Por Jean Austen
CAPÍTULO X
El día pasó lo
mismo que el anterior. La señora Hurst y la señorita Bingley habían estado por la mañana
unas horas al lado de la enferma, que seguía mejorando, aunque lentamente. Por
la tarde Elizabeth se reunió con
ellas en el salón. Pero no se dispuso la mesa de juego acostumbrada. Darcy
escribía y la señorita Bingley, sentada a su lado, seguía el curso de la carta,
interrumpiéndole repetidas veces con mensajes para su hermana. El señor Hurst y Bingley
jugaban al piquet y la señora Hurst contemplaba la
partida.
Elizabeth se dedicó a una labor de aguja, y tenía
suficiente entretenimiento con atender a lo que pasaba entre Darcy y su
compañía. Los constantes elogios de ésta a la caligrafía de Darcy, a la
simetría de sus renglones o a la extensión de la carta, así como la absoluta
indiferencia con que eran recibidos, constituían un curioso diálogo que estaba
exactamente de acuerdo con la opinión que Elizabeth
tenía
de cada uno de ellos.
––¡Qué contenta
se pondrá la señorita Darcy cuando reciba esta carta!
Él no contestó.
––Escribe usted
más deprisa que nadie. ––Se equivoca. Escribo muy despacio.
––¡Cuántas
cartas tendrá ocasión de escribir al cabo del año! Incluidas cartas de negocios.
¡Cómo las detesto!
––Es una
suerte, pues, que sea yo y no usted, el que tenga que escribirlas.
––Le ruego que
le diga a su hermana que deseo mucho verla.
––Ya se lo he
dicho una vez, por petición suya.
––Me temo que
su pluma no le va bien. Déjeme que se la afile, lo hago increíblemente bien.
––Gracias, pero yo siempre
afilo mi propia pluma.
––¿Cómo puede
lograr una escritura tan uniforme?
Darcy no hizo
ningún comentario.
––Dígale a su
hermana que me alegro de saber que ha hecho muchos progresos con el arpa; y le
ruego que también le diga que estoy entusiasmada con el diseño de mesa que
hizo, y que creo que es infinitamente superior al de la señorita Grantley.
––¿Me permite
que aplace su entusiasmo para otra carta? En la presente ya no tengo espacio
para más elogios.
––¡Oh!, no
tiene importancia. La veré en enero. Pero, ¿siempre le escribe cartas tan
largas y encantadoras, señor Darcy?
––Generalmente
son largas; pero si son encantadoras o no, no soy yo quien debe juzgarlo.
––Para mí es
como una norma, cuando una persona escribe cartas tan largas con tanta
facilidad no puede escribir mal.
––Ese cumplido
no vale para Darcy, Carol ine ––interrumpió
su hermano––, porque no escribe con facilidad. Estudia demasiado las palabras.
Siempre busca palabras complicadas de más de cuatro sílabas, ¿no es así, Darcy?
––Mi estilo es
muy distinto al tuyo.
––¡Oh!
––exclamó la señorita Bingley––. Charles escribe sin ningún cuidado. Se come la
mitad de las palabras y emborrona el resto.
––Las ideas me
vienen tan rápido que no tengo tiempo de expresarlas; de manera que, a veces,
mis cartas no comunican ninguna idea al que las recibe.
––Su humildad,
señor Bingley ––intervino Elizabeth––, tiene que
desarmar todos los reproches.
––Nada es más
engañoso ––dijo Darcy–– que la apariencia de humildad. Normalmente no es otra
cosa que falta de opinión, y a veces es una forma indirecta de vanagloriarse.
––¿Y cuál de
esos dos calificativos aplicas a mi reciente acto de modestia?
––Una forma
indirecta de vanagloriarse; porque tú, en realidad, estás orgulloso de tus
defectos como escritor, puesto que los atribuyes a tu rapidez de pensamientos y
a un descuido en la ejecución, cosa que consideras, si no muy estimable, al
menos muy interesante. Siempre se aprecia mucho el poder de hacer cualquier
cosa con rapidez, y no se presta atención a la imperfección con la que se
hace. Cuando esta mañana le dijiste a la señora Bennet que si alguna vez te
decidías a dejar Netherfield, te irías en cinco minutos, fue una especie de
elogio, de cumplido hacia ti mismo; y, sin embargo, ¿qué tiene de elogiable marcharse
precipitadamente dejando, sin duda, asuntos sin resolver, lo que no puede ser
beneficioso para ti ni para nadie?
––¡No!
––exclamó Bingley––. Me parece demasiado recordar por la noche las tonterías
que se dicen por la mañana. Y te doy mi palabra, estaba convencido de que lo
que decía de mí mismo era verdad, y lo sigo estando ahora. Por lo menos, no
adopté innecesariamente un carácter precipitado para presumir delante de las
damas.
––Sí, creo que
estabas convencido; pero soy yo el que no está convencido de que te fueses tan
aceleradamente. Tu conducta dependería de las circunstancias, como la de
cualquier persona. Y si, montado ya en el caballo, un amigo te dijese:
«Bingley, quédate hasta la próxima semana», probablemente lo harías, probablemente
no te irías, y bastaría sólo una palabra más para que te quedaras un mes.
––Con esto sólo
ha probado ––dijo Elizabeth–– que Bingley no
hizo justicia a su temperamento. Lo ha favorecido usted más ahora de lo que él
lo había hecho.
––Estoy
enormemente agradecido ––dijo Bingley por convertir lo que dice mi amigo en un
cumplido. Pero me temo que usted no lo interpreta de la forma que mi amigo
pretendía; porque él tendría mejor opinión de mí si, en esa circunstancia, yo
me negase en rotundo y partiese tan rápido como me fuese posible.
––¿Consideraría
entonces el señor Darcy reparada la imprudencia de su primera intención con la
obstinación de mantenerla?
––No soy yo,
sino Darcy, el que debe explicarlo.
––Quieres que
dé cuenta de unas opiniones que tú me atribuyes, pero que yo nunca he
reconocido. Volviendo al caso, debe recordar, señorita Bennet, que el supuesto
amigo que desea que se quede y que retrase su plan, simplemente lo desea y se
lo pide sin ofrecer ningún argumento.
––El ceder
pronto y fácilmente a la persuasión de un amigo, no tiene ningún mérito para
usted. ––El ceder sin convicción dice poco en favor de la inteligencia de
ambos.
––Me da la
sensación, señor Darcy, de que usted nunca permite que le influyan el afecto o
la amistad. El respeto o la estima por el que pide puede hacernos ceder a la
petición sin esperar ninguna razón o argumento. No estoy hablando del caso
particular que ha supuesto sobre el señor Bingley. Además, deberíamos, quizá,
esperar a que se diese la circunstancia para discutir entonces su
comportamiento. Pero en general y en casos normales entre amigos, cuando uno
quiere que el otro cambie alguna decisión, ¿vería usted mal que esa persona
complaciese ese deseo sin esperar las razones del otro?
––¿No sería
aconsejable, antes de proseguir con el tema, dejar claro con más precisión qué
importancia tiene la petición y qué intimidad hay entre los amigos?
––Perfectamente
––dijo Bingley––, fijémonos en todos los detalles sin olvidarnos de comparar
estatura y tamaño; porque eso, señorita Bennet, puede tener más peso en la
discusión de lo que parece. Le aseguro que si Darcy no fuera tan alto comparado
conmigo, no le tendría ni la mitad del respeto que le tengo. Confieso que no
conozco nada más imponente que Darcy en determinadas ocasiones y en
determinados lugares, especialmente en su casa y en las tardes de domingo
cuando no tiene nada que hacer.
El señor Darcy
sonrió; pero Elizabeth se dio cuenta
de que se había ofendido bastante y contuvo la risa. La señorita Bingley se
molestó mucho por la ofensa que le había hecho a Darcy y censuró a su hermano
por decir tales tonterías.
––Conozco tu
sistema, Bingley ––dijo su amigo––. No te gustan las discusiones y quieres
acabar ésta.
––Quizá. Las
discusiones se parecen demasiado a las disputas. Si tú y la señorita Bennet
posponéis la vuestra para cuando yo no esté en la habitación, estaré muy
agradecido; además, así podréis decir todo lo que queráis de mí.
––Por mi parte
––dijo Elizabeth––, no hay objeción
en hacer lo que pide, y es mejor que el señor Darcy acabe la carta.
Darcy siguió su
consejo y acabó la carta. Concluida la tarea, se dirigió a la señorita Bingley
y a Elizabeth para que les deleitasen con
algo de música. La señorita Bingley se apresuró al piano, pero antes de sentarse
invitó cortésmente a Elizabeth a tocar en
primer lugar; ésta, con igual cortesía y con toda sinceridad rechazó la
invitación; entonces, la señorita Bingley se sentó y comenzó el concierto.
La señora Hurst cantó con su
hermana, y, mientras se empleaban en esta actividad, Elizabeth no podía evitar darse cuenta, cada vez que
volvía las páginas de unos libros de música que había sobre el piano, de la
frecuencia con la que los ojos de Darcy se fijaban en ella. Le era difícil
suponer que fuese objeto de admiración ante un hombre de tal categoría; y aun
sería más extraño que la mirase porque ella le desagradara. Por fin, sólo pudo
imaginar que llamaba su atención porque había algo en ella peor y más
reprochable, según su concepto de la virtud, que en el resto de los presentes.
Esta suposición no la apenaba. Le gustaba tan poco, que la opinión que tuviese
sobre ella, no le preocupaba.
Después de
tocar algunas canciones italianas, la señorita Bingley varió el repertorio con
un aire escocés más alegre; y al momento el señor Darcy se acercó a Elizabeth y le dijo:
––¿Le
apetecería, señorita Bennet, aprovechar esta oportunidad para bailar un reel?
Ella sonrió y
no contestó. Él, algo sorprendido por su silencio, repitió la pregunta.
––¡Oh! ––dijo
ella––, ya había oído la pregunta. Estaba meditando la respuesta. Sé que usted
querría que contestase que sí, y así habría tenido el placer de criticar mis
gustos; pero a mí me encanta echar por tierra esa clase de trampas y defraudar
a la gente que está premeditando un desaire. Por lo tanto, he decidido decirle
que no deseo bailar en absoluto. Y, ahora, desáireme si se atreve.
––No me atrevo,
se lo aseguro.
Ella, que creyó
haberle ofendido, se quedó asombrada de su galantería. Pero había tal mezcla
de dulzura y malicia en los modales de Elizabeth,
que
era difícil que pudiese ofender a nadie; y Darcy nunca había estado tan
ensimismado con una mujer como lo estaba con ella. Creía realmente que si no
fuera por la inferioridad de su familia, se vería en peligro.
La señorita
Bingley vio o sospechó lo bastante para ponerse celosa, y su ansiedad porque se
restableciese su querida amiga Jane se incrementó
con el deseo de librarse de Elizabeth.
Intentaba
provocar a Darcy para que se desilusionase de la joven, hablándole de su
supuesto matrimonio con ella y de la felicidad que esa alianza le traería.
––Espero ––le
dijo al día siguiente mientras paseaban por el jardín–– que cuando ese deseado
acontecimiento tenga lugar, hará usted a su suegra unas cuantas advertencias
para que modere su lengua; y si puede conseguirlo, evite que las hijas menores
anden detrás de los oficiales. Y, si me permite mencionar un tema tan delicado,
procure refrenar ese algo, rayando en la presunción y en la impertinencia, que
su dama posee.
––¿Tiene algo
más que proponerme para mi felicidad doméstica?
––¡Oh, sí! Deje
que los retratos de sus tíos, los Phillips,
sean
colgados en la galería de Pemberley. Póngalos al lado del tío abuelo suyo, el
juez. Son de la misma profesión, aunque de distinta categoría. En cuanto al
retrato de su Elizabeth, no debe
permitir que se lo hagan, porque ¿qué pintor podría hacer justicia a sus
hermosos ojos?
––Desde luego,
no sería fácil captar su expresión, pero el color, la forma y sus bonitas
pestañas podrían ser reproducidos.
En ese momento,
por otro sendero del jardín, salieron a su paso la señora Hurst y Elizabeth.
––No sabía que
estabais paseando ––dijo la señorita Bingley un poco confusa al pensar que pudiesen
haberles oído.
––Os habéis
portado muy mal con nosotras ––respondió la señora Hurst–– al no decirnos
que ibais a salir.
Y, tomando el
brazo libre del señor Darcy, dejó que Elizabeth
pasease
sola. En el camino sólo cabían tres. El señor Darcy se dio cuenta de tal
descortesía y dijo inmediatamente:
––Este paseo no
es lo bastante ancho para los cuatro, salgamos a la avenida.
Pero Elizabeth, que no tenía la menor intención de continuar
con ellos, contestó muy sonriente:
––No, no;
quédense donde están. Forman un grupo encantador, está mucho mejor así. Una
cuarta persona lo echaría a perder. Adiós.
Se fue
alegremente regocijándose al pensar, mientras caminaba, que dentro de uno o
dos días más estaría en su casa. Jane se encontraba
ya tan bien, que aquella misma tarde tenía la intención de salir un par de
horas de su cuarto.
CAPÍTULO XI
Cuando las
señoras se levantaron de la mesa después de cenar, Elizabeth subió a visitar a su hermana y al ver que
estaba bien abrigada la acompañó al salón, donde sus amigas le dieron la
bienvenida con grandes demostraciones de contento. Elizabeth nunca las había visto tan amables como en la
hora que transcurrió hasta que llegaron los caballeros. Hablaron de todo.
Describieron la fiesta con todo detalle, contaron anécdotas con mucha gracia y
se burlaron de sus conocidos con humor.
Pero en cuanto
entraron los caballeros, Jane dejó de ser el
primer objeto de atención. Los ojos de la señorita Bingley se volvieron
instantáneamente hacia Darcy y no había dado cuatro pasos cuando ya tenía algo
que decirle. El se dirigió directamente a la señorita Bennet y la felicitó
cortésmente. También el señor Hurst le hizo una ligera inclinación de cabeza, diciéndole
que se alegraba mucho; pero la efusión y el calor quedaron reservados para el
saludo de Bingley, que estaba muy contento y lleno de atenciones para con ella.
La primera media hora se la pasó avivando el fuego para que Jane no notase el cambio de un habitación a la otra, y le
rogó que se pusiera al lado de la chimenea, lo más lejos posible de la puerta.
Luego se sentó junto a ella y ya casi no habló con nadie más. Elizabeth, enfrente, con su labor, contemplaba la escena
con satisfacción.
Cuando
terminaron de tomar el té, el señor Hurst recordó a su cuñada la mesa de juego, pero fue en
vano; ella intuía que a Darcy no le apetecía jugar, y el señor Hurst vio su petición
rechazada inmediatamente. Le aseguró que nadie tenía ganas de jugar; el
silencio que siguió a su afirmación pareció corroborarla. Por lo tanto, al
señor Hurst no le quedaba
otra cosa que hacer que tumbarse en un sofá y dormir. Darcy cogió un libro, la
señorita Bingley cogió otro, y la señora Hurst, ocupada principalmente en jugar con sus
pulseras y sortijas, se unía, de vez en cuando, a la conversación de su hermano
con la señorita Bennet.
La señorita Bingley
prestaba más atención a la lectura de Darcy que a la suya propia. No paraba de
hacerle preguntas o mirar la página que él tenía delante. Sin embargo, no
consiguió sacarle ninguna conversación; se limitaba a contestar y seguía
leyendo. Finalmente, angustiada con la idea de tener que entretenerse con su
libro que había elegido solamente porque era el segundo tomo del que leía
Darcy, bostezó largamente y exclamó:
––¡Qué
agradable es pasar una velada así! Bien mirado, creo que no hay nada tan divertido
como leer. Cualquier otra cosa en seguida te cansa, pero un libro, nunca.
Cuando tenga––una casa propia seré desgraciadísima si no tengo una
gran biblioteca.
Nadie dijo
nada. Entonces volvió a bostezar, cerró el libro y paseó la vista alrededor de
la habitación buscando en qué ocupar el tiempo; cuando al oír a su hermano
mencionarle un baile a la señorita Bennet, se volvió de repente hacia él y
dijo:
––¿Piensas
seriamente en dar un baile en Netherfield, Charles? Antes de decidirte te
aconsejaría que consultases con los presentes, pues o mucho me engaño o hay
entre nosotros alguien a quien un baile le parecería, más que una diversión, un
castigo.
––Si te
refieres a Darcy ––le contestó su hermano––, puede irse a la cama antes de que
empiece, si lo prefiere; pero en cuanto al baile, es cosa hecha, y tan pronto
como Nicholls lo haya dispuesto todo, enviaré las invitaciones.
––Los bailes me
gustarían mucho más ––repuso su hermana–– si fuesen de otro modo, pero esa
clase de reuniones suelen ser tan pesadas que se hacen insufribles. Sería más
racional que lo principal en ellas fuese la conversación y no un baile.
––Mucho más
racional sí, Carol ine; pero entonces ya no se parecería en nada a un baile.
La señorita
Bingley no contestó; se levantó poco después y se puso a pasear por el salón.
Su figura era elegante y sus andares airosos; pero Darcy, a quien iba dirigido
todo, siguió enfrascado en la lectura. Ella, desesperada, decidió hacer un
esfuerzo más, y, volviéndose a Elizabeth,
dijo:
––Señorita
Eliza Bennet, déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo y dé una vuelta
por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar tanto tiempo
sentada en la misma postura.
Elizabeth se quedó sorprendida, pero accedió inmediatamente.
La señorita Bingley logró lo que se había propuesto con su amabilidad; el señor
Darcy levantó la vista. Estaba tan extrañado de la novedad de esta invitación
como podía estarlo la misma Elizabeth; inconscientemente,
cerró su libro. Seguidamente, le invitaron a pasear con ellas, a lo que se
negó, explicando que sólo podía haber dos motivos para que paseasen por el
salón juntas, y si se uniese a ellas interferiría en los dos. «¿Qué querrá
decir?» La señorita Bingley se moría de ganas por saber cuál sería el
significado y le preguntó a Elizabeth si ella podía
entenderlo.
––En absoluto
––respondió––; pero, sea lo que sea, es seguro que quiere dejarnos mal, y la
mejor forma de decepcionarle será no preguntarle nada.
Sin embargo, la
señorita Bingley era incapaz de decepcionar a Darcy, e insistió, por lo tanto,
en pedir que les explicase los dos motivos.
––No tengo el
más mínimo inconveniente en explicarlo ––dijo tan pronto como ella le permitió
hablar––. Ustedes eligen este modo de pasar el tiempo o porque tienen que
hacerse alguna confidencia o para hablar de sus asuntos secretos, o porque
saben que paseando lucen mejor su figura; si es por lo primero, al ir con
ustedes no haría más que importunarlas; y si es por lo segundo, las puedo
admirar mucho mejor sentado junto al fuego.
––¡Qué horror!
––gritó la señorita Bingley––. Nunca he oído nada tan abominable. ¿Cómo
podríamos darle su merecido?
––Nada tan
fácil, si está dispuesta a ello ––dijo Elizabeth––. Todos sabemos fastidiar y mortificarnos unos a
otros. Búrlese, ríase de él. Siendo tan íntima amiga suya, sabrá muy bien cómo
hacerlo.
––No sé, le doy
mi palabra. Le aseguro que mi gran amistad con él no me ha enseñado cuáles son
sus puntos débiles. ¡Burlarse de una persona flemática, de tanta sangre fría! Y
en cuanto a reírnos de él sin más mi más, no debemos exponernos; podría
desafiarnos y tendríamos nosotros las de perder.
––¡Que no
podemos reírnos del señor Darcy! ––exclamó Elizabeth––.
Es
un privilegio muy extraño, y espero que siga siendo extraño, no me gustaría
tener muchos conocidos así. Me encanta reírme.
––La señorita
Bingley ––respondió Darcy–– me ha dado más importancia de la que merezco. El
más sabio y mejor de los hombres o la más sabia y mejor de las acciones, pueden
ser ridículos a los ojos de una persona que no piensa en esta vida más que en
reírse.
––Estoy de
acuerdo ––respondió Elizabeth––, hay gente así,
pero creo que yo no estoy entre ellos. Espero que nunca llegue a ridiculizar lo
que es bueno o sabio. Las insensateces, las tonterías, los caprichos y las inconsecuencias
son las cosas que verdaderamente me divierten, lo confieso, y me río de ellas
siempre que puedo. Pero supongo que éstas son las cosas de las que usted
carece.
––Quizá no sea
posible para nadie, pero yo he pasado la vida esforzándome para evitar estas debilidades
que exponen al ridículo a cualquier persona inteligente.
––Como la
vanidad y el orgullo, por ejemplo.
––Sí, en
efecto, la vanidad es un defecto. Pero el orgullo, en caso de personas de
inteligencia superior, creo que es válido.
Elizabeth tuvo que volverse para disimular una sonrisa.
––Supongo que
habrá acabado de examinar al señor Darcy ––dijo la señorita Bingley , y le
ruego que me diga qué ha sacado en conclusión.
––Estoy
plenamente convencida de que el señor Darcy no tiene defectos. Él mismo lo
reconoce claramente.
––No ––dijo
Darcy––, no he pretendido decir eso. Tengo muchos defectos, pero no tienen que
ver con la inteligencia. De mi carácter no me atrevo a responder; soy demasiado
intransigente, en realidad, demasiado intransigente para lo que a la gente le
conviene. No puedo olvidar tan pronto como debería las insensateces y los
vicios ajenos, ni las ofensas que contra mí se hacen. Mis sentimientos no se
borran por muchos esfuerzos que se hagan para cambiarlos. Quizá se me pueda
acusar de rencoroso. Cuando pierdo la buena opinión que tengo sobre alguien, es
para siempre.
––Ése es
realmente un defecto ––replicó Elizabeth––.
El
rencor implacable es verdaderamente una sombra en un carácter. Pero ha elegido
usted muy bien su defecto. No puedo reírme de él. Por mi parte, está usted a
salvo.
––Creo que en
todo individuo hay cierta tendencia a un determinado mal, a un defecto innato,
que ni siquiera la mejor educación puede vencer.
––Y ese defecto
es la propensión a odiar a todo el mundo.
––Y el suyo
respondió él con una sonrisa–– es el interpretar mal a todo el mundo
intencionadamente. ––Oigamos un poco de música ––propuso la señorita Bingley,
cansada de una conversación en la que no tomaba parte––. Louisa, ¿no te
importará que despierte al señor Hurst?
Su hermana no
opuso la más mínima objeción, y abrió el piano; a Darcy, después de unos
momentos de recogimiento, no le pesó. Empezaba a sentir el peligro de prestarle
demasiada atención a Elizabeth.
CAPÍTULO XII
De acuerdo con
su hermana, Elizabeth escribió a su
madre a la mañana siguiente, pidiéndole que les mandase el coche aquel mismo
día. Pero la señora Bennet había calculado que sus hijas estarían en Netherfield
hasta el martes en que haría una semana justa que Jane había llegado allí, y no estaba dispuesta a que
regresara antes de la fecha citada. Así, pues, su respuesta no fue muy
favorable o, por lo menos, no fue la respuesta que Elizabeth hubiera deseado, pues estaba impaciente por
volver a su casa. La señora Bennet les contestó que no le era posible enviarles
el coche antes del martes; en la posdata añadía que si el señor Bingley y su
hermana les insistían para que se quedasen más tiempo, no lo dudasen, pues
podía pasar muy bien sin ellas. Sin embargo, Elizabeth estaba dispuesta a no seguir allí por mucho que se lo pidieran;
temiendo, al contrario, resultar molestas por quedarse más tiempo innecesariamente,
rogó a Jane que le pidiese el coche a
Bingley en seguida; y, por último, decidieron exponer su proyecto de salir de
Netherfield aquella misma mañana y pedir que les prestasen el coche.
La noticia
provocó muchas manifestaciones de preocupación; les expresaron reiteradamente
su deseo de que se quedasen por los menos hasta el día siguiente, y no hubo
más remedio que demorar la marcha hasta entonces. A la señorita Bingley le pesó
después haber propuesto la demora, porque los celos y la antipatía que sentía
por una de las hermanas era muy superior al afecto que sentía por la otra.
Al señor de la
casa le causó mucha tristeza el saber que se iban a ir tan pronto, e intentó
insistentemente convencer a Jane de que no sería
bueno para ella, porque todavía no estaba totalmente recuperada; pero Jane era firme cuando sabía que obraba como debía.
A Darcy le
pareció bien la noticia. Elizabeth había estado ya
bastante tiempo en Netherfield. Le atraía más de lo que él quería y la señorita
Bingley era descortés con ella, y con él más molesta que nunca. Se propuso
tener especial cuidado en que no se le escapase ninguna señal de admiración ni
nada que pudiera hacer creer a Elizabeth que tuviera
ninguna influencia en su felicidad. Consciente de que podía haber sugerido
semejante idea, su comportamiento durante el último día debía ser decisivo para
confirmársela o quitársela de la cabeza. Firme en su propósito, apenas le
dirigió diez palabras en todo el sábado y, a pesar de que los dejaron solos
durante media hora, se metió de lleno en su libro y ni siquiera la miró.
El domingo,
después del oficio religioso de la mañana, tuvo lugar la separación tan grata
para casi todos. La cortesía de la señorita Bingley con Elizabeth aumentó rápidamente en el último momento, así
como su afecto por Jane. Al despedirse,
después de asegurar a esta última el placer que siempre le daría verla tanto en
Longbourn como en Netherfield y darle un tierno abrazo, a la primera sólo le
dio la mano. Elizabeth se despidió de
todos con el espíritu más alegre que nunca.
La madre no fue
muy cordial al darles la bienvenida. No entendía por qué habían regresado tan
pronto y les dijo que hacían muy mal en ocasionarle semejante contrariedad,
estaba segura de que Jane había cogido
frío otra vez. Pero el padre, aunque era muy lacónico al expresar la alegría,
estaba verdaderamente contento de verlas. Se había dado cuenta de la
importancia que tenían en el círculo familiar. Las tertulias de la noche,
cuando se reunían todos, habían perdido la animación e incluso el sentido con
la ausencia de Jane y Elizabeth.
Hallaron a Mary, como de costumbre, enfrascada en el estudio profundo
de la naturaleza humana; tenían que admirar sus nuevos resúmenes y escuchar las
observaciones que había hecho recientemente sobre una moral muy poco
convincente. Lo que Catherine y Lydia tenían que
contarles era muy distinto. Se habían hecho y dicho muchas cosas en el regimiento
desde el miércoles anterior; varios oficiales habían cenado recientemente con
su tío, un soldado había sido azotado, y corría el rumor de que el
coronel Forster iba a casarse.
CAPÍTULO XIII
Espero, querida
––dijo el señor Bennet a su esposa; mientras desayunaban a la mañana siguiente–,
que hayas preparado una buena comida, porque tengo motivos para pensar que hoy
se sumará uno más a nuestra mesa.
––¿A quién te
refieres, querido? No tengo noticia de que venga nadie, a no ser que a Charlotte Lucas se le ocurra visitarnos, y me parece
que mis comidas son lo bastante buenas para ella. No creo que en su casa sean
mejores.
––La persona de
la que hablo es un caballero, y forastero.
Los ojos de la
señora Bennet relucían como chispas.
––¿Un caballero
y forastero? Es el señor Bingley, no hay duda. ¿Por qué nunca dices ni palabra
de estas cosas, Jane? ¡Qué cuca eres!
Bien, me alegraré mucho de verlo. Pero, ¡Dios mío, qué mala suerte! Hoy no se
puede conseguir ni un poco de pescado. Lydia, cariño, toca la campanilla; tengo que hablar
con Hill al instante.
––No es el
señor Bingley ––dijo su esposo––; se trata de una persona que no he visto en mi
vida. Estas palabras despertaron el asombro general; y él tuvo el placer de ser
interrogado ansiosamente por su mujer y sus cinco hijas a la vez.
Después de
divertirse un rato, excitando su curiosidad, les explicó:
––Hace un mes
recibí esta carta, y la contesté hace unos quince días, porque pensé que se
trataba de un tema muy delicado y necesitaba tiempo para reflexionar. Es de mi
primo, el señor Collins, el que, cuando yo me muera, puede echaros de esta casa
en cuanto le apetezca.
––¡Oh, querido!
––se lamentó su esposa––. No puedo soportar oír hablar del tema. No menciones a
ese hombre tan odioso. Es lo peor que te puede pasar en el mundo, que tus
bienes no los puedan heredar tus hijas. De haber sido tú, hace mucho tiempo que
yo habría hecho algo al respecto.
Jane y Elizabeth intentaron
explicarle por qué no les pertenecía la herencia. Lo habían intentado muchas
veces, pero era un tema con el que su madre perdía totalmente la razón; y
siguió quejándose amargamente de la crueldad que significaba desposeer de la
herencia a una familia de cinco hijas, en favor de un hombre que a ninguno le
importaba nada.
––Ciertamente,
es un asunto muy injusto ––dijo el señor Bennet––, y no hay nada que pueda
probar la culpabilidad del señor Collins por heredar Longbourn. Pero si
escuchas su carta, puede que su modo de expresarse te tranquilice un poco.
––No, no la
escucharé; y, además, me parece una impertinencia que te escriba, y una
hipocresía. No soporto a esos falsos amigos. ¿Por qué no continúa pleiteando
contigo como ya lo hizo su padre?
––Porque parece
tener algún cargo de conciencia, como vas a oír:
«Hunsford,
cerca de Westerham, Kent, 15 de octubre.
»Estimado
señor:
»El desacuerdo
subsistente entre usted y mi padre, recientemente fallecido, siempre me ha
hecho sentir cierta inquietud, y desde que tuve la desgracia de perderlo, he
deseado zanjar el asunto, pero durante algún tiempo me retuvieron las dudas,
temiendo ser irrespetuoso a su memoria, al ponerme en buenos términos con
alguien con el que él siempre estaba en discordia, tan poco tiempo después de
su muerte. Pero ahora ya he tomado una decisión sobre el tema, por haber sido
ordenado en Pascua, ya que he tenido la suerte de ser distinguido con el
patronato de la muy honorable lady
Catherine de Bourgh, viuda de sir Lewis de Bourgh, cuya
generosidad y beneficencia me ha elegido a mí para hacerme cargo de la
estimada rectoría de su parroquia, donde mi más firme propósito será servir a
Su Señoría con gratitud y respeto, y estar siempre dispuesto a celebrar los
ritos y ceremonias instituidos por la Iglesia de Inglaterra. Por otra parte,
como sacerdote, creo que es mi deber promover y establecer la bendición de la
paz en todas las familias a las que alcance mi influencia; y basándome en esto
espero que mi presente propósito de buena voluntad sea acogido de buen grado, y
que la circunstancia de que sea yo el heredero de Longbourn sea olvidada por su
parte y no le lleve a rechazar la rama de olivo que le ofrezco. No puedo sino
estar preocupado por perjudicar a sus agradables hijas, y suplico que se me
disculpe por ello, también quiero dar fe de mi buena disposición para hacer
todas las enmiendas posibles de ahora en adelante. Si no se opone a recibirme
en su casa, espero tener la satisfacción de visitarle a usted y a su familia,
el lunes 18 de noviembre a las cuatro, y puede que abuse de su hospitalidad
hasta el sábado siguiente, cosa que puedo hacer sin ningún inconveniente,
puesto que lady Catherine de Bourgh no
pondrá objeción y ni siquiera desaprobaría que estuviese ausente fortuitamente
el domingo, siempre que hubiese algún otro sacerdote dispuesto para cumplir
con las obligaciones de ese día. Le envío afectuosos saludos para su esposa e
hijas, su amigo que le desea todo bien,
William Collins.»
––Por lo tanto,
a las cuatro es posible que aparezca este caballero conciliador ––dijo el señor
Bennet mientras doblaba la carta––. Parece ser un joven educado y atento; no
dudo de que su amistad nos será valiosa, especialmente si lady Catherine es tan indulgente como para
dejarlo venir a visitarnos.
––Ya ves,
parece que tiene sentido eso que dice sobre nuestras hijas. Si está dispuesto a
enmendarse, no seré yo la que lo desanime.
––Aunque es
difícil ––observó Jane–– adivinar qué
entiende él por esa reparación que cree que nos merecemos, debemos dar crédito
a sus deseos.
A Elizabeth le impresionó mucho aquella extraordinaria
deferencia hacia lady Catherine y aquella sana
intención de bautizar, casar y enterrar a sus feligreses siempre que fuese
preciso.
––Debe ser un
poco raro ––dijo––. No puedo imaginármelo. Su estilo es algo pomposo. ¿Y qué
querrá decir con eso de disculparse por ser el heredero de Longbourn? Supongo
que no trataría de evitarlo, si pudiese. Papá, ¿será un hombre astuto?
––No, querida,
no lo creo. Tengo grandes esperanzas de que sea lo contrario. Hay en su carta
una mezcla de servilismo y presunción que lo afirma. Estoy impaciente por
verle.
––En cuanto a
la redacción ––dijo Mary––, su carta no
parece tener defectos. Eso de la rama de olivo no es muy original, pero, así y
todo, se expresa bien.
A Catherine y a Lydia, ni la carta ni su autor les interesaban lo
más mínimo. Era prácticamente imposible que su primo se presentase con casaca
escarlata, y hacía ya unas cuantas semanas que no sentían agrado por ningún
hombre vestido de otro color. En lo que a la madre respecta, la carta del señor
Collins había extinguido su rencor, y estaba preparada para recibirle con tal
moderación que dejaría perplejos a su marido y a sus hijas.
El señor
Collins llegó puntualmente a la hora anunciada y fue acogido con gran cortesía
por toda la familia. El señor Bennet habló poco, pero las señoras estaban muy
dispuestas a hablar, y el señor Collins no parecía necesitar que le animasen ni
ser aficionado al silencio. Era un hombre de veinticinco años de edad, alto, de
mirada profunda, con un aire grave y estático y modales ceremoniosos. A poco de
haberse sentado, felicitó a la señora Bennet por tener unas hijas tan hermosas;
dijo que había oído hablar mucho de su belleza, pero que la fama se había
quedado corta en comparación con la realidad; y añadió que no dudaba que a
todas las vería casadas a su debido tiempo. La galantería no fue muy del agrado
de todas las oyentes; pero la señora Bennet, que no se andaba con cumplidos,
contestó en seguida:
––Es usted muy
amable y deseo de todo corazón que sea como usted dice, pues de otro modo
quedarían las pobres bastante desamparadas, en vista de la extraña manera en
que están dispuestas las cosas.
––¿Alude usted,
quizá, a la herencia de esta propiedad?
––¡Ah! En
efecto, señor. No me negará usted que es una cosa muy penosa para mis hijas. No
le culpo; ya sabe que en este mundo estas cosas son sólo cuestión de suerte.
Nadie tiene noción de qué va a pasar con las propiedades una vez que tienen que
ser heredadas.
––Siento mucho
el infortunio de sus lindas hijas; pero voy a ser cauto, no quiero adelantarme
y parecer precipitado. Lo que sí puedo asegurar a estas jóvenes, es que he
venido dispuesto a admirarlas. De momento, no diré más, pero quizá, cuando nos
conozcamos mejor...
Le
interrumpieron para invitarle a pasar al comedor; y las muchachas se sonrieron
entre sí. No sólo ellas fueron objeto de admiración del señor Collins: examinó
y elogió el vestíbulo, el comedor y todo el mobiliario; y las ponderaciones que
de todo hacía, habrían llegado al corazón de la señora Bennet, si no fuese porque
se mortificaba pensando que Collins veía todo aquello como su futura propiedad.
También elogió la cena y suplicó se le dijera a cuál de sus hermosas primas
correspondía el mérito de haberla preparado. Pero aquí, la señora Bennet le
atajó sin miramiento diciéndole que sus medios le permitían tener una buena
cocinera y que sus hijas no tenían nada que hacer en la cocina. El se disculpó
por haberla molestado y ella, en tono muy suave, le dijo que no estaba nada
ofendida. Pero Collins continuó excusándose casi durante un cuarto de hora.