domingo, agosto 14, 2011

Una ciudad flotante (cap. 6 y 7)

Por Julio Verne

CAPÍTULO VI

Al otro día, 27 de marzo, el Great Eastern seguía, por estribor, la accidentada costa irlandesa. Mi habitación era un camarote de primera de proa, muy bonito, iluminado por dos anchas partes de luz; estaba separado del salón de proa por otra fila de camarotes, de manera que no podían llegar a él las estrepitosas melodías de los pianos, que no es-caseaban, ni de las conversaciones. Era una choza aislada, a lo último de un arrabal. Sus muebles eran una litera, un tocador y un escaño.
A las siete de la mañana, después de atravesar las dos pri¬meras salas, llegué a la cubierta, por la cual vagaban ya los viajeros. Un balanceo apenas perceptible, movía el buque. El viento era bastante fresco, pero la mar, desenfilada por la costa, no podía ser gruesa. Me tranquilizaba por completo la indiferencia del Great Eastern, que me parecía de buen agüero.
Desde la toldilla del café vi la extensa costa, elegante¬mente perfilada, que debe el nombre de «Costa de Esmeral¬das» a su verdura perpetua. Algunas casitas desparramadas, un puesto de aduaneros, un blanco penacho de humo proce¬dente de alguna locomotora que atravesaba un valle entre dos colinas, algún telégrafo óptico aislado, haciendo muecas a los buques que veía mar adentro, la animaban.
El mar que nos separaba de la costa tenía un color verde sucio, como si fuese una tabla manchada irregularmente de sulfato de cobre. El viento seguía refrescando, algunas nie-blas revoloteaban, como masas de polvo, bricks y goletas nu¬merosas trataban de alejarse de la costa; los steamers pasa¬ban escupiendo humo negruzco, pero el Great Eastern, aun-que no iba animado de gran velocidad, los dejaba rezagados, sin trabajo.
Pronto, tuvimos a la vista a Lucen’s Town, puertecillo de arribada, delante del cual maniobraba una escuadrilla de pescadores. Todo buque, venga de América o de los mares del Sur, sea de vapor o de vela, de guerra o mercante, suelta allí, al pasar de largo, su valija de correspondencia. Un tren correo, siempre dispuesto, la lleva en pocas horas a Dublin. Allí, un paquebote, siempre humeante, steamer de pura san¬gre, máquina por sus cuatro costados, verdadero montón de ruedas que surca las olas: no menos útil que el Gladiador o La Hija del Aire, toma estas cartas, y atravesando el estre¬cho con velocidad de 18 millas por hora, las deposita en Liverpool. La correspondencia adelanta así en un día a los correos transatlánticos más ligeros.
El Great Eastern, a eso de las nueve, subió al Este Nores¬te. Acababa yo de llegar a la cubierta cuando se acercó a mí el capitán Macelwin, acompañado de un amigo suyo, de seis pies de estatura y de barba rubia y largos mostachos que, perdidos en pobladas patillas, según la moda, dejaban la barba al descubierto. El tipo de aquel buen mozo era el del oficial inglés; llevaba la cabeza alta pero sin violencia; su mirada era serena, y su paso suelto y distinguido; presen¬taba todos los síntomas de ese valor tan raro que puede llamarse «valor sin furia». Respecto a su profesión, no me había engañado.
Os presento a mi amigo Arquibaldo Corsican, capitán, como yo, en el 22 de línea del ejército de la India.
Corsican y yo nos saludamos.
Apenas nos vimos ayer, querido Fabián dije a Macel¬win, cuya mano estreché , en la confusión de la salida. Todo lo que sé es que no debo a la casualidad la dicha de hallarnos juntos a bordo. Confieso que si en algo he influido en vuestra determinación...
Sin duda, querido compañero me contestó . El ca¬pitán Corsican y yo, al llegar a Liverpool, íbamos a tomar pasaje en el China, de la línea de Cunard. La noticia del viaje que iba a emprender el Great Eastern nos hizo reflexionar acerca de si sería conveniente modificar nuestro plan primi¬tivo, aprovechando ocasión tan favorable; pero la noticia de que estabais a bordo acabó de decidirme, pues para mí es un placer vuestra compañía. No nos habíamos vuelto a ver desde aquel delicioso viaje que hicimos hace tres años al te-rritorio escandinavo, y por eso el ténder nos trajo ayer.
Querido Fabián le respondí , creo que ni vos ni vuestro amigo os arrepentiréis. La travesía del Atlántico en este enorme barco ha de ser interesante para vosotros, por poco marinos que seáis. La última carta que hace seis meses fechasteis en Bombay, me hacía creer que estabais en el regimiento.
Estábamos con él hace tres meses, pasando aquella vida de los oficiales del ejército de la India, medio labriega, medio militar, en la cual se organizan más cacerías que columnas de operaciones. Os presento, en el capitán Arquibaldo, el terror de los juncales, el gran matador de tigres. Pero aunque mu¬chachos y sin familia, hemos querido dar un poco de reposo a aquellas fieras de la península y venir a respirar algunos áto¬mos de aire europeo. Hemos obtenido un año de licencia, y por el mar Rojo, Suez y Francia, hemos llegado a nuestra an¬tigua Inglaterra con la velocidad de un tren expreso.
¡Nuestra vieja Inglaterra! repuso sonriendo Corsi¬can . Ya no estamos en ella, pues el buque que nos lleva, aunque sea inglés, está fletado por franceses y nos conduce a América. Sobre nuestras cabezas ondean tres pabellones que indican que pisamos un suelo franco anglo americano.
¿Qué importa? respondió Fabián, cuya frente se arru¬gó momentáneamente, cual bajo una dolorosa impresión . Lo esencial es que corra nuestra licencia. El movimiento es la vida. Olvidemos lo pasado y matemos lo presente renovando los objetos que nos rodean. Dentro de algunos días abrazaré, en Nueva York, a mi hermana y a mis sobrinos, a quienes no he visto desde hace muchos años. Después visitaremos los Grandes Lagos, bajaremos el Mississipi hasta llegar a Nueva Orleans. Daremos una batida en el Marañón, y después, de un salto, pasaremos a África, donde los leones y los tigres se han dado cita en El Cabo para festejar al capitán Arquibal¬do; hecho esto, volveremos a imponer la voluntad de la me¬trópoli a los cipayos.
Fabián hablaba con volubilidad nerviosa, mientras su pe¬cho se henchía de suspiros. Indudablemente, alguna desgra¬cia que no me habían dejado adivinar sus cartas amargaba su vida. Arquibaldo Corsican debía conocer aquel secreto, pues demostraba hacia Fabián, algo más joven que él, su cariño de hermano mayor, una amistad de esas que pueden llevar al heroísmo, en ocasiones determinadas.
Un grueso camarero interrumpió nuestra conversación, tocando la bocina para avisar, con un cuarto de hora de anti¬cipación, el lunch de las doce y media. El ronco instrumento, con gran satisfacción de los pasajeros, resonaba cuatro veces al día: a las ocho y media, para el almuerzo; a las doce y media, para el lunch; a las cuatro y media, para comer, y a las siete y media, para el té. Los pasajeros, despejando las anchas calles, se hallaron pronto sentados a la mesa; yo me coloqué entre Fabián y el capitán Arquibaldo.
En los comedores había cuatro filas de mesas. Los vasos y botellas, colocados en platillos de doble suspensión, con¬servaban su posición vertical, a pesar de los vaivenes. El bu¬que no sentía las olas. Hombres, mujeres y niños podían co¬mer y beber sin peligro. Gran número de atentos camareros hacía correr, en torno de las mesas, exquisitos platos, y sumi¬nistraba a cada pasajero, con arreglo a la lista que formaba, vinos y dulces que se pagaban aparte. Distinguíanse los cali¬fornianos por su afición al champaña.
Una lavandera, enriquecida en los lavaderos de San Fran¬cisco, bebía, en compañía de su marido, aduanero retirado, «Cliquot» a tres dólares botella. Algunas misses escuálidas y descoloridas engullían tajadas de vaca chorreando sangre. Largas ladyes, con defensas de marfil, vaciaban en las hue¬veras los huevos pasados por agua. Otras saboreaban apio del desierto, con marcada satisfacción. Todos trabajaban con fervor. Aquello era una fonda en pleno París, no en pleno Océano.
Tomado el lunch, se poblaron otra vez las toldillas. Los conocidos se saludaban al paso, como los paseantes de Hyde Park. Los niños saltaban, corrían, jugaban con sus aros y ba-lones, como si estuvieran sobre la arena en las Tullerías. Casi todos los hombres fumaban paseando. Las señoras charla¬ban, sentadas en sillas de tijera. Las ayas y niñeras cuidaban de los niños. Algunos americanos panzudos se columpiaban en sillones de balancín. Los oficiales del buque iban y venían, unos observando la aguja, otros respondiendo a las pregun¬tas, algunas harto inocentes o ridículas, de los viajeros. En¬tre los resoplidos de la brisa se oían los ecos de un órgano colocado en el salón de popa y los de dos o tres pianos de «Pleyel» que en los salones bajos se hacían una competencia lamentable.
A eso de las tres, resonaron estrepitosas voces de triun¬fo, y los viajeros cubrieron las toldillas. El Great Eastern pasaba a dos cables de un paquebote al que había adelan¬tado. Era el Dropontis, con rumbo a Nueva York, que salu¬dó al gigante de los mares, a quien éste contestaba.
A las cuatro y media aún se divisaba tierra, a tres millas a estribor. Apenas nos permitía verla la oscuridad de un chubasco repqntino. Pronto apareció una luz. Era el faro de Fastenet, colocado en un picacho aislado. No tardó en cerrar la noche, durante la cual debíamos doblar el cabo Clear, últi¬ma punta adelantada de la costa de Irlanda.


CAPÍTULO VII

He dicho ya que la eslora del Great Eastern pasaba de dos hectómetros.
Para dejar satisfechos a los ávidos de comparaciones, diré que es un tercio más largo que el puente de las Artes. No hubiera podido revolverse en el Sena, y su calado le im¬pediría flotar de otra manera que como flota el mismo puen¬te. El buque mide, en realidad, 270 metros y medio entre sus perpendiculares, en la línea de flotación. En la cubierta, de popa a proa, tiene 210 metros y medio, longitud doble de la que tienen los mayores buques trasatlánticos. Su manga es de 25 metros 30 centímetros en la cuaderna maestra, y de 36 metros 65 centímetros hasta fuera de los tambores.
El casco del Great Eastern está hecho a prueba de los golpes de mar más formidables. Es doble y lo fortna un con¬junto de celdillas de 86 centímetros de altura. Además, 13 compartimientos, separados por fuertes tabiques, aumentan su seguridad bajo el punto de vista de las vías de agua y el incendio. Diez mil toneladas de hierro entraron en la cons-trucción de este casco, y tres millones de clavos, remachados estando enrojecidos al fuego, aseguran la perfecta unión de las láminas de su forro.
Cuando cala 30 pies de agua, el Great Eastern desaloja 2.500 toneladas. En lastre solo cala 6,10 metros. Puede trans¬portar 10.000 pasajeros. De las 373 cabezas de distrito de Francia, 274 están menos pobladas que lo estaría esta sub¬prefectura flotante con su máximum de pasajeros.
Las líneas del Great Eastern son muy largas. Las cade¬nas de las anclas corren por escobenes que horadan su es¬trave. Su proa, muy aguda, sin huecos ni salientes, es per-fecta. Su popa, redondeada, cae un poco y desdice del con¬junto.
Seis mástiles y cinco chimeneas se elevan sobre su cu¬bierta. Los tres palos que se hallan hacia la proa son: el «fore gigger» y el «fore mast» ambos palos trinquetes y el «main mast» o palo mayor. Los tres posteriores son el «after¬main mar», el «mizen mast» y el «after gigger». El «fore¬mast» y el «main mast» llevan gavias y juanetes, y los otros cuatro solo velas triangulares. El velamen total está forma¬do por 5.400 metros cuadrados de lona muy buena, de la fábrica de Edimburgo. En las inmensas cofas del segundo y tercer palo puede maniobrar perfectamente a cualquier orden, una compañía.
De estos seis palos, sostenidos por obenques y branda¬les metálicos, el segundo, tercero y cuarto; están formados por chapas de hierro claveteadas, verdadera obra maestra del arte calderero. Miden, en la fogonadura, 1,10 metros, y el mayor tiene 207 pies de elevación: no son tan altas las torres de Nuestra Señora.
Dos de las chimeneas pertenecen a la máquina de las ruedas y están delante de los tambores; las tres de la popa son de la máquina de hélice. Son cilindros de gran radio, sostenidos por fuertes cadenas y de 30 metros y medio de altura.
En el interior del buque, la distribución está muy bien entendida.
En la proa están los lavaderos al vapor y los alojamien¬tos de la tripulación. Sigue un salón para señoras, y otro mayor, alumbrados por lámparas de doble suspensión y adornados con espejos y pintura. Claraboyas laterales, soste¬nidas por elegantes columnatas doradas, dejan pasar la luz a estas magníficas cámaras que comunican con el puente superior por medio de escaleras de caracol de peldaños me¬tálicos y barandillas de caoba.
Delante están dispuestas cuatro filas de camarotes sepa¬rados por un pasillo; unos se comunican por medio de una meseta y a los otros se llega por una escalera particular.
Los tres vastos dinning rooms de la popa presentan aná¬loga disposición para los camarotes. Un corredor embaldo¬sado que da vuelta a la máquina de las ruedas, entre sus paredes de metal y las colinas, da paso de las habitaciones de proa a las de popa.
Las máquinas del Great Eastern están reputadas, con ra¬zón, por obras maestras de... iba a decir de relojería. Nada hay tan asombroso como aquellos enormes sistemas de rue¬das, funcionando suave y precisamente, como un reloj. La fuerza nominal de la máquina de ruedas es de mil caba¬llos. Se compone esta máquina de cuatro cilindros oscilantes, de 2,26 metros de diámetro, apareados y cuyos émbolos di¬rectamente articulados a las bielas, desarrollan 4,27 metros de carrera. La presión media es de 20 libras por pulgada, cerca de 1,76 kilogramos por centímetro cuadrado, o sea una atmósfera y dos tercios.
La superficie de calor de las cuatro calderas reunidas es de 780 metros cuadrados. Este «Encine padole» marcha con majestuosa calma; su excéntrico, arrastrado por el árbol, pa-rece elevarse como un globo aerostático. Puede dar 12 vuel¬tas de rueda por minuto y forma contraste con la máquina de la hélice, más veloz y furiosa, impulsada por 1.600 caba¬llos de vapor.
Ésta se compone de cuatro cilindros fijos y horizontales unidos de dos en dos por sus cabezas.
Sus émbolos, que recorren 1,24 metros, actúan directa¬mente sobre el árbol de la hélice. Bajo la presión producida por sus seis calderas, cuya superficie de calor es de 1,165 me-tros cuadrados, la hélice, a pesar de su peso de 60 toneladas, puede dar 48 vueltas por minuto, pero entonces la máquina, jadeante, oprimida, se desboca en rapidez vertiginosa, y sus largos cilindros parecen atacarse, tocandose con sus émbolos como dos enormes carneros.
El Great Eastern posee, además, seis máquinas auxilia¬res para la alimentación, las bombas y los cabrestantes. Como se ve, el vapor desempeña, a bordo un importante pa¬pel en todas las maniobras.
Tal es este buque de vapor, sin par, no parecido a otro alguno.
A pesar de esto, un capitán francés escribió en su diario la inocentada siguiente:
«Encontrado buque, seis palos, cinco chimeneas. Supues¬to Great Eastern.»


continuará...

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