domingo, noviembre 01, 2009

Un rey escucha

por Italo Calvino

El cetro se sostiene con la diestra, recto, ay si lo bajas, y por lo demás no tendrías dónde apoyarlo, junto al trono no hay mesitas o ménsulas o trípodes donde poner, qué sé yo, un vaso, un cenicero, un teléfono; el trono está aislado, en lo alto de unos peldaños estrechos y empinados, todo lo que dejas caer rueda y ya no se lo encuentra. Ay si el cetro se te escapa de la mano, tendrías que levantarte, bajar del trono para recogerlo, nadie puede tocarlo salvo el rey; y no está bien que el rey se incline hacia el suelo para alcanzar el cetro que ha ido a parar debajo de un mueble, o la corona, que es fácil que te ruede de la cabeza si te agachas.
Puedes apoyar el antebrazo en el brazo del trono, así no se cansa: hablo siempre de la derecha, que empuña el cetro; en cuanto a la izquierda, queda libre: puedes rascarte, si quieres; a veces el manto de armiño te da una picazón en el cuello que se propaga por la espalda, por todo el cuerpo. También el terciopelo del cojín, al calentarse, provoca una sensación irritante en las nalgas, en los muslos. No te prives de meter los dedos donde te pique, de soltarte el cinturón de hebilla dorada, de cambiar de lugar el collar, las medallas, las charreteras con flecos. Eres rey, nadie puede decirte nada, no faltaría más.
Debes mantener la cabeza inmóvil, no olvides que la corona se balancea sobre tu coronilla, no puedes encajarla hasta las orejas como una gorra en un día de viento; la corona culmina en una cúpula más voluminosa que la base que la sostiene, lo cual quiere decir que su equilibrio es inestable: si llegas a adormecerte, a abandonar el mentón en el pecho, terminará por irse al suelo y hacerse trizas; porque es frágil, sobre todo las partes de filigrana de oro engarzadas de brillantes. Cuando sientes que está por resbalar, debes tener la precaución de corregir su posición con ligeras sacudidas de la cabeza, pero has de estar atento a no levantarla con demasiada rapidez para que no choque contra el baldaquino que la roza con sus drapeados. En una palabra, debes mantener esa compostura real que se supone innata en tu persona.
Por lo demás, ¿qué necesidad tienes de tomarte tanto trabajo? Eres rey, todo lo que deseas ya es tuyo. Basta que levantes un dedo y te traen de comer, de beber, goma de mascar, mondadientes, cigarrillos de todas las marcas, todo en una bandeja de plata; cuando te da sueño, el trono es cómodo, tapizado, te basta con entrecerrar los ojos y abandonarte contra el respaldo, manteniendo en apariencia la posición de siempre: que estés dormido o despierto no cambia nada, nadie se da cuenta. En cuanto a las necesidades corporales, no es un secreto para nadie que el trono está perforado, como cualquier trono que se respete; dos veces por día vienen a cambiar el recipiente; con más frecuencia si huele mal.




En una palabra, todo ha sido previsto para evitarte cualquier desplazamiento. Si te movieras no tendrías nada que ganar, y todo que perder. Si te levantas, si te alejas aunque sólo sea unos pocos pasos, si pierdes de vista el trono aunque sólo sea un instante, ¿quién te garantiza que cuando vuelvas no te encontrarás a otro sentado en él? Tal vez alguien que se te parece, igualito, idéntico. ¡Y vete a demostrar que el rey eres tú y no él! Un rey se distingue por el hecho de que está sentado en el trono, de que tiene la corona y el cetro. Ahora que estos atributos son tuyos, es mejor que no te separes de ellos ni un minuto.
Está el problema de desentumecerte las piernas, de evitar el hormigueo, la rigidez de las articulaciones: es cierto, es un grave inconveniente. Pero siempre puedes dar un puntapié, levantar las rodillas, acuclillarte en el trono, sentarte a la turca, naturalmente por breves períodos, cuando las cuestiones de estado lo permiten. Todas las noches vienen los encargados de lavarte los pies y te quitan las botas durante un cuarto de hora; por la mañana los del servicio desodorante te frotan las axilas con motas de algodón perfumado.
Se ha previsto también la eventualidad de que te asalten deseos carnales. Damas de la corte, oportunamente escogidas y adiestradas, desde las más robustas hasta las más delgadas, están a tu disposición, por turno, para subir los peldaños del trono y acercar a tus temblorosas rodillas sus amplias faldas vaporosas y revoloteantes. Las cosas que se pueden hacer, tú en el trono y ellas de frente o de espaldas o de costado, son diversas, y puedes despacharlas en unos instantes o, si las tareas del Reino te dejan bastante tiempo libre, puedes demorarte más, digamos hasta tres cuartos de hora; en este caso es una buena norma correr las cortinas del baldaquino, sustrayendo la intimidad del rey a las miradas extrañas, mientras los músicos entonan el camino de ronda con pisadas de suelas claveteadas, un golpeteo de melodías acariciadoras.
En una palabra, en el trono, una vez que has sido coronado, te conviene estar sentado sin moverte, día y noche. Toda tu vida anterior no ha sido sino la espera de llegar a ser rey; ahora lo eres; no te queda más que reinar. ¿Y qué es reinar sino esa otra larga espera? La espera del momento en que serás depuesto, en que deberás dejar el trono, el cetro, la corona, la cabeza.

Las horas se alargan; en la sala del trono la luz de las lámparas es siempre igual. Escuchas el tiempo que pasa: un rumor como de viento; el viento sopla en los corredores del palacio, o en el fondo de tu oreja. Los reyes no tienen reloj: se supone que son ellos los que gobiernan el fluir del tiempo, la sumisión a las reglas de un dispositivo mecánico sería incompatible con la majestad real. La extensión uniforme de los minutos amenaza con sepultarte como una lenta avalancha de arena: pero tú sabes cómo escaparle. Te basta aguzar el oído y aprender a reconocer los ruidos del palacio, que cambian de una hora a otra: por la mañana resuena la trompeta del que iza la bandera en la torre, los camiones de la intendencia real descargan cestas y barricas en el patio de la despensa; las criadas sacuden las alfombras sobre la barandilla de la galería; por la noche chirrían al cerrarse los portales de hierro; de las cocinas sube un entrechocar de calderos; desde los establos algún relincho avisa que es la hora de cepillar los caballos.
El palacio es un reloj: sus cifras sonoras siguen el curso del sol, flechas invisibles indican el cambio de la guardia en el camino de ronda con pisadas de suelas claveteadas, un golpeteo de culatas de fusiles al que responde el chirriar del pedregullo bajo la oruga de los tanques que hacen ejercicios en la explanada. Si los ruidos se repiten en el orden habitual, con los debidos intervalos, puedes estar tranquilo, tu reino no corre peligro: por ahora, por esta hora, por este día.
Hundido en tu trono, te llevas la mano a la oreja, corres los drapeados del baldaquino para que no atenúen ningún susurro, ningún eco. Los días son para ti un sucederse de sonidos, unas veces claros, otras casi imperceptibles; has aprendido a distinguirlos, a evaluar su proveniencia y la distancia, conoces su sucesión, sabes cuánto duran las pausas, cada retumbo o crujido o tintineo que está por llegar a tu tímpano ya te lo esperas, lo anticipas con la imaginación, si tarda en producirse te impacientas. Tu ansiedad no se calma hasta que no se reanuda el hilo del oído, hasta que la urdimbre de ruidos bien conocidos no se remienda en el punto en que parecía abrirse una laguna.
Vestíbulos, escalinatas, galerías, corredores del palacio tienen cielos rasos altos, abovedados: cada paso, cada chasquido de cerradura, cada estornudo despiertan ecos, retumban, se propagan horizontalmente por una serie de salas que se comunican, vestíbulos, columnatas, puertas de servicio, y verticalmente por cajas de escaleras, vanos, pozos de luz, tuberías, conductos de chimeneas, huecos de montacargas, y todos estos recorridos acústicos convergen en la sala del trono. En el gran lago de silencio en el que flotas desembocan ríos de aire movido por vibraciones intermitentes; tú las interceptas y las descifras, atento, absorto. El palacio es todo volutas, todo lóbulos, es una gran oreja en la cual anatomía y arquitectura intercambian nombres y funciones: pabellones, trompas, tímpanos, caracoles, laberintos; tú estás aplastado en el fondo, en la zona más interna del palacio oreja, de tu oreja; el palacio es la oreja del rey.

Aquí las paredes tienen oídos. Los espías acechan detrás de todos los cortinajes, las cortinas, los tapices. Tus espías, los agentes de tu servicio secreto que tienen la tarea de redactar informes minuciosos sobre las conjuras de palacio. En la corte los enemigos pululan, tanto que es cada vez más difícil distinguirlos de los amigos: se sabe con seguridad que la conjura que te destronará será la de tus ministros y dignatarios. Y tú sabes que no hay servicio secreto donde no se hayan infiltrado agentes del servicio secreto adversario. Tal vez todos los agentes que tú pagas trabajan también para los conjurados, son ellos mismos conjurados; esto te obliga precisamente a seguir pagándoles para que estén quietos el mayor tiempo posible.
Pliegues voluminosos de informes secretos salen cada día de las máquinas electrónicas y son depositados a tus pies en los peldaños del trono. Es inútil que los leas: los espías no pueden sino confirmar la existencia de las conjuras, lo cual justifica la necesidad de su espionaje, y al mismo tiempo deben desmentir su peligrosidad inmediata, lo cual prueba que sólo el espionaje de ellos es eficaz. Por lo demás nadie cree que tú debes leer los informes que te preparan: en la sala del trono no hay luz suficiente para leer, y se supone que un rey no tiene necesidad de leer nada, el rey ya sabe lo que debe saber. Para tranquilizarte te basta oír el tecleo de las máquinas electrónicas que llega desde las oficinas de los servicios secretos durante las ocho horas reglamentarias del horario. Una multitud de operadores introduce en memoria nuevos datos, vigila complicadas tabulaciones en el video, extrae de las impresoras nuevos informes que tal vez son siempre el mismo informe repetido cada día con mínimas variantes relativas a la lluvia o el buen tiempo. Con mínimas variantes las mismas impresoras producen las circulares secretas de los conjurados, las órdenes de servicio de los motines, los planos detallados de tu deposición y tu ejecución.
Puedes leerlos, si quieres. O fingir que los has leído. Lo que los espías escuchan y registran, ya sea siguiendo tus órdenes, ya las de tus enemigos, es todo lo que se puede traducir a las fórmulas de los códigos, introducido en los programas estudiados expresamente para producir informes secretos conformes a los modelos oficiales. Por amenazante o tranquilizador que sea, el futuro que despliegan esas hojas no te pertenece ya, no resuelve tu incertidumbre. Lo que quisieras que te fuese revelado, el miedo y la esperanza que te mantienen insomne, conteniendo la respiración en la noche, lo que tus oídos tratan de captar sobre ti, sobre tu destino, es otra cosa.

Este palacio, cuando subiste al trono, en el momento mismo en que se convirtió en tu palacio, se te volvió extraño. Desfilando a la cabeza del cortejo de la coronación lo atravesaste por última vez, entre las antorchas y los flabelos, antes de retirarte a esta sala de la cual no es prudente ni conforme a la etiqueta real que te alejes. ¿Qué haría un rey dando vueltas por los pasillos, las oficinas, las cocinas? En el palacio no hay otro lugar para ti más que esta sala.
El recuerdo de los otros recintos, como los viste la última vez, ha empalidecido en seguida en tu memoria; por otra parte, adornados como estaban para la fiesta, eran lugares irreconocibles, te perderías.
Más nítidos han permanecido en tu recuerdo ciertos escorzos de los días de la batalla, cuando avanzabas al asalto del palacio a la cabeza de tus fieles de entonces (que ahora se aprestan seguramente a traicionarte): balaustradas rotas a golpes de mortero, brechas en los muros abrasados por los incendios, perforados por las ráfagas de armas automáticas. Ya no consigues pensarlo como el mismo palacio donde ahora ocupas el trono; si lo lograras, sería la señal de que el ciclo se ha cumplido y de que ha llegado la hora de tu ruina.
Antes de esto, en los años que pasaste conspirando en la corte de tu predecesor, veías otro palacio, porque los recintos asignados al personal de tu rango eran ya éstos y no aquéllos, y porque proyectabas tus ambiciones en las transformaciones que impondrías al aspecto de los lugares, una vez que llegaras a ser rey. La primera orden que da cada nuevo rey, apenas se instala en el trono, es la de cambiar la disposición y el destino de cada estancia, el mobiliario, las alfombras, los estucos. Tú también lo has hecho, y creíste que así marcarías tu verdadera posesión. En cambio no has hecho sino arrojar otros recuerdos en la trituradora de la desmemoria, de la que nada se recupera.
Claro, hay en el palacio salas llamadas históricas que te gustaría volver a ver, aunque hayan sido rehechas del suelo al cielo raso para restituirles el aire antiguo que con los años se pierde. Pero son las que han sido abiertas recientemente a la visita de los turistas. Debes mantenerte lejos: acurrucado en tu trono, reconoces en tu calendario de sonidos los días de visita por el ruido de los autobuses que se detienen en la explanada, la charla de los cicerones, los coros de exclamaciones admirativas en varias lenguas. También los días de cierre te está formalmente desaconsejado aventurarte en ellas: tropezarías con las escobas y los cubos y los recipientes de detergentes de los encargados de la limpieza. De noche te perderías, inmovilizado por los ojos enrojecidos que te obstruyen el paso, hasta que por la mañana te encontrarías bloqueado por grupos armados de cámaras cinematográficas, regimientos de viejas señoras con dientes postizos y velo azul sobre la permanente, señores obesos con la camisa floreada fuera de los pantalones y sombreros de paja, de alas anchas.

Si tu palacio es para ti desconocido e incognoscible, puedes intentar reconstruirlo parte por parte, situando cada pisada, cada acceso de tos en un punto del espacio, imaginando alrededor de cada señal sonora paredes, cielos rasos, pavimentos, dando forma al vacío en el que se propagan los ruidos y a los obstáculos con los cuales chocan, dejando que los sonidos mismos sugieran las imágenes. Un tintineo de plata no es sólo una cucharilla que ha caído del plato donde su equilibrio era inestable, sino también la punta de una mesa cubierta por un mantel de lino con un borde de encaje, iluminado por una alta vidriera sobre la cual cuelgan ramos de glicinas; un ruido sordo y suave no es sólo un gato que ha saltado sobre un ratón sino que viene de un sucucho húmedo de moho, cerrado por tablas erizadas de clavos.
El palacio es una construcción sonora que unas veces se dilata, otras se contrae, se aprieta como una maraña de cadenas. Puedes recorrerlo guiado por los ecos, localizando crujidos, chirridos, imprecaciones, siguiendo respiraciones, roces, murmullos, gorgoteos.
El palacio es el cuerpo del rey. Tu cuerpo te manda mensajes misteriosos que acoges con temor, con ansiedad. En una parte desconocida de ese cuerpo anida una amenaza, tu muerte ya está allí apostada, las señales que te llegan tal vez te adviertan de un peligro sepulto en el interior de ti mismo. El cuerpo sentado de través en el trono ya no es el tuyo, estás privado de su uso desde que la corona te ciñe la cabeza, ahora tu persona se extiende por esta casa oscura, extraña, que te habla mediante enigmas. ¿Pero de verdad algo ha cambiado? También antes poco o nada sabías de lo que eras. Y tenías miedo, como ahora.

El palacio es una urdimbre de sonidos regulares, siempre iguales, como el latido del corazón, del que se separan otros sonidos discordantes, imprevistos. Una puerta se golpea, ¿dónde?, alguien corre por las escaleras, se oye un grito sofocado. Pasan largos minutos de espera. Un silbido largo y agudo resuena, tal vez desde una ventana de la torre. Responde otro silbido, desde abajo. Después, silencio.
¿Hay una historia que vincula un ruido con otro? No puedes por menos que buscar un sentido, que tal vez se esconde no en cada uno de los ruidos aislados sino en el medio, en las pausas que los separan. ¿Y si hay una historia, una historia que te concierne? ¿Una sucesión de consecuencias que terminará por envolverte? ¿O se trata sólo de un episodio indiferente, de los tantos que componen la vida cotidiana del palacio? Cada historia que crees adivinar remite a tu persona, en el palacio nada sucede en que el rey no tenga una parte, activa o pasiva. Del indicio más leve puedes extraer un auspicio acerca de tu suerte.
Para el ansioso, cada signo que rompe la norma se presenta como una amenaza. Te parece que cada mínimo acontecimiento sonoro anuncia la confirmación de tus temores. ¿Pero no podría ser cierto lo contrario? Prisionero en una jaula de repeticiones cíclicas, aguzas esperanzado el oído a cada nota que perturba el ritmo sofocante, a cada anuncio de una sorpresa que se prepara, a las barreras que se abren, a las cadenas que se rompen.
Tal vez la amenaza viene más de los silencios que de los ruidos. ¿Cuántas horas hace que no oyes el cambio de los centinelas? ¿Y si el destacamento de los guardias que te son fieles hubiese sido capturado por los conjurados? ¿Por qué no se oye el habitual entrechocar de las cacerolas en la cocina? Tal vez los cocineros fieles han sido sustituidos por un equipo de sicarios, acostumbrados a envolver en silencio todos sus gestos, envenenadores que en este momento están impregnando silenciosamente de cianuro las comidas...
Pero quizás el peligro anida en esa regularidad. El trompetero lanza su son alto y agudo a la hora exacta de todos los días, ¿pero no te parece que su aplicación es excesiva? ¿No notas en el redoble de los tambores una obstinación extraña, como un exceso de celo? El paso de marcha del destacamento que repercute a lo largo del camino de ronda parece marcar hoy una cadencia lúgubre, casi de pelotón de ejecución... Las orugas de los tanques se deslizan sobre el pedregullo casi sin chirriar, como si los mecanismos hubieran sido más aceitados que de costumbre: ¿con vistas a una batalla?
Tal vez las tropas de la guardia ya no sean las que te eran fieles... O bien, sin haber sido sustituidas, se hayan pasado al bando de los conjurados... Tal vez todo sigue como antes, pero el palacio está ya en manos de los usurpadores; todavía no te han detenido porque ya no cuentas; te han olvidado en un trono que ya no es un trono. El desarrollo normal de la vida del palacio es la señal de que el golpe de estado se ha producido, un nuevo rey se sienta en un nuevo trono, tu condena ha sido pronunciada y es tan irrevocable que no hay razón para apresurarse a cumplirla...

No desvaríes. Todo lo que se oye mover en el palacio responde exactamente a las reglas que has impartido: el ejército obedece a tus órdenes como una máquina en marcha, el ceremonial del palacio no se permite la más mínima variante en la tarea de poner y quitar la mesa, descorrer las cortinas o desenrollar las alfombras de honor según las instrucciones recibidas; los programas radiofónicos son los que estableciste de una vez para siempre. Tienes la situación en mano, nada escapa a tu voluntad ni a tu control. Incluso la rana que croa en el estanque, el bullicio de los niños que juegan al gallo ciego, los tumbos del viejo chambelán por las escaleras, todo responde a tu designio, todo ha sido pensado, decidido, deliberado aun antes de que fuese perceptible para tus oídos. Aquí no vuela ni una mosca si tú no lo quieres.
Pero quizá nunca has estado tan cerca de perderlo todo como ahora que crees tenerlo todo en un puño. La responsabilidad de pensar el palacio en cada detalle, de contenerlo en la mente te obliga a un esfuerzo agotador. La obstinación en que se funda el poder nunca es tan frágil como en el momento de su triunfo.

Cerca del trono hay un ángulo de la pared del que de vez en cuando te llega una especie de retumbo: golpes lejanos como de quien llamara a una puerta. ¿Hay alguien que golpea al otro lado de la pared? Pero quizá más que de una pared se trata de una pilastra o de un montante que sobresale, más aún, de una columna hueca por dentro, tal vez una tubería vertical que atraviesa todas las plantas del palacio desde el sótano hasta el techo, por ejemplo un conducto de chimenea que parte de las calderas. Por esta vía los ruidos se transmiten a todo lo alto de la construcción; en un punto del palacio, no se sabe en qué planta pero sin duda encima o debajo de la sala del trono, algo golpea contra la pilastra; algo o alquien; alguien que da con el puño golpes rítmicos; por la resonancia amortiguada se diría que los golpes vienen de lejos. Golpes que emergen de una profundidad oscura, sí, de abajo, golpes que suben del subsuelo. ¿Serán señales?
Estirando un brazo puedes golpear con el puño contra el ángulo. Repites los golpes como los has oído. Silencio. Ahora se oyen de nuevo. El orden de las pausas y de la frecuencia ha cambiado un poco. Esta vez también repites. Esperas. No tarda en llegar una nueva respuesta. ¿Has entablado un diálogo?
Para dialogar tendrías que conocer la lengua. Una serie de golpes seguidos, una pausa, otros golpes aislados: ¿son señales traducibles en un código? ¿Alguien está formando letras, palabras? ¿Alguien quiere comunicarse contigo, tiene cosas urgentes que decirte? Prueba la clave más simple: un golpe, a, dos golpes, be... O bien el código Morse, trata de distinguir sonidos breves y sonidos largos... A veces te parece que el mensaje transmitido consiste en un ritmo, como en una secuencia musical: también esto probaría la intención de llamar tu atención, de comunicar, de hablarte... pero no te basta: si las percusiones se suceden con regularidad han de formar una palabra, una frase... Quisieras ya proyectar en el desnudo goteo de sonidos tu deseo de palabras tranquilizadoras: "Majestad... nosotros los fieles velamos... descubriremos las insidias... larga vida..." ¿Es esto lo que te están diciendo? ¿Es esto lo que consigues descifrar tratando de aplicar todos los códigos imaginables? No, no se deduce nada de ese tipo. En todo caso el mensaje resultante es completamente distinto, algo como: "perro bastardo usurpador... Venganza... Caerás...".
Cálmate. Quizá sólo sea sugestión. Solamente el azar dispone esas combinaciones de letras y palabras. Quizá no se trata siquiera de señales: puede ser una corriente de aire que empuja una portezuela, o un niño que hace rebotar la pelota, o alguien que martillea clavos... clavos... "El ataúd... tu ataúd... ahora los golpes forman estas palabras saldré de este ataúd... entrarás tú... enterrado vivo..." En fin, palabras sin sentido. Sólo tu sugestión superpone palabras incoherentes a esos retumbos informes.
Daría lo mismo imaginar que, cuando golpeas con los nudillos en las paredes tamborilleando al azar, otro, que escucha quién sabe dónde en el palacio, cree comprender palabras, frases. Haz la prueba. Así, sin pensarlo. ¿Pero qué haces? ¿Por qué pones tanta concentración, como si estuvieras deletreando, silabeando? ¿Qué mensaje crees estar enviando por esta pared abajo? "También tú usurpador antes que yo... Te vencí... Podía haberte matado..." ¿Qué estás haciendo? ¿Estás tratando de justificarte frente a un rumor invisible? ¿A quién estás suplicando? "Te he perdonado la vida... Si te tomas un desquite, acuérdate..." ¿Quién crees que está, ahí abajo, golpeando la pared? ¿Crees que todavía está vivo tu predecesor, el rey a quien has expulsado del trono, de ese trono donde estás sentado, el prisionero a quien has hecho encerrar en la celda más profunda de los subterráneos del palacio?

Te pasas las noches escuchando el tam tam subterráneo y tratando inútilmente de descifrar sus mensajes. Pero te queda la duda de que sólo sea un rumor en tus oídos, la palpitación de tu corazón transido, o el recuerdo de un ritmo que aflora en tu memoria y despierta temores, remordimientos. En los viajes en tren, de noche, en el duermevela el traqueteo siempre igual de las ruedas se transforma en palabras repetidas, se convierte en una especie de canto monótono. Es posible y aun probable que cualquier oscilación de sonidos se torne para tu oído en el lamento de un prisionero, en las maldiciones de tus víctimas, en el jadeo amenazador de los enemigos que no consigues que mueran...
Haces bien en escuchar, en no aflojar ni un instante tu atención; pero convéncete de esto: a ti mismo es a quien escuchas, dentro de ti es donde cobran voz los fantasmas. Algo que no logras decirte ni siquiera a ti mismo trata dolorosamente de hacerse oír... ¿No te convences? ¿Quieres una prueba segura de que lo que oyes viene de dentro de ti, no de fuera?
Una prueba segura nunca la tendrás. Porque es cierto que los subterráneos del palacio están llenos de prisioneros, partidarios del soberano depuesto, cortesanos sospechosos de infidelidad, desconocidos que caen en las redadas que tu policía realiza periódicamente por precaución intimidatoria y que terminan olvidados en las celdas de seguridad... Como toda esa gente continúa sacudiendo día y noche las cadenas, golpeando con las cucharas contra las rejas, escandiendo protestas, entonando canciones sediciosas, no es de sorprenderse que llegue hasta ti algún eco de su estrépito, a pesar de que has mandado insonorizar paredes y pavimentos, y revestir esta sala de pesados cortinajes. No está excluido que de los subterráneos provenga precisamente lo que antes te parecía una percusión rítmica y ahora se ha convertido en una especie de trueno bajo y oscuro. Todo palacio se apoya en subterráneos donde está enterrado algún ser viviente o donde algún muerto no encuentra paz. No se trata de que te tapes las orejas con las manos: seguirás oyéndolo lo mismo.

No te detengas en los ruidos del palacio si no quieres quedar encerrado dentro como en una trampa. ¡Sal! ¡Escapa! ¡Muévete! ¡Fuera del palacio se extiende la ciudad, la capital del reino, de tu reino! ¡Has llegado a ser rey para poseer no este palacio triste y oscuro, sino la ciudad variada y abigarrada, estrepitosa, de las mil voces!
La ciudad está tumbada en la noche, ovillada, duerme y ronca, sueña y gruñe, manchas de sombra y de luz se desplazan cada vez que se vuelve de un costado o del otro. Cada mañana las campanas tocan a fiesta, o a rebato, o a vuelo: mandan mensajes pero no puedes fiarte nunca de lo que verdaderamente quieren decir: cuando tocan a muerto, te llega, mezclada por el viento, una excitada música de baile; con el campaneo festivo un estallido de gritos feroces. La respiración de la ciudad es lo que debes escuchar, una respiración que puede ser entrecortada y jadeante o plácida y profunda.
La ciudad es un estruendo lejano en el fondo del oído, un murmullo de voces, un zumbido de ruedas. Cuando todo está quieto en el palacio, la ciudad se mueve, las ruedas corren por las calles, las calles corren como rayos de ruedas, los discos dan vueltas en los gramófonos, la púa rasca un viejo disco, la música va y viene, a tirones, oscila, abajo en el surco estruendoso de las calles, o sube alta con el viento que hace girar las hélices de las chimeneas. La ciudad es una rueda en cuyo perno estás inmóvil, escuchando.
En verano la ciudad pasa a través de las ventanas abiertas del palacio, vuela con todas sus ventanas abiertas y con las voces, estallidos de risa y de llanto, fragor de martillos neumáticos, croar de transistores. Es inútil que te asomes al balcón, viendo los techos desde arriba no reconocerías nada de las calles que no has vuelto a recorrer desde el día de la coronación, cuando el cortejo avanzaba entre banderas y colgaduras y batallones de guardias y todo te parecía ya entonces irreconocible, lejano.
El fresco de la noche no llega hasta la sala del trono pero tú lo reconoces por el murmullo de noche estival que te llega hasta aquí. A asomarte al balcón es mejor que renuncies: no sacarías sino que te picaran los mosquitos y no te enterarías de nada que no estuviera contenido ya en ese fragor como de caracola apoyada en la oreja. La ciudad retiene el fragor de un océano como en las volutas de la caracola, o de la oreja: si te concentras para escuchar sus olas ya no sabes qué es palacio, qué es ciudad, oreja, caracola.
Entre los sonidos de la ciudad reconoces cada tanto un acorde, una secuencia de notas, un motivo: toques de fanfarra, salmodiar de procesiones, coros de escolares, marchas fúnebres, cantos revolucionarios entonados por un desfile de manifestantes, himnos en tu honor cantados por las tropas que dispersan el desfile tratando de cubrir las voces de los opositores, bailables que el altavoz de un local difunde a todo volumen para convencer de que la ciudad continúa su vida feliz, nenias de mujeres que lloran a un hombre muerto en las refriegas. Esta es la música que oyes; ¿pero puede llamarse música? De cada fragmento sonoro continúas recabando señales, informaciones, indicios, como si en esta ciudad todos los que tocan música o cantan o ponen discos no quisieran sino transmitirte mensajes precisos y unívocos. Desde que subiste al trono lo que escuchas no es la música sino sólo la confirmación de cómo es utilizada la música: en los ritos de la buena sociedad, o para entretenimiento de la multitud, para la salvaguardia de las tradiciones, la cultura, la moda. Ahora te preguntas qué quería decir para ti escuchar una música por el solo placer de entrar en el dibujo de las notas.
En un tiempo para darte alegría te bastaba musitar un "pereperepé" con los labios y con el pensamiento, imitando el motivo que habías recogido, en una simple canzonetta o en una complicada sinfonía. Ahora intentas hacer "pereperepé" pero no sucede nada: no te viene a la memoria ningún motivo.

Había una voz, una canción, una voz de mujer que cada tanto el viento te traía hasta aquí arriba, desde una ventana abierta cualquiera, era una canción de amor que en las noches de verano el viento te traía a girones y, apenas te parecía que habías aferrado algunas notas, ya se perdía, nunca estabas seguro de haberla oído realmente y no sólo imaginado, no sólo deseado oírla, el sueño de una voz de mujer que canta en la pesadilla de tu largo insomnio. Es eso lo que estabas esperando silencioso y atento: ya no es el miedo lo que te hace aguzar el oído. Has vuelto a oír ese canto que ahora te llega claramente en cada nota y timbre y veladura, desde la ciudad que había sido abandonada por toda la música.
Hacía tanto que no te sentías atraído por nada, tal vez desde el tiempo en que todas tus fuerzas estaban empeñadas en la conquista del trono. Pero del ansia que te devoraba, ahora sólo recuerdas el encarnizamiento contra los enemigos que había que destruir, que no te permitía desear ni imaginar otra cosa. Era también entonces un pensamiento de muerte el que te acompañaba, día y noche, como ahora que espías la ciudad en la oscuridad y en el silencio del toque de queda que has impuesto para defenderte de la rebelión que se está preparando, y sigues las pisadas de las patrullas de ronda en las calles vacías. Y cuando en la oscuridad una voz de mujer se abandona al canto, invisible en el alféizar de una ventana apagada, de pronto te vuelven pensamientos de vida: tus deseos tienen nuevamente un objeto: ¿cuál? No la canción que habrás oído demasiadas veces, ni la mujer que nunca viste: te atrae esa voz como voz, tal como se ofrece en el canto.

Esa voz viene seguramente de una persona, única, irrepetible como toda persona, pero una voz no es una persona, es algo suspendido en el aire, separado de la solidez de las cosas. También la voz es única e irrepetible, pero tal vez de un modo diferente del de la persona: podrían, voz y persona, no parecerse. O bien parecerse de un modo secreto, que no se ve a primera vista: la voz podría ser el equivalente de todo lo más oculto y más verdadero de la persona. ¿Es otro tú sin cuerpo el que escucha esa voz sin cuerpo? Que la oigas realmente o la recuerdes o la imagines, da igual.
Y sin embargo tú quieres que sea tu propio oído el que perciba esa voz, por lo tanto lo que te atrae no es sólo un recuerdo o una fantasía sino la vibración de una garganta de carne. Una voz significa esto: hay una persona viva, garganta, tórax, sentimientos, que empuja en el aire esa voz diferente de todas las otras voces. Una voz pone en acción la úvula, la saliva, la infancia, la pátina de la vida vivida, las intenciones de la mente, el placer de dar una forma propia a la ondas sonoras. Lo que te atrae es el placer que esta voz pone en existir: en existir como voz, pero ese placer te lleva a imaginar de qué modo la persona podría ser tan diferente de cualquier otra cuanto es diferente su voz.
¿Estás tratando de imaginarte la mujer que canta? Pero cualquiera que sea la imagen que trates de atribuirle en tu fantasía, la imagen voz será siempre más rica. No querrás por cierto perder ninguna de las posibilidades que encierra; por eso te conviene atenerte a la voz, resistir a la tentación de salir corriendo del palacio y explorar la ciudad calle por calle hasta encontrar a la mujer que canta.

Pero es imposible retenerte. Hay una parte de ti mismo que corre al encuentro de la voz desconocida. Contagiado de su placer de dejarse oír, quisieras que ella te oyese escuchar, quisieras ser también tú una voz, oída por ella como tú la oyes.
Lástima que no sepas cantar. Si hubieras sabido cantar tal vez tu vida habría sido diferente, más feliz; o triste, con una tristeza distinta, una armoniosa melancolía. Tal vez no hubieras sentido necesidad de ser rey. Ahora no estarías aquí, en este trono que cruje, espiando las sombras.
Enterrada en el fondo de ti mismo tal vez existe tu verdadera voz, el canto que no sabe separarse de tu garganta apretada, de tus labios áridos y tensos. O bien tu voz vaga dispersa por la ciudad, timbres y tonos diseminados en el rumor. El que nadie sabe que eres, o que has sido, o que podrías ser se revelaría en esa voz.
Prueba, concéntrate, apela a tus fuerzas secretas. ¡Ahora! ¡No, así no! Prueba otra vez, no te desalientes. Y ahora sí: ¡milagro! ¡No crees en tus oídos! ¿De quién es esa voz de cálido timbre de barítono que se alza, se modula, se acuerda con los fulgores de plata de la voz de ella? ¿Quién canta en dúo con ella como si fueran dos faces complementarias y simétricas de la misma voluntad canora? Eres tú el que canta, no hay duda, ésa es tu voz que finalmente puedes escuchar sin extrañeza ni fastidio.
¿Pero de dónde consigues sacar esas notas si tu pecho sigue contraído y tus dientes apretados? Te has convencido de que la ciudad no es sino una extensión física de su persona: ¿y de dónde vendría la voz del rey si no del corazón mismo de la capital de su reino? Con la misma agudeza auditiva con que has conseguido captar y seguir hasta este momento el canto de esa mujer desconocida, reúnes ahora los cien fragmentos de sonido que unidos forman una voz inconfundible, la voz que es sólo tuya.
Eso es, aleja de tu oído toda intrusión y distracción, concéntrate: la voz de mujer que te llama y tu voz que la llama debes captarlas juntas en la misma intención de escucha, (¿o prefieres llamarlo mirada del oído?). ¡Ahora! No, todavía no. No renuncies, prueba de nuevo. Dentro de un momento su voz y la tuya se responderán y fundirán hasta el punto de que ya no sabrás distinguirlas... Pero demasiados sonidos se sobreponen, frenéticos, cortantes, feroces: la voz de ella desaparece sofocada por el estruendo de muerte que invade el exterior, o que tal vez resuena dentro de ti. La has perdido, te has perdido, la parte de ti que se proyecta en el espacio de los sonidos corre ahora por las calles entre las patrullas del toque de queda. La vida de las voces ha sido un sueño, tal vez ha durado sólo unos pocos segundos como duran los sueños, mientras afuera la pesadilla continúa.

Sin embargo, tú eres el rey: si buscas a una mujer que vive en tu capital, reconocible por su voz, estarás sin duda en condiciones de encontrarla. Suelta a tus espías, da orden de registrar todas las calles y todas las casas. ¿Pero quién conoce esa voz? Sólo tú. Nadie puede hacer esa búsqueda salvo tú. Hete aquí que, cuando al fin se te presenta un deseo que realizar, te das cuentas de que ser rey no sirve de nada.
Espera, no te desalientes en seguida, un rey tiene tantos recursos, ¿es posible que no sepas imaginar un sistema para conseguir lo que quieres? Podrías convocar un concurso de canto: por orden del rey todas las súbditas del reino que tienen voz para cantar agradablemente se presentarían en el palacio. Sería sobre todo una astuta maniobra política, para apaciguar los ánimos en una época revuelta y consolidar los vínculos entre el pueblo y la corona. Puedes imaginarte fácilmente la escena: en esta sala ornada para una fiesta, un palco, una orquesta, un público formado por la flor y nata de la corte, y tú impasible en el trono, escuchando cada agudo, cada gorjeo con la atención que corresponde a un juez imparcial: de pronto alzas el cetro, proclamas: "¡Es ella!"
¿Cómo no reconocerla? Ninguna otra voz es más diferente que las que suelen cantar para el rey, en las salas iluminadas por arañas de cristal, entre las plantas de kenzia que abren anchas hojas palmeadas; has asistido a tantos conciertos en tu honor en las fechas de los aniversarios gloriosos; toda voz que se sabe escuchada por el rey adquiere un esmalte frío, una vítrea complacencia. En cambio aquélla era una voz que venía de la sombra, contenta de manifestarse sin salir de la oscuridad que la ocultaba y de tender un puente hacia cualquier presencia envuelta en la misma oscuridad.
¿Pero estás seguro de que delante de los peldaños del trono sería la misma voz? ¿Que no trataría de imitar la impostación de las cantantes de corte? ¿Que no se confundiría con las tantas voces que te has acostumbrado a escuchar aprobando con condescendencia y siguiendo el vuelo de una mosca? La única manera de impulsarla a revelarse sería el encuentro con tu verdadera voz, con ese fantasma de voz tuya que has evocado desde la tempestad sonora de la ciudad. Bastaría que cantases, que liberases esa voz que siempre has ocultado a todos, y ella te reconocería en seguida como quien realmente eres, y uniría a tu voz la suya, la verdadera.
Entonces una exclamación de sorpresa se propagaría en la corte: "El rey canta... Escuchad cómo canta el rey..." Pero la compunción con que es buena norma escuchar al rey, diga o haga lo que quiera, no tardaría en tomar la delantera. Los rostros y los gestos expresarían una aprobación condescendiente y mesurada, como diciendo: "Su Majestad se digna a entonar una romanza..." y todos se pondrían de acuerdo en que una exhibición canora forma parte de las prerrogativas del soberano (aunque después bajo capa te cubran de ridículo y de insultos).
En una palabra, aunque cantaras bien, nadie te escucharía, no te escucharían a ti, tu canción, tu voz: escucharían al rey, de la manera en que se escucha a un rey, acogiendo lo que viene desde arriba y que no significa sino la inmutable relación entre el que está arriba y el que está abajo. Tampoco ella, la única destinataria de tu canto, podría oírte: no sería tu voz la que oyera; escucharía al rey rígida en una reverencia, con la sonrisa prescrita por la etiqueta que enmascara un rechazo preconcebido.

Toda tentativa tuya por salir de la jaula está destinada al fracaso: es inútil que te busques a ti mismo en un mundo que no te pertenece, que tal vez no existe. Para ti sólo existe el palacio, las grandes bóvedas resonantes, los turnos de los centinelas, los tanques que hacen rechinar el pedregullo, los pasos apresurados por la gran escalera que podrían ser cada vez los que anuncian tu fin. Estos son los únicos signos con que el mundo te habla, no apartes de ellos tu atención ni un instante, apenas te distraes ese espacio que has construido a tu alrededor para contener y vigilar tus miedos se desgarra y se hace trizas.
¿No lo consigues? ¿En tus oídos resuenan ruidos nuevos, insólitos? ¿Ya no estás en condiciones de distinguir los clamores que vienen de fuera y los de dentro del palacio? Tal vez ya no hay un dentro y un fuera: mientras estabas dedicado a escuchar las voces, los conjurados aprovecharon el debilitamiento de la vigilancia para desencadenar la revuelta.
Ya no hay un palacio a tu alrededor, hay la noche llena de gritos y de disparos. ¿Dónde estás? ¿Vives todavía? ¿Has escapado a los conjurados que han hecho irrupción en la sala del trono? ¿La sala secreta te ha abierto el camino de la fuga? La ciudad estalla en llamas y en gritos. La noche estalla, se vuelca dentro de sí misma. Oscuridad y silencio se precipitan dentro de sí mismos y arrojan fuera su reverso de fuego y alaridos. La ciudad se acartucha como una hoja que se quema. Corre, sin corona, sin cetro, nadie puede darse cuenta de que eres el rey. No hay noche más oscura que una noche de incendios. No hay hombre más solo que el que corre entre una multitud vociferante.
La noche del campo vela sobre los sufrimientos de la ciudad. Una alarma se propaga con los estridores de los pájaros nocturnos, pero cuanto más se aleja de los muros, más se pierde entre los crujidos en la oscuridad de siempre: el viento entre las hojas, el fluir de los torrentes, el croar de las ranas. El espacio se dilata en el silencio sonoro de la noche, en el que los acontecimientos son puntos de fragor repentino que se encienden y se apagan: el estallido de una rama que se quiebra, el chillido de un lirón cuando entra una serpiente en la madriguera, dos gatos enamorados que se pelean, un desmoronamiento de piedras bajo tu paso de fugitivo.
Jadeas, jadeas, bajo el cielo oscuro parece oírse sólo tu jadeo, la crepitación de las hojas bajo tus pies que tropiezan. ¿Por qué han callado ahora las ranas? No, vuelven a empezar. Ladra un perro... detente. Los perros se contestan desde lejos. Hace tanto tiempo que caminas en la oscuridad cerrada, has perdido toda idea de dónde puedes encontrarte. Aguzas el oído. Alguien jadea como tú. ¿Dónde? La noche es toda respiraciones. Un viento bajo se ha levantado como de la hierba. Los grillos no paran nunca, por todas partes. Si aíslas un sonido del otro, parece prorrumpir de pronto clarísimo; en cambio también estaba antes, escondido entre los otros sonidos.
También tú estabas, antes. ¿Y ahora? No sabrías contestar. No sabes cuál de esas respiraciones es la tuya. Ya no sabes escuchar. Ya no hay nadie que escuche a nadie. Sólo la noche se escucha a sí misma.

Tus pasos retumban. Sobre tu cabeza ya no está el cielo. La pared que tocas estaba cubierta de musgo, de moho; ahora hay roca a tu alrededor, desnuda piedra. Si llamas, también tu voz repercute... ¿Dónde? "Ohooo... Ohooo..." Tal vez has terminado en una gruta: una caverna sin fin, una galería subterránea...
Durante años has hecho excavar subterráneos debajo del palacio, debajo de la ciudad, con ramales que llevan a campo raso... Querías asegurarte la posibilidad de desplazarte por todas partes sin ser visto; sentías que podías poseer tu reino sólo desde las vísceras de la tierra. Después dejaste que las excavaciones fueran abandonadas. Y ahora te has refugiado en tu madriguera. O estás preso en tu trampa. Te preguntas si alguna vez encontrarás el camino para salir de aquí. Salir: ¿y dónde?
Golpes. En la piedra. Sordos. Rítmicos. ¡Como una señal! ¿De dónde vienen? Tú conoces esa cadencia. ¡Es la llamada del prisionero! Responde. Golpea tú también contra la pared. Grita. Si mal no recuerdas, el subterráneo comunica con las celdas de los prisioneros de estado...
No sabes quién eres: ¿liberador o carcelero? ¿O más bien alguien que se ha perdido bajo tierra, como él, escapando al enterarse de la batalla que se libra en la ciudad de la que depende su suerte?
Si está errando fuera de la celda, es señal de que han venido a quitarle las cadenas, a abrirle las rejas. Le han dicho: "¡El usurpador ha caído! ¡Volverás al trono! ¡Recuperarás la posesión del palacio!" Después algo salió mal. Una alarma, un contraataque de las tropas reales, y los liberadores corrieron por las galerías dejándolo solo. Naturalmente, se ha perdido. Bajo estas bóvedas de piedra no llega ninguna luz, ningún eco de lo que sucede allá arriba.
Ahora podréis hablaros, escucharos, reconocer vuestras voces. ¿Le dirás quién eres? ¿Le dirás que has reconocido en él a aquel a quien tuviste tantos años en la cárcel? ¿Aquel a quien oías maldecir tu nombre jurando vengarse? Ahora estáis los dos perdidos bajo tierra, y no sabéis quién de vosotros es el rey y quién el prisionero. Estás por creer que, como quiera que sea, nada cambia: en este subterráneo te parece haber estado siempre encerrado, enviando señales... te parece que tu suerte ha estado siempre en suspenso, como la suya. Uno de vosotros se quedará aquí abajo... El otro...
Pero tal vez él, aquí abajo se ha sentido siempre arriba, en el trono, con la corona en la cabeza, el cetro. ¿Y tú? ¿No te sentías siempre prisionero? ¿Cómo puede entablarse un diálogo entre vosotros si cada uno, en vez de las palabras del otro, cree oír las suyas, repetidas por el eco? Para uno de vosotros se avecina la hora de la salvación, para el otro la ruina. Sin embargo la ansiedad que no te abandonaba nunca ahora parece haberse desvanecido. Escuchas los retumbos y los rumores sin sentir ya la necesidad de separarlos y descifrarlos, como si formaran una música. Una música que te devuelve a la memoria la voz de la mujer desconocida. ¿Pero la estás recordando o la oyes realmente? Sí, es ella, es su voz modulando aquel motivo como un llamado bajo las bóvedas de piedra. Podría haberse perdido ella también, en esta noche de fin del mundo. Respóndele, hazte oír, mándale un llamado para que pueda encontrar el camino en la oscuridad y reunirse contigo. ¿Por qué callas? ¿Justo en este momento te falla la voz? Ahora otro llamado se alza desde la oscuridad, en el lugar de donde venían las palabras del prisionero. Es un llamado bien reconocible, que responde a la mujer, ¡es tu voz, la voz a la que dabas forma para contestarle a ella, extrayéndola del polvillo de los sonidos de la ciudad, la voz que le enviabas desde el silencio de la sala del trono! El prisionero está cantando tu canción, como si no hubiera hecho otra cosa que cantarla, como si sólo hubiese sido cantada por él...
A su vez ella responde. Las dos voces van una al encuentro de la otra, se superponen, se funden como ya las habías oído unirse en la noche de la ciudad, seguro de que eras tú el que cantaba con ella. Ahora seguramente ella lo ha alcanzado, oyes sus voces, vuestras voces que se van alejando juntas. Es inútil que trates de seguirlas: se van convirtiendo en un susurro, un bisbiseo, desaparecen.

Si alzas los ojos verás una claridad. Sobre tu cabeza la mañana inminente está iluminando el cielo: lo que te sopla en la cara es el viento que mueve las hojas. Estás de nuevo al sereno, ladran los perros, los pájaros despiertan, los colores vuelven a la superficie del mundo, las cosas ocupan otra vez el espacio, los seres vivientes dan de nuevo señales de vida. Tú también estás, aquí en medio, en el hormigueo de ruidos que se levantan de todos lados, en el zumbido de la corriente, en el pulsar de los pistones, en el rechinar de los engranajes. En alguna parte, en un pliegue de la tierra, la ciudad despierta, con un golpeteo, un martilleo, un chirrido en aumento. Ahora un retumbo, un fragor, un estruendo ocupa todo el espacio, absorbe todos los llamados, los suspiros, los sollozos...

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