domingo, agosto 20, 2006

El árbol de los problemas

Anónimo

El carpintero que había contratado para ayudarme a reparar una vieja granja, acababa de finalizar un duro primer día de trabajo. Su cortadora eléctrica se dañó y lo hizo perder una hora de trabajo y luego su antiguo camión se negó a arrancar.

Mientras lo llevaba a casa, se sentó en silencio. Una vez que llegamos, me invitó a conocer a su familia. Mientras nos dirigíamos a la puerta, se detuvo brevemente frente a un pequeño árbol, tocando las puntas de las ramas con ambas manos. Cuando se abrió la puerta, ocurrió una sorprendente transformación. Su bronceada cara estaba plena de sonrisas. Abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso a su esposa.

Posteriormente me acompañó hasta mi automóvil. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le pregunté acerca de lo que lo había visto hacer un rato antes.

"Oh, ese es mi árbol de problemas", contestó. Sé que yo no puedo evitar tener problemas en el trabajo, pero una cosa es segura: los problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que simplemente los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a casa. Luego en la mañana los recojo otra vez.

Lo divertido es, añadió sonriendo, que cuando salgo en la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que recuerdo haber colgado la noche anterior...



domingo, agosto 13, 2006

No más preguntas

Historia Zen


Al encontrarse a un maestro zen en un evento social, un psiquiatra decide hacerle una pregunta que tenía en mente. "¿Exactamente cómo ayudas a la gente?" inquirió.
"La llevo adonde no puede hacer más preguntas", contestó el maestro

martes, agosto 08, 2006

El amor

Extracto del libro de Marguerite Duras.


Un hombre.
Está de pie, mira: la playa, la mar. La mar está baja, apacible, la estación es indefinida, el tiempo, lento.
El nombre se encuentra en un camino de tablas colocado sobre la arena.
Va vestido con ropas oscuras. Puede distinguirse su rostro.
Sus ojos son claros.
No se mueve. Mira.
La mar, la playa, hay charcos, superficies aisladas de agua tranquila.
Entre el hombre que mira y la mar, siguiendo la orilla de la mar, lejos, alguien camina. Otro hombre. Va vestido con ropas oscuras. A esta distancia su rostro es indistinto. Camina, va, viene, va, vuelve, su recorrido es bastante largo, siempre igual.
En alguna parte de la playa, a la derecha del que mira, un movimiento luminoso: un charco se vacía, una fuente, un río, unos ríos, sin punto de reposo, alimentan el abismo de sal.
A la izquierda, una mujer con los ojos cerrados. Sentada.
El hombre que camina no mira, nada, nada que no sea la arena que tiene ante él. Su caminar es incesante, regular, lejano.
El triángulo se cierra con la mujer de los ojos cerrados. Está recostada en un muro que delimita la playa hacia su final, hacia la ciudad.
El hombre que mira se encuentra entre esa mujer y el hombre que camina por la orilla de la mar.
Debido al hombre que camina, constantemente, con una lentitud regular, el triángulo se deforma, se reforma, sin romperse nunca.
Ese hombre tiene el paso regular de un prisionero.
El día declina.
La mar, el cielo, ocupan el espacio. A lo lejos, la mar ya está oxidada por la luz oscura, al igual que el cielo.
Tres, son tres en la luz oscura, en la red de lentitud.
El hombre sigue caminando, va, viene, frente a la mar, al cielo, pero el hombre que mira se ha movido.
El deslizamiento regular del triángulo sobre sí mismo acaba:
El hombre se mueve.
Comienza a caminar.




Alguien camina, cerca.
El hombre que miraba pasa entre la mujer de los ojos cerrados y el hombre lejano, el que va y viene, prisionero. Se oye el martilleo de su paso sobre el camino de tablas de la orilla de la mar. Este paso es irregular, inseguro.
El triángulo se deshace, se suprime. Acaba de deshacerse: en efecto, el hombre pasa, se le ve, se le oye.
Se oye: el paso se espacia. El hombre debe de mirar a la mujer de los ojos cerrados situada en su camino.
Sí. El paso se detiene. Él la mira.
El hombre que camina por la orilla de la mar, y solamente él, mantiene su movimiento inicial. Sigue caminando con su paso infinito de prisionero.
La mujer es mirada.
Tiene las piernas extendidas. Está en la luz oscura, empotrada en el muro. Ojos cerrados.
No nota que la miran. No sabe que es mirada.
Se mantiene frente a la mar. Rostro blanco. Manos medio enterradas en la arena, inmóviles como el cuerpo. Fuerza detenida, desplazada hacia la ausencia. Detenida en su movimiento de fuga. La ignoran, se ignoran.

El paso se reanuda.
Irregular, inseguro, se reanuda.
Se detiene de nuevo.
Se reanuda de nuevo.
El hombre que miraba ha pasado ya. Su paso se oye cada vez menos. Se le ve, va hacia un malecón que está tan alejado de la mujer como ella lo está del caminante de la playa. Más allá del malecón, otra ciudad, mucho más allá, inaccesible, otra ciudad, azul, que comienza a motearse de luces eléctricas. Después de otras ciudades, otra más: la misma.
El hombre llega al malecón. No lo ha rebasado.
Se detiene. Luego, a su vez, se sienta.
Está sentado sobre la arena, frente a la mar. Deja de mirar algo, la playa, la mar, al hombre que camina, a la mujer de los ojos cerrados.
Durante un instante nadie mira, nadie es visto:
Ni el prisionero loco que sigue caminando por la orilla de la mar, ni la mujer de los ojos cerrados, ni el hombre sentado.
Durante un instante nadie oye, nadie escucha.
Y luego se oye un grito:
el hombre que miraba cierra los ojos a su vez bajo el impulso de una tentativa que lo empuja, lo levanta, levanta su rostro hacia el cielo, su rostro se descompone y el hombre grita.

Un grito. Han gritado hacia el malecón.
El grito ha sido proferido y se le ha oído en el espacio entero, ocupado o vacío. Ha lacerado la luz oscura, la lentitud. Sigue batiendo el paso del hombre que camina, él no se ha detenido, no ha aminorado su marcha, pero ella, ella ha levantado ligeramente su brazo con un gesto infantil, se ha cubierto con él los ojos, y ha permanecido así algunos segundos, y él, el prisionero, ha visto ese gesto: ha vuelto la cabeza en dirección a la mujer.


El brazo ha caído de nuevo.
La historia. La historia comienza. Ha comenzado antes del caminar por la orilla de la mar, antes del grito, del gesto, del movimiento de la mar, del movimiento de la luz.
Pero ahora se hace visible. Se ha implantado ya sobre la arena, sobre la mar.
El hombre que miraba regresa.
Se oye de nuevo su paso, se le ve, regresa del malecón. Su paso es lento. Su mirada está extraviada.
A medida que se acerca al camino de tablas, aumenta el ruido, gritos, gritos de hambre. Son las gaviotas de la mar. Están ahí, estaban ahí, alrededor del hombre que camina.
He aquí que ahora se oye de nuevo el paso del hombre que miraba.
Pasa por delante de la mujer. Entra en el campo de su presencia. Se detiene. La mira.
Llamaremos a este hombre el viajero —si por casualidad ello es necesario— a causa de la lentitud de su paso, a causa del extravío de sus ojos.

sábado, agosto 05, 2006

Las ciudades y los intercambios - 1

Por Italo Calvino del libro "Las ciudades invisibles" de Siruela

A ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para ven ir hasta aquí no es solo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio.

No solo a vender y a comprar se viene a Eufemia sino también porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice —como “lobo”, “hermana”, “tesoro escondido”, “batalla”, “sarna,”, “amantes” —los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tu sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufemia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.