viernes, agosto 05, 2011

Una ciudad flotante (cap- 3- 4)

Por Julio Verne

(Capítulo 3 y 4)

En efecto, el Great Eastern se disponía a zarpar. De sus cinco chimeneas se escapaban ya algunas volutas de humo negro. Una espuma caliente transpiraba a través de los pozos profundos que daban acceso a las máquinas. Algunos mari¬neros bruñían los cuatro grandes cañones que debían sa¬ludar a Liverpool a nuestro paso. Algunos gavieros corrían por las vergas, recorriendo la jarcia para facilitar la manio¬ba. Se estiraban los obenques, encapillándolos debidamen¬te y haciéndolos bajar a las mesas de guarnición. A eso de las once, los tapiceros clavaban los últimos clavos y los pin¬tores daban la última mano de barniz. Después, todos se em¬barcaron en el ténder que los aguardaba. Así que la presión fue suficiente, se envió el vapor a los cilindros de la máquina motriz del gobernalle y los maquinistas reconocieron que el ingenioso aparato funcionaba regularmente.
El tiempo era bastante bueno; el sol se dejaba ver con claridad y sólo momentáneamente lo cubría alguna nube. En alta mar debía soplar bien el viento, lo cual importaba bas¬tante poco al Great Eastern.
Todos los oficiales se hallaban a bordo, repartidos por todo el buque, para preparar el aparejo. El Estado Mayor se componía de un capitán, un segundo, dos segundos oficiales, cinco tenientes, uno de ellos francés, mister H..., y un volun¬tario, francés también.
El capitán Anderson goza de gran reputación en la Ma¬rina mercante inglesa. A él se debe la colocación del cable transatlántico. Verdad es que si triunfó donde fracasaron sus antecesores fue porque trabajó en condiciones mucho más favorables, teniendo el Great Eastern a su disposición. Lo cierto es que su triunfo le valió el título de sir, otorgado por la reina. Encontré en él un comandante muy amable. Era un hombre de unos cuarenta años; sus cabellos tenían ese color rubio que se conserva a pesar de la edad, su estatura era elevada, su cara ancha y risueña y de tranquila expresión; su aspecto era verdaderamente inglés; su paso lento y uniforme, su voz dulce; sus ojos pestañeaban con frecuencia, sus ma¬nos nunca iban metidas en los bolsillos y siempre ostentaban estirados guantes; vestía con elegancia, pero con esta seña particular: la punta de su pañuelo blanco salía siempre del bolsillo de su levita azul con triple galón de oro.
El segundo del buque ofrecía un contraste singular con el capitán Anderson. Es fácil de retratar: es un hombrecillo vivaracho, muy moreno, con ojos algo inyectados, con barba negra que le llega a los ojos; piernas arqueadas que desafían todas las sorpresas del balance. Marino activo, vigilante, muy instruido en los ponnenores, daba sus órdenes con voz breve órdenes que repetía el contramaestre con ese ronquido de león constipado peculiar a la Marina inglesa. El segundo se llamaba W... y era, según tengo entendido, un oficial de la Armada, empleado, con permiso especial, a bordo del Great-¬Eastern. Su modo de andar era de «lobo de mar» y debía de ser de la escuela de aquel almirante francés, valiente a toda prueba, que en el momento del combate gritaba siempre a su gente: «¡Animo, muchachos, no tropecéis! ¡Ya sabéis que tengo la costumbre de hacerme ascender! »
Las máquinas corrían a cargo de un ingeniero jefe, auxiliado por diez oficiales mecánicos. A sus órdenes maniobra¬ba un batallón de 250 maquinistas, fogoneros o engrasado¬res, que no salían de las profundidades del barco.
Diez calderas, con diez fogones cada una, es decir, cien fuegos que vigilar, tenían al batallón ocupado noche y día.
La tripulación propiamente dicha, contramaestre, gavie¬ros, timoneles y grumetes, era de unos 100 hombres. Además, había 200 mozos destinados al servicio de los pasajeros.
Cada cual estaba en su puesto. El práctico que debía «sa¬car» el Great Eastern de la barra de Mersey, estaba a bordo desde el día anterior. Vi también a un piloto francés, de la isla de Moléne, cerca de Ouessant, que debía hacer con nos¬otros la travesía de Liverpool a Nueva York, y al regreso ha¬cer entrar el Great Eastern en la rada de Brest.
Empiezo a creer que saldremos hoy dije al tenien¬te H...
No esperamos más que a los viajeros respondió mi compatriota.
¿Son muchos?
Cerca de mil trescientos.
Era la población de un pueblo grande.
A las once y media fue señalado el ténder, colmado de pasajeros, que rebosaban de las cámaras, que se apiñaban en las pasarelas, que se apretaban sobre las montañas de fardos que había sobre la cubierta; algunos iban tendidos sobre los tambores. Eran, como supe muy pronto, califomianos, cana¬dienses, yanquis, peruanos, americanos del Sur, ingleses, ale¬manes y dos o tres mil franceses. Entre ellos se distinguían el célebre Cyrus Field, de Nueva York; el honorable John Rose, del Canadá; el honorable Macalpine, de Nueva York; mister Alfredo Cohen, de San Francisco; mister Whitney, de Montreal; el capitán Macph... y su esposa. Entre los fran¬ceses se hallaban el fundador de la «Sociedad de los Fleta¬dores del Great Eastern», mister Jules D .... representante de la «Telegraph Construction and Maintenance Company», que había contribuido a poner en práctica el proyecto, con veinte mil libras.
El ténder atracó al pie de la escalera de estribor, y dio principio a la interminable ascensión de equipajes y pasaje¬ros, pero sin prisa, sin gritos, como si todos fueran personas que entraran tranquilamente en su casa. Si hubieran sido franceses, hubieran creído su deber subir como al asalto, a guisa de verdaderos zuavos.
El primer cuidado de cada pasajero, al poner el pie en el Great Eastern, era bajar a los comedores, para marcar el puesto de su cubierto. Una tarjeta o su nombre, escrito con lápiz en un pedazo de papel bastaba para asegurarle su toma de posesión. En aquel momento se estaba sirviendo un al¬muerzo, y no tardaron las mesas en verse rodeadas de convi¬dados, que cuando son anglosajones, saben combatir per¬fectamente, esgrimiendo el tenedor, el fastidio de una tra¬vesía.
Con objeto de seguir todos los pormenores del embarque, me había quedado sobre cubierta. A las doce y media todos los equipajes estaban transbordados. Allí pude ver, revuel¬tos, mil fardos de todas formas y tamaños; cajones grandes como coches, capaces de contener un mobiliario completo; estuches de viaje de elegancia perfecta; sacos de formas ca¬prichosas, y muchas de esas maletas americanas o inglesas, tan fáciles de reconocer por el lujo de sus correas, su hebi¬llaje múltiple, el brillo de sus chapas y sus gruesas fundas de lona o de hule, con dos o tres grandes iniciales caladas en sendas chapas de hojalata. Pronto desapareció toda aquella balumba en los almacenes (iba a decir en las estaciones del entrepuente), y los últimos trabajadores, mozos de cuerda o guias, volvieron al ténder, que se alejó, después de haber ensuciado el Great Eastern con las escorias de su humo.
Volvía hacia la proa, cuando de pronto, me hallé en presencia del joven a quien había visto en el muelle de New-¬Prince. Se detuvo al verme y me tendió una mano que estre¬ché cariñosamente.
¿Vos aquí, Fabián? exclamé.
Yo mismo, amigo querido.
No me engañé cuando, hace algunos días, creí veros en el embarcadero. ¿Vais a América?
Sí. ¿En qué puede emplearse mejor una licencia de al¬gunos meses, que en correr el mundo?
¡Dichosa la casualidad que os ha hecho elegir el Great¬-Eastern para vuestro paseo!
No ha sido, casualidad, querido compañero. Leí en un periódico que habíais tomado pasaje a bordo de este buque y he querido hacer el viaje con vos.
¿Acabáis de llegar de la India?
El Dodavery me dejó anteayer en Liverpool.
¿Y viajáis, Fabián ... ? le pregunté observando su rostro pálido y triste.
Para distraerme, si puedo respondió, estrechando mi mano con emoción, el capitán Fabián Macelwin.

Habián se separó de mí, para ir a reconocer su alojamien¬to, en el camarote 73 de la serie del gran salón, cuyo número estaba marcado en su billete. En aquel momento, gruesos borbotones de humo revoloteaban en torno de las anchas bocas de las chimeneas del buque. Oíase estremecer el casco de las calderas hasta en las profundidades de la nave. Huía el estridente vapor por los tubos de escape, volviendo a caer sobre cubierta, en forma de menuda lluvia. Estrepitosos re¬molinos revelaban que se estaban ensayando las máquinas. La presión decía al ingeniero que podíamos partir.
Fue preciso ante todo levar el ancla. La marea subía aún y el Great Eastern, movido por su empuje, le presentaba la proa. Todo estaba dispuesto para bajar el río. El capitán An-derson había tenido que aprovechar aquel momento para aparejar, pues la eslora del Great Eastern no le permitía evo¬lucionar en el Mersey. No arrastrado por la bajamar, sino al contrario, resistiendo la rápida marea, era más dueño de su barco y estaba más seguro de poder maniobrar hábilmente por entre las numerosas embarcaciones que surcaban el río. El más leve contacto con aquel gigante hubiera sido desas¬troso.
Levar el ancla en tales condiciones exigía esfuerzos con¬siderables. En efecto, el buque, a impulso de la corriente, es¬tiraba las cadenas que lo amarraban. Además, un fuerte vien¬to del Sudoeste, hallando en su masa un obstáculo, unía su acción a la del flujo. Para arrancar las pesadas anclas del fondo de cieno se necesitaban poderosos aparatos. Un an-chor boat, buque especial, destinado a esta operación, se en¬ganchó a sus cadenas; pero no bastando sus cabrestantes, hubo que recurrir a los aparatos mecánicos que tenía a su disposición el Great Eastern.
En la proa, para izar las anclas, estaba dispuesta una máquina de la fuerza de setenta caballos. Se obtenía una fuer¬za considerable, que podía actuar inmediatamente sobre el cabrestante a que se enganchaban las cadenas, sin más que hacer pasar a los cilindros el vapor de las calderas. Pero la inmensa fuerza de la máquina fue insuficiente y hubo que acudir en su socorro. Cincuenta marinos, obedeciendo una orden del capitán Anderson, colocaron las palancas y empe¬zaron a virar el cabrestante.
El buque empezó a avanzar sobre sus anclas, pero con mucha lentitud. Los eslabones rechinaban penosamente en los escobones; me parece que algunas vueltas de rueda, que hubieran permitido embragar más fácilmente, hubieran ali¬viado mucho las cadenas.
Hallábame entonces en la toldilla de proa con algunos pasajeros, que contemplaban, como yo, los progresos de la operación. A mi lado, un viajero, impaciente, sin duda, por la lentitud de la maniobra, se encogía de hombros a cada ins¬tante, burlándose de la imponente máquina. Era un hombre¬cillo flaco, nervioso, de viveza ratonil, cuyos ojos apenas se distinguían bajo los pliegues de sus párpados. Un fisono¬mista hubiera comprendido, a la primera ojeada, que la vida se presentaba de color de rosa a aquel filósofo, discípulo de Demócrito, que no daba punto de reposo a sus músculos cigomáticos, necesarios para la acción de la risa. Por lo demás, como luego tuve ocasión de ver, era un buen compañero de viaje. «Hasta ahora me dijo , había yo creído que las má¬quinas servían para ayudar a los hombres, y no para que éstos las ayudaran.»
Iba a responder a observación tan sensata, cuando se oye¬ron gritos. Mi vecino y yo corrimos a la proa, donde pudi¬mos ver que habían sido derribados todos los trabajadores de las palancas: unos se levantaban, otros no podían levan¬tarse. Un piñón de la máquina había saltado, y la poderosa acción de las cadenas había hecho girar con espantosa fuer¬za el cabrestante. Los marineros habían sido heridos, con terrible violencia, en el pecho o en la frente. El irresistible molinete descrito por las sueltas barras había herido a doce marineros y muerto a cuatro. Entre los heridos se hallaba el contramaestre, que era un escocés llamado Dundée.
Todos acudimos. Los heridos fueron llevados a la enfer¬mería y se mandó desembarcar los cadáveres. La vida de las gentes pobres es tan poca cosa para los anglosajones, que apenas causó impresión a bordo tan triste suceso. Aquellos desgraciados, muertos o heridos, no eran más que dientes de una rueda, fáciles de reponer. El ténder, dócil a una seña que se le hizo, volvió a atracar a nuestro costado.
Me dirigí a la escalera que no se había quitado aún. Los cadáveres, envueltos en mantas, fueron colocados sobre cu¬bierta, en el ténder. Uno de los médicos de la dotación del Great Eastern, fue a acompañarlos a Liverpool, con orden de regresar cuanto antes a bordo. Alejóse el ténder, y los marineros lavaron las manchas de sangre que ensuciaban el puente.
Detalle curioso. Un viajero levemente herido por una astilla, se marchó en el ténder, aprovechando la ocasión. Ya estaba saturado de Great Eastern.
Yo miraba el ténder, que a todo vapor se alejaba, cuando oí a mi irónico compañero, que murmuraba detrás de mí:
¡Buen principio de viaje!
No puede ser peor repliqué . ¿Tengo el honor de hablar a ... ?
Al doctor Dean Pitferge.

...continuará

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