viernes, mayo 28, 2010

El expulsado

Por Samuel Beckett
(Traducción de Álvaro del Amo © Tusquets Editor, Barcelona, 1970)

No era alta la escalinata. Mil veces conté los escalones, subiendo, bajando; hoy, sin embargo, la cifra se ha borrado de la memoria. Nunca he sabido si el uno hay que marcarlo sobre la acera, el dos sobre el primer escalón, y así, o si la acera no debe contar. Al llegar al final de la escalera, me asomaba al mismo dilema. En sentido inverso, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra resulta débil. No sabía por dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las cosas como son. Conseguía pues tres cifras perfectamente distintas, sin saber nunca cuál era la correcta.Y cuando digo que la cifra ya no está presente, en la memoria, quiero decir que ninguna de las tres cifras está presente, en la memoria. Lo cierto es que si encuentro en la memoria, donde seguro debe estar, una de esas cifras, sólo encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella, las otras dos. E incluso si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera. No, habría que en contrar las tres, en la memoria, para poder conocerlas, todas, las tres. Mortal, los recuerdos. Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria. Es decir, hay que pensar durante un momento, un buen rato, todos los días y varias veces al día, hasta que el fango las recubra, con una costra infranqueable. Es un orden.

Después de todo, lo de menos es el número de escalones. Lo que había que retener es el hecho de que la escalinata no era alta, y eso lo he retenido. Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras escalinatas que él conocía, a fuerza de verlas todos los días de subirlas y bajarlas, y jugar en los escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he olvidado hasta el nombre. ¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y derecho?

La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo que me comunicó un cierto alivio, en lo peor de mi caída. Porque eso significaba que no se me perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme bastonazos, ante la mirada de los transeúntes. Porque si hubiera sido ésta su intención no habrían cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta, para que las personas congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y sacar una lección. Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más. Tuve tiempo, antes de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.

En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme en seguida. Instalé los codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en el hueco de la mano y me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a pesar de todo, habitual. Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la puerta que de nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya empezaba a organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y rosas salvajes, muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos abiertas sobre la acera y las corvas tensas. Pero no era más que mi sombrero, planeando hacia mí, atravesando los aires, dando vueltas. Lo cogí y me lo puse. Muy correctos, ellos, con arreglo al código de su Dios. Hubieran podido guardar el sombrero, pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se había roto.




¿Cómo describir el sombrero? ¿Y para qué? Cuando mi cabeza alcanzó sus dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi padre me dijo, Ven, hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera desde el comienzo de los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero. Yo no tenía derecho a opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo si mi padre no se propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven y guapo, en fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo. No se me permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi hermosa cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo quitaba y lo llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde. Los chicos de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de vez en cuando, se burlaban de mí. Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos, un mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo del ridículo, porque no son finos. Siempre me ha sorprendido la escasa finura de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan sólo para encontrarse. Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. Cuando murió mi padre hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice. Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.

Me levanté y eché a andar. No sé qué edad podía tener entonces. Lo que acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi existencia. No fue ni la cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a tantas otras cunas, a tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar diciendo que estaba en la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena posesión de las propias facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía. Atravesé la calle y me volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que nunca me volvía, al marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he inclinado sobre los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero acabé haciéndoles lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su minúscula escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo describirla? Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie de funda a rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente aldaba de hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que una placa de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las oropéndolas. Ya está. Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la derecha se incrusta el timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable. Incluso el humo que se elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la cocina, parecía estirarse y disiparse en el aire con una melancolía especial, y más azul. Miré al tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta. Era justo el momento de la limpieza a fondo. En algunas horas cerrarían la ventana, descolgarían las cortinas y procederían a una pulverización de formol. Los conozco. A gusto moriría en esta casa. Vi, en una especie de visión, abrirse la puerta y salir mis pies.

Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban tras las cortinas, como hubieran podido hacer, de apetecerles. Pero les conocía. Todos habían vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo.

Sin embargo no les había hecho nada.

Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de mis primeros pasos, en la vida, y después todos los demás que tanto han confundido mi rastro. ¡Si apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la ventana, apartaba las cortinas y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo de la habitación, donde estaba la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario. Pero primero levanté los ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda, donde los caminos no aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un desierto, donde nada detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los límites mismos de la vista. Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es incluso monótono pero soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso nublado, incluso plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la ceguera de la ciudad, del campo, de la tierra. De más joven pensaba que valdría la pena vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg. Con la llanura metida en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas, pero una voz me decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos veces. El elemento luna tenía algo que ver con todo eso. Pues bien, la landa de Lunebourg no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo tiempo aliviado. Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo estaba a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante siguiente, gozar de un alivio profundo.

Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los miembros inferiores, como si la naturaleza no me hubiera concedido rodillas, sumo desequilibrio en los pies a uno y otro lado del eje de marcha. El tronco, sin embargo, por el efecto de un mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de un saco descuidadamente relleno de borra y se bamboleaba sin control según los imprevisibles tropiezos del asfalto. He intentado muchas veces corregir estos defectos, erguir el busto, flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante de otros, porque tenía cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre igual, me refiero a una pérdida de equilibrio, seguida de una caída. Hay que andar sin pensar en lo que se está haciendo, igual que se suspira, y yo cuando marchaba sin pensar en lo que hacía marchaba como acabo de explicar, y cuando empezaba a vigilarme daba algunos pasos bastante logrados y después caía. Decidí abandonarme. Esta torpeza se debe, en mi opinión, por lo menos en parte, a cierta inclinación especialmente exacerbada en mis años de formación, los que marcan la construcción del carácter, me refiero al período que se extiende, hasta el infinito, entre las primeras vacilaciones, tras una silla, y la clase de tercero, término de mi vida escolar. Tenía pues la molesta costumbre, habiéndome meado en el calzoncillo, o cagado, lo que me sucedía bastante a menudo al empezar la mañana, hacia las diez diez y media, de empeñarme en continuar y acabar así mi jornada, como si no tuviera importancia. La sola idea de cambiarme, o de confiarme a mamá que no buscaba sino mi bien, me resultaba intolerable, no sé por qué, y hasta la hora de acostarme me arrastraba, con entre mis menudos muslos, o pegado al culo, quemando, crujiendo y apestando, el resultado de mis excesos. De ahí esos movimientos cautos, rígidos y sumamente espatarrados, de las piernas, de ahí el balanceo desesperado del busto, destinado sin duda a dar el pego, a hacer creer que nada me molestaba, que me encontraba lleno de alegría y de energía, y a hacer verosímiles mis explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que yo achacaba a un reumatismo hereditario. Mi ardor juvenil, en la medida en que yo disponía de tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví agrio, desconfiado, un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de la postura horizontal. Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay por qué molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.

Hacía buen tiempo. Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba un pequeño arnés, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un potro, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias. Todos son parientes, y es lo que impide esperar. Se debía disponer, en las calles concurridas, una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinete, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía pesar unos sesenta quilos. Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto. Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo. Nunca se lincha a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma delicia, no digo que llegara a ponerles las manos encima, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría. ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Baje si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio. Apunté a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima. Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó. Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una enorme alarma de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos. Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido hacerlo como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda, tetilla derecha. Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo el mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron soltando algunos gemidos. El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o de la difunta. Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre no es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste la diferencia. Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.

Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje, es inútil apresurarse, el último coche nos deja, el del servicio, se acabó la tregua, las gentes reviven, ojo. De forrna que me detuve por tercera vez, por decisión propia, y tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de gente que departía animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una caja negra grande, se bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas, se acurruca uno en un rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el techo. Un poco después me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después recuperé mi sitio, de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme cuando una voz me sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela, renunciando sin duda a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes. ¿Adónde?, dijo. Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y yo que me creía ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una calle, o de un monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el caballo. ¿Qué haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al menos tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya Zoo en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. A menos que no fuera la perspectiva de encontrarse sin coche. A menos que fuera simplemente yo, mi persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente su coche, si era realmente un coche. Echa rápido una mirada al caballo, se tranquiliza. Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? Su risa de todas formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. Cerró de nuevo la portezuela y subió otra vez al pescante. Poco después el caballo arrancó.

Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella época. La pequeña cantidad que me dejara mi padre, como regalo, sin condiciones, a su muerte, aún me pregunto si no me la robaron. Muy pronto me quedé sin nada. Mi vida no por eso se detuvo, continuaba, e incluso tal y como yo la entendía, hasta cierto punto. El gran inconveniente de esta situación, que podía definirse como la imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que le obliga a uno a espabilarse. Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay dinero, conseguir que le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al cuchitril. No hay más remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un día a la semana. No se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. De ahí que me enterara con cierto retraso de que me estaban buscando, para un asunto que me concernía. Ya no me acuerdo por qué conducto. No leía los periódicos y tampoco tengo idea de haber hablado con alguien, durante estos años, salvo quizás tres o cuatro veces, por una cuestión de comida. En fin algo debió llegarme, de un modo o de otro si no no me hubiera presentado nunca al Comisario Nidder, hay nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera recibido nunca. Comprobó mi identidad. Esto le llevó un buen rato. Le enseñé mis iniciales de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero limitaban al menos las posibilidades. Firme, dijo. Jugaba con una regla cilíndrica, con la que se hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. Una mujer joven, quizá en venta, asistía a la conversación, en calidad de testigo sin duda. Me metí el fajo en el bolsillo. Se equivoca, dijo. Tenía que haberme pedido que los contara antes de firmar, pensé, hubiera sido más correcto. ¿Dónde le puedo encontrar, dijo, si llega el caso? Al bajar las escaleras pensaba en algo. Poco después volvía a subir para preguntarle de dónde me venía ese dinero, añadiendo que tenía derecho a saberlo. Me dijo un nombre de mujer, que he olvidado. Quizá me había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún en pañales y le había hecho carantoñas. A veces basta con eso. Digo bien, en pañales, porque más tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas. Gracias pues a este dinero tenía todavía un poco. Muy poco. Si pensaba en mi vida futura era como si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de pesimistas. Golpeé contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma espalda del cochero si había calculado bien. Una nube de polvo se desprendió de la guata del forro. Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta que el coche se detuvo. Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como acusan la mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse. No, se paró en seco. Esperaba. El coche vibraba. El cochero, desde la altura del pescante, debía estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. No había tomado la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más breves, atento, las orejas en alerta. Miré por la ventana, estábamos de nuevo en movimiento. Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de nuevo. El cochero bajó del pescante echando pestes. Bajé el cristal para que no se le ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más rojo, violeta diría yo. La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo alquilaba por toda la jornada. Respondió que tenía un entierro a las tres. Ah los muertos. Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije. Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera muy lejos, por su animal. Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted conmigo Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. Había una larga mesa con una banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. A través de la mesa me habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su vida, de la vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. Me preguntó si me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la intemperie. Me enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada bien calentitos en sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera a despertarlos. Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear otros métodos, si se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. Le describí mi situación, lo que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que pudimos, para comprender, para explicar. Él comprendía que yo había perdido mi habitación y que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. Se le había metido en la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando una habitación amueblada. Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera, o quizá de la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por palabras, subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que temblaba sobre los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que hubiera subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al mismo barrio, por su animal. Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera que no admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que habría que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que yo consintiera poner los pies en el cuarto. Hacia las tres despertamos el caballo y nos pusimos de nuevo en marcha. El cochero me propuso subir al pescante a su lado, pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme en el interior del coche y volví a ocupar mi sitio. Visitamos, una tras otra, con método supongo, las direcciones que había subrayado. La corta jornada de invierno se precipitaba hacia el fin. Me parece a veces que son éstas las únicas jornadas que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno que precede al primer pliegue nocturno. Las direcciones que había subrayado, o más bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con un trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. Me enseñó el periódico más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. A pesar de los cristales cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar, completamente solo en lo alto de su alto pescante. Me había preferido a un entierro, era un hecho que duraría eternamente. Cantaba. Ella está lejos del país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras que recuerdo. En cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío. Llamaba a la puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior de la casa. Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mi alrededor, después de tanto tiempo. Me esperaba en la acera y me ayudaba a subir de nuevo al coche. Empecé a hartarme del cochero. Trepaba al pescante y nos poníamos en marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. Se detuvo. Sacudí mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. Pero no vino a abrir la portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo. Encendía las linternas. Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son, con las velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que conocí. Le pregunté si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él había encendido ya la primera. Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño cristal abombado montado sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que la mecha ardiera tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del viento. Tuve esta alegría. No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas vagamente los volúmenes del caballo, pero los demás les veían de lejos, dos manchas amarillas lentamente sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se veía un ojo, rojo o verde según los casos, rombo abombado límpido y agudo como en una vidriera.

Cuando verificamos la última dirección el cochero me propuso presentarme en un hotel que conocía, en donde yo estaría bien. Es coherente, cochero, hotel es verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada. Todas las comodidades, dijo, guiñando un ojo. Sitúo esta conversación en la acera, ante la casa de la que yo acababa de salir. Recuerdo, bajo la linterna, el flanco hundido y blando del caballo y sobre la portezuela la mano del cochero, enguantada en lana. Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche. Le propuse tomar una copa. El caballo no había bebido ni comido en todo el día. Se lo hice notar al cochero que me respondió que su caballo no se repondría hasta que volviera a la cuadra. Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera una manzana o un terrón de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de vientre y cólicos que le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo. Por eso se veía obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por una razón o por otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen corazón de los transeúntes. Después de algunas copas el cochero me rogó que les hiciera el honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos. Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho, ese día, sino dar vueltas alrededor de su casa. Vivían encima de una cochera, al fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado. Me presentó a su mujer, increíblemente culona, y nos dejó. Ella estaba incómoda, se veía, a solas conmigo. La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. No había razones para que acabara o continuara. Pues que acabe entonces. Dije que iba a bajar a la cochera a acostarme. El cochero protestó. Insistí. Atrajo la atención de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había quitado el sombrero, por educación. Hay que procurar quitar eso, dijo ella. El cochero nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de un quiste en el trasero. Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que se acueste en la cochera. El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla, dejando a su mujer en la oscuridad. Extendió en el suelo, en un rincón, sobre la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía el caballo entretanto. Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al beber, es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las voces mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja de cerillas, una sueca tamaño grande. Me levanté en la noche y encendí una. Su breve llama me permitió descubrir el coche. Ganas me entraron, y me salieron, de prender fuego a la cochera. Encontré el coche en la oscuridad, abrí la portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida que el coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando en el suelo. Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más altos que la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche sentí que el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico. Desatalajado debía encontrar extraña mi presencia en el coche. Yo tenía frío, olvidé coger la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. Por lo ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor. Salí del coche. Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés colgado, qué más, cubos y cepillos. Fui a la puerta pero no pude abrirla. El caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca? Pensaba que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. Me vi, pues, obligado a salir por la ventana. No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé primero la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio mientras las caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la ventana. Me acuerdo del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para liberarme.

Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la ventana, pero no se puede estar en todo. En cuanto salí del patio pensé en algo. La fatiga. Deslicé un billete en la caja de cerillas, volví al patio y puse la caja en el reborde de la ventana por la que acababa de salir. El caballo estaba en la ventana. Pero después de dar unos pasos por la calle volví al patio y recuperé mi billete. Dejé las cerillas, no eran mías. El caballo seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. El alba asomaba débilmente. No sabía dónde estaba. Tomé la dirección levante, supongo, para asomarme cuanto antes a la luz. Hubiera querido un horizonte marino, o desértico. Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos. No sé por qué he contado esta historia. Igual podía haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen.

viernes, mayo 21, 2010

El hombre de la esquina rosada

Por Jorge Luis Borges

A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.

Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.

La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz

Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada. Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ese planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
­Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.

Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.

¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió con estas palabras:
­Rosendo, creo que lo estarás precisando.

A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío.
­De asco no te carneo­dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano.
Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:

­Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
­¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!- dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quién? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.

­Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo ­me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida ­cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos ­y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo.
¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.

Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo. Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecia dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía. Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
­Entrá, m'hija­y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
­¡Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! ­se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola.
Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
­La está mandando un ánima ­dijo el Inglés.
­Un muerto, amigo ­dijo entonces el Corralero.

El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dió unos pasos marcado ­alto, sin ver ­y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Quién le iba a creer? El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dió la vuelta redonda y volvío a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
­Para morir no se precisa más que estar vivo ­dijo una del montón, y otra, pensativa también:
­Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.

­Lo mató la mujer.

Uno le gritó en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
­Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Que pulso ni qué corazón va a tener para clavar una puñalada? Añadí, medio desganado de guapo:
­¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?

El cuero no le pidió biaba a ninguno. En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.

Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano. Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. Te juro que me apuré a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.

viernes, mayo 14, 2010

El final

por Samuel Beckett

Me vistieron y me dieron dinero. Yo sabía para qué iba a servir el dinero, iba a servir para ponerme de patitas en la calle. Cuando lo hubiera gastado debería procurarme más, si quería continuar. Lo mismo los zapatos, cuando estuvieran usados debería ocuparme de que los arreglaran, o continuar descalzo, si quería continuar. Lo mismo la chaqueta y el pantalón, no necesitaban decírmelo, salvo que yo podría continuar en mangas de camisa, si quería. Las prendas—zapatos, calcetines, pantalón, camisa, chaqueta y sombrero—no eran nuevas, pero el muerto debía ser poco más o menos de mi talla. Es decir que él debió ser un poco menos alto que yo, un poco menos grueso, porque las prendas no me venían tan bien al principio como al final. Sobre todo la camisa, durante mucho tiempo no podía cerrarme el cuello, ni por consiguiente alzar el cuello postizo, ni recoger los faldones, con un imperdible, entre las piernas, como mi madre me había enseñado. Debió endomingarse para ir a la consulta, por primera vez quizá, no pudiendo más. Sea como fuere, el sombrero era hongo, en buen estado. Dije, Tengan su sombrero y devuélvanme el mío. Añadí, Devuélvanme mi abrigo. Respondieron que lo habían quemado, con mis demás prendas. Comprendí entonces que acabaría pronto, bueno, bastante pronto. Intenté a continuación cambiar el sombrero por una gorra, o un fieltro que pudiera doblarse sobre la cara, pero sin mucho éxito. Pero yo no podía pasearme con la cabeza al aire, en vista del estado de mi cráneo. El sombrero era en principio demasiado pequeño, pero luego se acostumbró. Me dieron una corbata, después de largas discusiones. Me parecía bonita, pero no me gustaba. Cuando llegó por fin estaba demasiado fatigado para devolverla. Pero acabó por serme útil. Era azul, como con estrillas. Yo no me sentía bien, pero me dijeron que estaba bastante bien. No dijeron expresamente que nunca estaría mejor que ahora, pero se sobreentendía. Yacía inerte sobre la cama e hicieron falta tres mujeres para quitarme los pantalones. No parecían interesarse mucho por mis partes que a decir verdad nada tenían de particular. Tampoco yo me interesaba mucho. Pero hubieran podido decir cualquier cosita. Cuando acabaron me levanté y acabé de vestirme solo. Me dijeron que me sentara en la cama y esperara. Toda la ropa de cama había desaparecido. Me indignaba el hecho de que no hubieran permitido esperar en el lecho familiar y no así de pie, en el frío, en estas ropas que olían a azufre. Dije, Me podían, haber dejado en mi cama hasta el último momento.

Entraron hombres con batas, con mazos en la mano. Desmontaron la cama y se llevaron las piezas. Una de las mujeres les siguió y volvió con una silla que colocó ante mí. Había hecho bien en mostrarme indignado. Pero para demostrarles hasta qué punto estaba indignado por no haberme dejado en mi cama mandé la silla a hacer puñetas de una patada. Un hombre entró y me hizo una seña para que le siguiera. En el vestíbulo me dio un papel para firmar. ¿Qué es esto, dije, un salvoconducto? Es un recibo, dijo, por la ropa y el dinero que ha recibido usted. ¿Qué dinero? Dije. Fue entonces cuando recibí el dinero. Pensar que había estado a punto de marcharme sin un céntimo en el bolsillo. La cantidad no era grande, comparada con otras cantidades, pero a mí me parecía grande. Veía los objetos familiares, compañeros de tantas horas soportables. El taburete, por ejemplo, íntimo como el que más. Las largas tardes juntos, esperando la hora de irme a la cama. Por un momento sentí que me invadía su vida de madera hasta no ser yo mismo más que un viejo pedazo de madera. Había incluso un agujero para mi quiste. Después en el cristal el sitio en donde se había raspado el esmalte y por donde en las horas de congoja yo deslizara la vista, y rara vez en vano. Se lo agradezco mucho, dije, ¿hay una ley que le impide echarme a la calle, desnudo y sin recursos? Eso nos perjudicada, a la larga, respondió él. No hay medio de que me admitan todavía un poco, dije, yo podía ser útil. Útil, dijo, ¿de verdad estaría dispuesto a ser útil? Después de un momento continuó, Si le creyeran a usted realmente dispuesto a ser útil, le admitirían, estoy seguro. Cuántas veces había dicho que iba a ser útil, no iba a empezar otra vez. ¡Qué débil me sentía! Este dinero, dije, quizá quieran recuperarlo y cobijarme todavía un poco. Somos una institución de caridad, dijo, y el dinero es un regalo que le hacemos cuando se va. Cuando lo haya gastado debe procurarse más, si quiere continuar. No vuelva nunca aquí pase lo que pase, porque ya no le admitiríamos. Nuestras sucursales le rechazarían igualmente. ¡Exelmans! exclamé. Vamos, vamos, dijo, además no se le entiende ni la décima parte de lo que dice. Soy tan viejo, dije. No tanto, dijo. ¿Me permite que me quede aquí un momentito, dije, hasta que cese la lluvia? Puede usted esperar en el claustro, dijo, la lluvia no cesará en todo el día. Puede usted esperar en el claustro hasta las seis, ya oirá la campana. Si le preguntan no tiene más que decir que tiene usted permiso para guarecerse en el claustro. ¿Qué nombre debo decir?, dije. Weir, dijo.




No llevaba mucho tiempo en el claustro cuando la lluvia cesó y el sol apareció. Estaba bajo y deduje que serían cerca de las seis, teniendo en cuenta la época del año. Me quedé allí mirando bajo la bóveda el sol que se ponía tras el claustro. Apareció un hombre y me preguntó qué hacía. ¿Qué desea? eso dijo. Muy amable. Respondí que tenía permiso del señor Weir para quedarme en el claustro hasta las seis. Se fue, pero volvió en seguida. Debió hablar con el señor Weir en el intervalo, porque dijo, No debe usted quedarse en el claustro ahora que ya no llueve.

Ahora avanzaba a través del jardín. Había esa luz extraña que cierra una jornada de lluvia persistente, cuando el sol aparece y el cielo se ilumina demasiado tarde para que sirva ya para algo. La tierra hace un ruido como de suspiros y las últimas gotas caen del cielo vaciado y sin nubes. Un niño, tendiendo las manos y levantando la cabeza hacia el cielo azul, preguntó a su madre cómo era eso posible. Vete a la mierda, dijo ella. Me acordé de pronto que había olvidado pedir al señor Weir un pedazo de pan. Seguramente me lo hubiera dado. Lo pensé, durante nuestra conversación, en el vestíbulo. Me decía, Acabemos primero lo que nos estamos diciendo, luego se lo preguntaré. Yo sabía perfectamente que no me readmitirían. A gusto hubiera desandado el camino, pero temía que uno de los guardianes me detuviera diciéndome que nunca volvería a ver al señor Weir. Lo que hubiera aumentado mi pesar. Por otra parte no me volvía nunca en esos casos.

En la calle me encontraba perdido. Hacía mucho tiempo que no había puesto los pies en esta parte de la ciudad y la encontré muy cambiada. Edificios enteros habían desaparecido, las empalizadas habían cambiado de sitio y por todas partes veía en grandes letras nombres de comerciantes que no había visto en ninguna parte y que incluso me hubiera costado pronunciar. Había calles que no recordaba haber visto en su actual emplazamiento, entre las que recordaba varias habían desaparecido y por último otras habían cambiado completamente de nombre. La impresión general era la misma de antaño. Es verdad que conocía muy mal la ciudad. Era quizás una ciudad completamente distinta. No sabía dónde se suponía que debía ir lógicamente. Tuve la enorme suerte, varias veces, de evitar que me aplastaran. Estaba siempre dispuesto a reír, con esa risa sólida y sin malicia que tan buena es para la salud. A fuerza de conservar el lado rojo del cielo lo más posible a mi derecha llegué por fin al río. Allí todo parecía, a primera vista, más o menos tal y como lo había dejado. Pero mirando con más atención hubiera descubierto muchos cambios sin duda. Eso hice más tarde. Pero el aspecto general del río, fluyendo entre sus muelles y bajo sus puentes, no había cambiado. El río en particular me daba la impresión, como siempre, de correr en el mal sentido. Todo esto son mentiras, me doy perfecta cuenta. Mi banco estaba aún en su sitio. Se le había excavado según la forma del cuerpo sentado. Se encontraba junto a un abrevadero, regalo de una tal señora Maxwell a los caballos de la ciudad, conforme la inscripción. Durante el tiempo que me quedé allí varios caballos sacaron provecho del regalo. Oía los hierros y el clic clac del arnés. Después el silencio. Era el caballo quien me miraba. Después el ruido de guijarros arrastrados en el barro que hacen los caballos al beber. Después otra vez el silencio. Era el caballo quien me miraba otra vez. Después otra vez los guijarros. Después otra vez el silencio. Hasta que el caballo hubo acabado de beber o el carretero consideró que había bebido suficiente. Los caballos no estaban tranquilos. Una vez, cuando cesó el ruido, me volví y vi el caballo que me miraba. El carretero también me miraba. La señora Maxwell se hubiera puesto muy contenta si hubiera podido ver a su abrevadero prestar tales servicios a los caballos de la ciudad. Llegada la noche, después de un crepúsculo muy largo, me quité el sombrero que me hacía daño. Deseaba estar otra vez encerrado, en un sitio hermético, vacío y caliente, con luz artificial una lámpara de petróleo a ser posible, cubierta con una pantalla rosa preferentemente. Vendría alguien de vez en cuando a asegurarse que me encontraba bien y no necesitaba nada. Hacía mucho tiempo que no había tenido verdaderas ganas de algo y el efecto sobre mí fue horrible.

En los días siguientes visité varios inmuebles, sin mucho éxito. Normalmente me cerraban la puerta en las narices, incluso cuando enseñaba mi dinero, diciendo que pagaría una semana por adelantado, o incluso dos. Ya podía yo exhibir mis mejores maneras, sonreír y hablar con toda precisión, no había acabado aún con mis cumplidos cuando me cerraban la puerta en las narices. Perfeccioné en esta época una forma de descubrirme a la vez digna y cortés, sin bajeza ni insolencia. Hacía deslizar ágilmente mi sombrero hacia delante, lo mantenía un momento colocado de tal forma que no se podía ver mi cráneo, después con el mismo deslizamiento lo volvía a poner en su sitio. Hacer esto con naturalidad, sin provocar una impresión desagradable, no es fácil. Cuando consideraba que bastaría con tocarme el sombrero, naturalmente me limitaba a tocarme el sombrero. Pero tocarse el sombrero no es fácil tampoco. Más tarde resolví el problema, de capital importancia en las épocas difíciles, llevando un viejo kepí británico y saludando a lo militar, no, falso, en fin, no lo sé, conservaba mi sombrero después de todo. Jamás cometí la falta de lleva medallas. Ciertas mujeres tenían tanta necesidad de dinero que me dejaban pasar en seguida y me enseñaban la habitación. Pero no pude entenderme con ninguna. Finalmente conseguí alojarme en un sótano. Con aquella me entendí rápidamente. Mis fantasías, ese término empleó, no le daban miedo. Insistió si embargo en hacer la cama y limpiar la habitación un vez por semana, en lugar de una vez al mes, como yo le había pedido. Me dijo que durante la limpieza, que sería rápida, podría esperar en el patinillo de al lado. Añadió, con mucha comprensión, que nunca me echaría con mal tiempo. Aquella mujer era griega, creo, o turca. Nunca hablaba de sí misma. Yo tenía en la cabeza que era viuda o al menos abandonada. Tená un acento extraño. Y yo también, a fuerza de asimilar las vocales y suprimir las consonantes.

Ahora ya no sabía dónde estaba, tenía una vaga imagen, ni siquiera, no veía nada, de una enorme casa de cinco o seis pisos. Me parecía que formaba cuerpo con otras casas. Llegué al crepúsculo y no presté a los alrededores la atención que quizá les hubiera dedicado de sospechar que iban a cerrarse sobre mí. No debía por decirlo así esperar más. Es cierto que cuando salí de esta casa hacía un tiempo radiante, pero yo no miraba nunca hacia atrás al irme. Debí leerlo en alguna parte, cuando era pequeño y todavía leía, que valía más no volver la cabeza al marcharse. Y sin embargo me sorprendía haciéndolo. Pero incluso sin contar con esto me parece que debí ver algo al irme. ¿Pero el qué? Recuerdo solamente mis pies que salían de mi sombra uno tras otro. Los zapatos se habían resquebrajado y el sol acusaba las grietas del cuero.

Estaba bien en esta casa, debo decirlo. Aparte algunas ratas estaba solo en el sótano. La mujer observaba nuestra convivencia lo mejor posible. Traía hacia mediodía una bandeja llena de comida y se llevaba el de la víspera. Traía al mismo tiempo una palangana limpia. Tenía un asa enorme por donde metía el brazo, conservando así las dos manos libres para llevar la bandeja. Después ya no la veía sino por azar cuando asomaba la cabeza para asegurarse de que no había ocurrido nada. No necesitaba afecto afortunadamente. Desde mi cama veía los pies que iban y venían por la acera. Ciertas tardes, cuando hacía buen tiempo y me sentía con ánimos, me iba con la silla al patinillo y miraba entre las faldas de las que pasaban. Más de una pierna se me hizo así familiar. Una vez mandé a buscar una cebolla azafranada y la planté en el patinillo sombrío, en un bote viejo. Debía ser por primavera, no eran las condiciones óptimas probablemente. Dejé el bote fuera, atado a un cordel que pasaba por la ventana. Por la tarde, cuando hacía buen tiempo, un hilo de luz trepaba a lo largo del muro. Me instalaba entonces frente a la ventana y tiraba del cordel, para mantener el bote a la luz, y al calor. No debía ser muy cómodo, no acabo de entender cómo me las arreglaba. No eran las condiciones óptimas probablemente. Reverdeció, pero nunca tuvo flores, apenas un tallo macilento provisto de hojas cloróticas. Me hubiera alegrado tener un azafrán amarillo o un jacinto, pero la cosa es que no iba a cumplirse. Ella quería llevárselo, pero yo le dije que lo dejara. Quería comprarme otro, pero le dije que no quería otro. Lo que más me crispaba eran los gritos de los vendedores de periódicos. Pasaban corriendo todos los dias, gritando el nombre de los periódicos e incluso las noticias sensacionales. Los ruidos que venían de la casa me crispaban menos. Una niña, ¿o era un niño? cantaba todas las tardes a la misma hora en algún lugar encima de mí. Durante mucho tiempo no consegui coger las palabras. Extrañas palabras para una niña, o un niño. ¿Era una canción de mi espiritu, o venía sencillamente de fuera? Era una especie de nana, me parece. A mí me dormía a menudo. Era a veces una niña la que venía. Tenía largos cabellos rojos que colgaban en dos trenzas. No sabía quién era. Correteaba un poco por la habitación, después se iba sin haberme dirigido la palabra. Un día recibi la visita de una agente de policia. Dijo que estaba bajo vigilancia, sin explicarme por qué. Equívoco, eso es, me dijo que yo era equívoco. Le dejé hablar. No se atrevía a detenerme. O quizá fuera buena persona. Un cura también, un día recibí la visita de un cura. Le informé que pertenecía a una rama de la iglesia reformada. Me preguntó qué clase de pastor me gustaría ver. Se condena uno, en la iglesia reformada, sin remedio. Era quizá buena persona. Me dijo que le avisara si alguna vez necesitaba un servicio. ¡Un servicio! Se presentó y me explicó dónde podría encontrarle. Debería haberlo apuntado.

Un día la mujer me hizo una proposición. Dijo que tenía necesidad urgente de dinero en metálico y que si yo podía proporcionarle un adelanto de seis meses me reduciría el alquiler del cuarto durante este período. No creo que me equivoque mucho. Esto tenía la ventaja de hacerme ganar seis semanas (?) de estancia y el inconveniente de agotar casi todo mi pequeño capital. Pero ¿se podía llamar a esto un inconveniente? ¿No me iba a quedar de todas formas hasta el último céntimo, y más allá aún, hasta que ella me echara? Le di el dinero y me hizo un recibo.

Una mañana, poco después de la transacción, me despertó un hombre que me sacudía por el hombro. No podían ser más de las once. Me rogó que me levantara y abandonara su casa inmediatamente. Era muy pulcro, debo decirlo. Me dijo que su extrañeza sólo encontraba parangón con la mía. Era su casa. Su patrimonio. La turca se había marchado la víspera. Pero si la he visto anoche, dije. Debe estar usted en un error, dijo, porque me llevó las llaves, a mi oficina, ayer por la mañana lo más tarde. Pero si acabo de entregarle un anticipo de seis meses de alquiler, dije. Que se lo devuelva, dijo. Pero si ignoro su nombre, dije, por no hablar de sus señas. ¿Ignora usted su nombre? dijo. Debió creer que mentía. Estoy enfermo, dije, no puedo marcharme así sin previo aviso. No es para tanto, dijo. Propuso ir a buscar un taxi, o una ambulancia, si prefería. Dijo que necesitaba la habitación, inmediatamente, para su cerdo, cogiendo frío en una carretilla, ante la puerta, y vigilado únicamente por un chaval que ni siquiera conocía y que estaría probablemente haciéndole picias. Pregunté si no me podría ceder otro sitio, apenas un rincón donde poder tumbarme, el tiempo de sobreponerme y de tomar mis disposiciones. Dijo que no podía. No es que sea mala persona, añadió. Podría vivir aquí con el cerdo, dije, me ocuparía de él. ¡Largos meses de calma, deshechos en un instante! Calma, calma, dijo, no se abandone, ale, hop, de pie, basta. Después de todo aquello no le importaba. Había sido realmente paciente. Debió visitar el sótano mientras yo dormía.

Me sentía débil. Debía estarlo. La luz resplandeciente me aturdía. Un autobús me transportó, al campo. Me senté en un prado, al sol. Pero me parece que esto era mucho más tarde. Dispuse hojas bajo mi sombrero en círculo, para procurarme sombra. Acabé por encontrar un montón de estiércol. Al día siguiente reemprendí el camino de la ciudad. Me obligaron a bajarme de tres autobuses. Me senté al borde de la carretera, al sol, y me sequé la ropa. Me gustaba. Me decía, Nada, nada que hacer ahora hasta que esté seca. Cuando estuvo seca la cepillé con un cepillo, una especie de almohaza me parece, que encontré en un establo. Los establos me han resultado siempre acogedores. Después me llegué hasta la casa en donde mendigué un vaso de leche y pan con mantequilla. ¿Puedo descansar en el establo? dije. No, dijeron. Yo apestaba aún, pero con una fetidez que me agradaba. La prefería con mucho a la mía, que se ocultaba ahora bajo la nueva hediondez, sintiéndola sólo a vaharadas. En los días siguientes traté de recuperar mi dinero. No sé exactamente cómo sucedió, si es que no pude encontrar la dirección, o si la dirección no existía, o si la griega ya no estaba allí. Busqué el recibo en mis bolsillos, para intentar descifrar el nombre. No estaba. Ella lo había recuperado quizá mientras yo dormía. No sé durante cuánto tiempo circulé así, descansando unas veces en un sitio, otras en otro, en la ciudad y en el campo. La ciudad había sufrido cambios. El campo tampoco era ya como lo recordaba. El efecto general era el mismo. Un día vi a mi hijo. Con una cartera bajo el brazo apresuraba el paso. Se quitó el sombrero y se inclinó y vi que era calvo como un huevo. Estaba casi seguro de que era él. Me volví para seguirle con la mirada. Avanzaba a toda marcha, con sus andares de pato, ofreciendo a derecha y a izquierda saludos con el sombrero y otras muestras de servilismo. El insoportable hijo de puta.

Un día encontré a un hombre que conociera en época anterior. Vivía en una caverna al borde del mar. Tenía un burro que trotaba por el acantilado, o en los minúsculos senderos agrietados que descienden hacia el mar. Cuando hacía muy mal tiempo el burro entraba con su amo en la caverna y allí se abrigaba, mientras duraba la tempestad. Habían pasado muchas noches juntos, apretados el uno contra el otro, mientras el viento bramaba y el mar azotaba la playa. Gracias al burro podía abastecer de arena, de algas y de conchas a los habitantes de la ciudad, para sus jardincillos. No podía transportar mucha cantidad de una vez, porque el burro era viejo, pequeño también, y la ciudad estaba lejos. Pero ganaba así un poco de dinero, lo suficiente para comprar tabaco y cerillas y de vez en cuando una libra de pan. Fue en una de sus salidas cuando me encontró, en los suburbios. Estaba encantado de volver a verme, el pobre. Me suplicó que le acompañara a su casa y pasara allí la noche. Quédate todo el tiempo que quieras, dijo. ¿Qué le pasa a tu burro? dije. No le hagas caso, dijo, es que no te conoce. Le recordé que no tenía costumbre de quedarme con nadie más de dos o tres minutos seguidos y que me horrorizaba el mar. Parecía abrumado. Entonces no vienes, dijo. Pero ante mi propia extrañeza me monté en el burro y arre, a la sombra de los castaños que brotaban con furia de la acera. Me agarré a las vértebras de la cerviz, una mano luego otra. Los niños nos abucheaban y nos tiraban piedras, pero apuntaban mal porque sólo me alcanzaron una vez, en el sombrero. Un guardia nos detuvo, y nos acusó de turbar el orden público. Mi amigo le recordó que éramos tal y como la naturaleza había acabado por hacernos y que los niños estaban en el mismo caso. Era inevitable, en esas condiciones, que el orden público resultara turbado de vez en cuando. Déjenos continuar nuestro camino, dijo, y el orden se reestablecerá automáticamente, en su sector. Atajamos por los caminos apacibles de la antiplanicie, blancos de polvo, con los matojos de espino y de fucsia y los linderos franjeados de hierba silvestre y de margaritas. Cayó la noche. El burro me llevó hasta la boca de la caverna, porque yo no hubiera podido seguir, en la oscuridad, el sendero que bajaba hacia el mar. Después volvió a subir a sus pastizales.

No sé cuánto tiempo me quedé allí. Se estaba bien en la caverna, debo decirlo. Me traté mis ladillas con agua de mar y algas, pero un buen número de larvas debieron sobrevivir. Me curé el cráneo con compresas de alga, lo que me hizo un bien enorme, pero pasajero. Me tumbaba en la caverna y a veces miraba hacia el horizonte. Veía por encima una gran extensión palpitante, sin islas ni promontorios. Por la noche una luz iluminaba la caverna, a intervalos regulares. Fue allí donde encontré mi frasquito, en el bolsillo. No se había roto, el cristal no era auténtico cristal. Creía que el señor Weir me lo había quitado todo. El otro estaba fuera la mayor parte del tiempo. Me daba pescado. Es fácil para un hombre, cuando lo es de verdad, vivir en una caverna, lejos de todos. Me invitó a quedanme todo el tiempo que me apeteciera. Si prefiriera estar solo me acondicionaría encantado otra caverna, un poco más lejos. Me traería comida todos los días y vendría de vez en cuando a asegurarse que marchaba bien y no necesitaba nada. Era buena persona. Yo no necesitaba bondad. ¿No conocerás por casualidad una caverna lacustre? dije. Soportaba mal el mar, sus chapoteos, temblores, mareas y convulsividad general. El viento al menos se calma a veces. Las manos y los pies me hormigueaban. El mar me impedía dormir, durante horas. Aquí pronto me voy a poner enfermo, dije, y ¿qué habré conseguido entonces? Te vas a ahogar, dijo. Sí, dije, o me arrojaré al acantilado. Y yo que no podría vivir en otra parte, dijo, en mi cabaña de la montaña era muy desgraciado. ¿Tu cabaña en la montaña? dije. Repitió la historia de su cabaña en la montaña, la había olvidado, era como si la oyera por primera vez. Le pregunté si la conservaba todavía. Respondió que no la había vuelto a ver desde el día en que salió huyendo, pero que la creía aún en el mismo sitio, un poco deteriorada sin duda. Pero cuando insistió para que cogiera la llave, me negué, diciéndole que tenía otros proyoctos. Siempre me encontrarás aquí, dijo, si alguna vez me necesitas. Ah la gente. Me dio su cuchillo.

Lo que él llamaba su cabaña era una especie de barraca de madera. Había arrancado la puerta, para hacer fuego, o con cualquier otro fin. La ventana ya no tenía cristales. El techo se había hundido por varios sitios. El interior estaba dividido, por los restos de un tabique, en dos partes desiguales. Si había tenido muebles nada quedaba ya. Se habían entregado a los actos más viles, en el suelo y sobre las paredes. Excrementos poblaban el suelo, de hombre, de vaca, de perro, así como preservativos y vomitonas. En una boñiga habían trazado un corazón, atravesado por una flecha. No ofrecía sin embargo una perspectiva armónica. Descubrí vestigios de ramos abandonados. Vorazmente arrancados, arrastrados durante largas horas, acabaron por tirarlos, pesados, o ya marchitos. Esta era la habitación de la que me habían ofrecido la llave.

En su conjunto la escena era la ya familiar de grandeza y desolación.

Era a pesar de todo un techo. Descansaba sobre un jergón de helechos que yo mismo recogí con mil trabajos. Un día no pude levantarme. La vaca me salvó. Aguijoneada por la niebla glacial venía a cobijarse. No era sin duda la primera vez. No debía verme. Traté de mamarla, sin mucho éxito. Sus tetas estaban cubiertas de excrementos. Me quité el sombrero y me puse a ordeñarla dentro, acudiendo a mis últimas fuerzas. La leche se derramaba por el suelo, pero me dije, No importa, es gratis. La vaca me arrastró por la tierra, deteniéndose tan sólo de vez en cuando para propinarme una coz. No sabía que nuestras vacas podían también portarse mal. Debieron ordeñarla recientemente. Agarrándome con una mano a la teta, con la otra mantenía el sombrero en su sitio. Pero acabó por hartarse. Porque me arrastró atravesando el umbral hasta los helechos gigantes y chorreantes, donde me vi obligado a soltar la presa.

Bebiendo la leche me reproché lo que acababa de hacer. Ya no podría contar con la vaca y ella pondría a las demás al corriente. Con más control sobre mí mismo hubiera podido hacerme amigo de ella. Hubiera venido todos los días seguida quizás de otras vacas. Hubiera aprendido a hacer mantequilla, queso. Pero me dije, No, todo se andará.

Una vez en la carretera no tenía más que seguir la pendiente. Carretas pronto, pero todas me rechazaron. Si hubiera tenido otras ropas, otra cara, se me hubiera admitido quizá. Debí cambiar desde mi expulsión del sótano. La cara en especial había debido alcanzar un aspecto decididamente climatérico. La sonrisa humilde e ingenua ya no me aparecía, ni la expresión de miseria cándida, penetrada de estrellas y cohetes. Las llamaba, pero ya no venían. Máscara de viejo cuero sucio y peludo, no quería ya decir por favor y gracias y perdón. Era una lástima. ¿Con qué iba yo a bandearme, en el futuro? Tumbado al borde de la carretera me dedicaba a contorsionarme cada vez que oía venir una carreta. Para que no imaginaran que dormía, o descansaba. Trataba de gemir, ¡Socorro! Pero el tono que brotaba era el de la conversación corriente. Ya no podía gemir. La última vez que había necesitado gemir lo había hecho, bien, como siempre, y eso en la ausencia de cualquier corazón susceptible de ser partido. ¿En qué iba a convertirme? Me dije. Volveré a aprender. Me tumbé de un lado a otro del camino, en un sitio donde se estrechaba, de forma que las carretas no podían pasar sin pasarme por encima, con una rueda al menos, o con dos si tenía cuatro. Al urbanista de la barba roja, le habían quitado la vesícula biliar, una falta grave, y tres días después moría, en la flor de la edad. Pero llegó el día en que, mirando a mi alrededor, me encontré en los suburbios, y de aquí a los viejos ámbitos no había más que un paso, más allá de la estúpida esperanza de calma o de dolor más tenue.

Me tapé pues la parte baja de la cara con un trapo y fui a pedir limosna en un rincón soleado. Porque me parecía que mis ojos no se habían apagado del todo, gracias quizás a las gafas negras que mi preceptor me diera. Me había dado la Ética de Geulincz. Eran gafas de hombre, yo era un niño. Le encontraron muerto, desplomado en el W. C., con las ropas en un desorden terrible, fulminado por un infarto. Ah qué calma. La Ética llevaba su nombre (Ward) en primera página, las gafas le habían pertenecido. El puente, en aquella época, era de hilo de latón, de la clase que se emplea para sujetar los cuadros y los grandes espejos, y dos largas cintas negras servían de baranda. Las enroscaba alrededor de las orejas y las abatía bajo la barbilla, donde las ataba. Los cristales habían sufrido, a fuerza de frotarse en el bolsillo uno contra otro y contra los demás objetos que allí se encontraran. Yo creía que el señor Weir me lo había cogido todo. Pero yo ya no necesitaba esas gafas y no me las ponía más que para suavizar el resplandor del sol. No debería haber hablado de ello. El trapo me hizo mucho daño. Acabé cortándolo del forro de mi abrigo, no, ya no tenía abrigo, de mi chaqueta entonces. Era un trapo más bien gris, o incluso escocés, pero me daba por satisfecho. Hasta la tarde mantenía la cara levantada hacia el cielo del mediodía, después hacia el de poniente hasta la noche. El platillo de madera me hizo mucho daño. No podía utilizar el sombrero, por mi cráneo. En cuanto a tender la mano, ni pensarlo. Me procuré pues una lata de hierro blanco y la sujeté a un botón de mi abrigo, pero qué me pasa, de mi chaqueta, al nivel del pubis. No se mantenía derecha, se inclinaba respetuosamente hacia el transeúnte, no había más que dejar caer la moneda. Pero esto le obligaba a aproximarse mucho, se arriesgaba a tocarme. Acabé procurándome una lata más grande, una especie de gran lata, y la coloqué sobre la acera, a mis pies. Pero las gentes que dan una limosna no les agrada tirarla, ese gesto tiene algo de desprecio que repugna a los sensibles. Sin contar con que deben apuntar. Quieren dar, pero no les gusta que la moneda se escape dando vueltas bajo los pies de los transeúntes, o bajo las ruedas de los vehículos, donde cualquiera puede cogerla. En resumen: no dan. Los hay evidentemente que se agachan, pero en general a la gente que da una limonsa no le agrada que ello le obligue a agacharse. Lo que realmente prefieren es ver al mendigo de lejos, preparar el penique, soltarlo en plena marcha y oír el Dios se lo pague debilitado por el alejamiento. Yo no decía eso, yo no he sido nunca muy creyente, ni nada que se le parezca, pero lanzaba de todos modos un ruido, con la boca. Acabé procurándome una especie de tablilla que me sujetaba con cordel al cuello y a la cintura. Sobresalía precisamente a la altura justa, la del bolsillo, y su borde estaba lo suficientemente apartado de mi persona para poder depositar el óbolo sin peligro. Podía verse a veces en ella flores, pétalos, espigas, y briznas de esa hierba que se aplica a las hemorroides, en fin lo que encontraba. No las buscaba, pero todas las cosas bonitas de este tipo que me caían a la mano, las guardaba para la tablilla. Se podía creer que yo amaba la naturaleza. Miraba al cielo, la mayor parte del tiempo, pero sin fijarlo. Era una mezcla normalmente de blanco, azul y gris, y por la tarde venían a añadirse otros colores. Lo sentía pesando con suavidad sobre mi cara, frotaba la cara balanceándola de un lado a otro. Pero a menudo dejaba caer la cabeza sobre el pecho. Entonces entreveía la tablilla a lo lejos, borrosa y abigarrada. Me apoyaba en la pared, pero sin el menor relajo, equilibraba mi peso de un pie al otro y me agarraba con las manos las solapas de la chaqueta. Mendigar con las manos en los bolsillos, da mal efecto, indispone a los trabajadores, sobre todo en invierno. No hay nunca tampoco que llevar guantes. Había chicos que, simulando darme una perra, arramplaban con todo lo que había ganado. Para comprarse caramelos. Me desabrochaba, discretamente, para rascarme. Me rascaba de abajo arriba, con cuatro uñas: Me hurgaba en los pelos, para calmarme. Ayudaba a pasar el tiempo, el tiempo pasaba cuando me rascaba. El verdadero rascado es superior al meneo, en mi opinión, y puede durar mucho, hasta los cincuenta, e incluso mucho después, pero acaba por convertirse en una simple costumbre. Para rascarme no tenía bastante con las dos manos. Tenía en todas partes, en mis partes, en los pelos hasta el ombligo, bajo los brazos, en el culo, placas de eczema y de psoriasis que podía poner al rojo con sólo pensar en ellas. Era en el culo donde más satisfacción obtenía. Introducía el índice, hasta el metacarpo. Si después debía defecar, me hacía un daño de perros. Pero apenas defecaba ya. De vez en cuando pasaba un avión, poco rápidamente me parecía. Me sucedía a menudo, al acabar la jornada, encontrar los bajos del pantalón mojados. Debían ser los perros. Yo ya apenas meaba. Si por azar me entraban ganas, las calmaba introduciendo un trapito en la bragueta. Una vez en mi puesto, no lo abandonaba hasta la noche. Yo ya apenas comía, Dios cuidaba de mi sustento. Después del trabajo compraba una botella de leche que bebía por la noche en la cochera. En realidad le encargaba a un chico que la comprara, siempre el mismo, a mí no querían servirme, no sé por qué. Le daba un penique por el servicio. Un día asistí a una escena extraña. Normalmente no veía gran cosa. No oía gran cosa tampoco. No me fijaba. En el fondo no estaba allí. En el fondo creo que no he estado nunca en ninguna parte. Pero ese día debí volver. Desde hacía ya algún tiempo me incordiaba un ruido. No buscaba la causa, porque me decía, Va a cesar. Pero como no cesaba no tuve más remedio que buscar la causa. Era un hombre subido al techo de un automóbil, arengando a los transeúntes. Al menos fue así como entendí la cosa. Berreaba tan fuerte que retazos de su discurso llegaban hasta mí. Unión... hermanos... Marx... capital... bifteck... amor. No entendía nada. El coche se había detenido junto a la acera, ante mí, yo veía al orador de espaldas. De repente se volvió y me cuestionó. Mirad ese pingajo, ese desecho. Si no se pone a cuatro patas es porque teme el vergajo. Viejo, piojoso, podrido, al cubo de la basura. Y hay miles como él, peores que él, diez mil, veinte mil—. Una voz, Treinta mil. El orador continuó, Todos los días pasan delante de vosotros y cuando habéis ganado a las carreras soltáis una perra gorda. ¿Os dais cuenta? La voz, No. Claro que no, continuó el orador, eso forma parte del decorado. Un penique, dos peniques—. La voz, Tres peniques. No se os ocurre nunca pensar, continuó el orador, que tenéis enfrente la esclavitud, el embrutecimiento, el asesinato organizado, que consagráis con vuestros dividendos criminales. Mirad este torturado, este pellejo. Me diréis que es culpa suya. Preguntadle a ver si es culpa suya. La voz, Pregúntaselo tú. Entonces se inclinó hacia mí y me apostrofó. Yo había perfeccionado mi tablilla. Consistía ahora en dos trozos unidos por bisagras, lo que me permitía, una vez acabado el trabajo, plegarla y llevarla bajo el brazo, me gustaba hacer chapucillas. Me quité el trapo, me metía en el bolsillo las escasas monedas que había ganado, desaté los cordones de mi tablilla, la plegué y me la puse bajo el brazo. ¡Pero habla, pedazo de inmolado! vociferó el orador. Después me fui, aunque fuera aún de día. Pero en general el rincón era tranquilo, animado sin ser bullicioso, próspero y conveniente. Aquél debía ser un fanático religioso, no encontraba otra explicación. Se había quizá escapado de la jaula. Tenía una cara simpática, un poco coloradota.

No trabajaba todos los días. Apenas tenía gastos. Conseguía incluso ahorrar un poco, para los ultimísimos días. Los días en que no trabajaba me quedaba tumbado en la cochera. Situada al borde del río, en una propiedad particular, o que lo había sido. Esta propiedad, cuya entrada principal daba sobre una calle sombría, estrecha y silenciosa, estaba rodeada por un muro, menos naturalmente por el lado del río, que marcaba su límite septentrional, sobre una longitud de treinta pasos más o menos. De frente, sobre la otra orilla, se extendían aún los muelles, después un apelmazamiento de casas bajas, terrenos baldíos, empalizadas, chimeneas, flechas y torres. Se veía también una especie de campo de maniobras donde soldados jugaban al fútbol, todo el año. Sólo las ventanas —no. La propiedad parecía abandonada. La verja estaba cerrada. La hierba invadía los senderos. Sólo las ventanas del piso bajo tenían persianas. Las demás se iluminaban a veces por la noche, débilmente, unas veces una, otras la otra, tenía esa impresión. Podía ser cualquier reflejo. El día en que adopté la cochera encontré un bote, la quilla al aire. Le di la vuelta, lo rellené con piedras y pedazos de madera, quité los bancos y me hice la cama. Las ratas se las veían negras para llegar hasta mí, por la inclinación de la quilla. Muchas ganas tenían sin embargo. Fíjate, carne viviente, porque yo era a pesar de todo carne viviente, hacía demasiado tiempo que vivía entre las ratas, en mis alojamientos improvisados, para que tuviera una vulgar fobia. Tenía incluso una especie de simpatía por ellas. Venían con tanta confianza hacia mí, se diría que sin la menor repugnancia. Se hacían la tualet, con gestos de gato. Los sapos, sí, por la tarde, inmóviles durante horas, engullen moscas. Se colocan en sitios en donde lo cubierto pasa al descubierto, les gustan los umbrales. Pero se trataba de ratas de aguas, de una delgadez y de una ferocidad excepcionales. Construí pues, con tablas sueltas, una tapadera. Es formidable la de tablas que he podido encontrar en mi vida, cada vez que tenía necesidad de una tabla allí estaba, no había más que agacharse. Me gustaba hacer chapuzas, no, no mucho, así así. Recubrí el bote completamente, hablo ahora otra vez de la tapadera. Lo empujé un poco hacia atrás, entraba en el bote por delante, gateaba hasta la parte de atrás, levantaba los pies y empujaba la tapa hacia delante hasta que me cubría del todo. El empuje se ejercía sobre un travesaño en saliente fijado tras la tapa a este efecto, me gustaban las chapucillas. Pero era preferible entrar en el bote por detrás, sacar la tapa sirviéndome de las dos manos hasta que me cubriera del todo y empujarlo en el mismo sentido cuando quisiera salir. Como apoyo para mis manos coloqué dos grandes clavos, allí donde hacía falta. Estos pequeños trabajos de carpintería, si es posible llamarlos así, ejecutados con instrumentos y materiales improvisados, no me disgustaban. Sabía que acabaría pronto, y representaba la comedia, verdad, la de—cómo llamarla, no lo sé. Me encontraba bien en el bote, debo decirlo. Mi tapadera se ajustaba tan bien que tuve que hacerle un agujero. No hay que cerrar los ojos, dejarlos abiertos en la oscuridad, esa es mi opinión. No hablo del sueño, hablo de lo que se llama me parece estado de vigilia. Por otra parte yo dormía muy poco en aquella época, no tenía ganas, o tenía muchísimas ganas, no lo sé, o tenía miedo, no lo sé. Tumbado de espaldas no veía nada, apenas vagamente, justo por encima de mi cabeza, a través de los minúsculos agujeritos, la claridad gris de la cochera. No ver nada en absoluto, no, es demasiado. Oía solamente los gritos de las gaviotas que revoloteaban muy cerca, alrededor de la boca de los sumideros. En un hervor amarillento, si tengo buena memoria, las inmundicias se vertían al río, los pájaros revoloteaban por encima, chillando de hambre y de cólera. Oía el chapoteo del agua contra el embarcadero, contra la orilla, y el otro ruido, tan diferente, de la ondulación libre, lo oía también. Yo, cuando me desplazaba, era menos barco que onda, por lo que me parecía, y mis parones eran los de los remolinos. Esto puede parecer imposible. La lluvia también, la oía a menudo. A veces una gota, atravesando el techo de la cochera, venía a explotar sobre mí. Todo abocaba a un ambiente más bien líquido. El viento añadía su voz, no hay que decirlo, o quizá más bien las tan variadas de sus juguetes. ¿Pero qué es todo esto? Zumbidos, alaridos, gemidos y suspiros. Yo hubiera preferido otra cosa, martillazos, pan, pan, pan, asestados en el desierto. Me tiraba pedos, es cosa sabida, pero difícilmente seco, salían con un ruido de bomba, se fundían en el gran jamás. No sé cuánto tiempo me quedé allí. Estaba bien en mi caja, debo decirlo. Me parecía haber adquirido independencia en los últimos años. Que nadie viniera ya, que nadie pudiera ya venir, a preguntarme si marchaba bien y si no necesitaba nada, apenas ya me dolía. Me encontraba bien, claro que sí, perfectamente, y el miedo de encontrarme peor se dejaba apenas sentir. En cuanto a mis necesidades, se habían en alguna medida reducido a mis dimensiones y, bajo el punto de vista cualitativo, tan super-refinadas que toda ayuda resultaba excluida, desde ese ángulo. Saberme existir, por muy débil y falsamente que fuera, por fuera de mí, tenía en otra época la virtud de conmoverme. Se convierte uno en un salvaje, forzosamente. A veces se pregunta uno si estamos en el buen planeta. Incluso las palabras te dejan, con eso está dicho todo. Es el momento quizá en que los vasos dejan de comunicar, ya sabes, los vasos. Se está aquí siempre entre los dos rumores, sin duda es siempre el mismo pedazo, pero cáspita nadie lo diría. Me ocurría a menudo querer correr la tapadera y salir del bote, sin conseguirlo, tan perezoso y débil estaba, y muy en el fondo donde me encontraba. Lo sentía todo cerca, las calles glaciales y tumultuosas, las caras aterradoras, los ruidos que cortan, penetran, desgarran, contusionan. Esperaba entonces que las ganas de cagar, o de mear al menos, me dieran fuerzas. ¡No quería ensuciar mi nido! Lo que me sucedía sin embargo, e incluso cada vez más a menudo. Me bajaba los pantalones arqueándome, me volvía un poco de lado, lo justo para despejar el agujero. Labrarse un reino, en medio de la mierda universal, para después cagarse encima, era muy mío. Eran yo, mis inmundicias, es cosa sabida, pero aún así. Basta, basta, las imágenes, aquí estoy abocado a ver imágenes, yo que nunca las vi, salvo a veces cuando dormía. Creo que no las había visto nunca, en puridad. De pequeñín quizá. Mi mito lo quiere así. Sabía que eran imágenes, puesto que era de noche y estaba solo en mi bote. ¿Qué podía ser aquello si no? Estaba pues en mi bote y me deslizaba sobre las aguas. No tenía que remar, el reflujo me llevaba. Además no veía remos, habían debido llevárselos. Yo tenía una tabla, un trozo de banco quizá, que utilizaba cuando me acercaba demasiado a la orilla o cuando veía acercarse un montón de detritus o una chalupa. Había estrellas en el cielo, grato. No veía el tiempo que hacía, no tenía frío ni calor y todo parecía tranquilo. Las orillas se alejaban cada vez más, lógico, ya no las veía. Raras y débiles luces marcaban la separación creciente. Los hombres dormían, los cuerpos recuperaban fuerzas para los trabajos y alegrías del día siguiente. El bote no se deslizaba ya, saltitos, zarandeado por las olitas del alta mar incipiente. Todo parecía tranquilo y sin embargo la espuma se colaba por la borda. El aire libre me rodeaba ahora por todas partes, no tenía más que el abrigo de la tierra, y poca cosa es, el abrigo de la tierra, en esas condiciones. Veía los faros, hasta un total de cuatro, pertenecientes a un barco-faro. Los conocía bien, de pequeñín ya los conocía. Por la tarde, estaba con mi padre sobre un promontorio, me cogía de la mano. Hubiera deseado que me atrajese hacia sí, en un gesto de amor protector, pero en eso estaba pensando. Me enseñaba igualmente los nombres de las montañas. Pero para acabar con las imágenes, veía también las luces de las boyas, parecían llenarlo todo, rojas y verdes, incluso ante mi extrañeza amarillas. Y en el flanco de la montaña, que ahora desgajada se alzaba tras la ciudad, los incendios pasaban del oro al rojo, del rojo al oro. Yo sabía muy bien lo que era, era la retama que ardía. Yo mismo cuántas veces habría encendido el fuego, con una cerilla, siendo pequeño. Y mucho más tarde, de vuelta a casa, antes de acostarme, miraba desde mi alta ventana el incendio que había prendido. En esta noche pues, plagada de débiles parpadeos, en el mar, en tierra y en el cielo, bogaba a merced de la marea y las corrientes. Noté que mi sombrero estaba atado, por un cordoncillo sin duda, a mi botonadura. Me levanté del banco, en la parte de atrás del bote, y un enérgico campanilleo se hizo oír. Era la cadena que, fijada a la parte de alante, acababa de enrollarse alrededor de mis caderas. Debí desde el principio practicar un agujero en las tablas del fondo, porque aquí me tenéis de rodillas intentando soltarlo, con la ayuda del cuchillo. El agujero era pequeño y el agua subiría lentamente. Todavía una media hora, en total, salvo imprevistos. Sentado de nuevo en la popa, con las piernas estiradas y la espalda bien apoyada contra el saco relleno de hierba que me servía de cojín, me tragué el calmante. El mar, el cielo, la montaña, las islas, vinieron a aplastarme en un sístole inmenso, después se apartaron hasta los límites del espacio. Pensé débilmente y sin tristeza en el relato que había intentado articular, relato a imagen de mi vida, quiero decir sin el valor de acabar ni la fuerza de continuar.

sábado, mayo 08, 2010

El alquiler fantasma

Por Henry James

Tenía yo veintidós años y acababa de salir de la Universidad. Podía elegir libremente mi carrera y la elegí sin ninguna vacilación. A decir verdad, más adelante renuncié a ella de un modo no menos expeditivo, pero nunca lamenté aquellos dos años juveniles de experiencias confusas y agitadas, pero también agradables y fructíferas. Me gustaba la teología y en mis últimos años de Universidad había sido un ferviente lector del doctor Channing. La suya era una teología atractiva y sustanciosa; parecía ofrecer la rosa de la fe deliciosamente despojada de sus espinas. Y además (porque me inclino a creer que esto tuvo una cierta relación con ello) me había encariñado con la vieja Facultad de Teología. Yo siempre había deseado encontrarme en la parte trasera de la comedia de la vida y opinaba que allí podía representar mi papel con ciertas posibilidades de éxito (al menos a mi entender) en esa sede apartada y tranquila de benigna casuística, con su respetable avenida a un lado y su perspectiva de verdes campos y de bosques al otro. Cambridge, para los amantes de los bosques y de las praderas, se ha estropeado desde aquellos tiempos, y su recinto ha perdido mucho de su paz mitad bucólica mitad estudiosa. Entonces era una sala de estudios en medio de los bosques... una mezcla encantadora. Lo que es hoy en día no tiene nada que ver con mi historia; y no tengo la menor duda de que aún hay jóvenes estudiantes obsesionados por cuestiones doctrinales que, mientras pasean cerca de allí en los atardeceres de verano, se prometen que más adelante disfrutarán de sus exquisitos ocios. Por lo que a mí respecta, no quedé decepcionado. Me instalé en una espaciosa habitación cuadrada y baja de techo en la que las ventanas se incrustaban en las paredes formando bancos; colgué en las paredes grabados de Overbeck y Ary Scheffer; ordené los libros según un elaborado sistema de clasificación en los huecos que había a ambos lados del alto manto de la chimenea, y me puse a leer a Plotino y a san Agustín. Entre mis compañeros había dos o tres hombres de mérito y de trato agradable con los que de vez en cuando bebía una copa junto al fuego; y entre arriesgadas lecturas, profundas discusiones, libaciones siempre de poca importancia y largos paseos por el campo, mi iniciación en el misterio clerical progresó de un modo no poco grato.

Trabé especial amistad con uno de mis compañeros y pasábamos mucho tiempo juntos. Por desgracia tenía un mal crónico en una rodilla que le obligaba a hacer una vida muy sedentaria, y como yo era un andarín inveterado, esto creaba cierta diferencia en nuestras costumbres. Yo solía emprender mi caminata cotidiana sin más compañero que mi bastón en la mano o el libro en el bolsillo. Pero siempre me había bastado estirar las piernas y respirar el aire libre y puro. Tal vez debería añadir que usar unos ojos muy penetrantes era para mí un goce comparable al de cualquier compañía. Mis ojos y yo éramos muy buenas amigos; eran observadores infatigables de todos las incidentes del camino, y mientras ellos se divirtieran yo me daba por contento. Lo cierto es que, gracias a sus costumbres inquisitivas tuve conocimiento de esta notable historia. Gran parte de los terrenos que rodean a la vieja ciudad universitaria son hoy bonitos, pero lo eran mucho más hace treinta años. Las numerosas viviendas de cartón piedra que ahora adornan el paisaje, en dirección a las Waltham Hills, bajas y azules, aún no habían brotado; no había preciosas casitas que dejaran en mal lugar a los prados de poca hierba y a los jardines descuidados... yuxtaposición por la que, en años posteriores, ninguno de los elementos en contraste ha salido ganando. Ciertas veredas de hoy por lo que recuerdo eran más honda y auténticamente campestres y las casas solitarias en lo alto de largas pendientes herbosas bajo el olmo habitual que curvaba su follaje a medio aire, como las espigas exteriores de una gavilla de trigo, aparecían con sus cubiertas caídas, sin influencia alguna de los tejados franceses, viejas campesinas arrugadas por el tiempo, podríamos llamarlas, luciendo tranquilamente la cofia nativa, lejos de soñar con sombreros levantados ni con exponer indecentemcnte sus frentes venerables. Aquel invierno fue lo que se llama «abierto»; hizo mucho frío, pero hubo poca nieve; las carreteras estaban firmes y transitables.

Pocas veces me vi obligado, a causa del tiempo, a privarme de mi ejercicio. Una tarde gris de diciembre la emprendí en dirección a la ciudad vecina de Medford, y cuando volvía a un paso regular, al ver el tono pálido y frío —color rosa y ámbar desleído y transparente— del firmamento invernal en el ocaso, recordé la sonrisa escéptica en los labios de una mujer hermosa. Llegué, cuando oscurecía, a un camino estrecho por el cual no había pasado nunca y que ofrecía, a mi parecer, un atajo para llegar a mi alojamiento. Me encontraba a unas tres millas de éste y deseé reducir el recorrido a dos millas. Anduve unos diez minutos y me di cuenta de que el camino ofrecía un aspecto insólito en aquel paraje. Las huellas se veían viejas; la quietud parecía peculiarmente sensible. Pero junto al camino había una casa, de manera que, hasta cierto punto, aquello había sido lugar de tránsito... En un lado había un terraplén natural, elevado, en lo alto del cual se veía un pomar, cuyas ramas entrecruzadas hacían una inmensa tracería, negra y tosca, a través de la cual se veía el poniente fríamente rosado. No tardé en llegar a la casa y en seguida me interesé en ella. Me detuve y la observé con atención, sin saber por qué, con una vaga mezcla de curiosidad y de timidez. Era una casa como la mayoría de las del lugar, pero era, decididamente, una muestra hermosa de ellas. Se levantaba sobre un montículo herboso y en un lado tenía el alto olmo y en el otro la vieja tapadera negra del pozo. Era una construcción de vastas proporciones y su madera daba la impresión de solidez y de resistencia. Llevaba muchos años allí, pues la madera de la entrada y de bajo el alero, en gran parte bien tallada, me remitió, por lo menos, al siglo XVIII. Todo esto fue pintado alguna vez de blanco, pero la ancha espalda del tiempo, recostada cien años contra la madera, había dejado al descubierto el veteado. Frente a la casa había unos manzanos, más nudosos y fantásticos que otros, en general, que se veían en la oscuridad creciente ajados y exhaustos. Las persianas de todas las ventanas estaban mohosas, firmemente cerradas. Nada daba indicios de vida, allí. La casa parecía inexpresiva, fría y desocupada, pero cuando me aproximé me pareció notar algo familiar, una elocuencia audible. He pensado siempre en la impresión que me causó a primera vista aquella vivienda colonial gris, como una prueba de que la inducción puede, algunas veces, ser semejante a la adivinación, porque después de todo, no había nada aparente que justificara la seria inducción que yo había hecho. Retrocedí y crucé el camino. El último destello rojo del crepúsculo se desprendió, pronto a desvanecerse, y se posó un momento en la fachada de la vieja casa. Tocó con regularidad perfecta, la serie de pequeños plafones de la ventana en forma de abanico que había sobre la puerta y chispeó, fantásticamente. Se desvaneció y dejó la fachada intensamente oscura. En aquel momento me dije, con acento de profunda convicción: «En esta casa hay algún fantasma».



No sé cómo, lo creí inmediatamente y la idea, mientras yo no estuviera dentro, me causaba cierta satisfacción; la sugería el aspecto de la casa. Si me lo hubieran preguntado media hora antes, habría contestado, como correspondía a un joven que de manera explícita cultivaba un criterio burlón de lo sobrenatural, que no hay casas encantadas, casas con fantasmas. Pero la que veía ante mí daba un sentido vivo a palabras vacías: había sido espiritualmente esterilizada.

Cuanto más la miraba, más intenso parecía el secreto que escondía. Le di la vuelta y traté de mirar, aquí y allá, a través de alguna rendija entre las persianas y tuve la satisfacción pueril de empuñar el pomo de la puerta y de tratar de hacerlo girar. Si la puerta hubiera cedido, ¿habría entrado? ¿Habría penetrado en la quietud oscura del interior? Afortunadamente, mi audacia no fue puesta a prueba. La puerta era admirablemente sólida y no pude ni siquiera sacudirla. Al fin me alejé de la rcasa, echando de vez en cuando una mirada atrás. Continué mi camino y después de andar más trecho de lo deseado, llegué a la carretera. A cierta distancia del punto en el cual entraba el largo camino que he mencionado, había una casa, pequeña y de aspecto confortable, que podía señalarse como modelo de casa no encantada, en manera alguna de casa con fantasmas, que no tenía secretos siniestros y que gozaba de prosperidad creciente. Pintada de blanco, se la distinguía en la oscuridad y se veía el pórtico y su parra, cubiertos con paja para el invierno. Frente a la puerta había un viejo coche de un caballo, ocupado por dos visitantes que se iban. El vehículo se puso en marcha y a través de las ventanas de la casa sin cortinas, vi una sala iluminada por una lámpara, y en ella una mesa con el servicio de té, preparado como agasajo a los visitantes que acababan de salir. La dueña de la casa había salido hasta la puerta con sus amigos. Continuó allí unos momentos después de desaparecer, crujiendo, el coche, en parte para ver cómo se alejaban y en parte para echarme una mirada de curiosidad cuando yo pasaba en la semioscuridad. Era una mujer joven y hermosa, de mirada penetrante. Me arriesgué a detenerme para hablar con ella.

—¿Podría usted decirme de quién es esa casa, a una milla de aquí, poco más o menos? La única...

Me miró un momento y me pareció que se ruborizaba.

—Nuestra gente no va nunca por ese camino —dijo brevemente.

—Pero es un atajo para ir a Medford —contesté.

Echó su cabeza atrás.

—Podría resultar un rodeo. En todo caso, no lo usamos.

Esto era interesante. Una próspera ama de casa americana había de tener sus buenas razones para burlarse del ahorro de tiempo.

—Pero usted, por lo menos, ¿conoce la casa? —pregunté.

—Bueno, la he visto.

—¿De quién es?

La mujer se rió y desvió la mirada, como si comprendiera que para un forastero sus palabras podían saber a superstición campesina.

—Yo diría que es de quienes están en ella.

—Pero, ¿es que hay alguien en la casa? La veo completamente cerrada.

—No importa. Nunca salen y nadie entra.

Dicho esto, la mujer se volvió. Pero yo puse mi mano sobre su brazo, respetuosamente.

—¿Quiere usted decir que la casa tiene fantasmas?

Se apartó, colorada, se llevó un dedo a los labios y se metió corriendo en la casa, en cuyas ventanas, un momento después, cerraba las cortinas.

Durante unos días pensé mucho en la pequeña aventura, pero me dio cierta satisfacción mantenerla en secreto. Si había fantasmas en la casa, era inútil revelar mis pensamientos y resultaba mejor apurar la copa del terror sin ayuda de nadie. Resolví, naturalmente, pasar otra vez por aquel camino y una semana más tarde —era el último día del año— volví sobre mis pasos. Me aproximé a la casa andando en dirección opuesta y me encontré en ella aproximadamente a la misma hora que la otra vez. Oscurecía, el cielo estaba gris, el viento aullaba sobre la tierra dura y pelada, y formaba lentos remolinos con las hojas ennegrecidas por el frío. Allí estaba la melancólica mansión, atrayendo a su alrededor, al parecer, el crepúsculo invernal para enmascararse en él, inescrutablemente. Apenas sabía qué propósito me llevaba allí, pero sentía, vagamente, que si esta vez cedía el pomo y se abría la puerta, tomaría el corazón en mis manos y cerraría la puerta tras de mí. ¿Quiénes eran los misteriosos habitantes a los que la mujer había aludido? ¿Que era lo que había visto u oído? ¿Qué era lo que se contaba? La puerta se mostró tan tenaz como la vez anterior y no conseguí manoseando la cerradura, ni que se abriera una ventana ni que apareciera, tras los vidrios, una cara extraña y pálida. Me aventuré hasta a levantar el llamador y dar media docena de golpes, pero éstos no produjeron más que un sonido muerto y ningún eco. La familiaridad provoca el desprecio; no sé lo que habría hecho después si, a distancia, en la carretera, no hubiese visto una figura solitaria que avanzaba hacia la casa. No tenía la impresión de que nadie me viera junto a aquella casa de triste fama y me escondí en la densa sombra de un pinar próximo desde donde podría observar sin ser visto. El que venía era un hombre pequeño y viejo, lo más extraño del cual era la capa voluminosa, de corte militar. Llevaba un bastón y avanzaba de una manera lenta, penosa, cojeando, pero en una actitud muy resuelta. Dejó la carretera, siguió su marcha por el camino señalado por las huellas y se detuvo a pocos metros de la casa. La observó, con mirada fija y escrutadora, como si contara las ventanas o examinara ciertas señales familiares. Se quitó el sombrero y se inclinó, de una manera lenta y solemne, como si rindiera un homenaje. Mientras se mantuvo descubierto, pude echarle una buena ojeada. Era, como he dicho, un hombre pequeño y habría sido difícil decidir si pertenecía a este mundo o al otro. Su cabeza me recordaba vagamente los retratos del presidente Andrew Jackson. Tenía el pelo gris, erizado como un cepillo, una cara delgada y pálida, con espesas cejas, que se conservaban negras. Su cara, como la capa, parecía ser la de un viejo soldado: El hombre tenía el aire de ser un militar retirado, de rango modesto; pero me impresionó por que excedía el raro privilegio de tal personaje a ser raro y excéntrico. Cuando terminó su saludo, se adelantó hacia la puerta, buscó en los pliegues de su capa, que caía por delante más que por detrás, y sacó la llave, que metió lenta y cuidadosamente en la cerradura. Al parecer le dio una vuelta, pero la puerta no se abrió inmediatamente; antes el hombre inclinó su cabeza, apoyó su oreja contra la puerta, como si escuchara, y luego miró hacia un extremo y otro de la carretera. Satisfecho y tranquilizado, empujó con su viejo hombro la puerta, que cedió y se abrió en la oscuridad. El hombre se detuvo de nuevo en el umbral y otra vez se quitó el sombrero y se inclinó en una profunda reverencia. Luego entró y cerró la puerta tras sí, cuidadosamente.

¿Quién era y qué le llevaba a aquella casa? Parecía un personaje de los cuentos de Hoffmann. ¿Era una visión o una realidad? ¿Un habitante de la casa, un familiar, un amigo visitante? ¿Qué sentido tenían, en todo caso, aquellos místicos saludos, y qué se propondría hacer en la oscuridad? Salí de mi escondrijo y examiné varias de las ventanas. En cada una de ellas, a intervalos, se hizo visible un rayo de luz en la rendija entre los postigos. Evidentemente, el hombre estaba iluminando el interior de la casa. ¿Iba a dar una fiesta? ¿Se trataba de una juerga de fantasmas? Mi curiosidad aumentaba, pero me sentía desconcertado para satisfacerla. Por un momento estuve tentado de llamar furiosamente a la puerta, pero descarté la idea por poco delicada y calculé romper el hechizo, si hechizo había. Di la vuelta a la casa y traté, sin violencia, de abrir una de las ventanas inferiores. Se resistió, pero fui más afortunado, un momento después, con otra. Corría un riesgo, ciertamente, en lo que hacía: el riesgo de que me vieran desde el interior o —peor— el de ver yo algo de lo cual me arrepintiera. Pero, como digo, me dominaba la curiosidad y el riesgo me resultaba agradable. A través de la rendija entre los postigos, miré el interior: una habitación iluminada por dos velas puestas en viejos candeleros de latón, colocados encima de una chimenea. Al parecer era una especie de salón, en el cual se habían conservado los viejos muebles, de un modelo casero y anticuado, consistentes en varias sillas y sofás, algunas mesitas de caoba y labores de niña, enmarcadas y colgadas de las paredes. Pero aunque el salón estaba amueblado, no daba la impresión de corresponder a una casa habitada; las mesas y las sillas estaban en posiciones rígidas y no se veían objetos familiares. No veía toda la pieza y podía sólo adivinar la existencia, a mi derecha, de una gran puerta plegable. Al parecer estaba abierta y por ella pasaba la luz de la pieza vecina. Esperé un rato, pero el salón permanecía vacío. Al fin me di cuenta de que en la pared opuesta a la puerta plegable se proyectaba una gran sombra; evidentemente, de una figura en la pieza vecina. Era alta y grotesca, y parecía la de una persona sentada, inmóvil, de perfil. Me pareció reconocer el pelo erizado y la nariz curvada del hombre que había visto. Había un extraño acartonamiento en su postura. Parecía estar sentado y mirando fijamente a algo. Observé largo rato aquella sombra y ni un momento vi que se moviera. Pero al fin, cuando mi paciencia se agotaba, se movió lentamente, llegó al techo y se hizo borrosa. No sé lo que habría visto después, pero, siguiendo un impulso irresistible, cerré la ventana. ¿Por delicadeza? ¿Por pusilanimidad? Apenas sabría decirlo. No obstante, di unos pasos cerca de la casa, esperando ver reaparecer a mi amigo. No quedé decepcionado, porque al fin surgió; con el mismo aspecto de cuando llegó, y se despidió de la misma manera ceremoniosa. (La luz, observé, había desaparecido de las rendijas de cada ventana.) Se puso de cara a la puerta, se quitó el sombrero e hizo una reverencia. Cuando se volvió, sentí la necesidad de decirle mil cosas, pero le dejé marchar en paz. Esto, puedo decirlo, fue pura delicadeza y se me podrá observar, quizá, que era tardía. Me pareció que el hombre tenía derecho a estar resentido por mi curiosidad, aunque mi derecho a sentirla y a observar (si se trataba de fantasmas) me parecían igualmente positivos. Continué mirándole mientras se iba cojeando, bajaba el terraplén y se iba por la senda solitaria. Entonces me retiré pensativamente en dirección opuesta. Tuve la tentación de seguirle a distancia para ver qué era de él; pero también esto me pareció indelicado; y, además, confieso que sentí la tentación de coquetear un poco, por así decirlo, con mi descubrimiento, separando los pétalos de la flor uno a uno.

Continué oliendo la flor, de vez en cuando, porque la rareza de su perfume me fascinaba. Pasé de nuevo por el atajo, pero nunca encontré al hombre de la capa ni a ningún otro caminante. Al parecer los observadores se mantenían a distancia y yo tenía buen cuidado de no chismorrear: un sulo curioso, me dije, puede llegar a saber algo, pero dos se estorbarían uno a otro. Al mismo tiempo, naturalmente, habría agradecido cualquier información casual que llegara a mi conocimiento, aunque no veía de dónde podría venirme. Confiaba encontrar al viejo de ]a capa en algún lugar, pero como sea que pasaban los días sin que lo viera, empecé a perder mis esperanzas. No obstante, yo me decía que probablemente vivía en algún lugar de los alrededores, sobre todo porque había hecho su visita a pie. Si hubiera venido de algún lugar distante, habría llegado en un vehículo, quizá tan venerablemente grotesco como él. Un día di un paseo hasta el cementerio de Mount-Auburn, una institución nueva en aquel tiempo, con mucho encanto silvestre que actualmente se ha perdido. Contenía más arces y abedules que sauces y cipreses y los difuntos disponían de mucho espacio. No era una ciudad de muertos, pero sí casi un pueblo, y un paseante pensativo podía caminar por el lugar sin que nada le recordara importunamente el grotesco aspecto de nuestras pretensiones de hacer consideraciones póstumas. Había ido a gozar el primer anticipo de la primavera, uno de aquellos suaves días de finales de invierno, cuando parece que la tierra adormecida hace el primer respiro al despertar de un prolongado sueño. El sol estaba algo cubierto por la niebla y no obstante calentaba el ambiente y el hielo empezaba a derretirse en los lugares más escondidos. Había andado durante media hora por los senderos tortuosos del cementerio cuando de pronto percibí una figura familiar sentada en un banco, contra un seto encarado hacia el sur. Digo que la figura era familiar porque la había visto a menudo en mis recuerdos y en mi fantasía; en realidad la había visto sólo una vez. Estaba de espaldas a mí, pero llevaba puesta una vuluminosa capa que era inconfundible. Allí, por fin, encontraba a mi compañero de visita a la casa encantada y allí tenía mi oportunidad de hablar con él, si quería hacerlo. Describí medio círculo y me aproximé a él de frente. Me vio acercarme por la avenida y no se movió; continuó quieto, con las manos sobre el puño del bastón, observándome, bajo sus espesas cejas negras. A distancia, aquellas cejas parecían formidables; eran lo único que yo veía de su cara. Pero ya más cerca, me tranquilicé, sencillamente, porque me di cuenta en seguida de que nadie podía en realidad ser tan fantásticamente fiero como parecía aquel pobre viejo caballero. Su cara parecía una especie de caricatura de truculencia marcial. Me detuve ante él y le pedí permiso, respetuosamente, para sentarme y descansar en su banco. Accedió con un gesto silencioso, con mucha dignidad, y me senté junto a él, en una posición que me permitía observarle disimuladamente. Me parecía una rareza lo mismo a la luz de la mañana que a la luz dudosa del crepúsculo en que lo había visto por primera vez. Las líneas de su cara eran tan rígidas como si hubieran sido talladas en un bloque de madera por un escultor torpe. Sus ojos relucían, su nariz era imponente y su boca inhumana. No obstante, poco después, cuando se volvió lentamente y me miró con fijeza, me di cuenta de que a pesar de su portentosa máscara, era un anciano apacible. Estaba seguro de que hasta le habría gustado sonreírse. Pero, evidentemente, sus músculos faciales eran demasiado rígidos; habían tomado su forma definitiva. Me pregunté si estaría loco, pero descarté en seguida la idea; el brillo de sus ojos no era el de la demencia. Lo que expresaba su cara era una profunda y sencilla tristeza; posiblemente tenía el corazón herido, pero su cerebro estaba intacto. Su indumentaria se veía raída, pero limpia, y su vieja capa azul había conocido medio siglo de cepillos.

Me apresuré a hacer alguna observación sobre la suavidad excepcional del día y me respundió con una voz melosa y un tono amable, que sobresaltaban al oírlos salir de unos labios tan belicosos.

—Es un lugar muy agradable, éste —agregó.

—Me gusta pasear por los cementerios —respondí deliberadamente, felicitándome de iniciar un tema que podía conducir a algo.

Me sentí estimulado. El hombre se volvió hacia mí y me miró con sus ojos de brillo oscuro. Luego, gravemente, dijo:

—Pasear, sí. Haga su ejercicio ahora. Algún día quedará rígido, tendido para siempre, en un cementerio.

—Muy cierto —dije—, pero, ¿sabe usted que se dice que algunos hacen el mismo ejercicio aun después de muertos?

Había estado mirándome fijamentente y al oír estas palabras, desvió la vista.

—¿No me comprende? —dije, en tono amable.

Continuó mirando ante sí.

—Hay personas que andan aún después de muertas —añadí.

Al fin se volvió y me miró ominosamente.

—Usted no cree esto.

—¿Cómo sabe usted si lo creo o no?

—Porque es usted joven y frívolo.

Dijo esto sin amargura, casi afirmaría que bondadosamente, pero en el tono de un viejo que, consciente de su gran experiencia, considera superficial la de los demás.

—Es verdad que soy joven —contesté—, pero no creo que en general sea frívolo. Usted puede decir que yo no creo en fantasmas, pero la mayoría de la gente estará conmigo.

—La mayoría de la gente es tonta —dijo el hombre.

Dejé la cuestión y hablé de otras cosas. El hombre parecía en guardia. Me miraba retadoramente y respondía con pocas palabras a mis observaciones; no obstante, yo tenía la impresión de que nuestra conversación le resultaba agradable y, aún más: que nuestro encuentro le parecía un hecho social de alguna importancia. Era, evidentemente, un ser solitario y sus oportunidades de charla habían de ser escasas. Había tenido sus dificultades, que le habían alejado del mundo y habían hecho que se recogiera en sí mismo; pero la fibra social de su alma anacrónica no estaba totalmente insensibilizada y tuve la seguridad de que estaba contento de percibir que podía responder, aunque fuera débilmente. Al fin pasó a hacerme preguntas. Quiso saber si yo era un estudiante.

—Estudio teología —respondí.

—¿Teología?

—Sí. Estudio para ser ministro del Señor.

Al oír esto me miró con curiosa intensidad; pero después desvió otra vez la mirada.

—Entonces hay ciertas cosas que usted debería saber —dijo, al fin.

—Tengo un gran deseo de saber —dije—. ¿A que se refiere usted?

Me miró de nuevo, pero sin responder a mi pregunta.

—Me gusta su aspecto —dijo—. Me parece usted un joven modesto.

—¡Oh, muy modesto! —exclamé, olvidando mi modestia.

—Me parece que es usted juicioso —continuó.

—¿Ya no le parezco frívolo, entonces?

—Me mantengo en lo que dije sobre la gente que niega el poder de los muertos para volver: ¡es tonta!

El hombre dio con su bastón unos golpes sobre el suelo.

Titubeé un momento y bruscamente exclamé:

—¡Usted ha visto un fantasma!

No pareció sorprenderse de mis palabras.

—Lo he visto, sí, señor —respondió con dignidad. —Para mí esto no es una cuestión de fría teoría. No he tenido que husmear en viejos libros para saber lo que debo creer. ¡Yo sé! Con mis propios ojos he visto ante mí el espíritu de una persona muerta, como le veo a usted ahora.

Y sus ojos, al decir estas palabras, miraban como si vieran cosas extrañas. Me sentí impresionado. Me conmovió su credulidad.

—¿Fue terrible? —pregunté.

—Soy un viejo soldado. No me asustó.

—¿Dónde pasó eso? ¿Cuándo lo vio? —pregunté.

Me miró recelosamente y comprendí que iba demasiado aprisa.

—Perdóneme que no entre en detalles —dijo—. No tengo derecho a hablar ampliamente. Ya he hablado más de lo que debía porque no puedo soportar que se trate de estas cosas con frivolidad.

Recuerde en el futuro que ha visto usted a un viejo honesto que le ha dicho, bajo palabra de honor, que ha visto un fantasma.

Se levantó, como si considerase que había hablado lo bastante. Reserva, timidez, orgullo, el temor de que me riera de él, posiblemente el recuerdo de ocasiones en que habría sido objeto de burla... Todo esto, posiblemente, pesaba en su ánimo; pero sospeché que por otra parte la garrulidad de los años le había soltado la lengua, con el sentido de soledad y la necesidad de comprensión y también, tal vez, llevado por la amistad que había tenido la generosidad de demostrarme. Evidentemente, habría sido una imprudencia presionarlo y esperaba verle otra vez.

—Para dar mayor peso a mis palabras —agregó— permítame que le diga mi nombre: capitán Diamond, señor. He servido muchos años.

—Espero tener el gusto de verle otra vez —dije.

—Lo mismo le digo, señor.

Y blandiendo el bastón en un gesto simuladamente amenazador, pero en realidad amistoso, se marchó.

Pregunté a dos o tres personas, seleccionadas con discreción, si sabían algo del capitán Diamond, y ninguna de ellas me aclaró nada. Al fin, de pronto, me di una palmada en la frente y tratándome de idiota me di cuenta de que había descuidado una fuente de información a la cual nunca había recurrido en vano. La excelente persona a cuya mesa habitualmente comía y que dispensaba su hospitalidad a estudiantes, a tanto la semana, tenía una hermana tan buena como ella y de conversación más variada. Esta hermana, conocida con el nombre de Miss Deborah, era una solterona en toda la acepción de la palabra. Era deforme y nunca salía de su casa. Pasaba el día sentada junto a la ventana, entre una jaula de pájaros y una maceta con flores, cosiendo pequeños artículos, misteriosas cintas y chorreras. Me aseguraban que eran una excelente costurera y que su trabajo era muy bien cotizado. A pesar de su deformidad y de su retiro, tenía una cara pequeña, fresca y redonda, y una imperturbable serenidad de espíritu. Era ingeniosa y muy observadora y gozaba con una buena conversación amistosa. Nada le gustaha tanto como que uno —especialmente si se trataba de un estudiante de teología— tomara una silla y se sentara a su lado, junto a la ventana soleada, para una «charla» de veinte minutos. «Bueno, señor —solía decir—, ¿cuál es la última monstruosidad en la crítica bíblica?» Porque solía fingirse horrorizada por las tendencias racionalistas de la época. Pero tenía su péqueña filosofía inexorable y estoy convencido de que era una racionalista más aguda que ninguno de nosotros y de que si se lo hubiera propuesto habría planteado cuestiones que podían desconcertar a la mayoría de nosotros. Su ventana dominaba toda la villa o quizá todo el país. Se enteraba de todo cantando, con su pequeña voz cascada, sentada en su baja mecedora. Era la primera en enterarse de todo y la última en olvidarlo. Se sabía al dedillo todos los chismes de la villa y lo sabía todo de gente que no conocía personalmente, que no había visto nunca. Cuando le preguntaba cómo sabía tantas cosas, me respondía: «¡Oh, yo observo!» Y una vez me dijo: «Observe con atención y no importa donde se encuentre usted. Puede encontrarse encerrado en un armario, a oscuras. Todo lo que necesita es empezar con algo; una cosa lleva a otra y todas las cosas están relacionadas. Enciérrenme en un armario y al poco rato observaré que unas partes están más oscuras que otras. Después de esto, denme tiempo, les diré lo que el presidente de los Estados Unidos va a cenar.» Una vez le lancé un cumplido: «Su observaaán es tan fina como su aguja y sus palabras tan seguras como sus puntadas.»

Naturalmente, Miss Deborah había oído hablar del capitán Diamond. Se había hablado mucho de él años atrás, pero había sobrevivido al escándalo relacionado con su nombre.

—¿En qué consistía el escándalo? —pregunté.

—Mató a su hija.

—¿La mató? ¿Cómo?

—¡Oh, no con una pistola, ni con un puñal, ni con una dosis de arsénico! Con su lengua. ¡Y que me digan de la lengua de las mujeres! Le echó una maldición, una terrible maldición, y la chica murió.

—¿Qué había hecho la hija?

—Había recibido la visita de un joven que la quería apasionadamente y a quien él había prohibido entrar en la casa.

—¡La casa! —exclamé—. ¡Ah, sí! Una casa de campo, a dos o tres millas de aquí, en un cruce de caminos, en un lugar solitario...

—¡Ah, usted sabe algo de la casa!

—Un poco —contesté—. La he visto. Pero me gustaría que me contara usted algo más.

Pero Miss Deborah se mostró insólitamente poco propicia a la comunicación.

—¿No me llamará usted supersticiosa? —dijo.

—¿A usted? Usted es la quintaesencia de la razón pura.

—Bueno, cada hilo tiene su defecto, cada aguja su puntito de moho. Preferiría no hablar de esa casa.

—No sabe usted cómo excita mi curiosidad.

—Lo siento por usted. Pero me pondría nerviosa.

—¿Qué daño puede hacerle a usted hablarme de la casa?

—Lo hizo a una amiga mía.

Miss Deborah hizo un positivo movimientode cabeza.

—¿Qué había hecho su amiga?

—Me había explicado el secreto del capitán Diamond, que él le había revelado con mucho misterio. Había sido novia suya, en otros tiempos y se le confió. Le recomendó que no lo repitiera a nadie y le aseguró que si lo hacía le sucedería algo terrible.

—¿Y que le pasó?

—Se murió.

—Bueno, todos somos mortales —dije yo—. ¿Había prometido algo, su amiga?

—No lo había tomado en serio, no le había creído. Me repitió la historia a mí y tres días después sufría una inflamación de los pulmones. Un mes más tarde, sentada donde me siento ahora, cosía su mortaja. Desde entonces no he contado a nadie lo que ella me dijo.

—¿Es algo muy raro?

—Es extraño, pero es también ridículo. Es una cosa que puede hacer estremecer, pero lo mismo puede dar risa. Pero no se preocupe por mí. No voy a hablar. Estoy segura de que si se lo contara, me pincharía en seguida con una aguja y al cabo de una semana moriría de tétanos.

Me retiré sin insistir más para que Miss Deborah me contase su secreto. Pero cada dos o tres días, después de la comida, iba a su casa y me sentaba un rato junto a su mecedora. No hice ninguna otra alusión al capitán Diamond. Callaba, cortando cintas con sus tijeras. Por fin, un día, me dijo que yo parecía estar triste, que me veía pálido.

—Estoy muriendo de curiosidad —dije—. He perdido el apetito. Ni siquiera he comido.

—Acuérdese de la esposa de Barbarroja —me dijo Miss Deborah.

—Lo mismo se puede morir de una estocada que de hambre —contesté.

No dijo nada aún y yo me levanté, hice un gesto melodramático y me dispuse a marcharme. Cuando estaba ya en la puerta me llamó y me señaló la silla que acababa de dejar.

—Nunca he tenido el corazón duro —dijo—. Siéntese y si hemos de morir, moriremos juntos.

En pocas palabras me contó lo que sabía del secreto del capitán Diamond.

—Era un hombre de carácter iracundo y aunque amaba mucho a su hija, su voluntad era ley. Había escogido un esposo para ella y se lo había comunicado. La madre había muerto y vivían los dos solos. La casa era un aporte matrimonial de la señora Diamond. Tengo entendido que el capitán no tenía ni un céntimo. Después del casamiento se habían instalado en la casa y el capitán se dedicaba a trabajar la tierra. El enamorado de la chica era un joven de Boston, con patillas. Una noche el capitán los sorprendió juntos; agarró al joven por el cuello y lanzó una maldición contra la hija. El Joven gritó que la chica era su esposa, el capitán le preguntó a ella si era verdad y la chica contestó que no. Entonces, el capitán, más furioso, repitió la maldición, le dijo que se fuera de la casa y la repudió. La chica se desmayó y el padre, furioso, se fue. Unas horas más tarde, regresó y encontró la casa desocupada. Sobre la mesa había una nota del joven en la cual le decía que había matado a su hija y que como marido se consideraba con el derecho a enterrar el cadáver. ¡Se lo había llevado en un coche! El capitán Diamond le eseribió una carta diciéndole que no creía que su hija hubiera muerto, pero que en todo caso, estaba muerta para él. Una semana más tarde, a medianoche, se le apareció el fantasma. Entonces, supongo, quedó convencido. El fantasma reapareció varias veces y llegó a presentarse regularmente. El viejo se sentía incómodo, porque con el tiempo su ira se había calmado y se había transformado en pena. Determinó dejar la casa y trató de venderla o de alquilarla; pero se había divulgado el rumor de las apariciones del fantasma, que ya otras personas habían visto; la casa tenía mala fama y era difícil deshacerse de ella, que era, con la tierra, la única propiedad del hombre. No tenía otros medios de subsistencia. Si no podía vivir en ella ni podía alquilarla, estaba condenado a vivir de la mendicidad. Pero el fantasma se mostraba implacable, como en su día se mostró él. Se resistió durante seis meses, pero al fin sucumbió. Se puso la capa, recogió sus cosas y se dispuso a marchar y mendigar su pan. Entonces el fantasma se ablandó y le propuso un trato. «Déjame la casa —le dijo—. La quiero para mí. Vete a vivir en otro lugar. Pero como no tienes medios de vida, seré su inquilino. Te pagaré una renta.» Y el fantasma señaló una cantidad. El capitán aceptó y cada trimestre va a cobrar la renta.»

Me reí de esta historia, pero confieso que me había impresionado porque venía a confirmar lo que yo había observado. ¿No había presenciado una de las visitas trimestrales del capitán, no le había visto mirando cómo su casero contaba el dinero de la renta y cuando él se retiraba en la oscuridad con una pequeña bolsa de monedas escondida en los pliegues de su capa? No comuniqué a Miss Deborah ninguna de mis reflexiones, porque estaba resuelto a que mis observaciones tuvieran una continuación y me prometí el placer de recrearla con mi historia en su plena madurez.

—¿No tiene el capitán Diamond ningún otro medio de vida conocido?

—Ninguno. No trabaja y el fantasma le mantiene. Una casa en que se aparecen los muertos es una propiedad muy valiosa.

—¿Con qué moneda paga el fantasma?

—En buenas monedas americanas de oro y plata. Con una sola peculiaridad: que todas las piezas son de fecha anterior a la muerte de la chica. Resulta una curiosa mezcla de materia y espíritu.

—¿Se porta de una manera decente, el fantasma? ¿Paga una buena renta?

—Tengo entendido que el viejo vive dignamente y que tiene su pipa y sus tragos. Alquiló una pequeña casa junto al río; la puerta da a la calle y hay un pequeñno jardín ante ella. Allí pasa los días, al cuidado de una mujer de color. Hace algunos años, solía pasearse bastante; era una figura conocida en la villa y mucha te conocía su leyenda. Pero últimamente se ha retirado en su concha y la curiosidad lo ha olvidado. Supongo que el hombre chochea ya. Pero estoy segura —dijo Miss Deborah como conclusión— que no sobrevivirá a sus facultades o a su capacidad de andar, porque si no recuerdo mal, una parte del trato era que tiene que ir personalmente a cobrar la renta.

No pareció que ninguno de los dos fuera a recibir castigo alguno por la indiscreción de Miss Deborah. Continué viéndola, día tras día, cantando inclinada sobre su labor, ni más ni menos activa que de costumbre. Fui más de una vez al cementerio, pero mis esperanzas quedaron defraudadas, porque no encontré al capitán Diamond allí. Pero tenía una perspectiva de ver compensada mi decepción. Deduje que las visitas del viejo a la casa eran hechas en el último día de cada trimestre. La primera vez que le había visto fue el treinta y uno de diciembre y me parecía probable, por consiguiente, que volvería allí el treinta y uno de marzo. Se aproximaba la fecha... Al fin llegó. Acudí tarde a la casa dando por supuesto que la hora de la cita era la del crepúsculo. No me equivoqué. Hacía un rato que me paseaba por los alrededores, como si yo mismo fuera un fantasma, cuando el hombre apareció de la misma manera que en la ocasión anterior, con la misma indumentaria. De nuevo me escondí y observé cómo procedía al mismo ceremonial. Aparecieron las luces, una tras otra, en la rendija de cada ventana entre los postigos y yo abrí la ventana que había cedido a mi curiosidad tres meses antes. De nuevo vi la gran sombra en la pared, quieta y solemne. Pero no vi nada más. El viejo salió por fin, hizo sus fantásticos saludos ante la casa y desapareció en la oscuridad.

Un día, transcurrido más de un mes, volví a encontrarlo en el cementerio de Mount Auburn. El aire estaba lleno de las voces de la primavera. Los pájaros habían regresado y cantaban sus viajes del invierno, y una suave brisa de poniente murmuraba entre las plantas. El viejo estaba sentado al sol, todavía envuelto en su capa enorme y me reconoció en cuanto me acerqué a él. Hizo una inclinación de cabeza, como si fuera un gran señor oriental que diera la señal para mi decapitación, pero era evidente que estaba contento de verme.

—Le he buscado a usted aquí, más de una vez —le dije—. No viene usted a menudo.

—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó.

—Gozar de su conversación. Me gustó tanto, el día en que charlamos...

—¿Me encuentra usted divertido?

—Interesante.

—¿Le parezco a usted un chiflado?

—¿Chiflado? ¡Señor! —protesté.

—Soy el hombre más en sus cabales de este lugar. Ya sé que es lo que dicen todos los locos, pero en general no pueden probarlo y yo sí puedo.

Calló por unos momentos.

—Le explicaré. Una vez, sin quererlo, cometí un crimen. Y ahora pago el castigo, con mi vida entera. Afronto los hechos como son. Nunca he tratado de esquivar mi pena, que es terrible; pero la he aceptado. He sido un filósofo. Si fuera católico, me habría hecho monje y habría dedicado el resto de mi vida al ayuno y a la oración. Pero esto no es una pena: es una evasión. Pude haberme suicidado, pude haberme vuelto loco... No. No hice nada de esto. Sencillamente, afronté las consecuencias. Como le dije, son terribles. Las afronto cuatro veces al año, en días determinados, y así lo haré mientras viva. No tengo otra cosa que hacer; este es mi pasatiempo, porque así es como he tomado la cosa. Hay que ser razonable.

—¡Admirable! —exclamé—. Pero me deja usted con mucha curiosidad y mucha simpatía.

—Especialmente con curiosidad —me replicó.

—Bueno, si yo supiera exactamente lo que sufre usted, mi compasión sería mayor.

—Muchas gracias. No necesito su compasión, que no me serviría de nada. Le diré a usted algo, pero no en mi interés sino en el de usted.

El anciano hizo una pausa y echó una mirada a su alrededor, para asegurarse de que ningún curioso le oía.

—¿Estudia usted aún teología? —me preguntó.

—Sí —respondí yo, quizá con una sombra de irritación—. Es una cosa que no puede aprenderse en seis meses.

—Así lo creo, sobre todo porque no tienen ustedes para estudiar más que sus libros. ¿No conoce usted el proverbio que dice: «Un grano de experiencia vale más que una libra de preceptos»? Yo soy un grán teólogo.

—¡Ah, usted ha tenido la experiencia! —murmuré con simpatía.

—Usted ha leído sobre la inmortalidad del alma, usted ha visto a Jonathan Edwards y al doctor Hopkin machacando lógica sobre ello y citando autoridades a troche y moche para determinar que es verdad. Pero yo lo he visto con mis propios ojos. ¡Y lo he tocado con estas manos!

El anciano levantó las manos, agitándolas furiosamente.

—¡Esto vale mucho más, pero lo he pagado caro! Es mejor que lo aprenda usted en los libros. Evidentemente, es lo que hará. Es usted un joven buena persona; no tendrá usted nunca un crimen sobre su conciencia.

Le contesté, con fatuidad juvenil, que esperaba con toda seguridad tener mi parte de pasiones humanas, joven buena persona y futuro doctor en teología como era.

—¡Ah, pero usted tiene muy buen carácter! Como lo tengo yo ahora, pero en otro tiempo fui brutal, demasiado brutal. Debería usted saber lo que son las cosas. Maté a mi propia hija.

—¡A su hija!

—La dejé sin sentido y murió. Pudieron ahorcarme por ello, pero no la había derribado con mis manos, sino con mis palabras, falsas y reprobables. Y esto hace una gran diferencia: vivimos regidos por una gran ley. Puedo asegurarle que su alma es inmortal. Tengo una cita con ella cuatro veces al año y entonces recibo mi lección.

—¿Nunca le ha perdonado?

—Me ha perdonado como perdonan los ángeles. Y esto es lo que no puedo sufrir. No puedo soportar su mirada dulce y tranquila. Casi preferiría clavarme un cuchillo en el corazón... ¡Oh, Señor, Señor, Señor!

El capitán Diamond inclinó la cabeza sobre el puño de su bastón y apoyó la frente sobre sus manos cruzadas. Me sentí impresionado y conmovido y por un momento me pareció que su actitud invitaba a nuevas preguntas. Antes de que me aventurara a preguntar nada más, se levantó lentamente y se embozó con su capa. No estaba acostumbrado a hablar de sus penas y los recuerdos le abrumaban.

—Tengo que marcharme —me dijo—, he de caminar un largo trecho.

—Es posible que nos veamos otra vez.

—¡Oh!, estoy muy viejo —contestó— y es probable que tarde en volver. Tengo que reservarme. A veces estoy un mes seguido sentado en una silla fumando mi pipa. Pero me gustaría verle a usted de nuevo.

Se detuvo y me dirigió una mirada terrible y bondadosa a la vez.

—Es posible que algún día encuentre un alma joven y pura. Si consigo hacerme un amigo, algo habré ganado. ¿Cómo se llama usted?

Llevaba en mi bolsillo un volumen de los Pensamientos, de Pascal, en cuya guarda había escrito mi nombre y mi dirección. Se lo di a mi viejo amigo.

—Me gustaría que guardara usted este pequeño libro —le dije—. Me gusta mucho y le dirá algo acerca de mí.

Lo tomó y le dio un par de vueltas en sus manos. Luego me dirigió una mirada de gratitud.

—No soy un gran lector, pero no voy a rechazar el primer regalo que me hacen desde mi desgracia... Y el último. Muchas gracias, señor.

Con el pequeño libro en sus manos echó a andar. Yo quedé imaginando al hombre sentado durante semanas fumando su pipa.

Pasó tiempo sin que volviera a verle, pero esperaba mi oportunidad para el día último de junio, al final de otro trimestre. Al fin, al anochecer de un agradable día de verano, volví a la casa del capitán Diamond. Todo estaba verde a su alrededor, excepto la huerta en la parte trasera, pero su perpetua tristeza era tan impresionante como cuando la había visto bajo el cielo de diciembre. Al aproximarme vi que llegaba tarde para mi propósito, que era sencillamente el de adelantarme al capitán y pedirle descaradamente que me permitiera entrar con él. Había llegado antes de lo que yo había previsto y vi ya las luces prendidas a través de las rendijas de las ventanas. No quise, naturalmente, entrometerme en su entrevista con el fantasma y esperé a que saliera. Las luces se apagaron a su debido tiempo y salió el capitán Diamond. Aquella noche no hizo sus reverencias porque lo primero que vio al salir fue a su noble amigo plantado, modesta pero firmemente, cerca de la puerta de entrada. Se detuvo de manera brusca, me miró y esta vez su terrible mirada era adecuada a la situación.

—Sabía que estaba usted aquí y he venido intencionalmente.

Parecía contrariado y miró hacia la casa, molesto.

—Me perdonará usted que me haya tomado esta libertad —dije—, pero usted sabe que me alentó a hacerlo.

—¿Cómo sabía usted que yo estaba aquí?

—Razoné. Usted me contó la mitad de su historia y yo deduje la otra mitad. Soy un gran observador y me fijé en esta casa, al pasar. Me pareció que encerraba un gran misterio. Cuando usted tuvo la confianza de decirme que veía espíritus, tuve la seguridad de que sólo podía ser aquí.

—Es usted muy listo —dijo el anciano—. ¿Y qué le ha traído a usted aquí precisamente esta noche?

Me vi obligado a esquivar la pregunta.

—Oh, vengo a menudo. Me gusta contemplar esta casa. Me encanta.

Se volvió y la miró.

—No tiene nada de particular, en la parte de afuera.

Era evidente que el exterior de la casa le era indiferente, a pesar de su aspecto peculiar, y esto, dicho así a la luz del crepúsculo, ante la misma siniestra construcción, parecía hacer más real su visión de las extrañas cosas del interior.

—He estado esperando una oportunidad para entrar en la casa. Pensé que podría encontrarle a usted y que me lo permitiría. Me complacería mucho ver lo que ve usted.

El capitán parecía confundido por mi osadía, pero no precisamente disgustado. Me puso una mano sobre el brazo.

—¿Sabe usted lo que he visto? —me preguntó.

—¿Cómo voy a saberlo si no es, como dijo usted el otro día, por la experiencia? Por favor, abra la puerta y permítame entrar.

Los ojos brillantes del capitán Diamond se abrieron desmesuradamente bajo sus cejas oscuras y, después de contener el aliento unos momentos, soltó la risa y vi los rasgos de su cara contraídos; una risa profundamente grotesca, pero silenciosa.

—¿Entrar con usted? —gruñó suavemente—. No entraría otra vez, hasta que llegue la hora, ni por mil veces la suma que he recibido.

Sacó la mano de entre los pliegues de su capa y me mostró un montón de monedas anudadas en el extremo de un viejo pañuelo de seda.

—Cumplo mi trato, no menos, pero tampoco más.

—Pero usted me dijo, la primera vez que tuve el gusto de hablar con usted, que la cosa no era tan terrible.

—Tampoco ahora digo que sea tan terrible. Pero es muy desagradable.

Este adjetivo fue pronunciado con tanta energía que me hizo titubear y reflexionar. Mientras lo hacía, me pareció que oía un ligero movimiento en uno de los postigos de una ventana encima de nosotros. Miré hacia arriba, pero todo estaba quieto. El capitán Diamond había estado pensando también; de pronto se volvió hacia la casa.

—Si quiere usted entrar solo —me dijo—, bienvenido sea usted.

—¿Me esperará usted aquí?

—Sí, no estará usted mucho ahí dentro.

—Pero la casa está completamente a oscuras. Cuando entra usted, tiene alguna luz.

Se metió la mano en las profundidades de su capa y sacó algunas cerillas.

—Tome esto —dijo—. Encontrará usted dos candeleros con velas encima de la mesa del vestíbulo. Enciéndalos usted, tome uno de cada mano y métase adelante.

—¿Adónde debo ir?

—A cualquier lugar... A todas partes. Confíe usted en que el fantasma le encontrará.

No voy a pretender que en aquel momento mi corazón no latía aceleradamente. Y no obstante imagino que hice un gesto con suficiente dignidad al anciano indicándole que me abriera la puerta. Había decidido en mi fuero interno que se trataba de un fantasma auténtico. Había aceptado la premisa y me había dado a mí mismo la seguridad de que una vez la mente estaba preparada y la cosa no era una sorpresa, era posible mantener la serenidad. El capitán Diamond dio una vuelta a la llave, abrió la puerta y me hizo una profunda reverencia al cederme el paso. Me encontré en la oscuridad y oí el ruido de la puerta que se cerraba tras de mí. Durante unos momentos no moví ni un dedo de mi cuerpo; miraba valientemente frente a mí, en la oscuridad. Pero ni veía ni oía nada y al fin encendí una cerilla. Encima de una mesa vi dos candeleros de latón, viejos y mohosos por la falta de uso. Encendí las velas y empecé mi ronda de exploración.

Vi ante mí una ancha escalera, que tenía una balaustrada antigua de aquella talla rígidamente delicada que se encuentra en algunas viejas casas de la Nueva Inglaterra. Dejé para más tarde la escalera y me metí en la habitación a mi derecha. Era una salita con mobiliario anticuado y reducido, mustio debido a la ausencia de vida humana. Levanté mis luces y no vi nada más que las sillas vacías y los muros desnudos. Más allá estaba la habitación que yo había atisbado desde fuera que se comunicaba, como había deducido, por unas puertas plegables. Tampoco allí me enfrenté con ningún espectro amenazador. Atravesé de nuevo el vestíbulo y recorrí las habitaciones del otro extremo: un comedor en el frente, donde habría podido escribir mi nombre con el dedo en la capa de polvo que cubría la gran mesa cuadrada; y más allá, la cocina con sus cacerolas y otros cacharros, eternamente fríos. Todo esto resultaba triste y arduo, pero no formidable. Regresé al vestíbulo y me situé ante el pie de la escalera, sosteniendo mis candeleros. Subir era algo que requería un nuevo esfuerzo y miré hacia la oscuridad de lo alto. De pronto me di cuenta de que la oscuridad estaba animada; parecía moverse y contraerse. Lentamente —y digo lentamente porque en mi tensa expectación los momentos me parecieron muy largos— tomó la forma de una figura grande y definida, que avanzó y se detuvo en lo alto de la escalera. Francamente debo confesar que para entonces yo tenía conciencia de un sentimiento al cual me creo honestamente en el deber de dar el nombre de miedo. Puedo poetizarlo y llamarlo Pavor, así, con mayúscula. Era, en todo caso, el sentimiento que hace retroceder a un hombre. Notaba cómo crecía y me pareció perfectamente irresistible, porque tenía la impresión que no nacía de mi interior sino que me venía de afuera y que se encarnaba en la figura oscura de lo alto de la escalera. Pasados unos momentos, razoné. Recuerdo que razoné. Y me dije: «Siempre había creído que los fantasmas eran blancos y transparentes; y éste es una cosa de sombras espesas, densamente opacas.» Recuerdo muy bien que esto fue momentáneo, y que si el miedo había de dominarme tenía que poner atención en mis impresiones mientras conservara mis sentidos. Retrocedí, paso a paso, con mi mirada fija en la figura y dejé mis candeleros encima de la mesa. Tenía perfectamente conciencia de que lo más adecuado era que subiera resueltamente la escalera y me enfrentara con la figura, pero parecía que las suelas de mis zapatos se hubieran transformado de pronto en unas pesas de plomo. Me habían servido lo que deseaba: veía al fantasma. Traté de mirar a la figura distintamente a fin de poder recordarla bien y sostener después, honradamente, que no había perdido el dominio de mí mismo. Llegué a preguntarme cuánto tiempo se suponía que había de estar mirando y cuándo podía retirarme honorablemente. Todo esto, claro, pasó por mi mente rápidamente y me distraje de ello por un nuevo movimiento de la figura oscura. Aparecieron dos blancas manos de aquella masa vertical y se elevaron lentamente hasta lo que parecía ser el nivel de la cabeza. Allí se juntaron en la región de la cara, luego se separaron y dejaron al descubierto un rostro. Era confuso, blanco, extraño, fantasmal en todos los sentidos. Me miró durante unos instantes, después de los cuales una de las manos se levantó otra vez, lentamente, y se movió, hacia adelante y atrás. Había algo singular en aquel gesto, que me parecía denotar resentimiento y al mismo tiempo me despedía; y no obstante era una especie de movimiento trivial y familiar. En mis cálculos no había entrado la idea de familiaridad por parte de la Presencia fantasmal y no me impresionó agradablemente. Estuve de acuerdo con el capitán Diamond en que aquello era «muy desagradable». Me sentía imbuido del deseo de hacer una retirada ordenada y si era posible graciosa. Deseé hacerla gallardamente y me pareció que lo más gallardo sería apagar las luces. Me volví y así lo hice, puntillosamente, y luego me dirigí a tientas hacia la puerta y la abrí. La luz del exterior, aunque casi extinta, penetró en la casa por un momento, jugueteó con las polvorientas profundidades de la casa y me mostró la sombra sólida.

De pie en la hierba, inclinado sobre su bastón, bajo las estrellas vacilantes, encontré al capitán Diamond, que me miró fijamente por unos momentos, pero no me hizo pregunta alguna. Luego se aproximó a la puerta y la cerró. Cumplida esta ceremonia, procedió a la otra —hizo su reverencia como un sacerdote ante un altar— y sin prestarme más atención, se fue.

Unos días más tarde, suspendí mis estudios y me fui debido a mis vacaciones de verano. Estuve ausente unas semanas, durante las cuales tuve bastante tiempo libre para analizar mis impresiones de lo supernatural. Me satisfizo reflexionar que no me había sentido innoblemente aterrorizado: ni había huido asustado ni me había desmayado, sino que había procedido con dignidad. No obstante, me sentí ciertamente más cómodo cuando puse treinta millas entre mí y la escena de mi proeza, y durante mucho tiempo continué prefiriendo la luz del día a la oscuridad. Mis nervios se habían sentido fuertemente excitados y tuve especialmente conciencia de que bajo la influencia del aire soporífero de la costa, mi excitación empezaba lentamente a desvanecerse. A medida que esto se producía, intenté adoptar una actitud seriamente racional sobre mi experiencia. Cieramente, yo había visto algo, que no era una fantasía; pero, ¿qué era lo que yo había visto? Lamentaba mucho entonces no haber sido más osado y no haberme aproximado más a la aparición y examinarla más minuciosamente. Yo había hecho tanto como cualquier hombre en mis circunstancias se habría atrevido a hacer. Fue realmente una imposibilidad lo que me impidió avanzar. ¿No era esta paralización de mis facultades en sí misma una influencia sobrenatural? No necesariamente, tal vez, porque un fantasma falso que uno acepte puede impresionar tanto como uno verdadero. Pero, ¿por qué había yo aceptado tan fácilmente el fantasma negro que movía su mano? ¿Por qué se había impresionado tanto, el mismo fantasma? Indiscutiblemente, verdadero o falso, era un fantasma muy inteligente. Yo habría preferido —y lo habría preferido mucho— que hubiera sido un fantasma autentico, en primer lugar porque no me importaría haberme estremecido y haber temblado por ello y en segundo lugar porque haber visto un aparecido verdadero es una rareza de la cual pocos pueden jactarse. Traté, por consiguiente, de dejar mi visión inalterada y dejar de buscarle explicaciones. Pero un impulso más fuerte que mi voluntad me inducía de vez en cuando a plantearme una pregunta burlona. Dando por supuesto que la aparición era la de la hija del capitán Diamond, era su espíritu, pero, ¿no era su espíritu y algo más?

A mediados de setiembre me encontré nuevamente instalado entre las sombras teológicas y no tuve ninguna prisa por visitar otra vez la casa del capitán.

Se aproximaba el final de mes —que era el final de otro trimestre para el pobre capitán Diamond— y me sentía poco dispuesto a estorbar su peregrinaje, en aquella ocasión; aunque confieso que pensaba con una gran dosis de compasión en el agotado anciano yendo, solo, en el crepúsculo de otoño a su diligencia extraordinaria. El día treinta de setiembre me encontraba, soñoliento, inclinado sobre un pesado libro, cuando oí que llamaban débilmente a mi puerta. Respondí con una invitación a entrar, pero como esto no produjera efecto, me levanté, fui hasta la puerta y la abrí. Me encontré ante una mujer negra, ya entrada en años, con la cabeza envuelta con un turbante rojo y un pañuelo blanco doblado a través del pecho. Me miró en silencio. La mujer tenía un aire de gravedad y de recato que a menudo se observa en las personas de edad de su raza. Quedé mirándola en actitud interrogativa y por fin, sacando una mano de un gran bolsillo, me enseñó un pequeño libro. Era el ejemplar de los Pensamientos, de Pascal, que yo había regalado al capitán Diamond.

—Por favor, señor —dijo la mujer, quedamente—, ¿conoce usted este libro?

—Perfectamente —contesté—. En la guarda de ese libro está escrito mi nombre.

—¿Es su nombre y no el de otra persona?

—Si usted quiere, escribiré mi nombre y podrá usted compararlo con el que está escrito en el libro —contesté.

Quedó callada unos momentos y luego, con dignidad, dijo:

—Sería innecesario. No sé leer. Si me da usted su palabra, me basta. Vengo —continuó diciendo— de parte del caballero a quien usted dio el libro. Me dijo que lo trajera como prenda... Prenda es la palabra que dijo él. Está enfenmo en cama y necesita verle a usted.

—¿El capitán Diamond, enfermo? —exclamé—. ¿Está grave?

—Muy mal, señor, muy mal... Está acabado.

Manifesté mi pesar y mi simpatía y me mostré dispuesto a ir a verle en seguida si su mensajera negra me mostraba el camino. La mujer asintió con deferencia y a los pocos momentos la seguía por las calles soleadas, sintiéndome como un personaje de las Mil y una noches, conducido hasta una puerta trasera por una esclava etíope. La mujer dirigió sus pasos hacia el río y se detuvo ante una pequeña casa amarilla, de aspecto decente, en una de las calles descendentes; me abrió rápidamente la puerta y me condujo ante la presencia de mi viejo amigo, que estaba en cama, en una habitación oscura, evidentemente en estado de postración. Estaba con la espalda recostada contra la almohada, mirando ante sí; con su cabello erizado más erecto que nunca y con sus ojos intensamente brillantes y oscuros delatando su fiebre. El apartamento era modesto y escrupulosamente limpio, y pensé que mi morena guía era una fiel sirviente. El capitán Diamond, tendido rígido y pálido entre sus blancas sábanas, parecía una figura rústicamente tallada en la cubierta de una tumba gótica. Me miró silenciosamente y mi acompañante se retiró y nos dejó a los dos solos.

—Sí, es usted —dijo por fin el capitán—, es usted, aquel joven bondadoso. No me equivoco, ¿verdad?

—Espero que no. Creo que soy un joven bueno, y siento mucho que se encuentre usted enfermo. ¿Qué es lo que puedo hacer por usted?

—Me encuentro mal, muy mal. Me duelen todos mis viejos huesos —dijo el hombre, que gruñendo continuamente trató de volverse hacia mí.

Le pregunté sobre el carácter de su enfermedad y sobre el tiempo que llevaba en la cama, pero apenas me hizo caso. Parecía estar impaciente por hablarme de algo.

Me agarró por una manga, me atrajo hacia sí y murmuró rápidamente:

—Usted sabe que se acabó mi tiempo.

—¡Oh, espero que no! —dije, interpretando mal sus palabras—. Estoy seguro de que no voy a tardar en verle otra vez salir a la calle.

—Sólo Dios lo sabe, pero no quería decir que este muriéndome. Quería decir que vence mi trimestre para la renta de la casa. Hoy es el día de pago.

—¡Oh, exactamente! Pero usted no puede ir.

—No puedo ir. Es terrible. Perderé mi dinero. Aunque estuviera muriéndome, lo necesito de todos modos. Tengo que pagar al doctor. Y quiero que me entierren como a un hombre de respeto.

—¿Es esta noche? —preguntó.

—Esta noche a la puesta de sol, exactamente.

Tendido en la cama, me miraba, y yo, a mi vez, le miraba a él, y de pronto comprendí el motivo de que me hubiera llamado. En cuanto se me ocurrió la idea, moralmente la rechacé. Pero supongo que debí mostrarme imperturbable, porque el hombre continuó hablando en el mismo tono.

—No puedo perder ese dinero. Tiene que ir alguna otra persona. Le pedí a Belinda que fuera ella, pero no quiere ni oír hablar de ello.

—¿Cree usted que el dinero sería pagado a otra persona?

—Podemos probar, por lo menos. No había estado nunca enfermo y no lo sé. Pero si usted le dice que estoy enfermo, que me duelen todos los huesos, que estoy muriéndome, tal vez confíe en usted. ¡Mi hija no querrá que me muera de hambre!

—Entonces, ¿usted querría que yo fuera en lugar de usted?

—Usted ya ha estado allí otra vez, ya sabe lo que es eso. ¿Está usted asustado?

Titubeé.

—Deme tres minutos para reflexionar y se lo diré a usted.

Dejé vagar mi mirada por la habitación y observé varios objetos que delataban la dura y decente pobreza de su ocupante. En su dispersión, viejos y usados, me dieron la impresión de que lanzaban un mudo llamamiento a mi piedad y a mi determinación. El capitán Diamond continuaba débilmente:

—Creo que tendrá confianza en usted, como la tengo yo. Le gustará la cara de usted; verá que no hay malas intenciones en usted. Tiene que darle ciento treinta y tres dólares, exactamente. Asegúrese usted de que los pone en parte segura. No vaya a perderlos.

—Sí —dije, al fin—, iré y en lo que de mí dependa, creo que podrá usted tener su dinero como a las nueve de la noche.

El hombre se mostró muy aliviado. Me toznó la mano y la oprimió débilmente. No tardé en retirarme. Traté durante el curso del día de no pensar en la prueba que me esperaba aquella noche; pero, claro, no pensé en otra cosa. No voy a negar que me sentía nervioso; de hecho, estaba muy excitado y pasé el tiempo deseando alternativamente que el misterio no fuera tan profundo como parecía o que no resultara demasiado superficial. Las horas pasaron lentamente, pero por la tarde, en cuanto se inició el crepúsculo, salí de casa para ir a cumplir mi misión. En el camino me detuve en la modesta vivienda del capitán Diamond, para preguntar cómo se encontraba y para recibir las últimas instrucciones que quisiera darme. La anciana negra, grave e inescrutablemente plácida, en respuesta a mis preguntas dijo que el capitán estaba muy decaído; había empeorado desde la mañana.

—Debe usted darse prisa si quiere regresar antes de que el capitán se acabe.

Una mirada me convenció de que estaba enterada de mi proyectada expedición, aunque en su pupila negra opaca no vi ninguna luz que la traicionara.

—Pero, ¿por qué tiene que acabarse ahora el capitán Diamond? Es verdad que parece muy débil, pero no creo que sea ésta su última enfermedad.

—Su enfermedad es la vejez —dijo la mujer sentenciosamente.

—Pero un es tan viejo como eso. Tendrá sesenta y siete o sesenta y ocho años a lo sumo.

La mujer calló por un momento.

—Está muy gastado. No resistirá mucho tiempo ya.

—¿Puedo verle un momento? —pregunté.

La mujer me condujo en seguida a la habitación del capitán, el cual estaba acostado, como le había visto por la mañana, pero con los ojos cerrados. No me pareció que estuviera tan decaído como me decía la mujer, si bien apenas se le notaba el pulso. Supe después que el médico había estado allí aquella tarde y se había mostrado satisfecho.

—No sabe lo que va a pasar —dijo Belinda brevemente.

El anciano se agitó un poco, abrió los ojos y pasado un momento, me reconoció.

—Voy a buscar su dinero —le dije—. ¿Tiene usted algo más que decirme?

El capitán se incorporó lentamente y con un penoso esfuerzo, apoyándose en las almohadas. Pero yo tenía la impresión de que apenas me comprendía.

—La casa, ¿sabe usted? —le dije—. Su hija.

Se frotó la frente un momento y por fin demostró que comprendía.

—¡Ah, sí! —murmuró—. Confío en usted. Ciento treinta y tres dólares. En piezas viejas, todo en piezas viejas.

Luego agregó vigorosamente y con los ojos brillantes:

—Sea usted respetuoso... Sea cortés. Si no... Si no...

Su voz falló de nuevo.

—Claro que lo seré —dije con una sonrisa casi forzada—. Pero si no, ¿qué?

—Si no, lo sabré —dijo el anciano gravemente.

Dicho esto, se hundió en la cama y cerró los ojos. Salí y continué mi marcha, a un paso suficientemente resuelto. Cuando llegué a la casa, hice una inclinación propiciatoria, emulando al capitán Diamond. Había calculado mi marcha para poder entrar sin espera. Ya había caído la noche. Di una vuelta a la llave, abrí la puerta, entré y cerré tras de mí. Encendí una cerilla y vi los dos candeleros que había usado la vez anterior, encima de la mesa próxima a la entrada. Los encendí con una cerilla, los agarré y pasé a la sala. Estaba vacía y aunque esperé un rato, ni oí ni vi nada. Pasé a las otras piezas de la misma planta y ninguna imagen oscura me salió al paso. Por fin volví al vestíbulo y estuve considerando la cuestión de subir la escalera, que había sido la escena de mi susto, y me aproximé a ella con recelo. Al pie hice una pausa, apoyé mi mano en la balaustrada y miré hacia arriba. Me sentía agudamente expectante y mi expectación estaba justificada. Lentamente, en la oscuridad de lo alto, apareció la figura oscura que en otra ocasión había visto cómo tomaba cuerpo. No era una ilusión; era una figura y era la misma. Le di tiempo para que se definiera por sí misma y observé cómo se detenía y miraba hacia abajo. Tenía la cara oculta. Deliberadamente, levanté la voz y dije:

—Vengo en lugar del capitán Diamond, a demanda suya. Está muy enfermo y no puede dejar la cama. Le pide encarecidamente que me pague a mí el dinero. Se lo llevaré inmediatamente.

La figura permaneció quieta, sin hacer signo alguno.

—El capitán Diamond habría venido si pudiera moverse —agregué en tono de súplica—, pero está completamente incapacitado.

Al llegar a este punto, la figura se quitó lentamente el velo de la cara y mostró una máscara blanca, confusa. Luego empezó a descender lentamente la escalera. Instintivamente me eché hacia atrás, retirándome hacia la puerta de la sala delantera. Con mis ojos fijos en la aparición retrocedí hasta atravesar el umbral; entonces me detuve en el centro de la pieza y dejé mis candeleros. La figura avanzó. Me pareció que era la de una mujer alta, vestida con crespones negros vaporosos. Cuando estuvo cerca me di cuenta de que tenía un rostro perfectamente humano, aunque muy pálido y triste. Estuvimos unos momentos mirándonos uno a otro; mi agitación se había calmado por completo. Me sentía sólo muy interesado.

—¿Está enfermo, mi padre? —dijo la aparición.

Al sonido de su voz —amable, trémula y perfectamente humana—, di un paso adelante y sentí de nuevo mi excitación. Hice una larga aspiración y lancé una especie de grito, porque lo que tenía ante mí no era un espíritu separado de su cuerpo, sino una mujer bella, una actriz audaz. De una manera instintiva e irresistible, llevado por la fuerza de mi reacción contra mi credulidad, extendí el brazo y agarré el velo que cubría la cabeza de la mujer. Le di un tirón violento y casi se lo arranqué. Quedé contemplando a la mujer, que aparentaba unos treinta y cinco años. Con una sola mirada resumí varios detalles de su aspecto: su largo vestido negro, su cara pálida y ajada por el dolor, pintada para que apareciera más pálida, los ojos, del mismo color que los de su padre, y el mismo sentido de la dignidad ante mi gesto.

—Supongo que mi padre no le ha enviado a usted para que me insulte.

Diciendo esto, se volvió rápidamente, tomó uno de los candelabros y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo, me miró de nuevo, vaciló y al fin se sacó una bolsa y la tiró al suelo.

—Ahí tiene usted su dinero —dijo con aire majestuoso.

Quedé titubeando entre el asombro y la vergüenza y vi cómo la mujer pasaba al vestíbulo. Luego recogí la bolsa. Un momento después oí un grito prolongado y el ruido de algo que se caía en el suelo y la mujer volvió con pasos vacilantes a la sala, sin el candelabro.

—¡Mi padre! ¡Mi padre! —gritaba.

Con la boca abierta y los ojos dilatados, se precipitó sobre mí.

—Su padre, ¿dónde? —pregunté.

—En el vestíbulo, al pie de la escalera.

Di un paso para ir a ver, pero la mujer me agarró de un brazo.

—¡En blanco! —gritaba la mujer—. En camisa.

—Su padre está en casa, en cama, muy enfermo —respondí.

Me miró fijamente, con ojos escrutadores.

—¿Muriéndose?

—Espero que no —tartamudeé.

La mujer lanzó un largo gemido y se cubrió la cara con las dos manos.

—¡Oh, Dios mío, he visto su fantasma! —gritaba.

No me soltaba el brazo y parecía demasiado asustada para dejarme.

—¡Su fantasma! —repetí, sorprendido.

—Es el castigo por mi larga locura —continuó diciendo.

—¡Ah! —dije yo—. Es el castigo pnr mi indiscreción, por mi violencia.

—¡Sáqueme usted de aquí, sáqueme! —gritaba la mujer, siempre agarrada a mi brazo—. No, por allí no, por piedad —agregó cuando me dirigí hacia el vestíbulo y la puerta delantera—. Por la puerta de atrás.

Y tomando el otro candelabro de encima de la mesa, me condujo a través de la pieza vecina hacia la parte trasera de la casa. Había una puerta que daba a una especie de fregadero en una huerta. Di vuelta a la aldaba mohosa, salimos y nos encontramos al aire libre, bajo las estrellas. Allí mi acompañante recogió su ropaje negro y pareció titubear durante unos instantes. Me sentía muy aturdido, pero mi curiosidad por aquella mujer superaba mi confusión. Agitada, pálida, extraña, la veía, a la escasa luz del anochecer, muy bella.

—Ha estado usted representando un papel extraordinario, estos años.

Me miró tristemente y parecía poco dispuesta a responderme.

—He venido absolutamente de buena fe —continué diciendo—. La última vez, hace tres meses... ¿Se acuerda usted? Me dio usted mucho miedo.

—Claro que ha sido un papel extraordinario —contestó al fin—. Pero era la única manera.

—¿No le habría perdonado?

—Mientras me considerara muerta, sí. Hubo cosas en mi vida que él no podía perdonar.

Titubeé y luego pregunté:

—¿Dónde está su esposo?

—No tengo esposo. Nunca he tenido esposo.

Hizo un gesto que impedía nuevas preguntas y echó a andar rápidamente. Anduve a su lado alrededor de la casa, hacia la carretera, y la mujer continuaba diciendo:

—Era él... Era él.

Cuando llegamos a la carretera, se detuvo y me preguntó en qué dirección me iba yo. Señalé el camino por el cual había llegado y ella dijo:

—Me voy en otra dirección. ¿Va usted a ver a mi padre? —agregó.

—Directamente.

—¿Puede usted hacerme saber mañana cómo lo ha encontrado?

—Con mucho gusto, pero, ¿cómo voy a comunicarme con usted?

Pareció desconcertada y miró a su alrededor.

—Escríbame usted unas pocas palabras y ponga el papel debajo de esa piedra.

Me señaló una de las losas de lava que había junto al pozo. Le prometí que lo haría y ella se volvió.

—Conozco mi camino —dijo—. Todo está resuelto. Es una vieja historia.

Se alejó de mí a paso rápido y cuando se confundía con la oscuridad adquirió otra vez, con los oscuros y flotantes crespones de su vestimenta, la apariencia fantasmal que se me había aparccido por primera vez. La observé hasta que se hizo invisible y entonces abandoné el lugar. Volví a la ciudad a un paso ligero y me dirigí directamente a la casa amarilla próxima al lago. Me tomé la libertad de entrar sin llamar y al no encontrar quien me cerrara el paso fui hacia la habitación del capitán Diamond. Junto a la puerta, sentada en un banco bajo, con los brazos cruzados, estaba la negra Belinda.

—¿Cómo está? —pregunté.

—Se fue a la gloria.

—¿Muerto?

Belinda se levantó, dcjando oír una risita trágica.

—Ahora es un fantasma tan grande como cualquiera de ellos.

Penetré en la pieza y encontré al anciano tendido en la cama irremediablemente rígido e inmóvil. Escribí aquella noche unas líneas que me proponía poner al día siguiente debajo de la piedra, junto al pozo; pero mi promesa estaba destinada a no ser cumplida. Dormí muy mal aquella noche —lo cual era lógico —y en mi desasosiego me levanté de la cama y di unos pasos por la pieza. Así fue como vi a traves de la ventana un gran resplandor rojo en el firmamento hacia el noroeste. Ardía una casa en el campo y evidentemente ardía aprisa, en la misma dirección de la escena de mis aventuras del atardecer de aquel mismo día. Mientras miraba al horizonte rojo recordé algo. Había apagado la vela que me iluminaba a mí y a mi acompañante hasta la puerta por la cual escapamos, pero no había pensado más en la otra, que la mujer se había llevado y se le había caído —cualquiera sabe dónde— en su consternación. Al día siguiente fui con mi carta doblada y tomé el cruce de caminos ya familiar. La casa del fantasma era un montón de vigas carbonizadas y de cenizas que cubrían el rescoldo. Los pocos vecinos que habían tenido la audacia de desafiar lo que debieron considerar como un fuego prendido por el diablo, habían quitado la tapa del pozo, a la búsqueda de agua, las piedras sueltas habían sido completamente desplazadas y la tierra había sido pisoteada y había en ella varios charcos.