lunes, noviembre 30, 2009

El caballero inexistente- Capitulo 1

Por Italo Calvino

Bajo las rojas murallas de París estaba formado el ejército de Francia. Carlomagno tenía que pasar revista a los paladines. Ya hacía más de tres horas que estaban allí; era una tarde calurosa de comienzos de verano, algo cubierta, nubosa; en las armaduras se hervía como dentro de ollas a fuego lento. No se sabe si alguno en aquella inmóvil fila de caballeros no había perdido ya el sentido o se había adormecido, pero la armadura los mantenía erguidos en la silla a todos por igual. De pronto, tres toques de trompa: las plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire quieto como por un soplo de viento, y enmudeció en seguida aquella especie de bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, por lo visto, un roncar de guerreros oscurecido por las golas metálicas de los yelmos. Finalmente helo allí, divisaron a Carlomagno que avanzaba, al fondo, en un caballo que parecía más grande de lo normal, con la barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y guerrea, guerrea y reina, dale que dale, parecía un poco envejecido, desde la última vez que lo habían visto aquellos guerreros.

Detenía el caballo ante cada oficial y se volvía para mirarlo de arriba abajo.
—¿Y quién sois vos, paladín de Francia?
—¡Salomón de Bretaña, sire! —respondía aquél en alta voz, alzando la celada y descubriendo el rostro acalorado; y añadía alguna información práctica, como—: Cinco mil caballeros, tres mil quinientos infantes, mil ochocientos servicios, cinco años de campaña.
—¡Cierra con los bretones, paladín! —decía Carlos, y tac-tac, tac-tac, se acercaba a otro jefe de escuadrón.
—¿Yquien sois vós, paladín de Francia? —reiteraba.
—¡Oliverio de Viena, sire! —pronunciaban los labios en cuanto se había levantado la rejilla del yelmo. Y—: Tres mil caballeros escogidos, siete mil de tropa, veinte máquinas de asedio. Vencedor del pagano Fierabrás, ¡por la gracia de Dios y para gloria de Carlos, rey de los francos!
—Bien hecho, bravo por el vienés —decía Carlomagno, y a los oficiales del séquito—: Flacuchos esos caballos, aumentadles la cebada. —Y seguía adelante—: ¿Yquien sois vós, paladín de Francia? —repetía, siempre con la misma cadencia.
—¡Bernardo de Mompolier, sire! Vencedor de Brunamente y Galiferno.
—¡Bonita ciudad, Mompolier! ¡Ciudad de bellas mujeres! —y al séquito—: A ver si lo ascendemos de grado. —Cosas que dichas por el rey son de agrado, pero eran siempre las mismas monsergas, desde hacía muchos años.
—¿Y quien sois vós, con ese blasón que conozco?
Conocía a todos por las armas que llevaban en el escudo, sin necesidad de que dijeran nada, pero así era la costumbre: que fueran ellos quienes le descubrieran el nombre y el rostro. Quizá porque de lo contrario, alguno, con algo mejor que hacer que tomar parte en la revista, habría podido mandar allí su armadura con otro dentro.
—Alardo de Dordoña, del duque Amón...
—Estupendo Alardo, ¿qué dice papá? —y así sucesivamente. . «Tata-tatatá, tata-tata-ta-tatá.»
—¡Gualfredo de Monjoie! ¡Ocho mil caballeros excepto los muertos! Ondeaban las cimeras.
—¡Ugier Danés! ¡Ñamo de Baviera! ¡Palmerín de Inglaterra!
Anochecía. Los rostros, entre el ventalle y la babera, ya no se distinguían tan bien. Cada palabra, cada gesto era ya previsible, como todo en aquella guerra que tanto duraba, cada encuentro, cada duelo, conducido siempre según aquellas reglas, de modo que se sabía ya antes de que ocurriera quién tenía que vencer, o perder, quién tenía que ser el héroe, quién el cobarde, a quién le tocaba quedar despanzurrado y a quién salir bien librado con una caída y una culada en el suelo. En las corazas, por la noche, a la luz de las antorchas, los herreros martilleaban siempre las mismas abolladuras.
—¿Y vos?
El rey había llegado ante un caballero de armadura toda blanca; sólo una pequeña línea negra corría alrededor, por los bordes; aparte de eso era reluciente, bien conservada, sin un rasguño, bien acabada en todas las junturas, adornado el yelmo con un penacho de quién sabe qué raza oriental de gallo, cambiante con todos los colores del iris. En el escudo había dibujado un blasón entre dos bordes de un amplio manto drapeado, y dentro del blasón se abrían otros dos bordes de manto con un blasón más pequeño en medio, que contenía otro blasón con manto todavía más pequeño. Con un dibujo cada vez más sutil se representaba una sucesión de mantos que se abrían uno dentro del otro, y en medio debía haber quién sabe qué, pero no se conseguía descubrirlo, tan pequeño se volvía el dibujo.
—Y vos ahí, con ese aspecto tan pulcro... —dijo Carlomagno que, cuanto más duraba la guerra, menos respeto por la limpieza conseguía ver en los paladines.
—¡Yo soy —la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si fuera no una garganta sino la misma chapa de la armadura la que vibrara, y con un leve retumbo de eco— Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez!
—Aaah... —dijo Carlomagno, y del labio inferior, que sobresalía, le salió incluso un pequeño trompeteo, como diciendo: «¡Si tuviera que acordarme del nombre de todos, estaría fresco!» Pero en seguida frunció el ceño—. ¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro?
El caballero no hizo ningún ademán; su diestra enguantada con una férrea y bien articulada manopla se agarró más fuerte al arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido como por un escalofrío.
—¡Os hablo a vos, eh, paladín! —insistió Carlomagno—. ¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?
La voz salió clara de la babera.
—Porque yo no existo, sire.
—¿Qué es eso? —exclamó el emperador—. ¡Ahora tenemos entre nosotros incluso un caballero que no existe! Dejadme ver.
Agilulfo pareció vacilar todavía un momento, luego, con mano firme, pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.
—¡Pero...! ¡Lo que hay que ver! —dijo Carlomagno—. ¿Y cómo lo hacéis para prestar servicio, si no existís?
—¡Con fuerza de voluntad —dijo Agilulfo—, y fe en nuestra santa causa!
—Muy bien, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, ¡sois avispado!
Agilulfo cerraba la fila. El emperador había ya pasado revista a todos; dio vuelta al caballo y se alejó hacia las tiendas reales. Era viejo, y procuraba alejar de su mente los asuntos complicados.
La trompa tocó el «rompan filas». Hubo la desbandada de caballos de costumbre, y el gran bosque de lanzas se plegó, se movió ondulante como un campo de trigo cuando pasa el viento. Los caballeros bajaban de la silla, movían las piernas para desentumecerse, los escuderos se llevaban los caballos de la brida. Después, de la confusión y la polvareda se destacaron los paladines, agrupados en corrillos en los que se agitaban las cimeras coloreadas, para desahogarse de la forzada inmovilidad de aquellas horas con bromas y bravatas, con chismes de mujeres y honores.
Agilulfo dio unos pasos para mezclarse con uno de estos corrillos, luego sin ningún motivo pasó a otro, pero no se abrió paso y nadie se fijó en él. Permaneció un poco indeciso detrás de éste o aquél, sin participar en sus diálogos, y luego se apartó. Oscurecía; sobre la cimera las plumas brisadas parecían todas ahora de un único e indistinto color; pero la armadura blanca resaltaba aislada sobre el prado. Agilulfo, como si de repente se hubiese sentido desnudo, hizo ademán de cruzar los brazos y encogerse los hombros.
Después se recobró y, a grandes pasos, se dirigió hacia las caballerizas. Cuando llegó, encontró que el cuidado de los caballos no se llevaba a cabo según las reglas, reprendió a los palafreneros, impuso castigos a los mozos, inspeccionó todos los turnos de faenas, redistribuyó las tareas explicando minuciosamente a cada uno cómo había que ejecutarlas y haciéndose repetir lo que había dicho para ver si habían entendido bien. Y como a cada momento sacaba a relucir las negligencias en el servicio de los colegas oficiales paladines, los llamaba uno a uno, sustrayéndolos a las dulces conversaciones ociosas de la noche, y debatía con discreción, pero con firme exactitud sus faltas, y los obligaba a ir de piquete a uno, de guardia a otro, de patrulla al de más allá, y así sucesivamente. Tenía siempre razón, y los paladines no podían sustraerse, pero no escondían su descontento. Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez, era ciertamente un modelo de soldado; pero a todos les era antipático.

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