martes, octubre 25, 2011

La ciudad flotante (cap. 25, 26 y 27)

de Julio Verne


CAPÍTULO XXV




Apenas el Great Eastern hubo virado de bordo, apenas presentó su popa a las olas, cesaron los balances. A la agitación sucedió la inmovilidad absoluta. El almuerzo estaba servido. La mayor parte de los pasajeros, tranquilizada por la inmovilidad del buque descendió a los dining-¬rooms, donde, durante el almuerzo, no se experimentó un sacudimiento ni un choque. Ni un plato cayó al suelo; ni una copa derramó sobre el mantel su contenido, a pesar de no haberse dispuesto las mesas de suspensión. Pero, tres cuartos de hora más tarde, empezó la danza de los muebles; las sus¬pensiones se mecieron en el aire, las porcelanas chocaron entre sí, encima de los aparadores. El Great Eastern acababa de emprender nuevamente su interrumpida marcha al Oeste.

Subí a cubierta, acompañado de Pitferge, que encontró allí al de las muñecas.

Caballero le dijo , toda vuestra gentecilla se ha fas¬tidiado. He ahí unas muñecas que no tartamudearán en los Estados de la Unión.

¡Bah¡ respondió el industrial parisiense . La paco¬tilla estaba asegurada y no se ha ahogado con ella mi se¬creto. Volveremos a hacer muñecas como esas.

Por lo visto, mi compatriota no se ahogaba en poca agua. Nos saludó amablemente y nos dirigimos hacia la popa, donde un timonel nos dijo que las cadenas del gobernalle se habían enredado, durante el tiempo transcurrido entre el pri¬mer golpe de mar y el segundo.

Si semejante accidente hubiera sobrevenido en el mo¬mento de la evolución me dijo Pitferge , no sé lo que hubiera pasado, porque el mar se precipitaba en el buque a torrentes. Las bombas de vapor han empezado ya a sacar agua, pero aun queda mucha.

¿Y el pobre marinero? le pregunté.

Está gravemente herido en la cabeza. ¡Pobre mucha¬cho! Es un pescador, casado, padre de dos niños y hace su primer viaje a ultramar. El médico del buque no responde de su vida, lo cual me hace temer por ella. En fin, pronto lo veremos. Se ha dicho que el golpe de mar se ha llevado al¬gunas personas, pero, afortunadamente, no es cierto.

¿Hemos emprendido otra vez nuestro camino?

Sí, el camino al Oeste, contra viento y marea , aña¬dió, cogiéndose a un guarda mancebo para no rodar por el suelo . ¿Sabéis lo que haría yo con el Great Eastern, si fue¬ra mío? Pues haría de él un barco de lujo a diez mil francos el pasaje. No habría a bordo más que millonarios, gente que no tuviera prisa. Tardaríamos más de un mes en la travesía de Inglaterra a América. Jamás cortaríamos olas al sesgo. Siempre viento en popa o de proa, y nunca balances ni ar¬fadas. Mis pasajeros estarían libres de mareo y les pagaría cien libras por cada náusea.

Esa es una idea realizable le dije.

¡Sí! replicó . ¡Se podría ganar dinero, o perderlo!

El buque continuaba avanzando a pequeña velocidad, dando a lo sumo, seis vueltas de rueda, con objeto de man¬tenerse. El oleaje era terrible, pero el estrave cortaba nor-malmente las olas y no embarcaba agua. No era ya una montaña de metal que avanzaba contra otra de agua, sino una roca sedentaria que recibía indiferente los besos de las olas. Una lluvia copiosísima nos obligó a buscar refugio en el gran salón. El efecto del chaparrón fue calmar el viento y la mar. El cielo aclaró por el Oeste y las últimas gruesas nubes se deshicieron en el horizonte opuesto. A las diez, la tempestad daba su último resoplido.

A las doce, las observaciones pudieron hacerse con cierta exactitud, y dieron:



Lat. 410 50' N.

Long. 510 67' O.

Car. 193 millas.



Esta considerable disminución en el camino recorrido no podía atribuirse más que a la tempestad, que había combati¬do al buque por la noche y al amanecer, tempestad tan terri-ble que uno de los viajeros verdadero habitante de aquel Atlántico que había atravesado 43 veces , no había visto otra igual. El maquinista confesó que, durante aquellos tres días que pasó el Great Eastern en el hueco de las olas, no había sufrido tan fuertes ataques. Pero seamos justos: si no marcha más que medianamente, este admirable steam ship, ofrece en cambio seguridad completa contra los furores del mar. Resiste como una mole maciza, debiendo esta rigidez a la homogeneidad perfecta de su construcción, a su doble qui¬lla y a lo maravillosamente ajustadas que están sus piezas. Su resistencia es absoluta.

Pero repetimos, igualmente, que, por grande que sea su fuerza, no es prudente oponerla a una mar desencadenada. Por grande que sea, por resistente que se le suponga, un bu¬que no queda deshonrado por huir de la tempestad. Un ca¬pitán no debe olvidar jamás que la vida de un hombre vale más que una satisfacción del amor propio. Obstinarse es peligroso, empeñarse es censurable, y un ejemplo reciente, una catástrofe sobrevenida a un vapor correo oceánico, prueba que un capitán no debe luchar exageradamente contra el mar, aun cuando se vea alcanzado por un vapor de una com¬pañía rival.





CAPÍTULO XXVI



Las bombas proseguían sacando el lago interior de Great Eastern, parecido a un estanque en medio de una isla. Poderosas y rápidamente movidas por el vapor, devol-vieron al mar lo que era suyo. Había cesado la lluvia; el viento refrescaba de nuevo; el cielo, barrido por la tempes¬tad, estaba puro. Entrada la noche, seguía paseando sobre cubierta. Los salones despedían largas fajas de luz por sus ventanas abiertas. Hacia la popa, hasta los límites de la mi¬rada, se proyectaba un fosforescente remolino, rayado irre-gularmente por la cresta luminosa de las olas. Reflejándose en aquellas capas blanquecinas, las estrellas desaparecian y aparecían como en medio de nubes impelidas por una fuerte brisa. Alrededor y a lo lejos se extendía la noche oscura. Hacia la popa gruñía el trueno de las ruedas, y bajo mis pies, sentía los chasquidos de las cadenas del gobernalle.

Llegado al gran salón, me sorprendió hallar en él una compacta multitud de espectadores. ¡Cuánto aplauso! A pe¬sar de los desastres del día, el entertainment de costumbre desarrollaba las sorpresas de su programa. Del marinero he¬rido, moribundo, nadie se acordaba. Reinaba grande anima¬ción. Los pasajeros acogían con satisfacción marcada la pri¬mera representación de una compañía de ministrels, en las tablas del Great Eastern. Estos ministrels son cancioneros ambulantes, negros o ennegrecidos según su origen, que re¬corren las ciudades inglesas dando conciertos grotescos. En aquella ocasión, los cantores eran marineros o camareros pintados de negro. Llevaban trajes de desecho, galletas en lugar de botones, tenían anteojos formados por botellas apa¬readas y rabeles hechos con cuerdas y vejigas. Aquellos gaz¬napiros, muy granujas por cierto, cantaban coplas burlonas e improvisaban discursos razonados con equívocos y retrué-canos. Al verse aplaudidos, exageraban.sus contorsiones y gestos. Para terminar, un bailarín, ágil como un mono, eje¬cutó un paso que entusiasmó a la concurrencia.

Pero por interesante que fuera el programa de los mi¬nistrels, no divertía a todos los pasajeros. Muchos se di¬vertían de otro modo, apretándose en torno de las mesas del salón de proa. Allí se jugaba en grande. Los gananciosos defendían las ganancias hechas durante la travesía; los des¬graciados trataban de reponerse, pues el tiempo apremiaba, por medio de golpes de audacia. Salía de aquella sala un violento ruido. Oíase la voz del banquero cantando los gol¬pes, las imprecaciones de los que perdían, el retintín del oro, el crujir de los billetes de Banco. A lo mejor reinaba profun¬do silencio, pasado el cual, aumentaban en intensidad y nú¬mero los gritos.

Tengo horror al juego, por cuyo motivo apenas me eran conocidos los abonados del smoking room. El juego es un placer siempre grosero, a veces malsano. El hombre ata¬cado de esta enfermedad no puede menos de padecer otras. Es un vicio que nunca va solo. La sociedad de los jugadores, mezclada siempre a todas las sociedades, no me agrada. Allí dominaba Harry Drake, en medio de sus secuaces. Allí pre¬ludiaban su vida de aventuras algunos vagos que iban a América a hacer fortuna. Como yo evitaba siempre el con¬tacto de aquella gentuza, pasé por delante de la puerta, sin intención de entrar, cuando me detuvo un tumulto de gritos e injurias. Escuché, y con grande asombro mío, creí recono¬cer la voz de Fabián. ¿Qué hacía allá? ¿Iba a buscar a su enemigo? ¿Estaba a punto de estallar la tan temida catás¬trofe?

Empujé con fuerza la puerta. El alboroto estaba en su apogeo. Entre el montón de jugadores, vi a Fabián que es¬taba en pie, frente a Harry Drake, en pie también. Sin duda Drake acababa de insultar groseramente a Fabián, porque la mano de éste se levantó y, si no cruzó la cara de su adver¬sario, fue porque Corsican se interpuso, deteniéndole con rápido ademán.

Pero Fabián, dirigiéndose a Drake, le dijo con acento fríamente burlón:

¿Dais el bofetón por recibido?

Sí respondió Drake . ¡Aquí está mi tarjeta!

La inevitable fatalidad había puesto frente a frente a aquellos dos mortales enemigos. Ya era tarde para sepa¬rarlos. Las cosas debían seguir su curso. Corsican me miró: sus ojos en abstracta expresión, revelaban menos emoción que tristeza.

Fabián había cogido la tarjeta que Drake había dejado sobre la mesa. La tenía entre las puntas de los dedos, como un objeto que no se sabe por dónde cogerlo. Corsican esta¬ba pálido. Mi corazón latía con violencia. Fabián miro, por fin, la tarjeta, y leyó el nombre que contenía. Un rugido bro¬tó de su pecho.

¡Harry Drake! exclamó . ¡Vos! ¡Vos! ¡Vos!

Yo mismo, capitán Macelwin respondió tranquila¬mente el rival de Fabián.

¡No nos había engañado! Si Fabián había ignorado hasta aquel momento el nombre de Drake, éste se hallaba sobra¬damente informado de la presencia de Fabián en el Great Eastern.



CAPÍTULO XXVII



Al día siguiente, corrí en busca de Corsican y le hallé en el gran salón. Había pasado la noche junto a Fabián, que aún no se había repuesto de la terrible emoción que le había causado el nombre del marido de Elena. ¿Acaso una secreta intención le hacía comprender que Drake no estaba sólo a bordo? ¿La presencia de aquel hombre le reve¬laba la de Elena? ¿Adivinaba que la pobre loca era la niña a quien adoraba hacía tantos años? Corsican no pudo decír¬melo, porque Fabián no había pronunciado una palabra en toda la noche.

Corsican sentía, hacia Fabián, una especie de pasión fra¬ternal. Desde la infancia, su intrépida naturaleza le había seducido. Estaba desesperado.

He intervenido demasiado tarde me dijo . ¡Antes que Fabián levantara su mano sobre Drake, he debido abofe¬tear a ese miserable!

Inútil violencia le dije . Drake no os hubiera segui¬do al terreno a que pretendíais llevarle. Buscaba a Fabián, y era inevitable la catástrofe.

Tenéis razón me dijo . Ese canalla ha conseguido su objeto. Conocía todo lo pasado, todo el amor de Fabián. Tal vez Elena, privada de su razón, le ha revelado sus más secretos pensamientos. Tal vez, antes de su matrimonio, la leal Elena le contó lo que ignoraba de su vida de niña y de joven. Impulsado por sus malos instintos, hallándose en con¬tacto con Fabián, ha buscado este lance, reservándose el pa¬pel de ofendido. Ese tuno debe de ser un espadachín consu¬mado, un matón.

Sí respondí . Cuenta varios lances de este género.

No es el desafío lo que yo temo respondió Casi¬can . El capitán Fabián Macelwin es uno de esos hombres a quienes no turba ningún peligro. Lo que temo son las con-secuencias. Si Fabián mata a ese hombre, por vil que sea, abre un abismo entre Elena y él. Sabe Dios que, en el estado en que esa infeliz mujer se encuentra, necesita un apoyo como Fabián.

Pero, suceda lo que suceda, lo que debemos desear, por Elena y Fabián, es que Drake sucumba. La justicia está de nuestra parte.

Cierto, pero debemos temerlo todo, y estoy traspasado de dolor, pues, a costa de mi vida, hubiera querido evitar a Fabián este encuentro.

Capitán respondí cogiendo la mano de tan adicto amigo , aún no hemos recibido la visita de los padrinos de Drake. Aunque todas las circunstancias os dan la razón, aún no puedo desesperar.

¿Conocéis algún medio de evitar el desafío?

No, hasta ahora, al menos. Sin embargo, ese desafío, si ha de efectuarse, ha de ser en América, y antes de llegar, la casualidad, que ha creado esta situación, puede libramos de ella.

Corsican movió la cabeza, como hombre que no admite la eficacia de la casualidad en los negocios humanos. En aquel momento subió Fabián la escalera que conducía a la cubierta. Me impresionó su palidez. La herida sangrienta de su corazón había vuelto a abrirse. Entristecía su aspecto. La seguimos. Erraba, sin objeto, evocando aquella pobre alma medio libre de su cubierta mortal, y trataba de evitarnos.

¡Era ella! ¡La loca! dijo . Era Elena, ¿no es verdad? ¡Pobre Elena mía!

Dudaba aún, y se alejó de nosotros, sin esperar una res¬puesta que no hubiéramos tenido valor para darle.

martes, octubre 18, 2011

La ciudad flotante (cap. 17,18 y 19)

Por Julio Verne

CAPÍTULO XVII

El mar, en la noche del lunes al martes, estuvo bastante agitado. Los tabiques gimieron y bailaron los fardos. Cuando subí a cubierta, a las siete de la mañana, llovía. Refrescó el viento, y el oficial de cuarto mandó cargar las velas. El buque, sin apoyo, empezó a columpiarse de firme. La cu¬bierta estaba despejada y hasta los salones se hallaban poco concurridos. Las dos terceras partes de los pasajeros faltaron al lunch y a la comida. No fue posible jugar al whist, por¬que las mesas se escapaban bajo las manos de los jugadores. Los dados eran imposibles. Algunos valientes leían o dor¬mían, tendidos en los escaños. No era peor aguantar la lluvia sobre cubierta. Los marineros, vestidos de S. 0. y con sacos, impermeables, paseaban filosóficamente. El segundo, bien envuelto en su abrigo de caoutchouc, hacía su cuarto. Sus ojuelos brillaban de contento entre las ráfagas y el chubasco. ¡Le gustaba aquello! ¡Y eso que el buque bailaba como quería!

Las aguas del cielo y del mar se confundían en la bruma a pocos cables de distancia. La atmósfera era gris. Algunas aves pasaban chillando, por entre la húmeda niebla. A las diez, por la banda de estribor, se señaló una fragata que corría viento en popa, pero no se pudo reconocer su nacionalidad.

A eso de las once, el viento amainó, volviendo dos cuartos. La brisa se echó al N. O. y la lluvia cesó de pronto. Algu nos claros entre las nubes dejaron ver el azul del cielo. El sol apareció un momento y pudo hacerse una observación He aquí su resultado.



Lat. 460 29' N.

Long. 420 25' O.

Dist. 256 millas.



Por lo visto, a pesar de la mayor presión de las calderas la velocidad del buque no había aumentado. Pero la culpa era del viento Oeste, que, atacando de proa al buque, retardaba su marcha.

A las dos volvió a esperarse la niebla, mientras la brisa refrescaba. La bruma era tan densa que los oficiales, colocados en sus puestos, no veían a los marineros que estaban a proa. Semejantes vapores acumulados, son el mayor peligro de la navegación, pues dan lugar a encuentros imposibles de evitar; un choque en el mar es peor que un incendio.

Así, en medio de las brumas, oficiales y marineros vigilaban con un cuidado que no les fue superfluo, pues a eso de las tres apareció una fragata a doscientos metros del Great- Eastern, sus velas, destrozadas por el viento, no gobernaban El Great Eastern, gracias a la prontitud con que la gente de cuarto dio la señal al timonel, pudo evitar pasarla por ojo Las señales, muy bien entendidas, se hacían por medio de una campana colocada en la toldilla de proa. Un golpe signi¬ficaba buque a proa; dos, buque a estribor, tres, buque a babor. El hombre que se hallaba a la barra gobernaba conve¬nientemente, evitando el abordaje.

Siguió el viento refrescando hasta la noche. Pero los balanceos disminuyeron, porque la mar, cubierta ya por los bancos de Terranova, no podía moverse. Mister Anderson anunció, para aquella noche, un nuevo «entretenimiento». Los salones se llenaron de gente a la hora marcada. Pero aquella vez no se trataba de hacer juegos de manos. James Anderson contó la historia del cable transatlántico que él mismo había colocado. Enseñó pruebas fotográficas que re¬presentaban los aparatos para la inmersión, e hizo circular el modelo del empalme de los trozos del cable. En una pala¬bra, mereció los tres aplausos que acogieron su conferencia, parte de los cuales correspondían de derecho al promovedor de la empresa, al honorable Cyrus Field, presente en la reu¬nión.



CAPÍTULO XVIII

Al amanecer del 3 de abril, presentaba el horizonte el matiz particular que los ingleses llaman blink. Era una reverberación blanquecina, que anunciaba próximos hielos. Efectivamente, navegábamos en las aguas donde flotan las primeras moles de hielo que salen del golfo de Davis, desta¬cándose de los imnensos bancos. Para evitar encuentros con ellos se organizó una vigilancia especial.

Soplaba una fuerte brisa del Oeste. Jirones de nubes, ver¬daderos andrajos de vapores barrían la superficie del mar. Por sus agujeros se veía el azul del cielo. Oíase el sordo her-vor de las olas, despeinadas por el viento, y las gotas de agua, pulverizadas, se resolvían en espuma.

Ni Fabián, ni Corsican, ni Pitferge habían subido aún a cubierta. Me dirigí hacia la proa. Allí las paredes, al acercar¬se, forman un ángulo resguardado, un retiro en el cual un ermitaño hubiera podido vivir alejado del mundo. Me colo¬qué en aquel rincón, sentado en un rollo de cable y con los pies sobre una enorme poleo. El viento de proa rozaba la cresta de mi masa cubridora sin llegar a mi cabeza. El sitio era bueno para hacer castillos en el aire. Mis ojos abrazaban toda la extensión del buque. Podía seguir sus largas líneas, algo encorvadas, que se dirigían hacia la popa. En primer término, un gaviero, agarrado a los obenques de trinquete con una mano, trabajaba con la otra con admirable destreza. Más abajo el oficial de cuarto, de espalda al viento y envuelto en su capote de capucha, resistía los envites del viento. Del mar sólo distinguía una línea estrecha de horizonte, trazada por detrás de los tambores. Arrastrado por sus poderosas máquinas, el buque, cortando las ondas con su afilado estra¬ve, se estremecía, como los costados de una caldera cuyo fuego se activa poderosamente. Algunos torbellinos de vapor, arrancados por la brisa que los condensaba con rapidez ex¬traña, se retorcían al salir de los tubos de escape. Pero el colosal barco, cara al viento y sobre tres olas, apenas sentía las agitaciones de aquel mar, sobre el cual un transatlántico, menos indiferente a las ondulaciones, hubiera sido traído y llevado como una pelota.

A las doce y media, el cartel marcó 440 53' de latitud Nor¬te y 470 6' de longitud Oeste. ¡Sólo 227 millas en veinticua¬tro horas! ¡Los dos novios debían maldecir aquellas ruedas que no rodaban, aquella hélice que languidecía, aquel insu¬ficiente vapor que no obraba conforme a sus deseos!

A cosa de las tres, el cielo, limpio por el viento, resplan¬decía. Las líneas del horizonte se purificaron, ensanchándose en torno del punto central ocupado por el Great Eastern. Ce-dió la brisa, pero el mar continuó elevando anchas olas de un verde extraño y con bordes de espuma. Tanto oleaje no co¬rrespondía a tan poco viento; el Atlántico gruñía aún.

A las tres y media se señaló un buque a babor. Era una fragata americana que mandaba su número; se llamaba el Illinois y llevaba rumbo a Inglaterra.

En el mismo instante, el teniente H... me hizo saber que pasábamos sobre la cola del banco de New Found Land, nombre que dan los ingleses al de Terranova. Estábamos en las ricas aguas donde se pescan esos bacalaos, de los cuales tres bastarían para alimentar a Inglaterra y América, si se desarrollaran todos sus huevos.

Pasó el día sin novedad. Los paseantes habituales visita¬ron la cubierta. Arquibaldo y yo no perdíamos de vista a Fabián y a Harry Drake; hasta entonces la casualidad nos favorecía. La noche reunió en el salón a sus dóciles tertulia¬nos. Siempre los mismos ejercicios, lecturas y cantos; siempre los mismos aplausos, prodigados por las mismas manos o los mismos artistas, que acabaron por parecerme más aceptables. Hubo un incidente extraordinario, pues estalló una acalorada discusión entre un nordista y un tejano. Este pedía un «emperador» para los Estados del Sur. Afortunadament aquella disputa política, que amenazaba concluir a cachetes fue interrumpida por un telegrama imaginario dirigido al Ocean Time y concebido en estos términos: «El capitán Senmaes, ministro de la Guerra, ha hecho pagar por el Sur la averías del Alabama.»



CAPÍTULO XIX


Al dejar el salón, vivamente alumbrado, subí a cubier¬ta con Corsican. La noche era oscura. No se veía una estrella. Las ventanas de los camarotes brillaban como bocas de hornos encendidos. Apenas se veía a la gente de cuarto, que paseaba lentamente por las toldillas. Pero se respiraba el aire libre, cuyas frescas moléculas absorbía el capitán Arqui-baldo con todos sus pulmones.

Me ahogaba en el salón me dijo . ¡Aquí, al menos, nadamos en plena atmósfera! ¡Esta absorción me da la vida! Para no vivir medio asfixiado necesito cien metros cúbicos de aire puro cada veinticuatro horas.

Respirad, capitán, respirad a vuestras anchas le res¬pondí . Aquí hay aire para todos y la brisa no os regatea vuestro contingente. Confieso que los habitantes de París y Londres no conocen el oxígeno más que de nombre.

Sí, prefieren el ácido carbónico. De gustos no hay nada escrito. ¡Por mi parte, me desagrada hasta en el champaña!

Mientras hablábamos, íbamos costeando la borda de estri¬bor, abrigados del viento por la alta pared de los camarotes. Las negras chimeneas vomitaban torbellinos de humo negro, constelados de chispas. Al ronquido de las máquinas acom¬pañaban los silbidos de los obenques metálicos que, azotados por la brisa, resonaban como cuerdas de arpa. A este rumor se unía, periódicamente, el grito de los centinelas: «¡Babor, alerta! ¡Estribor, alerta!»

No se había omitido precaución alguna para la seguridad del buque en medio de aquellas aguas frecuentadas por los hielos flotantes. El capitán, de cuarto en cuarto de hora, ha¬cía sacar un cubo de agua; si su temperatura hubiera sido inferior a cierto límite, inmediatamente hubiera hecho variar el rumbo. Sabía el capitán, en efecto, que quince días antes el Pereire se había visto cercado por los témpanos, a la mis ma latitud, y era preciso evitar tamaño peligro. Su orden de noche prescribió siempre una vigilancia rigurosa. Dos oficia¬les permanecieron a su lado, uno dedicado a las señales de la hélice, otro a las de la máquina de las ruedas. Otro oficial con dos marineros velaba a la parte de proa, mientras que un contramaestre y un marinero se mantenían en el estrave Podíamos los viajeros dormir tranquilos.

Después de observar estas disposiciones, Corsican y yo regresamos a popa. Antes de retirarnos, quisimos permane¬cer aún algún tiempo sobre cubierta, como dos lugareños pacíficos en la plaza de su pueblo.

Al parecer estábamos solos. Pero nuestros ojos, así que se hubieron habituado a la oscuridad, distinguieron un hombre, completamente inmóvil, asomado al pasamanos. Corsican, después de examinarle atentamente, me dijo:

¡Es Fabián!

Efectivamente, él era. Pero no nos vio, pues se hallaba completamente estático, en muda contemplación, con la mi¬rada fija en un ángulo de las cámaras; sus ojos brillaban en la sombra. ¿Qué miraba? ¿Cómo podía atravesar aquella pro¬funda oscuridad? Aunque según mi modo de ver, lo mejor era dejarle en paz, Corsican, acercándose a él, le dijo:

¿Fabián?

Fabián no respondió. No le había oído. Corsican le llamó otra vez. Fabián se estremeció, volvió un momento la ca¬beza y dijo:

¡Silencio!

Después, señaló con la mano una sombra que se movía lentamente, al extremo de la línea de las cámaras. Después, sonriendo con tristeza, murmuró:

¡La dama negra!

Me agitó un estremecimiento; sentí que Corsican, cuyo brazo estaba unido al mío, se estremecía también. Aquella era la aparición anunciada por Pitferge.

Fabián había vuelto a sumirse en su contemplación soña¬dora. Yo, con el pecho oprimido, con la mirada vaga, veia aquella forma humana, medio delineada en la sombra, que pronto marcó sus contornos con más claridad. Adelantaba, vacilaba, se detenía, volvía a caminar, más bien deslizándose que andando. ¡Un alma errante! A diez pasos de nosotros se detuvo. Entonces pude distinguir la forma de una mujer esbelta, envuelta con una especie de albornoz pardo y con la cara oculta por un espeso velo.

¡Una loca! Una loca, ¿verdad? murmuró Fabián.

Y era una loca, en efecto. Pero Fabián no hablaba con nosotros, sino consigo mismo.

Pero aquella pobre criatura se acercó más aún. Me pare¬ció ver brillar sus ojos al través de su velo cuando se fijaron en Fabián. Se acercó a él. Fabián se levantó electrizado. La tapada le puso la mano sobre el corazón como para contar sus latidos... Después, huyendo, desapareció.

Fabián cayó de rodillas, con las manos extendidas.

¡Ella! murmuró.

Y luego, sacudiendo la cabeza:

¡Qué alucinación! dijo.

El capitán Corsican le cogió la mano, diciendo:

¡Ven, Fabián; ven!

Y arrastró tras sí a su desdichado amigo.



martes, octubre 11, 2011

La ciudad flotante (cap. 13, 14 y 15)

Por Julio Verne

CAPÍTULO XIII



El día siguiente, 31, era domingo. ¿Cómo se pasaría el día a bordo? ¿Sería el domingo inglés o americano, que cierra los «taps» y los «bars» durante los oficios; que detiene la cuchilla del carnicero sobre la cabeza de su víctima y la pala del panadero a la boca del horno; que suspende los negocios, que apaga los fogones de las máquinas de vapor y condensa el humo de las fábricas, que cierra las tiendas, abre las igle¬sias y hace cesar el movimiento de los trenes, al contrario de lo que sucede en Francia? Sí, así debía ser, o poco menos.

En primer lugar, para santificar la fiesta dominical, el capitán no mandó desplegar las velas, aunque era magnífico el tiempo y favorable el viento. Hubiéramos podido ganar algunos nudos, pero hubiera sido «improper». Me juzgaba muy afortunado porque se permitiera a las ruedas y a la hé¬lice dar sus vueltas ordinarias. Cuando pregunté, a un puri-tano de a bordo, la razón de aquella tolerancia, respondió con gravedad: «Caballero, debemos respetar lo que viene de Dios directamente. El viento está en su mano. El vapor está en la de los hombres.»

Me di por satisfecho y resolví observar lo que pasaba a bordo.

La tripulación estaba de gala y muy limpia. No me hu¬biera extrañado que los fogoneros trabajaran con levita ne¬gra. Los oficiales e ingenieros llevaban su mejor uniforme con botones de oro. Los zapatos relucían con brillo británico y rivalizaban con la intensa irritación de los sombreros en¬cerados. Todos aquellos hombres parecían coronados y cal-zados de estrellas. El capitán y el segundo daban ejemplo: con guantes nuevos, abrochados militarmente, relucientes y perfumados, paseaban por las pasaderas, esperando la hora del oficio.

El mar estaba hermoso y resplandecía bajo los primeros rayos del sol. Ni una vela se divisaba. El Great Eastern ocu¬paba solo el centro geométrico de aquel vasto horizonte. Las diez sonaron, con intervalos regulares, en la campana. El campanero timonel, en traje de gala, sacaba del bronce un sonido místico, muy diferente de las notas metálicas con que acompañaba el silbido de las calderas en medio de las bru¬mas. Se buscaba instintivamente el campanario del pueblo, que nos llamaba a misa.

Numerosos grupos aparecieron a la entrada de los sa¬lones de popa y proa. Hombres, mujeres y niños estaban vestidos como correspondía al caso. Pronto se llenaron las calles. Los paseantes cambiaban saludos circunspectos. Cada cual empuñaba su libro de oraciones, esperando que la cam¬pana, cesando de tocar, indicara que habían empezado los oficios. La bandeja en que solían servirse los bocadillos, pasó por delante de mí, colmada de Biblias, que fueron repartidas sobre las mesas del templo.

Este era el comedor principal, formado por el salón de popa, y que, por su longitud y regularidad, recordaba exte¬riormente el ministerio de Hacienda, de la calle de Rívoli. Entré. Los fieles «sentados» eran muchos. Reinaba profundo silencio. Los oficiales ocupaban el testero del templo. Entre ellos, el capitán Anderson, estaba sentado como en un trono.

El doctor Dean Pitferge, estaba a mi lado, paseando sus ojuelos por todo el auditorio. Me permito creer que estaba allí más como curioso que como fiel.

A las diez y media levantóse el capitán y empezó el ofi¬cio. Leyó en inglés un capítulo del antiguo Testamento, el décimo del Éxodo. Después de cada versículo, los asistentes murmuraban el que seguía. El soprano agudo de los niños y el mezzo soprano de las mujeres se destacaban del barí¬tono de los hombres. Aquel diálogo bíblico duró media hora. La ceremonia, sencilla y digna, se ejecutaba con puritana gravedad, y el capitán Anderson, amo después de Dios, ha¬cía las veces de ministro a bordo, en medio del vasto Océano, hablando a aquella multitud suspensa sobre el abismo, con derecho al respeto hasta de los más indiferentes. Si el oficio se hubiera limitado a una lectura, todo hubiera ido bien; pero al capitán sucedió un orador que llevó la pasión y la inso¬lencia al templo de la tolerancia y del recogimiento.

El orador era el reverendo que ya conocemos, el hombrecillo vivaracho, el intrigante yanqui, uno de esos ministros tan influyentes en los Estados de Nueva Inglaterra. Tenien-do ya el sermón arreglado, no quiso dejar de aprovechar la la ocasión, aunque fuera asiéndola de un cabello. No hubiera hecho lo mismo el amable Jorick. Miré a Pitferge, que no pestañeaba, dispuesto a resistir el fuego del predicador.

Este abotonó gravemente su levita negra, sacó el pañuelo, tosió, y envolviendo a los presentes en una mirada circular:

Al principio dijo , Dios creó América en seis días y el séptimo descansó.

Oído esto, tomé las de Villadiego.


CAPÍTULO XIV

Durante el lunch, el doctor Pitferge me dijo que el re¬verendo había desarrollado admirablemente su tema. Los monitores, los espolones de guerra, los fuertes acorazados, los torpedos, todos estos artificios habían figurado en su discurso. Él mismo se había engrandecido con toda la gran¬deza de América. Si a América la halaga verse ensalzada de este modo, no os lo puedo decir.

Al entrar en el gran salón, leí:



Lat. 500 8' N.

Long. 300 44' O.

Car. 255 millas.



El mismo resultado. No habíamos recorrido aun más que 1.100 millas, contando las 310 que hay de Fastenet a Li¬verpool. La tercera parte del viaje, aproximadamente. Du¬rante el resto del día, marineros oficiales, pasajeros, conti¬nuaron «descansando», como Dios después de crear Amé¬rica». No resonaba ningún piano en los salones. Los juegos de damas no salieron de sus cajas ni las barajas de sus es¬tuches. Aquel día tuve ocasión de presentar el doctor Pit¬ferge al capitán Corsican. Mi original logró entretener a Corsican, refiriéndole la historia secreta del Great Eastern, con el objeto de convencerle de que era un buque maldito, embrujado, que necesariamente había de tener mal fin. La le¬yenda del maquinista soldado, hizo mucha gracia a Corsi¬can, aficionado como un buen escocés, a lo maravilloso; pero no pudo, sin embargo, contener una sonrisa de incredulidad.

Me parece dijo el doctor , que el capitán no da en¬tero crédito a mis leyendas.

¡Mucho!... ¡Es mucho decir! repuso Corsican.

¿No creeréis más, capitán, si os demuestro que en este buque, por la noche, aparecen fantasmas?

¿Fantasmas? ¡Cómo! ¿También hay aparecidos? ¿Lo creéis?

Creo respondió el doctor , todo lo que me refieren personas dignas de crédito. Sé, por los oficiales de cuarto y por los marineros, unánimes sobre este punto, que en las noches oscuras, una sombra, una forma indecisa, pasea por el buque. ¿Cómo viene? No se sabe. ¿Cómo desaparece? Tam¬poco se sabe.

¡Por San Dustaní! ¡La acecharemos juntos! exclamó Corsican.

¿Esta noche? preguntó el doctor.

Sí. Y vos añadió Corsican, volviéndose hacia mí , ¿nos acompañaréis?

No dije . No quiero turbar el incógnito del fan¬tasma. Prefiero creer que el doctor se chancea.

No me chanceo repuso el terco Pitferge.

¡Vamos, doctor! le dije . ¿Creéis formalmente en los muertos que recorren las cubiertas de los buques?

Creo en los muertos que resucitan contestó el doc¬tor . Esto es tanto más extraño cuanto que soy médico.

Médico dijo Corsican, como si le asustase la palabra.

No os alarméis, capitán respondió el doctor sonrien¬do amistosamente . En viaje, no ejerzo.


CAPÍTULO XV

Al día siguiente, primero de abril, el mar presentaba un aspecto primaveral. Reverdecía, a los primeros rayos del sol, como una pradera. Aquella madrugada de abril en el Océano era soberbia. Las olas se desenvolvían voluptuosas, y algunas marsoplas saltaban como clowns, en la láctea estela del buque.

Encontré a Corsican, que me hizo saber que el aparecido anunciado por el doctor no había juzgado oportuno dejarse ver. Sin duda, la noche le habría parecido demasiado clara. Ocurrióseme la idea que aquello podía muy bien haber sido una chanza de Pitferge, autorizada por el primer día de abril, pues semejante costumbre está muy admitida en Inglaterra y en América, así como en Francia. No faltaron bromistas y burlados; unos se enfadaban, otros se reían. Hasta se cam¬biaron algunas puñadas, pero éstas entre sajones, no se transforman nunca en estocadas. Sabido es, en efecto, que el desafío tiene, en Inglaterra, penas muy severas. Ni los mili¬tares pueden batirse, cualquiera que sea la razón que ale¬guen. El matador es condenado a las penas más aflictivas e infamantes. El doctor me citó el nombre de un oficial que se hallaba en presidio, hace mucho tiempo, por haber herido de muerte a su enemigo, en un desafío leal. Esto hace com¬prender por qué ha desaparecido el desafío de las costum¬bres británicas.

Con un hermoso sol, la observación del mediodía fue muy buena. Dio 480 47' de latitud, 360 48' de longitud y sólo 250 millas como carrera. El transatlántico de peor fama te¬nía derecho a ofrecernos remolque. El capitan Anderson es¬taba muy disgustado; el ingeniero atribuía la poca presión a la poca ventilación de los nuevos fogones, pero yo creo que la falta consistía en haber disminuido imprudentemente el diámetro de las ruedas.

Pero, a las dos, mejoró la marcha. La actitud de los dos prometidos me reveló la novedad. Apoyados en la borda de estribor, palmoteaban y gritaban, muy contentos. Miraban, sonriendo, los tubos de escape que se elevaban a lo largo de las chimeneas del Great Eastern, cuyos orificios se coronaban de un ligero vapor blanquecino. La presión había subido en las calderas de la hélice, y el poderoso agente forzaba sus válvulas, a pesar de su carga. de 21 libras. No era aquello aun más que una débil respiracion, un tenue aliento, pero los jóvenes lo bebían con sus ojos. No, ¡no fue más feliz Dio¬nisio Papin cuando vio medio levantada la tapadera de su célebre marmita!

¡Humean! ¡Humean! exclamó la joven miss, en tan¬to que un ligero vapor se escapaba también de sus labios entreabiertos.

Vamos a ver la máquina respondió él, estrechando bajo su brazo el de su futura.

Pitferge y yo seguimos a la enamorada pareja.

¡Qué hermosa es la juventud! repetía el doctor.

¡Sí decía yo , la juventud entre dos!

Pronto estuvimos también nosotros asomados a la esco¬tilla de la máquina de la hélice. En el fondo de aquel vasto pozo, a 60 pies de profundidad, distinguimos los cuatro grandes émbolos horizontales que se embestían, humedeciéndose a cada movimiento con una gota de aceite lubrificador.

El joven tenía su reloj en la mano, y ella apoyada en su hombro, seguía la manecilla de los segundos. Él, en tanto, contaba las vueltas de la hélice.

¡Un minuto! dijo ella.

¡Treinta y siete vueltas! respondió él.

¡Treinta y siete y media! dijo el doctor, que fiscaliza¬ba la operación.

¡Y media! gritó la joven . Ya lo oís, Edward. Gra¬cias, caballero añadió, dirigiendo al doctor la más amable de las sonrisas.