miércoles, junio 30, 2010

Fin del mundo fin

Por Julio Cortazar

Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez más los países serán de escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas de día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas. Primero las bibliotecas desbordarán de las casas, entonces las municipalidades deciden (ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las maternidades, los mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en cabañas de libros. Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol, apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas entre dos altísimas paredes de libros. A veces una pared cede y hay espantosas catástrofes automovilísticas. Los escribas trabajan sin tregua porque la humanidad respeta las vocaciones, y los impresores llegan ya a orillas del mar. El presidente de la república habla por teléfono con los presidentes de las repúblicas, y propone inteligentemente precipitar al mar el sobrante de libros, lo cual se cumple al mismo tiempo en todas las costas del mundo. Así los escribas siberianos ven sus impresos precipitados al mar glacial, y los escribas indonesios etcétera. Esto permite a los escribas aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para almacenar sus libros. No piensan que el mar tiene fondo, y que en el fondo del mar empiezan a amontonarse los impresos, primero en forma de pasta aglutinante, después en forma de pasta consolidante, y por fin como un piso resistente aunque viscoso que sube diariamente algunos metros y que terminar por llegar a la superficie. Entonces muchas aguas invaden muchas tierras, se produce una nueva distribución de continentes y océanos, y presidentes de diversas repúblicas son sustituídos por lagos y penínsulas, presidentes de otras repúblicas ven abrirse inmensos territorios a sus ambiciones etcétera. El agua marina, puesta con tanta violencia a expandirse, se evapora más que antes, o busca reposo mesclándose con los impresos para formar la pasta aglutinante, al punto que un día los capitanes de los barcos de las grandes rutas advierten que los barcos avanzan lentamente, de treinta nudos bajan a veinte, a quince, y los motores jadean y las hélices se deforman. Por fin todos los barcos se detienen en distintos puntos de los mares, atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero escriben millares de impresos explicando el fenómeno y llenos de una gran alegría. Los presidentes y los capitanes deciden convertir los barcos en islas y casinos, el público va a pie sobre los mares de cartón a las islas y casinos donde orquestas típicas y características amenizan el ambiente climatizado y se baila hasta avanzadas horas de la madrugada. Nuevos impresos se amontonan a orillas del mar, pero es imposible meterlos en la pasta, y así crecen murallas de impresos y nacen montañas a orillas de los antiguos mares. Los escribas comprenden que las fábricas de papel y tinta van a quebrar, y escriben con letra cada vez más menuda, aprovechando hasta los rincones más imperceptibles de cada papel. Cuando se termina la tinta escriben con lápiz etcétera; al terminarse el papel escriben en tablas y baldosas etcétera. Empieza a difundirse la costumbre de intercalar un texto en otro para aprovechar las entrelíneas, o se borra con hojas de afeitar las letras impresas para usar de nuevo el papel. Los escribas trabajan lentamente, pero su número es tan inmenso que los impresos separan ya por completo las tierras de los lechos de los antiguos mares. En la tierra vive precariamente la raza de los escribas, condenada a extinguirse, y en el mar están las islas y los casinos o sea los transatlánticos donde se han refugiado los presidentes de las repúblicas, y donde se celebran grandes fiestas y se cambian mensajes de isla a isla, de presidente a presidente, y de capitán a capitán.

viernes, junio 25, 2010

No es culpa de nadie

De Julio Cortazar

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguir hacerla llegar nunca a la salida.

Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente.

De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estar impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo.

Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahi arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas.

En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izqulerda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, áunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

domingo, junio 20, 2010

El Cuento de la isla desconocida

De José Saramago (En Memoria)


Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.

Sin embargo, en el caso del hombre que quería un barco, las cosas no ocurrieron así. Cuando la mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de la puerta, Y tú qué quieres, el hombre, en vez de pedir, como era la costumbre de todos, un título, una condecoración, o simplemente dinero, respondió. Quiero hablar con el rey, Ya sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los obsequios, respondió la mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí hasta que él venga personalmente para saber lo que quiero, remató el hombre, y se tumbó todo lo largo que era en el rellano, tapándose con una manta porque hacía frío. Entrar y salir sólo pasándole por encima. Ahora, bien, esto suponía un enorme problema, si tenemos en consideración que, de acuerdo con la pragmática de las puertas, sólo se puede atender a un suplicante cada vez, de donde resulta que mientras haya alguien esperando una respuesta, ninguna otra persona podrá aproximarse para exponer sus necesidades o sus ambiciones. A primera vista, quien ganaba con este artículo del reglamento era el rey, puesto que al ser menos numerosa la gente que venía a incomodarlo con lamentos, más tiempo tenía, y más sosiego, para recibir, contemplar y guardar los obsequios. A segunda vista, sin embargo, el rey perdía, y mucho, porque las protestas públicas, al notarse que la respuesta tardaba más de lo que era justo, aumentaban gravemente el descontento social, lo que, a su vez, tenía inmediatas y negativas consecuencias en el flujo de obsequios. En el caso que estamos narrando, el resultado de la ponderación entre los beneficios y los perjuicios fue que el rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la puerta de las peticiones, para saber lo que quería el entrometido que se había negado a encaminar el requerimiento por las pertinentes vías burocráticas. Abre la puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza, y ella preguntó, Toda o sólo un poco.

El rey dudó durante un instante, verdaderamente no le gustaba mucho exponerse a los aires de la calle, pero después reflexionó que parecería mal, aparte de ser indigno de su majestad, hablar con un súbdito a través de una rendija, como si le tuviese miedo, sobre todo asistiendo al coloquio la mujer de la limpieza, que luego iría por ahí diciendo Dios sabe qué, De par en par, ordenó. El hombre que quería un barco se levantó del suelo cuando comenzó a oír los ruidos de los cerrojos, enrolló la manta y se puso a esperar. Estas señales de que finalmente alguien atendería y que por tanto el lugar pronto quedaría desocupado, hicieron aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes a la liberalidad del trono que andaban por allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío. La inopinada aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba corona en la cabeza) causó una sorpresa desmedida, no sólo a los dichos candidatos, sino también entre la vecindad que, atraída por el alborozo repentino, se asomó a las ventanas de las casas, en el otro lado de la calle. La única persona que no se sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco. Calculaba él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar. Dividido entre la curiosidad irreprimible y el desagrado de ver tantas personas juntas, el rey, con el peor de los modos, preguntó tres preguntas seguidas, Tú qué quieres, Por qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo nada más que hacer, pero el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame un barco, dijo. El asombro dejó al rey hasta tal punto desconcertado que la mujer de la limpieza se vio obligada a acercarle una silla de enea, la misma en que ella se sentaba cuando necesitaba trabajar con el hilo y la aguja, pues, además de la limpieza, tenía también la responsabilidad de algunas tareas menores de costura en el palacio, como zurcir las medias de los pajes. Mal sentado, porque la silla de enea era mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar las piernas, ora encogiéndolas, ora extendiéndolas para los lados, mientras el hombre que quería un barco esperaba con paciencia la pregunta que seguiría, Y tú para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó cuando finalmente se dio por instalado con sufrible comodidad en la silla de la mujer de la limpieza, Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre. Qué isla desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a un loco de atar, de los que tienen manías de navegaciones, a quien no sería bueno contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre, Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Están todas en los mapas, En los mapas están sólo las islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese decir, entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó el rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, Simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida, Y has venido aquí para pedirme un barco, Sí, vine aquí para pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo te lo dé, Y tú quién eres para no dármelo, Soy el rey de este reino y los barcos del reino me pertenecen todos, Más les pertenecerás tú a ellos que ellos a ti, Qué quieres decir, preguntó el rey inquieto, Que tú sin ellos nada eres, y que ellos, sin ti, pueden navegar siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te pido marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la encuentras, será para mí, A ti, rey, sólo te interesan las islas conocidas,

También me interesan las desconocidas, cuando dejan de serlo, Tal vez ésta no se deje conocer, Entonces no te doy el barco, Darás. Al oír esta palabra, pronunciada con tranquila firmeza, los aspirantes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto tras minuto, desde el principio de la conversación iba creciendo la impaciencia, más por librarse de él que por simpatía solidaria, resolvieron intervenir en favor del hombre que quería el barco, comenzando a gritar. Dale el barco, dale el barco. El rey abrió la boca para decirle a la mujer de la limpieza que llamara a la guardia del palacio para que estableciera inmediatamente el orden público e impusiera disciplina, pero, en ese momento, las vecinas que asistían a la escena desde las ventanas se unieron al coro con entusiasmo, gritando como los otros, Dale el barco, dale el barco. Ante tan ineludible manifestación de voluntad popular y preocupado con lo que, mientras tanto, habría perdido en la puerta de los obsequios, el rey levantó la mano derecha imponiendo silencio y dijo, Voy a darte un barco, pero la tripulación tendrás que conseguirla tú, mis marineros me son precisos para las islas conocidas. Los gritos de aplauso del público no dejaron que se percibiese el agradecimiento del hombre que vino a pedir un barco, por el movimiento de los labios tanto podría haber dicho Gracias, mi señor, como Ya me las arreglaré, pero lo que nítidamente se oyó fue lo que a continuación dijo el rey, Vas al muelle, preguntas por el capitán del puerto, le dices que te mando yo, y él que te dé el barco, llevas mi tarjeta. El hombre que iba a recibir un barco leyó la tarjeta de visita, donde decía Rey debajo del nombre del rey, y eran éstas las palabras que él había escrito sobre el hombro de la mujer de la limpieza, Entrega al portador un barco, no es necesario que sea grande, pero que navegue bien y sea seguro, no quiero tener remordimientos en la conciencia si las cosas ocurren mal. Cuando el hombre levantó la cabeza, se supone que esta vez iría a agradecer la dádiva, el rey ya se había retirado, sólo estaba la mujer de la limpieza mirándolo con cara de circunstancias. El hombre bajó del peldaño de la puerta, señal de que los otros candidatos podían avanzar por fin, superfluo será explicar que la confusión fue indescriptible, todos queriendo llegar al sitio en primer lugar, pero con tan mala suerte que la puerta ya estaba cerrada otra vez. La aldaba de bronce volvió a llamar a la mujer de la limpieza, pero la mujer de la limpieza no está, dio la vuelta y salió con el cubo y la escoba por otra puerta, la de las decisiones, que apenas es usada, pero cuando lo es, lo es. Ahora sí, ahora se comprende el porqué de la cara de circunstancias con que la mujer de la limpieza estuvo mirando, ya que, en ese preciso momento, había tomado la decisión de seguir al hombre así que él se dirigiera al puerto para hacerse cargo del barco. Pensó que ya bastaba de una vida de limpiar y lavar palacios, que había llegado la hora de mudar de oficio, que lavar y limpiar barcos era su vocación verdadera, al menos en el mar el agua no le faltaría. No imagina el hombre que, sin haber comenzado a reclutar la tripulación, ya lleva detrás a la futura responsable de los baldeos y otras limpiezas, también es de este modo como el destino acostumbra a comportarse con nosotros, ya está pisándonos los talones, ya extendió la mano para tocarnos en el hombro, y nosotros todavía vamos murmurando, Se acabó, no hay nada más que ver, todo es igual.

Andando, andando, el hombre llegó al puerto, fue al muelle, preguntó por el capitán, y mientras venía, se puso a adivinar cuál sería, de entre los barcos que allí estaban, el que iría a ser suyo, grande ya sabía que no, la tarjeta de visita del rey era muy clara en este punto, por consiguiente quedaban descartados los paquebotes, los cargueros y los navíos de guerra, tampoco podría ser tan pequeño que aguantase mal las fuerzas del viento y los rigores del mar, en este punto también había sido categórico el rey, que navegue bien y sea seguro, fueron éstas sus formales palabras, excluyendo así explícitamente los botes, las falúas y las chalupas, que siendo buenos navegantes, y seguros, cada uno conforme a su condición, no nacieron para surcar los océanos, que es donde se encuentran las islas desconocidas. Un poco apartada de allí, escondida detrás de unos bidones, la mujer de la limpieza pasó los ojos por los barcos atracados, Para mi gusto, aquél, pensó, aunque su opinión no contaba, ni siquiera había sido contratada, vamos a oír antes lo que dirá el capitán del puerto. El capitán vino, leyó la tarjeta, miró al hombre de arriba abajo y le hizo la pregunta que al rey no se le había ocurrido, Sabes navegar, tienes carnet de navegación, a lo que el hombre respondió, Aprenderé en el mar. El capitán dijo, No te lo aconsejaría, capitán soy yo, y no me atrevo con cualquier barco, Dame entonces uno con el que pueda atreverme, no, uno de ésos no, dame un barco que yo respete y que pueda respetarme a mí, Ese lenguaje es de marinero, pero tú no eres marinero, Si tengo el lenguaje, es como si lo fuese. El capitán volvió a leer la tarjeta del rey, después preguntó, Puedes decirme para qué quieres el barco, Para ir en busca de la isla desconocida, Ya no hay islas desconocidas, Lo mismo me dijo el rey, Lo que él sabe de islas lo aprendió conmigo, Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya no hay islas desconocidas, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las islas, incluso las conocidas, son desconocidas mientras no desembarcamos en ellas, Pero tú, si bien entiendo, vas a la búsqueda de una donde nadie haya desembarcado nunca, Lo sabré cuando llegue, Si llegas, Sí, a veces se naufraga en el camino, pero si tal me ocurre, deberás escribir en los anales del puerto que el punto adonde llegué fue ése, Quieres decir que llegar, se llega siempre, No serías quien eres si no lo supieses ya. El capitán del puerto dijo, Voy a darte la embarcación que te conviene. Cuál, Es un barco con mucha experiencia, todavía del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas desconocidas, Cuál, Creo que incluso encontró algunas, Cuál, Aquél. Así que la mujer de la limpieza percibió para dónde apuntaba el capitán, salió corriendo de detrás de los bidones y gritó, Es mi barco, es mi barco, hay que perdonarle la insólita reivindicación de propiedad, a todo título abusiva, el barco era aquel que le había gustado, simplemente. Parece una carabela, dijo el hombre, Más o menos, concordó el capitán, en su origen era una carabela, después pasó por arreglos y adaptaciones que la modificaron un poco, Pero continúa siendo una carabela, Sí, en el conjunto conserva el antiguo aire, Y tiene mástiles y velas, Cuando se va en busca de islas desconocidas, es lo más recomendable. La mujer de la limpieza no se contuvo, Para mí no quiero otro, Quién eres tú, preguntó el hombre, No te acuerdas de mí, No tengo idea, Soy la mujer de la limpieza, Qué limpieza, La del palacio del rey, La que abría la puerta de las peticiones, No había otra, Y por qué no estás en el palacio del rey, limpiando y abriendo puertas, Porque las puertas que yo quería ya fueron abiertas y porque de hoy en adelante sólo limpiaré barcos, Entonces estás decidida a ir conmigo en busca de la isla desconocida, Salí del palacio por la puerta de las decisiones, Siendo así, ve para la carabela, mira cómo está aquello, después del tiempo pasado debe precisar de un buen lavado, y ten cuidado con las gaviotas, que no son de fiar, No quieres venir conmigo a conocer tu barco por dentro, Dijiste que era tuyo, Disculpa, fue sólo porque me gustó, Gustar es probablemente la mejor manera de tener, tener debe de ser la peor manera de gustar. El capitán del puerto interrumpió la conversación, Tengo que entregar las llaves al dueño del barco, a uno o a otro, resuélvanlo, a mí tanto me da, Los barcos tienen llave, preguntó el hombre, Para entrar, no, pero allí están las bodegas y los pañoles, y el camarote del comandante con el diario de a bordo, Ella que se encargue de todo, yo voy a reclutar la tripulación, dijo el hombre, y se apartó.

La mujer de la limpieza fue a la oficina del capitán para recoger las llaves, después entró en el barco, dos cosas le valieron, la escoba del palacio y el aviso contra las gaviotas, todavía no había acabado de atravesar la pasarela que unía la amurada al atracadero y ya las malvadas se precipitaban sobre ella gritando, furiosas, con las fauces abiertas, como si la fueran a devorar allí mismo. No sabían con quién se enfrentaban. La mujer de la limpieza posó el cubo, se guardó las llaves en el seno, plantó bien los pies en la pasarela y, remolineando la escoba como si fuese un espadón de los buenos tiempos, consiguió poner en desbandada a la cuadrilla asesina. Sólo cuando entró en el barco comprendió la ira de las gaviotas, había nidos por todas partes, muchos de ellos abandonados, otros todavía con huevos, y unos pocos con gaviotillas de pico abierto, a la espera de comida, Pues sí, pero será mejor que se muden de aquí, un barco que va en busca de la isla desconocida no puede tener este aspecto, como si fuera un gallinero, dijo. Tiró al agua los nidos vacíos, los otros los dejó, luego veremos. Después se remangó las mangas y se puso a lavar la cubierta. Cuando acabó la dura tarea, abrió el pañol de las velas y procedió a un examen minucioso del estado de las costuras, tanto tiempo sin ir al mar y sin haber soportado los estirones saludables del viento. Las velas son los músculos del barco, basta ver cómo se hinchan cuando se esfuerzan, pero, y eso mismo les sucede a los músculos, si no se les da uso regularmente, se aflojan, se ablandan, pierden nervio. Y las costuras son los nervios de las velas, pensó la mujer de la limpieza, contenta por aprender tan de prisa el arte de la marinería. Encontró deshilachadas algunas bastillas, pero se conformó con señalarlas, dado que para este trabajo no le servían la aguja y el hilo con que zurcía las medias de los pajes antiguamente, o sea, ayer. En cuanto a los otros pañoles, enseguida vio que estaban vacíos. Que el de la pólvora estuviese desabastecido, salvo un polvillo negro en el fondo, que al principio le parecieron cagaditas de ratón, no le importó nada, de hecho no está escrito en ninguna ley, por lo menos hasta donde la sabiduría de una mujer de la limpieza es capaz de alcanzar, que ir por una isla desconocida tenga que ser forzosamente una empresa de guerra. Ya le enfadó, y mucho, la falta absoluta de municiones de boca en el pañol respectivo, no por ella, que estaba de sobra acostumbrada al mal rancho del palacio, sino por el hombre al que dieron este barco, no tarda que el sol se ponga, y él aparecerá por ahí clamando que tiene hambre, que es el dicho de todos los hombres apenas entran en casa, como si sólo ellos tuviesen estómago y sufriesen de la necesidad de llenarlo, Y si trae marineros para la tripulación, que son unos ogros comiendo, entonces no sé cómo nos vamos a gobernar, dijo la mujer de la limpieza.

No merecía la pena preocuparse tanto. El sol acababa de sumirse en el océano cuando el hombre que tenía un barco surgió en el extremo del muelle. Traía un bulto en la mano, pero venía solo y cabizbajo. La mujer de la limpieza fue a esperarlo a la pasarela, antes de que abriera la boca para enterarse de cómo había transcurrido el resto del día, él dijo, Estate tranquila, traigo comida para los dos, Y los marineros, preguntó ella, Como puedes ver, no vino ninguno, Pero los dejaste apalabrados, al menos, volvió a preguntar ella, Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas, a la búsqueda de un imposible, como si todavía estuviéramos en el tiempo del mar tenebroso, Y tú qué les respondiste, Que el mar es siempre tenebroso, Y no les hablaste de la isla desconocida, Cómo podría hablarles de una isla desconocida, si no la conozco, Pero tienes la certeza de que existe, Tanta como de que el mar es tenebroso, En este momento, visto desde aquí, con las aguas color de jade y el cielo como un incendio, de tenebroso no le encuentro nada, Es una ilusión tuya, también las islas a veces parece que fluctúan sobre las aguas y no es verdad, Qué piensas hacer, si te falta una tripulación, Todavía no lo sé, Podríamos quedarnos a vivir aquí, yo me ofrecería para lavar los barcos que vienen al muelle, y tú, Y yo, Tendrás un oficio, una profesión, como ahora se dice, Tengo, tuve, tendré si fuera preciso, pero quiero encontrar la isla desconocida, quiero saber quién soy yo cuando esté en ella, No lo sabes, Si no sales de ti, no llegas a saber quién eres, El filósofo del rey, cuando no tenía nada que hacer, se sentaba junto a mí, para verme zurcir las medias de los pajes, y a veces le daba por filosofar, decía que todo hombre es una isla, yo, como aquello no iba conmigo, visto que soy mujer, no le daba importancia, tú qué crees, Que es necesario salir de la isla para ver la isla, que no nos vemos si no nos salimos de nosotros, Si no salimos de nosotros mismos, quieres decir, No es igual. El incendio del cielo iba languideciendo, el agua de repente adquirió un color morado, ahora ni la mujer de la limpieza dudaría que el mar es de verdad tenebroso, por lo menos a ciertas horas.

Dijo el hombre, Dejemos las filosofías para el filósofo del rey, que para eso le pagan, ahora vamos a comer, pero la mujer no estuvo de acuerdo, Primero tienes que ver tu barco, sólo lo conoces por fuera. Qué tal lo encontraste, Hay algunas costuras de las velas que necesitan refuerzo, Bajaste a la bodega, encontraste agua abierta, En el fondo hay alguna, mezclada con el lastre, pero eso me parece que es lo apropiado, le hace bien al barco, Cómo aprendiste esas cosas, Así, Así cómo, Como tú, cuando dijiste al capitán del puerto que aprenderías a navegar en la mar, Todavía no estamos en el mar, Pero ya estamos en el agua, Siempre tuve la idea de que para la navegación sólo hay dos maestros verdaderos, uno es el mar, el otro es el barco, Y el cielo, te olvidas del cielo, Sí, claro, el cielo, Los vientos, Las nubes, El cielo, Sí, el cielo.

En menos de un cuarto de hora habían acabado la vuelta por el barco, una carabela, incluso transformada, no da para grandes paseos. Es bonita, dijo el hombre, pero si no consigo tripulantes suficientes para la maniobra, tendré que ir a decirle al rey que ya no la quiero, Te desanimas a la primera contrariedad, La primera contrariedad fue esperar al rey tres días, y no desistí, Si no encuentras marineros que quieran venir, ya nos las arreglaremos los dos, Estás loca, dos personas solas no serían capaces de gobernar un barco de éstos, yo tendría que estar siempre al timón, y tú, ni vale la pena explicarlo, es una locura, Después veremos, ahora vamos a cenar. Subieron al castillo de popa, el hombre todavía protestando contra lo que llamara locura, allí la mujer de la limpieza abrió el fardel que él había traído, un pan, queso curado, de cabra, aceitunas, una botella de vino. La luna ya estaba a medio palmo sobre el mar, las sombras de la verga y del mástil grande vinieron a tumbarse a sus pies. Es realmente bonita nuestra carabela, dijo la mujer, y enmendó enseguida, La tuya, tu carabela, Supongo que no será mía por mucho tiempo, Navegues o no navegues con ella, la carabela es tuya, te la dio el rey, Se la pedí para buscar una isla desconocida, Pero estas cosas no se hacen de un momento para otro, necesitan su tiempo, ya mi abuelo decía que quien va al mar se avía en tierra, y eso que él no era marinero, Sin marineros no podremos navegar, Eso ya lo has dicho, Y hay que abastecer el barco de las mil cosas necesarias para un viaje como éste, que no se sabe adónde nos llevará, Evidentemente, y después tendremos que esperar a que sea la estación apropiada, y salir con marea buena, y que venga gente al puerto a desearnos buen viaje, Te estás riendo de mí, Nunca me reiría de quien me hizo salir por la puerta de las decisiones, Discúlpame, Y no volveré a pasar por ella, suceda lo que suceda. La luz de la luna iluminaba la cara de la mujer de la limpieza, Es bonita, realmente es bonita, pensó el hombre, y esta vez no se refería a la carabela. La mujer, ésa, no pensó nada, lo habría pensado todo durante aquellos tres días, cuando entreabría de vez en cuando la puerta para ver si aquél aún continuaba fuera, a la espera. No sobró ni una miga de pan o de queso, ni una gota de vino, los huesos de las aceitunas fueron a parar al agua, el suelo está tan limpio como quedó cuando la mujer de la limpieza le pasó el último paño. La sirena de un paquebote que se hacía a la mar soltó un ronquido potente, como debieron de ser los del leviatán, y la mujer dijo, Cuando sea nuestra vez, haremos menos ruido. A pesar de que estaban en el interior del muelle, el agua se onduló un poco al paso del paquebote, y el hombre dijo, Pero nos balancearemos mucho más. Se rieron los dos, después se callaron, pasado un rato uno de ellos opinó que lo mejor sería irse a dormir. No es que yo tenga mucho sueño, y el otro concordó, Ni yo, después se callaron otra vez, la luna subió y continuó subiendo, a cierta altura la mujer dijo, Hay literas abajo, y el hombre dijo, Sí, y entonces fue cuando se levantaron y descendieron a la cubierta, ahí la mujer dijo, Hasta mañana, yo voy para este lado, y el hombre respondió, Y yo para éste, hasta mañana, no dijeron babor o estribor, probablemente porque todavía están practicando en las artes. La mujer volvió atrás, Me había olvidado, se sacó del bolsillo dos cabos de velas, Los encontré cuando limpiaba, pero no tengo cerillas, Yo tengo, dijo el hombre. Ella mantuvo las velas, una en cada mano, él encendió un fósforo, después, abrigando la llama bajo la cúpula de los dedos curvados la llevó con todo el cuidado a los viejos pabilos, la luz prendió, creció lentamente como la de la luna, bañó la cara de la mujer de la limpieza, no sería necesario decir que él pensó, Es bonita, pero lo que ella pensó, sí, Se ve que sólo tiene ojos para la isla desconocida, he aquí cómo se equivocan las personas interpretando miradas, sobre todo al principio. Ella le entregó una vela, dijo, Hasta mañana, duerme bien, él quiso decir lo mismo, de otra manera, Que tengas sueños felices, fue la frase que le salió, dentro de nada, cuando esté abajo, acostado en su litera, se le ocurrirán otras frases, más espiritosas, sobre todo más insinuantes, como se espera que sean las de un hombre cuando está a solas con una mujer. Se preguntaba si ella dormiría, si habría tardado en entrar en el sueño, después imaginó que andaba buscándola y no la encontraba en ningún sitio, que estaban perdidos los dos en un barco enorme, el sueño es un prestidigitador hábil, muda las proporciones de las cosas y sus distancias, separa a las personas y ellas están juntas, las reúne, y casi no se ven una a otra, la mujer duerme a pocos metros y él no sabe cómo alcanzarla, con lo fácil que es ir de babor a estribor.

Le había deseado buenos sueños, pero fue él quien se pasó toda la noche soñando. Soñó que su carabela navegaba por alta mar, con las tres velas triangulares gloriosamente hinchadas, abriendo camino sobre las olas, mientras él manejaba la rueda del timón y la tripulación descansaba a la sombra. No entendía cómo estaban allí los marineros que en el puerto y en la ciudad se habían negado a embarcar con él para buscar la isla desconocida, probablemente se arrepintieron de la grosera ironía con que lo trataron. Veía animales esparcidos por la cubierta, patos, conejos, gallinas, lo habitual de la crianza doméstica, comiscando los granos de millo o royendo las hojas de col que un marinero les echaba, no se acordaba de cuándo los habían traído para el barco, fuese como fuese, era natural que estuviesen allí, imaginemos que la isla desconocida es, como tantas veces lo fue en el pasado, una isla desierta, lo mejor será jugar sobre seguro, todos sabemos que abrir la puerta de la conejera y agarrar un conejo por las orejas siempre es más fácil que perseguirlo por montes y valles. Del fondo de la bodega sube ahora un relincho de caballos, de mugidos de bueyes, de rebuznos de asnos, las voces de los nobles animales necesarios para el trabajo pesado, y cómo llegaron ellos, cómo pueden caber en una carabela donde la tripulación humana apenas tiene lugar, de súbito el viento dio una cabriola, la vela mayor se movió y ondeó, detrás estaba lo que antes no se veía, un grupo de mujeres que incluso sin contarlas se adivinaba que eran tantas cuantos los marineros, se ocupan de sus cosas de mujeres, todavía no ha llegado el tiempo de ocuparse de otras, está claro que esto sólo puede ser un sueño, en la vida real nunca se ha viajado así. El hombre del timón buscó con los ojos a la mujer de la limpieza y no la vio. Tal vez esté en la litera de estribor, descansando de la limpieza de la cubierta, pensó, pero fue un pensar fingido, porque bien sabe, aunque tampoco sepa cómo lo sabe, que ella a última hora no quiso venir, que saltó para el embarcadero, diciendo desde allí, Adiós, adiós, ya que sólo tienes ojos para la isla desconocida, me voy, y no era verdad, ahora mismo andan los ojos de él pretendiéndola y no la encuentran. En este momento se cubrió el cielo y comenzó a llover y, habiendo llovido, principiaron a brotar innumerables plantas de las filas de sacos de tierra alineados a lo largo de la amurada, no están allí porque se sospeche que no haya tierra bastante en la isla desconocida, sino porque así se ganará tiempo, el día que lleguemos sólo tendremos que trasplantar los árboles frutales, sembrar los granos de las pequeñas cosechas que van madurando aquí, adornar los jardines con las flores que abrirán de estos capullos. El hombre del timón pregunta a los marineros que descansan en cubierta si avistan alguna isla desconocida, y ellos responden que no ven ni de unas ni de otras, pero que están pensando desembarcar en la primera tierra habitada que aparezca, siempre que haya un puerto donde fondear, una taberna donde beber y una cama donde folgar, que aquí no se puede, con toda esta gente junta. Y la isla desconocida, preguntó el hombre del timón, La isla desconocida es cosa inexistente, no pasa de una idea de tu cabeza, los geógrafos del rey fueron a ver en los mapas y declararon que islas por conocer es cosa que se acabó hace mucho tiempo, Debieron haberse quedado en la ciudad, en lugar de venir a entorpecerme la navegación, Andábamos buscando un lugar mejor para vivir y decidimos aprovechar tu viaje, No son marineros, Nunca lo fuimos, Solo no seré capaz de gobernar el barco, Haber pensado en eso antes de pedírselo al rey, el mar no enseña a navegar. Entonces el hombre del timón vio tierra a lo lejos y quiso pasar adelante, hacer cuenta de que ella era el reflejo de otra tierra, una imagen que hubiese venido del otro lado del mundo por el espacio, pero los hombres que nunca habían sido marineros protestaron, dijeron que era allí mismo donde querían desembarcar, Esta es una isla del mapa, gritaron, te mataremos si no nos llevas. Entonces, por sí misma, la carabela viró la proa en dirección a tierra, entró en el puerto y se encostó a la muralla del embarcadero, Pueden irse, dijo el hombre del timón, acto seguido salieron en orden, primero las mujeres, después los hombres, pero no se fueron solos, se llevaron con ellos los patos, los conejos y las gallinas, se llevaron los bueyes, los asnos y los caballos, y hasta las gaviotas, una tras otra, levantaron el vuelo y se fueron del barco, transportando en el pico a sus gaviotillas, proeza que no habían acometido nunca, pero siempre hay una primera vez. El hombre del timón contempló la desbandada en silencio, no hizo nada para retener a quienes lo abandonaban, al menos le habían dejado los árboles, los trigos y las flores, con las trepadoras que se enrollaban a los mástiles y pendían de la amurada como festones. Debido al atropello de la salida se habían roto y derramado los sacos de tierra, de modo que la cubierta era como un campo labrado y sembrado, sólo falta que caiga un poco más de lluvia para que sea un buen año agrícola. Desde que el viaje a la isla desconocida comenzó, no se ha visto comer al hombre del timón, debe de ser porque está soñando, apenas soñando, y si en el sueño les apeteciese un trozo de pan o una manzana, sería un puro invento, nada más. Las raíces de los árboles están penetrando en el armazón del barco, no tardará mucho en que estas velas hinchadas dejen de ser necesarias, bastará que el viento sople en las copas y vaya encaminando la carabela a su destino. Es un bosque que navega y se balancea sobre las olas, un bosque en donde, sin saberse cómo, comenzaron a cantar pájaros, estarían escondidos por ahí y pronto decidieron salir a la luz, tal vez porque la cosecha ya esté madura y es la hora de la siega. Entonces el hombre fijó la rueda del timón y bajó al campo con la hoz en la mano, y, cuando había segado las primeras espigas, vio una sombra al lado de su sombra. Se despertó abrazado a la mujer de la limpieza, y ella a él, confundidos los cuerpos, confundidas las literas, que no se sabe si ésta es la de babor o la de estribor. Después, apenas el sol acabó de nacer, el hombre y la mujer fueron a pintar en la proa del barco, de un lado y de otro, en blancas letras, el nombre que todavía le faltaba a la carabela. Hacia la hora del mediodía, con la marea, La Isla Desconocida se hizo por fin a la mar, a la búsqueda de sí misma

Esa mujer

Por Rodolfo Walsh

El coronel elogia mi puntualidad:

—Es puntual como los alemanes —dice.

—O como los ingleses.

El coronel tiene apellido alemán.

Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.

—He leído sus cosas —propone—. Lo felicito.

Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.

Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.

El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.

Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.

Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.

El coronel sabe dónde está.

Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.

El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.

—Esos papeles —dice.

Lo miro.

—Esa mujer, coronel.

Sonríe.

—Todo se encadena —filosofa.

A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.

—La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.

—¿Mucho daño? —pregunto. Me importa un carajo.

—Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años —dice.

El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.

Entra su mujer, con dos pocillos de café.

Contale vos, Negra.

Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.

—La pobre quedó muy afectada —explica el coronel—. Pero a usted no le importa esto.

—¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.

El coronel se ríe.

—La fantasía popular —dice—. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.

Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.

—Cuénteme cualquier chiste —dice.

Pienso. No se me ocurre.

—Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.

—¿Y esto?

—La tumba de Tutankamón —dice el coronel—. Lord Carnavon. Basura.

El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.

—Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.

—¿Qué más? —dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.

—Le pegó un tiro una madrugada.

—La confundió con un ladrón —sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.

—Pero el capitán N. . .

—Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.

—¿Y usted, coronel?

—Lo mío es distinto —dice—. Me la tienen jurada.

Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.

—Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.

—Me gustaría.

—Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?

—Ojalá dependa de mí, coronel.

—Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.

Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.

—Mire.

A la pastora le falta un bracito.

—Derby —dice. Doscientos años.

La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.

—¿Por qué creen que usted tiene la culpa?

—Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.

El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.

—Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.

—¿Qué querían hacer?

—Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.

—Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.

—Y orinarle encima.

—Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! —digo levantando el vaso.

No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.

—Esa mujer —le oigo murmurar—. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.

El coronel bebe. Es duro.

—Desnuda —dice—. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd —el coronel se pasa la mano por la frente—, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...

Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.

—Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.

Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.

—...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire —el coronel se mira los nudillos—, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?

—No.

—Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.

Vuelve a servirse un whisky.

—Pero esa mujer estaba desnuda —dice, argumenta contra un invisible contradictor—. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.

Bruscamente se ríe.

—Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.

Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.

—Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.

—¿Pobre gente?

—Sí, pobre gente. —El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior—. Yo también soy argentino.

—Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.

—Ah, bueno —dice.

—¿La vieron así?

—Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...

La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.

—Para mí no es nada —dice el coronel—. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.

Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.

—A mí no me podía sorprender. Pero ellos...

—¿Se impresionaron?

—Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.

Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".

—Beba —dice el coronel.

Bebo.

—¿Me escucha?

—Lo escucho.

Le cortamos un dedo.

—¿Era necesario?

El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.

—Tantito así. Para identificarla.

—¿No sabían quién era?

Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".

—Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?

—Comprendo.

—La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.

—¿Y?

—Era ella. Esa mujer era ella.

—¿Muy cambiada?

—No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.

—¿El profesor R.?

—Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.

En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.

—¿Enciendo?

—No.

—Teléfono.

—Deciles que no estoy.

Desaparece.

—Es para putearme —explica el coronel—. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.

—Ganas de joder —digo alegremente.

—Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.

—¿Qué le dicen?

—Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.

Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.

—Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.

El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.

—La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.

Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.

—Llueve —dice su voz extraña.

Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.

—Llueve día por medio —dice el coronel—. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.

Dónde, pienso, dónde.

—¡Está parada! —grita el coronel—. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!

Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.

—No me haga caso —dice, se sienta—. Estoy borracho.

Y largamente llueve en su memoria.

Me paro, le toco el hombro.

—¿Eh? —dice— ¿Eh? —dice.

Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.

—¿La sacaron del país?

—Sí.

—¿La sacó usted?

—Sí.

—¿Cuántas personas saben?

—DOS.

—¿El Viejo sabe?

Se ríe.

—Cree que sabe.

—¿Dónde?

No contesta.

—Hay que escribirlo, publicarlo.

—Sí. Algún día.

Parece cansado, remoto.

—¡Ahora! —me exaspero—. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!

La lengua se le pega al paladar, a los dientes.

—Cuando llegue el momento... usted será el primero...

—No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.

Se ríe.

—¿Dónde, coronel, dónde?

Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.

Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.

—Es mía —dice simplemente—. Esa mujer es mía.

sábado, junio 12, 2010

Hola y Adiós

de Ray Bradbury

Pues claro que se iba, qué otra cosa podía hacer, el tiempo se había agotado y se iba, se iba muy lejos. Tenía ya hecha la maleta, había sacado brillo a los zapatos; se había cepillado el pelo y se había lavado expresamente detrás de las orejas. Tan sólo faltaba bajar las escaleras, salir por la puerta y subir la calle hasta la estación del pueblo, donde el tren se detendría exclusivamente para recogerle a él; entonces Fox Hill, Illinois, quedaría atrás, muy atrás en su pasado. Y él proseguiría su camino, quizá a Iowa, tal vez a Kansas, quién sabe si a California; un chiquillo de doce años, en cuya maleta un certificado de nacimiento acreditaba que lo había hecho hacía cuarenta y tres.

–¡Willie! –exclamó una voz en la planta baja.

–¡Ya voy! –Alzó del suelo la maleta. Vio en el espejo de su cómoda un rostro formado por dientes de león de junio, manzanas de julio y leche de cálida mañana de verano. Allí, como siempre, se reflejaban el ángel y el inocente, aquella efigie que tal vez nunca, en todos los años de su vida, llegase a cambiar.

–Casi es la hora –llamó la voz de mujer.

–¡Ahora mismo! –Y descendió por la escalera, al tiempo gruñón y sonriente. En la sala de estar, sentados, Anna y Steve, las ropas dolorosamente pulcras.

–¡Aquí estoy! –exclamó Willie desde el umbral de la sala.

Daba la impresión de que Anna fuese a romper a llorar.

–¡Oh, Dios mío! No es posible que vayas a dejarnos, ¿verdad, Willie?

–La gente está empezando a murmurar –dijo Willie tranquilamente–. Hace ahora tres años que estoy aquí. Pero cuando la gente se pone a murmurar, sé que ha llegado la hora de ponerme los zapatos y sacar un billete de tren.

–Todo es tan extraño, no lo entiendo. ¡Y así, tan de pronto! –se lamentó Anna–.

Willie, te vamos a echar muchísimo de menos.

–Yo os escribiré todas las Navidades. Por favor, ayudadme. No me escribáis vosotros.

–Ha sido un gran placer y una satisfacción –dijo Steve, allí sentado, demasiado ampulosas las palabras, palabras que cuadraban mal en su boca–. Es una vergüenza que esto haya de acabar así. Es una vergüenza que hayas tenido que contamos tu caso. Es una condenada vergüenza que no puedas quedarte.

–Vosotros sois los parientes más agradables que he tenido nunca –dijo Willie, desde su metro veinte de estatura, barbilampiño, radiante el sol en su rostro.

Y entonces Anna se echó a llorar.



–Willie, Willie –gimió. Se sentó. Parecía querer abrazarle, pero abrazarle le daba miedo ahora; le miró con sorpresa y desconcierto, vacías las manos, sin saber qué hacer.

–No resulta fácil irse –dijo Willie–. Se acostumbra uno a la situación. Desea uno quedarse, pero no puede ser. En una ocasión probé a quedarme después de que la gente comenzase a desconfiar. «¡Qué cosa más horrible!», decían. «¡Tantos años jugando con los inocentes de nuestros niños –decían–, y nosotros sin enterarnos!» «¡Qué espanto!», dijeron. Y al final, una noche tuve que huir de la ciudad. No resulta fácil, no. Sabéis perfectamente bien cuánto os quiero a ambos. ¡Gracias por estos tres años fabulosos!

Fueron todos juntos hasta la puerta delantera.

–Willie, ¿adónde piensas ir?

–No lo sé. Sencillamente, me pongo a viajar. Cuando veo una ciudad que promete ser verde y agradable, me quedo.

–¿Volverás algún día?

–Sí–dijo con toda formalidad su vocecilla aguda–. Dentro de unos veinte anos debería empezar a reflejarse la edad en mi rostro. Cuando así sea, pienso hacer un gran recorrido y visitar a todos los padres y madres que he tenido.

Permanecieron en pie en el fresco porche veraniego, reacios a decirse las últimas palabras. Steve tenía tozudamente clavada la mirada en un olmo.

–¿Con cuántas familias has estado, Willie? ¿Cuántas veces has sido adoptado?

Willie hizo el cálculo de bastante buen grado:

–Me parece que han sido unas cinco ciudades y cinco los matrimonios con quienes he estado. Han pasado más de veinte años desde que empecé mi peregrinaje.

–Bueno, no tenemos motivo para quejamos –dijo Steve–. Más vale tener un hijo durante treinta y seis meses que ninguno en absoluto.

–Bien... –dijo Willie. Se despidió de Anna con un beso rápido, asió el equipaje y se marchó calle arriba, penetrando en la verde luz del mediodía, bajo los árboles... un chiquillo muy joven en verdad, sin volver atrás la mirada, corriendo.

Los chicos estaban jugando en el verde diamante del parque cuando pasó. Permaneció un ratito bajo la sombra de los robles, observándoles lanzar la blanca, nívea bola de béisbol que hendía el aire cálido del verano; vio volar sobre la hierba, como un pájaro oscuro, la sombra de la bola; vio cómo se abrían las manos, como bocas voraces, para atrapar aquel raudo fragmento de estío que ahora parecía tan importante asir. Gritaron los chicos. La bola aterrizó en la hierba, cerca de Willie.

Al avanzar con la bola, saliendo de los árboles umbrosos, pensó en los tres últimos años, ahora gastados hasta el céntimo, y en los cinco años anteriores, y así, remontando el hilo de su vida, hasta el año en que cumplió verdaderamente los once años y los doce y los catorce; penso en las voces que decían: («¿Qué le pasa a Willie, señora?» «Señora B., ¿no está Willie retrasado en su crecimiento?» «Willie, ¿has estado fumando cigarros últimamente?» Los ecos se extinguieron en luz y colores veraniegos. La voz de su madre: «¡Willie cumple hoy los veintiuno!». Y un millar de voces repitiendo: «Hijo, vuelve cuando cumplas quince años; tal vez entonces podamos darte trabajo».

Se quedó mirando fijamente a la pelota de béisbol que sostenía en su mano temblorosa, imagen de su vida, una bola interminable de años bobinados y rebobinados una y otra vez, pero siempre conducentes a su duodécimo cumpleaños. Oyó a los chicos venir hacia él; sintió que le tapaban el sol, los vio mayores que él, rodeándole.

–¡Willie! ¿Adónde vas? –Le dieron una patada a su maleta.

¡Qué altos, allí plantados, en el sol! Era como si en aquellos últimos meses, el Sol hubiera pasado una mano sobre sus cabezas, reclamándoles, y ellos fueran cálido metal fundente atraído hacia lo alto; como si fueran trigo dorado halado hacia el cielo por una inmensa fuerza gravitatoria; ellos, con sus trece, catorce años, mirando a Willie desde las alturas, sonrientes todavía, pero ya comenzando a tenerle por un cero a la izquierda. Aquello había empezado hacía cuatro meses.

–¡Formemos equipos! ¿Quién quiere a Willie en el suyo?

–¡Bah!, Willie es demasiado pequeño; no queremos «niños» con nosotros.

Y le aventajaron en la carrera, atraídos por la Luna y el Sol y por la sucesión turnante de estaciones de hoja y de viento; él siguió teniendo doce años, pero ninguno de los otros volvió a tenerlos jamás. Y las voces, las otras voces comenzaron de nuevo a repetir el manido estribillo, frío y aterradoramente familiar: «Más vale que le des vitaminas a ese chico, Steve». «¿Qué pasa, Anna, es que en tu familia hay una rama de bajitos?» Y el frío puño que vuelve a golpearte el corazón, el conocimiento de que será preciso volver a arrancar las raíces después de tantos años buenos con los «parientes».

–¿Adónde vas, Willie?

Sacudió bruscamente la cabeza. Volvía a encontrarse en medio de aquellas torres humanas, de aquellos mocetones que le hacían sombra, que pululaban en torno a él, como gigantes inclinados a beber en la fuente de un parque.

–Me voy unos días a casa de un primo.

–Oh. –Hubo un día, hace un año, en que eso les hubiera importado mucho. Pero ahora tan sólo sentían curiosidad por su equipaje. No era más que la fascinación de los viajes y los trenes y los lugares distantes.

–¿Qué os parece si echamos un par de partidas rápidas? –dijo Willie.

Su aspecto era más bien dubitativo pero, dadas las circunstancias, accedieron. Dejó caer la bolsa y corrió; la blanca pelota de béisbol estaba allá en lo alto, en el sol, distante de sus figuras de blanco ardiente en la lejanía del prado, de nuevo en el sol, apresurada, la vida yendo y viniendo, como obedeciendo a un patrón. ¡Aquí, allí! ¡El señor y la señora Robert Hanlon, de Creek Bend, Wisconsin, 1932, la primera pareja, el primer año! ¡Aquí, allí! ¡Henry y Alice Boltz, Limeville, Iowa, 1935! ¡Vuela, pelota! ¡Los Smith, los Eaton, los Robinson! ¡1939! ¡1945! Marido y mujer, marido y mujer, sin niños, sin niños. Una llamada a esa puerta, una llamada a esa otra.

–Disculpe usted. Me llamo William. Me pregunto si...

–¿Un bocadillo? Pasa, siéntate. ¿De dónde vienes, hijo?

El bocadillo, el vaso largo de leche fresca, la sonrisa, el gesto acogedor, la conversación cómoda, distendida.

–Hijo, das la impresión de haber estado viajando. ¿Te has escapado de algún sitio?

–No.

–Chico, ¿eres huérfano?

Otro vaso de leche.

–Siempre quisimos tener hijos, pero nunca hemos podido. Jamás supimos por qué. Cosas que pasan. Bueno, bueno. Se está haciendo tarde, hijo. ¿No crees que sería mejor que te fueras a casa?

–No tengo casa.

–¿Un chico como tú? ¿Con lo limpias que tienes las orejas? Tu madre estará preocupada.

–No tengo casa ni parientes en todo el mundo. Me pregunto si... me pregunto... ¿me permitirían pasar aquí esta noche?

–Bueno, hijo, verás, no sé qué decir. Nunca habíamos pensado en admitir... –dijo el marido.

–Esta noche tengo pollo para cenar –dijo la mujer–, y hay bastante para repetir, bastante para las visitas...

Y los años que pasan, que vuelan; las voces, y los rostros, y las gentes; las primeras conversaciones, siempre las mismas. La voz de Emily Robinson, en su mecedora, en la oscuridad de la noche veraniega, la última noche que estuvo con ella, la noche en que ella descubrió su secreto, su voz, al decir:

–Miro las caras de todos los niñitos que pasan. Y a veces pienso: ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza que todas esas flores hayan de ser cortadas, que sea preciso extinguir el fulgor de esos fuegos! Qué vergüenza que éstos, todos esos que vemos en las escuelas o correteando por ahí hayan de tornarse altos y desagradables; que luego lleguen las arrugas, la sal y la pimienta en el pelo, o la calvicie, para luego, finalmente, puros huesos y resuellos, tener que morir, enterrados y olvidados. Cuando oigo reír a los niños, me resulta imposible creer que hayan de recorrer la misma senda por la que yo camino. Y sin embargo, ¡vienen! Aún recuerdo aquel poema de Wordsworth: «...cuando de pronto vi una multitud, una hueste de dorados lirios, cerca del lago, bajo los árboles, lirios que se agitan y se mecen en la brisa». Eso es lo que a mí me parecen los niños, pese a lo crueles que son a veces, a pesar de saber cuán malvados pueden ser. Pero no les asoma todavía la maldad en torno a los ojos, aún no se lee la malicia en su mirada, sus ojos aún no se han saturado de cansancio. ¡Es tanta el ansia que sienten por todo! Me imagino que eso es lo que más echo a faltar en las personas mayores, que en nueve de cada diez casos han perdido ese ansia, esa frescura, a quienes se les ha escurrido desagüe abajo tanta de su energía vital... Adoro ver cómo salen cada día los niños de la escuela; es como si sus puertas lanzasen florecillas a la calle. ¿Qué se siente, Willie? ¿Qué siente uno al ser eternamente joven? ¿Cómo es parecer una moneda de plata recién acuñada? ¿Eres feliz? ¿Te encuentras tan estupendamente como dice tu aspecto?

La bola de béisbol llegó zumbando desde el cielo azul; le dio a su mano un picotazo, como un gran insecto pálido. Mientras se la .acariciaba, Willie oyó a su memoria decir:

«Trabajé con lo que tenía. Después de morir mis parientes, tras descubrir que no podía encontrar en ningún sitio trabajo de adulto, probé suerte en las ferias, pero sólo conseguí que se rieran de mí. "Hijo –me dijeron–, no eres un enano, e incluso aunque lo seas, ¡tu aspecto es de un chico normal! Queremos enanos con cara de enanos. Lo siento, hijo, lo siento." Así que me fui de casa, y eché a andar pensando: ¿Qué era yo? Un niño. Tenía aspecto de niño, tenía voz de niño, así que podría perfectamente seguir siendo un niño. De nada valía luchar contra ello. De nada serviría gritar. ¿Qué podía hacer, pues? ¿Qué trabajo tenía a mi alcance? Y un buen día vi a un hombre en un restaurante mirar las fotografías que de sus hijos le enseñaba otro hombre. "Claro que me gustaría tener hijos –decía–, ya lo creo que me gustaría." No hacía más que mover con desánimo la cabeza. Y yo sentado allí, a unos pocos asientos de él, con una hamburguesa entre las manos. Me quedé allí sentado, ¡helado! En aquel mismo instante supe cuál iba a ser mi trabajo durante el resto de mi vida. Sí, había trabajo para mí, después de todo: hacer felices a gentes solitarias. Mantenerme ocupado. Jugar eternamente. Me di cuenta de que tendría que jugar eternamente. Repartir unos cuantos periódicos, hacer recados, segar unos cuantos céspedes. quizá. Ahora, ¿trabajos pesados? Jamás. Todo cuanto tendría que hacer consistiría en ser hijo de una madre y orgullo de un padre. Me dirigí al hombre que se encontraba un poco más abajo que yo en la barra. "Discúlpeme", le dije, y le sonreí...»

–Pero Willie –le había dicho hacía mucho la señora Emily–, ¿nunca te has sentido solo? ¿Nunca has querido... esas cosas que los adultos desean?

–Esa batalla la tuve que librar yo solo –dijo Willie.

«Soy un chiquillo –me dije–, tendré que vivir en un mundo de chiquillos, leer libros para niños, jugar a juegos de niños, desconectarme de todo lo demás. No puedo ser las dos cosas. Yo sólo tengo que ser una cosa: joven. Así que hice mi papel. ¡Oh, no fue fácil! Hubo momentos...» Se interrumpió y se sumió en el silencio.

«Y la familia con la que vivías, ¿no llegó a saberlo nunca?»

«No. Decírselo hubiera estropeado todo. Les conté que me había escapado; les dejé comprobarlo por conducto oficial, por la policía. Después, cuando no apareció ninguna ficha ni denuncia, dejé que solicitasen mi adopción. Eso era lo mejor de todo, siempre y cuando no sospechasen nada. Pero, entonces, después de tres años, o de cinco, se imaginaban lo que pasaba, o llegaba un viajante que me conocía, o me tropezaba con un feriante, y aquello se acababa. Siempre tenía que acabar.»

«¿Y tú eres muy feliz? ¿Es agradable seguir siendo niño durante cuarenta años?»

«Como suele decirse, es una forma de ganarse la vida. Y cuando uno hace felices a otras personas, casi se es feliz también. Sea como fuere, dentro de unos cuantos años estaré ya en mi segunda infancia. Habré doblado el cabo de las tormentas, habré olvidado las insatisfacciones y casi todos los sueños. Tal vez entonces pueda comportarme con naturalidad y representar mi papel hasta el final.»

Lanzó una última vez la bola de béisbol y rompió el ensueño. Corrió a coger su equipaje. Tom, Bill, Jamie, Bobb, Sam; sus nombres se movieron sobre sus labios. Percibió el embarazo de los muchachos al irles estrechando la mano.

–Bueno, Willie, después de todo no es como si te fueras a China o a Tombuctú.

–Así es, ¿verdad? –Willie no se movió.

–Hasta pronto, Willie. Nos veremos la semana que viene.

–Hasta pronto, hasta pronto.

Y fue alejándose con la maleta, mirando a los árboles, alejándose de los muchachos y de la calle en la que había vivido. Al doblar una esquina aulló el silbato de un tren, y echó a correr.

Lo último que vio y oyó fue una blanca bola de béisbol lanzada a lo alto de un tejado, atrás y adelante, atrás y adelante, los gritos de dos voces (la bola lanzada hacia arriba, y luego abajo y otra vez a través del cielo). «¡Annie, Annie, basta! ¡Basta, Annie, basta!», gritos como los de los pájaros al volar hacia el lejano sur.

Se despertó de madrugada, una madrugada con olor de la neblina y del frío metal, envuelto en el olor ferroso del tren que le rodeaba, los huesos sacudidos, entumecidos los miembros por toda una noche de viaje. Se despertó con olor de sol tras el horizonte; su vista se tendió sobre una pequeña villa recién surgida del sueño. Se estaban encendiendo las primeras luces, murmuraban quedas las voces; una señal roja oscilaba adelante y atrás, atrás y adelante, en el aire frío de la mañana. Había ese silencio somnoliento en el cual los ecos están dignificados por la claridad, en el cual los ecos se encuentran desnudos, nítidos y solitarios. Pasó un mozo de tren, una sombra entre las sombras.

–Señor –dijo Willie.

El mozo se detuvo.

–¿Cómo se llama esta ciudad? –susurró el chico desde la oscuridad.

–Valleyville.

–¿Cuántos habitantes tiene?

–Diez mil. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te bajas aquí?

–Parece verde. –Willie permaneció largo rato escrutando la ciudad sumida en la madrugada–. Parece agradable y tranquila –añadió.

–Hijo –dijo el mozo–, ¿de verdad sabes a dónde vas?

–Aquí –respondió Willie. Y se levantó tranquilamente en la madrugada tranquila, fría, saturada de olor a hierro, en la oscuridad del tren, con un rozar de ropas, perturbando el silencio.

–Chico, confío en que sepas lo que te haces –dijo el mozo de tren.

–Sí, señor, sé lo que me hago. –Y descendió al oscuro andén, con el equipaje en pos, en manos del mozo; salió a la mañana que recibía las primeras luces, la mañana humeante y fría que condensaba el aliento. Permaneció un instante con la vista alzada hacia el mozo y hacia el negro tren de metal, contra el fondo de las pocas estrellas que aún quedaban. El tren exhaló un gran soplido aullante en su silbato, los mozos del tren gritaron a lo largo de toda la hilera de vagones, los coches saltaron, y su mozo sonrió y ondeó la mano en señal de saludo al chico que allí se quedaba, a aquel chico pequeñín con su maletón que le estaba gritando algo, a pesar de que la máquina volvía a soltar su silbido.

–¿Qué? –gritó el mozo, con la mano haciendo pabellón en la oreja.

–¡Deséeme suerte! –gritó Willie.

–¡La mejor del mundo, hijo! –exclamó el mozo, saludando, sonriendo–. ¡Muchacho, la mejor del mundo!

–Gracias –dijo Willie en mitad del estrépito del tren, en el vapor y el rugido.

Permaneció mirando al negro tren hasta que se fue completamente y se perdió de vista en la lejanía. No se movió durante todo el tiempo que tardó en irse. Allí se estuvo, quietecito en el fatigado andén de madera, doce años de chiquillo, y sólo después de pasados tres minutos completos se volvió para, por fin, encararse con las calles desiertas.

Después, mientras el sol se alzaba, echó a andar a toda prisa para guardar el calor, bajando de la estación, entrando en la nueva ciudad.

jueves, junio 10, 2010

El carrito fantasma

por Rudyard Kiplling

Que ningún sueño maligno perturbe mi descanso ni me toque el Poder de las Tinieblas.

Himno vespertino



Una de las pocas ventajas que la India tiene sobre Inglaterra es una gran facilidad de conocimiento. Tras cinco años de servicio, un hombre tiene relaciones, directas o indirectas, con los doscientos o trescientos funcionarios de su provincia, todos los ranchos de diez o doce regimientos y baterías, y unas mil quinientas personas más de la casta sin puesto oficial. A los diez años esas relaciones habrán doblado el número, y al final de veinte años conoce, o sabe algo de, todo inglés del imperio, y puede viajar a cualquier lugar, a todos los sitios, sin tener que pagar hotel.

Quienes viajan por el mundo considerando un derecho que se les dé alojamiento han embotado, incluso en el periodo de mi vida, esta generosidad; no obstante, si hoy día se pertenece al círculo íntimo y no se es ni oso ni oveja negra, todas las puertas están abiertas, y nuestro pequeño mundo se muestra muy, muy amable y colaborador.

Rickett de Kamartha se hospedó con Polder de Kumaon hará unos quince años. Pensaba quedarse dos noches, pero lo puso en cama una fiebre reumática y por seis semanas desorganizó el establecimiento de Polder, le impidió a éste trabajar y casi se le muere en el dormitorio. Polder se comporta como si hubiera quedado de por vida deudor de Rickett, y cada año envía a los hijos de éste una caja con regalos y juguetes. Lo mismo ocurre en todos los sitios. Los hombres no se toman la molestia de ocultarnos su opinión, en el sentido de que somos unos asnos incompetentes, o las mujeres que denigran nuestro carácter y no comprenden las diversiones de nuestras esposas, se quedarán en los huesos ayudándonos si caemos enfermos o tenemos problemas serios.

Heatherlegh, el doctor, mantenía, aparte de su clientela regular, un hospital a costa de su propio bolsillo —según lo llamaban sus amigos, un agrupamiento de cubículos desvencijados para incurables— en realidad, se trataba de una especie de cobertizo adaptado para las tripulaciones que han sido dañadas por los temporales. En la India el tiempo suele ser sofocante, y como la entrega de ladrillos es siempre una cantidad fija y la única libertad existente es el permiso de trabajar horas extras sin recibir ni las gracias, los hombres se derrumban de vez en cuando y quedan tan confundidos como las metáforas de esta oración.




Heatherlegh es el doctor más adorable que haya existido, y su receta invariable para todos los pacientes: "acuéstese, tómese las cosas con calma y no se violente". Dice que mueren más hombres debido al exceso de trabajo de lo que justifica la importancia de este mundo. Afirma que el exceso de trabajo mató a Pansay, quien murió en sus manos hará unos tres años. Tiene, desde luego, el derecho de hablar con toda autoridad, y se ríe de mi teoría: que en la cabeza de Pansay había una hendedura y un poquito del mundo oscuro entró por ella y lo presionó hasta matarlo. "Pansay perdió la chaveta", dice Heatherlegh, "debido al estímulo de unas largas vacaciones en casa. Pudo o no haberse comportado como un canalla con la señora Keith-Wessington. En mi opinión, su trabajo en la colonia de Katabundi le agotó las energías, y le dio por la melancolía y por exagerar un mero coqueteo tenido durante un viaje. Desde luego que estaba comprometido con la señorita Mannering, y desde luego que ella rompió el compromiso. Entonces, agarró un enfriamiento febricitante, y de allí todas esas tonterías acerca de fantasmas. El exceso de trabajo inició la enfermedad, la mantuvo activa y lo mató, ¡pobre diablo! Atribúyalo a un sistema que utiliza un hombre para que haga el trabajo de dos y medio."

No creo en esto. Solía sentarme con Pansay ciertas ocasiones en que a Heatherlegh lo llamaban para que fuera a ver pacientes, y sucede que estaba yo a mano para sus confidencias. El hombre me hacía de lo más infeliz describiéndome en voz baja e inalterable, la procesión que sin cesar pasaba a los pies de su cama. Manejaba el lenguaje con la capacidad de un enfermo. Sugerí que, cuando se recuperara, escribiera todo lo sucedido, de principio a fin, pues sabía que la tinta podría ayudarlo a calmar la mente.

Sufría de fiebre elevada mientras lo escribía, y el tono de revista tremendista que adoptó no llegó a calmarlo. A los dos meses lo declararon listo para servicio; pero, a pesar de que necesitaban urgentemente su ayuda para que un grupo de trabajo escaso de personal pudiera sobrevivir una etapa de déficit, prefirió morir, jurando al final de todo que lo acosaban brujas. Obtuve el manuscrito antes de que él muriera, y ésta es su versión de los hechos, fechada en 1885, tal y como la escribió:

El doctor me dice que necesito descanso y un cambio de aires. No es improbable que antes de mucho obtenga los dos; un descanso que ni el mensajero de chaqueta roja ni el cañón disparado a mediodía interrumpirán; un cambio de aires más definitivo que el que pueda darme cualquier vapor en camino a casa. Mientras tanto, estoy resuelto a permanecer donde me encuentro; y, desobedeciendo tajantemente las órdenes de mi médico, hacer de todo el mundo mi confidente. Por sí mismos se enterarán de la naturaleza precisa de mi enfermedad y, asimismo, juzgarán si hombre alguno nacido de mujer en esta tierra fatigante fue alguna vez tan atormentado como yo.

Ahora que hablo como un criminal condenado podría hablar antes de que caigan los cerrojos, pienso que mi historia, por extraña y horriblemente improbable que pueda parecer, merece por lo menos atención. De ninguna manera supongo que puedan creerla. Hace dos meses habría calificado de loco o borracho al hombre que osara contarme algo parecido. Hace dos meses era el hombre más feliz de la India. Hoy, de Peshavar a la costa, nadie hay más infeliz. Sólo mi doctor y yo sabemos de esto. Explica todo diciendo que mi cerebro, mi digestión y mi vista se encuentran ligeramente afectados, dando lugar a mis frecuentes y persistentes "ilusiones" ¡Ilusiones, cómo no! Lo considero un tonto. Pero me sigue atendiendo con la misma sonrisa infatigable, el mismo trato profesional suave, las mismas patillas rojas cuidadosamente recortadas, hasta que comienzo a sospecharme un inválido desagradecido y de mal carácter. Pero ustedes juzgarán por sí mismos.

Hace tres años fue mi fortuna —mi gran infortunio— navegar de Gravesend a Bombay, tras unas largas vacaciones, con una cierta Agnes Keith-Wessington, esposa de un oficial asignado a Bombay. No les concierne en lo más mínimo saber qué tipo de mujer era. Básteles saber que, antes de terminar el viaje, estábamos desesperada e irrazonablemente enamorados uno del otro. Bien sabe el cielo que puedo hoy admitir esto sin asomo alguno de vanidad. En este tipo de asuntos siempre hay uno que da y otro que acepta. Desde el primer día de nuestra malhadada unión tuve conciencia de que la pasión de Agnes era un sentimiento más fuerte, más dominante y —si se me permite usar la expresión— más puro que el mío. Ignoro si ella reconoció ese hecho entonces. Después, fue amargamente claro para los dos.

Llegados a Bombay la primavera de aquel año, tomamos nuestros respectivos caminos, para no vernos ya los tres o cuatro meses siguientes, cuando mis vacaciones y su amor nos llevaron a Simla. Allí pasamos la temporada juntos y, allí, mi fuego de paja llegó a una lamentable extinción con la terminación del año. No intenté dar ninguna excusa. No me disculpé. La señora Wessington había renunciado a muchas cosas a causa mía, y estaba dispuesta a renunciar a todo. De mis propios labios supo, en agosto de 1882, que me sentía hastiado de su presencia, cansado de su compañía y aburrido del sonido de su voz. Noventa y nueve mujeres de cien se habrían aburrido de mí como yo de ellas; setenta y cinco de esa cifra se habrían vengado prontamente mediante un coqueteo activo y franco con otros hombres. La señora Wessington era la número cien. En ella no tuvieron el menor efecto ni mi aversión tan claramente expresada ni las crueldades hirientes con que adornaba yo nuestras entrevistas.

—¡Jack, querido —era su eterna exclamación tonta—, estoy segura de que todo es un error, un error terrible; algún día volveremos a ser buenos amigos. Por favor, querido Jack, perdóname!

Yo era el ofensor, y lo sabía. Aquel conocimiento transformó mi piedad en una resistencia pasiva y, con el tiempo, en un odio ciego; se trata del mismo instinto, supongo, que impulsa a un hombre a aplastar salvajemente la araña que había matado a medias. Con este odio en mi pecho vino a su fin la temporada de 1882.

Al año siguiente volvimos a encontrarnos en Simla, ella con su rostro monótono y sus tímidos intentos de reconciliación; yo, con aquel odio por ella en todas las fibras de mi cuerpo. No pude evitar verme a solas con ella en varias ocasiones; en cada una de éstas sus palabras fueron exactamente las mismas: ese lamento irracional de que todo era un "error" y luego la esperanza de que con el tiempo "seríamos amigos". De haberme preocupado por mirar, podría haber visto que sólo la esperanza la mantenía viva. Mes con mes palidecía y adelgazaba. Estarán de acuerdo conmigo al menos en esto: que esa conducta habría hecho caer en la desesperación a cualquiera. Era innecesaria, infantil, poco femenina. Afirmo que ella tenía mucho de la culpa. Y sin embargo a veces, en mis negras y enfebrecidas vigilias nocturnas, he comenzado a pensar que pude ser un poco más amable con ella. Pero ésa sí es una "ilusión". No podía seguir pretendiendo que la amaba cuando no ocurría así, ¿no es cierto? Hubiera sido injusto para los dos.

El año pasado volvimos a reunirnos, en las mismas condiciones. Los mismos llamados fatigantes, las mismas respuestas secas de mis labios. Finalmente, decidí hacerla comprender cuán totalmente equivocados y sin esperanza eran sus intentos de reanudar la vieja relación. Según avanzaba la temporada, nos fuimos separando; es decir, le fue difícil reunirse conmigo, pues tenía yo otros intereses más absorbentes a los cuales atender. Cuando, calmadamente, repaso todo eso en mi cuarto de enfermo, la temporada de 1884 me parece una pesadilla confusa, en la que luz y sombra estuvieran entremezcladas fantásticamente: mi cortejo de la pequeña Kitty Mannering; mis esperanzas, dudas y miedos; nuestros largos paseos a caballo juntos; mi temblorosa aceptación de que estaba enamorado; su respuesta; de vez en cuando la visión de un rostro blanco que pasa en el carrito con las libreas blancas y negras que en alguna ocasión esperé con tanta ansia; la mano enguantada de la señora Wessington saludándome; y, cuando estábamos solos, lo que ocurría rara vez, la molesta monotonía de su queja. Amaba yo a Kitty Mannering; la amaba honestamente y con todo el corazón; y al crecer mi amor por ella, crecía mi odio por Agnes. En agosto Kitty y yo quedamos comprometidos. Al día siguiente encontré a espaldas del Jakko a esos malditos jhampanies (1) "corvinos" y, llevado de un pasajero sentimiento de piedad, me detuve junto a la señora Wessington para contarle todo. Ya lo sabía.

—Escuché decir que estás comprometido, querido Jack —y entonces, sin mediar pausa alguna—: Estoy segura de que todo es un error, un error terrible. Alguna vez seremos tan buenos amigos, Jack. como siempre lo fuimos.

Mi respuesta habría hecho respingar incluso a un hombre. Cortó a la mujer moribunda que ante mí tenía como el golpe de un látigo.

—Por favor, Jack, perdóname. No quise enojarte. Pero ¡es cierto, es cierto!

Y la señora Wessington se derrumbó totalmente. Me di la vuelta y dejé que terminara su viaje en paz, sintiendo, aunque sólo por uno o dos segundos, que me había comportado como una alimaña indeciblemente cruel. Miré hacia atrás y vi que había hecho dar vuelta al carrito, con la idea, supongo, de alcanzarme.

Aquella escena y los alrededores quedaron fotografiados en mi memoria. El cielo cargado de lluvia (estábamos a finales de la temporada de lluvias), los pinos empapados y deslucidos, el camino lodoso y los farallones hendidos por la pólvora formaban un lóbrego telón de fondo, contra el cual destacaban claramente las libreas negras y blancas de los jhampanies, el carrito de paredes amarillas y la abatida cabeza dorada de la señora Wessington. Con el pañuelo apretado en la mano izquierda, se apoyaba extenuada en los cojines del carrito. Llevé mi caballo por una vereda cercana al Sanjowlie Reservoir y, literalmente, huí. En una ocasión creí escuchar un lejano "¡Jack!" Tal vez fuera mi imaginación. Nunca me detuve a confirmarlo. Diez minutos más tarde me encontré con Kitty, que venía a caballo. En el deleite que me produjo el largo paseo con ella, olvidé todo lo concerniente a la entrevista ocurrida.

Una semana después moría la señora Wessington, y mi vida se vio libre de la inenarrable carga de su existencia. Me fui a Plainsward totalmente feliz. Antes de los tres meses me había olvidado de ella por completo, excepto que en ocasiones hallar una de sus viejas cartas me traía desagradables recuerdos de aquella relación concluida. En enero había desenterrado de entre mis dispersas pertenencias lo que de nuestra correspondencia quedaba, quemándolo. A comienzos de abril de este año, 1885, estaba una vez más en Simla, en una semidesierta Simla, hundido en pláticas y paseos de amante con Kitty. Se había decidido que nos casáramos a fines de junio. Por consiguiente comprenderán que, amando a Kitty como la amaba, no exagero al decir que era, en aquellos momentos, el hombre más feliz de la India.

Casi habían pasado catorce días deliciosos antes de que notara su desaparición. Entonces, alertado a la conciencia de lo que era propio entre mortales comprometidos como lo estábamos ella y yo, le hice ver a Kitty que un anillo de compromiso era la señal externa y visible de su dignidad de muchacha prometida en matrimonio; que debía venir de inmediato conmigo a Hamilton para que le midieran uno. Hasta ese momento, le doy mi palabra, habíamos olvidado por completo asunto tan trivial. Así, a Hamilton nos fuimos el día 15 de abril de 1885. Recuérdese que, diga lo que diga en contra mi doctor, poseía entonces una salud perfecta, gozaba de una mente bien equilibrada y de un espíritu por todo concepto tranquilo. Kitty y yo entramos en Hamilton juntos y, allí, sin tomar en cuenta el orden de llegada, medí el dedo de Kitty en presencia del divertido dependiente. El anillo tenía un zafiro y dos diamantes. A continuación bajamos por la cuesta que conduce al puente de Combermere y al establecimiento de Peliti.

Mientras mi Waler avanzaba cautelosamente por el esquisto suelto, y Kitty charlaba y reía a mi lado —mientras todo Simla, es decir, tantas personas como las llegadas hasta ese momento de las llanuras, se agrupaban alrededor del cuarto de lectura y el porche de Peliti—, sentí que alguien, al parecer desde una gran distancia, me llamaba por mi nombre de pila. Tuve la impresión de haber escuchado esa voz antes, aunque sin poder determinar de pronto cuándo y dónde. En el breve tiempo que toma cubrir la distancia entre el camino que parte de Hamilton y la primera plancha del puente de Combermere pensé en una media docena de personas que hubieran podido haber cometido aquel solecismo, y terminé decidiendo que debió tratarse de algún rumor en mis oídos. Justo frente al establecimiento de Peliti atrajo a mi vista la imagen de cuatro jhampanies,en libreas de "cuervo", que tiraban de un vulgar carrito de mercado, de paredes amarillas. Con una sensación de disgusto e irritación, al instante mi mente regresó a la temporada anterior y a la señora Wessington. ¿No era suficiente que la mujer hubiera muerto y desaparecido, sino que ahora viniera la aparición de sus servidores en blanco y negro a echarme a perder la felicidad sentida ese día? Decidí visitar a quienquiera que los ocupara y pedirle, como un favor personal, que cambiara las libreas de sus jhampanies. Alquilaría yo mismo a esos hombres y, de ser necesario, les compraría sus libreas. Es imposible expresar aquí el flujo de memorias desagradables que su presencia despertó.

—Kitty —exclamé—, ¡han vuelto los jhampanies de la pobre señora Wessington! Me pregunto quién los emplea ahora.

Kitty había conocido ligeramente a la señora Wessington la temporada anterior, habiendo mostrado un interés constante por la enfermiza mujer.

—¿Cómo? ¿Dónde? —preguntó—. No los veo por ninguna parte.

Y justo mientras hablaba, su caballo, por evitar una mula cargada, se puso directamente frente al carrito en marcha. Apenas había tenido tiempo de gritar una advertencia cuando, para mi horror indescriptible, caballo y jinete pasaron a través de los hombres y el vehículo como si fueran éstos de aire puro.

—¿Qué te ocurre? —exclamó Kitty—. ¿Por qué gritaste de un modo tan tonto, Jack? Si estoy comprometida, no quiero que todo el mundo se entere de ello. Había muchísimo espacio entre la mula y el porche. Y si te imaginas que no sé cabalgar, ¡pues entonces...!

Dicho esto, la testaruda Kitty se lanzó a medio galope, la delicada cabecita al aire, en dirección al quiosco de música, sin la menor duda, según me dijo después, de que la seguiría. ¿Qué me ocurría? Casi nada. O bien estaba yo loco o borracho, o Simla estaba rondada por diablos. Contuve con las riendas a mi impaciente montura y me volví. También el carrito había dado la vuelta y estaba ahora frente a mí, próximo al pretil izquierdo del puente Combermere.

—¡Jack, querido Jack! —esta vez no había equivocación ninguna respecto a las palabras; resonaron en mi mente como si las hubieran gritado a mi oído—. Se trata de un terrible error, estoy segura. Por favor, perdóname, Jack, y volvamos a ser amigos.

La capota del carrito había caído hacia atrás y dentro, tal como espero y ruego de día por la muerte que de noche temo, estaba la señora Keith-Wessington, el pañuelo en la mano, la dorada cabeza inclinada sobre el pecho.

No sé por cuanto tiempo la contemplé inmóvil. Finalmente, me despertó mi sirviente al asir la brida de Waler y preguntarme si me sentía mal. De lo horrible a lo común y corriente sólo hay un paso. Desmonté del caballo y me precipité, medio desmayado, en Peliti, donde pedí una copa de brandy de cereza. Dos o tres parejas se hallaban reunidas alrededor de las mesas, comentando los chismes del día. Su charla trivial fue más reconfortante para mí en aquel momento que los consuelos de la religión pudieran haberlo sido. De inmediato me sumergí en medio de la conversación; platicaba, reía y hacía bromas con una cara (cuando de refilón la vi en un espejo) tan blanca y desencajada como la de un cadáver. Tres o cuatro hombres notaron la condición en que estaba; sin duda atribuyéndolo a las consecuencias de haber bebido demasiados tragos, caritativamente se esforzaron por apartarme del resto de los parroquianos. Pero me rehusé a separarme de ellos. Quería la compañía de los de mi condición, tal como un niño se precipita en medio de una fiesta tras haber recibido un susto en la oscuridad. Llevaría hablando unos diez minutos, aunque a mí me parecieron una eternidad, cuando escuché fuera la clara voz de Kitty preguntando por mí. Un minuto después estaba dentro del local, dispuesta a reconvenirme por descuidar tan señaladamente mis deberes. Algo en mi rostro la contuvo.

—Pero Jack —exclamó—, ¿en qué te has metido? ¿Qué sucede? ¿Estás enfermo?

Así conducido a una mentira directa, dije que el sol había resultado demasiado fuerte para mí. Eran cerca de las cinco, una encapotada tarde de abril, y el sol había estado oculto todo el día. Comprendí mi error en cuanto las palabras terminaron de salir de mi boca; intenté cubrirlas; disparaté lamentablemente y seguí a Kitty, cuyo enojo era de alcurnia, al exterior, entre las sonrisas de mis conocidos. Inventé alguna excusa (olvidé cuál) argumentando que me sentía débil y al paso largo busqué mi hotel, dejando que Kitty terminara sola el paseo.

En mi habitación me senté e intenté con toda calma encontrarle alguna explicación a lo sucedido. Heme aquí, yo, Theobald Jack Pansay, un funcionario civil con buenos estudios, en el año de gracia de 1885, supuestamente cuerdo, sin duda alguna sano, a quien la aparición de una mujer muerta y enterrada ocho meses atrás causa tal terror que lo separa del lado de la novia. Son hechos ante los cuales no puedo cerrar los ojos. Nada más lejano de mi pensamiento que la memoria de la señora Wessington cuando Kitty y yo salimos de Hamilton. Nada más común y corriente que la porción de muro frente a Peliti. A plena luz del día, el camino lleno de gente. Y sin embargo allí, fíjense, desafiando toda ley de la probabilidad, en violación directa de lo ordenado por la naturaleza, se me aparece un rostro venido de la tumba.

El caballo árabe de Kitty había pasado a través del carrito: así quedaba eliminada mi primera esperanza, que una mujer milagrosamente parecida a la señora Wessington hubiera alquilado el carrito, junto con los culies de librea. Una y otra vez di vueltas alrededor de esa maraña de pensamientos; una y otra vez me rendí, perplejo y desesperado. La voz era tan inexplicable como la aparición. De principio tuve la idea descabellada de confesarle todo a Kitty, rogarle que se casara conmigo de inmediato y, en sus brazos, desafiar a la fantasmal ocupante del carrito. "Después de todo", argüía, "la presencia del carrito basta como prueba de la existencia de una ilusión espectral. Es posible ver fantasmas de hombres y mujeres, pero de seguro nunca de culies y vehículos. Todo esto es absurdo. ¡Imagínense, ver el fantasma de un montañés!"

A la mañana siguiente envié a Kitty una nota de disculpa, implorándole que pasara por alto mi extraña conducta de la tarde anterior. Mi divinidad seguía muy enojada, y fue necesario dar disculpas personalmente. Expliqué, con una fluidez nacida de haber estado meditando toda la noche una mentira, que me vi atacado por una súbita palpitación del corazón, resultado de una indigestión. Esa solución eminentemente práctica tuvo su efecto: Kitty y yo paseamos a caballo aquella tarde con la sombra de mi primera mentira apartándonos.

Se encaprichó en un paseo al paso largo alrededor del Jakko. Con los nervios aún trastornados por la noche anterior, protesté débilmente contra la idea, sugiriendo la colina Observatory, Jutogh, el camino de Boileaugunge, cualquier cosa excepto el círculo del Jakko. Kitty estaba enojada y un tanto herida, así que cedí, temeroso de provocar un malentendido mayor; por tanto, partimos juntos hacia Chota Simla. Fuimos al paso gran parte de la ruta y, según era nuestra costumbre, al paso largo desde poco más o menos una milla antes de Convent hasta el tramo de camino uniforme que está junto al Sanjowlie Reservoir. Los malditos caballos parecían volar, y mi corazón latía cada vez con mayor rapidez según nos acercábamos a la cresta de la pendiente. Mi mente había estado ocupada toda la tarde con la señora Wessington; cada pulgada del camino del Jakko era testigo de nuestros paseos y charlas. Los cantos rodados estaban plenos de aquello; los pinos lo cantaban potentes por encima de nosotros; invisibles, los torrentes alimentados por la lluvia reían contenidos, reían entre dientes de aquella historia vergonzante; y, en mis oídos, el viento salmodiaba la iniquidad cometida.

Como una culminación lógica, en medio del trecho que los hombres llaman la Milla de las Damas, el horror me esperaba. Ningún otro carrito a la vista; únicamente los cuatro jhampanies en blanco y negro, el vehículo de paredes amarillas y, dentro, la dorada cabeza de la mujer, ¡todo aparentemente como lo había dejado ocho meses y quince días atrás! Por un instante imaginé que Kitty debía ver lo que yo veía, tan maravillosamente coincidíamos en todas las cosas. Sus siguientes palabras me desengañaron: "¡Ni un alma a la vista! ¡Vamos Jack, te juego una carrera hasta los edificios del Reservoir!" Su musculoso caballito pura sangre partió como una exhalación, mi Waler inmediatamente detrás, y en ese orden nos lanzamos al filo de los farallones. En medio minuto estábamos a cincuenta yardas del carrito. Frené a mi Waler y me retrasé un poco. El carrito estaba justo en medio del camino y, una vez más, el pura sangre pasó a través de él, siguiéndolo mi caballo, "¡Jack, querido Jack, por favor, perdóname!" —oí el lamento en mis oídos y, al cabo de un intervalo—: "¡Todo fue un error, un error terrible!"

Espoleé a mi caballo como un hombre poseído. Cuando, en las instalaciones del Reservoir, volví la cabeza, las libreas en blanco y negro seguían esperando, pacientemente esperando, al pie de la gris colina, y el viento me trajo un eco burlón de las palabras escuchadas. Por el resto del paseo Kitty me embromó mucho a causa de mi silencio. Hasta ese momento había hablado sin freno y alocadamente. Ni para salvar mi vida habría podido hablar, a partir de allí, de un modo natural, y desde Sanjowlie hasta la iglesia sabiamente me mantuve en silencio.

Tenía cena con los Mannering aquella noche, y apenas me alcanzaba el tiempo para cabalgar hasta casa y cambiarme. Camino de Elysium Hill escuché a dos hombres que hablaban en la oscuridad. "Es curioso", dijo uno, "cómo desapareció toda huella de él. Ya sabe cuán locamente encariñada estaba mi esposa de esa mujer (aunque no entiendo qué pueda haber visto en ella), y quería que consiguiera yo su viejo carrito con los culies, no importa a qué precio. Lo llamo un capricho un tanto malsano, pero tengo que hacer lo que memsahib pida. Aunque no lo crea, el hombre que se lo alquilaba me ha dicho que los cuatro hombres —eran hermanos— murieron de cólera camino de Hardwar, ¡pobres diablos! En cuanto al carrito, él mismo lo deshizo. Me dijo que nunca usaba el carrito de una memsahib muerta. Que es de mala suerte. Extraña idea, ¿no le parece? ¡Imagínese, la pobre señora Wessington echándole a perder la suerte a alguien que no fuera ella misma!" En ese punto me reí en voz alta, y la risa me sacudió mientras la emitía. ¡De modo que sí había fantasmas de carritos, después de todo, con funciones fantasmales en el otro mundo! ¿Cuánto pagaba la señora Wessington a sus hombres? ¿Qué horario tenían? ¿Adónde iban?

Y como una respuesta visible a mi última pregunta, vi aquella cosa infernal en la luz mortecina, obstaculizándome el camino. Los muertos viajan rápido, y por atajos que los culies ordinarios desconocen. Reí en voz alta una segunda vez, cortando de pronto la carcajada, temeroso de estarme volviendo loco. Debí estar loco en cierta medida, pues recuerdo que frené con las riendas a mi caballo llegando al carrito y, cortésmente le deseé "Buenas noches" a la señora Wessington. Su respuesta fue una que conocía yo demasiado bien. La escuché hasta el final. Repliqué entonces que todo aquello lo había oído ya antes, pero que si ella tenía algo que agregar, atendería con gusto. Algún demonio maligno, más fuerte que yo, debió entrar en mí aquella noche, pues tengo vagas memorias de haber comentado, por cinco minutos, los sucesos cotidianos de aquel día con la cosa que tenía enfrente.

—¡Está loco de atar el pobre diablo, o borracho! Max, mira si puedes convencerlo que se vaya a su casa.

¡De seguro aquélla no era la voz de la señora Wessington! Los dos hombres me habían escuchado hablar con el aire, y regresaban para cuidarme. Se mostraron muy amables y considerados, y de sus palabras deduje que me creían sumamente borracho. Les di las gracias atropelladamente y cabalgué hasta mi hotel, donde me cambié; llegué diez minutos tarde a casa de los Mannering. Alegué como excusa lo oscuro de la noche, Kitty me reprochó por mi nada romántica tardanza y nos sentamos.

La conversación se había generalizado ya. A socapa de ella dirigía yo algunas frases tiernas a mi novia cuando capté que, al extremo de la mesa, un hombre de corta estatura y patillas rojas describía, con mucho adorno, su encuentro aquella noche con un loco desconocido.

Unas cuantas oraciones me convencieron de que repetía el incidente de media hora atrás. En medio de su relato miró en derredor buscando aplausos, como hacen los narradores profesionales, tropezó con mi cara y sin más se desmoronó. Hubo un momento de penoso silencio, y el hombre de patillas rojas murmuró algo en el sentido de que "había olvidado el resto", sacrificando con ello la reputación de buen contador que había ido ganando las seis últimas temporadas. Lo bendije desde el fondo de mi alma y... seguí comiendo mi pescado.

A su debido tiempo la cena llegó a su fin. Con pesar genuino me separé de Kitty; tan cierto como estaba de mi existencia sabía que aquello me estaba esperando al otro lado de la puerta. El hombre de patillas rojas, que me fue presentado como el doctor Heatherlegh, de Simla, me ofreció compañía hasta donde nuestros caminos se separaran. Acepté la oferta con gratitud.

El instinto no me había engañado. Estaba presto en el Mall y, con lo que parecía una burla demoniaca de nuestras costumbres, tenía la lámpara frontal encendida. El hombre de patillas rojas abordó la cuestión de inmediato, mostrando con su modo de hacerlo que había estado pensando sobre el caso durante toda la cena.

—Dígame, Pansay, ¿qué diablos le ocurrió esta noche en el Elysium Road?

Lo súbito de la pregunta me arrancó una respuesta antes de que tuviera conciencia de estar respondiendo.

—¡Eso! —dije, señalando aquello.

—Eso puede ser delirium tremens o la vista, por lo que deduzco. Ahora bien, usted no bebe. Lo comprobé durante la cena, así que no puede ser delirium tremens. Nada hay en absoluto allí donde señala, aunque esté usted sudando y temblando de miedo, como un pony asustado. Por tanto, saco en conclusión que se trata de la vista. Y de eso creo saberlo todo. Venga a casa conmigo. Vivo en la parte baja de Blessington.

Con intenso gozo vi que el carrito, en lugar de esperarnos, se mantenía veinte yardas adelante, fuéramos al paso, al trote o al paso largo. En el transcurso de aquella larga cabalgata nocturna dije a mi acompañante casi tanto como lo comunicado a ustedes aquí.

—Bien, pues ha echado a perder usted uno de los mejores cuentos con que haya tropezado —dijo—, pero se lo perdono tomando en cuenta por lo que ha pasado usted. Ahora, venga a casa y haga lo que le pida. Y cuando lo haya curado, jovencito, que esto le sirva de lección: hasta el día de su muerte manténgase alejado de las mujeres y de la comida indigesta.

El carrito se mantenía adelante, y mi amigo de las patillas rojas parecía derivar un gran placer de escucharme decirle dónde exactamente se encontraba el vehículo.

—La vista, Pansay; la vista, el cerebro y el estómago. Y el estómago es el peor de ellos. Tiene usted un exceso de cerebro engreído, demasiado poco estómago y una vista totalmente enferma. Ponga en condiciones el estómago y lo demás vendrá por sí solo. Y todo esto lo resolverán unas píldoras para el hígado. A partir de este momento me hago cargo de su cuidado médico, pues es usted un fenómeno demasiado interesante para que lo deje pasar.

En aquel instante estábamos en la parte baja de Blessington, en lo más profundo de sus sombras, y el carrito se detuvo bajo un grupo de pinos, situado en un saliente de pizarra. Instintivamente me detuve también, explicando la razón. Heatherlegh lanzó un juramento.

—Mire, si supone que me voy a pasar esta fría noche al pie de una colina a causa de una ilusión provocada por el estómago cum cerebro cum vista... ¡Dios nos apiade, qué ha sido eso?

Se escuchó un estallido apagado, justo frente a nosotros se levantó una cegadora nube de polvo, hubo un crujido, el ruido de ramas desgajadas y unas diez yardas del farallón —pinos, maleza y todo lo demás— se deslizó hasta el camino, bloqueándolo por completo. Los árboles desenraizados oscilaron y se tambalearon por un momento en la oscuridad, como gigantes ebrios, y enseguida cayeron postrados entre sus compañeros con un estrépito atronador. Nuestros caballos quedaron inmóviles, sudando de miedo. En cuanto el ruido de la tierra y las piedras derribadas cesó, mi acompañante murmuró:

—Amigo, si hubiéramos seguido avanzando, en este momento estaríamos en nuestras tumbas, a diez pies de profundidad. "Hay más cosas en el cielo y en la tierra..." Venga a casa, Pansay, y demos gracias a Dios. Necesito de inmediato un trago.

Buscamos otro camino por Church Ridge y, poco después de la medianoche, llegué a casa del doctor Heatherlegh.

Casi de inmediato comenzaron sus intentos por curarme, y en una semana no me separé de su lado. A lo largo de esa semana, en muchas ocasiones bendije a mi buena fortuna, que me había puesto en contacto con el mejor y más amable doctor de Simla. Día a día mi espíritu ganaba en alegría y se serenaba. Asimismo, día a día me inclinaba más por aceptar la teoría de Heatherlegh sobre una "ilusión espectral" relacionada con vista, cerebro y estómago. Escribí a Kitty, diciéndole que un esguince ligero, provocado por una caída del caballo, me tendría en cama unos días; que me recuperaría antes de que tuviera tiempo de lamentar mi ausencia.

El tratamiento aplicado por Heatherlegh era sencillo en cierta medida. Consistía en píldoras para el hígado, baños de agua fría y ejercicios enérgicos, hechos al oscurecer o muy temprano por la mañana, porque, como sagazmente observó el doctor: "Un hombre con un tobillo torcido no camina una docena de millas al día, y su joven amiga pudiera entrar en sospechas de verlo".

Al finalizar la semana, tras examinarme mucho la pupila y el pulso, y tras darme instrucciones estrictas respecto a la dieta y mis caminatas, Heatherlegh me despidió con igual brusquedad que cuando se hizo cargo de mí. He aquí su bendición de despedida: "Amigo, certifico su cura mental, lo que equivale a decir que he curado una gran parte de sus dolencias corporales. Ahora, tome sus bártulos y váyase lo antes posible; váyase y corteje a la señorita Kitty."

Me esforzaba en expresarle mi agradecimiento por sus bondades, pero me interrumpió sin más:

—No piense que lo hice porque me agrade usted. Entiendo que se ha comportado como un verdadero canalla. Pero, de cualquier manera, es usted un fenómeno, y un fenómeno curioso en igual medida que canalla. ¡No! —y me silenció una segunda vez—. Ni una rupia, por favor. Salga de aquí y mire a ver si encuentra nuevamente ese problema de ojos-cerebro-estómago. Le daré un lakh (2) cada ocasión que lo vea.

Media hora más tarde estaba en la sala de los Mannering con Kitty, ebrio con los efluvios de mi felicidad actual y el conocimiento de que nunca más me perturbaría aquella presencia espantosa. Firme gracias a la sensación de mi recién hallada seguridad, propuse un paseo en el acto y, de preferencia, al paso largo alrededor de Jakko.

Nunca me había sentido mejor, tan lleno de vitalidad y simple espíritu animal, como aquella tarde del 30 de abril. Kitty se mostró dichosa con mi cambio de aspecto, y me felicitó por ello con su estilo tan deliciosamente franco y abierto. Dejamos juntos la casa de los Mannering, riendo y hablando, y como en los viejos tiempos fuimos al paso largo por el camino de Chota Simla.

Tenía prisa de llegar al Sanjowlie Reservoir, para allí dos veces hacer segura mi seguridad. Los caballos daban su mejor esfuerzo, que parecía demasiado lento para mi mente impaciente. A Kitty le asombraba mi bullicio.

—¡Pero Jack —exclamó finalmente —, te estás comportando como un chiquillo! ¿Qué haces?

Estábamos justo antes del convento, y por un mero impulso de travesura hacía que mi Waler cabriolara y corcoveara a lo ancho del camino, cosquilleándolo con el lazo de mi látigo.

—¿Que qué hago ? —respondí—. Nada, querida. Exactamente ocurre eso. Si nada has hecho por una semana, excepto estar en cama, te sentirías tan alborotada como yo.

Cantando y murmurando de alegría festiva,
feliz de verte vivo;
señor de la natura, de la tierra visible
de los cinco sentidos.

No acababa de expresar mi cita cuando ya habíamos rodeado la curva que está después del convento; a las pocas yardas, veíamos hasta Sanjowlie. En el centro del recto camino estaban las libreas negras y blancas, el carrito de paredes amarillas y la señora Keith-Wessington. Tiré de las riendas, miré, me restregué los ojos y, creo, algo dije. Mi siguiente memoria es de verme boca abajo sobre el camino, Kitty, en llanto, arrodillada a mi lado.

—¿Se ha ido, pequeña? —pregunté entrecortadamente, Kitty se limitó a llorar con mayor amargura.

—¿Se ha ido qué, Jack querido? ¿Qué significa todo esto? Debe haber algún error en alguna parte, Jack. Un error terrible.

Estas palabras últimas me pusieron de pie, enloquecido, desvariando por unos momentos.

—Sí, hay un error en alguna parte —repetí—, un error terrible. Ven y míralo.

Tengo una idea vaga de haber arrastrado a Kitty, de la muñeca, por el camino hasta donde aquello estaba, implorándole que, por piedad, le hablara, le dijera que ella y yo estábamos comprometidos, que ni la muerte ni el infierno podrían romper el nexo que nos unía, y sólo Kitty sabe cuántas expresiones más en la misma línea. Una y otra vez pedí apasionadamente al terror sentado en el carrito que comprobara todo lo que le había dicho, que me librara de una tortura que me estaba matando. Supongo que, mientras hablaba, debí contar a Kitty de mis relaciones con la señora Wessington, porque la vi escuchar atentamente, el rostro blanco y los ojos en llamas.

—Gracias, señor Pansay —dijo—, eso es más que suficiente. Syce ghora láo.

Los sirvientes, impasibles como lo están siempre los orientales, habían regresado con los caballos. Cuando Kitty montaba, así la rienda y rogué a mi amada que me oyera y perdonara. La respuesta fue una cortadura hecha con su látigo, que me cruzó el rostro de la boca al ojo, junto con una o dos palabras de adiós que, incluso ahora, me es imposible escribir. Por ello juzgo, y juzgo acertadamente, que Kitty lo sabía todo. Tambaleante, volví junto al carrito. Tenía el rostro cortado y sangrante; el golpe del látigo había producido un lívido cardenal. No tenía yo pundonor. Justo en ese momento Heatherlegh, quien debió estar siguiéndonos a cierta distancia, se acercó.

—Doctor —dije, señalando mi rostro—, he aquí la firma de la señorita Mannering en mi orden de baja y... le agradeceré que me pague ese lakh en cuanto le sea posible.

Incluso en la profunda infelicidad en que me veía, la expresión de Heatherlegh me movió a risa.

—Apuesto mi reputación profesional... —comenzó a decir.

—No sea tonto —susurré—. He perdido la felicidad de mi vida. Será mejor que me lleve a casa.

Mientras hablaba, el carrito desapareció. Entonces, perdí toda conciencia de lo que pasaba. La cima del Jakko pareció elevarse, girar como la cresta de una nube y caer sobre mí.

Siete días más tarde (es decir, el 7 de mayo) tuve conciencia de encontrarme acostado en la habitación de Heatherlegh, tan débil como un niño. Heatherlegh me miraba fijamente tras los papeles puestos en su escritorio. Sus primeras palabras no fueron consoladoras, pero me encontraba demasiado agotado para que me sacudieran.

—La señorita Kitty le regresó sus cartas. Ustedes, los jóvenes, se escriben mucho. Hay aquí un paquete que parece contener un anillo, y una especie de nota jovial de papá Mannering, que me tomé la libertad de leer y quemar. El anciano caballero no está contento con usted.

—¿Y Kitty? —pregunté apagadamente.

—Bastante más conmovida que su padre, por lo que dice. Con base en esto, supongo que dejó escapar usted un cierto número de recuerdos peculiares justo antes de llegar yo. Dice que cuando un hombre se ha comportado con una mujer como usted con la señora Wessington, debería matarse de lástima por los de su especie. Esta conquista suya es un diablillo arrebatado. Afirma, además, que sufría usted delirium tremens cuando aquella trifulca en el camino del Jakko. Dice que prefiere morir antes que volverle a hablar.

Gruñí y me puse de espaldas.

—Tiene usted una salida, amigo mío. Es necesario romper este compromiso, y los Mannering no desean mostrarse muy severos con usted. ¿Qué produjo la ruptura, el delirium tremens o ataques de epilepsia? Siento no poder ofrecerle mejor opción, a menos que prefiera una locura hereditaria. Déme su consentimiento y les diré que se trata de epilepsia. Todo Simla sabe lo ocurrido en Ladies'Mile. Le doy cinco minutos para pensarlo.

Creo que durante esos cinco minutos exploré a fondo los círculos más bajos del infierno que le es permitido al hombre transitar en esta tierra. Al mismo tiempo, me veía andar a tientas por el oscuro laberinto de la duda, la aflicción y la desesperación total. Me preguntaba, como Heatherlegh, en su silla, hubiera podido preguntárselo, cuál de esas terribles alternativas adoptar. Al poco, me oí responder en una voz que apenas reconocí:

—Por estos lugares se muestran execrablemente puntillosos acerca de la moral. Ofrézcales los ataques, Heatherlegh, junto con mi cariño. Y ahora, permítame dormir un poco más.

Entonces se unieron mis dos yo, y fui tan sólo yo (el medio enloquecido, el poseído por el diablo) que me revolví en la cama, siguiendo paso a paso lo ocurrido en el último mes.

"Pero estoy en Simla —me repetía sin cesar—. Yo, Jack Pansay, estoy en Simla, y en Simla no hay fantasmas. No tiene lógica que esa mujer insista en que los hay. ¿Por qué no pudo Agnes dejarme solo? Jamás le hice daño alguno. Bien pudo sucederme a mí en lugar de a ella. Sólo que yo nunca habría vuelto con el propósito de matarla. ¿Por qué no pueden dejarme solo, solo y feliz?"

Era pleno mediodía cuando desperté; muy bajo en el cielo estaba el sol cuando me dormí como duerme en el potro del tormento un criminal torturado: demasiado agotado para sentir ya el dolor.

Al día siguiente no pude levantarme. Heatherlegh me dijo por la mañana que había recibido respuesta del señor Mannering y que, gracias a sus buenos oficios (de él, Heatherlegh), la historia de mi desgracia se había dispersado a lo largo y a lo ancho de Simla, en donde todo el mundo sentía lástima por mí.

—Y es más de lo que se merece —concluyó con tono placentero—, aunque bien sabe el Señor que ha pasado usted por una prueba muy severa. No se preocupe usted, fenómeno perverso, que todavía lograremos curarlo.

Me negué firmemente a ser curado.

—Ha sido usted demasiado amable conmigo, viejo amigo —dije—, pero no creo que sea necesario molestarlo más.

En mi corazón sabía que nada de lo que Heatherlegh pudiera hacer aliviaría la carga puesta sobre mis hombros.

Junto con ese convencimiento vino una sensación de desesperanza, de rebelión impotente ante la sinrazón del asunto. Había docenas de hombres tan malos como yo, a quienes el castigo les había sido reservado para el otro mundo; sentí que era amarga y cruelmente injusto que sólo a mí se me escogiera para destino tan espantoso. Al cabo de un tiempo aquel estado de ánimo dio lugar a otro, en el cual parecía que el carrito y yo fuéramos las únicas realidades en el mundo de sombras: que Kitty era un fantasma; que Mannering, Heatherlegh y los demás hombres y mujeres que conocía eran todos fantasmas; y las grandes y grises colinas sombras vanas, creadas para torturarme. Pasando de un humor a otro, por siete fatigantes días me revolví en todas direcciones; mi cuerpo se fortalecía cada día más, hasta que el espejo de la habitación me dijo que había vuelto yo a la vida cotidiana y era, de nuevo, como los otros hombres. Cosa bastante curiosa, mi rostro no mostraba señales de la lucha ocurrida. Estaba pálido, desde luego, pero tan falto de expresión y tan común y corriente como siempre. Esperaba ver alguna alteración permanente, alguna prueba visible de la enfermedad que me consumía. Nada hallé.

El 15 de mayo dejé la casa de Heatherlegh a las once de la mañana. Mi instinto de soltero me llevó al club. Descubrí que todos conocían mi historia en la versión de Heatherlegh, y se mostraron, con desmañadas maneras, desusadamente amables y atentos No obstante, comprendí que, el resto de mi vida natural, estaría entre ellos, pero no sería de ellos, y envidié con amargura suma a los risueños culies del Mall. Almorcé en el club y, a las cuatro, anduve sin propósito fijo por el Mall, con la vaga esperanza de tropezar con Kitty. Cerca del quiosco para la banda se me unieron las libreas en blanco y negro, y escuché a mi lado el consabido llamado de la señora Wessington. Lo venía esperando desde que salí, y lo único que me sorprendió fue cuánto tardó en presentarse. El carrito fantasma y yo caminamos en silencio, uno junto al otro, por el camino de Chota Simla. Cerca del bazar, Kitty y un hombre, a caballo, nos alcanzaron y dejaron atrás. Si me atengo a la actitud de ella, bien podría haber sido yo un perro de la calle. Ni siquiera me ofreció el cumplido de acelerar el paso, que en la lluviosa tarde habría sido una buena excusa.

Así, Kitty y su acompañante, tal como yo y mi fantasmal enamorada, dimos vuelta al Jakko en parejas. El camino fluía de agua, los pinos desbordaban como desagües sobre las rocas y el aire estaba lleno de una lluvia fina y violenta. Dos o tres veces me sorprendí diciéndome casi en voz alta: "Soy Jack Pansay, de permiso en Simla, en Simla. En la Simla de todos los días, en la Simla ordinaria. No debo olvidar esto, no debo olvidar esto." Entonces trataba de recordar algunas de las hablillas escuchadas en el club: los precios que fulano de tal pedía por sus caballos.., de hecho, cualquier cosa relacionada con el mundo anglo-indio cotidiano que tan bien conocía. Incluso me repetí con premura las tablas de multiplicar, para asegurarme de que no estaba perdiendo los sentidos. Me consoló mucho, e incluso debió impedirme por un tiempo escuchar a la señora Wessington.

Una vez más subí lentamente la cuesta del convento y entré al camino recto. Aquí Kitty y el hombre tomaron el paso largo y quedé a solas con la señora Wessington. "Agnes", dije, "¿quieres bajar el toldo y explicarme de qué se trata?" La capota bajó silenciosamente y quedé cara a cara con mi fenecida y enterrada amante. Llevaba puesto el vestido en que la vi por última vez viva; en la mano derecha tenía el mismo pañuelo diminuto y, en la izquierda, el mismo tarjetero. (Una mujer muerta ocho meses antes ¡con un tarjetero!) Tuve que asirme a las tablas de multiplicar y sujetarme con ambas manos al parapeto de piedra del camino para asegurarme de que al menos todo eso era real.

—Agnes —repetí—, por el amor de Dios dime lo que significa todo esto.

La señora Wessington se inclinó hacia adelante, con ese gesto de la cabeza rápido y peculiar que tan bien le conocía, y habló.

Si mi relato no hubiera sobrepasado ya, tan locamente, los límites de toda credulidad humana, debería pedir disculpas en este momento. Como sé que nadie —ni siquiera Kitty, para quien lo escribo como una especie de justificación de mi conducta— me creerá, continuaré. La señora Wessington habló, y caminé con ella del camino de Sanjowlie hasta la desviación junto a la casa del general en jefe, tal como podría haber caminado al lado del carrito de cualquier mujer viva, hundido en profunda conversación. La segunda y más atormentadora de mis condiciones de enfermo se había apoderado súbitamente de mí y, como el príncipe en el poema de Tennyson, "parecía moverme en un mundo de fantasmas". En casa del general en jefe se había dado una reunión, y los dos nos unimos a la multitud que se encaminaba a sus casas. Al mirarlos, pensé que ellos eran las sombras —sombras impalpables, fantásticas—, que se apartaban para dejar pasar el carrito de la señora Wessington. No puedo —en realidad, no me atrevo a— contar lo que dijimos en el transcurso de aquella entrevista sobrenatural. Por todo comentario Heatherlegh habría reído brevemente y comentado que "estuve coqueteando con una quimera creada por el cerebro-ojo-estómago". Fue una experiencia espantosa y, sin embargo, de algún modo indefinible, maravillosamente apreciable. ¿Será posible, me pregunté, que vaya a cortejar en esta vida, una segunda vez, a la mujer que maté con mis descuidos y crueldades?

Tropecé con Kitty en el camino a casa: una sombra entre sombras.

Si describiera todos los incidentes de los quince días siguientes en el orden que ocurrieron, nunca terminaría mi relato y agotaría la paciencia de ustedes. Una mañana tras otra, un atardecer tras otro, el carrito fantasma y yo paseábamos juntos por todo Simla. Fuera adonde fuere, las cuatro libreas en negro y blanco me seguían, dándome compañía desde y hasta mi hotel. En el teatro, los encontraba en medio de la aullante multitud de jhampanies; en el porche del club tras una larga velada de whist; en el baile, esperando pacientemente mi salida; a plena luz del día cuando iba de visita. Excepto que no producía una sombra, el carrito era, en todos los sentidos, tan real de ver como uno de madera y hierro. De hecho más de una vez hube de contenerme para no advertir a un amigo lanzado al galope que estaba por chocar contra él. Más de una vez caminé Mall abajo en honda conversación con la señora Wessington, para indescriptible asombro de los transeúntes.

Antes de que hubiera pasado una semana de mi regreso, supe que la teoría de los "ataques" había sido descartada en favor de una locura. Sin embargo, en nada cambié mi modo de vida. Fui de visita, paseé a caballo y cené fuera tan a menudo como antes. Tenía por la sociedad de mi clase una pasión como jamás la había sentido; ansiaba verme entre las realidades de la vida; al mismo tiempo, me sentía vagamente infeliz cuando por un lapso demasiado largo me veía separado de mi fantasmal compañía. Sería casi imposible describir los estados de ánimo variables por que pasé del 15 de mayo a la fecha.

La presencia del carrito me llenaba, por etapas, de horror, de miedo ciego, de una especie de placer apagado y de completa desesperación. No me atrevía a dejar Simla; sabía a la vez, que mi estancia allí me mataba. Sabía, además, que mi destino era morir lentamente, un poco cada día. Mi única obsesión era concluir con el castigo lo más calladamente posible. Alternadamente, anhelaba ver a Kitty, y con divertido interés observaba sus coqueteos desaforados con mi sucesor o, para hablar con mayor precisión, mis sucesores. Era tan ajena a mi vida como yo a la suya. De día vagaba con la señora Wessington, casi satisfecho. De noche, imploraba al cielo que me permitiera volver al mundo de antaño. Y por encima de esos estados de ánimo variables flotaba la sensación de un pasmo apagado y adormecedor porque lo visible y lo invisible se mezclaban de un modo tan extraño en este mundo para llevar a la tumba a una pobre alma.

Agosto 27. Heatherlegh se ha mostrado infatigable en los cuidados que me presta; apenas ayer me dijo que debería solicitar un permiso por enfermedad. ¡Un permiso para escapar de la compañía de un fantasma! ¡Una petición para que el gobierno me permita graciosamente librarme de cinco fantasmas y de un carrito incorpóreo yéndome a Inglaterra! La propuesta de Heatherlegh me hizo caer en una risa casi histérica. Le dije que esperaría el fin tranquilamente en Simla, y estoy seguro de que ese fin no se encuentra muy lejano. Créanme, temo su llegada más de lo que pueda expresar palabra alguna, y noche a noche me torturo con mil especulaciones acerca de cómo moriré.

¿Moriré en mi cama decentemente, como corresponde a un caballero inglés? ¿Ocurrirá que en un último paseo por el Mall me arrancarán el alma, colocándola para siempre jamás al lado de ese fantasma espeluznante? En el otro mundo ¿volveré a la relación perdida o me uniré a Agnes odiándola, atado a ella por toda la eternidad? ¿Rondaremos ambos, por el escenario en donde transcurrieron nuestras vidas, hasta la terminación del tiempo? Según se acerca el día de mi muerte, crece en intensidad el horror profundo que toda carne viviente siente por todo espíritu escapado de la tumba. Es una cosa terrible hundirse rápidamente entre los muertos cuando apenas se ha completado una mitad de la vida. Mil veces más terrible es esperar, como yo lo hago en medio de ustedes, por no sé cuál terror inimaginable. Compadézcanme, aunque sólo sea en razón de mi "ilusión", pues bien sé que jamás creerán lo escrito aquí. Pero si alguna vez un hombre fue llevado a la muerte por los poderes de las tinieblas, ese hombre soy yo.

Para, además, ser justos, compadézcanla. Porque tan seguro como alguna vez un hombre haya matado a una mujer, yo maté a la señora Wessington. Y la última parte de mi castigo comienza a caer sobre mí.



1. Los hombres que tiran de dichos carritos. [N. del t.]
2. En la India, 100 000 unidades de cualquier cosa, pero se aplica en especial a las rupias. [N. del t.]