lunes, marzo 29, 2010

El diente de la ballena

de Jack London

En los primeros días de las islas Fidji, John Starhurst entró en la casa-misión del pueblecito de Rewa y anunció su propósito de propagar las enseñanzas de la Biblia a través de todo el archipiélago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir «País grande», y es la mayor de todas las islas del archipiélago. Aquí y allá, a lo largo de las costas, viven del modo más precario un grupo de misioneros, mercaderes y desertores de barcos balleneros.

La devoción y la fe progresaban muy poco, nada, y algunas veces los al parecer convictos arrepentíanse de un modo lamentable. Jefes que presumían de ser cristianos, y eran por tanto admitidos en la capilla, tenían la desesperante costumbre de dar al olvido cuanto habían aprendido para darse el placer de participar del banquete en el que la carne de algún enemigo servía de alimento. Comer a otro o ser comido por los demás era la única ley imperante en aquel país, la cual tenía trazas de perdurar eternamente en aquellas islas. Había jefes como Tanoa, Tuiveikoso y Tuikilakila, que se habían comido cientos de seres humanos. Pero entre estos glotones descollaba uno, llamado Ra Undreundre.

Vivía en Takiraki, y registraba cuidadamente sus banquetes. Una hilera de piedras colocadas delante de su casa marcaba el número de personas que se había comido. La hilera tenía una extensión de doscientos cincuenta pasos y las piedras sumaban un total de ochocientas setenta y dos, representando cada una de ellas a una de las víctimas. La hilera hubiera llegado a ser mayor si no hubiese sucedido el que Ra Undreundre recibió un estacazo en la cabeza en una ligera escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a continuación de la cual fue servido en la mesa de Naungavuli, cuya mediocre hilera de piedras alcanzó tan sólo el exiguo total de ochenta y ocho.


Los pobres misioneros, atacados por la fiebre, trabajaban arduamente esperando que el fuego de Pentecostés iluminara las almas de los salvajes. Pero los caníbales de Fidji se resistían a dejarse civilizar mientras tuvieran provisiones abundantes de carne humana. Por aquella época fue cuando John Starhurst proclamó su intención de enseñar la Biblia de costa a costa y su propósito de penetrar en las montañas del interior, al norte de Rewa River. Los maestros indígenas lloraban silenciosamente.
Sus compañeros misioneros trataron en vano de disuadirle. El rey de Rewa le advirtió que seguramente los montañeses le aplicarían en cuanto lo vieran el kaikai —esto es, que se lo comerían—, y que el rey de Rewa, como cristiano, no tendría más remedio que declarar la guerra a los montañeses, que le vencerían, a él se lo comerían y luego entrarían a saco en Rewa, y por tanto esta guerra costaría cientos de víctimas. Más
tarde, una comisión de jefes indígenas de allí mismo se entrevistaron con él.
Starhurst les escuchó pacientemente, pero no cambió un ápice su decisión y modo de pensar. A sus compañeros los misioneros les dijo que él no tenía vocación de mártir, pero que estaba seguro de que enseñando la Biblia en todo el Viti Levu no hacía más que cumplir un mandato divino, y que se creía el escogido por Dios para tal fin.
Los mercaderes apelaron a objeciones y grandes argumentos para disuadirle de la idea, a todo lo cual él contestó:
—Vuestras observaciones no tienen para mí valor alguno, están inspiradas en el temor de los daños que en vuestras mercaderías se puedan causar. Vosotros estáis muy interesados en ganar dinero y yo en salvar almas. Hay que salvar los habitantes de estas islas negras.

John Starhurst no era un fanático. Hubiera sido él el primero en negar esta imputación. Era un hombre eminentemente sano y práctico, estaba seguro de que su misión iba a ser un gran éxito, pues tenía la certeza de que la luz divina alumbraría las almas de los montañeses, provocando una sana revolución espiritual en todas las islas. En sus suaves ojos grises no había destellos de iluminado, pero sí se veía una inalterable resolución emanada de la fe que tenía en el Poder Divino, que era quien le guiaba.

Un hombre tan sólo aprobó la decisión de Starhurst. Era Ra Vatu, que le animaba en secreto y le ofreció guías hasta las primeras estribaciones de las montañas. El corazón de Ra Vatu, que había sido uno de los indígenas de peores instintos, comenzaba a emanar luz y bondad. Ya había hablado en varias ocasiones de querer convertirse en lotu (cristiano), y hubiera tenido acceso a la pequeña capilla de los misioneros a no ser por sus cuatro mujeres, a las cuales quería conservar; pero había asegurado a Starhurst que sería monógamo tan pronto como su primera mujer, que a la sazón estaba muy enferma, muriese.

John Starhurst comenzó su gran empresa por el río Rewa en una de las canoas de Ra Vatu. A distancia, recortándose la silueta en el cielo, divisábanse las montañas. en las que se veían varias columnitas de humo.
Starhurst las contemplaba con cierta impaciencia. Algunas veces rezaba en silencio, otras uníase a sus rezos un maestro indígena que le acompañaba. Narau, que así se llamaba, era lotu desde hacía siete años, que su alma había sido salvada del infierno por el doctor James Eliery Brown, el cual le había conquistado con unas plantas de tabaco, dos mantas de algodón y una gran botella de un licor balsámico. A última hora, y después de cerca de veinte horas de solitaria meditación, Narau había tenido la inspiración de acompañar a Starhurst en su viaje de predicación por las montañas inhospitalarias.
—Maestro, con toda seguridad te acompañaré —le había anunciado.
El misionero le abrazó con gran alegría; no cabía duda de que Dios estaba con él, ya que con su ejemplo había decidido a un hombre tan pobre de espíritu como Narau, obligándole a seguirle.
—Yo realmente no tengo valor, soy el más débil de los siervos del Señor —decía Narau durante la travesía del primer día de viaje en canoa.
—Debes tener fe, mucha fe —replicaba animándole Starhurst.
Otra canoa remontaba aquel mismo día el río Rewa, pero con una hora de retraso a la del misionero, y tomaba grandes precauciones para no ser vista. Iba ocupada por Erirola, primo mayor de Ra Vatu y su hombre de confianza. En un cestito, y siempre a la mano, llevaba un diente de ballena. Era un ejemplar magnífico; tenía seis pulgadas de largo, de bellísimas proporciones, y el marfil, con los años, había adquirido tonalidades amarillentas y purpúreas. El diente era propiedad de Ra Vatu, y en Fidji, cuando un diente de esa calidad intervenía en las cosas, éstas salían siempre a pedir de boca, pues es esta la virtud de los dientes de ballena. Cualquiera que sea el que acepta este talismán, no puede rehusar lo que se le pida antes o después de la entrega, y no hay un solo indígena capaz de faltar al compromiso que al aceptarlo contrae. La petición puede ser desde una vida humana hasta la más trivial de las alianzas o peticiones.

Más allá, río arriba, en el pueblo de un jefe llamado Mongondro, John Starhurst descansó al final del segundo día de canoa. A la mañana siguiente y acompañado por Narau, pensaba salir a pie hacia las humeantes montañas, que ahora, de cerca, eran verdes y aterciopeladas. Mongondro era viejo y pequeño, de modales afables y aspecto de elefantiasis; por tanto, ya la guerra con sus turbulencias no le atraía. Recibió al misionero con cariñosas demostraciones, le sentó a su mesa y discutió con él de materias religiosas. Mongondro tenía espíritu muy inquisitivo y rogó a Starhurst que le explicase el principio del mundo. Con verdadera unción y palabra precisa, relatóle el misionero el origen del mundo de acuerdo con el Génesis, y pudo observar que Mongondro estaba muy afectado. El pequeño y viejo jefe fumaba silenciosamente una pipa y, quitándola de entre sus labios, movió tristemente la cabeza.
—No puede ser —dijo----. Yo, Mongondro, en mi juventud era un excelente carpintero, y aun así tardé tres meses en hacer una canoa, una pequeña canoa, muy pequeña. ¡Y tú dices que toda la tierra y toda el agua la ha hecho un solo hombre...!
—Ya lo creo; han sido hechas por Dios, por el único Dios verdadero —interrumpió Starhurst.
—¡Es lo mismo —continuó Mongondro— que toda la tierra, el agua, los árboles, los peces, los matorrales, las montañas, el sol, la luna, las estrellas, hayan sido hechos en seis días! No, no y no. Ya te he dicho que en mi juventud era muy hábil, y tardé tres meses en hacer una pequeña canoa, y eso es una historia para chicos, pero que ningún hombre puede creerla.
—Yo soy un hombre —dijo el misionero.
—Seguro, tú eres un hombre; pero mi oscuro entendimiento no puede adivinar lo que tú piensas y crees.
—Pues yo te aseguro que creo firmemente que todo fue hecho en seis días.
—Eso dices tú, eso dices —replicaba humildemente el viejo caníbal.
Cuando John Starhurst y Narau se fueron a dormir, entró en la cabaña Erirola, el cual, después de un discurso diplomático, entregó el diente de ballena a Mongondro.

El jefe lo examinó; era muy bonito y deseaba poseerlo, pero adivinando lo que le iban a pedir no quiso aceptarlo y se lo devolvió a Erirola con grandes excusas.

Al amanecer del día siguiente, Starhurst se dirigió a pie, calzado con sus hermosas botas altas de una sola pieza, precedido de un guía que le había proporcionado Mongondro, hacia las montañas. Seguíale el fiel Narau, y una milla detrás y procurando no ser visto iba Erirola, siempre con el cesto en el que llevaba guardado el famoso diente de ballena. Durante dos días fue siguiendo los pasos del misionero y ofreciendo el diente a todos los jefes de los pueblos por donde pasaban, pero ninguno quería aceptarlo, pues la oferta era hecha tan inmediatamente después de la llegada del misionero que, sospechando todos la petición que les iban a hacer a cambio del diente, rechazaban el magnífico presente.

Ibanse internando demasiado en las montañas, y Erirola optó por dirigirse, aprovechando pasos secretos y directos, a la residencia del Buli de Gatoka, rey de las montañas. El Buli no tenía noticias de la llegada del misionero, y como el diente era un soberbio y bello talismán, fue aceptado con grandes muestras de júbilo por parte de todos los que le rodeaban. Los asistentes estallaron en una especie de aplauso al posesionarse del diente el Buli y grandes voces cantaban a coro:

—¡A, woi, woi, woi! ¡A, woi, woi, woi! ¡A tabua levu! ¡Woi, woi! ¡A mudua, mudua, mudua!

—Pronto llegará aquí un hombre blanco —comenzó a decir Erirola después de una breve pausa—. Es un misionero y llegará de un momento a otro. A Ra Vatu le gustaría tener sus botas, pues quiere regalárselas a su buen amigo Mongondro, y también desearía que los pies se quedasen dentro de las botas, pues Mongondro es un pobre viejo y tiene los dientes estropeados. Asegúrate, gran Buli, de que los pies se queden dentro. El resto del misionero se puede quedar aquí.
La alegría del regalo del diente se aminoró con tal petición, pero ya no había medio de rehusar, estaba aceptado.
—Una pequeñez como es un misionero no tiene importancia —replicó Erirola.
—Tienes razón, no tiene importancia -dijo en alta voz el Buli—. Mongondro, tendrás las botas; id vosotros tres o cuatro y traedme al misionero, teniendo cuidado de que las botas no se estropeen o se vayan a perder.
—Ya es tarde —exclamó Erirola—. Escuchad, ya viene.
A través de la maleza espesísima, John Starhurst, seguido de cerca por Narau, apareció. Las famosas botas se le habían llenado de agua al vadear el río y arrojaban finísimos surtidores a cada paso que daba. En la mirada del misionero se leía la voluntad y el deseo de vencer. Tan convencido estaba de que su misión era inspiración divina, que no tenía ni la más ligera sombra de miedo, a pesar de que sabía que él era el primer hombre blanco que se había atrevido a penetrar en los inexpugnables dominios de Gatoka.

John Starhurst vio al Buli salir de su casa seguido de su séquito de montañeses.
—Te traigo buenas nuevas -dijo saludando el misionero.
—¿,Quién ha sido el que te ha enviado? —preguntó el Buli sorda y pausadamente.
—Dios.
—Ese nombre es nuevo en Viti Levu —replicó el Buli—. ¿De qué islas, pueblos o chozas es jefe ese que tú dices?
—Es el jefe de todas las islas, pueblos, chozas y mares —contestó solemnemente Starhurst—. Es el supremo dueño y señor de cielo y tierra, y yo he venido aquí a traerte su palabra.
—¿Me envía por tu conducto dientes de ballena?
—replicó insolentemente el Buli.
—No; pero mucho más valioso que los dientes de ballena es...
—Entre jefes esa es la costumbre —interrumpió el Buli—. Tu jefe o es un negro despreciable o tú eres un gran idiota, por haberte atrevido a venir a estas montañas con las manos vacías. Mira, fíjate: otro mucho más generoso ha venido a verme antes que tú.
Y diciendo esto, le mostró el diente, de ballena que acababa de aceptar de manos de Erirola.
Narau empezó a desfallecer y a sentirse angustiado.
—Es el diente de ballena de Ra Vatu —le dijo al oído a Starhurst—. Lo conozco muy bien, y ahora sí que no tenemos salvación.
—Un obsequio muy estimable —contestó el misionero pasándose la mano por sus largas barbas y ajustándose las gafas—. Ra Vatu se las ha arreglado de modo que seamos bien recibidos.
Pero Narau no las tenía todas consigo y disimuladamente empezó a alejarse de Starhurst, olvidando sus promesas de fidelidad hechas al empezar la temeraria aventura.
—Ra Vatu será lotu dentro de muy poco tiempo
—empezó a decir el misionero—, y yo he venido a que tú también te hagas lotu.
—No necesito nada de ti —contestó orgullosamente el Buli— y es mi decisión que mueras hoy mismo.
El Buli hizo una seña a uno de sus montañeses, quien avanzó haciendo filigranas en el aire con su maza de guerra. Narau, viendo el pleito perdido, corrió a ocultarse entre unas chozas donde estaban las mujeres y los chicos; pero John Starhurst se abalanzó hacia su ejecutor por debajo de la maza y consiguió rodearle el cuello con sus brazos. En esta ventajosa posición comenzó a argumentarle. Defendía su vida, ya lo sabía, pero la defendía sin nerviosidades ni miedo.
—Cometerás un pecado muy grande si me matas—decía a su verdugo—. Yo no te he hecho ningún daño ni a ti ni al Buli.
Tan bien agarrado estaba al cuello del montañés, que los demás no se atrevían a dejar caer sus mazas por miedo a equivocarse de cabeza.
—Soy John Starhurst —continuó con calma—. He estado trabajando tres años, sin aceptar remuneración alguna, en las islas Fidji. He venido aquí para vuestro bien, ¿por qué me queréis matar? Mi muerte no beneficiará a ningún hombre.

El Buli echó una mirada a su diente de ballena. Estaba bien pagada la muerte del misionero. Éste se encontraba rodeado de una masa de salvajes desnudos que hacían grandes esfuerzos por acercarse a la presa. El cantó fúnebre predecesor del banquete de carne humana empezó a dejarse oir, adquiriendo tales tonalidades que ahogaban por completo la voz del misionero. Tan hábilmente plegaba éste su cuerpo al del montañés, que no había medio de asestarle el golpe de gracia.
Erirola sonreía y el Buli se exasperaba.
—¡Fuera vosotros! —gritó—. Heroica historia para que la vayan contando por la costa una docena de hombres como vosotros, y un misionero sin armas tan débil como una mujer puede más que todos juntos.
—¡Oh, gran Buli, y podré más que tú también!
—gritó Starhurst, dominando a duras penas el griterío de los salvajes—. Mis armas son la Verdad y la Justicia, y no hay hombre que las resista.
—Ven hacia mí entonces —contestó el Buli—. La mía no es más que una pobre y miserable maza de guerra, y, según tú dices, no es capaz de vencerte.
El grupo separóse de él, y John Starhurst quedó solo frente al Buli, que se apoyaba en su enorme y nudosa maza guerrera.
—Ven hacia mí, hombre misionero, y vénceme
—gritaba el rey de las montañas, desafiándole.
—Aun así, te venceré -contestó John, limpiando los cristales de sus gafas y guardándolas cuidadosamente mientras avanzaba.

El Buli levantó la maza.
—En primer lugar, te diré que mi muerte no te proporcionará provecho alguno.
—Dejo la respuesta a mi maza -contestó el Buli.
Y a cada tema que el misionero tocaba, respondía en la misma forma, sin dejar de observarle con atención para prevenirse del habilidoso abrazo. Entonces, y únicamente entonces, comprendió John Starhurst que su muerte era inevitable; pero llevado de su arraigada fe, se arrodilló y empezó a invocar al cielo, como si esperase algún milagro:
—Perdónales, que no saben lo que hacen -decía como si estuviese en contacto con la Divinidad—. ¡Dios mío, ten compasión de Fidji! ¡Oh Jehovah, óyenos! ¡Por El, por su hijo, compadécete de Fidji! ¡Tú eres grande y Todopoderoso para salvarles! ¡Sálvales, oh Dios mío! ¡ Salva a los pobres caníbales de Fidji!
El Buli, impaciente, dijo:
—Ahora te voy a contestar.
Levantó la maza sobre la cabeza del misionero, asiéndola con las dos manos.
Narau, que estaba escondido, oyó el golpe del mazo contra la cabeza y se estremeció intensamente.

Después, la salvaje y fúnebre sinfonía volvía a resonar en las montañas, y comprendió Narau que su amado maestro había muerto y que su cuerpo era arrastrado a la hoguera para ser condimentado. Escuchó y percibió las palabras de la fúnebre canción:

¡ Arrástrame suavemente, arrástrame suavemente!

¡Soy el campeón de mi patria!
¡Dad las gracias, dad las gracias!

A continuación, una sola voz cantaba:

¿Dónde está el hombre valiente?

Cien voces contestaban a coro:

¡Será arrastrado a la hoguera y asado!

Y cantaba de nuevo la voz que había interrogado:

¿Dónde está el hombre cobarde?

Y las cien voces vociferaban:

¡Se ha ido a contarlo, se ha ido a contarlo!

Narau gemía angustiado. Las palabras de la canción salvaje eran ciertas. El era el cobarde; ya no le restaba más que huir, correr... ir a contar lo sucedido.

sábado, marzo 20, 2010

Pasajeros en Arcadia

de O. Henry


En Broadway hay un hotel que todavía los organizadores de temporadas veraniegas no han descubierto. Tiene un fondo grande, ancho y fresco. Sus cuartos están terminados en roble oscuro. Las brisas hogareñas y el verdor intenso de los árboles brindan un grato panorama, sin las dificultades de los Adirondacks. Se puede ascender por sus anchas escaleras o subir soñadoramente en sus ascensores, guiados por empleados con botones de latón, con una apacible alegría nunca alcanzada por los alpinistas. En la cocina hay un chef que adereza la trucha de arroyo mejor que en White Mountains, unos mariscos que enloquecerían de envidia a Old Point Confort, y una carne de venado del Maine que ablandaría el corazón burocrático del guardacaza.

Poca gente ha descubierto este oasis en el desierto de julio de Manhattan. Puede verse, en ese mes, al escaso grupo de huéspedes del hotel disperso indolentemente en la fresca oscuridad de un lujoso comedor, observándose por entre la nevada extensión de las mesas desocupadas, felicitándose en silencio.

Unos camareros superfluos, a la expectativa, con movimientos etéreos, revolotean cerca, brindando cuanto se pueda precisar aun antes de que se pida. El tiempo es un abril eterno. El cielorraso, pintado a la acuarela, imita un cielo estival, recorrido por sutiles nubes que van y vienen sin desaparecer, tal como, mal que nos pese, lo hacen las verdaderas.



En la fantasía de los huéspedes dichosos, el grato y distante ruido de Broadway se convierte en una cascada que inunda los bosques con su tranquilo rumor. Cada vez que se percibe un paso extraño los huéspedes vuelven los oídos con ansiedad, por temor de que su refugio haya sido descubierto e invadido por los incansables buscadores de placeres que siempre asedian a la naturaleza aun en sus rincones más remotos.

Por eso, durante la época de calor, la pandilla de expertos se esconde cuidadosamente en la hostería deshabitada, gozando al máximo los placeres de la montaña y la plaza, que han unido y les han servido el arte y la maestría.

En ese mes de julio arribó al hotel una pasajera, que remitió su tarjeta al recepcionista a fin de que la anotara en el registro del hotel. La tarjeta decía:

“Madame Héloise D’Arcy Beaumontâ€�

Madame Beaumont era de los huéspedes que amaban el Hotel Lotus. Poseía el aire distinguido de las personas selectas, moderado y suavizado por una gracia cordial, que hizo de los empleados del hotel sus esclavos. Los botones competían por acudir cuando tocaba el timbre; de no ser porque no lo poseían, los empleados no habrían vacilado en transferirle el hotel con todas sus pertenencias; los otros huéspedes la tenían por el mayor exponente de la elegancia femenina y de la belleza que perfeccionaba aquel ambiente.

Difícilmente esa superexcelente pasajera abandonaba el hotel. Sus modales concordaban con los hábitos de la exclusivista clientela del Hotel Lotus. Para gozar de aquella exquisita hostería, hay que olvidar la ciudad, como si distara muchas leguas. Por la noche se impone una breve recorrida a las terrazas cercanas; mas durante el ardiente día uno permanece en la umbrosa seguridad del Lotus, como una trucha suspendida en los translúcidos santuarios de su laguna preferida.

Pese a estar sola en el Hotel Lotus, Madame Beaumont se conducía como una reina cuya soledad se debe exclusivamente a su posición. Desayunaba a las diez, como un ser dulce, indolente y sutil que resplandece suavemente en la difusa penumbra como un jazmín en la oscuridad.

Pero era a la hora del almuerzo cuando el brillo de Madame llegaba al máximo. Vestía un atuendo tan bello y etéreo como la niebla surgida de una cascada invisible en un desfiladero de las montañas. Describir esta prenda sobrepasa la capacidad del autor. Rosas de rojo pálido descansaban siempre sobre su pechera guarnecida de encaje. Su vestido provocaba la admiración respetuosa del “maitre d’Hotelâ€�, que salía a recibirla con una inclinación. Viéndolo, se pensaba en París, y tal vez en misteriosas condesas, y seguramente en Versalles y los estoques y en la señora Fiske y en el rojo y el negro. Estaba difundido en el Hotel Lotus el rumor, de impreciso origen, de que Madame era una cosmopolita, y de que sus delicadas manos blancas manejaban ciertos resortes internacionales en favor de Rusia. Dado que era una ciudadana de los más felices caminos del mundo, no tenía nada de extraño que encontrara en la atmósfera de refinamiento del Hotel Lotus el sitio de los Estados Unidos más deseable para una estadía reposada durante el auge de la canícula.

Comenzaba el tercer día de residencia de Madame Beaumont en el hotel, cuando ingresó al Lotus un joven que se anotó en el registro como huésped. Su vestimenta -para mencionar su aspecto en el .terreno admitido- estaba a la moda, sin exageración: sus rasgos eran agradables y regulares; su fisonomía era la de un hombre de mundo serio y distinguido. Notificó al empleado que permanecería tres o cuatro días; inquirió por los vapores que partían hacia Europa, y se hundió en la vacuidad dichosa de aquel hotel incomparable, con el aspecto satisfecho de un viajero que se acomoda en su posada preferida.

Si no cuestionamos la veracidad del registro, el joven se llamaba Harold Farrington. Y se entregó tan cauta y silenciosamente a la aristocrática y leve corriente de la vida del Lotus, que ni una sutil ondulación de las aguas llamó la atención, en su descanso, de los otros perseguidores de placeres. Comía en el hotel, y se adormeció en la misma paz dichosa que los otros dichosos navegantes. En un solo día se congració con su mesa y su camarero, y compartió el temor de que los jadeantes perseguidores de la tranquilidad que tenían a Broadway en efervescencia se abalanzaran allí y destruyeran ese paraíso cercano pero escondido.

Al otro día del arribo de Harold Farrington, Madame Beaumont, después del almuerzo, dejó caer al descuido su pañuelo. El señor Farrington lo alzó y se lo restituyó, sin adoptar el modo expansivo del hombre que procura trabar relación.

Tal vez hubiera una mística francmasonería entre los huéspedes distinguidos del Lotus. Tal vez los vinculara recíprocamente su común fortuna de descubrir lo mejor en cuanto a veraneo se tratase en un hotel de Broadway. Lo cierto es que estos dos cambiaron finas palabras de cortesía e intentaron apartarse del tono solemne. Y se desarrolló entre ambos, como en el propicio ambiente de un verdadero hotel de verano, una amistad florecida y fructificada sobre el terreno, como la mística planta del hechicero. Por unos instantes, los dos permanecieron parados en un balcón en el que terminaba el pasillo y se lanzaron mutuamente la plumosa pelota de la conversación.

-Una se fatiga de los viejos hoteles de verano -dijo Madame Beaumont, con tenue pero dulce sonrisa-. ¿De qué vale escapar a las montañas o a la playa para evadir el tumulto y el polvo, si la misma gente que los provoca nos persigue hasta allí?

-Aun hasta el océano lo siguen a uno los filisteos -acotó penosamente Farrington-. Los más aristocráticos transatlánticos se están transformando en simples barcazas de transporte. Dios nos proteja cuando el veraneante se entere de que el Lotus está más distante de Broadway que las Mil Islas o Mackinac.

-Espero que nuestro secreto esté a salvo al menos durante una semana -dijo Madame, con un suspiro y una sonrisa-. Ignoro dónde iría si esa gente se lanzara sobre nuestro amado Lotus. Conozco tan sólo un sitio tan delicioso en verano, y es el castillo del conde Polinski, en los Urales.

-Tengo entendido que Baden Baden y Cannes están prácticamente desiertos en esta temporada -dijo Farrington-. Año a año, los antiguos sitios de veraneo se desprestigian más. Tal vez muchos otros, igual que nosotros, persigan los rincones serenos que se le escapan a la mayoría.

-Me prometo tres días más de este encantador descanso -dijo Madame Beaumont-. El lunes sale el “Cedricâ€�.

Los ojos de Harold Farrington denunciaron su pesar.

-Yo también debo partir el lunes -dijo-. Pero no voy al extranjero.

Madame Beaumont se encogió de hombros de una manera parisiense, luciendo un hombro redondo.

-Una no puede esconderse así constantemente, por encantador que esto pueda ser. Me están preparando el castillo desde hace un mes. ¡Qué molestas son esas fiestas que una tiene que dar! Pero nunca podré olvidar mi semana en el Hotel Lotus.

-Tampoco yo -dijo Farrington, en voz baja-. Y no olvidaré nunca el “Cedricâ€�.

Tres días más tarde, la noche del domingo, los dos estaban sentados junto a una pequeña mesa en la misma terraza. Un reservado camarero trajo cubitos de hielo y vasitos con clarete.

Madame Beaumont lucía el mismo bello vestido de noche que llevaba todos los días para almorzar. Parecía pensativa. Sobre la mesa, junto a su mano, estaba un pequeño bolso adornado con dijes.

-Señor Farrington -dijo, con la sonrisa que había congraciado al Lotus-. Deseo decirle algo. Mañana por la mañana, antes del desayuno, me iré del hotel, pues debo regresar a mi trabajo. Soy vendedora de la sección medias del Bazar Gigante, de Casey, y mis vacaciones terminan mañana a las ocho. Este billete de dólar es el último dinero que veré hasta cobrar mi sueldo de ocho dólares semanales el sábado próximo a la noche. Usted es un verdadero caballero y ha sido bondadoso conmigo, de manera que deseo decírselo antes de partir.

“Estuve haciendo economías sobre mi sueldo por un año, sólo para permitirme estas vacaciones. Deseaba vivir una semana como una dama, aunque no fuese más que una vez en mi vida. Deseaba levantarme cuando me viniera en gana, en lugar de tener que arrastrarme fuera de la cama todas las mañanas a las siete, y vivir con lo mejor, y ser servida, y tocar el timbre para pedir cosas como lo hacen los ricos. Ahora lo he hecho, y he tenido las más dichosas horas de mi vida. Regreso a mi empleo y a mi pequeño vestíbulo-dormitorio satisfecha por otro año. Deseaba decírselo, señor Farrington, puesto que yo... supuse que usted simpatizaba conmigo, y yo... yo he simpatizado con usted. Pero debí engañarlo hasta ahora porque todo esto no era para mí más que un cuento de hadas. De manera que me referí a Europa y a todo lo que hay en otros países y sobre lo cual he leído, y le hice creer a usted que era una gran dama.

“Este vestido que llevo, el único entre los que tengo que merece usarse, lo compré en O’Dowd y Levinsky, en cuotas. Me costó setenta y cinco dólares, y fue hecho a la medida. Pagué diez dólares al contado, y continuarán cobrándome a razón de un dólar por semana hasta que lo haya terminado de pagar. Esto es, aproximadamente, todo lo que tengo para decirle, señor Farrington, excepto que me llamo Mamie Siviter y no Madame Beaumont, y que le agradezco sus gentilezas. Este dólar me servirá mañana para pagar la cuota semanal del vestido, que vence ese día. Ahora creo que subiré a mi habitación.â€�

Harold Farrington había escuchado la narración de la huésped más bella del Lotus con aire imperturbable. Cuando Madame Beaumont terminó, Farrington sacó del bolsillo del saco un librito que semejaba un talonario de cheques, anotó algo sobre un formulario en blanco con un pedacito de lápiz, quitó la hoja, se la entregó a su interlocutora y tomó el dólar.

-También yo debo regresar a mi trabajo mañana por la mañana -dijo-. Y es mejor que comience ahora. Aquí tiene un recibo por su pago semanal del vestido. Soy cobrador de O’Dowd y Levinsky desde hace tres años. Es notable que a usted y a mí se nos haya ocurrido la misma idea de pasar nuestras vacaciones... ¿cierto? Siempre soñé con alojarme en un hotel aristocrático, y ahorré cuanto pude de mis veinte dólares semanales para poder hacerlo. Oiga, Mamie... ¿Qué le parece si fuéramos el sábado por la noche a pasear en el barco de Coney Island?

El rostro de la supuesta Madame Heloise D’Arcy Beaumont se iluminó.

-Oh, apueste a que iré, señor Farrington. La tienda cierra los sábados a las doce. Supongo que Coney puede estar bien incluso después de pasar una semana entre la alta sociedad.

Bajo el balcón, la sofocante ciudad rugía bulliciosa en la noche de julio. En el interior del Hotel Lotus reinaban las frías y suaves sombras, y el solícito camarero deambulaba cerca de las ventanas bajas, atento ante cualquier señal para servir a Madame y su acompañante.

Ante la puerta del ascensor, Farrington se despidió y Madame Beaumont se preparó para su última ascensión. Pero antes de que llegara la silenciosa jaula, se dijeron:

-Desde ahora olvídate de Harold Farrington, ¿vale? Me llamo McManus, James McManus, aunque suelen llamarme Jimmy.

-Buenas noches, Jimmy -dijo Madame.

domingo, marzo 14, 2010

Pacto se sangre

de Mario Benedetti


A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama.

No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda.

Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubéola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; várices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia.

Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venís ahora, a lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente.

El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto, que se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice qué lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta.

No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braille, y eso que su especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como "I acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly yours", lo suficiente para que los de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen". También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado. De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braille, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quién contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quién hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no.

Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna.

domingo, marzo 07, 2010

La advertencia

de Anónimo


El gurú y el discípulo estaban departiendo sobre cuestiones místicas. El maestro concluyó con la entrevista diciéndole:

-Todo lo que existe es Dios.

El discípulo no entendió la verdadera naturaleza de las palabras de su mentor. Salió de la casa y comenzó a caminar por una callejuela. De súbito, vio frente a él un elefante que venía en dirección contraria, ocupando toda la calle. El jovencito que conducía al animal gritó avisando:

-¡Eh, oiga, apártese, déjenos pasar!



Pero el discípulo, inmutable, se dijo: "Yo soy Dios y el elefante es Dios, así que ¿cómo puede tener miedo Dios de sí mismo?"

Razonando de este modo evitó apartarse. El elefante llegó hasta él, lo agarró con la trompa y lo lanzó al tejado de una casa, rompiéndole varios huesos.

Semanas después, repuesto de sus heridas, el discípulo acudió al mentor y se lamentó de lo sucedido. El gurú replicó:

-De acuerdo, tú eres Dios y el elefante es Dios. Pero Dios, en la forma del muchacho que conducía el elefante, te avisó para que dejaras el paso libre. ¿Por qué no hiciste caso de la advertencia de Dios?