domingo, agosto 22, 2010

Coloquio entre monos y una

por Edgar Allan Poe

UNA. ¿Renacida?

'Monos.-Sí, mi hermosa y más amada Una. Ésta era la palabra, sobre cuyo místico significado yo había meditado tan largamente, rechazando la explicación del sacerdote, hasta que la Muerte ha descifrado el secreto para mí.

UNA.- ¡ La Muerte!

MONOS.-; Qué extrañamente repites mis palabras, dulce Una! ¡ Y qué gozosa inquietud en tus ojos! Estás confusa y sobrecogida por la majestuosa novedad de la Vida Eterna. Sí, hablaba de la Muerte, y ¡ qué singularmente suena aquí esa palabra que en los viejos tiempos acostumbraba llenar de terror todos los corazones, haciendo marchitar todos los deleites!

UNA.-Ah la Muerte, el espectro que se sienta en todos los festines! ¿Cuántas veces, Monos, nos perdimos en especulaciones acerca de su Naturaleza? ¡ Qué misteriosamente actuaba como freno para la felicidad humana, diciendo a cada paso "hasta aquí, y no más allá"! ¡ Aquel vehemente y mutuo amor nuestro, querido Monos, que ardía en nuestros pechos! ¡Cuán vanamente nos hacía lisonjeamos, sintiéndonos felices por sus primeros brotes, de que nuestra felicidad se fortalecía con su fuerza! ¡ Ay!, mientras crecía en nuestros corazones el temor de que aquella hora funesta se estaba acercando apresuradamente para separarnos para siempre. Así con el tiempo el amor se volvió doloroso, y el odio hubiera sido entonces un verdadero don.

MONOS.-NO hablemos ahora de esas penas, querida Una. ¡Mía! ¡Mía para siempre!

UNA.-Pero ¿no es el recuerdo del dolor pasado lo que constituye la alegría actual? Todavía tengo mucho que decir de las cosas pasadas. Por encima de todo, ardo en deseos de conocer los incidentes de tu paso a través del oscuro Valle de la Sombra.

MONOS.-Y cuándo la radiante Una pidió nada en vano a su Monos? Voy a ser minucioso al relatarlo todo. Pero ¿en qué punto he de dar comienzo al relato?

UNA.-En qué punto?

MONOS.-Tú lo has dicho.

UNA. Monos, te comprendo; la propia Muerte nos ha enseñado a los dos la propensión del hombre a definir lo indefinido. No te pedirá que comiences con el momento de la cesación de la vida, sino en aquel triste momento en que, habiéndote abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor, inmóvil y sin respirar, y yo te cerré los pálidos párpados con los dedos llenos de apasionado amor.

Monos.-Una palabra primero, Una mía, referente a la condición general de los hombres de aquella época. Recordarás que uno o dos de los sabios antepasados, sabios realmente, aunque no en la estima del mundo, se habían aventurado a dudar de la propiedad del término "progreso", como aplicado a los avances de nuestra civilización. Hubo períodos. en cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron inmediatamente ~ nuestra muerte, en que surgieron de vez en cuando algunas mentalidades vigorosas que valientemente luchaban por aquellos principios cuya verdad se muestra ahora a nuestra liberada razón; principios que hubieran enseñado a nuestra raza a someterse a la dirección de las leyes naturales, en lugar de someterlas a su control. A largos intervalos, aparecían algunas mentes maestras que consideraban todo avance de la ciencia práctica como un retroceso en la verdadera utilidad. De vez en cuando la inteligencia poética-esa inteligencia que ahora sentimos que ha sido la más elevada de todas, puesto que aquellas verdades que para nosotros tienen la mayor importancia sólo se pueden alcanzar por esa analogía que únicamente habla en tono inconfundible a la imaginación y nada aporta a la razón-; de vez en cuando, repito, esa inteligencia poética daba un paso más allá en la evolución de la vaga idea filosófica y hallaba en la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de la fruta prohibida que produce la muerte, una clara insinuación de que la ciencia no era posible de ser alcanzada por el hombre, cuyo espíritu se halla todavía en la infancia, y aquellos hombres, los poetas, viviendo y muriendo en el escarnio de los "utilitarios", esos toscos pedantes que se confieren a sí mismos el título que sólo podía aplicárseles con propiedad para ser escarnecido, aquellos hombres, los poetas, reflexionaban lánguidamente, pero no faltos de ingenio, sobre aquellos días de la Antigüedad en que nuestros goces eran más sencillos que intensos, días que la palabra regocijo resultaba algo desconocida porque la felicidad era profunda y solemne: sanos y augustos días de felicidad en que los ríos azules corrían intactos entre las colinas no cultivadas, entre bosques solitarios, primitivos, olorosos e inexplorados.

Pero en realidad, aquellas nobles excepciones en medio del extravío general sólo servían para reforzarlo aún más por el contraste. ¡ Ay! Habíamos caído en los días peores de todos nuestros días. Al gran "movimiento" como se le llamaba falsamente, le siguió una enferma conmoción moral y física. El Arte-las Artes-resurgieron supremas, y una vez entronizadas echaron cadenas sobre la inteligencia que las había elevado al poder. El hombre, como no podía reconocer la majestad de la Naturaleza, cayó en una pueril exaltación del dominio que había logrado y que iba en aumento. Incluso cuando en su propia fantasía se consideraba Dios, una pueril imbecilidad le iba invadiendo. Como se puede suponer, del origen de este desorden se fue contagiando cada vez más con toda clase de sistemas y abstracciones ~ se envolvió en generalidades. Entre otras extrañas ideas, ganó terreno la de la igualdad universal y a la faz de la analogía y de Dios-a pesar de la fuerte voz de las leyes que advierte sobre los grados que se observan con claridad en todas las cosas de la Tierra y del Firmamento-a pesar de estas leyes, el hombre hizo insensatos esfuerzos para establecer una democracia omnipotente. Y, sin embargo, estos males surgieron del origen de todos los males: el conocimiento. El hombre no pudo conocer y sucumbió. Entretanto, se elevaron enormes ciudades humeantes, las verdes hojas se encogían ante el caliente respiro de los hornos, la hermosa faz de la Naturaleza quedó deformada como por alguna repugnante enfermedad y yo pienso, mi dulce Una, que hubieran bastado nuestros soñolientos sentidos de lo forzado y de lo excesivo para detenernos en aquel punto. Pero ahora se comprende que trabajábamos en nuestra propia destrucción por la perversidad de nuestro discernimiento, o mejor tal vez, por la ceguera de su cultivo en las escuelas. Porque la verdad es que en medio de aquella crisis, el discernimiento sólo-aquella facultad que mantiene una posición intermedia entre la inteligencia pura y el sentido moral-sólo aquel discernimiento podía habernos conducido con suavidad otra vez hacia la Belleza, la Naturaleza y la Vida. Pero ¡ ay del puro espíritu contemplativo y de la intuición majestuosa de Platón! ¡ Ay de la que precisamente él la consideraba como toda necesaria educación del alma! ¡ Ay de él y de ella! -puesto que ambos se necesitaban del modo más desesperado en aquellos momentos en que estaban más completamente olvidados o despreciados-. Pascal, un filósofo a quien ambos amábamos, ha dicho "que tout notre raisonnement se reduit a ceder au sentiment" ("que todo nuestro razonamiento se reduce a ceder al sentimiento") y no es imposible que este sentimiento de lo natural, de haber tenido tiempo, habría recuperado su antigua ascendencia sobre la severa razón de las escuelas. Pero esta cosa no había de poder ser. Prematuramente provocada por la intemperancia del conocimiento, la vejez del mundo vino rápidamente. Esto, la masa de la Humanidad no lo vio, o viéndolo intensa aunque infelizmente, afectó no verlo. Pero por mi parte, los anales de la Tierra me habían enseñado a relacionar la más completa ruina como precio de la más alta civilización. Yo me había imbuido de una presciencia de nuestro destino por la comparación de China, la sencilla y sufrida, con Asiria, la arquitectura; con Egipto, la astrología; con Nubia, la más astuta que ninguna, madre turbulenta de todas las Artes. En la historia de aquellas regiones encontré un rayo de lo Futuro. Las artificialidades individuales de las tres últimas fueron para la Tierra enfermedades locales y en sus individuales derrumbamientos hemos visto aplicar remedios locales; pero para el mundo infestado yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo la Muerte. Para que el hombre como raza no llegara a extinguirse, yo veía que debía "nacer de nuevo".

Y entonces fue, hermosísima y amadísima, cuando nosotros envolvimos nuestros espíritus diariamente en sueños. Entonces fue cuando a la hora del crepúsculo discurríamos sobre los días que habían de venir, cuando la superficie lacerada de la Tierra, una vez que hubiera sufrido aquella purificación que sólo puede borrar sus obscenidades, se revistiera de nuevo con el verdor de sus colinas montañosas y sonrieran por ella las aguas del Parnaso, y tornara a quedar al fin como digna residencia para el hombre; para el hombre purgado por la Muerte; para el hombre en cuyo exaltado intelecto el veneno del conocimiento no puede hacer nada; para el hombre redimido, regenerado, bienaventurado y ahora inmortal, pero, con todo, para el hombre material.

UNA.-Bien recuerdo aquellas conversaciones, querido Monos, pero la época de la fiera ruina no estaba tan cerca como nosotros nos figurábamos y la condición que tú indicabas seguramente sostenía nuestra creencia. Los hombres vivían y morían individualmente. Tú también enfermaste y pasaste a la tumba, y a ella, constante, Una te siguió rápidamente, y aunque el siglo que ha transcurrido desde entonces, y cuyo final una vez más nos reúne, no ha torturado nuestros soñolientos sentidos con la impaciencia de su duración, sin embargo, mi amado Monos, ha transcurrido todo un siglo.

MoNos.-Di más bien un punto en la vaga infinitud. Indiscutiblemente, fue en la decrepitud de la Tierra cuando yo morí. Llevando en mi corazón las angustias que se habían originado, el tumulto general y la ruina, sucumbía a la abrasadora fiebre. Después de algunos días dolorosos y muchos de delirio soñador, repleto de éxtasis, cuyas manifestaciones tú tomaste equivocadamente por dolor, mientras yo suspiraba y no tenía fuerza para desengañarte, después de unos días, me invadió, como tú has dicho, un sopor sin aliento y sin movimiento al que los que estaban a nuestró alrededor llamaron Muerte.

Las palabras son cosas vagas. Mi estado no me privó de la conciencia; me parecía no muy diferente del extremado reposo de quien, luego de haber dormido larga y profundamente, quedando inmóvil y completamente postrado en un mediodía estival, comienza a deslizarse lentamente hacia la conciencia, por la mera eficacia del sueño y sin ser despertado por molestias externas.

Ya no respiraba; el pulso se había parado. El corazón había dejado de latir. La voluntad no había desaparecido, pero no tenía fuerza. Los sentidos estaban extrañamente activos, aunque de modo anormal-asumiendo a menudo las funciones unos de otros, sin orden ni concierto-. El gusto y el olfato se hallaban ínextricablemente confundidos y se convertían en un único sentimiento, anormal e intenso. El agua de rosas, que con tu ternura había humedecido mis labios en el último instante, me afectó con suaves fantasías de flores-flores fantásticas, mucho más hermosas que ninguna de la Tierra, pero cuyos prototipos tenemos ahora florecientes a nuestro alrededor-. Los! párpados, transparentes y exangües, no ofrecían total impedimento a la visión. Como la voluntad estaba ausente, los globos no podían moverse en sus cuencas, pero todos los objetos que estaban dentro de la línea del hemisferio visual, yo los veía con más o menos distinción; los rayos que caían sobre la parte exterior de la retina, o dentro de la córnea del ojo, producían un efecto mucho más vivo que los que lo herían de frente en la superficie anterior; y, con todo, en el primer instante, aquel efecto era tan anómalo que yo sólo lo apreciaba como sonido-sonido dulce o discordante, según que los objetos que se presentaban a mi lado estuvieran ilunados u oscurecidos en la sombra, curvos o angulares en su contorno-. Al mismo tiempo el oído, aunque excitado en intensidad, no era irregular en su acción y estimaba sonidos reales con una extravagancia de precisión no menos que de sensibilidad. El tacto había sufrido una modificación más peculiar. Sus impresiones eran recibidas con retardo, pero pertinazmente retenidas, y se resolvían siempre en el más alto placer físico. Así, la presión de tus dedos suaves sobre mis! párpados, al principio sólo reconocida por la visión, luego y largo tiempo después de apartarse, llenaron todo mi ser con una delicia sensual inmensurable. Eso es: con delicia sensual. Todas mis percepciones eran simplemente sensuales. Los materiales que suministraban los sentidos al pasivo cerebro no eran modelados ya, ni en el más remoto grado, por el entendimiento muerto. Un poco de dolor, un mucho de placer, pero nada en absoluto de placer o dolor moral. Así, tus sollozos flotaban en mi oído con sus tristes cadencias y eran apreciados en todas sus variaciones de tono triste, pero eran suaves sonidos musicales y nada más; no comunicaban a la extinguida razón ningún indicio del pesar que las originaba, mientras que las abundantes y constantes lágrimas que caían sobre mi rostro, hablando a los circunstantes de un corazón que se rompía, sólo conmovían con un suave éxtasis todas las fibras de mi cuerpo; y esto, en verdad, fue la Muerte, de la cual hablaban aquellos circunstantes con tanto respeto en bajos cuchicheos, y tú, dulce Una, con ahogos y sollozos.

Me vistieron para ponerme en el ataúd, tres o cuatro negras figuras que se deslizaban atareadamente de arriba para abajo y cuando cruzaban la línea recta de mi visión me afectaban como formas, pero al pasar a mi lado, sus imágenes me impresionaban con la idea de chillidos, quejidos y otras tristes expresiones de terror, de horror o de angustia. Tú solamente, vestida con túnica blanca, pasabas junto a mí en todas direcciones de una manera musical.

El día declinaba, y cuando su luz se desvaneció me sentí poseído de una vaga inquietud, de una ansiedad tal como la que siente el dormido cuando tristes sonidos reales resuenan continuamente en su oído; bajos, distantes sonidos de campanas, solemnes, a largos pero iguales intervalos y mezclándose con sueños melancólicos. Llegaba la noche y con sus sombras un pesado malestar que oprimía mis miembros con la opresión de algún peso abrumador que resultaba palpable. Había también un sonido de gemidos, no diferente a la distante repercusión de la marejada, pero más continuo, que habiendo comenzado con el crepúsculo, había crecido con más fuerza en la oscuridad. De pronto trajeron luces a la habitación y aquellas repercusiones quedaron inmediatamente interrumpidas, en frecuentes y desiguales golpes del mismo sonido, pero con menor monotonía y distinción. La poderosa opresión se había aliviado en gran medida, y brotando de la llama de cada lámpara (pues había muchas) manaba sin interrupción en mis oídos un acento de melodiosa monotonía. Y cuando entonces, querida Una, acercándote a la cama, sobre la que yo estaba tendido, te sentaste suavemente junto a mí y con la brisa de tus dulces labios oprimiste mi frente, se alzó trémulo en mi pecho y mezclándose con las sensaciones simplemente físicas que las circunstancias habían provocado, algo semejante al sentimiento mismo-una sensación que casi comprendía, casi correspondía a tu diligente amor y pesar-; pero este sentimiento no arraigó en el corazón sin latidos, y más parecía una sombra que una realidad, y se fue extinguiendo rápidamente, primero en extremada quietud y luego en un placer puramente sensual como antes.

Y entonces, en la destrucción y en el caos de los ordinarios sentidos, parecía alzarse en mí un sexto sentido, de una perfección absoluta. En su ejercicio hallé vivo deleite-con todo, un deleite todavía físico, puesto que el entendimiento no tenía relación alguna con él-. El movimiento de mi cuerpo humano había cesado completamente. Ni un solo músculo se agitaba; ni un nervio vibraba; ni una arteria latía, pero parecía haber brotado en el cerebro aquelb de que ninguna palabra podía comunicar a la inteligencia simplemente humana, ni síquiéra un con cepto confuso. Permite que lo llame una pulsación mental penduleante. Era la incorporación mental de la idea abstracta que tiene el hombre del tiempo, pues la absoluta igualación de aquel movimiento-o de algo parecido-había sido ajustado a los propios ciclos de las órbitas del firmamento. Con su ayuda, medí las irregularidades del reloj que estaba sobre la chimenea y de los relojes de los visitantes. Su tic tac llegaba sonoramente a mis oídos. La más ligera desviación de la verdadera proporción-y estas derivaciones predominaban constantemente-me afectaban tanto como las violaciones a la verdad suelen afectar al sentido moral en la Tierra. Aunque no había dos relojes en la habitación que diesen a la vez sus segundos, con todo, no tenía yo dificultad en retener en mi espíritu los tonos y los respectivos. errores momentáneos de cada uno; y esto-este sutil, perfecto, existente por sí mismo sentimiento de duración-este sentimiento que existía (como ningún hombre hubiera podido concebir que existiera) con independencia de cualquier sucesión de acontecimientos, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de los demás, era el primer paso cierto y evidente del alma inmortal en el umbral de la temporal eternidad.

Era medianoche, y tú todavía estabas sentada junto a mí. Todos los demás se habían marchado de la cámara de la Muerte. Me habían puesto en el ataúd. Las lámparas ardían parpadeando: esto lo sabía por el trémolo de los monótonos sones. Pero de pronto la melodía disminuyó en distinción y volumen. Finalmente, cesó. El perfume se extinguió de mi nariz; las formas no afectaron por más tiempo a mi visión. La opresión de la oscuridad se alzó por sí misma de mi pecho. Una débil sacudida como de electricidad invadió mi cuerpo y fue seguida por una pérdida de la idea de contacto. Todo lo que el hombre llama sentido se había sumergido en la única conciencia del ser y en el único permanente sentimiento de duración. El cuerpo mortal había sido al fin herido por la mano de la fatal Destrucción.

Con todo, la sensibilidad no se había apartado completamente, pues la conciencia y el sentimiento que quedaban ejercían algunas de sus funciones con una letárgica intuición. Yo advertía el terrible cambio que ahora se estaba operando en mi carne, y como a veces sucede en sueños, que se capta la presencia de alguien que se apoya sobre nosotros, así, dulce Una, yo aún sentí que tú estabas cerca de mí. Así también, cuando llegó el segundo mediodía no dejé de darme cuenta de los movimientos que te apartaron de mi lado, de los que me encerraron en el ataúd y me depositaron en el coche fúnebre que me llevó a la tumba, de los que me hundieron en ella y que paletada a paletada amontonaron pesadamente el barro sobre mí, y que así me dejaron en la oscuridad y en la corrupción, abandonado a mis tristes y solemnes sueños con los gusanos.

Y allí, en la prisión que tiene pocos secretos que revelar, rodaron los días, las semanas y los meses; y el alma observaba estrechamente el paso de cada segundo que volaba y sin esfuerzo alguno registraba su vuelo; sin esfuerzo y sin objeto.

Pasó un año. La conciencia de ser se había ido tornando hora por hora más borrosa, y la de mera localización había, en gran medida, usurpado su puesto. La idea de entidad se iba confundiendo con la de lugar. El estrecho espacio que inmediatamente rodeaba lo que había sido el cuerpo estaba entonces viniendo a ser el cuerpo mismo. Al fin, como ocurre frecuentemente a los que están durmiendo (pues con el sueño y su solo mundo la Muerte queda representada), al fin, como a veces sucede sobre la Tierra al que duerme profundamente, cuando alguna luz lo sobresalta en su despertar y, sin embargo, lo deja medio envuelto en sueños, así llegó para mí, en el estrecho abrazo de la Sombra, aquella luz que sólo podía haber tenido el poder de despertarme: la luz del constante amor. Los hombres se afanaban en donde yo yacía en tinieblas. Levantaron la húmeda tierra y sobre mis huesos consumidos bajaron el ataúd de Una. Y entonces todo volvió al vacío de nuevo. Aquella nebulosa luz se había extinguido; aquel débil estremecimiento había vibrado en el reposo. Muchos lustros habían sobrevenido. El polvo había vuelto al polvo. Los gusanos no tenían más alimento. El sentido del ser, finalmente había desaparecido por completo y allí reinaban en su lugar -en lugar de todas las cosas-, dominantes y perpetuos, los autócratas, Espacio y Tiempo. Porque para lo que no era-para lo que no tenía forma-, para lo que no tenía pensamiento-para lo que no tenía conciencia-, para lo que no tenía alma y aun para aquello que ya no formaba parte de la materia y para aquella inmortalidad, la tumba todavía era una morada, y las horas corrosivas, sus compañeras.

domingo, agosto 15, 2010

Manuscrito allado en una botella

por Edgar Allan Poe

Qui n'a plus qu'un moment à vivre
N'a plus rien à dissimuler.
Auinault - Atys


Sobre mi país y mi familia tengo poco que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.

Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo.

Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba.

Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos.

Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se paso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé... sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.

La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.

Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí, me encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán ,y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos -en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que trabajosamente logramos procuramos en el castillo de proa- la carcasa del barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días, nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía -aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora- volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar insondable.

Esperamos en vano la llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas... olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión nada podía demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría, el mar negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros... y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del "kraken".

Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó horriblemente en la noche. "¡Mire, mire!" exclamó, chillando junto a mi oído, "¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!". Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura tremenda, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce asomaba por los portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo distinguimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia sublimidad después se estremeció, vaciló y... se precipitó sobre nosotros.

En ese instante, no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. En consecuencia, recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco desconocido.

En el momento en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que, a primera vista me producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña porción de la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre las enormes cuadernas del buque.

Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro. No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja, como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver.

* * *

Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva entidad se incorpora a mi alma.

* * *

Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.

* * *

Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra descubrimiento.

Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general, contradicen una suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el navío no es, pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.

He estado estudiando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales.

Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como que hay un mar donde el barco mismo crece en tamafio, como el cuerpo viviente del marino."

Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca y anticuada construcción.

Hace un tiempo mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo. Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo.

He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es la singularidad de la expresión que reina en su rostro... es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu una sensación... un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro, y de arruinados instrumentos científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.

El barco y todo su contenido está impregnado por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.

Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los cuales las palabras tomado y simún resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo.

Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata.

Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con las más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor.

La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.

Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con rapidez... nos precipitamos furiosamente en la vorágine... y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco trepida... ¡oh, Dios!... ¡y se hunde ... !

domingo, agosto 08, 2010

La catacumba nueva

Por ARTHUR CONAN DOYLE

Escuche, Burger: yo quisiera que usted tuviera confianza en mí —dijo Kennedy.

Los dos célebres estudiosos que se especializaban en las ruinas romanas estaban sentados a solas en la confortable habitación de Kennedy, cuyas ventanas daban al Corso. La noche era fría, y ambos habían acercado sus sillones a la imperfecta estufa italiana que creaba a su alrededor una zona más bien de ahogo, que de tibieza. Del lado de fuera, bajo las brillantes estrellas de un cielo invernal, se extendía la Roma moderna, con su larga doble hilera de focos eléctricos, los cafés brillantemente iluminados, los coches que pasaban veloces y una apretada muchedumbre desfilando por las aceras. Pero dentro, en el interior de aquella habitación suntuosa del rico y joven arqueólogo inglés, no se veía otra cosa que la Roma antigua. Frisos rajados y gastados por el tiempo colgaban de las paredes, y desde los ángulos asomaban los antiguos bustos grises de senadores y guerreros con sus cabezas de luchadores y sus rostros duros y crueles. En la mesa central, entre un revoltijo de inscripciones, fragmentos y adornos, se alzaba la célebre maqueta en que Kennedy había reconstruido las Termas de Caracalla, obra que tanto interés y admiración despertó al ser expuesta en Berlín. Del techo colgaban ánforas y por la lujosa alfombra turca había desparramadas las más diversas rarezas. Y ni una sola de todas esas cosas carecía de la mayor inatacable autenticidad, aparte de su insuperable singularidad y valor; porque Kennedy, a pesar de que tenía poco más de treinta años, gozaba de celebridad europea en esta rama especial de investigaciones, sin contar con que disponía de esa abundancia de fondos que en ocasiones resulta un obstáculo fatal para las energías del estudioso, o que, cuando su inteligencia sigue con absoluta fidelidad el propósito que la guía, le proporciona ventajas enormes en la carrera hacia la fama. El capricho y el placer habían apartado frecuentemente a Kennedy de sus estudios; pero su inteligencia era agresiva y capaz de esfuerzos largos y concentrados, que terminaban en vivas reacciones de laxitud sensual. Su hermoso rostro de frente alta y blanca, su nariz agresiva y su boca algo blanda y sensual, constituían un índice justo de aquella transacción a que la energía y la debilidad habían llegado dentro de su persona.

Su acompañante, Julius Burger, era hombre de un tipo muy distinto. Llevaba en sus venas una mezcla curiosa de sangre: el padre era alemán, y la madre italiana y le trasmitieron las cualidades de solidez propias del norte, junto con un mayor atractivo y simpatía característicos del sur. Unos ojos azules teutónicos iluminaban su rostro moreno curtido por el sol y se elevaba por encima de ellos una frente cuadrada, maciza, con una orla de tupidos cabellos rubios que la enmarcaban. Su mandíbula de contorno fuerte y firme estaba completamente rasurada, dando con frecuencia ocasión a que su acompañante comentase lo mucho que hacía recordar a los antiguos bustos romanos que acechaban desde las sombras en los ángulos de su habitación. Bajo su dura energía de alemán se percibía siempre un asomo de sutileza italiana; pero su sonrisa era tan honrada, y su mirada tan franca, que todos comprendían que aquello era sólo un índice de su ascendencia, sin proyección real sobre su carácter. Por lo que se refiere a años y celebridad se encontraba a idéntico nivel que su compañero inglés, pero su vida y su tarea habían sido mucho más difíciles. Llegado doce años antes a Roma como estudiante pobre, vivió desde entonces de pequeñas becas que la Universidad de Bonn le otorgaba para sus estudios. Lenta, dolorosamente y con tenacidad

porfiada y extraordinaria, guiado por una sola idea, había escalado peldaño a peldaño la escalera de la fama, llegando a ser miembro de la Academia de Berlín, y tenía, en la actualidad, toda clase de razones para esperar verse pronto elevado a la cátedra de la más importante de las universidades alemanas. Ahora bien; lo unilateral de sus actividades, si por un lado lo había elevado al mismo nivel que el rico y brillante investigador inglés, había hecho que quedase infinitamente por debajo de éste en todo lo que caía fuera del radio de su trabajo. Burger no dispuso nunca en sus estudios de un paréntesis que le permitiese cultivar el trato social. Únicamente cuando hablaba de temas que caían dentro de su especialidad, el rostro de Burger adquiría vida y expresión. En los demás momentos permanecía silencioso y molesto, con excesiva conciencia de sus propias limitaciones en otros temas más generales, y sentía impaciencia ante la cháchara sin importancia, que es un refugio convencional para todas aquellas personas que no tienen ninguna idea propia que expresar.

A pesar de todo eso, Kennedy y Burger mantuvieron trato por espacio de algunos años, y al parecer ese trato maduró poco a poco hasta convertirse en una amistad de los dos rivales, de personalidad tan diferente. La base y el arranque de esa situación residían en que tanto el uno como el otro eran, dentro de su especialidad, los únicos de la generación joven con saber y entusiasmo suficientes para valorarse mutuamente. Su interés y sus actividades comunes los habían puesto en contacto, y ambos habían sentido la mutua atracción de su propio saber. Este hecho se había ido luego completando con otros detalles. A Kennedy le divertían la franqueza y la sencillez de su rival, y Burger, en cambio, se había sentido fascinado por la brillantez y vivacidad que habían convertido a Kennedy en uno de los hombres más populares entre la alta sociedad romana. Digo que le habían convertido, porque, en ese preciso momento, el joven inglés estaba algo oscurecido por una nube. Un asunto amoroso, que nunca llegó a saberse con todos sus detalles, pareció descubrir en Kennedy una falta de corazón y una dureza de sentimiento que sorprendieron desagradablemente a muchos de sus amigos.

Ahora bien, dentro de los círculos de estudiosos y de artistas solterones, en los que el inglés prefería desplazarse, no existia, sobre estos asuntos, un código de honor muy severo, y aunque más de una cabeza se moviese con expresión de desagrado o más de unos hombros se encogiesen al referirse a la fuga de dos y al regreso de uno solo, el sentimiento general era probablemente de simple curiosidad y quizá de envidia, más bien que de censura.

—Escuche, Burger: yo querría que usted tuviese confianza en mí —dijo Kennedy, mirando con dura expresión el plácido semblante de su compañero.

Al decir estas palabras con un vaivén de su mano señaló hacia una alfombra extendida en el suelo. Encima de ella había una canastilla, larga y de poca profundidad, de las que se usan en la campaña para la fruta y que están hechas de mimbre ligero. Dentro de la canastilla se amontonaha un revoltijo de cosas: baldosines con rótulos, inscripciones rotas, mosaicos

agrietados, papiros desgarrados, herrumbrosos adornos de metal, que para el profano producían la sensación de haber sido sacados de un cajón de basura, pero en los que un especialista habría reconocido rápidamente la condición de únicos en su clase. Aquel montón de objetos variados contenidos en la canastilla de mimbre, proporcionaba justo uno de los eslabones que faltaban en la cadena del desenvolvimiento social, y ya es sabido que los estudiosos sienten vivísimo interés por esa clase de eslabones perdidos. Quien los había traído era el alemán, y el inglés los contemplaba con ojos de hambriento. Mientras Burger encendía con lentitud un cigarro, Kennedy prosiguió:

—Yo no quiero inmiscuirme en este hallazgo suyo, pero sí que me agradaría oírle hablar sobre él. Se trata, evidentemente, de un descubrimiento de máxima importancia. Estas inscripciones producirán sensación por toda Europa.

—¡Por cada uno de los objetos que hay aquí se encuentran allí millones! —dijo el alemán—. Abundan tanto, que darían materia para que una docena de sabios dedicasen toda su vida a su estudio y se crearan así una reputación tan sólida como el castillo de St. Angelo.

Kennedy permaneció meditando con la frente contraída y los dedos jugueteando en su largo y rubio bigote. Por último dijo:

—¡Burger, usted mismo se ha delatado! Esas palabras suyas sólo pueden referirse a una cosa. Usted ha descubierto una catacumba nueva.

—No he dudado ni por un momento de que usted llegaría a esa conclusión examinando estos objetos.

—Desde luego, parecían apuntar en ese sentido; pero sus últimas observaciones me dieron la certidumbre. No existe lugar, como no sea una catacumba, que pueda contener una reserva de reliquias tan enorme como la que usted describe.

—Así es. La cosa no tiene misterio. En efecto, he descubierto una catacumba nueva.

—¿Dónde?

—Ese es mi secreto, querido Kennedy. Basta decir que su situación es tal, que no existe una probabilidad entre un millón de que alguien la descubra. Pertenece a una época distinta de todas las catacumbas conocidas, y estuvo reservada a los enterramientos de cristianos de elevada condición, y por eso los restos y las reliquias son completamente distintos de todo lo que se conoce hasta ahora. Si yo ignorara su saber y su energía, no vacilaría, amigo mío, en contárselo todo bajo juramento de guardar secreto. Pero tal como están las cosas, no tengo más remedio que preparar mi propio informe sohre la materia antes de exponerme a una competencia tan formidable.

Kennedy amaha su especialidad con un amor que llegaba casi a la monomanía, con un amor al que se mantenía fiel en medio de todas las distracciones que se le brindan a un joven rico y disoluto. Era ambicioso, pero su ambición resultaba cosa secundaria, frente al simple gozo abstracto y al interés en todo aquello que guardaba relación con la vida y la historia antigua de Roma. Anhelaba ya el ver con sus propios ojos este nuevo mundo subterráneo que su compañero había descubierto, y dijo con vivacidad:

—Escuche, Burger; le aseguro que puede tener en mí la más absoluta confianza en este asunto. Nada será capaz de inducirme a poner por escrito cosa alguna de cuanto vean mis ojos hasta que usted me autorice de una manera explícita. Comprendo perfectamente su estado de ánimo y me parece muy natural, pero nada puede temer realmente de mí. En cambio, si usted no me explica el asunto, esté seguro de que realizaré investigaciones sistemáticas al respecto, y de que sin la menor duda, llegaré a descubrirlo. Como es natural, si tal cosa ocurriese y no estando sujeto a compromiso alguno con usted, haría de mi descubrimiento el uso que bien me pareciera.

Burger contemplaba reflexivo y sonriente su cigarro y le contestó:

—Amigo Kennedy, he podido comprobar que cuando me hacen falta datos sobre algún problema, no siempre se muestra usted dispuesto a proporcionármelos.

—¿Cuándo me ha planteado alguna pregunta a la que yo no haya contestado? Recuerde, por ejemplo, cómo le proporcioné los materiales para su monografía referente al templo de las vestales.

—Bien, pero se trataba de un tema de poca importancia. No estoy seguro de que usted me contestase si yo le hiciera alguna pregunta sobre asuntos íntimos. Esta catacumba nueva es para mí un asunto de la máxima intimidad, y a cambio tengo yo derecho a esperar que usted me dé alguna prueba de confianza.

El inglés contestó:

—No veo adónde va usted a parar; pero si lo que quiere dar a entender es que responderá a mis preguntas relativas a la catacumba si yo contesto a cualquiera de las suyas, puedo asegurarle que así lo haré.

Burger se recostó cómodamente en su sofá, y lanzó al aire un árbol de humo azul de su cigarro. Luego dijo:

—Pues bien; dígame todo lo que hubo en sus relaciones con miss Mary Saunderson.

Kennedy se puso de pie de un salto y clavó una mirada de irritación en su impasible acompañante. Luego exclamó:

—¿Adónde diablos va usted a parar? ¿ Qué clase de pregunta es ésa? Si usted ha pretendido hacer una broma, de verdad que jamás se le ha ocurrido otra peor.

—Pues no, no lo dije por bromear —contestó Burger con inocencia. La verdad es que tengo interés por conocer el asunto en detalle. Yo estoy en la más absoluta ignorancia en todo cuanto se refiere al mundo y a las mujeres, a la vida social y a todas esas cosas, y por eso un episodio de esa clase ejerce sobre mí la fascinación de lo desconocido. Lo conozco a usted, la conocía de vista a ella. Llegué incluso en una o dos ocasiones a conversar con esa señorita. Pues bien, me agradaría muchísimo oír de sus propios labios y con toda exactitud, cuanto ocurrió entre ustedes.

—No le diré una sola palabra.

—Perfectamente. Fue solo un capricho mío para ver si usted era capaz de descubrir un secreto con la misma facilidad con que esperaba que yo le descubriese el de la catacumba nueva. Yo no esperaba que usted revelase el suyo, y no debe esperar que yo revele el mío. Bueno, el reloj de San Juan está dando las diez. Es ya hora de que me retire a mi casa.

—No, Burger. Espere un poco —exclamó Kennedy—. Es verdaderamente un capricho ridículo suyo el querer saber detalles de un lío amoroso que acabó hace ya meses. Ya sabe que al hombre que besa a una mujer y lo cuenta, lo consideramos como el mayor de los cobardes y de los villanos.

—Desde luego —dijo el alemán, recogiendo su canastilla de antigüedades—, y lo es cuando se refiere a alguna muchacha de la que nadie sabe nada. Pero bien sabe usted que el caso del que hablamos fue la comidilla de Roma, y que con aclararlo no perjudica en nada a miss Mary Saunderson. De todos modos, yo respeto sus escrúpulos. Buenas noches.

—Espere un momento, Burger—dijo Kennedy, apoyando su mano en el brazo del otro—. Tengo un interés vivísimo en el asunto de esa catacumba y no renuncio así como así. ¿Por qué no me pregunta sobre alguna otra cosa? Sobre algo que no resulte tan fuera de lugar.

—No, no. Usted se ha negado, y no hay más que hablar—contestó Burger con la canastilla bajo el brazo—. Tiene usted mucha razón en no contestar, y yo también la tengo. Buenas noches, pues, otra vez, amigo Kennedy.

El inglés vio cómo Burger cruzaba la habitación; pero hasta que el alemán no tuvo la mano en el picaporte no le gritó, con el acento de quien se decide de pronto a sacar el mejor partido de algo que no puede evitar.

—No siga adelante, querido amigo. Creo que eso que hace es una ridiculez; pero, puesto que es usted así, veo que no tendré más remedio que pasar por su exigencia. Me repugna hablar acerca de ninguna muchacha; pero, como usted bien dice, el asunto ha corrido por toda Roma, y no creo que usted encuentre novedad alguna de cuanto yo pueda contarle. ¿Qué es lo que quería saber?

El alemán volvió a aproximarse a la estufa, y dejando en el suelo la canastilla, se arrellanó nuevamente en su sofá, diciendo:

—¿Puedo servirme otro cigarro? ¡Muchas gracias! Nunca fumo mientras me dedico al trabajo; pero saboreo mucho más una charla si saboreo al mismo tiempo un cigarro. A propósito de esa señorita con la que tuvo su pequeña aventura, ¿qué diablos ha sido de ella?

—Está en Inglaterra, con su familia.

—¡Vaya! ¿De modo que en Inglaterra y con su familia?

—Sí.

—¿En qué parte de Inglaterra? En Londres, quizá.

—No, en Twickenham.

—Mi querido Kennedy, tendrá que saber disculpar mi curiosidad, y atribúyala a mi ignorancia del mundo. Desde luego que resulta asunto sencillo el convencer a una señorita joven de que se fugue con uno durante tres semanas y entregarla luego a sus familiares de.... ¿cómo dijo que se llama la población?

—Twickenham.

—Eso es; Twickenham. Pero es algo que se sale tan por completo de todo lo que yo he hecho, que no consigo imaginarme siquiera cómo se las arregló usted. Por ejemplo, si hubiese estado enamorado de esa joven, es imposible que ese amor desapareciese en tres semanas, de modo que me imagino que nunca la amó. Pero si no la amaba, ¿para qué levantó usted semejante escándalo, que ha redundado en su propio daño y que ha arruinado la vida de ella?

Kennedy contempló malhumorado el rojo de la estufa y dijo:

—Desde luego que hay lógica en esa manera de encarar el problema. La palabra amor es de mucha envergadura y corresponde a muchísimos matices distintos del sentimiento. La muchacha me gustó. Ya sabe todo lo encantadora que podía parecer, puesto que la conoció y le habló. La verdad es que, volviendo la vista hacia el pasado, estoy dispuesto a reconocer que nunca sentí por ella un verdadero amor.

—Pues entonces, mi querido Kennedy, ¿por qué lo hizo.

—Por lo mucho que la cosa tenía de aventura.

—¡Cómo! ¿Tanta afición tiene usted a las aventuras?

—¿Qué es lo que quita monotonía a la vida sino ellas? Si empecé a galantearla fue por puro afán de aventura. Hubo tiempos en que perseguí mucha caza mayor, pero le aseguro que no hay caza como la de una mujer bella. En este caso estaba también la pimienta de la dificultad, porque, como era la acompañante de lady Emily Rood, resultaba casi imposible entrevistarse con ella a solas. Y para colmo de obstáculos que daban atractivo a la empresa, ella misma me dijo a la primera de cambio que estaba comprometida.

—Mein Gott!¿Con quién?

—No dio el nombre.

—Yo no creo que nadie esté enterado de ese detalle. ¿De modo que fue eso lo que dio mayor fascinación a la aventura?

—La salpimentó, por lo menos. ¿No opina usted lo mismo?

—Le vuelvo a decir que yo estoy en ayunas en esos asuntos.

—Mi querido camarada, usted puede recordar por lo menos que la manzana que hurtó del huerto de su vecino le pareció siempre más apetitosa que la del suyo propio. Y después de eso, me encontré con que ella me quiso.

—¿Así? ¿De sopetón?

—¡Oh, no! Me llevó por lo menos tres meses de labor de zapa y ataque. Pero la conquisté, por fin. La muchacha comprendió que el estado de separación judicial en que me encuentro con respecto a mi esposa, me imposibilitaba para entrar con ella por el camino legal. Pero se fugó conmigo, a pesar de todo, y mientras duró la aventura lo pasamos estupendamente.

—Pero ¿y el otro?

Kennedy se encogió de hombros, y contestó:

—Yo creo que es un caso de supervivencia de los mejores. Si él hubiese sido el mejor de los dos, ella no lo habría abandonado. Pero basta ya del tema, porque ha llegado a hastiarme.

—Sólo otra pregunta: ¿cómo se desembarazó de ella a las tres semanas?

—En ese tiempo, como usted comprenderá, ya había bajado un poco nuestra temperatura. Ella se negó a regresar a Roma, no queriendo reanudar el trato con quienes la conocían. Pues bien; Roma es una cosa indispensable para mí, y ya me dominaba la nostalgia de volver a mis tareas. Como verá, existía una razón potente para separamos. Aparte de eso, y cuando estábamos en Londres, su anciano padre se presentó en el hotel, y tuvimos una escena desagradable. Total, que la aventura tomó el peor cariz, y yo me alegré de darla por terminada, aunque al principio eché terriblemente de menos a la muchacha. Bien, ya está.

Cuento con que usted no repetirá ni una palabra de lo que acabo de contarle.

—Ni en sueños se me ocurriría tal cosa, Kennedy. Pero todo eso me ha interesado mucho, porque me proporciona una visión de las cosas completamente distinta dc la que yo acostumbro, debido a que conozco poco la vida. Y después de eso, querrá que yo le hable de mi catacumba nueva. No merece la pena de que yo trate de describírsela, porque con mis datos verbales jamás llegaría usted a encontrarla. Lo único que viene al caso es que le lleve a ella.

—Sería una cosa magnífica.

—¿Cuándo le gustaría ir?

—Cuanto antes, mejor. Me muero por visitarla.

—Pues bien; hace una noche espléndida, aunque un poquitín fría. Podemos emprender la excursión dentro de una hora. Es preciso que adoptemos toda clase de precauciones para que el descubrimiento no trascienda de nosotros dos. Si alguien nos viera salir en pareja a explorar, sospecharía que algo está en marcha.

—Desde luego—contestó Kennedy—. Toda precaución es poca. ¿Queda lejos?

— A unas millas de aquí.

—¿No será mucha distancia para hacerla a pie?

—Al contrario, podemos ir paseando sin dificultad.

—Entonces, eso es lo mejor. Si un cochero nos dejara a noche cerrada en algún sitio solitario, le entrarían recelos.

—Así es. Creo que lo mejor que podemos hacer es citarnos para las doce de la noche en la Puerta de la Vía Appia. Yo necesito regresar a mi domicilio para proveerme de cerillas, velas y todo lo demás.

—¡Magnífico, Burger! Es usted verdaderamente amable en acceder a revelarme este secreto, y le prometo no escribir nada al respecto hasta después de que haya publicado su memoria. ¡Hasta luego, pues! A las doce me encontrará en la puerta.

Cuando Burger, embozado en un capote de estilo italiano y con una linterna colgando de su mano derecha, llegó al lugar de la cita, vibraban por la fría y clara atmósfera de la noche, las notas musicales de las campanas de aquella ciudad de los mil relojes. Kennedy salió de la oscuridad y se le acercó. El alemán le dijo riendo:

—Es usted tan apasionado para el trabajo como para el amor.

—Tiene razón, porque llevo esperándolo casi media hora.

—Espero que no habrá dejado ninguna clave que permita a otros suponer a qué lugar nos dirigimos.

—No soy tan estúpido como para eso. Además, el frío se me ha metido hasta los huesos. Vamos andando, Burger, y entremos en calor con una rápida caminata.

Las pisadas de ambos resonaban ágiles sobre el tosco pavimento de piedra de la lamentable vía, único resto que queda de la carretera más célebre del mundo. No tuvieron mayores encuentros que el de un par de campesinos que marchaban de la taberna a su casa, y algunos carros de otros que llevaban sus productos al mercado de Roma. Avanzaron, pues, con rapidez por entre las tumbas colosales que asomaban de entre la oscuridad a uno y otro lado. Cuando llegaron a las Catacumbas de San Calixto y vieron alzarse frente a ellos, sobre el telón de fondo de la luna naciente, el gran bastión circular de Cecilia Metella, se detuvo Burger, llevándose la mano a un costado.

—Sus piernas son más largas que las mías y está más acostumbrado a caminar—dijo riendose—. Me parece que el sitio en que tenemos que desviarnos queda por aquí. Sí, en efecto, hay que doblar la esquina de esa trattoria. El sendero que sigue es muy estrecho, de manera que quizá sea preferible que yo marche adelante.

Había encendido su linterna. Alumbrados por su luz pudieron seguir por una huella angosta y tortuosa que serpenteaba por las tierras pantanosas de la campaña. El enorme Acueducto de Roma se alargaba igual que un gusano monstruoso por el claro de luna, y su camino pasaba por debajo de uno de los descomunales arcos, dejando a un lado la circunferencia del muro de ladrillos en ruinas de un viejo anfiteatro. Burger se detuvo, al fin, junto a un solitario establo de madera, y sacó de su bolsillo una llave. Kennedy, al verlo, exclamó:

—¡No es posible que su catacumba esté dentro de una casa!

—La entrada sí que lo está. Eso es precisamente lo que evita el peligro de que nadie la descubra.

—¿Está enterado el propietario?

—Ni mucho menos. Él fue quien hizo un par de hallazgos por los que yo deduje, casi con seguridad, que la casa estaba construida sobre la entrada de una catacumba. En vista de eso, se la alquilé y realicé yo mismo las excavaciones. Entre usted, y cierre luego la puerta.

Era una construcción larga y vacía, con los pesebres de las vacas a lo largo de una de las paredes. Burger depositó su linterna en el suelo y la tapó con su gabán, salvo en un solo sentido, diciendo:

—Podría llamar la atención, si alguien viese luz en un lugar abandonado como éste. Ayúdeme a levantar esta plataforma de tablas.

Entre el suelo y las tablas había, en el ángulo, algo de holgura, y los dos sabios fueron levantándolas una a una y colocándolas de pie, apoyadas en la pared. Se veía en el fondo una abertura cuadrada y una escalera de piedra antigua, por la que se descendía a las profundidades de la caverna.

—¡Tenga cuidado! —gritó Burger, al ver que Kennedy, aguijoneado por la impaciencia, se lanzaba escaleras abajo—. Es una verdadera madriguera de conejos, y quien se extravíe en su interior, tiene cien probabilidades contra una de quedarse dentro. Espere a que yo traiga la luz.

—Si tan complicada es, ¿cómo se las arregla para orientarse?

—Pasé al principio verdaderos momentos de angustia, pero poco a poco he aprendido a ir y venir con seguridad. Las galerías están construidas con cierto sistema, pero una persona desorientada y sin luz no sabría salir. Aun ahora llevo mis prevenciones hasta el punto de que, cuando me adentro mucho, voy soltando un rollo de cable fino. Usted mismo puede ver, desde donde está, que la cosa es complicada. Pues bien, cada uno de esos pasillos se divide y subdivide en una docena más antes de las próximas cien yardas.

Habían bajado unos veinte pies desde el nivel de los establos y se encontraban dentro de una cámara cuadrada, excavada en la blanda piedra caliza. La linterna proyectaba sobre las agrietadas paredes una luz oscilante, intensa en el suelo y débil en lo alto. De este centro común irradiaban negras bocas en todas las direcciones. Burger dijo:

—Sígame de cerca, amigo mío. No se entretenga mirando nada de lo que se ofrece en nuestro camino, porque en el sitio al que lo conduzco encontrará todo lo que por aquí pueda ver y otras muchas cosas. Ahorraremos tiempo marchando hasta allí directamente.

Avanzó Burger con resolución por uno de los pasiIlos, y detrás de él Kennedy, pisándole los talones. De trecho en trecho, el pasillo se bifurcaba; pero era evidente que Burger seguía algún propio sistema suyo de señales secretas, porque nunca se detenía ni dudaba. Por todas partes, a lo largo de las paredes, los cristianos de la antigua Roma yacían en huecos que recordaban las literas de un buque de emigrantes. La amarilla luz se proyectaba vacilante sobre los arrugados rasgos faciales de las momias, resbalando sobre las redondeces de los cráneos y de las canillas, largas y blancas, de los brazos cruzados sobre los descarnados pechos. Kennedy miraba con ojos ansiosos, sin dejar de avanzar, las inscripciones, los vasos funerarios, las pinturas, las ropas y los utensilios que seguían en el mismo sitio en que los colocaron manos piadosas muchos siglos antes. Comprendió con toda claridad, sólo con esos ojeadas que lanzaba al pasar, que aquella catacumba era la más antigua y la mejor, y que encerraba una cantidad de restos romanos superior a todo lo que hasta entonces se había podido ofrecer en un mismo lugar a la observación en los investigadores.

—¿Que ocurriría si se apagara la luz? —preguntó, mientras avanzaba apresuradamente.

—Tengo de reserva en el bolsillo una vela y una caja de cerillas. A propósito, Kennedy, ¿tiene usted cerillas?

—No, sería bueno que usted me diese algunas.

—¡Bah!, no es necesario, porque no hay ninguna posibilidad de que nos separemos el uno del otro.

—¿Vamos a penetrar muy adentro? Creo que llevamos ya avanzado por lo menos un cuarto de milla.

—Yo creo que más. La verdad es que el espacio que ocupan las tumbas no tiene límites o, por lo menos, yo no he encontrado todavía el final. Este sitio en que ahora entramos es muy complicado, de modo que voy a emplear nuestro rollo de cuerda fina.

Ató una extremidad de la soga a una piedra saliente y puso el rollo en el pecho de su chaqueta, dando cuerda a medida que avanzaban. Kennedy comprendió el requerimiento, porque los pasillos eran cada vez más complicados y tortuosos, formando una perfecta red de galerías cortadas entre sí. Desembocaron, por fin, en un amplio salón circular en el que se veía un pedestal cuadrado de toba, recubierta en la parte superior con una losa de mármol. Burger hizo balancear su linterna sobre la superficie marmórea, y Kennedy exclamó como en un éxtasis:

—¡Por Júpiter! Éste es un altar cristiano. Probablemente el más antiguo de cuantos existen. He aquí, grabada en un ángulo, la crucecita de la consagración. Este salón circular sirvió sin duda de iglesia.

—¡Exactamente! —dijo Burger—. Si yo dispusiera de más tiempo, me gustaría enseñarle todos los cuerpos enterrados en los nichos de estas paredes, porque son de los primeros papas y obispos de la iglesia, y fueron enterrados con sus mitras, báculos y todas sus insignias canónicas. Acérquese a mirar ése que hay allí.

Kennedy cruzó el salón y se quedó contemplando la fantasmal cabeza, que quedaba muy holgada dentro de la mitra hecha jirones y comida por la polilla.

—Esto es interesantísimo —exclamó, y pareció que su voz resonaba con fuerza en la concavidad de la bóveda—. En lo que a mí concierne, es algo único. Acérquese con la linterna, Burger, porque quiero examinar todos estos nichos.

Pero el alemán se había alejado hasta el lado contrario de aquel salón, y estaba de pie en el centro de un círculo de luz.

—¿Sabe usted la cantidad de vueltas y más vueltas equivocadas que hay desde aquí hasta las escaleras? —preguntó—. Son más de dos mil. Sin duda, los cristianos recurrieron a ese sistema como medio de protección. Hay dos mil probabilidades contra una de que, incluso disponiendo de una luz, consiga una persona salir de aquí; pero si tuviese que hacerlo moviéndose entre tinieblas, le resultaría rmuchísimo más difícil.

— Así lo creo también.

—Además, estas tinieblas son cosa de espanto. En una ocasión quise hacer un experimento para comprobarlo. Vamos a repetirlo ahora.

Burger se inclinó hacia la linterna, y un instante después Kennedy sintió como que una mano invisible le oprimía con gran fuerza los dos ojos. Hasta entonces no había sabido lo que era oscuridad. Esta de ahora parecía oprimirlo y aplastarlo. Era un obstáculo sólido, cuyo contacto evitaba el avance del cuerpo. Kennedy alargó las manos como para empujar lejos de él las tinieblas, y dijo:

—Basta ya, Burger. Encienda otra vez la luz.

Pero su compañero rompió a reír, y dentro de aquella habitación circular, la risa parecía proceder de todas partes al mismo tiempo. El alemán dijo después:

—Amigo Kennedy, parece que se siente usted inquieto.

—¡Venga ya, hombre, encienda la luz! —exclamó Kennedy con impaciencia.

—Es una cosa extraña, Kennedy, pero yo sería incapaz de decir en qué dirección se encuentra usted guiándome por la voz. ¿Podría usted decir dónde me encuentro yo?

—No, porque parece estar en todas partes.

—Si no fuese por esta cuerdecita que tengo en mi mano, yo no tendría la menor idea del camino que debo seguir.

—Lo supongo. Encienda una luz, hombre, y dejémonos ya de tonterías.

—Pues bien, Kennedy, tengo entendido que hay dos cosas a las que es usted muy aficionado. Una de ellas es la aventura, y la otra, el que tenga obstáculos que vencer. En este caso, la aventura ha de consistir en que usted se las arregle para salir de esta catacumba. El obstáculo consistirá en las tinieblas y en los dos mil ángulos equivocados que hacen difícil esa empresa. Pero no necesita darse prisa, porque dispone de tiempo en abundancia. Cuando haga un alto de cuando en cuando para descansar, me agradaría que usted se acordase precisamente de miss Mary Saunderson, y que reflexionara en si se portó usted con ella con toda decencia.

—¿A dónde va usted a parar con eso, maldito demonio?—bramó Kennedy.

Había empezado a correr de un lado para otro, moviéndose en pequeños círculos y aferrándose con ámbas manos a la sólida oscuridad.

—Adiós—dijo la voz burlona, ya desde alguna distancia—. Kennedy, basándome en su misma exposición del asunto, la verdad es que no creo que usted hizo lo que debía en lo relativo a esa muchacha. Sin embargo, hay un pequeño detalle que usted, por lo visto, no conoce, y que yo estoy en condiciones de proporcionárselo. Miss Saunderson estaba comprometida para casarse con un pobre diablo, con un desgarbado investigador que se llamaba Julius Burger.

Se oyó en alguna parte un rozamiento, un vago sonido de un pie que golpeaba en una piedra, y de pronto cayó el silencio sobre aquella iglesia cristiana de la antigüedad. Fue un silencio estancado, abrumador, que envolvió por todas partes a Kennedy, lo mismo que el agua envuelve a un hombre que se está ahogando.

Unos dos meses después corrió por toda la prensa europea el siguiente relato:

El descubrimiento de la catacumba nueva de Roma es uno de los más interesantes entre los de los últimos años. La catacumba se encuentra situada a alguna distancia, hacia el Oriente, de las conocidas bóvedas de San Calixto. El hallazgo de este importante lugar de enterramientos, extraordinariamente rico en interesantísimos restos de los primeros tiempos del cristianismo, se debe a la energía e inteligencia del joven especialista alemán doctor Julius Burger, que se está colocando rápidamente en primer lugar como técnico en los temas de la Roma antigua. Aunque el doctor Burger haya sido el primero en llevar al público la noticia de su descubrimiento, parece que otro aventurero con menos suerte se le adelantó. Unos meses atrás desapareció repentinamente de las habitaciones que ocupaba en el Corso, el conocido investigador inglés míster Kennedy. Se hicieron conjeturas asociando esa desaparición con el escándalo social que tuvo lugar poco antes, suponiéndose que se habría visto por ello impulsado a abandonar Roma. Por lo que ahora se ve, dicho señor fue víctima del fervoroso amor a la arqueología, que lo había elevado a un plano distinguido entre los investigadores actuales. Su cadáver ha sido descubierto en el corazón de la catacumba nueva, y del estado de sus pies y de sus botas se deduce que caminó días y días por los tortuosos pasillos que hacen de estas tumbas subterráneas un lugar peligroso para los exploradores. Por lo que se ha podido comprobar, el muerto, llevado de una temeridad inexplicable, se metió en aquel laberinto sin llevar consigo velas ni cerillas, de modo que su lamentable desgracia fue un resultado lógico de su propia precipitación. Lo más doloroso del caso es que el doctor Julius Burger era íntimo amigo del difunto, por lo que su júbilo ante el extraordinario descubrimiento que ha tenido la suerte de hacer se ha visto grandemente mellado por el espantoso final de su camarada y compañero de trabajos.

domingo, agosto 01, 2010

Odio de la otra vida

De Roberto Arlt

puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:

—Lucía, Lucía, soy inocente.

Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.

El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:

—Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza en él.

—Soy inocente—exclamó Fernando—. Le encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente.—Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a "Lucía". Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. "Lucía", rodeada de sus eunucos, le observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. "Lucía" lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:

—Afcha, échalo a los perros.

El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...

El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv dijo:

—¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar.

Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:

—Todo esto es extraño e increíblemente verídico.

Tell Aviv continuó:

—Si tú quieres puedes matarla a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.

—No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida.

Tell Aviv insistió.

—No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.

Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:

—Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.

Y levantándose, salió.

Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí le encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:

—Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre...