sábado, agosto 29, 2009

El barquero inculto

Cuento popular de la India

Se trataba de un joven erudito, arrogante y engreído. Para cruzar un caudaloso río de una a otra orilla tomó una barca. Silente y sumiso, el barquero comenzó a remar con diligencia. De repente, una bandada de aves surcó el cielo y el joven preguntó al barquero:
--Buen hombre, ¿has estudiado la vida de las aves?
--No, señor -repuso el barquero.
--Entonces, amigo, has perdido la cuarta parte de tu vida.
Pasados unos minutos, la barca se deslizó junto a unas exóticas plantas que flotaban en las aguas del río. El joven preguntó al barquero:
--Dime, barquero, ¿has estudiado botánica?
--No, señor, no sé nada de plantas.
--Pues debo decirte que has perdido la mitad de tu vida -comentó el petulante joven.
El barquero seguía remando pacientemente. El sol del mediodía se reflejaba luminosamente sobre las aguas del río. Entonces el joven preguntó:

--Sin duda, barquero, llevas muchos años deslizándote por las aguas.
?Sabes, por cierto, algo de la naturaleza del agua?
--No, señor, nada sé al respecto.
No sé nada de estas aguas ni de otras.
--¡Oh, amigo! -exclamó el joven-.
De verdad que has perdido las tres cuartas partes de tu vida.
Súbitamente, la barca comenzó a hacer agua. No había forma de achicar tanta agua y la barca comenzó a hundirse. El barquero preguntó al joven:
--Señor, ¿sabes nadar?
--No -repuso el joven.
--Pues me temo, señor, que has perdido toda tu vida.

*El Maestro dice: No es a través del intelecto como se alcanza el Ser: el pensamiento no puede comprender al pensador y el conocimiento erudito no tiene nada que ver con la Sabiduría*.

viernes, agosto 21, 2009

Ya no tengo cáscaras para mis cerdos

Li Fu-Yen

La montaña Jefú queda a poca distancia de nuestra aldea. Allí, cerca de un pequeño lago, existe un templo cono¬cido como el de la madre Wang. Nadie sabe en qué época vivió la madre Wang, pero los viejos cuentan que era una mujer que fabricaba y vendía aguardiente. Un monje taoísta tenía la costumbre de ir a beber a crédito en su casa. La ta¬bernera no parecía prestarle mayor atención a esa demora en el pago: el monje se presentaba y ella lo servía de inme¬diato.


Un día el taoísta dijo a la madre Wang:
–He bebido vuestro aguardiente, y como no tengo con qué pagároslo, voy a cavar un pozo.
Cuando terminó el pozo se dieron cuenta de que conte¬nía un buen aguardiente.
–Es para pagar mi deuda –dijo el monje, y se fue.
Desde aquel día la mujer no tuvo necesidad de hacer aguardiente. Servía a sus clientes el licor que sacaba del po¬zo, mucho mejor que el que anteriormente fabricaba con cereal fermentado. Su clientela aumentó enormemente. En tres años hizo una gran fortuna de decenas de miles de on¬zas de plata.
De improviso un día volvió el monje. La mujer le agrade¬ció efusivamente.
–¿Es bueno el aguardiente? –le preguntó el monje.
–Sí, el aguardiente es bueno –admitió–. ¡Lástima que como no fabrico el aguardiente, ya no tengo cascaras de cereal para alimentar a mis cerdos!
Riéndose, el taoísta tomó el pincel y escribió en el muro de la casa:

La profundidad del cielo no es nada,
el corazón humano es infinitamente más hondo.
El agua del pozo se vende por aguardiente,
pero la mujer se lamenta de no tener cascaras para
sus cerdos.

Terminado su cuarteto, el monje se fue, y del pozo sólo salió agua

domingo, agosto 09, 2009

Los ciegos y el elefante

Se hallaba el Buda en el bosque de Jeta cuando llegaron un buen número de ascetas de diferentes escuelas metafísicas y tendencias filosóficas.
Algunos sostenían que el mundo es eterno, y otros, que no lo es; unos que el mundo es finito, y otros, infinito; unos que el cuerpo y el alma son lo mismo, y otros, que son diferentes; unos, que el Buda tiene existencia tras la muerte, y otros, que no. Y así cada uno sostenía sus puntos de vista, entregándose a prolongadas polémicas. Todo ello fue oído por un grupo de monjes del Buda, que relataron luego el incidente al maestro y le pidieron aclaración. El Buda les pidió que se sentaran tranquilamente a su lado, y habló así:


--Monjes, esos disidentes son ciegos que no ven, que desconocen tanto la verdad como la no verdad, tanto lo real como lo no real. Ignorantes, polemizan y se enzarzan como me habéis relatado. Ahora os contaré un suceso de los tiempos antiguos. Había un maharajá que mandó reunir a todos los ciegos que había en Sabathi y pidió que los pusieran ante un elefante y que contasen, al ir tocando al elefante, qué les parecía. Unos dijeron, tras tocar la cabeza: “Un elefante se parece a un cacharro”; los que tocaron la oreja, aseguraron: “Se parece a un cesto de aventar”; los que tocaron el colmillo: “Es como una reja de arado”; los que palparon el cuerpo: “Es un granero”. Y así, cada uno convencido de lo que declaraba, comenzaron a querellarse entre ellos.
El Buda hizo una pausa y rompió el silencio para concluir:
--Monjes, así son esos ascetas disidentes: ciegos, desconocedores de la verdad, que, sin embargo, sostienen sus creencias.
*El Maestro dice: La visión parcial entraña más desconocimiento que conocimiento.

jueves, agosto 06, 2009

il Conde

de Joseph Conrad

Vedi Napoli e poi morí.

La primera vez que mantuvimos una conver¬sación fue en el Museo Nacional de Nápoles, en las salas del piso bajo que guardan la famosa colección de bronces de Herculano y Pompeya, aquel maravilloso legado del arte antiguo, cuya delicada perfección nos ha sido preservada de la catastrófica furia de un volcán.
Fue él quien primero me dirigió la palabra, a propósito del célebre Hermes Paciente, que ha¬bíamos estado viendo juntos. Decía las cosas acos¬tumbradas sobre aquella pieza tan admirable. Nada profundo. Su gusto era más bien natural que cultivado. Era obvio que había visto muchas cosas delicadas en su vida y las apreciaba: pero no usaba la jerga del dilettante o del connoisseur. Una tribu odiosa. Hablaba como un hombre de mundo bastante inteligente, el perfecto caballe¬ro a quien nada afecta.
Hacía unos cuantos días que nos conocíamos de vista. Alojado en el mismo hotel –bueno pero no exageradamente de moda– había nota¬do su presencia en el vestíbulo entrando y sa¬liendo. Juzgué que se trataba de un antiguo y respetable cliente. La reverencia del conserje del hotel era cordial en su deferencia, y él lo acusa¬ba con familiar cortesía. Para los sirvientes era II Conde(1). Había una disputa acerca de la sombrilla de un hombre –de seda amarilla con forro blanco–, que los camareros habían des¬cubierto junto a la puerta del comedor. Nuestro portero, rebosante de dorados, la reconoció y le oí dirigirse a uno de los ascensoristas para que alcanzara corriendo a II Conde y se la diera. Tal vez fuera el único conde alojado en el hotel o quizás por su probada fidelidad a la casa le habían conferido la distinción de ser el Conde par excellence.
Habiendo conversado en el museo (donde, por cierto, había expresado su disgusto por los bustos y estatuas de los emperadores romanos de la galería de los mármoles: sus caras eran demasiado rigurosas, demasiado pronunciadas para él), habiendo ya conversado con él por la mañana, no me consideré un intruso cuando, aquella noche, encontrando el comedor muy lleno, le propuse compartir su pequeña mesa. A juzgar por la tranquila urbanidad con que dio su consentimiento él tampoco lo consideró. Su sonrisa era muy atractiva.
Cenaba siempre con chaleco de noche y smo¬king (así lo llamaba él) con corbata negra. Todo ello de muy buen corte, aunque no nuevo, justo como deben ser esas cosas. Era muy correcto en su vestimenta a cualquier hora del día o de la noche. No cabe duda de que su existencia entera había sido correcta, bien ordenada y convencio¬nal, no perturbada por acontecimientos sorpren¬dentes. Su pelo blanco, peinado hacia arriba muy por encima de su eminente frente, le daba aires de idealista, de hombre imaginativo. Su bigote blanco, espeso pero cuidadosamente cortado y arreglado, tenía en el centro una agradable man¬cha dorada. A través de la mesa me llegó el ligero olor de algún perfume muy bueno y de puros de calidad (este último, un olor difícil de dar con él en Italia). Era en sus ojos donde más se notaba su edad. Parecían un poco cansados, con los párpados arrugados. Debía tener sesenta o tal vez un par de años más. Y era comunica¬tivo. No me atrevería a calificarle de cotilla, pero era indudablemente comunicativo.

Había probado varios climas: Abbazzia, la Riviera y otros varios sitios –me dijo–, pero el único que le iba era el clima del golfo de Nápoles. Los antiguos romanos, quienes –me seña¬ló– eran hombres expertos en el arte de vivir, sabían muy bien lo que hacían cuando constru¬yeron sus villas en estas orillas, en Baiae, en Vico, en Capri. Bajaron al mar en busca de salud, trayéndose su comitiva de mimos y flautistas para entretener su ocio. Consideraba muy pro¬bable que los romanos de las clases altas estaban particularmente predispuestos a las más dolorosas afecciones reumáticas.
Esta fue la única opinión personal que le oí expresar. No estaba basada en ninguna erudición especial. De los romanos no sabía más de lo que suele saber cualquier hombre de mundo media¬namente informado. Discutía por propia expe¬riencia. El mismo había sufrido una peligrosa afección reumática hasta que encontró alivio en este mismo rincón del sur de Europa.



De esto hacía tres años, y desde entonces se había aposentado a las orillas del golfo, en uno de los hoteles de Sorrento o en una pequeña villa alquilada en Capri. Tenía un piano y unos pocos libros; hacía amistades pasajeras de un día, una semana o un mes entre el flujo de via¬jeros de toda Europa. Se le puede imaginar sa¬liendo a dar sus paseos por las calles y vías, haciéndose conocer por mendigos, tenderos, niños, campesinos, hablando amablemente a los contadini por encima de las tapias y regresando a sus habitaciones o a su villa para sentarse frente al piano, con su pelo blanco peinado hacia arriba y su espeso y arreglado bigote, «para to¬carme un poco de música». Y desde luego, para variar, estaba al lado Nápoles: vida, movimiento, animación, ópera. Un poco de entretenimiento, como él dijo, es necesario para la salud. De hecho, mimos y flautistas. Sólo que, a diferen¬cia de los magnates de la antigua Roma, no tenía asuntos pendientes en la ciudad que le ale¬jaran de estas moderadas delicias. No tenía asun¬to alguno. Seguramente en la vida nunca había tenido asuntos graves que atender. Era una existencia benévola, con sus alegrías y penas re¬guladas por el curso de la Naturaleza –bodas, nacimiento y muertes–, dominadas por los usos prescritos de la buena sociedad y protegidas por el Estado.
Era viudo; pero en los meses de julio y agosto se arriesgaba a cruzar los Alpes por seis sema¬nas para visitar a su hija casada. Me dijo su nombre. Era el nombre de una familia muy aris¬tócrata. Tenía un castillo –creo que en Bohe¬mia–. Su propio nombre, extrañamente, nunca lo mencionó. Quizá pensaba que lo había visto en la lista de huéspedes. La verdad, nunca lo miré. De todas formas, era un buen europeo –que yo supiera hablaba cuatro idiomas– y era hombre de fortuna. No de gran fortuna, como era evidente y apropiado. Me figuro que ser ex-tremadamente rico le hubiera parecido impropio, outré, decididamente demasiado molesto. Y tam¬bién, evidentemente, la fortuna no la había hecho él. No es posible hacerse una fortuna sin algo de rudeza. Es cuestión de temperamento. Su ca¬rácter era demasiado amable para la contienda. En el curso de la conversación mencionó su finca, por casualidad, refiriéndose a aquella dolorosa y alarmante afección reumática. Un año en que incautamente se quedó al otro lado de los Alpes hasta mediados de septiembre, tuvo que guardar cama durante tres meses en aquella casa de campo solitaria sin nadie más para atenderle que su mayordomo y la pareja de guardas. Porque, como él mismo expresaba, «allí no tenía servi¬cio». Sólo había ido un par de días para confe¬renciar con su agente inmobiliario. Se había pro¬metido no volver nunca a ser tan imprudente en el futuro. Las primeras semanas de septiembre le encontrarían a orillas de su querido golfo. Cuando se viaja se encuentra uno algunas veces con semejantes tipos solitarios cuya única ocupación es la espera de lo inevitable. Muertes y bodas los rodean de soledad, y no puede uno culpar sus esfuerzos por hacer la espera lo más leve posible. Como él me señaló:
–A mis años estar libre de dolor físico es una cuestión muy importante.
No hay que imaginar que fuera un aburrido hipocondríaco. Era demasiado bien educado para ser fastidioso. Tenía buen ojo para las pequeñas debilidades humanas. Pero era un ojo afable. Como compañero era descansado, fácil y agra¬dable para las horas de la sobremesa. Pasamos tres noches juntos, y luego tuve que dejar Nápoles rápidamente para cuidar a un amigo que había enfermado seriamente en Taormina. II Conde, que estaba desocupado, me acompañó a la estación para despedirse. Estaba yo algo trastornado, y su ociosidad estaba siempre dis¬puesta para la gentileza. No era, desde luego, un hombre indolente.
Recorrió el tren asomándose a los vagones para buscarme un buen asiento, y luego se quedó hablando conmigo alegremente desde abajo. Me confesó que me iba a echar de menos aquella noche y me anunció que, después de cenar, su intención era ir a escuchar la orquesta en el jardín público, la Villa Nazionale. Se entreten¬dría oyendo música excelente y contemplando a la mejor sociedad. Habría mucha gente, como de costumbre»
Me parece aún verle con su rostro levanta¬do, una sonrisa amistosa debajo de su abun¬dante bigote, y sus gentiles ojos cansados. Al em¬pezar a marchar el tren, se dirigió a mí en dos idiomas, primero en francés, diciendo Bon vo¬yage, luego en su buenísimo inglés, algo enfá¬tico, animándome al ver mi preocupación. «¡To¬do irá bien!»
A los diez días volví a Nápoles al haber en¬trado la enfermedad de mi amigo en una fase favorable. No puedo decir que había pensado mucho en II Conde en mi ausencia, pero al entrar en el comedor le busqué en su sitio habitual. Imaginaba que habría vuelto a Sorrento y su piano, sus libros y su pesca. Era gran amigo de todos los marineros y, cuando se embarcaba, pescaba mucho con sedal. Pero distinguí su cabeza blanca entre la multitud de cabezas, y aun de lejos, noté algo raro en su actitud. En lugar de estar sentado derecho, mirando a su alrededor con vigilante urbanidad, se caía sobre su plato. Estuve parado frente a él un buen rato antes de que mirara hacia arriba, un poco salvajemente, si puede relacionarse palabra tan fuerte con su tan correcta apariencia.
–¡Ah, mi querido señor! ¿Es usted? –me sa¬ludó–. Espero que todo marche bien.
Fue muy amable con respecto a mi amigo. De hecho, siempre era amable, con aquella ama¬bilidad de la gente que es sinceramente humana. Pero esta vez le costó un gran esfuerzo y sus intentos de conversación general cayeron en el tedio. Se me ocurrió que quizás estuviera indis¬puesto. Pero antes de poder hacer la pregunta, murmuró:
–Aquí me tiene usted, muy triste.
–Lo lamento –dije–. Confío en que no habrá tenido malas noticias.
Era muy amable al interesarme por él. No. No era lo que suponía, a Dios gracias. Y se quedó muy quieto como si retuviera el aliento. Luego, acercándose un poco, y en un extraño tono de respetuoso embarazo, me hizo su con¬fidente.
–La verdad es que me ha ocurrido una aven¬tura muy, ¿cómo diría yo?, abominable.
La energía del epíteto era realmente sorpren¬dente en aquel hombre de sentimientos moderados y suave vocabulario. Hubiera creído que la palabra desagradable encajaría holgadamente en la peor de las experiencias que le hubiese podido ocurrir a un hombre de su clase. Y una aventura, también. ¡Increíble! Pero es propio de la natu¬raleza humana pensar en lo peor; y confieso que le miré con cautela, preguntándome qué era lo que podía haber hecho. En un momento, sin em¬bargo, desaparecieron mis inmerecidas sospe¬chas. Había un refinamiento fundamental en este hombre que me hizo abandonar toda idea de algún enredo más o menos deshonroso.
–Es muy serio. Muy serio –proseguía agita¬do–. Se lo contaré después de la cena, si me lo permite. Le expresé mi total consentimiento con una pequeña reverencia nada más. Quería darle a entender que no iba a obligarle a cumplir aquel ofrecimiento, si más adelante se lo pensaba mejor. Hablamos de cosas indiferentes, pero con dificultad; de modo muy distinto a nuestras conversaciones previas, fáciles y chismosas. Noté que la mano con la que se llevaba un trozo de pan a sus labios temblaba. Este síntoma, en relación con mi lectura de aquel hombre, era francamente alarmante.
En la sala de fumadores no vaciló en abso¬luto. En cuanto hubimos tomado nuestros asien¬tos habituales se inclinó hacia mí, por encima del brazo del asiento, y me miró francamente a los ojos.
–¿Recuerda usted –empezó– el día en que se marchó? Le dije entonces que iría por la noche a Villa Nazionale a oír música.
Me acordaba. Su vieja y elegante cara, tan fresca para su edad, y desprovista de cualquier rastro de experiencias difíciles, parecía agobiada por un instante. Era como una sombra pasajera. Devolviéndole su intensa mirada, tomé un poco de café. Era sistemáticamente minucioso en su narración; creo que era, sencillamente, para im¬pedir que le dominara su excitación.
Al marcharse de la estación tomó un helado y leyó el periódico en un café. Luego volvió al hotel, se vistió para la cena y cenó con buen ape-tito. Después de cenar se quedó en el vestíbulo (allí había mesas y sillones) fumándose un puro; habló con la hijita del primo tenore del Teatro de San Carlo, e intercambió unas palabras con aquella «amable dama», la mujer del primo te¬nore. No había función aquella noche y esta gente se iba también a la Villa. Salieron del hotel. Muy bien.
En el momento de seguir su ejemplo –eran ya las nueve y media– recordó que llevaba en la cartera una cantidad de dinero bastante im-portante. Por lo tanto, entró al despacho y de¬positó la mayor parte de él en manos del con¬table del hotel. Hecho esto, cogió una carozella que le condujo a la orilla del mar. Salió del taxi y entró andando en la Villa por el lado de Largo di Vittoria.
Me miró intensamente. Y entonces comprendí cuan impresionable era realmente. Cada peque¬ño hecho y acontecimiento de aquella noche re-saltaba en su memoria como si estuviera dotado de un significado místico. El que no mencionara el color de la jaca que tiraba la carozella, y el aspecto del hombre que la conducía, era una mera inadvertencia causada por su agitación, que reprimía varonilmente.
Entonces había entrado en la Villa Nazionale por el lado de Largo di Vittoria. La Villa Na¬zionale es un jardín público dividido en parcelas de hierbas, matorrales y parterres, entre las casas de la Riviera de Chiaja y las aguas de la bahía. Paseos arbolados, más o menos paralelos, reco-rren toda su longitud, que es considerable. En el lado de la Riviera de Chiaja los tranvías eléc¬tricos pasan cerca de las barandillas. Entre el jardín y el mar hay un paseo que está de moda; una calle ancha bordeada por un muro bajo, detrás del cual salpica el Mediterráneo con mur¬mullos suaves cuando hace buen tiempo.
Como en Nápoles la vida se prolonga hasta muy entrada la noche, el paseo estaba en plena actividad con un brillante enjambre de lámparas de carruaje moviéndose a la par, unas arrastrán¬dose lentamente, otras corriendo rápidamente bajo la tenue e inmóvil línea de lámparas eléctri-cas que bordean la orilla. Y un brillante enjam¬bre de estrellas colgaba sobre la tierra –zum¬bante de voces, amontonadas de casas, resplandeciente de luces– y por encima de las chatas y silenciosas sombras del mar.
Los jardines mismos no están muy bien ilu¬minados. Nuestro amigo avanzaba entre tupidas tinieblas, con los ojos fijos en una distante re¬gión luminosa que se extiende por casi toda la anchura de la Villa, como si el aire que allí había resplandeciera con su propia luz fría, azulada y brillante. Este lugar mágico, detrás de los troncos negros de los árboles y masas de entintado fo¬llaje, exhalaba sonidos suaves mezclados con arranques de bramidos metálicos, repentinos es¬tallidos de metal y graves ruidos sordos vibrando.
Según iba avanzando, todos estos ruidos se juntaban formando una pieza de complicada música, cuyas armoniosas frases llegaban persua-sivamente a través de un desordenado murmullo de voces y de un arrastrar de pies en la grava de aquel espacio abierto. Un enorme gentío, su¬mergido en la luz eléctrica como en un baño de algún fluido radiante y tenue derramado sobre sus cabezas mediante globos luminosos, se amon¬tonaba a centenares alrededor de la banda. Otros centenares más estaban sentados en las sillas, en círculos más o menos concéntricos, recibien¬do impávidos las grandes olas de sonido que de-caían hacia la obscuridad.
El Conde penetró en la multitud, arrastrán¬dose con tranquilo placer, escuchando y observando las caras. Todo gente de buena sociedad: madres con sus hijas, padres e hijos, hombres y mujeres jóvenes, hablando, sonriendo, saludán¬dose con la cabeza. Cantidades de caras bonitas y cantidades de bonitas toilettes. Había, natu¬ralmente, una gran variedad de tipos: viejos vis¬tosos de bigotes blancos; gordos, flacos, oficiales en uniforme; pero lo que predominaba, me dijo, era el tipo de joven del sur de Italia, de tez incolora y clara, labios rojos, pequeño bigote azabachado y ojos negros y líquidos tan maravillo¬samente efectivos para mirar de reojo o con ceño.
Retirándose de la multitud, el Conde compar¬tió una pequeña mesa enfrente de un café, con un joven de ese mismo tipo. Nuestro amigo tomó una limonada. El joven estaba de mal genio, sentado delante de un vaso vacío. Miró una vez hacia arriba y bajó la mirada. También se ladeó el sombrero hacia adelante. Así...
El Conde hizo el gesto de un hombre echán¬dose el sombrero hacia adelante por encima de la frente y siguió:
–Pensé: debe estar triste; algo le ocurre; los jóvenes tienen sus problemas. No le hago caso, por supuesto. Voy a pagar mi limonada y me alejo.
Paseando por las cercanías de la banda, el Conde cree que vio dos veces a aquel joven erran¬do por entre la multitud. Una vez se encontraron sus ojos. Debió de ser el mismo joven, pero ha¬bía tantos de ese tipo que no podía estar seguro. Además, no le había preocupado demasiado; únicamente le había extrañado el marcado y dis¬plicente descontento de aquella cara.
Luego, cansado del sentimiento de encierro que puede uno experimentar entre el gentío, el Conde se alejó de la banda. Un callejón, por con¬traste muy obscuro, se presentó apetecible con su promesa de soledad y frescura. Entró en él, andando lentamente hasta que el sonido de la orquesta quedó amortiguado claramente. Luego volvió, y una vez más dio la vuelta. Hizo esto varias veces antes de notar que había alguien ocupando uno de los bancos.
Como el sitio estaba a mitad de camino entre los dos faroles, la luz era débil. El hombre es¬taba tumbado en un rincón del asiento con las piernas estiradas, los brazos cruzados y la cabe¬za caída sobre el pecho. No hizo movimiento alguno, como si se hubiera quedado dormido, pero cuando el Conde pasó por segunda vez ha¬bía cambiado de postura. Estaba sentado, dobla¬do hacia adelante. Sus rodillas le sujetaban los codos, y sus manos liaban un cigarrillo. No miró hacia arriba ni una sola vez.
El Conde prosiguió su paseo alejándose de la banda. Volvió tranquilamente, dijo. Me lo ima¬gino, gozando plenamente, pero con su tranqui¬lidad habitual, de la suavidad de esta noche sureña y los sonidos de la música, agradable¬mente, atenuados por la distancia.
Al rato se aproximó por tercera vez al hom¬bre del banco, que seguía doblado hacia adelante, con los codos en las rodillas. Era una pose de abatimiento. En la semiobscuridad del callejón, el cuello alto y los puños de su camisa eran como pequeñas manchas de blanco lívido. El Conde dijo que había notado que se levantaba brusca¬mente como si fuera a marcharse, pero casi antes de darse cuenta, el hombre estaba de pie ante él, pidiendo en voz baja y suave si el signore sería tan amable de darle fuego.
El Conde contestó a esta pregunta con un cortés «desde luego» y bajó sus manos con la intención de hurgar en los bolsillos de sus pan¬talones en busca de cerillas.
–Bajé las manos –dijo–, pero no llegué a meterlas en los bolsillos. Sentí una presión aquí...
Puso la punta del dedo en un punto justo de¬bajo del esternón, el mismo lugar del cuerpo hu¬mano en donde un caballero japonés comienza la operación de Harakiri, que es un tipo de sui¬cidio que sigue al deshonor, después de un into¬lerable ultraje a la delicadeza de sus sentimientos.
–Eché una mirada hacia abajo –siguió el Conde con espantada voz–, ¿y qué es lo que veo? ¡Un cuchillo! Un largo cuchillo...
–¡No querrá usted decir –exclamé sorpren¬dido– que le han atracado de este modo en la Villa, a las diez y media y a un tiro de piedra de miles de personas!
Asintió con la cabeza varias veces, mirándo¬me fijamente y con todas sus fuerzas.
–El clarinete –declaró solemnemente acababa su solo, y le aseguro que oía cada nota. Luego la banda estalló fortissimo y aquella cria¬tura giró sus ojos e hizo rechinar sus dientes, siseándome con la mayor ferocidad: «¡Silencio!, ningún ruido o...»
No podía recuperarme de mi asombro.
–¿Qué tipo de cuchillo era? –pregunté estú¬pidamente.
–Una hoja larga. Un puñal, quizá un cuchi¬llo de cocina. Una hoja larga y estrecha. Bri¬llante. Y también brillaban sus ojos. Y sus blancos dientes. Los veía. Tenía una expresión muy feroz. Pensé: «Si le golpeo me matará.» ¿Cómo podría luchar contra él? El tenía el cuchillo y yo nada. Tengo casi sesenta años, sabe, y él era un joven. El joven con quien me había encontrado en medio de la multitud. Pero no podía estar seguro. Hay tantos como él en este país.
La angustia de aquel momento se reflejaba en su rostro. Pienso que debió quedarse de pie¬dra del susto. Sin embargo, sus pensamientos seguían muy agitados. Abarcaban todos los posi¬bles peligros. Se le ocurrió la idea de lanzar un vigoroso grito pidiendo ayuda. Pero no lo hizo, y por esta razón me hice con una muy buena opinión sobre el dominio sobre sí mismo. Com¬prendió en un instante que nada impediría gri¬tar también al otro.
–En un segundo aquel hombre hubiera podi¬do deshacerse de la navaja y fingir que yo era el agresor. ¿Por qué no? Podría haber dicho que le había atacado. ¿Por qué no? Ambas historias eran increíbles. Hubiera podido decir cualquier cosa, haberme acusado de algo que me resultase deshonesto, ¡qué sé yo! Por su vestimenta no pa¬recía un vulgar ladrón. Más bien parecía perte¬necer a una clase superior. ¿Qué podía decir? El era italiano, yo un extranjero. Naturalmente, ten¬go mi pasaporte, y está nuestro cónsul, pero ¡ser detenido y arrastrado por la noche a una comi-saría como un criminal!
Se puso a temblar. Era un rasgo de su carác¬ter eludir los escándalos, mucho más que la mis¬ma muerte. Y ciertamente, para mucha gente, siempre quedaría –teniendo en cuenta ciertas peculiaridades de los modales napolitanos– como una historia realmente extraña. El Conde no era ningún tonto. Puesto que su creencia en la res¬petable placidez de la vida, había recibido un rudo golpe, pensó que cualquier cosa podía ocurrirle ahora. Pero también se le ocurrió que este joven quizá fuese sencillamente un enfurecido lunático.
Esto era para mí la primera señal de su acti¬tud frente a aquella aventura. A causa de su exa¬gerada delicadeza de sentimientos era de la opi¬nión de que nadie podía sentirse herido en su amor propio por lo que un loco se propusiera hacerle. Sin embargo, era evidente que al Conde le iba a ser negado este consuelo. Volvió a des¬cribir la manera tan abominablemente salvaje en que aquel joven movía los ojos y hacía rechinar sus blancos dientes. Ahora la banda atacaba un movimiento lento con un solemne rebuzno de trombones, y golpes, deliberadamente repetidos, del bombo.
–Pero ¿qué hizo? –pregunté ya muy exci¬tado.
–Nada –contestó el Conde–, dejé caer las manos inmóviles. Le dije con tranquilidad que no tenía ninguna intención de gritar. Gruñó como un perro, luego dijo en un tono de voz normal:
»–Vostro portofolio.
«Entonces, naturalmente –siguió el Conde (y a partir de este momento contó el resto de la historia en pantomima)–, reteniéndome con la mi-rada, hurgó en su bolsillo interior, para sacar la cartera y entregársela. Pero aquel joven, empu¬ñando aún el cuchillo, se negó a cogerla.
Le ordenó al Conde que sacara él mismo el dinero, lo tomó con su mano izquierda, y le orde¬nó que se metiera la cartera en el bolsillo; todo esto en medio del dulce chillido de los clarinetes sostenido por el emocionante zumbido de los oboes. Y el «joven», como le llamaba el Conde, dijo: «Esto parece muy poco.»
–Efectivamente, eran sólo 340 o 360 liras –prosiguió el Conde–. Había dejado mi dinero en el hotel, como sabe. Le dije que eso era todo cuanto llevaba encima. Movió la cabeza impacien¬temente y dijo:
»–Vostro orologio.
El Conde hizo como si sacara un reloj y lo desatara. Pero resultaba que el valioso medio-cronómetro de oro que poseía lo había dejado en la relojería para revisarlo. Aquella noche lle¬vaba, colgando de una cinta de cuero, un Waterbury de cincuenta francos que solía usar para llevarlo consigo en sus expediciones de pesca. Viendo la clase de botín, el elegante ladrón hizo chasquear despreciativamente la lengua: «¡Psa!», y lo rechazó rápidamente. Luego, mientras el Con¬de devolvía el objeto desdeñado a su bolsillo, le ordenó con una creciente y amenazadora presión de cuchillo en el epigastrio, como para recordár¬selo: «Vostri anelli.»
–Uno de los anillos –siguió el Conde– me lo regaló mi mujer hace muchos años; el otro es el sello de mi padre. Le dije:
»–No. Esto no.
Aquí el Conde reprodujo el gesto dando un golpe seco con una mano encima de la otra, y apretando ambas, así, contra su pecho. Era un gesto conmovedor a causa de su resignación. «Esto no», repitió firmemente y cerró los ojos, esperando plenamente –no sé si hago bien en recordar que una palabra tan desagradable se ha¬bía deslizado de sus labios–, esperando plena¬mente la sensación de ser –cavilo realmente en decirlo–, ser desentrañado por el empuje de la hoja larga y afilada que descansaba con una ame¬naza mortal en su estómago, el mismo asiento, en todos los humanos, de las sensaciones angus¬tiosas»
Grandes olas armoniosas seguían fluyendo de la banda.
Repentinamente, el Conde sintió que la espe¬luznante presión desaparecía de lugar tan sensi¬ble. Abrió los ojos. Estaba sólo. No había oído nada. Es probable que «el joven» se hubiera mar¬chado, apresuradamente, hacía un rato, pero la sensación de la horrible presión había quedado aun cuando el cuchillo no estuviese allí. Una sen¬sación de debilidad le invadió. Tuvo el justo tiempo para llegar tambaleándose hasta el asiento del jardín.
Se sentía como si hubiera retenido el aliento durante largo rato. Se sentó desmadejado y pal¬pitando por aquella sorprendente reacción.
La banda estaba ejecutando con inmensa bra¬vura el complicado finale. Terminó con un esta¬llido tremendo. Lo oyó irreal y lejano, como si tuviera los oídos tapados; y luego los fuertes aplausos de, más o menos, un millar de pares de manos, como la caída de una repentina granizada. El profundo silencio que siguió le hizo recogerse en sí mismo.
Un tranvía que parecía una larga caja de vi¬drio en la que la gente se sienta con las cabezas muy iluminadas, corría a unos sesenta metros del lugar en donde le habían robado; luego pasó otro que iba en dirección contraria. El público que rodeaba a la banda se había dispersado, y entraba en el callejón conversando en pequeños grupos. El Conde se sentó erguido e intentó pensar tranquilamente en lo que le había pasado. La vileza del hecho le volvió a quitar el aliento. Lo único que puedo decir es que estaba disgustado consigo mismo. No me refiero a su comporta-miento. De hecho, si había que fiarse de su representación pantomímica, era sencillamente perfecta. No. No era eso. No estaba avergonzado. Estaba conmovido por haber sido elegido como víctima no de un robo, sino del desprecio. Su tran¬quilidad había sido perversamente profanada. La amable y agradable actitud de toda su vida, había sido desfigurada.
Sin embargo, en aquel momento, antes de que el hierro penetrase en sus entrañas, fue capaz de razonar hasta llegar a una relativa ecuanimi-dad. Al calmarse considerablemente su agitación se dio cuenta de que tenía muchísima hambre. Sí, hambre. La intensa emoción le había vuelto sen¬cillamente voraz. Dejó el asiento y después de haber andado un buen rato, se encontró fuera de los jardines y ante un tranvía parado, sin sa-ber muy bien cómo había llegado hasta allí. Se subió a él, como en un sueño, instintivamente. Afortunadamente encontró una moneda en el bol¬sillo de su pantalón para complacer al conduc¬tor. Luego el tranvía se detuvo, y como todo el mundo bajaba, se bajó él también. Reconoció la Piazza San Ferdinando, pero por lo visto no se le ocurrió coger un taxi para que le llevara al hotel. Se quedó en la Piazza apurado como un perro perdido, pensando vagamente en la mejor manera de conseguir en seguida algo de comer.
De pronto recordó su pieza de veinte francos. Me confesó que tenía aquella pieza de oro fran¬cés desde hacía unos tres años. Solía llevarla encima a donde fuera, como una especie de reser¬va en caso de accidente. Cualquiera está expuesto a que le rateen los bolsillos, algo completamente distinto a un descarado e insultante robo.
El monumental arco de la Gallería Umberto apareció frente a él en lo alto de unas nobles escaleras. Subió por ellas sin más pérdida de tiempo, y se dirigió hacia el Café Umberto. Todas las mesas de afuera estaban ocupadas por mu¬cha gente que estaba bebiendo. Pero como él quería comer, entró dentro del café, que está di¬vidido en pasillos por pilares cuadrados puestos por todas partes y con largos espejos. El Conde se sentó en un banco de felpa roja apostado con¬tra uno de estos pilares, esperando su risotto. Y su mente retornó a su abominable aventura.
Pensó en el veleidoso y elegante joven con quien había intercambiado miradas en medio de la multitud que rodeaba la banda, y quien, esta¬ba seguro, era el ladrón. ¿Le reconocería de nue¬vo? Sin duda alguna. Pero no quería volver a verle jamás. Lo mejor era olvidar este episodio tan humillante.
El Conde esperaba ansiosamente la llegada de su risotto, y, ¡he aquí que hacia la izquierda y apo¬yado contra la pared, estaba el joven! Estaba solo en la mesa, con una botella de un vino o sirope y una jarra de agua con hielo ante él. Las meji¬llas suaves tirando a aceituna, los labios rojos, el pequeño bigote de azabache rizado galantemente hacia arriba, los finos ojos negros un poco duros y sombreados por largas pestañas, aquella expre¬sión peculiar de cruel descontento que sólo es po¬sible ver en los bustos de algunos emperadores romanos; era él, sin duda alguna. El Conde des¬vió la mirada rápidamente. El joven oficial que tenía detrás y que estaba leyendo un periódico, también era así. El mismo tipo. Dos jóvenes un poco más allá jugando a las damas, también se parecían...
El Conde bajó la cabeza temiendo verse eter¬namente perseguido por la visión de aquel joven. Empezó a comer su risotto. Pronto oyó al joven de su izquierda llamando al camarero en tono mal¬humorado.
A su llamada no sólo su propio camarero, sino también otros dos camareros ociosos pertenecien¬tes a un grupo de mesas totalmente diferentes se lanzaron hacia él con servil alacridad, lo cual no es un rasgo característico de los camareros del Café Umberto. El joven murmuró algo, y uno de los camareros, andando rápidamente hacia la puerta más cercana, llamó a la Galería.
–¡Pasquale! ¡Oh! ¡Pasquale!
Todo el mundo conoce a Pasquale, el viejo andrajoso, que, arrastrándose entre las mesas, vende a los clientes del café puros, cigarrillos, postales y cerillas. En muchos aspectos es un atractivo bribón. El Conde vio entrar en el café al rufián de pelo gris y sin afeitar, con la caja de cristal colgando de su cuello de una cinta de cuero, y, a la llamada del camarero, arrastrarse con repentina energía hasta la mesa del joven. Necesitaba un puro que le ofreció Pasquale obse¬quiosamente. Estaba ya saliendo el viejo buhone¬ro, cuando el Conde, en un impulso repentino, le hizo una seña.
Pasquale se acercó, dirigiéndole una extraña mirada mezcla de una sonrisa respetuosa de reco¬nocimiento y una expresión de cínica solicitud. Apoyando su caja en la mesa, levantó la tapa sin decir palabra. El Conde cogió un paquete de ciga¬rrillos e incitado por una temeraria curiosidad, preguntó tan indiferentemente como pudo:
–Dígame, Pasquale, ¿quién es aquel joven signare que está sentado allí?
El otro se inclinó por encima de su caja con¬fidencialmente.
–Aquél, signor Conde –dijo, empezando a arreglar sus mercancías enérgicamente y sin mi¬rar hacia arriba–, aquél es un joven Cavaliere de una familia muy buena de Bari. Estudia aquí en la Universidad, y es el jefe, capo, de una aso¬ciación de jóvenes, pero que muy amables jó-venes.
Se detuvo un momento, y luego, con una mez¬cla de discreción y orgullo por su información, murmuró la palabra explicatoria «camorrista» y cerró la tapa.
–Un camorrista muy poderoso –exhaló– Los mismos profesores le tienen gran respeto..., una lira e cinquanti centesimi, signor Conde.
Nuestro amigo pagó con la pieza de oro. Mien¬tras Pasquale buscaba el cambio, observó que el joven, de quien tan graves cosas había oído en tan pocas palabras, estaba mirando la transacción furtivamente. Una vez que el viejo vagabundo se hubo retirado con una reverencia, el Conde le pagó la cuenta al camarero y se quedó tranquila¬mente sentado. Un entumecimiento, me dijo, le había envuelto.
El joven pagó también, se levantó y cruzó la sala hacia él, aparentemente con el propósito de mirarse en el espejo del pilar más cercano al asiento del Conde. Iba enteramente vestido de negro con una pajarita verde obscuro. El Conde le miró y se sorprendió al encontrarse con una mirada viciosa en los ojos del otro. El joven Cava¬liere de Bari (según Pasquale; pero Pasquale es, desde luego, un experto mentiroso) siguió arre¬glándose la corbata, ajustando su sombrero ante el espejo, y mientras tanto habló justo lo suficiente¬mente alto para que le oyera el Conde. Dijo entre dientes el más insultante y venenoso de los des¬precios, mirando de frente al espejo.
¡Ah! Así que llevaba oro encima, viejo men¬tiroso, viejo birba, ¡furfante! Pero no has acaba¬do conmigo todavía.
Su expresión diabólica desapareció como un rayo, y salió del café paseando perezosamente con cara veleidosa e impasible.
El pobre Conde, después de haberme contado este último episodio, se echó hacia atrás en su silla, temblando. Le sudaba la frente. Había una insolente insensibilidad en la intención de este ultraje que incluso me espantaba a mí. Lo que supuso para la delicadeza del Conde, no quiero ni saberlo. Estoy seguro de que si no hubiera sido demasiado refinado para hacer una cosa tan francamente vulgar como morirse de una apople¬jía en un café, le hubiera dado un infarto fatal en ese mismo momento. Ironía aparte, mi pro¬blema era evitar que él viera el completo alcance de mi conmiseración. Rehuía todo sentimiento desmedido y mi conmiseración era prácticamente desenfrenada. No me extrañó oírle decir que ha¬bía estado en cama una semana. Se había levan¬tado porque se disponía a marcharse del sur de Italia de una vez para siempre.
¡Y el hombre estaba convencido de que no podía vivir otro año entero en otro clima!
Ningún argumento mío logró el menor efecto. No era timidez, aunque me dijo una vez:
–No sabe usted lo que es un camorrista, que¬rido señor. Soy un hombre marcado.
No temía lo que pudieran hacerle. El delicado concepto que tenía de su dignidad fue manchado por una experiencia degradante. Esto no lo podía tolerar. Ningún caballero japonés, ultrajado en su exagerado sentido del honor, hubiera podido prepararse para un Harakiri con mayor resolu¬ción. Volver a casa significaba realmente el suici¬dio para el pobre Conde.
Hay un dicho patriótico napolitano, dirigido, supongo, a los extranjeros: «Visite Nápoles y lue¬go muera.» Vedi Napoli e poi mori. Es un dicho de una excesiva vanidad, y todo lo excesivo era detestable para la tranquila moderación del po¬bre Conde. Y, sin embargo, cuando me estaba des¬pidiendo de él en la estación, pensé que se com¬portaba con singular fidelidad a su espíritu vani¬doso. Vedi Napoli... Lo había visitado. Lo había visitado con una minuciosidad sorprendente, y ahora se encaminaba hacia la tumba.
Se dirigía hacia ella en el train de luxe de la Compañía Internacional de Coches-cama, vía Trieste y Viena. Al alejarse lentamente de la esta-ción los cuatro largos y sombríos vagones, levan¬té el sombrero con el solemne sentimiento de pagar el último tributo de respeto a un cortege fúnebre. El perfil del Conde, ya muy envejecido, se deslizaba suavemente, alejándose de mí con empedernida inmovilidad, detrás del cristal ilu¬minado. Vedi Napoli e poi mori!

domingo, agosto 02, 2009

La legión perdida

de R. Kipling en su libro "Cuentos de la India"

Cuando estalló el motín de la India, y muy poco antes del asedio de Delhi, un regimien¬to de caballería irregular indígena hallábase estacionado en Peshawar, en la frontera de la India.
Ese regimiento se contagió de lo que John Lawrence calificó por aquel entonces de “manía general”, y se habría pasado a los rebeldes si se le hubiera dado la ocasión de hacerlo. Esa ocasión no llegó, porque cuando el regimiento emprendió su marcha hacia el Sur, se vio empujado por el resto de su cuerpo de ejército inglés, que lo metió por las colinas del Afganistán, donde las tribus recién conquistadas se volvieron contra él lo mismo que lobos contra el macho que guía el rebaño de cabras. Fue perseguido, con el ansia de arrebatarle sus armas y equi¬po, de monte en monte, de cañada en cañada, pendiente arriba y pendiente abajo, por los cauces secos de los ríos y contorneando los grandes peñascos, hasta que desapa¬reció lo mismo que desaparece el agua en la arena; ése fue el final de aquel regimiento rebelde y sin oficiales. El único rastro que queda hoy de su existencia es una lista de nombres escrita con limpia letra redondilla y autenti¬cada por un oficial que firmó Ayudante del que fue regi¬miento de caballería irregular. El papel del documento está amarillo por efecto de los años y del polvo, pero en el reverso del mismo puédense leer aún las líneas escritas con lápiz por John Lawrence, que dicen así: “Tómense las medidas necesarias a fin de que los dos oficiales indí¬genas que permanecieron leales no se vean desposeídos de sus tierras. –– J. L.”
Sólo dos entre los seiscientos cincuenta sables estuvieron a la altura del deber, y John Lawrence halló tiempo para acordarse de sus merecimientos en medio de todas las angustias de los primeros meses de, la rebelión. Este episodio ocurrió hace más de treinta años, y los gue¬rreros de las tribus del otro lado de la frontera del Afganistán que ayudaron a aniquilar el regimiento son en la actualidad ancianos. De cuando en cuando algún hom¬bre de barba blanca habla de la parte que tuvo en la degollina, y suele decir:
“Cruzaron muy orgullosos la frontera, invitándo¬nos a sublevarnos y a matar a los ingleses, para luego dirigirnos todos a participar en el saqueo de Delhi. Los ingleses sabían que aquellos hombres eran unos fanfarro¬nes y que el Gobierno daría pronta cuenta de aquellos perros de las tierras bajas. En vista de ello, acogimos al regimiento de indostánicos con buenas palabras, y conse¬guimos que no se movieran de donde estaban hasta que los de las guerras encarnadas vinieron contra ellos enco¬rajinados y furiosos. Entonces aquel regimiento se metió un poco más dentro por nuestros montes para escapar de la cólera de los ingleses, y nosotros tomamos posiciones en sus flancos, acechando desde las laderas de los montes hasta el momento en que estuvimos seguros de que tení¬an cortada la retirada. Entonces nos lanzamos sobre ellos porque queríamos despojarlos de sus ropas, de sus mon¬turas, de sus rifles y de sus botas..., sobre todo de sus botas. Hicimos una gran matanza... Una matanza sin nin¬guna prisa.”



Al llegar a este punto, el anciano se frotará la nariz, agitará sus largos bucles retorcidos, se relamerá los labios barbudos y sonreirá hasta exhibir las encías de sus dientes amarillos. Luego seguirá diciendo:
“Sí; los matamos porque teníamos necesidad de su equipo y porque sabíamos que Dios había entregado sus vidas en nuestras manos para que pagasen el pecado que habían cometido... El pecado de haber sido traidores a la sal que habían comido. Cabalgaron arriba y abajo, por los valles, tropezando y dando tumbos en sus sillas, al mismo tiempo que vociferaban pidiendo a gritos miseri¬cordia. Nosotros los fuimos empujando lentamente, igual que a un rebaño, hasta que estuvieron todos reunidos en un solo lugar, en el valle llano y ancho de Sheor Kot. Muchos habían muerto de sed, pero quedaban todavía muchos más y eran incapaces de ofrecer resistencia. Nos metimos entre ellos, arrojándolos del caballo a tierra con nuestras manos hasta dos a un tiempo, y aquellos de nuestros muchachos que eran nuevos en el manejo de la espada los mataron. La parte que me correspondió en el botín fue ésta y ésta..., tantos fusiles y tantas monturas. En aquel entonces las escopetas eran muy apreciadas. Hoy robamos rifles que pertenecen al Gobierno y des¬preciamos las armas que no tienen el cañón rayado. Sí, sin duda alguna que borramos a aquel regimiento de la faz de la tierra, e incluso el recuerdo de aquella acción está ya casi olvidado. Pero dicen algunos hombres...”
Al llegar a este punto, el relato se corta brusca¬mente y resulta imposible averiguar qué dicen los hom¬bres del otro lado de la frontera. Los afganos fueron siempre una raza muy callada y preferían con mucho cometer una mala acción a soltar prenda respecto a lo que habían hecho.
Permanecían tranquilos y se comportaban muy bien durante muchos meses, y de pronto, una noche cual¬quiera, sin decir palabra ni enviar advertencia, atacaban un puesto de Policía, rebanaban la cabeza a un par de guardias, se precipitaban sobre una aldea, raptaban tres o cuatro mujeres y se retiraban, bajo el rojizo resplandor de las chozas que ardían, arreando delante de ellos el ganado vacuno y cabrío para llevárselo a sus montes desolados. En esas ocasiones el Gobierno de la India recurría casi a las lágrimas. Empezaba a por decir: “Por favor, sed buenos y os perdonaremos.” La tribu que había tomado parte en el último desaguisado se llevaba colecti¬vamente el dedo pulgar a la nariz y contestaba con rude¬za. Entonces el Gobierno decía: “¿No sería preferible para vosotros que pagaseis una pequeña suma por aque¬llos pocos cadáveres que la otra noche dejasteis al retira¬ros?” Al llegar a ese punto la tribu contemporizaba, recurría a la mentira y a las fanfarronadas, y algunos de los hombres más jóvenes, simplemente para demostrar su desdén hacia la autoridad, realizaban otra incursión con¬tra otro puesto de Policía y disparaban sus armas contra alguno de los fuertes construidos de barro en la frontera; si la suerte los acompañaba, mataban a algún oficial inglés auténtico. Entonces el Gobierno decía: “Tened cui¬dado, porque si os empeñáis en seguir esa línea de con¬ducta perderéis con ello.”
Si la tribu estaba bien enterada de lo que ocurría en la India, presentaba sus excusas o contestaba con rudeza, según que las noticias que poseía le indicaban si el Gobierno andaba atareado en otros menesteres o se hallaba en condiciones de dedicar toda su atención a las hazañas de la tribu. Había algunas tribus que sabían con exactitud hasta qué número de muertos podían llegar. Pero otras se exaltaban, perdían la cabeza y le decían al Gobierno que viniese a vérselas con ellos. El Gobierno, con dolor y lágrimas, y con un ojo puesto en el contribu¬yente británico de Inglaterra, que se empeñaba en consi¬derar tales ejercicios militares como atropelladoras guerras de anexión, preparaba una costosa brigadilla de campaña y algunos cañones, y despachaba todo hasta los montes para arrojar a la tribu culpable fuera de sus valles en que crecía el maíz y obligarla a refugiarse en la cima de los montes, en donde no encontraban nada que comer. Entonces la tribu reunía todas sus fuerzas y entraba gozosa en campaña, porque sabía que sus mujeres serían siempre respetadas, que se cuidaría de sus heridos, sin someterlos a mutilaciones, y que en cuanto quedase vacío el talego de maíz que cada hombre llevaba a cuestas le quedaba siempre el recurso de rendirse y de entrar en tratos con el general inglés, a pesar de que se hubiesen conducido como auténticos enemigos.
Llegados a un acuerdo, y después que hubiesen pasado años, muchos años, la tribu pagaría al Gobierno el precio de la sangre, moneda a moneda, y entretendría a los hijos contándoles que habían matado a los soldados de guerrera roja por millares. El único inconveniente de esta clase de guerra excursionista era la debilidad de los hombres de guerreras rojas, que no llegaban jamás a volar solemnemente, a fuerza de pólvora, las torres forti¬ficadas y los refugios de los rebeldes. Las tribus conside¬raban esta conducta como una ruindad.
Entre los jefes de las tribus más pequeñas ––de aquellos clanes poco numerosos que conocían al penique el gasto que representaba poner en campaña contra ellos a las tropas blancas––, contábase un sacerdote––bandido jefe, al que vamos a llamar el Gulla Kutta Mullah. Sentía por los asesinatos de frontera un entusiasmo tal, que había llegado a convertirlos en obras de arte casi nobles. Mataba por pura maldad a un mensajero portador del correo, o atacaba con fuego de rifle un fuerte de barro en el momento en que, según él lo sabía, nuestros hombres necesitaban dormir. En sus épocas de descanso iba de visita a las tribus vecinas, esforzándolas por arrastrarlas a cometer actos malvados. Tenía, además, una especia de hotel para los demás fugitivos de la justicia en su propia aldea, situada en un valle llamado Bersund. Todo asesino que se respetase a sí mismo tenía que recalar en Bersund, si había actuado por aquella parte de la frontera, porque todos consideraban esa aldea como lugar completamente seguro.
La única vía de acceso al valle era un estrecho desfiladero, que podía convertirse en trampa mortal en menos de cinco minutos. Estaba rodeado de altos montes, considerados inaccesibles para todos cuantos no hubie¬sen nacido en la montaña. Allí vivía el Gulla Kutta Mullah con gran pompa, como jefe de una colonia de casuchas de barro y de piedras, y no había casucha en que no colgasen como trofeos un trozo de guerrera roja o lo robado a algún muerto. El Gobierno tenía el más vivo interés en capturar a ese hombre, y en cierta ocasión lo invitó formalmente a que saliese del valle y se dejase ahorcar para responder de unos pocos de los asesinatos en que había participado de una manera directa. Pero él contestó:
–– Yo vivo a sólo veinte millas, en un vuelo de cuervo, de vuestra frontera. Venid por mí.
El Gobierno le contestó:
–– Algún día iremos, y será ahorcado.
El Gulla Kutta Mullah se olvidó del incidente. Sabía que la paciencia del Gobierno era tan larga como un día de verano; pero no había caído en la cuenta de que su brazo era tan largo como una noche de invierno. Meses después, cuando reinaba la paz en las fronteras y toda la India estaba tranquila, el Gobierno se despertó un instante de su sueño y se acordó del Gulla Kutta Mullah y de sus trece fugitivos de la justicia. Enviar contra él aunque sólo fuese un regimiento se había considerado como altamente impolítico..., porque los telegramas que se enviarían a Inglaterra lo convertirían en guerra seria... Eran tiempos en que había que obrar en silencio y con rapidez, y, sobre todo, sin derramar sangre.
Es preciso informar al lector de que en la fronte¬ra noroeste de la India se halla desparramada una fuerza militar de unos treinta mil hombres de infantería y de caballería, cuya misión consiste en vigilar calladamente y sin ostentación a las tribus que tienen frente a ellos. Van y vienen, en marchas y contramarchas, desde un peque¬ño puesto desolado hasta otro; lo tienen todo dispuesto para lanzarse al campo a los diez minutos de recibida la orden; la mitad de esa fuerza está siempre metida en un zafarrancho cuando la otra mitad acaba de salir del mismo, en un punto o en otro de la monótona línea; las vidas de esos hombres son tan duras como sus propios músculos, y los periódicos no hablan nunca de ellos. El Gobierno entresacó sus hombres de esta fuerza.
En una posición en que la Patrulla Montada Nocturna hace fuego como primer aviso a los malhecho¬res, y donde los trigales se balancean en largas olas bajo nuestra fría luna norteña, estaban cierta noche los oficia¬les jugando al billar en la casa de paredes de barro del club, cuando le llegó la orden de que tenían que formar en el cuadrilátero de ejercicios para realizar un entrena¬miento nocturno. Refunfuñaron y se dirigieron a sacar al aire libre a sus fuerzas, formadas por un centenar de ingleses, doscientos gurkhas y cosa de un centenar de jinetes de la mejor caballería indígena del mundo.
Cuando estuvieron formados en el cuadrilátero de maniobras se les comunicó, cuchicheando, que tenían que salir en el acto para cruzar los montes y caer sobre Bersund. Las tropas inglesas se apostarían alrededor de los montes, a un lado del valle; los gurkhas se apoderarí¬an del desfiladero y de la trampa mortal, y la caballería, después de un largo rodeo, saldría a espaldas del gran cír¬culo de montañas y podría, si se ofrecía alguna dificultad, cargar cuesta abajo contra los hombres del Mullah. Pero había órdenes rigurosísimas de que de ningún modo hubiese lucha ni alboroto.
Tenían que regresar por la mañana al puesto, con sus cartucheras intactas, trayendo amarrados en medio de ellos al Mullah y a sus trece bandidos. Si salían con éxito de la empresa, nadie se enteraría de ella ni daría importancia a lo realizado; pero el fracaso equivaldría probablemente a una pequeña guerra fronteriza, en la que Gulla Kutta Mullah adoptaría el papel de jefe popu¬lar que hacía frente a una gran potencia atropelladora, y no el que verdaderamente le correspondía: el de un ase¬sino vulgar de la frontera.
Reinó acto seguido el silencio, interrumpido tan sólo por el chasquido metálico de las agujas de las brúju¬las y de las tapas de los relojes, cuando los jefes de las
columnas comparaban datos y marcaban situaciones y horas en que tenían que coincidir. Cinco minutos después el cuadrilátero de maniobras estaba desierto; las guerre¬ras verdes de los gurkhas y los capotes de las tropas inglesas se habían esfumado en la oscuridad, y la caballe¬ría se alejaba al paso en medio de una llovizna cegadora.
Más adelante veremos lo que hicieron los ingleses y los gurkhas. La tarea más pesada correspondía a los hombres de a caballo, que tenían que hacer una larguísi¬ma caminata, desviándose de los lugares habitados. Muchos de los jinetes eran nacidos en aquella región y estaban ansiosos de pelear contra los de su propia sangre, y había algunos oficiales que habían realizado con anterioridad incursiones particulares y sin sello oficial
por aquella zona montañosa. Cruzaron la frontera, encontraron el lecho seco de un río y avanzaron por él al trotecito, se metieron al paso por una garganta pedrego¬sa, se arriesgaron, al amparo de la niebla, a cruzar un montecito bajo; contornearon otro monte, dejando las huellas profundas de los cascos en una tierra arada; avanzaron tanteando por otro lecho de río, salvaron a buen paso la garganta de una estribación, pidiendo a
Dios que nadie oyese el relinchar de sus caballos, y de ese modo fueron avanzando entre la lluvia y la oscuridad hasta dejar Bersund y su cráter de colinas un poco atrás y hacia la izquierda; es decir, que había llegado el momento de torcer el rumbo. La cuesta del monte que dominaba la retaguardia de Bersund era escarpada, e hicieron alto para cobrar resuello en un valle ancho y llano que había debajo de la cima. En realidad, lo que ocurrió fue que los jinetes tiraron de la rienda; pero los caballos, a pesar de su fatiga, rehusaron detenerse. Se oyeron tacos irreverentes, tanto más irreverentes cuanto que se pronunciaban cuchicheando, y se escuchaba el crujir de las sillas en la oscuridad al dar empujones hacia adelante los caballos.
El suboficial que iba en la retaguardia de un grupo se volvió en su silla y dijo en voz muy baja:
–– Carter, ¿qué diablos anda usted haciendo en la retaguardia? Haga subir a sus hombres.
Nadie contestó, hasta que un soldado dijo:
–– Carter Sahib está en la vanguardia y no aquí. Detrás de nosotros no hay nada.
–– ¡Ya está! exclamó el suboficial––. El escua¬drón se está pisando su propia cola.
En ese momento, el comandante que mandaba la fuerza vino hacia la retaguardia, lanzando tacos entre dientes y pidiendo la sangre del teniente Halley, que era precisamente el suboficial que acababa de hablar, y al que el comandante habló así:
–– No pierda de vista a su retaguardia. Se han extraviado algunos de sus condenados ladrones. Ellos están a la cabeza del escuadrón, y usted es un idiota por dondequiera que se le mire.
–– ¿Daré orden a mis hombres de echar pie en tie¬rra? –– preguntó, huraño, el suboficial porque se sentía mojado y frío.
–– ¿Que echen pie a tierra? ––exclamó el comandante–– ¡Vive Dios que lo que debe hacer es apartarlos a latigazos! Los está usted desperdigando por todo este lugar. ¡Ahora tiene usted a sus espaldas un grupo!
El suboficial dijo con serenidad:
––Eso es lo que yo también creía, pero todos mis hombres están aquí, señor. Sería mejor que hablase a Carter.
–– Carter Sahib le envía un saludo y desea saber la causa de que el regimiento se haya detenido ––dijo un jinete al teniente Halley.
–– Pero ¿dónde diablos está Carter? ––preguntó el comandante.
–– Está ya en vanguardia, con su escuadrón ––fue la respuesta.
–– Pero ¿es que estamos paseándonos en círculo, o nos hemos convertido en el centro de toda una brigada? ––exclamó el comandante.
Para entonces reinaba el silencio a lo largo de toda la columna. Los caballos permanecían tranquilos; pero por entre el susurro de la llovizna que caía, los hom¬bres oían el pataleo de gran número de caballos que avanzaban por un terreno rocoso.
––Nos están siguiendo subrepticiamente ––excla¬mó el teniente Halley.
–– Aquí no tienen caballos, y, además, habrían hecho fuego para ahora ––exclamó el comandante––. Son..., son los caballitos de los aldeanos.
––En ese caso nuestros caballos habrían relin¬chado hace ya rato, haciendo fracasar el ataque, porque deben llevar cerca de nosotros lo menos media hora ––dijo el suboficial.
–– Es cosa rara que nosotros no olfateemos los caballos ––dijo el comandante humedeciendo un dedo y frotándolo contra su nariz, al mismo tiempo que olfatea¬ba a contra viento.
–– En todo caso, es un mal principio ––dijo el suboficial sacudiendo la humedad de su capote––. ¿Qué haremos, señor?.
–– Seguir adelante ––dijo el jefe––. Hemos de echarle el guante esta noche.
La columna avanzó vivamente unos cuantos pasos. Luego se escuchó un taco, brotó una lluvia de chis¬pas azules al chocar los cascos herrados sobre una canti¬dad de piedras pequeñas, y uno de los jinetes rodó por el suelo con un ruido metálico de todo el equipo, que habría sido suficiente para despertar a los muertos.
–– Ahora sí que hemos hecho las diez últimas ––¬dijo el teniente Halley––. Todos los que viven en la lade¬ra del monte han debido despertarse, y tendremos que escalarlo haciendo frente a un fuego de fusilería. Estas son las consecuencias de intentar empresas nocturnas propias de chotacabras.
El jinete caído se levantó tembloroso y trató de explicar que su caballo había tropezado en uno de los montículos que con frecuencia es costumbre levantar con piedras sueltas en el lugar en que alguien ha sido asesi¬nado. No hacía falta andarse con razones. El robusto cor¬cel australiano del comandante fue el que tropezó a continuación, y la columna hizo alto en un terreno que parecía ser un auténtico cementerio de montículos, que tendrían todos unos dos pies de altura. No entramos en detalles de las maniobras del escuadrón. Los jinetes decí¬an que aquello producía la sensación de estar bailando rigodones a caballo sin previo entrenamiento y sin acom¬pañamiento de música.
Por último, los caballos, rompiendo filas y guián¬dose por sí mismos, salieron de los túmulos y todos los hombres del escuadrón volvieron a formar y tiraron de la rienda de sus cabalgaduras algunas yardas más arriba, en la cuesta del monte. Entonces, según el relato del teniente Halley, tuvo lugar otra escena muy parecida a la que acabamos de describir. El comandante y Carter estaban empeñados en que no habían formado en las filas todos los hombres y que quedaban algunos en la retaguardia dando tropezones y produciendo ruidos metálicos entre los montículos de los muertos. El teniente Halley fue lla¬mando por sus nombres otra vez a sus soldados y se resignó a esperar. Más adelante me contó lo que sigue:
–– Yo no acertaba a comprender qué ocurría, y tampoco se me daba mucho de ello. El estrépito que armó aquel jinete al caer tenía que haber alarmado a toda la región, y yo habría jurado que éramos perseguidos furti¬vamente a retaguardia por un regimiento entero, por un regimiento que armaba un estrépito como para despertar a todo el Afganistán. Permanecía muy tieso en mi silla, pero no ocurrió nada.
Lo misterioso de aquella noche era el silencio que se observaba en la ladera del monte. Todos sabíamos que el Gulla Kutta Mullah tenía sus casitas de centinelas en la ladera exterior del monte, y todos esperábamos que para cuando el comandante se hubiese calmado a fuerza de tacos, aquellos hombres que estaban de guardia habrían abierto fuego contra nosotros. Al no ocurrir nada, se dije¬ron todos que las ráfagas de la lluvia habían amortiguado el ruido de los caballos, y se lo agradecieron a la Providencia. Por último, el comandante quedó convenci¬do: a) de que no había quedado nadie rezagado entre los montículos, y b) de que no era seguido en la retaguardia por un cuerpo numeroso y fuerte de caballería. Los hom¬bres estaban ya completamente malhumorados, los caba¬llos estaban inquietos y cubiertos de espuma, y todo el mundo anhelaba la llegada del día.
Iniciaron la subida hacia lo alto del monte, llevan¬do cada hombre con mucho tiento su montura. Antes que hubiesen salvado las cuestas inferiores, o de que hubiesen empezado a tensarse los petos, estalló a sus espaldas una tormenta de truenos que fue retumbando por los montes bajos y ahogando cualquier clase de ruido, como no fuese el de un disparo de cañón. El resplandor del primer relámpago puso a su vista las costillas desnudas de la ladera del monte, la cima, que se destacaba en un color azul acerado sobre el fondo del cielo negro; las líneas del¬gadas de la lluvia que caía, y a pocas yardas de su flanco izquierdo, una torre de guardia afgana, de dos pisos, construida de piedra, y a la que se entraba por una esca¬lera que colgaba del piso superior. La escalera estaba levantada, un hombre armado de un rifle avanzaba el cuerpo fuera del antepecho de la ventana. La oscuridad y el trueno se echaron encima en ese momento, y cuando se restableció la calma gritó una voz desde la torre de guar¬dia:
–– ¿Quién va allá?
La caballería permaneció inmóvil, pero todos sus hombres empuñaron cada cual su carabina y se situaron a un costado de sus caballos. De nuevo gritó aquella voz:
–– ¿Quién va allá? ––y luego, en tono más agudo––: ¡Oh hermanos, dad la alarma!
Pues bien: cualquiera de aquellos jinetes habría preferido morir dentro de sus altas botas antes que pedir cuartel; pero la realidad es que la respuesta a la segunda intimación fue un largo gemido de: “¡Marf Karo! ¡Marf Karo!”, que significa “¡Tened compasión! ¡Tened compa¬sión!” Eso fue lo que gritó el regimiento que trepaba.
Todos los hombres del cuerpo de caballería per¬manecieron mudos de asombro, hasta que los más forni¬dos empezaron a cuchichear entre sí:
–– Mir Khan, ¿fue tu voz la que oí?... Abdullah, ¿fuiste tú quien llamó?
El teniente Halley permanecía en pie junto a su corcel, esperando. Mientras no sonase un tiro todo iba bien. El resplandor de otro relámpago iluminó aquel grupo de caballos jadeantes y de cabezas inquietas, y junto a ellos a los hombres de ojos como globos blancos, que miraban muy abiertos, y a la izquierda de ellos la torre de piedra. Esta vez no apareció cabeza alguna en la ventana; el tosco postigo, reforzado de hierro, capaz de resistir a un tiro de rifle, estaba cerrado. El comandante dijo:
–– Avanzad. Por lo menos lleguemos a la cumbre.
El escuadrón avanzó dificultosamente; los caba¬llos agitaban las colas y los hombres tiraban de las rien¬das, mientras rodaban por la pendiente las piedras y volaban por todas partes las chispas. El teniente Halley afirma que en toda su vida no oyó hacer tanto ruido a un escuadrón. Asegura que treparon como si cada caballo hubiese tenido ocho patas y otro caballo de reserva a sus espaldas. Ni aún entonces se oyó voz alguna en la torre de guardia, y los hombres se detuvieron agotados en el camellón de la cima, desde el que podía verse la sima tenebrosa dentro de la cual quedaba al aldea de Bersund. Se aflojaron las cinchas, se levantaron las cadenillas de las barbadas, se ajustaron las sillas de montar y los hom¬bres se dejaron caer al suelo entre las piedras. Ocurriese lo que ocurriese, ellos ocupaban ahora una posición dominante para defenderse de cualquier ataque.
Cesaron los truenos, y con los truenos cesó la llu¬via, y todos ellos se vieron envueltos por la oscuridad tupida y suave de una noche invernal antes que despun¬tase el día. Todo estaba en silencio, oyéndose únicamen¬te el ruido del agua que corría por las cañadas de las laderas de la montaña. Oyeron el ruido que hizo al abrir¬se el postigo de la torre de guardia, que quedaba por debajo de ellos, y la voz del centinela, que gritaba:
–– ¡Oh Hafiz Ullah !
El eco repitió varias veces la última sílaba: “¡la––la¬––la!” A esa llamada contestó el vigilante de la torre de guardia que se ocultaba al otro lado de la curva del monte:
–– ¿Qué ocurre, Shahbaz Khan?
Shahbaz Khan contestó en el tono agudo que empleaban los montañeses:
–– ¿Has visto?
El otro contestó:
–– Sí, y que Dios nos guarde de los espíritus malos.
Hubo una pausa, y al cabo de ella se oyó gritar:
–– Hafiz Ullah, estoy solo. Ven a hacerme compa¬ñia.
–– Shahbaz Kahn, yo también estoy solo, pero no me atrevo a abandonar mi puesto.
–– Eso es mentira; tienes miedo.
Hubo otra pausa más larga y a continuación:
–– Tengo miedo. ¡No hables! Siguen todavía debajo de nosotros. Reza a Dios y duerme.
Los soldados de caballería escuchaban atónitos, porque no comprendían que por debajo de las torres de guardia hubiese otra cosa que tierra y piedra.
Shahbaz Khan empezó a gritar de nuevo:
–– Están debajo de nosotros. Los veo. ¡Por amor de Dios, ven a hacerme compañía, Hafiz Ullah! Mi padre mató a diez de ellos. ¡Ven y hazme compañía!
Hafiz Ullah contestó en voz muy fuerte:
–– El mío estuvo libre de pecado. Escuchad, voso¬tros, hombres de la noche: ni mi padre ni nadie de mi san¬gre tuvieron parte en aquel crimen. Shahbaz Khan, sufre tú tu propio castigo.
–– Habría que tapar la boca a esos hombres, que están cacareando igual que gallos ––dijo el teniente Halley, castañeteando debajo de su roca.
Apenas se había dado media vuelta para exponer a la lluvia la otra mitad de su cuerpo, cuando un afgano barbudo, de largas guedejas en tirabuzones, maloliente, que subía monte arriba a todo correr, cayó en sus brazos. Halley se sentó encima de él y le metió por la boca toda la empuñadura de la espada que cupo dentro de la misma. Luego le dijo alegremente:
–– Si gritas, te mato.
El hombre estaba tan aterrorizado, que ni a hablar acertaba. Quedó en el suelo temblando y gruñen¬do. Cuando Halley le quitó de entre los dientes el puño de la espada, el afgano seguía sin poder articular palabra, pero se aferró al brazo de Halley, palpándolo desde el codo hasta la muñeca, y jadeando:
¡El Rissala! ¡El Rissala muerto! ¡Está allá abajo!
–– No; el Rissala, el Rissala, vivo y muy vivo, está aquí arriba ––dijo Halley soltando su brida de aguada y atando con ella las muñecas del afgano. ¿Cómo fuisteis tan estúpidos que nos dejásteis pasar?
–– El valle está lleno de muertos ––dijo el afga¬no––. Es mejor caer en manos de los ingleses que en las de los muertos. Allá abajo éstos van y vienen de un lado para otro. Los vi a la luz de los relámpagos.
Al cabo de un rato recobró un poco de serenidad, y dijo cuchicheando, porque Halley le tenía aplicada al estómago la boca de su pistola:
–– ¿Qué es esto? Entre nosotros no hay guerra, y el Mullah me matará por no haber visto pasar a ustedes.
No tengas cuidado ––le dijo Halley––. Venimos a matar a Mullah, con la ayuda de Dios. Le han crecido demasiado los colmillos. Nada te pasará a ti, a menos que la luz del día nos haga ver que tienes una cara que está pidiendo la horca por los crímenes cometidos... ¿Y qué es eso del regimiento muerto?
–– Yo sólo mato del lado de acá de mi frontera ––¬ dijo el hombre, denotando un inmenso alivio––. El regi¬miento muerto está ahí abajo. Los hombres vuestros han debido de pasar por sus tumbas en la subida: son cuatro¬cientos hombres muertos sobre sus caballos, que tropie¬zan y dan tumbos entre sus propias sepulturas, entre los montecillos de piedra...; todos ellos hombres a los que nosotros matamos.
–– ¡Fiu! ––exclamó Halley––. Eso explica que yo haya maldecido a Carter y que el comandante me haya maldecido a mí. ¿De modo que son cuatrocientos sables, verdad? No es de extrañar que nosotros nos imagináse¬mos que se habían agregado a nuestra tropa un buen número de extras. Kurruk Shah ––cuchicheó a un oficial indígena de pelo entrecano que estaba tumbado a pocos pasos de Halley––, ¿oíste hablar de un Rissala muerto entre estas montañas?
Kurruk Shah contestó con un glogloteo de risa:
–– Desde luego que sí. ¿Cómo, de no haberlo sabido, habría pedido a gritos cuartel cuando la claridad del relámpago nos descubrió a los vigías de las torres, yo, que he servido a la reina durante veintisiete años? Siendo yo joven presencié la matanza en el valle de Sheor––Kot, ahí abajo, a nuestros pies, y conozco la leyenda que nació de ese hecho. ¿Pero cómo es posible que los fantasmas de los infieles prevalezcan contra nosotros los creyentes? Aprieta un poco más fuerte las muñecas de ese perro, Sahib. Los afganos son igual que las anguilas.
–– Pero hablar de un Rissala muerto es decir una tontería ––dijo Halley, dando un tirón a la muñeca de su cautivo––. Los muertos están muertos... Estate quieto, sag.
El afgano se retorció.
–– Los muertos están muertos, y por esa razón van y vienen de un lado a otro por la noche. ¿Qué falta hace hablar? Nosotros somos hombres, y tenemos ojos y oídos. Ustedes dos pueden ver y oír a esos muertos al pie de la colina ––dijo Kurruk Shah con mucha compostura.
Halley miraba asombrado y permaneció largo rato escuchando con atención. El valle estaba lleno de ruidos ahogados, como ocurre en todos los valles por la noche; pero sólo Halley sabe si él vio o escuchó cosas que se salían de lo natural, y no le gusta hablar acerca del tema.
Por último, cuando iba a despuntar el día, subió hacia lo alto un cohete verde lanzado en el lado opuesto del valle de Bersund, a la entrada del desfiladero, para hacer saber que los gurkhas ocupaban ya su posición. Una luz roja de la infantería, que estaba colocada a dere¬cha e izquierda, respondió a la señal, y la caballería encendió una bengala blanca. Los afganos duermen hasta muy tarde durante el invierno, y era ya pleno día cuando los hombres de Gulla Kutta Mullah empezaron a salir de sus casuchas frotándose los ojos. Entonces vieron a hom¬bres de uniformes verdes, rojos y pardos apoyados en sus fusiles y muy lindamente dispuestos alrededor del cráter de la aldea de Bersund, formando un cordón que ni siquiera un lobo habría sido capaz de romper. Se frotaron todavía más los ojos cuando un joven de cara sonrosada, que ni siquiera pertenecía al Ejército, sino que represen¬taba al Departamento Político, avanzó monte abajo con dos ordenanzas, llamó con unos golpes a la puerta del Gulla Kutta Mullah y le dijo tranquilamente que saliese afuera y se dejase atar, para mayor comodidad durante el transporte. Este mismo joven fue de casucha en casucha, dando ligeros golpecitos con el bastón, aquí a un bando¬lero y allí a otro; en el momento en que lo señalaba con su bastón, cada uno de esos individuos era amarrado, y miraba con ojos de asombro y desesperanza a las alturas circundantes, desde las que los soldados ingleses miraban hacia el valle con despreocupación. Únicamente el
Mullah trató de desahogarse con maldiciones y frases gruesas, hasta que el soldado que le estaba amarrando las muñecas le dijo:
–– ¡Ni una palabra más! ¿Por qué no saliste al frente cuando se te ordenó, en lugar de tenernos en vela toda la noche? ¡Vales menos que el barrendero de mi cuartel, viejo narciso de cabeza blanca! ¡Andando!
Media hora después las tropas se habían marcha¬do de la aldea, llevándose al Mullah y a sus trece amigos. Los atónitos aldeanos contemplaban con dolor el montón de mosquetes rojos y de espadas hechas pedazos, dicién¬dose cómo habían podido ellos calcular tan equivocada¬mente la paciencia del Gobierno de la India.
Fue una operación pequeña y bonita, llevada a cabo limpiamente, y los hombres que en ella habían tomado parte recibieron una expresión, no oficial, de agradecimiento por sus servicios.
Sin embargo, yo creo que corresponde una buena parte del mérito a aquel otro regimiento cuyo nombre no figuró en la orden del día de la brigada y cuya mera exis¬tencia corre peligro de caer en el olvido.