viernes, julio 31, 2009

La sombra

Por Hans Christian Andersen (1847)

EN los países cálidos, ¡allí sí que calienta cl sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. ÉI y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto.
Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para recuperar su fuerza. El sabio salía al balcón, para desperezarse, y así que las estrellas asomaban en el maravilloso aire puro, era para él como volver a vivir. En todos los balcones de la calle y en los países cálidos todos los huecos tienen balcones había gente asomada, porque uno tiene que respirar, por muy acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había gran animación, arriba y abajo. Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces sí, más de mil había encendidas . Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los coches, los asnos pasaban ¡tilín, tilín, tilín! sonando los cascabeles. Había entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban coheres y las campanas volteaban sí, había una vida tremenda en la calle . Sólo la casa frente a la del sabio extranjero estaba en silencio completo. Y, sin embargo, alguien vivía en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor del sol, para lo que necesitaban ser regadas luego alguien debía haber allí . La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el interior estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera. De dentro llegaba sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario en los países cálidos excepto lo referente al sol . Su casero dijo que no sabía quién había alquilado la casa, no se veía a nadie y en cuanto a la música se refería, creía que era horriblemente aburrida.


Es como si alguien tratase de ensayar una pieza que no puede dominar, siempre la misma. «¡Pues lo tengó que sacar!», dice, pero no lo consigue por mucho que toque.
Una noche el extranjero despertó; dormía con la puerta del balcón abierta. La cortina se levantó con el viento, y le pareció que venía una luz fantástica del balcón de enfrente. Todas las flores resplandecían como llamas de los colores más espléndidos y en medio de las flores se encontraba una esbelta, atractiva doncella, que parecía también resplandecer. De tal forma le deslumbró, que abrió los ojos desmesuradamente y se despertó del todo. De un salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó a la cortina pero la doncella había desaparecido, el resplandor se había apagado; las flores no brillaban, pero seguían siendo tan bonitas como siempre; la puerta estaba entornada y de las profundidades venía una música tan suave y encantadora, que inspiraba los más dulces pensamientos. Era, sin embargo, como cosa de magia y ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una tienda tras otra y no era posible que la gente pasara por ellas.
Una noche el extranjero estaba sentado en su balcón, con una luz encendida en el cuarto a espaldas suyas, por lo que, como es natural, su sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba sentada exactamente enfrente entre las flores del balcón, y cuando el extranjero se movía, también se movía la sombra, porque así es como hacen las sombras.
Parece como si mi sombra fuese el único ser vivo que se viera enfrente dijo el sabio . Con qué delicadeza se sienta entre las flores. La puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para entrar, mirar en torno suyo y venir después a contarme lo que hubiera visto! Sí, haz algo útil dijo en broma ¡Vamos entra! ¡Vamos, ahora!
Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la sombra le correspondió:
¡Anda, pero no te pierdas!
Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en el balcón de enfrente se levantó también; y el extranjero se volvió y la sombra se volvió también; si por acaso alguien hubiera estado observando, hubiera visto claramente que la sombra se colaba por la puerta entornada en la casa de enfrente, al tiempo que el extranjero entraba en su cuarto y corría la larga cortina tras de sí.
A la mañana siguiente salió el sabio a tomar café y leer los periódicos.
¿Qué pasa? dijo, cuando salió al sol . ¡Me he quedado sin sombra! Luego se marchó anoche de verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio!
Y eso le enojó, no tanto porque la sombra se hubiera ido, sino porque sabía la existencia de una historia sobre el hombre sin sombra, conocida por todos en su patria allá en los países fríos, y en cuanto el sabio regresara y contase la suya, dirían que la había copiado, y eso no le hacía maldita gracia. Por tanto, no diría una palabra, lo cual estaba muy bien pensado.
Por la noche salió de nuevo al balcón. Había colocado la luz detrás de sí, en la debida posición, porque sabía que la sombra gusta de tener siempre a su dueño por pantalla, pero no pudo atraerla. Se encogió, se estiró, pero no había sombra alguna que volviera. Dijo:
¡Ejem! ¡Ejem! pero sin resultado.
Era un fastidio, pero en los países cálidos todo crece tan rápidamente que al cabo de ocho días observó, con gran satisfacción, que le crecía una sombra de las piernas cuando salía el sol quizá la raíz había quedado dentro . A las tres semanas, tenía una sombra de considerables dimensiones que, cuando regresó a su patria en los países nórdicos, creció más y más durantr el viaje, hasta que al final eran tan larga y tan grande que la mitad hubiera bastado.
De esta forma regresó el sabio a su casa y escribió libros sobre cuanto había de verdadero en el mundo, lo que había de bueno y de hermoso, y pasaron días y pasaron años; pasaron muchos años.
Una noche estaba sentado en su cuarto cuando llamaron muy quedamente a la puerta.
¡Adelante! contestó, pero nadie entró. Así es que fue a abrir y vio ante él a un hombre tan sumamente delgado que quedó atónito. Por lo demás, el hombre iba espléndidamente vestido, debía ser una persona distinguida.
¿Con quién tengo el honor de hablar? preguntó el sabio.
¡Ah!, ya pensé que no me reconocería dijo el hombre elegante . Me he hecho tan corpóreo que hasta tengo carne y ropas. Seguro que nunca había pensado usted en verme en tal prosperidad. ¿No reconoce usted a su vieja sombra? No creía usted que volvería, ¿verdad? Me ha ido espléndidamente desde que estuve con usted. ¡He sido, en todos los sentidos, muy afortunado! Si tuviera que rescatar mi libertad, podría hacerlo y repiqueteó un manojo de preciosos dijes que colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa cadena de oro que llevaba al cuello. ¡Huy!, todos los dedos fulguraron con anillos de diamantes, todos auténticos.
No, no puedo hacerme idea de lo que signifca esto dijo el sabio.
Ya, no es nada corriente dijo la sombra , pero usted tampoco es nada corriente y yo, bien sabe usted, desde que era así de chiquito he seguido sus huellas. En cuanto usted descubrió que yo estaba a punto para ir solo por el mundo, seguí mi camino. Me encuentro en una situación excepcionalmente afortunada, pero me ha acometido cierto deseo de volverle a ver antes de que usted muera porque usted ha de morir . También me gustaría visitar este país, porque la patria siempre tira. Veo que tiene usted otra sombra. ¿Le debo algo a ella, o bien a usted? Hágame el favor de decírmelo.
¡Bueno! ¿Pero eres tú? dijo el sabio Es extraordinario! ¡Nunca habría creído que la vieja sombra de uno pudiera regresar como persona!
Dígame cuánto le debo dijo la sombra , porque no me gustaría deberle nada.
¿Cómo puedes hablar así? dijo el sabio . ¿De qué deuda hablas? No me debes nada. Me alegra extraordinariamente tu suerte. Siéntate, querido amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo que viste en la casa de enfrente, allá en los países cálidos.
Sí que le contaré dijo la sombra, y se sentó , pero antes me tiene usted que prometer que no ha de decirle a nadie en la ciudad, caso de que nos encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso casarme; puedo de sobra mantener a una familia.
¡Estate tranquilo! dijo el sabio . No le diré a nadie quién eres en realidad. Ésta es mi mano. ¡Palabra de hombre!
¡Palabra de sombra! dijo la sombra, que era lo que le correspondía decir.
Era, por otra parte, de veras notable lo humana que se había vuelto la sombra. Vestía del más riguroso negro y el paño más selecto, botas de charol y sombrero que podía cerrarse, hasta quedar reducido a corona y alas sin hablar de lo ya mencionado: dijes, cadenas de oro y anillos de diamantes. Ya lo creo: la sombra iba extraordinariamente bien vestida, y era precisamente esto la que la hacía tan humana.
Ahora voy a contarle dijo la sombra, y plantó sus botas de charol lo más fuerte que pudo sobre el brazo de la nueva sombra del sabio, que yacía como un perro faldero a sus pies. Y esto lo hizo bien por orgullo, bien con la intención de que se le quedase pegada. Y la sombra del suelo permaneció quieta y en silencio, resuelta a no perder detalle; deseaba, sobre todo, enterarse de cómo puede uno manumitirse y llegar a convertirse en su propio señor.
¿Sabe usted quién vivía en la casa de enfrente? dijo la sombra . ¡La más bella de todas, la Poesía! Estuve allí tres semanas y su efecto ha sido como si hubiera vivido tres mil años y hubiera leído cuanto se ha cantado y se ha escrito. Lo digo y es cierto. ¡Lo he visto todo y lo sé todo!
¡La Poesía! gritó el sabio . Sí, sí, vive con frecuencia en las grandes ciudades, en soledad. ¡La Poesía! ¡Sí la vi tan sólo un instante, pero el sueño pesaba en mis ojos! Estaba en el balcón y brillaba como brilla la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Estabas en el balcón, entraste por la puerta, ¿y después?
Me encontré en la antesala dijo la sombra . Lo que usted siempre veía era la antesala. No había luz alguna, sólo una especie de crepúsculo, pero las puertas daban unas a otras en una larga serie de salas y salones; y estaba tan iluminado, que la luz me hubiera matado de haber ido directamente ante la doncella; pero fui prudente, y tomé tiempo como debe hacerse.
¿Y entonces qué viste? preguntó el sabio.
Lo vi todo, y se lo contaré, pero... no es orgullo por mi parte; pero... como ser libre que soy y con los conocimientos que tengo, para no hablar de mi buena posición, mis excelentes relaciones... , desearía que me llamase de usted.
¡Dispense usted! dijo el sabio . Son los viejos hábitos los que más cuesta abandonar. Tiene usted toda la razón y lo tendré presente. Pero cuénteme ahora lo que vio.
¡Todo! dijo la sombra . Lo vi todo y lo sé todo.
¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores? preguntó el sabio . ¿Eran como el fresco bosque? ¿Eran como un templo? ¿Eran los cuartos como el cielo estrellado, cuando se está en las altas montañas?
¡Todo estaba allí! dijo la sombra . No entré hasta el final, me quedé en el cuarto delantero, a media luz, pero era un puesto excelente, ¡lo vi todo y lo supe todo! He estado en la corte de la Poesía, en la antesala.
¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran salón todos los dioses de la Antigüedad? ¿Luchaban allí los viejos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños?
Le digo que estuve allí y debe comprender que vi todo lo que había que ver. Si usted hubiera estado allí, no se habría convertido en ser humano, pero yo sí. Y además aprendí a conocer lo íntimo de mi naturaleza, lo congénito, el parentesco que tengo con la Poesía. Sí, cuando estaba con usted no pensaba en ello, pero siempre, sabe usted, al salir y al ponerse el sol, me hacía extrañamente largo; a la luz de la luna me recortaba casi con mayor precisión que usted. Yo no entendía entonces mi naturaleza, en la antesala se me reveló. Me volví ser humano. Al salir había completado mi madurez, pero usted ya no estaba en los países cálidos. Me avergoncé como hombre de ir como iba, necesitaba botas, trajes, todo este barniz humano, que hace reconocible al hombre. Me refugié sí, puedo decírselo, usted no lo contará en ningún libro , me refugié en las faldas de una vendedora de pasteles, bajo ellas me escondí; la mujer no tenía idea de lo que ocultaba. No salí hasta que llegó la noche; corrí por la calle a la luz de la luna. Me estiré sobre la pared ¡qué deliciosas cosquillas produce en la espalda! Corrí arriba y abajo, curioseé por las ventanas más altas, tanto en el salón como en la buhardilla. Miré donde nadie puede mirar, y vi lo que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si bien se considera, éste es un cochino mundo. No querría ser hombre, si no fuera porque está bien considerado el serlo. Vi las cosas más inimaginables en las mujeres, los hombres, los padres y los encantadores e incomparables niños; vi dijo la sombra lo que ningún hombre debe conocer, pero lo que todos se perecerían por saber: lo malo del prójimo. Si hubiera publicado un periódico, ¡lo que se hubiera leído! Pero yo escribía directamente a la persona en cuestión y se producía el pánico en todas las ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme terror y grandísima consideración. Los profesores me nombraron profesor, los sastres me hacían trajes nuevos no me faltaba de nada. EI tesorero del reino acuñaba monedas para mí y las mujeres decían que yo era muy guapo y así llegué á ser el hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta es mi tarjeta. Vivo en la acera del sol y estoy siempre en casa cuando llueve.
Y la sombra se marchó.
¡Qué extraordinario! dijo el sabio.
Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió.
¿Cómo le va? preguntó.
¡Ay! dijo el sabio . Escribo acerca de lo verdadero, lo bueno y lo bello, pero nadie se interesa por mi obra. Estoy desesperado, porque son cosas a las que concedo gran importancia.
Pues a mí no me ocurre igual dijo la sombra . Yo, mientras, engordando, que es lo que hemos de procurar. Usted no entiende el mundo y terminará por caer enfermo. Tiene que viajar. Me iré de viaje este verano. Venga conmigo. Me gustaría llevar un compañero. ¿Quiere usted venir conmigo, como mi sombra? Será para mí un gran placer el llevarle, ¡le pago el viaje!
¡Qué disparate! dijo el sabio.
¡Según como se mire! dijo la sombra . El viajar le sentará de maravilla. Si consiente usted en ser mi sombra, todo correrá de mi cuenta.
¡Esto ya es el colmo! protestó el sabio.
Pero así va el mundo dijo la sombra , y asi seguirá y se marchó.
Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena y la preocupación seguían haciendo presa en él, y sus opiniones sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello interesaban tanto al público como las rosas a una vaca hasta que al final cayó enfermo de consideración.
¡Parece usted totalmente una sombra! le decía la gente, y esto le produjo un escalofrío, porque le hizo pensar en ella.
Lo que debe hacer es tomar las aguas dijo la sombra, que vino de visita . No hay nada igual. Le llevaré conmigo, por el aquel de nuestra vieja amistad. Yo pago el viaje y usted se encarga de llevar un diario con lo que me resultará el camino más divertido. Quiero ir a un balneario, mi barba no crece como debiera eso es también una enfermedad y una barba es algo indispensable. Sea razonable y acepte la invitación, viajaremos como amigos, por supuesto.
Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el señor hacía de sombra. Fueron juntos en coche, a caballo, a pie al lado uno de otro, delante o detrás, según la posición del sol. La sombra sabía ponerse siempre en el lugar del señor, mientras el sabio no prestaba atención a semejante cosa. Tenía un corazón excelente y era sumamente cortés y afectuoso, así que un día le dijo a la sombra:
Puesto que nos hemos convertido en compañeros de viaje y, además, hemos crecido juntos desde la infancia, ¿por qué no nos tuteamos? Sería más íntimo.
En eso que dice contestó la sombra, que ahora era el verdadero señor hay mucha franqueza y buena intención, por lo que seré igualmente bienintencionado y franco. Usted, como sabio que es, sabe sin duda lo especial que es la naturaleza. Hay quien no aguanta el roce del papel gris, le pone enfermo. A otros se les pasa todo el cuerpo si se rasca un clavo contra un vidrio. Lo mismo siento yo cuando le oigo tutearme, es como si me empujasen de nuevo a mi primer empleo con usted. No se trata de orgullo, sino, como verá, de una sensación. Pero si no puedo permitirle que me trate de tú, con mucho gusto le tutearé a usted, como fórmula de compromiso.
Y así la sombra tuteó a su antiguo señor.
¡Qué absurdo pensó éste que yo le hable de usted y él me tutee! pero no tuvo más remedio que aguantarlo.
Al fin llegaron a un balneario, donde había muchos extranjeros, y entre ellos una encantadora princesa que padecía la enfermedad de tener una vista agudísima, lo que era en extremo alarmante.
Al instante observó que el recién llegado era por completo diferente a los otros.
Dicen que ha venido para hacer crecer su barba, pero yo veo la verdadera causa no tiene sombra.
Llena de curiosidad, entabló inmediatamente conversación con el caballero extranjero durante el paseo. Como princesa que era, no se andaba con muchos miramientos, por lo que le dijo:
A usted lo que le ocurre es que no tiene sombra.
Vuestra Alteza Real debe haber mejorado notablemente dijo la sombra . Sé que vuestra dolencia consiste en que veis demasiado bien, pero debe haber desaparecido; estáis curada. Precisamente yo tengo una sombra muy extraña. ¿No habéis visto a la persona que siempre me acompaña? Otros tienen una sombra vulgar, pero yo detesto lo corriente. Igual que se viste al criado con librea de mejor paño que el que uno usa, he ataviado a mi sombra como si fuese una persona. Ved que hasta le he proporcionado una sombra. Es muy costoso, pero me gusta tener algo excepcional.
¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de verdad? pensó la Princesa . ¡Este balneario es único! El agua tiene en nuestros días propiedades asombrosas. Pero no me marcho, porque ahora comienza a estar esto divertido. El extranjero me gusta extraordinariamente. Con tal que no le crezca la barba y se marche.
Por la noche, en el gran salón, bailaron la princesa y la sombra. Ella era ligera, pero más aún lo era él. Nunca había tenido la Princesa pareja semejante. Ella le dijo qué país era el suyo y él lo conocía. Lo había visitado, en ocasión en que ella estaba ausente. Había curioseado por las ventanas aquí y allá y visto de todo, por lo que pudo contestar a la Princesa y hacer alusiones que la dejaron estupefacta.
Debe ser el hombre más sabio del mundo pensó, tal era su admiración por lo que sabía.
Y cuando bailaron de nuevo, la Princesa quedó enamoradísima, de lo que la sombra se dio cuenta, porque ella le atravesaba con su mirada. A esto siguió otro baile y ella estuvo a punto de decírselo, pero mantuvo su serenidad y pensó en su país y en su reino, y en las muchas personas sobre las que reinaría.
Es un sabio se dijo , lo cual es cosa buena. Y baila espléndidamente, lo cual es también bueno. Pero me pregunto si tendrá conocimientos profundos, y eso es también importante. Intentaré examinarle.
Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las más difíciles preguntas, que ni ella misma hubiera podido contestar; y la sombra puso una cara sumamente extraña.
¡No sabe usted la respuesta! dijo la Princesa.
Lo aprendí de párvulo dijo la sombra . Creo que hasta mi sombra, allí junto a la puerta, sabrá contestar.
¡Su sombra! dijo la Princesa . Sería en verdad extraordinario.
Bueno, no digo que lo sepa dijo la sombra , pero creo que sí. Me ha seguido y oído durante tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra Alteza Real permitirá que le advierta que pone tanto empeño en hacerse pasar por una persona, que para tenerle de buen humor y debe estarlo para contestar bien ha de ser tratado precisamente como una persona.
Me complacerá hacerlo dijo la Princesa.
Y se acercó al sabio que estaba junto a la puerta y habló con él del sol y de la luna, de unos y de otros, y él contestó con todo acierto y cordura.
¿Cómo será este hombre, cuando tiene una sombra tan sabia? pensó ella . Será una auténtica bendición para mi pueblo y mi reino, si lo elijo como esposo.
Y ambos estuvieron de acuerdo, la Princesa y la sombra, pero nadie debía saberlo antes de que ella regresase a su reino.
¡Nadie, ni siquiera mi sombra! dijo la sombra, y tenía sus particulares razones para ello.
Tras esto, fueron al país donde reinaba la Princesa, una vez que había ella regresado.
Escucha, amigo mío dijo la sombra al sabio . He llegado a ser cuan afonunado y poderoso puede ser un hombre. Ahora haré algo extraordinario por ti. Vivirás siempre conmigo en Palacio, irás conmigo en mi carroza real y tendrás cien mil escudos al año. Pero permirirás que todos te llamen sombra; no deberás decir nunca que fuiste hombre, y una vez al año, cuando me siente al sol en el balcón para mostrarme al pueblo, tendrás que tenderte a mis pies, como debe hacerlo una sombra. Has de saber que me caso con la Princesa. Esta noche será la boda.
¡No, eso es monstruoso! dijo el sabio . ¡No quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país y a la Princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el hombre y tú la sombra. ¡Que apenas si eres un disfraz!
No lo creerá nadie dijo la sombra . ¡Sé razonable o llamo a la guardia!
¡Iré a ver a la Princesa! dijo el sabio.
Pero yo iré primero dijo la sombra , y tú irás al calabozo.
Y así fue, porque los centinelas le obedecieron, al saber que iba a casarse con la Princesa.
¡Estás temblando! dijo la Princesa, cuando la sombra fue a visitarla . ¿Ha ocurrido algo? No irás a ponerte enfermo esta noche, en que vamos a casarnos.
Me ha sucedido la cosa más terrible que pueda ocurrir dijo la sombra . ¡Imagínate claro, una pobre cabeza de sombra como ésa es incapaz de resisrir mucho ; imagínate, mi sombra se ha vuelto loca, cree que ella es el hombre y que yo imagínate, si puedes , que yo soy su sombra!
¡Qué horror! dijo la Princesa . ¿Lo habrán encerrado, supongo?
Sí. Me temo que nunca recupere la razón.
¡Pobre sombra! dijo la Princesa . Qué desdicha para él. Sería una verdadera obra de caridad liberarlo de la mezquina vida que lleva y cuando pienso en ello, creo que se hace preciso el quitársela con toda discreción.
Resulta cruel dijo la sombra porque era un buen sirviente y pareció dar un suspiro.
¡Qué nobles sentimientos! dijo la Princesa.
Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y los cañones hicieron ¡pum! y los soldados presentaron armas. ¡Qué boda aquélla! La Princesa y la sombra se asomaron al balcón para mostrarse y recibir una vez más las aclamaciones.
El sabio no se enteró de nada, porque le habían quitado la vida. (Skyggen.)

domingo, julio 26, 2009

El corazón revelador

Por Edgar Allan Poe
(The Tale Tell Heart, 1843)

ES verdad, soy nervioso, exageradamente nervioso, lo he sido siempre y lo seguiré siendo; pero, ¿por qué decís que estoy loco? La enfermedad ha agudizado mis sentidos, mas no los ha destruido ni embotado. Sobre todo era el oído el que tenía más sensible. He oído cuanto pasaba en el cielo y en la tierra. He oído muchas cosas del infierno. ¿Cómo, entonces, puedo estar loco? ¡Prestad atención! y observad con qué serenidad, con qué calma puedo contaros toda la historia.
Es imposible decir cómo entró la idea por primera vez en mi cerebro; pero una vez concebida, me acosó día y noche. Móvil, no lo había. Pasión, no la sentía. Yo quería al viejo. Nunca me hizo daño. Nunca me insultó. Yo no deseaba su dinero. Creo que era su ojo. ¡Sí, eso era! Su ojo era como el de un buitre un ojo azul pálido, cubierto por una nube . Cada vez que me miraba se me helaba la sangre; así que, poco a poco muy gradualmente , concebí la idea de quitarle la vida al viejo, librándome de su ojo para siempre.
Ahora viene lo más importante. Vosotros pensáis que estoy loco. Los locos no saben nada de nada. Pero me tendríais que haber visto. Tendríais que haber visto con qué sabiduría procedí con cuánta cautela, con cuánta precaución , con qué disimulo llevé a cabo mi obra. Nunca me mostré más amable con el viejo que durante toda la semana que precedió a mi crimen y cada noche, hacia las doce, giraba el picaporte de su puerta y la abría ¡cuán suavemente! . Y entonces, cuando la había abierto lo suficiente como para que cupiera mi cabeza introducía una linterna sorda, totalmente cerrada, cerrada, de manera que no se filtrara ninguna luz, y entonces asomaba la cabeza. ¡Os hubierais reído al ver la habilidad con que lo hacía! La movía lentamente muy, muy lentamente , para no perturbar el sueño del viejo. Tardaba hasta una hora en introducir toda mi cabeza por la rendija, de manera que pudiera verle tendido en su cama. ¿Hubiera un loco actuado con mayor sensatez? Y entonces, con mi cabeza ya dentro de la habitación, abría mi linterna con cuidado con sumo cuidado , cuidado (porque los goznes chirriaban). La abría sólo lo justo para que un único y delgado rayo de luz se proyectase sobre el ojo de buitre. Eso lo estuve haciendo durante siete largas noches siempre a medianoche pero siempre encontraba cerrado el ojo y me resultaba imposible llevar a cabo mi propósito, porque lo que me molestaba no era el viejo, sino su Maldito Ojo. Y cada mañana, al amanecer, entraba con naturalidad en su cuarto y me ponía a hablarle animosamente llamándole por su nombre, en un tono cordial, y preguntándole cómo había pasado la noche. No me negaréis que tendría que haber sido un viejo extraordinariamente perspicaz para sospechar que todas las noches, justo a las doce, yo me ponía a observarle mientras dormía.



La octava noche fui más cuidadoso que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve más deprisa de lo que se movía mi mano. Nunca hasta aquella noche había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mi sensación de triunfo. ¡Pensar que yo estaba allí, abriendo la puerta, poco a poco, y que él era completamente ajeno a mis actos y a mis propósitos! La idea hizo que se me escapara una risita, y puede que se oyera, porque de repente se removió en su cama, sobresaltado. Tal vez penséis que entonces me eché atrás. Nada de eso. Su habitación estaba tan negra como la pez, inmersa en las tinieblas, (pues las contraventanas estaban completamente cerradas por miedo a los ladrones), así que yo sabía que él no podía ver cómo abría la puerta y seguí empujándola cada vez un poco más, un poquito más...
Ya tenía la cabeza dentro y me disponía a abrir la linterna cuando mi dedo pulgar resbaló sobre el cierre y el viejo se incorporó de un salto en su lecho, gritando «¿Quién anda ahí?».
Me quedé completamente inmóvil y callado. Durante una hora no moví un solo músculo ni en todo ese tiempo le oí que volviera a acostarse. Seguía sentado en la cama, al acecho, exactamente como había hecho yo noche tras noche, escuchando los compases de la muerte.
De pronto oí un débil gemido y supe que era un gemido de terror mortal, no un gemido de dolor ni de pesar oh, no , sino el sonido sordo y ahogado que se escapa de un alma abrumada por el espanto. Yo conocía muy bien ese sonido. Muchas noches, precisamente a las doce, mientras todo el mundo dormía, irrumpía en mi propio pecho acentuando con su horrísono eco, el terror que me embargaba. Sabía muy bien lo que era aquello, os lo repito. Sabía lo que sentía el viejo y le compadecía, aunque en el fondo de mi corazón me estuviera riendo. Sabía que seguía allí, acostado pero despierto, desde que oyó el primer ruido que le hizo revolverse en la cama. Desde entonces, el miedo le atenazaba por momentos. Había intentado convencerse de que todo eran imaginaciones suyas, pero sin resultado. Se decía a sí mismo: «no es más que el viento que sopla por la chimenea», «es sólo un ratón correreando por el suelo» o «seguramente un grillo que canta". Sí, procuraba calmarse con esas explicaciones, pero era en vano. Completamente en vano, porque la Muerte, cada vez más cercana, acechaba a su víctima envolviéndola con su negra sombra. Y era la siniestra influencia de aquella sombra invisible lo que hacía que sintiera sin verla ni oírla que sintiera, digo, la presencia de mi cabeza en su habitación.
Después de haber esperado largo rato, con toda paciencia, sin que le oyera volver a acostarse, me decidí a abrir una pequeña una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice. Ya podéis imaginar con cuánto, con cuantísimo cuidado, hasta que al fin un rayo, un único y pálido rayo, semejante a una telaraña, salió por la ranura y fue a caer justo sobre el ojo de buitre.
El ojo estaba abierto completamente abierto y conforme lo miraba, me iba enfureciendo más y más. Podía verlo con entera nitidez, todo él de un azul turbio, cubierto por aquella asquerosa nube que me helaba los huesos hasta la médula; pero no podía ver ni la cara ni el cuerpo del viejo, pues, como por instinto, dirigía el rayo justamente hacia aquel maldito punto.
¿No os he dicho que sin razón alguna juzgáis locura lo que no es sino una mayor agudeza de los sentidos? Entonces, como os digo, llegó hasta mis oídos un rumor grave, sordo, acelerado, como el de un reloj envuelto en algodón. Ese sonido tampoco me era desconocido. Era el latido del corazón del viejo. Eso incrementó mi ira como el redoble del tambor enardece al soldado.
Pero incluso entonces me dominé y permanecí quieto. Apenas respiraba. Sujeté la linterna sin moverla un ápice. Intenté mantener el rayo de luz sobre el ojo. Al mismo tiempo, aumentaba el infernal tamborileo del corazón. Se hacía cada vez más y más rápido, más y más fuerte. El terror del viejo debía ser excepcional. Ese latido se hacía cada vez más fuerte, repito ¡cada vez más fuerte! ¿Os dáis cuenta? Ya os he dicho que soy nervioso; y es la verdad. Pues bien, en aquella hora mortal de la noche, en medio del pavoroso silencio de aquel vetusto caserón, ese ruido tan singular provocó en mí un terror incontrolable. Durante algunos minutos me contuve y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido era cada vez más y más fuerte! Creí que el corazón le iba a estallar. Y entonces, una nueva inquietud se apoderó de mí. ¡Los vecinos iban a oír aquel ruido! ¡La hora del viejo había llegado! Dando un gran alarido, abrí del todo la linterna e irrumpí en la habitación. El viejo lanzó un grito, sólo uno. En un instante, lo tiré al suelo y le eché encima la pesada cama. Sonreí alegremente al ver al fin completada mi obra. Pero durante algunos minutos su corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. No obstante, eso no me inquietó porque el ruido no podía oírse a través de las paredes. Por fin cesó. El viejo estaba muerto. Levanté la cama y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto y bien muerto. Puse mi mano sobre su corazón y la mantuve así por unos minutos. No latía. Estaba bien muerto. Su ojo ya no volvería a atormentarme.
Si seguís creyendo que estoy loco, dejaréis de hacerlo en cuanto os cuente las sabias precauciones que tomé para esconder el cadáver. Avanzaba la noche y trabajé con rapidez, pero en silencio. Para empezar, despedacé el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.
Luego, arranqué tres tablas del piso y escondí todo bajo el entarimado. Volví a colocar las tablas con tanta habilidad, con tanta destreza, que ningún ojo humano ni siquiera el suyo hubiera sido capaz de percibir nada anormal. Nada había que lavar, ninguna mancha, ningún rastro de sangre ni de nada. En esto puse el mayor cuidado. Un cubo fue suficiente. ¡Ja, ja, ja!
Cuando hube concluido estos menesteres eran las cuatro y todo seguía tan oscuro como a medianoche. Mientras sonaban las cuatro campanadas llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir con el ánimo tranquilo. ¿Qué podía temer ahora? Entraron tres hombres que se presentaron cortésmente como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, lo que le hizo sospechar que se había cometido algún acto de violencia. Se informó a la comisaría y ellos (los agentes) tenían orden de practicar un registro.
Sonreí ¿qué podía temer? . Recibí amablemente a aquellos caballeros. El grito les dije lo había lanzado yo en sueños. El viejo añadí estaba fuera, de viaje. Acompañé a mis visitantes por toda la casa. Les insté a que buscaran, a que buscaran bien. Por último, les conduje a su alcoba. Les mostré sus pertenencias, seguras, intactas. Llevado por mi entusiasta confianza, coloqué unas sillas en la habitación y les rogué que descansaran allí de sus deberes, mientras yo, con la desbordada audacia de mi triunfo absoluto, colocaba mi propia silla sobre el punto exacto bajo el que yacía el cadáver de la víctima.
Los agentes estaban satisfechos. Mi actitud les había convencido. Yo me encontraba especialmente a gusto. Se sentaron y hablaron de cosas corrientes, a las que yo respondía jovialmente. Pero al poco rato me di cuenta de que me estaba poniendo pálido y empecé a desear que se marcharan. Me dolía la cabeza y tenía la impresión de que me zumbaban los oídos; pero ellos continuaban sentados y hablando. El zumbido se hizo más perceptible. Continuaba y se hacía más perceptible; hablé muy deprisa para librarme de aquella sensación pero el zumbido persistía y se hacía cada vez más nítido, hasta que al fin me di cuenta de que aquel ruido no venía de mis oídos.
Sin duda, me puse entonces muy pálido; pero seguí hablando con mayor fluidez y en un tono más alto. No obstante, el ruido no dejaba de aumentar. ¿Qué podía hacer yo? Era un sonido grave, sordo, acelerado, parecido al de un reloj envuelto en algodón. Yo respiraba con dificultad y, sin embargo, los policías no oyeron nada. Hablé más deprisa, con más vehemencia, pero el ruido aumentaba sin cesar. Me puse en pie y hablé de cosas sin importancia, en voz alta y gesticulando violentamente, pero el ruido aumentaba sin cesar. ¿Por qué no se querían marchar? Deambulé de un lado a otro, pisando fuertemente el suelo, como si sus comentarios me irritaran, pero el ruido aumentaba sin cesar. ¡Oh Dios! ¿Qué podía hacer yo? ¡Rabié, maldije, juré! Movía la silla en la que estaba sentado, raspando con ella el entarimado, pero el ruido lo dominaba todo y aumentaba sin cesar. ¡Cada vez sonaba más fuerte, más fuerte, más fuerte! Y aquellos hombres seguían hablando y sonriendo amablemente. ¿Cómo era posible que no lo oyeran? ¡Oh Dios Todopoderoso! ¡No, no! ¡Lo oían! ¡Sospechaban! ¡Lo sabían! ¡Se estaban divirtiendo con mi terror! Eso es lo que yo creía y sigo creyendo. ¡Pero cualquier cosa era mejor que aquella agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que aquel escarnio! No podía soportar por más tiempo sus hipócritas sonrisas. Sentí que tenía que gritar o morir y entonces, ¡otra vez! ¡escuchad! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡más fuerte!
¡Miserables! exclamé , ¡no disimuléis más! ¡Confieso mi crimen! ¡Aquí, aquí, ¡levantad las tablas!, ¡aquí, aquí! ¿Es el latido de su asqueroso corazón?

viernes, julio 24, 2009

Palabras prelimimares

Introducción del libro "Lágrimas y sonrisas" de K. Gibran

En ningún caso cambiaría las risas de mi corazón por las riquezas de las multitudes; ni me contentaría con convertir en quietud a las lágrimas de mi agonía interior. Es mi ferviente deseo que toda mi vida en esta tierra sea por siempre de lágrimas y sonrisas.

Las lágrimas que purifican mi corazón y me revelan el secreto de la vida y sus misterios,
La risa que me acerca a mis prójimos;
Las lágrimas que me unen a los desdichados,
La risa que simboliza la dicha de mi propio ser.





Prefiero mil veces la muerte feliz antes que una vida vana e inútil.
Un ansia eterna de amor y belleza es mi deseo; ahora se que los favorecidos no son sino desdichados, pero para mi espíritu los suspiros de los amantes son más reconfortantes que la melodía de una lira.
La flor envuelve sus pétalos al oscurecer y el Amor la arrulla, y al amanecer abre los labios para recibir los besos del Sol anunciados por fugaces cúmulos de nubes que llegan y se van.
La vida de las flores es esperanza y logros y paz; es de lágrimas y risas.
Se evaporan las aguas y ascienden hasta convertirse en nubes que se arraciman en los picos y los valles; y al enfrentar la brisa, cae sobre los campos y se confunde con los arroyos que corren dichosos hacia el mar.
La vida de las nubes es una vida de reuniones y despedidas; de lágrimas y sonrisas.
Así el alma se separa del cuerpo y se dirige hacia el mundo material, transitando como una nube por los valles de tristeza y las.. montañas de felicidad, hasta que enfrenta a la brisa de la muerte y retorna a su lugar de origen, ese océano infinito de amor y belleza que es Dios.

domingo, julio 12, 2009

El derecho a la felicidad

Extracto del libro El Arte de la Felicidad del Dalai Lama

«CREO QUE EL PROPÓSITO fundamental de nuestra vida es bus¬car la felicidad. Tanto si se tienen creencias religiosas como si no, si se cree en talo cual religión, todos buscamos algo mejor en la vida. Así pues, creo que el movimiento primordial de nuestra vida nos encamina en pos de la felicidad.»
Con estas palabras, pronunciadas ante numeroso público en Ari¬zona, el Dalai Lama abordó el núcleo de su mensaje. Pero la afirma¬ción de que el propósito de la vida es la felicidad me planteó una cuestión. Más tarde, cuando nos hallábamos a solas, le pregunté:
-¿Es usted feliz?
-Sí -me contestó y, tras una pausa, añadió-: .Sí..., definitiva¬mente. Había sinceridad en su voz, de eso no cabía duda, una sinceridad que se reflejaba en su expresión y en sus ojos. -Pero ¿es la felicidad un objetivo razonable para la mayoría de nosotros? -pregunté-. ¿Es realmente posible alcanzarla? -Sí. Estoy convencido de que se puede alcanzar la felicidad me¬diante el entrenamiento de la mente. Desde un nivel humano básico, he considerado la felicidad como un objetivo alcanzable, pero como psiquiatra me he sentido obligado por observaciones como la de Freud: «Uno se siente inclinado a pensar que la pretensión de que el hombre sea "feliz" no está incluida en el plan de la “Creación”. Este tipo de formación había lleva¬do a muchos psiquiatras a la tremenda conclusión de que lo máximo que cabía esperar era la transformación de la desdicha histérica en la infelicidad común ». Desde ese punto de vista la afirmación de que existía un camino claramente definido que conducía a la felicidad parecía bastante radical. Al contemplar retrospectivamente mis años de formación psiquiátrica, apenas recordaba haber escuchado mencionar la palabra «felicidad», ni siquiera como objetivo terapéutico. Naturalmente, se habla mucho de aliviar los síntomas de depresión o ansiedad del paciente, de resolver los conflictos internos o los pro¬blemas de relación, pero nunca con el objetivo expreso de alcanzar la felicidad. .
El concepto de felicidad siempre ha parecido estar mal definido en Occidente, siempre ha sido elusivo e inasible. «Feliz», en inglés, deri¬va de la palabra Islandesa happ, que significa suerte o azar. Al parecer, este punto de vista sobre la naturaleza misteriosa de la felicidad está muy extendido., En los momentos de alegría que trae la vida, la felici¬dad parece llovida del cielo. Para mi mente occidental, no se trataba de algo que se pueda desarrollar y mantener dedicándose simple¬mente a «formar la mente».




Al plantear esta objeción, el Dalai Lama se apresuró a explicar: -Al decir «entrenamiento de la mente» en este contexto no me estoy refiriendo a la «mente» simplemente como una capacidad cog¬nitiva o Intelecto. Utilizo el término más bien en el sentido de la pala¬bra tibetana Sem, que tiene un significado mucho más amplio más cercano al de «psique» o «espíritu», y que Incluye intelecto y sentimiento, corazón y cerebro. Al imponer una cierta disciplina interna podemos experimentar una transformación de nuestra actitud de toda nuestra perspectiva y nuestro enfoque de la vida.
»Hablar de esta disciplina interna supone señalar muchos factores y quizá también tengamos que referirnos a muchos métodos. Pero, en términos generales, uno empieza por identificar aquellos factores que conducen a la felicidad y los que conducen al sufrimiento. Una vez hecho eso, es necesario eliminar gradualmente los factores que lle¬van al sufrimiento mediante el cultivo de los que llevan a la felicidad. Ése es el camino.

El Dalai Lama afirma haber alcanzado un cierto grado de felicidad personal. Durante la semana que pasó en Arizona observé que la felicidad personal se manifiesta en él como una sencilla voluntad de abrirse a los demás, de crear un clima de afinidad y buena voluntad, incluso en los encuentros de breve duración.
Una mañana, después de pronunciar una conferencia, el Dalai Lama caminaba por un patio exterior, de regreso a su habitación del hotel, acompañado por su séquito habitual. Al ver a una de las cama¬reras ante los ascensores, se detuvo y le preguntó:
-¿De dónde es usted?
Por un momento, la mujer pareció desconcertada ante ese extran¬jero cubierto por una túnica marrón, y extrañada ante la deferencia que le demostraba su séquito.
-De México -contestó tímidamente con una sonrisa.
Él habló brevemente con ella y luego continuó su camino, dejan¬do a la mujer con una expresión de entusiasmo y satisfacción en el rostro. A la mañana siguiente, a la misma hora, estaba en el mismo lugar, acompañada por otra camarera. Las dos saludaron cálidamen¬te al Dalai Lama cuando entró en el ascensor. La interacción fue bre¬ve, pero las dos mujeres parecieron sonrojarse de felicidad. En los días que siguieron, en el mismo lugar y a la misma hora, se veía allí a miembros del personal, hasta que, al final de la semana, había doce¬nas de camareras, con sus almidonados uniformes grises y blancos, formando una fila que se extendía a lo largo del camino que condu¬cía a los ascensores.
Nuestros días están contados. En este momento, muchos miles de seres nacen en el mundo, algunos destinados a vivir sólo unos pocos días o semanas, para luego sucumbir a la enfermedad o cualquier otra desgracia. Otros están destinados a vivir hasta un siglo, incluso más, y a experimentar todo lo que la vida nos puede ofrecer: triunfo, desesperación, alegría, odio y amor. Pero tanto si vivimos un día como un siglo, sigue en vigor la pregunta cardinal: ¿cuál es el propósito de nuestra vida?
«El propósito de nuestra existencia es buscar la felicidad.» Esta afirmación parece dictada por el sentido común, y muchos pensado¬res occidentales han estado de acuerdo con ella, desde Aristóteles hasta William James. Pero ¿acaso una vida basada en la búsqueda de la felicidad personal no es, por naturaleza, egoísta e incluso poco juiciosa? No necesariamente. De hecho, muchas investigaciones han de¬mostrado que son las personas desdichadas las que tienden a estar más centradas en sí mismas; son a menudo retraídas, melancólicas e inclu¬so propensas a la enemistad. Las personas felices, por el contrario, son generalmente más sociables, flexibles y creativas, más capaces de to¬lerar las frustraciones cotidianas y, lo que es más importante, son más cariñosas y compasivas que las personas desdichadas.
Los investigadores han realizado algunos experimentos interesan¬tes que demuestran que las personas felices poseen una voluntad de acercamiento y ayuda con respecto a los demás. Han podido, por ejem¬plo, inducir un estado de ánimo alegre en un individuo organizando una situación por la que éste encontraba dinero en una cabina telefó¬nica. Uno de los experimentadores, totalmente desconocido para el sujeto, pasaba aliado de él y simulaba un pequeño accidente dejando caer los periódicos que llevaba. Los investigadores deseaban saber si el sujeto se detendría para ayudar al extraño. En otra situación, se ele¬vaba el estado de ánimo de los sujetos mediante la audición de una comedia musical y luego se les acercaba alguien para pedirles dinero. Los investigadores descubrieron que las personas que se sentían feli¬ces eran más amables, en contraste con un «grupo de control» de individuos a los que se les presentaba la misma oportunidad de ayudar pero cuyo estado de ánimo no había sido estimulado.
Aunque esta clase de experimentos contradicen la noción de que la búsqueda y el alcance de la felicidad personal conducen al egoísmo y al ensimismamiento, todos podemos llevar a cabo un experimento de esta índole con resultados similares. Supongamos, por ejemplo, que nos encontramos en un atasco de tráfico. Después de veinte minutos de espera, los vehículos empiezan a moverse con lentitud. Vemos en¬tonces a otro coche que nos hace señales para que le permitamos en¬trar en nuestro carril y situarse delante de nosotros. Si nos sentimos de buen humor, lo más probable es que frenemos y le cedamos el paso. Pero si nos sentimos irritados, nuestra respuesta consiste en acelerar y ocupar rápidamente el hueco. « Yo llevo tanta prisa como los demás.» Empezamos, pues, con la premisa básica de que el propósito de nuestra vida consiste en buscar la felicidad. Es una visión de ella como un objetivo real, hacia cuya consecución podemos dar pasos positi¬vos. Al empezar a identificar los factores que conducen a una vida más feliz, aprenderemos que la búsqueda de la felicidad produce be¬neficios, no sólo para el individuo, sino también para la familia de éste y para el conjunto de la sociedad.

miércoles, julio 08, 2009

Todo en un punto

Extracto del libro "Las Cosmicómicas" de Italo Calvino

Con arreglo a los cálculos iniciados por Edwin P Hubble sobre la velocidad del alejamiento de las galaxias, se puede establecer el momento en que toda la materia del universo estaba concentrada en un solo punto, antes de empezar a expandirse en el espacio.

Naturalmente que estábamos todos allí –dijo el viejo Qfwfq–, ¿y dónde bamos a estar, si no? Que pudiese haber espacio, nadie lo sabía todavía. Y el tiempo, ídem: ¿qué quieren que hiciéramos con el tiempo, allí apretados como sardinas?
He dicho "apretados como sardinas" por usar una imagen literaria: en realidad no había espacio, ni siquiera para estar apretados. Cada punto de nosotros coincidía con cada punto de los demás en un punto único que era aquel donde estábamos todos. En una palabra, ni siquiera nos molestábamos, salvo en lo que se refiere al carácter, porque, cuando no hay espacio, tener siempre montado en las narices a un antipático como el señor Pbert Pberd es de lo más cargante.
¿Cuántos éramos? Bueno, nunca pude saberlo, ni siquiera aproximadamente. Para contar hay que poder separarse por lo menos un poquito uno de otro, y nosotros ocupábamos todos el mismo punto. Contrariamente a lo que podría parecer, no era una situación que favoreciese la sociabilidad; sé que por ejemplo en otras épocas los vecinos se frecuentan; allí, en cambio, como todos éramos vecinos, no había siquiera un buenos días ni un buenas noches.
Cada uno terminaba por tener trato solamente con un número restringido de conocidos. Los que yo recuerdo son sobre todo la señora Ph(i)Nko, su amigo De XuaeauX, una familia de emigrados, los Z'zu, y el señor Pbern Pbern que he nombrado. Había también la mujer de la limpieza –"adscrita a la manutención" la llamaban–, una sola para todo el universo, dado lo reducido del ambiente. A decir verdad, no tenía nada que hacer en todo el día, ni siquiera quitar el polvo –dentro de un punto no puede entrar ni un granito de polvo– y se desahogaba en continuos chismes y lamentos.
Con estos que les he nombrado ya hubiera habido supernumerarios; añadan, además, las cosas que debíamos tener allí amontonadas: todo el material que después serviría para formar el universo, desmontado y concentrado de manera que no conseguías distinguir lo que después pasaría a formar parte de la astronomía (como la nebulosa de Andrómeda), de lo que estaba destinado a la geografía (por ejemplo, los Vosgos) o a la química (como ciertos isótopos del berilo). Además, se tropezaba siempre con los trastos de la fablia Z'zu, catres, colchones, cestas: estos Z'zu, si uno se descuidaba, con la excusa de que eran una familia numerosa hacían como si no hubiera más que ellos en el mundo, pretendían incluso tender cuerdas a través del punto para poner a secar la ropa.



Pero también los otros tenían su parte de culpa con los Z'zu, empezando por la calificación de "emigrados" basada en el supuesto de que mientras los demás estaban allí desde antes, ellos habían venido después. Me parece evidente que éste era un prejuicio infundado, pues no existía ni un antes ni un después ni otro lugar de donde emigrar, pero había quien sostenía que el concepto de "emigrado" podía entenderse al estado puro, es decir, independientemente del espacio y del tiempo.
Era una mentalidad, confesémoslo, limitada, la que teníamos entonces, mezquina. Culpa del ambiente en que nos habíamos formado. Una mentalidad que se ha mantenido en el fondo de todos nosotros, fíjense: sigue asomando todavía hoy, cuando por casualidad dos de nosotros se encuentran –en la parada del autobús, en un cine, en un congreso internacional de dentistas– y se ponen a recordar aquellos tiempos. Nos saludamos –a veces es alguien que me reconoce, a veces yo reconozco a alguien– y de pronto empezamos a preguntar por éste y por aquél (aunque cada uno recuerde sólo a algunos de los que recuerda el otro) y así se reanudan las disputas de una época, las maldades, las difamaciones. Hasta que se nombra a la señora Ph(i)Nko –todas las conversaciones van a parar siempre allí– y entonces de golpe se dejan de lado las mezquindades y uno se siente como elevado por un entemecimiento beatífico y generoso. La señora Ph(i)Nko, la única que ninguno de nosotros ha olvidado y que todos añoramos. ¿Dónde ha ido a parar? Hace tiempo que he dejado de buscarla: la señora Ph(i)Nko; su peho, sus caderas, su batón anaranjado, no la encontraremos más, ni en este sistema de galaxia ni en otro.
Que quede bien claro, a mí la teoría de que el universo, después de haber alcanzado un grado extremo de enrarecimiento, volverá a condensarse y que, por lo tanto, nos tocará encontrarnos en aquel punto para recomenzar después, nunca me ha convencido. Y, sin embargo, son tantos los que cuentan solamente con eso, los que siguen haciendo proyectos para cuando estemos todos de nuevo allí. El mes pasado entro en el café de aquí de la esquina, ¿y a quién veo? Al señor Pbert Pberd. –¿Qué cuenta de bueno? ¿Qué anda haciendo por aquí? –Me entero de que tiene una representación de material plástico en Pavía. Está tal cual, con su diente de oro y los tirantes floreados. –Cuando volvamos allá –me dice en voz baja– habrá que fijarse para que esta vez cierta gente quede afuera... Usted me entiende: esos Z'zu...
Hubiera querido contestarle que esta conversación ya se la he escuchado a más de uno, con el añadido: "Usted me entiende... el señor Pbert Pberd..."
Para no dejarme arrastrar por la pendiente, me apresuré a decir: –Y a la señora Ph(i)Nko, ¿cree que la encontraremos?
–Ah, sí... A ella sí... –dijo enrojeciendo.
El gran secreto de la señora Ph(i)Nko es que nunca ha provocado celos entre nosotros. Ni tampoco chismes. Que se acostaba con su amigo, el señor De XuaeauX, era sabido. Pero en un punto, si hay una cama, ocupa todo el punto; por lo tanto, no se trata de acostarse, sino de estar en la cama, porque todo el que está en el punto está también en la cama. Por consiguiente, era inevitable que ella se acostara también con cada uno de nosotros. Si hubiera sido otra persona, quién sabe cuántas cosas se habrían dicho a sus espaldas. La mujer de la limpieza estaba siempre dando rienda suelta a la maledicencia, y los otros no se hacían rogar para imitarla. De los Z'zu, para no variar, las cosas horribles que había que oír: padre hijas hermanos hermanas madre tías, no había insinuación retorcida que los parara. Con ella, en cambio, era distinto: la felicidad que me venía de la señora Ph(i)Nko era al mismo tiempo la de esconderme yo puntiforme en ella, y la de protegerla a ella puntiforme en mí, era contemplación viciosa (dada la promiscuidad del converger puntiforme de todos en ella) y al mismo tiempo casta (dada la impenetrabilidad puntiforme de ella). En una palabra, ¿qué más podía pedir?
Y todo esto, así como era cierto para mí, valía también para cada uno de los otros. Y para ella: contenía y era contenida con la misma alegría, y nos acogía y amaba y habitaba a todos por igual.
Estábamos tan bien todos juntos, tan bien, que algo extraordinario tenía que suceder. Bastó que en cierto momento ella dijese: –¡Muchachos, si tuviera un poco de espacio, cómo me gustaría amasarles unos tallarines! –Y en aquel momento todos pensamos en el espacio que hubieran ocupado los redondos brazos de ella moviéndose adelante y atrás con el rodillo sobre la lámina de masa, el pecho de ella bajando lentamente sobre el gran montón de harina y huevos que llenaba la ancha tabla de amasar mientras sus brazos amasaban, amasaban, blancos y untados de aceite hasta el codo; pensamos en el espacio que hubiera ocupado la harina, y el trigo para hacer la harina, y los campos para cultivar el trigo, y las montañas de las que bajaba el agua para regar los campos, y los pastos para los rebaños de terneras que darían la carne para la salsa; en el espacio que sería necesario para que el Sol llegase con sus rayos a madurar el trigo; en el espacio para que de las nubes de gases estelares el Sol se condensara y ardiera; en la cantidad de estrellas y galaxias y aglomeraciones galácticas en fuga por el espacio que serían necesarias para tener suspendida cada galaxia, cada nebulosa, cada sol, cada planeta, y en el mismo momento de pensarlo ese espacio infatigablemente se formaba, en el mismo momento en que la señora Ph(i)Nko pronunciaba sus palabras: –...los tallarines, ¡eh, muchachos!–; el punto que la contenía a ella y a todos nosotros se expandía en una irradiación de distancias de años–luz y siglos–luz y millones de milenios–luz, y nosotros lanzados a las cuatro puntas del Universo (el señor Pbert Pberd hasta Pavía), ella disuelta en no sé qué especie de energía luz calor, ella, la señora Ph(i)Nko, la que en medio de nuestro cerrado mundo mezquino había sido capaz de un impulso generoso, el primer "¡Muchachos, qué tallarines les serviría!", un verdadero impulso de amor general, dando comienzo a la vez al concepto de espacio y al espacio propiamente dicho, y al tiempo, y a la gravitación universal, y al universo gravitante, haciendo posibles millones de soles, y de planetas, y de campos de trigo, y de señoras Ph(i)Nko dispersas por los continentes de los planetas que amasan con los brazos untados y generosos y enharinados y desde aquel momento perdida y nosotros llorándola.

jueves, julio 02, 2009

Fábula del asno, el buey y el labrador

del libro Las mil y una noches...

“Has de saber, hija mía, que hubo un comerciante dueño de grandes riquezas y de mucho ga-nado. Estaba casado y con hijos. Alah, el Altísimo, le dio igualmente el conocimiento de los len-guajes de los animales y el canto de los pájaros. . Habitaba este comerciante en un país fértil, a ori¬llas de un río. En su morada había un asno y un buey.
Cierto día llegó el buey al lugar ocupado por el asno y vio aquel sitio barrido y regado. En el pesebre ha¬bía cebada y paja bien cribadas, y el jumento estaba echado, descansando. Cuando el amo lo montaba, era sólo para algún trayecto corto y por asun¬to urgente, y el asno volvía pronto a descansar. Ese día el comerciante oyó que el buey decía al pollino: “Come a gusto y que te sea sano, de provecho y de buena digestión. ¡Yo estoy rendido y tú descansando, des¬pués de comer cebada bien cribada! Si el amo, te monta alguna que otra vez, pronto vuelve a traerte. En cam¬bio yo me reviento arando y con el trabajo del molino.” El asno le acon¬sejo: “Cuando salgas al campo y te echen el yugo, túmbate y no te menees aunque te den de palos. Y si te levantan, vuélvete a echar otra vez. Y si entonces te vuelven al esta¬blo y te ponen habas, no las comas, fíngete enfermo. Haz por no comer ni beber en unos días, y de ese modo descansarás de la fatiga del trabajo.”
Pero el comerciante seguía presen¬te, oyendo todo lo que hablaban.
Se acercó el mayoral al buey para darle forraje y le vio comer muy poca cosa. Por la mañana, al llevarlo al trabajo, lo encontró enfermo. En¬tonces el amo dijo al mayoral: “Coge al asno y que are todo el día en lu¬gar del buey.” Y el hombre unció al asno en vez del buey y le hizo arar todo el día.



Al anochecer, cuando el asno re¬gresó al establo, el buey le dio las gracias por sus bondades, que le habían proporcionado el descanso de todo el día; pero el asno no le contestó. Estaba muy arre-pentido.
Al otro día el asno estuvo arando también durante toda la jornada y regresó con el pescuezo desollado, rendido de fatiga. El buey, al verle en tal estado, le dio las gracias de nuevo y lo colmó de alabanzas. El asno le dijo: “Bien tranquilo estaba yo antes. Ya ves cómo me ha per¬judicado el hacer beneficio a los de¬más.” Y en seguida añadió: “Voy a darte un buen consejo de todos modos. He oído decir al amo que te entregarán al matarife si no te le¬vantas, y harán una cubierta para la mesa con tu piel. Te lo digo para que te salves, pues sentiría que te ocurriese algo.”
El buey, cuando oyó estas pala¬bras del asno, le dio las gracias nue¬vamente, y le dijo: “Mañana reanu¬daré mi trabajo.” Y se puso a comer, se tragó todo el forraje y hasta lamio el recipiente con su lengua.
Pero el amo les había oído hablar. En cuanto amaneció fue con su esposa hacia el establo de los bueyes y las vacas, y se sentaron a la puer¬ta.Vino el mayoral y sacó al buey, que en cuanto vio a su amo empezó a menear la cola, y a galopar en to¬das direcciones como si estuviese lo¬co. Entonces le entró tal risa al co¬merciante, que se cayó de espaldas. Su mujer le preguntó: “¿De qué te ríes?” Y él dijo: “De una cosa que he visto y oído; pero no la puedo descu¬brir porque me va en ello la vida.” La mujer insistió: “Pues has de contármela, aunque te cueste morir.” Y él dijo: “Me callo, porque temo a la muerte.” Ella repuso: “Entonces es que te ríes de mí.” Y desde aquel día no dejó de hostigarle tenazmente, hasta que le puso en una gran per¬plejidad. Entonces el comerciante mandó llamar a sus hijos, así como al kadí y a unos testigos. Quiso ha¬cer testamento antes de revelar el se¬creto a su mujer, pues amaba a su esposa entrañablemente porque era la hija de su tío paterno, madre de sus hijos, y había vivido con ella ciento veinte años de su edad. Hizo llamar también a todos los parientes de su esposa y a los habitantes del barrio y refirió a todos lo ocurri-do, diciendo que moriría en cuanto reve¬lase el secreto. Entonces toda la gen¬te dijo a la mujer: “¡Por Alah sobre ti! No te ocupes más del asunto; pues va a perecer tu marido, el pa¬dre de tus hijos.” Pera ella replico: “Aunque le cueste la vida no le de¬jaré en paz hasta que me haya dicho su secreto.” Entonces ya no le roga¬ron más. El comerciante se apartó de ellos y se dirigió al estanque de la huerta para hacer sus abluciones y volver inmediatamente a revelar su secreto y morir.
Pero había allí un gallo lleno de vigor, capaz de dejar satisfechas a cincuenta gallinas, y junto a él hallá¬base un perro. Y el comerciante oyó que el perro increpaba al gallo de este modo: “ ¿No te avergüenza el es¬tar tan alegre cuando va a morir nuestro ama?” Y el gallo preguntó: “¿Por qué causa va a morir?”
Entonces el perro contó toda la historia, y el gallo repuso: “¡Por Alah! Poco talento tiene nuestro amo. Cincuenta esposas tengo yo, y a todas sé manejármelas perfecta¬mente, regañando a unas y contentando a otras. ¡En cambio, él sólo tiene una y no sabe entenderse. con ella! El medio es bien sencillo: basta¬ría con cortar unas cuantas varas de morera, entrar en el camarín de su esposa y darle hasta que sucumbie¬ra o se arrepintiese. No volvería a importunarle con preguntas.” Así dijo el gallo, y cuando el comerciante oyó sus palabras se iluminó su razón, y resolvió dar una paliza a su mujer.
El visir interrumpió aquí su relato para decir a su hija, Schahrazada: “Acaso el rey haga contigo lo que el comerciante con su mujer.” Y Schahrazada preguntó: “¿Pero qué hizo?” Entonces el visir prosiguió de este modo:
“Entró el comerciante llevando ocultas las varas de morera, que ocababa de cortar, y llamó aparte a su esposa: “Ven a nuestro, gabinete para que te diga mi secreto.” La mujer le siguió; el comerciante se encerró con ella y empezó a sacudirla varazos, hasta que ella acabó por decir: “¡Me arrepiento, me arrepiento!” Y besa¬ba las manos y los pies de su ma¬rido. Estaba arrepentida de veras. Salieron entonces, y la concurrencia se alegró muchísimo, regocijándose también los pa-rientes. Y todos vivie¬ron muy felices hasta la muerte.”
Dijo. Y cuando Schahrazada, hija del visir, hubo oído este relato, insis¬tió nuevamente en su ruego: Padre, de todos modos quiero que hagas lo que te he pedido.” Entonces el visir, sin replicar nada, mandó que preparasen el ajuar de su hija, y mar¬chó a comunicar la nueva al rey Schahrían
Mientras tanto, Schahrazada decía a su hermana Doniazada: “Te man¬daré llamar cuando esté en el pala¬cio, y así que llegues y veas que el rey ha terminado de hablar conmigo, me dirás: “Hermana, cuenta alguna historia maravillosa que nos haga pa¬sar la noche.” Entonces yo narraré cuentos que, si quiere Alah, serán la causa de la emancipación de las hijas de los musulmanes.”
Fue a buscarla después el visir, y se dirigió con ella hacia la morada del rey. El rey se alegró muchísimo al ver a Schahrazada, y preguntó a su padre: “¿Es ésta lo que yo nece¬sito?” Y el visir dijo respetuosamen¬te: “Sí, lo es.”
Pero cuando el rey quiso acercar¬se a la joven, ésta se echó a llorar. Y el rey le dijo: “¿Qué te pa-sa?” Y ella contestó: “¡Oh rey poderoso, tengo una hermanita, de la cual qui¬siera despedirme!” El rey mandó buscar-a la hermana, y vino Donia¬zada.
Después empezaron a conversar Doniazada dijo entonces a Schah¬razada: “¡Hermana, por Alah sobre ti! cuéntanos una historia que nos haga pasar la noche.” Y Schahraza¬da contestó: “De buena gana, y como un debido homenaje, si es que me lo permite este rey tan generoso, dotado de tan buenas maneras.” El rey, al oir estas palabras, como no tuviese ningún sueño, se prestó de buen grado a escuchar la narración de Schahrazada.
Y Schahrazada, aquella primera noche, empezó su relato con la his¬toria que sigue: