me escuchaste y nítidamente.
- Don Manuel,¿ es usted el que me esta hablando? Pregunto al que estaba detrás de la barra.
El pobre esbozo una sonrisa con sus labios moviendo la cabeza diciendo que no.
“Esta pobre, desde el accidente está algo tocada, pero ya hace 2 años, es que nunca va a levantar cabeza” - No, mi hijita yo estoy leyendo, ¿quieres otro café?
No contestó, había vuelto a poner sus ojos en la lluvia.
-No te gusta la lluvia. ¿Porque?
-Pero bueno, ¿que broma es esta? – dijo y se levanto como saltando de la mesa.
Estaba nerviosa. Se dirigió al baño para lavarse la cara con agua fría.
Cuando regreso, ya no estaba sola. Compartía mesa con un joven.
Ella se quedo mirando y pensó -¿este quien es?
-Hola, encantado de verte de nuevo. Hace mucho tiempo que no nos encontrábamos.
- No quiero ser impertinente, pero quien mierda es usted.
-Con esas cosas no, con groserías no. Camarero por favor, una tila para la señorita y un café para mí.
-Yo no tomo té - Aquí que pasa, se aparece de la nada, me saludas como si nos conociéramos de toda la vida, y me pedís un té. Si me conocieras sabrias que lo odio. ¿Qué es esto? una imposición o me he topado con el loco de turno, lo que me faltaba.
-Te conozco más de lo que crees. Nos conocemos desde que naciste. El té lo vas a tomar porque te hará bien, para calmarte y no insultes que loco no soy. Hablemos. Sentate.
- Mire señor, esta bien, no quiero ser grosera pero quiero estar sola, así que si no le importa tómese el café en otra mesa.
-¿Más sola? llevas dos años aislada del mundo. Tanto te cuesta volver a relacionarte.
El comentario calo hondo. Se sintió invadida.
¿Que pasaba? ¿Quién era? Vencida, se dejo caer en la silla frente a la ventana.
-Muchas preguntas a la vez. Veamos por partes. Me conoces bien, lo que pasa es que me has ocultado mucho tiempo o mejor dicho negado. Quizás te sorprendas un poco más pero si no te acuerdas de mi, tendré que decirte yo quien soy.
-Venga, mire odio la lluvia y llueve, no me gusta los interrogantes así que, quien es Ud?
-Soy vos.
La risa estallo en sus pulmones, de donde habría salido este pirado, estaba peor que ella. Las secuelas de lo sucedido eran profundas en su vida, pero nunca creyó necesitar ayuda externa para sobreponerse, se había aislado de tal forma que su realidad, sencillamente la cambio radicalmente con esas mentiras piadosas que todos se cuentan.
-Exacto, cerraste las compuertas a la realidad y vos misma desapareciste en lo que creaste. Ya no eres lo que eras y como consecuencia inmediata nada es verdad.
Cuando dejo de reírse, se había relajado, el pobre estaba volando y ella no podía hacer nada. Mejor le seguí el juego. Estaba peor que ella.
-No es un juego.
-Pero bueno, también lees lo que pienso.
-No, pero si soy vos, no crees que lo que pensas también lo hago yo al unísono. Somos uno, aunque ahora estemos separados, a veces nada es lo que se ve. Es otro medio de comunicación con vos misma. Se diría que soy tu, "Yo interno" o si lo queres decir de otra manera soy tu conciencia corporeizada.
- Mi conciencia es un hombre. Venga ya, no me tomes más el pelo.
- La conciencia es lo que uno quiere. En tu caso, me ves como un hombre pues es el reflejo de recuperar, tu anhelo por lo que perdiste en ese accidente. Se que fue duro despertarte una mañana y aceptar que él ya no estaba. Pero a veces la vida es así. La soledad, el aislamiento impuesto no es bueno, te bloquea, no queres ver tu realidad, no te queres ver a vos misma sola como estas, pero eso no solo abandonaste tu vida externa, también me abandonaste a mi, o sea a ti misma. No sabe todo lo que he tenido que currar para no terminar desapareciendo en la nada que creaste. Este es mi último recurso por sacarte adelante. Enfrentarte a mi, enfrentarte a ti misma y ve donde estas. Si yo logro ayudarte, te estas ayudando a vos.
-Ayuda, si la hubiera necesitado la hubiera buscado. Estoy fenómeno.
-¿Sí? Te parece normal que no te guste algo tan vivo como la lluvia, o ver como dos personas se ríen debajo de un paraguas saltando charcos. SI no recuerdo mal hace años eras capaz de levantarte un domingo de lluvia a las 7 de la mañana para encontrarte a desayunar en tu café preferido con él, mirando la lluvia detrás de las ventanas. Eso en que quedo.
Él ya no esta, pero tu si. El luto ya termino. Necesitas empezar a aprender de nuevo, a compartir tu existencia con la vida, debes poner todo tu corazón, toda tu fuerza, tu alma en ello.
El silencio reino, que verdad. Ya no le importaba quien fuera ni porque se sentó con ella. Simplemente se daba cuenta que sus palabras la reconfortaban un poco y decidió escuchar.
-Decime la verdad, ¿quién sos?
-¿Importa tanto? si no me crees que soy tu yo interno, tu conciencia, pensa que soy alguien que ha aparecido en tu vida, que te conoce y que quiere ayudar. Dale, salí allí, abrite, comenzá a quererte de nuevo, en la medida que aprendas a ser feliz nuevamente vas a reencontrarte con tu capacidad de saber compartir con todos las cosas más simples como es la amistad y el amor. Yo se que no es consuelo decir, que no sos la única que tiene problemas, todos lo tienen, pero debes darte cuenta que aunque te sientas sola, no lo estas, mucha gente cerca de ti y que ahora tu no ves, te estima, te quieren dar una mano y tu no les dejas. Pediles ayuda, la encontraras, no todos son indiferentes a lo que te paso.
-Bueno no es fácil, he estado mucho tiempo encerrada en mi dolor, no se como decir lo que siento.
-Trata. Bueno me voy.
-Ahora que la conversación avanza, ¿te vas?
-Debo irme, pero hay algo importante que debes entender antes. Si no queres que parta, es porque por primera vez en mucho tiempo te escuchas más allá de tu dolor. Si comenzaste, por poco que sea, es un empezar a algo positivo. Ves, no es tan difícil hablar de nuestras cosas. Compartí con los demás, se feliz.
Salí afuera y trata de compartir tu paraguas con alguien que no lo tenga y disfruta, anda antes que la lluvia se acabe, mira que no siempre llueve.
El desconocido, se levanto, se puso el chubasquero y salio por la puerta del local, sin hacer ruido como había aparecido. Ella lo vio perderse en el diluvio que caía. Se quedo mirando por la ventana. En el café todo estaba igual, no había ningún cliente, el camarero estaba dormido sobre el periódico.
Fuera seguía lloviendo.
Pasaron los minutos. Abrió el bolso, busco la agenda. Marco un número de teléfono.
-Consulta del Doctor Morales, buenos días.
-Quería una sita con el doctor, cuanto antes mejor, necesito ayuda urgentemente.

jueves, abril 07, 2005

El traje del prisionero

Por Naguib Mahfuz
El Buche, el cerillero, llegaba antes que nadie a la estación de al-Zagazig cuando iba a pasar el tren. Recorría los andenes incomparablemente ligero, ojeando a los clientes con sus ojos pequeños y expertos. Si alguien hubiese preguntado al Buche por su trabajo, el Buche habría echado pestes de él. Porque el Buche, como la mayoría de la gente, estaba harto de su vida, descontento con su suerte. Si hubiese sido dueño de elegir, hubiera preferido ser chofer de algún rico y vestir ropa de effendi y comer lo mismo que el bey y acompañarle a sitios selectos en todo tiempo, una manera de ganarse la vida que parecía diversión, placer. Tenía además otros motivos particulares y razones sutiles para desear un trabajo como aquel; lo deseaba desde un día en que vio cómo el Fino, el chofer de uno de los Importantes, paraba a la Nabawiyya, la criada del comisario, y la requebraba, descarado y seguro. Incluso, una vez, oyó que le decía frotándose las manos satisfecho: "Pronto vendré con el anillo..." Y vio que la joven sonreía con arrumaco mientras levantaba el borde de la milaya como si lo estuviese arreglando (lo que quería es que se viera su pelo negrísimo y abrillantinado). Vio aquello y el corazón se le inflamó y los celos lo mordieron dolorosamente; los ojos de ella eran sus dolores y sus enfermedades. La siguió a poca distancia y en una calleja le salió al paso aquí y allí e hizo volver a sus oídos lo que le había dicho el Fino: "Pronto vendré con el anillo". Pero ella torció la cabeza, frunció la frente y dijo desdeñosa: "Mejor cómprate unos zuecos". Y él se miró los pies como si fueran una sima de significados misteriosos, su galabeyya sucia, su taqiyya mugrienta y se dijo: "Éste es el motivo de mi miseria y el ocaso de mi estrella", y envidió al Fino, su trabajo y su suerte... Sólo que estas esperanzas, en lugar de apartarle de su oficio le hacían enfrascarse en él con mayor afán y satisfacer sus esperanzas con sueños.

Aquella tarde subió a la estación con su caja a atender al tren del crepúsculo que todavía no era más que una nube de humo en el horizonte, pero que avanzaba, se acercaba. Ya se distinguían las distintas unidades y se percibía el estrépito; ya está parado junto a los andenes... Al lanzarse a los vagones vio el Buche con sorpresa que en las puertas había centinelas y que por las ventanillas asomaban caras extrañas con ojos ausentes, rotos. Preguntó y le enteraron de que eran prisioneros italianos que habían caído a montones en manos del enemigo y que les conducían a campos de concentración.
El Buche se quedó perplejo pasando los ojos por los rostros polvorientos, y luego le tomó la desilusión; cuando estuvo cierto de que aquellas caras pálidas, hundidas en la miseria y la necesidad difícilmente podrían saciar su ansia de cigarrillos... Se dio cuenta de que devoraban su caja y les repelió con una mirada irritada y desdeñosa. Pensaba darles la espalda y volver por donde había venido cuando oyó que una voz le gritaba en árabe con acento europeo: "cigarrillos". Le echó una mirada sorprendida y desconfiada, luego frotó el dedo índice con el pulgar: "¿hay dinero?". El soldado comprendió y contestó afirmativamente con la cabeza. El Buche se acercó cauteloso y se detuvo fuera del alcance de las manos del soldado, El soldado se quitó calmosamente la guerrera y le dijo mostrándosela: "Este es mi dinero". El Buche quedó deslumbrado y escudriñó la guerrera gris con botones dorados entre sorprendido y ávido. Le había ganado el corazón, pero como no era un cándido ni un palurdo disimuló lo que se había levantado en él para sacar ventaja de la avidez del italiano. Con estudiada parsimonia exhibió una cajetilla y extendió el brazo para recoger la chaqueta. El soldado frunció la frente y le gritó: "¿Una cajetilla por la guerrera?... ¡Diez!" El Buche dio un respingo y se echó para atrás; su deseo recedió. Iba a irse por otro lado, pero el soldado le gritó: "Una cosa razonable... nueve... ocho..." El Buche sacudió la cabeza negando tercamente. "Entonces, siete." Pero él sacudió la cabeza como antes y fingió que se iba. El soldado se dio por satisfecho con seis y luego bajó a cinco. El Buche hizo un gesto con la mano: nada que hacer. Se volvió hacia un banco y se sentó. El soldado le gritó enloquecido: "Ven... me conformo con cuatro..." Ni se dio por aludido, y para demostrar su falta de interés encendió un cigarrillo y se puso a fumar paladeándolo pausadamente. La desazón del soldado aumentó, se puso rabioso, parecía que el único fin de su existencia era conseguir cigarrillos. Bajó su demanda a tres, luego a dos. El Buche siguió sentado, dominando sus violentas ganas y su dolorosa impaciencia. Pero cuando el soldado hubo bajado a dos no pudo evitar un movimiento delator. El soldado, nada más verlo, extendió la mano con la guerrera: "Toma", y el Buche no tuvo más remedio que levantarse, acercarse al tren, recoger la guerrera y dar al soldado las dos cajetillas. Escudriñó la guerrera con ojos alegres y satisfechos y rompió sus labios una sonrisa triunfante. Dejó la caja en el banco y se puso la guerrera y la abotonó. Le quedaba ancha, pero no le importó.

Estaba maravillado, feliz. Recogió la caja y empezó a cortar el andén orgulloso, transportado. Evocó la imagen de Nabawiyya envuelta en su milaya y murmuró: "Si me viese ahora". Sí, a partir de ahora no me evitará ni me apartará la cara con desdén, y el Fino no tendrá motivo de qué presumir delante de mí. Aquí recordó que el Fino llevaba uniforme completo, no una simple guerrera. ¿Cómo conseguir los pantalones? Caviló un tiempo, luego echó una mirada de inteligencia a las cabezas de los prisioneros que asomaban por las ventanillas del tren. El deseo le jugaba en el corazón y le inquietaba el alma cuando casi la tenía satisfecha. Se lanzó al tren pregonando decidido: "Cigarrillos, cigarrillos. Un pantalón la cajetilla si no hay dinero. Un pantalón la cajetilla". Repitió el pregón por segunda y tercera vez. Temiendo que no comprendiesen lo que pretendía, señaló la guerrera que llevaba puesta y mostró una cajetilla. Su gesto produjo el efecto apetecido: un soldado no vaciló en quitarse la guerrera. El Buche corrió hacia él y le hizo gestos de que fuese despacio y le indicó los pantalones. El soldado se encogió de hombros desdeñoso, se quitó los pantalones y el cambio se completó. La mano del Buche se engarfió en los pantalones; casi volaba de gozo. Volvió al banco de antes y se puso los pantalones en un santiamén: estaba hecho todo un soldado italiano... ¿o le faltaba algo?... Era una auténtica pena que estos soldados no llevaran tarbús... ¡Pero llevan botas! Las botas le son indispensables para estar a la altura del Fino, que le amarga la vida. Cargó con la caja y se abalanzó al tren gritando: "Cigarrillos... un par de botas la cajetilla". Como la otra vez, se ayudaba de gestos... Pero antes de que diera con un cliente el tren hizo oír su pito; iba a arrancar. Se produjo una ola de agitación entre los centinelas. El manto de la sombra había cubierto los rincones de la estación; el pájaro de la noche planeaba en el espacio. El Buche se detuvo desconsolado, en los ojos una mirada de aflicción y rabia. Cuando el tren se puso en marcha le vio el centinela del vagón delantero y la exasperación apareció en su cara. Le gritó, primero en inglés, luego en italiano: "Sube ligero. Tú, preso, al tren". El Buche no entendió lo que decía y quiso consolarse remedándole, seguro de que no podía hacerle nada. El centinela gritó otra vez mientras el tren se alejaba lentamente: "Sube, te lo advierto, sube". El Buche apretó los labios desdeñoso y le volvió la espalda dispuesto a marcharse. El centinela crispó el puño que esgrimió amenazante, apuntó su fusil contra el inocente Buche y disparó. A la detonación, que atronó los oídos, sucedió un grito de dolor y de espanto. El cuerpo del Buche perdió el movimiento, la caja se le cayó de las manos y se desparramaron las cajetillas de cigarros y cerillas. Luego, la cara del Buche se mudó en la de un cuerpo exánime.

lunes, abril 04, 2005

El gato que caminaba solo

por Rudyard Kipling
Sucedieron estos hechos que voy a contarte, oh, querido mío, cuando los animales domésticos eran salvajes. El Perro era salvaje, como lo eran también el Caballo, la Vaca, la Oveja y el Cerdo, tan salvajes como pueda imaginarse, y vagaban por la húmeda y salvaje espesura en compañía de sus salvajes parientes; pero el más salvaje de todos los animales salvajes era el Gato. El Gato caminaba solo y no le importaba estar aquí o allá.
También el Hombre era salvaje, claro está. Era terriblemente salvaje. No comenzó a domesticarse hasta que conoció a la Mujer y ella repudió su montaraz modo de vida. La Mujer escogió para dormir una bonita cueva sin humedades en lugar de un montón de hojas mojadas, y esparció arena limpia sobre el suelo, encendió un buen fuego de leña al fondo de la cueva y colgó una piel de Caballo Salvaje, con la cola hacia abajo, sobre la entrada; después dijo:

-Límpiate los pies antes de entrar; de ahora en adelante tendremos un hogar.
Esa noche, querido mío, comieron Cordero Salvaje asado sobre piedras calientes y sazonado con ajo y pimienta silvestres, y Pato Salvaje relleno de arroz silvestre, y alholva y cilantro silvestres, y tuétano de Buey Salvaje, y cerezas y granadillas silvestres. Luego, cuando el Hombre se durmió más feliz que un niño delante de la hoguera, la Mujer se sentó a cardar lana. Cogió un hueso del hombro de cordero, la gran paletilla plana, contempló los portentosos signos que había en él, arrojó más leña al fuego e hizo un conjuro, el primer Conjuro Cantado del mundo.
En la húmeda y salvaje espesura, los animales salvajes se congregaron en un lugar desde donde se alcanzaba a divisar desde muy lejos la luz del fuego y se preguntaron qué podría significar aquello.
Entonces Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:
-Oh, amigos y enemigos míos, ¿por qué han hecho esa luz tan grande el Hombre y la Mujer en esa enorme cueva? ¿cómo nos perjudicará a nosotros?
Perro Salvaje alzó el morro, olfateó el aroma del asado de cordero y dijo:
-Voy a ir allí, observaré todo y me enteraré de lo que sucede, y me quedaré, porque creo que es algo bueno. Acompáñame, Gato.
-¡ Ni hablar! -replicó el Gato-. Soy el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No pienso acompañarte.
-Entonces nunca volveremos a ser amigos -apostilló Perro Salvaje, y se marchó trotando hacia la cueva.
Pero cuando el Perro se hubo alejado un corto trecho, el Gato se dijo a sí mismo:
-Si no me importa estar aquí o allá, ¿por qué no he de ir allí para observarlo todo y enterarme de lo que sucede y después marcharme?
De manera que siguió al Perro con mucho, muchísimo sigilo, y se escondió en un lugar desde donde podría oír todo lo que se dijera.
Cuando Perro Salvaje llegó a la boca de la cueva, levantó ligeramente la piel de Caballo con el morro y husmeó el maravilloso olor del cordero asado. La Mujer lo oyó, se rió y dijo:
-Aquí llega la primera criatura salvaje de la salvaje espesura. ¿Qué deseas?
-Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo, ¿qué es eso que tan buen aroma desprende en la salvaje espesura? -preguntó Perro Salvaje.
Entonces la Mujer cogió un hueso de cordero asado y se lo arrojó a Perro Salvaje diciendo:
-Criatura salvaje de la salvaje espesura, si ayudas a mi Hombre a cazar de día y a vigilar esta cueva de noche, te daré tantos huesos asados como quieras.
-¡Ah! -exclamó el Gato al oírla-, esta Mujer es muy sabia, pero no tan sabia como yo.
Perro Salvaje entró a rastras en la cueva, recostó la cabeza en el regazo de la Mujer y dijo:
-Oh, amiga mía y esposa de mi amigo, ayudaré a tu Hombre a cazar durante el día y de noche vigilaré vuestra cueva.
-¡Ah! -repitió el Gato, que seguía escuchando-, este Perro es un verdadero estúpido.
Y se alejó por la salvaje y húmeda espesura meneando la cola y andando sin otra compañía que su salvaje soledad. Pero no le contó nada a nadie.
Al despertar por la mañana, el Hombre exclamó:
-¿Qué hace aquí Perro Salvaje?
-Ya no se llama Perro Salvaje -lo corrigió la Mujer-, sino Primer Amigo, porque va a ser nuestro amigo por los siglos de los siglos. Llévalo contigo cuando salgas de caza.
La noche siguiente la Mujer cortó grandes brazadas de hierba fresca de los prados y las secó junto al fuego, de manera que olieran como heno recién segado; luego tomó asiento a la entrada de la cueva y trenzó una soga con una piel de caballo; después se quedó mirando el hueso de hombro de cordero, la enorme paletilla, e hizo un conjuro, el segundo Conjuro Cantado del mundo.
En la salvaje espesura, los animales salvajes se preguntaban qué le habría ocurrido a Perro Salvaje. Finalmente, Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:
-Iré a ver por qué Perro Salvaje no ha regresado. Gato, acompáñame.
-¡Ni hablar! -respondió el Gato-. Soy el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No pienso acompañarte.
Sin embargo, siguió a Caballo Salvaje con mucho, muchísimo sigilo, y se escondió en un lugar desde donde podría oír todo lo que se dijera.
Cuando la Mujer oyó a Caballo Salvaje dando traspiés y tropezando con sus largas crines, se rió y dijo:
-Aquí llega la segunda criatura salvaje de la salvaje espesura. ¿Qué deseas?
-Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo -respondió Caballo Salvaje-, ¿dónde está Perro Salvaje?
La Mujer se rió, cogió la paletilla de cordero, la observó y dijo:
-Criatura salvaje de la salvaje espesura, no has venido buscando a Perro Salvaje, sino porque te ha atraído esta hierba tan rica.
Y dando traspiés y tropezando con sus largas crines, Caballo Salvaje dijo:
-Es cierto, dame de comer de esa hierba.
-Criatura salvaje de la salvaje espesura -repuso la Mujer-, inclina tu salvaje cabeza, ponte esto que te voy a dar y podrás comer esta maravillosa hierba tres veces al día.
-¡Ah! -exclamó el Gato al oírla-, esta Mujer es muy lista, pero no tan lista como yo.
Caballo Salvaje inclinó su salvaje cabeza y la Mujer le colocó la trenzada soga de piel en torno al cuello. Caballo Salvaje relinchó a los pies de la Mujer y dijo:
-Oh, dueña mía y esposa de mi dueño, seré tu servidor a cambio de esa hierba maravillosa.
-¡Ah! -repitió el Gato, que seguía escuchando-, ese Caballo es un verdadero estúpido.
Y se alejó por la salvaje y húmeda espesura meneando la cola y andando sin otra compañía que su salvaje soledad.
Cuando el Hombre y el Perro regresaron después de la caza, el Hombre preguntó:
-¿Qué está haciendo aquí Caballo Salvaje?
-Ya no se llama Caballo Salvaje -replicó la Mujer-, sino Primer Servidor, porque nos llevará a su grupa de un lado a otro por los siglos de los siglos. Llévalo contigo cuando vayas de caza.
Al día siguiente, manteniendo su salvaje cabeza enhiesta para que sus salvajes cuernos no se engancharan en los árboles silvestres, Vaca Salvaje se aproximó a la cueva, y el Gato la siguió y se escondió como lo había hecho en las ocasiones anteriores; y todo sucedió de la misma forma que las otras veces; y el Gato repitió las mismas cosas que había dicho antes, y cuando Vaca Salvaje prometió darle su leche a la Mujer día tras día a cambio de aquella hierba maravillosa, el Gato se alejó por la salvaje y húmeda espesura, caminando solo como era su costumbre.
Y cuando el Hombre, el Caballo y el Perro regresaron a casa después de cazar y el Hombre formuló las mismas preguntas que en las ocasiones anteriores, la Mujer dijo:
-Ya no se llama Vaca Salvaje, sino Donante de Cosas Buenas. Nos dará su leche blanca y tibia por los siglos de los siglos, y yo cuidaré de ella mientras ustedes tres salen de caza.
Al día siguiente, el Gato aguardó para ver si alguna otra criatura salvaje se dirigía a la cueva, pero como nadie se movió, el Gato fue allí solo, y vio a la Mujer ordeñando a la Vaca, y vio la luz del fuego en la cueva, y olió el aroma de la leche blanca y tibia.
-Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo -dijo el Gato-, ¿a dónde ha ido Vaca Salvaje?
La Mujer rió y respondió:
-Criatura salvaje de la salvaje espesura, regresa a los bosques de donde has venido, porque ya he trenzado mi cabello y he guardado la paletilla, y no nos hacen falta más amigos ni servidores en nuestra cueva.
-No soy un amigo ni un servidor -replicó el Gato-. Soy el Gato que camina solo y quiero entrar en tu cueva.
-¿Por qué no viniste con Primer Amigo la primera noche? -preguntó la Mujer.
-¿Ha estado contando chismes sobre mí Perro Salvaje? -inquirió el Gato, enfadado.
Entonces la Mujer se rió y respondió:
-Eres el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No eres un amigo ni un servidor. Tú mismo lo has dicho. Márchate y camina solo por cualquier lugar.
Fingiendo estar compungido, el Gato dijo:
-¿Nunca podré entrar en la cueva? ¿Nunca podré sentarme junto a la cálida lumbre? ¿Nunca podré beber la leche blanca y tibia? Eres muy sabia y muy hermosa. No deberías tratar con crueldad ni siquiera a un gato.
-Que era sabia no me era desconocido, mas hasta ahora no sabía que fuera hermosa. Por eso voy a hacer un trato contigo. Si alguna vez te digo una sola palabra de alabanza, podrás entrar en la cueva.
-¿Y si me dices dos palabras de alabanza? -preguntó el Gato.
-Nunca las diré -repuso la Mujer-, mas si te dijera dos palabras de alabanza, podrías sentarte en la cueva junto al fuego.
-¿Y si me dijeras tres palabras? -insistió el Gato.
-Nunca las diré -replicó la Mujer-, pero si llegara a decirlas, podrías beber leche blanca y tibia tres veces al día por los siglos de los siglos.
Entonces el Gato arqueó el lomo y dijo:
-Que la cortina de la entrada de la cueva y el fuego del rincón del fondo y los cántaros de leche que hay junto al fuego recuerden lo que ha dicho mi enemiga y esposa de mi enemigo -y se alejó a través de la salvaje y húmeda espesura meneando su salvaje rabo y andando sin más compañía que su propia y salvaje soledad
Por la noche, cuando el Hombre, el Caballo y el Perro volvieron a casa después de la caza, la Mujer no les contó el trato que había hecho, pensando que tal vez no les parecería bien.
El Gato se fue lejos, muy lejos, y se escondió en la salvaje y húmeda espesura sin más compañía que su salvaje soledad durante largo tiempo, hasta que la Mujer se olvidó de él por completo. Sólo el Murciélago, el pequeño Murciélago Cabezabajo que colgaba del techo de la cueva sabía dónde se había escondido el Gato y todas las noches volaba hasta allí para transmitirle las últimas novedades.
Una noche el Murciélago dijo:
-Hay un Bebé en la cueva. Es una criatura recién nacida, rosada, rolliza y pequeña, y a la Mujer le gusta mucho.
-Ah -dijo el Gato, sin perderse una palabra-, pero ¿qué le gusta al Bebé?
-Al Bebé le gustan las cosas suaves que hacen cosquillas -respondió el Murciélago-. Le gustan las cosas cálidas a las que puede abrazarse para dormir. Le gusta que jueguen con él. Le gustan todas esas cosas.
-Ah -concluyó el Gato-, entonces ha llegado mi hora.
La noche siguiente, el Gato atravesó la salvaje y húmeda espesura y se ocultó muy cerca de la cueva a la espera de que amaneciera. Al alba, la mujer se afanaba en cocinar y el Bebé no cesaba de llorar ni de interrumpirla; así que lo sacó fuera de la cueva y le dio un puñado de piedrecitas para que jugara con ellas. Pero el Bebé continuó llorando.
Entonces el Gato extendió su almohadillada pata y le dio unas palmaditas en la mejilla, y el Bebé hizo gorgoritos; luego el Gato se frotó contra sus rechonchas rodillas y le hizo cosquillas con el rabo bajo la regordeta barbilla. Y el Bebé rió; al oírlo, la Mujer sonrío.
Entonces el Murciélago, el pequeño Murciélago Cabezabajo que estaba colgado a la entrada de la cueva dijo:
-Oh, anfitriona mía, esposa de mi anfitrión y madre de mi anfitrión, una criatura salvaje de la salvaje espesura está jugando con tu Bebé y lo tiene encantado.
-Loada sea esa criatura salvaje, quienquiera que sea -dijo la Mujer enderezando la espalda-, porque esta mañana he estado muy ocupada y me ha prestado un buen servicio.
En ese mismísimo instante, querido mío, la piel de caballo que estaba colgada con la cola hacia abajo a la entrada de la cueva cayó al suelo... ¡Cómo así!... porque la cortina recordaba el trato, y cuando la Mujer fue a recogerla... ¡hete aquí que el Gato estaba confortablemente sentado dentro de la cueva!
-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, soy yo, porque has dicho una palabra elogiándome y ahora puedo quedarme en la cueva por los siglos de los siglos. Mas sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
Muy enfadada, la Mujer apretó los labios, cogió su rueca y comenzó a hilar.
Pero el Bebé rompió a llorar en cuanto el Gato se marchó; la Mujer no logró apaciguarlo y él no cesó de revolverse ni de patalear hasta que se le amorató el semblante.
-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, coge una hebra del hilo que estás hilando y átala al huso, luego arrastra éste por el suelo y te enseñaré un truco que hará que tu Bebé ría tan fuerte como ahora está llorando.
-Voy a hacer lo que me aconsejas -comentó la Mujer-, porque estoy a punto de volverme loca, pero no pienso darte las gracias.
Ató la hebra al pequeño y panzudo huso y empezó a arrastrarlo por el suelo. El Gato se lanzó en su persecución, lo empujó con las patas, dio una voltereta y lo tiró hacia atrás por encima de su hombro; luego lo arrinconó entre sus patas traseras, fingió que se le escapaba y volvió a abalanzarse sobre él. Viéndole hacer estas cosas, el Bebé terminó por reír tan fuerte como antes llorara, gateó en pos de su amigo y estuvo retozando por toda la cueva hasta que, ya fatigado, se acomodó para descabezar un sueño con el Gato en brazos.
-Ahora -dijo el Gato- le voy a cantar A Bebé una canción que lo mantendrá dormido durante una hora.
Y comenzó a ronronear subiendo y bajando el tono hasta que el Bebé se quedó profundamente dormido. contemplándolos, la Mujer sonrió y dijo:
-Has hecho una labor estupenda. No cabe duda de que eres muy listo, oh, Gato.
En ese preciso instante, querido mío, el humo de la fogata que estaba encendida al fondo de la cueva descendió desde el techo cubriéndolo todo de negros nubarrones, porque el humo recordaba el trato, y cuando se disipó, hete aquí que el Gato estaba cómodamente sentado junto al fuego.
-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, aquí me tienes, porque me has elogiado por segunda vez y ahora podré sentarme junto al cálido fuego del fondo de la cueva por los siglos de los siglos. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
Entonces la Mujer se enfadó mucho, muchísimo, se soltó el pelo, echó más leña al fuego, sacó la ancha paletilla de cordero y comenzó a hacer un conjuro que le impediría elogiar al Gato por tercera vez. No fue un Conjuro Cantado, querido mío, sino un Conjuro Silencioso; y, poco a poco, en la cueva se hizo un silencio tan profundo que un Ratoncito diminuto salió sigilosamente de un rincón y echó a correr por el suelo.
-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, ¿forma parte de tu conjuro ese Ratoncito?
-No -repuso la Mujer, y, tirando la paletilla al suelo, se encaramó a un escabel que había frente al fuego y se apresuró a recoger su melena en una trenza por miedo a que el Ratoncito trepara por ella.
-¡Ah! -exclamó el Gato, muy atento-, entonces ¿el Ratón no me sentará mal si me lo zampo?
-No -contestó la Mujer, trenzándose el pelo-; zámpatelo ahora mismo y te quedaré eternamente agradecida.
El Gato dio un salto y cayó sobre el Ratón.
-Un millón de gracias, oh, Gato -dijo la Mujer-. Ni siquiera Primer Amigo es lo bastante rápido para atrapar Ratoncitos como tú lo has hecho. Debes de ser muy inteligente.
En ese preciso instante, querido mío, el cántaro de leche que estaba junto al fuego se partió en dos pedazos... ¿Cómo así?... porque recordaba el trato, y cuando la Mujer bajó del escabel... ¡hete aquí que el Gato estaba bebiendo a lametazos la leche blanca y tibia que quedaba en uno de los pedazos rotos!
-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, aquí me tienes, porque me has elogiado por tercera vez y ahora podré beber leche blanca y tibia tres veces al día por los siglos de los siglos. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
Entonces la Mujer rompió a reír, puso delante del Gato un cuenco de leche blanca y tibia y comentó:
-Oh, Gato, eres tan inteligente como un Hombre, pero recuerda que ni el Hombre ni el Perro han participado en el trato y no sé qué harán cuando regresen a casa.
-¿Y a mi qué más me da? -exclamó el Gato-. Mientras tenga un lugar reservado junto al fuego y leche para beber tres veces al día me da igual lo que puedan hacer el Hombre o el Perro.
Aquella noche, cuando el Hombre y el Perro entraron en la cueva, la Mujer les contó de cabo a rabo la historia del acuerdo, y el Hombre dijo:
-Está bien, pero el Gato no ha llegado a ningún acuerdo conmigo ni con los Hombres cabales que me sucederán.
Se quitó las dos botas de cuero, cogió su pequeña hacha de piedra (y ya suman tres) y fue a buscar un trozo de madera y su cuchillo de hueso (y ya suman cinco), y colocando en fila todos los objetos, prosiguió:
-Ahora vamos a hacer un trato. Si cuando estás en la cueva no atrapas Ratones por los siglos de los siglos, arrojaré contra ti estos cinco objetos siempre que te vea y todos los Hombres cabales que me sucedan harán lo mismo.
-Ah -dijo la Mujer, muy atenta-. Este Gato es muy listo, pero no tan listo como mi Hombre.
El Gato contó los cinco objetos (todos parecían muy contundentes) y dijo:
-Atraparé Ratones cuando esté en la cueva por los siglos de los siglos, pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
-No será así mientras yo esté cerca -concluyó el Hombre-. Si no hubieras dicho eso, habría guardado estas cosas (por los siglos de los siglos), pero ahora voy arrojar contra ti mis dos botas y mi pequeña hacha de piedra (y ya suman tres) siempre que tropiece contigo, y lo mismo harán todos los Hombres cabales que me sucedan.
-Espera un momento -terció el Perro-, yo todavía no he llegado a un acuerdo con él -se sentó en el suelo, lanzando terribles gruñidos y enseñando los dientes, y prosiguió-: Si no te portas bien con el Bebé por los siglos de los siglos mientras yo esté en la cueva, te perseguiré hasta atraparte, y cuando te coja te morderé, y lo mismo harán todos los Perros cabales que me sucedan.
-¡Ah! -exclamó la Mujer; que estaba escuchando-. Este Gato es muy listo, pero no es tan listo como el Perro.
El Gato contó los dientes del Perro (todos parecían muy afilados) y dijo:
-Me portaré bien con el Bebé mientras esté en la cueva por los siglos de los siglos, siempre que no me tire del rabo con demasiada fuerza. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
-No será así mientras yo esté cerca -dijo el Perro-. Si no hubieras dicho eso, habría cerrado la boca por los siglos de los siglos, pero ahora pienso perseguirte y hacerte trepar a los árboles siempre que te vea, y lo mismo harán los Perros cabales que me sucedan.
A continuación, el Hombre arrojó contra el Gato sus dos botas y su pequeña hacha de piedra (que suman tres), y el Gato salió corriendo de la cueva perseguido por el Perro, que lo obligó a trepar a un árbol; y desde entonces, querido mío, tres de cada cinco Hombres cabales siempre han arrojado objetos contra el Gato cuando se topaban con él y todos los Perros cabales lo han perseguido, obligándolo a trepar a los árboles. Pero el Gato también ha cumplido su parte del trato. Ha matado Ratones y se ha portado bien con los Bebés mientras estaba en casa, siempre que no le tirasen del rabo con demasiada fuerza. Pero una vez cumplidas sus obligaciones y en sus ratos libres, es el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá, y si miras por la ventana de noche lo verás meneando su salvaje rabo y andando sin más compañía que su salvaje soledad... como siempre lo ha hecho.