sábado, marzo 24, 2007

Tipos de orgullo

(Adaptación libre de un cuento de la tradición hindú encontrado en Internet)

Hubo una vez un rey que convocó a todos los caballeros de su reino, pues consideró que era tiempo de comprobar cuál de ellos era digno de ser su consejero y hombre de confianza en la corte. Muchos respondieron a su convocatoria y una vez estuvieron todos reunidos en palacio, el rey les habló así: "Os voy a dar una semilla diferente a cada uno de vosotros. Al cabo de seis meses deberéis traerme en una maceta la planta que haya crecido. Y el que consiga los mejores resultados será el que ocupe el cargo".
Pasaron los seis meses y sólo una tercera parte de los convocados fueron al castillo para mostrar al rey sus macetas con hermosas plantas florecidas. Los demás no acudieron. Debieron considerar que el resultado obtenido era un fracaso. También hubo un joven que aunque plantó su semilla y no logró hacerla florecer, desfiló hacia palacio dignamente, con su maceta vacía, a pesar de las burlas de los demás. Por el camino iba pensando todo lo que había aprendido en estos seis meses sobre jardinería, sobre las leyes de la naturaleza y sobre virtudes humanas como la paciencia, el respeto y la perseverancia que hasta entonces no se creía capaz de cultivar y desarrollar en su vida. Volvía a palacio porque quería agradecer al rey la idea de la convocatoria ya que para él había supuesto una posibilidad de descubrir talentos insospechados y cultivar nuevas habilidades. También volvía a palacio porque quería aprender de aquellos que hubieran conseguido hacer florecer sus semillas.

El alboroto se transformó en silencio expectante mientras el rey se paseaba entre todas las macetas admirando las plantas. Finalizada la inspección hizo llamar al joven de la maceta vacía. Atónitos, todos los demás participantes esperaban la explicación de aquella decisión. El rey dijo entonces: "Este joven será mi nuevo consejero. A todos se os dio una semilla infértil. Algunos no han vuelto y otros habéis tratado de engañarme presentándome resultados falsos, para ocultar vuestro supuesto fracaso. Este joven ha tenido la valentía de volver y mostrar su maceta vacía. Además ha sabido disfrutar del proceso y ver enriquecimiento allí dónde otros sólo visteis limitación. Ha actuado con inteligencia, honestidad, coraje, y sentido de la gratitud, cualidades que un futuro consejero del reino debe tener".

domingo, marzo 18, 2007

El secreto de la montaña

Por Alfonso Lara Castilla

Era una vez un granjero sabio y bueno que gustaba de cuidar a las aves, subir a la montaña y contemplar el vuelo de las águilas.

Un día, al bajar de la montaña, llegó a unas gigantescas rocas. De pronto, a un lado del camino, encontró el huevo de un águila. Lo levantó con cuidado y sintió que el cascarón estaba por romperse.

Buscó durante horas a la madre águila o al nido, hasta que llegó la noche, sin encontrar dónde dejar el huevo.
No podía abandonarlo, pues existía el riesgo de que se lo comieran los otros animales, él amaba a las águilas; al pensar en ese ser que se formaba dentro del huevo, recordó con amor que su hijo pequeño deseaba acariciar y conocer a un aguilucho. Casi corriendo, llevó el huevo al corral de su granja, para pedir a las aves que salvaran a ese ser que estaba por nacer.


Despertó a las aves del corral y al ver el huevo se alborotaron. Unas lo recibieron con alegría y otras, como eran envidiosas, se pelearon por ser ellas las que lo empollaran.

Después de mucho luchar, apareció un ave jefe que detuvo la pelea y se apoderó del huevo. Lo llevó a un espacio especial, se sentó arriba y dándole calor logró salvarlo.

Una mañana, al salir el sol, nació un lindo aguilucho con todas las facultades para volar alto, dominar las alturas, los vientos y las tormentas.

Sorprendidas, las aves veían que el aguilucho era diferente, tenía las alas bañadas de luz, algunas consideraron que estaba deforme, otras que alguien se las había pintado y pocas pensaron que era un don o una cualidad que lo hacía especial, misterioso y hasta mágico.

Y el aguilucho con alas de luz empezó a crecer. De algunas aves recibía cariño, pero otras no lo querían; se dispersaban, se burlaban y lo perseguían.

Al pasar el tiempo y sin desearlo, se volvió igual a las demás aves; comía, pensaba, hacía lo mismo y se dormía a la misma hora; se convirtió en una ave de corral.

Al aguilucho le parecía aburrido estar sin hacer nada. Salía a jugar y saltar muy contento, tenía mucha fuerza y energía, pero sin él desearlo, esto molestaba a las otras aves, que no entendían su alegría y actividad.

Cuando el granjero vio al aguilucho correr y brincar, invitó a su hijo para que jugaran juntos; y compartieran esos momentos de alegría.

El niño iba todos los días al corral y jugaba con el aguilucho. Un día, lo vio subir al techo del corral, y se dio cuenta de que lloraba, entonces supo que el aguilucho sufría mucho.

Una tarde cuando el niño se dirigía a jugar, preguntó a su papá:

-¿Por qué llora el aguilucho todas las noches?

-Porqué él es diferente –contestó el granjero- no nació para ser ave de corral, no quiere ser como ellas ¡y no debe ser como ellas!, él es un ser que tiene algo importante qué hacer, fue escogido para dar amor al mundo.

-¿Y por qué no vuela y se va? –preguntó el niño.

-Es que está confundido porque nació entre seres que sólo pierden el tiempo, haciendo cosas sin importancia. Aún no comprende que no es igual a ellos, que él es un águila y que nació para volar, volar muy alto y amar.

-¡Ayúdalo papá! –dijo el niño.

-¿No importa que se vaya? –preguntó el granjero.

-¡No!, no importa, lo quiero mucho, pero él tiene que aprender a vivir y a usar sus alas de luz.

-Lo ayudaremos –contestó el granjero-; ahora, ¡vete a jugar!

Un día cuando jugaban, el niño preguntó al aguilucho:

-¿Por qué no vuelas?

Y el aguilucho contestó:

-No vuelo porque está prohibido, sólo uso mis alas a escondidas, vuelo a lo alto del corral en donde duermen las aves jefes, pero cuando se dan cuenta, me atacan y tengo que regresar a dormir en el suelo.

Siguieron jugando, fue cuando el aguilucho le dijo casi al oído:

-No deben saberlo, pero también vuelo hasta el techo del corral en las noches tranquilas, para contemplar y gozar las estrellas y la luna.

Empezó a llover. El niño corrió para su casa y el aguilucho se refugió en el corral.

Después de la gran tormenta, vino la calma y voló al techo. Había una luna grandiosa, que bañaba el cuerpo y la cara del aguilucho, y sus alas de luz brillaban como nunca.

Abrió sus enormes alas y para su sorpresa vio su figura reflejada en un charco de agua. Se contempló a sí mismo. Por primera vez se conoció, se dio cuenta de que era diferente.

Moviendo y abriendo sus grandes alas se preguntó:

«¿Para qué tengo estas alas tan grandes y tan pesadas? ¿Para qué necesito estas garras y este pico?»

En su mente confundida pensaba que era una ave deforme y que le deberían cortar esas enormes alas, porque en ese corral sólo le estorbaban, además no le permitían usarlas.

Esa noche comprendió que no era igual a las otras aves del corral. Él quería pensar, jugar, soñar en ser grande, vivir alegre y volar hasta el otro lado de la montaña,

Comenzó a no estar de acuerdo con los juegos aburridos y la manera de vivir de las otras aves. Y comenzaron los pleitos, las aves de corral no aceptaban que fuera diferente, y las aves jefes enviaban a sus servidores a que le quitaran las plumas y no pudiera volar.

El aguilucho sufría mucho. Al principio lo tomó como un juego, pero cuando lo golpearon y le quitaron algunas plumas atacándolo tan fuerte hasta herirlo se asustó; se defendió y como era más fuerte les quitó muchas plumas.

Al llevar la comida el granjero vio plumas en diferentes lugares del corral. Descubrió al aguilucho escondido, lleno de miedo y herido.

Lo tomó con cariño entre sus manos, y recargándolo en su pecho se lo llevó a su casa para ayudarlo y curarlo.

El niño, al ver a su amigo herido, lloró de tristeza y lo cuidó con mucho amor.

El aguilucho tardó en recuperarse, sobre todo para que le volvieran a salir las plumas en sus bellas alas de luz.

Cuanto estuvo listo, con una mirada de solicitud preguntó al granjero:

-Dime, ¿quién soy?, y ¿por qué nací en este corral?

El granjero lo miró a los ojos, lo tomó ente sus manos y lo invitó a encontrar por sí mismo las respuestas a estas preguntas. Después lo arrojó lentamente al aire diciéndole:

-¡Águila, vuela! ¡Vuela, águila!

El aguilucho, que había volado muy poco, aún tenía tiesas y torpes sus alas, intentó volar pero cayó al suelo pesadamente.

Después de recuperarse del golpe, preguntó al granjero:

-¿Qué intentas, hermano granjero? ¿Qué es lo que intentas?

El granjero, con amor, le dijo:

-Intento decirte que ¡tú eres un águila! Naciste con cualidades únicas que hacen que seas valiosa, y además ¡el Creador te dio una misión importante que hacer! Mientras vivas.

-¿Un águila? –preguntó sorprendido el aguilucho.

-¡Sí! –contestó el granjero-, naciste con facultades que permiten que vueles hasta las grandes montañas. ¡Tu corazón está lleno de amor y de voluntad! El ambiente en el que naciste no es donde nacen las águilas. ¡Tú no eres una ave de corral!

Y con entusiasmo y amor, el granjero terminó diciéndole:

-¡Despierta a un mundo que espera mucho de un ser como tú, que seas feliz y te comprometas! Y recuerda, ¡tú naciste para ser libre y volar alto!, la montaña tiene un secreto ¡descúbrelo!

El aguilucho escuchó sorprendido las palabras sabias del granjero, era algo que no se imaginaba. Sentía que le decía algo que no le gustaba y que no entendía; ¿por qué afirmaba que el corral no era su lugar? ¿dónde estaba entonces su casa?, y ¿quiénes eran sus padres? ¿Por qué le decía el granjero que él era distinto?, aún no entendía, estaba confundido.

Pero cuando escuchó la campana que anunciaba la hora de comer, corrió como siempre al corral a buscar su comida. El granjero lo dejó entrar a comer, seguro de que ya había entendido cuál era la razón de que volara hacia la montaña.

Esa noche, el aguilucho subió al techo del corral. Cerró sus ojos y se vio volando, encima de las montañas, fue como si se encontrara dentro de un gran sueño.

Gozaba de las alturas, el viento y sus alas se deslizaban ligeras. Sintió la brisa que bañaba su cuerpo. Así, con gran emoción y alegría logró pararse en la cima de una gran montaña. Ahí encontró a un águila sabia; el aguilucho le preguntó:

-¿Cuál es el secreto de la montaña?

El águila sabia le contestó con otra pregunta:

-¿Ves esa otra montaña que está a lo lejos, más alta que esta donde estamos?

-¡Sí! –contestó el aguilucho-, ¡sí la veo!

¡Pues ese es el secreto!

-El secreto es que solamente volando alto conoces más el mundo en que vives y descubres que siempre hay nuevas montañas por conquistar.

Al despertar de ese sueño comprendió por fin que su lugar no era en el corral sino en las montañas, que eso era lo que le decía el granjero, no se pudo contener y lloró, lloró mucho.

En la madrugada se preguntaba:

«¿Qué tengo que hacer? ¿cómo volar, si no sé hacerlo?»

Escuchó su voz interior que le dijo:

«Todavía puedes superarlo, hay muchos que pierden su libertad, no piensan ni estudian y se dejan llevar por los demás; se vuelven flojos, peleoneros, egoístas, viven aburridos y enojados. ¡Tú no puedes quedarte aquí! Estarías en contra de ti mismo. ¡Sal de este corral! Usa tu valor y tus alas y vuela alto».

Al escuchar eso, el aguilucho adquirió valor y desde lo alto del techo del corral, abrió sus alas bañadas de luz e intentó volar; por instinto empezó a descender moviendo rápidamente sus alas, se mantuvo un momento en el aire pero no lo logró porque la primera corriente fuerte lo arrojó hasta el suelo.

Al reponerse del golpe lo volvió a intentar varias veces. Cuando salió el sol, el aguilucho se veía cansado, pero seguía en su intento de volar.

Cuando estaba a punto de darse por vencido por el cansancio y los golpes, escuchó otra vez a su voz interior que con firmeza le dijo:

«¡Águila, inténtalo! Tú puedes llegar a la cima de la montaña».

Al ver que el aguilucho no respondía, su voz interior le preguntó:

«¿Tus alas te pesan, verdad?

El aguilucho contestó:

-Mucho, están tiesas, pesadas y no sostienen mi cuerpo.

Su voz interior le contestó:

«¿Sabes por qué no tienen fuerza para volar?»

-¡No!, no lo sé –contestó el aguilucho.

Su voz interior le respondió:

«Porque en tu corazón no has colocado la esperanza, el valor y la confianza en ti; llénate de amor, abre tu corazón. ¡No olvides que tienes las alas de luz! ¡Águila, inténtalo otra vez! Por favor inténtalo, no debes quedarte aquí».

El aguilucho decidió intentarlo otra vez, estaba ilusionado, quería volar hacia la montaña más alta. Antes de hacerlo recordó las palabras del granjero que le había dicho que tenía el don de ayudar y dar amor, y para eso el Creador le había entregado sus alas de luz.

Por un momento reprimió su deseo de volar, al ver que el granjero y su hijo volvían. El niño lo quería como a un hermano. También lo admiraba porque había recibido de él mucho amor. El niño cargó al aguilucho cariñosamente y salieron del corral camino a la montaña.

Con brillo en sus ojos el aguilucho agradecía las caricias y el calor del corazón de sus amigos. Confiaba en que ellos le ayudarían a volar.

El niño preguntó:

-¿Papá, tú crees que ya esté listo para volar solo?

-¡Sí! –contestó el granjero-. Estoy seguro de que aceptó que es un águila, comprendió que tiene las cualidades que Dios le dio para volar alto y dar amor a todos los seres.

Y el niño volvió a preguntar:

-¿Y crees, papá, que llegará a la cima de la montaña?

-Estoy seguro –contestó-. ¡Creo en él!

-No sabrá qué tan alto puede volar hasta que use sus alas. En sus ojos veo que ya entendió, que sólo su valor y sus alas lo llevarán hasta la cima de la montaña. Y que cuando aprenda a gozar de su vuelo, y entrenar sus alas, tendrá la fuerza para luchar contra los vientos y las corrientes en lo alto de las montañas.

Llegaron a la cima de una pequeña montaña. Al filo de un risco, el granjero tomó al aguilucho con delicadeza entre sus manos y le puso la cara frente al sol. Después, se escuchó como un mandato la voz fuerte del granjero que lleno de entusiasmo gritó:

-¡Cumple con tu destino! ¡Vuela, vuela!

Y con amor lo arrojó al vacío.

El aguilucho comprendió su momento; majestuoso y digno abrió sus bellas alas de luz y emprendió lentamente su vuelo hacia la cima de la montaña más alta. Iniciando su gran aventura, vivir comprometido con su existencia para dar amor.

¡Era su momento! ¡Ahora era una verdadera águila de luz! ¡Llenaría de amor al planeta!

domingo, marzo 04, 2007

El jardín encantado

Por Italo Calvino

Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. 0 bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras. Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel. Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: “Vamos allá”, Serenella lo seguía siempre sin discutir.
¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; ¡qué lástima no haberlo visto! No volvería a repetirse.


-Está a punto de llegar un tren -dijo Giovannino.

Serenella no se movió de la vía.

-¿Por dónde? -preguntó.

Giovannino miró a su alrededor, con aire de saber. Señaló el agujero negro del túnel que se veía ya límpido, ya desenfocado, a través del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del camino.

-Por allí -dijo. Parecía oír ya el oscuro resoplido que venía del túnel y vérselo venir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose los rieles implacablemente.

-¿Dónde vamos, Giovannino?

Había, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de púas impenetrables. Del lado de la colina corría un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren aún no se oía: tal vez corría con la locomotora apagada, sin ruido, y saltaría de pronto sobre ellos. Pero Giovannino había encontrado ya un hueco en el seto.

-Por ahí.

Debajo de las trepadoras había una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el ángulo de una hoja de papel. Giovannino había desaparecido casi y se escabullía por el seto.

-¡Dame la mano, Giovannino!

Se hallaron en el rincón de un jardín, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una hoja. “Vamos” dijo Giovannino y Serenella dijo: “Sí”.

Había grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los dueños?

Todo era tan hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín abandonado?

Pero en cierto lugar la sombra de los árboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante de unos bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del jardín, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.

Y todo estaba desierto. Los dos niños subían cautelosos por la grava: tal vez se abrirían las ventanas de par en par y severísimos señores y señoras aparecerían en las terrazas y soltarían grandes perros por las alamedas. Cerca de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogió por las varas y la empujó: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se subió y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arriates y surtidores.

-Esa -decía de vez en cuando Serenella en voz baja, señalando una flor.

Giovannino se detenía, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar, tal vez tendría que tirarlas.

Llegaron así a una explanada y la grava terminaba y el pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abría un gran rectángulo vacío: una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara.

-¿Nos zambullimos? -preguntó Giovannino a Serenella.

Debía de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: “¡Al agua!”. Pero el agua era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo. Llevaban el bañador puesto: antes habían estado cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde el trampolín porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al fondo con los ojos abiertos y no veía más que azul, y las manos como peces rosados, no como debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: ¡Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en la otra punta, con cierta aprensión. No había absolutamente nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo aquello les pertenecía y de un momento a otro ¡fuera!, podían ser expulsados.

Salieron del agua y justo allí cerca de la piscina encontraron una mesa de ping-pong. Inmediatamente Giovannino golpeó la pelota con la paleta: Serenella, rápida, se la devolvió desde la otra punta. Jugaban así, con golpes ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un gong colgado entre los pilares de una pérgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos niños se agacharon en un arriate de ranúnculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron en una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y se marcharon.

Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Había té, leche y bizcocho. No había más que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movían las rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el té con leche. En aquel jardín todo era así: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que fuera sólo una distracción del destino y de que no tardarían en pedirles cuentas.

Se acercaron a la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro, una hermosa habitación en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la habitación había un chico pálido. Debía de ser el dueño de la casa y del jardín, agraciado de él. Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tenía las manos finas y blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano.

A los dos niños que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a poco los latidos del corazón. El chico rico parecía pasar las páginas y mirar a su alrededor con más ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las mariposas enmarcadas y el jardín con juegos y la merienda y la piscina y las alamedas le fueran concedidos por un enorme error y él no pudiera gozarlos y sólo experimentase la amargura de aquel error como una culpa.

El chico pálido daba vueltas por su habitación en penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detenía a escuchar. A Giovannino y Serenella el corazón les latió aún con más fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas y cómodas, como una antigua injusticia.

El sol se oscureció de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rápido pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero que llevaba a la playa pequeña y pedregosa, con montones de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego espléndido: la batalla de algas. Estuvieron arrojándoselas a la cara a puñados, hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella nunca lloraba.