sábado, noviembre 23, 2013

Cuarta Carta, Los valores de la comunidad

La Resistencia - Por Ernesto Sábato 
(Edit. por Seix Barral)


Cada uno de nosotros es culpable ante todos, por todos y por todo.

F. DOSTOIEVSKI

QUIERO HABLARLES de Buenos Aires. Aunque yo no vivo en ella y me resultaría insoportable, la reconozco como mi ciudad, por eso mismo es que la sufro. Ella representa, de alguna manera, lo que es la vida de estas urbes donde viven, o sobreviven, millones de habitantes. Pero antes les voy a repetir la situación del mundo, lo que todos sabemos, en la esperanza de que por la repetición, como la gota de agua, o el martillo contra la puerta cerrada, veamos un día que las cosas revirtieron. Acaso en verdad ya lo está haciendo: ya se filtra la luz entre las rendijas de la vieja civilización.

Asistimos a una quiebra total de la cultura occidental. El mundo cruje y amenaza con derrumbarse, ese mundo que para mayor ironía es el resultado de la voluntad del hombre, de su prometeico intento de dominación.

Guerras que unen la tradicional ferocidad a su inhumana mecanización, dictaduras totalitarias, enajenación del hombre, destrucción catastrófica de la naturaleza, neurosis colectiva e histeria generalizada, nos han abierto por fin los ojos para revelarnos la clase de monstruo que habíamos engendrado y criado orgullosamente.

Aquella ciencia que iba a dar solución a todos los problemas físicos y metafísicos del hombre contribuyó a facilitar la concentración de los estados gigantescos, a multiplicar la destrucción y la muerte con sus hongos atómicos y sus nubes apocalípticas.

A cada hora el poder del mundo se concentra y se globaliza. Veinte o treinta empresas, como un salvaje animal totalitario, lo tienen en sus garras. Continentes en la miseria junto a altos niveles tecnológicos, posibilidades de vida asombrosas a la par de millones de hombres desocupados, sin hogar, sin asistencia médica, sin educación. La masificación ha hecho estragos, ya es difícil encontrar originalidad en las personas y un idéntico proceso se cumple en los pueblos, es la llamada globalización. ¡Qué horror! ¿Acaso no comprendemos que la pérdida de los rasgos nos va haciendo aptos para la clonación? La gente teme que por tomar decisiones que hagan más humana su vida, pierdan el trabajo, sean expulsados, pasen a pertenecer a esas multitudes que corren acongojadas en busca de un empleo que les impida caer en la miseria, que los salve. La total asimetría en el acceso a los bienes producidos socialmente está terminando con la clase media, y el sufrimiento de millones de seres humanos que viven en la miseria está permanentemente delante de los ojos de todos los hombres, por más esfuerzo que hagamos en cerrar los párpados. Pronto no podremos ya gozar de estudios o conciertos porque serán más apremiantes las preguntas que nos impondrá la vida respecto de nuestros valores supremos. Por la responsabilidad de ser hombres.

Esta crisis no es la crisis del sistema capitalista, como muchos imaginan: es la crisis de toda una concepción del mundo y de la vida basada en la idolatría de la técnica y en la explotación del hombre. Para la obtención del dinero, han sido válidos todos los medios. Esta búsqueda de la riqueza no ha sido llevada adelante para todos, como país, como comunidad; no se ha trabajado con un sentimiento
histórico y de fidelidad a la tierra. No, desgraciadamente esto parece la estampida que sigue a un terremoto donde en medio del caos cada uno saquea lo que puede. Es innegable que esta sociedad ha crecido llevando como meta la conquista, donde tener poder significó apropiarse y la explotación llegó a todas las regiones posibles de mundo.
La economía reinante asegura que la superpoblación mundial no puede ser asimilada por la sociedad actual. Esta frase me da escalofríos: es suficiente para que los poderes maléficos justifiquen la guerra. Las guerras siempre han contado con el auspicio de grandes sectores de la población que, de alguna manera u otra, se beneficiaban de ella. Como centinela, todo hombre ha de permanecer en vela. Esto nunca ha de suceder. El “sálvese quien pueda” no sólo es inmoral, sino que tampoco alcanza.

Las creencias y el pensamiento, los recursos y las invenciones fueron puestos al servicio de la conquista. Colonialismos e imperios de todos los signos, a través de luchas sangrientas, pulverizaron tradiciones enteras y profanaron valores milenarios, cosificando primero la naturaleza y luego los deseos de los seres humanos.
Sin embargo, misteriosamente, es en el deseo donde se está generando un cambio. Lo siento en los hombres que se me acercan en la calle y lo creo de las juventudes del mundo. Pero es en la mujer en quien se halla el deseo de proteger la vida, absolutamente.

La degradación de los tribunales y el descreimiento en la justicia provocan la sensación de que la democracia es un sistema incapaz de investigar y condenar a los culpables, como si resultara un caldo de cultivo favorable a la corrupción, cuando, en realidad, lo que ocurre es que en ningún otro sistema es posible denunciarla. No es que en otros no exista; hasta termina siendo más corrupta y degradante, si creemos en el conocido aforismo de Lord
Acton: “El poder corrompe, pero el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Debemos exigir que los gobiernos vuelquen todas sus energías para que el poder adquiera la forma de la solidaridad, que promueva y estimule los actos libres, poniéndose al servicio del bien común, que no se entiende como la suma de los egoísmos individuales, sino que es el supremo bien de una comunidad. Debemos hacer surgir, hasta con vehemencia, un modo de convivir y de pensar, que respete hasta las más hondas diferencias. Como bellamente define Zambrano, la democracia es la sociedad en la cual no sólo es posible sino exigido el ser persona. Frágil y falible, hoy en día ningún otro sistema ha probado otorgar al hombre más justicia social y libertad que la precaria democracia en que vivimos. La democracia no sólo permite la diversidad sino que debiera estimularla y requerirla. Porque necesita de la presencia activa de los ciudadanos para existir, de lo contrario es masificadora y genera indiferencia y conformismo. De ahí la esclerosis de la que padecen muchas democracias.

No se puede identificar, sin más, democracia con libertad. Muchos no sólo dejan de buscar la libertad, sino que hasta le temen. Si se compara la libertad de hoy con la que había hace unas pocas décadas, dolorosamente se comprueba que la libertad está en retroceso. Millones de hombres en el mundo, y también en nuestro riquísimo país, están condenados a trabajar durante diez o doce horas y vivir hacinados, miserablemente. Los siervos de la gleba no le están muy lejos. Este hecho hace que quienes podemos vivir en libertad seamos más responsables, porque como dijo Camus, “la libertad no está hecha de privilegios, sino que está hecha sobre todo de deberes”.

Como hombres libres en un campo de reclusos nuestra misión es trabajar por ellos, de todas las formas a nuestro alcance. “La verdadera libertad no vendrá de la toma del poder por parte de algunos, sino del poder que todos
tendrán algún día de oponerse a los abusos de la autoridad. La libertad personal llegará inculcando a las multitudes la convicción de que tienen la posibilidad de controlar el ejercicio de la autoridad y hacerse respetar”, afirmó Gandhi, ese hombre que luchó hasta la muerte por la libertad de su milenario país. Gandhi era un convencido de que al hombre no se le otorgaría la libertad exterior hasta tanto no hubiera sabido desarrollar la libertad interior.
Ésta es una gran tarea para quienes trabajan en la radio, en la televisión o escriben en los diarios; una verdadera gesta que puede llevarse a cabo si es auténtico el dolor que sentimos por el sufrimiento de los demás.

Muy a menudo compruebo que todo es opinable, y alguien que comenzó antes de ayer puede hablar tanto como otro cuya trayectoria está largamente probada en la vida del país. Y su opinión llega a ser clasificatoria, y no tiene siquiera que demostrarse. La llamada opinión pública es la suma de lo que se le ocurre a quienes, en esos minutos, pasan ocasionalmente por la esquina elegida, y conforman el mínimo universo de una encuesta que, sin embargo, saldrá a grandes titulares en los diarios y los programas de televisión. Las preguntas que suelen hacerse son de una torpeza que pondrían frenético a Sócrates, que las colocó en el lugar de quien ayuda a dar a luz. Todo pasa y todas las perspectivas son válidas. Lo mismo Chicho que Napoleón, Cristo que el Rey de Bastos. No se piensa en futuro, todo es de coyuntura.

Otra consecuencia de este estado de cosas es la sobrevaloración de la diversión. Los programas “divertidos” tienen mucho raiting —y el raiting es lo supremo— no importa a costa de qué valor, ni quién lo financia. Son esos programas donde divertirse es degradar,
o donde todo se banaliza. Como si habiendo perdido la capacidad para la grandeza, nos conformáramos con una
comedia de regular calidad. Esta desesperación por divertirse tiene sabor a decadencia.

Quienes así actúan reflejan una posición verdaderamente escéptica donde no cabe enfurecerse, ya que se descree de toda conquista que pueda mejorar la vida. Si algo es apocalíptico es este vivir como si mañana no hubiera mundo y sólo nos restara disimular la tragedia.
Nuestra civilización ha tomado un tipo de bienestar como el “deber ser” de la vida, fuera del cual no hay salvación. Este objetivo es logrado por el miedo, y por la incapacidad que tienen hoy los hombres de vivir los momentos duros, las situaciones límite, los obstáculos. En especial, se tiene horror al fracaso. Se oculta cualquier avería en el bienestar, pues enseguida se teme la exclusión, quedar eliminado de la existencia como un equipo de fútbol lo estaría en un campeonato. Tal es la dificultad que tiene el hombre actual de superar las tormentas de la vida, de recrear la existencia después de las caídas.

Salían por centenares del subterráneo, tropezaban, bajaban de los colectivos atestados, entraban en el infierno de Retiro, donde volvían a encimarse en los trenes. Año nuevo, milenio nuevo, pensaba el muchacho con piadosa ironía, viendo a esos desesperados en busca de una esperanza propiciada con pan dulce y sidra, con sirenas y gritos.

Ayer recibí la carta de un muchacho en la que me dice “tengo miedo del mundo”. Dentro del mismo sobre me envía una fotografía en la que pude advertir algo, en su manera de mirar, en sus espaldas agobiadas, que revelaba una enorme desproporción entre sus recursos y la espantosa realidad que lo estremece. Siempre hubo ricos y
pobres, salones de baile y mazmorras, muertos de hambre y fastuosos banquetes. Pero en este siglo ha cundido de tal manera el nihilismo que se hace imposible la transmisión de valores a las nuevas generaciones.

Aunque, quizá, sean los chicos los que nos vayan a salvar. Porque, ¿cómo vamos a poder criarlos hablándoles de los grandes valores, de aquellos que justifican la vida, cuando delante de ellos comprueban que se hunden millares de hombres y mujeres, sin remedios ni techos donde protegerse? O ven cómo poblaciones enteras son arrasadas por inundaciones que pudieron evitarse.

¿Creen que es posible seguir mirando por televisión el horror que padece la pobre gente a la par que la frivolidad ostentosa y corrupta, entremezclada como en el peor de los cambalaches? ¿Y así tener hijos que sean hombres de verdad? La falta de gestos humanos genera una violencia a la que no podremos combatir con armas, únicamente un sentido más fraterno entre los hombres la podrá sanar.
Miles de hombres se desviven trabajando, cuando pueden, acumulando amarguras y desilusiones, logrando apenas sostenerse un día más en la precaria situación mientras casi no hay individuo que tras su paso por el poder no haya cambiado, en apenas meses, un modesto departamentito por una lujosa mansión con entrada para fabulosos autos. ¿Cómo no les llega la vergüenza?

Si nos cruzamos de brazos seremos cómplices de un sistema que ha legitimado la muerte silenciosa. Los hombres necesitan que nuestra voz se sume a sus reclamos. Detesto la resignación que pregonan los conformistas ya que no es suyo el sacrificio, ni el de su familia. Con pavor he pensado en la posibilidad de que, como esas virulentas enfermedades de los siglos pasados, la impunidad y la corrupción lleguen a instalarse en la sociedad como parte de una realidad a la que nos debamos acostumbrar. ¿Cómo
hemos llegado a esta degeneración de los valores en la vida social? Cuando fuimos niños aprendimos el comportamiento viendo a los hombres que simplemente cumplían con el deber —una expresión hoy en desuso— esperando recibir una recompensa digna por su trabajo, pero que nunca hubieran aceptado ningún soborno. Eran personas con dignidad: no se hubieran metido en el bolsillo lo que no les correspondiera, ni hubieran aceptado sobornos ni bajezas semejantes.

Recuerdo que mi padre perdió su molino harinero por un crédito al que se había comprometido de palabra. Desde luego, para él significó un inmenso dolor. Pero hubiera sido indigno de un verdadero hombre evadir su responsabilidad, ese sentimiento del honor le daba fuerzas y vivía en paz. ¡Qué decir de lo que fueron alguna vez los sindicatos! Casi con candor recuerdo la anécdota de aquel hombre que se desvaneció en la calle y, cuando fue reanimado, quienes lo socorrieron le preguntaron cómo no se había comprado algo de comer con el dinero que llevaba en su bolsillo, a lo que aquel ser humano maravilloso respondió que ese dinero era del sindicato. No es que en ese entonces no hubiera corrupción, pero existía un sentido del honor que la gente era capaz de defender con su propia conducta. Y robar las arcas de la Nación, las que deben atender al bien común, era de lo peor. Y lo sigue siendo.

Quienes se quedan con los sueldos de los maestros, quienes roban a las mutuales o se ponen en el bolsillo el dinero de las licitaciones no pueden ser saludados. No debemos ser asesores de la corrupción. No se puede llevar a la televisión a sujetos que han contribuido a la miseria de sus semejantes y tratarlos como señores delante de los niños. ¡Ésta es la gran obscenidad! ¿Cómo vamos a poder educar si en esta confusión ya no se sabe si la gente es conocida por héroe o por criminal? Dirán que exagero, pero ¿acaso no es un crimen que a millones de personas en la pobreza se les quite lo poco que les corresponde? ¿Cuántos
escándalos hemos presenciado, y todo sigue igual, y nadie —con dinero— va preso? La gente sabe que se miente pero parece una ola de tal magnitud que no se la puede impedir. Esto hace sentir impotente a la gente y finalmente produce violencia, ¿hasta dónde vamos a llegar?

Tampoco podemos vivir comunitariamente cuando todos los vínculos se basan en la competencia. Es indudable que genera, en algunas personas, un mayor rendimiento basado en el deseo de triunfar sobre las demás. Pero no debemos equivocarnos, la competencia es una guerra no armada y, al igual que aquélla, tiene como base un individualismo que nos separa de los demás, contra quienes combatimos. Si tuviéramos un sentido más comunitario muy otra sería nuestra historia, y también el sentido de la vida del que gozaríamos.

Cuando critico la competencia no lo hago sólo por un principio ético sino también por el gozo inmenso que entraña compartir el destino, y que nos salvará de quedar esterilizados por la carrera hacia el éxito individual en que está acabando la vida del hombre.
Semanas después, otra tarde, cuando me senté a contestar la carta del muchacho, advertí que yo de joven escribía cada vez que era infeliz, que me sentía solo o desajustado con el mundo en que me había tocado nacer. Y pienso si no será siempre así, que el arte nazca invariablemente de nuestro desajuste, de nuestra ansiedad y nuestro descontento. Una especie de intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos. Los animales no lo necesitan: les basta vivir. Porque su existencia se desliza armoniosamente con las necesidades atávicas. Y al pájaro le basta con algunas semillitas o
gusanos, un árbol donde construir su nido, grandes espacios para volar; y su vida transcurre desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no es desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni por la locura. Mientras que el hombre al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y con los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran desgarramiento: habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios que su espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso de su redención.

Cuántas veces les he aconsejado a quienes acuden a mí, en su angustia y en su desaliento, que se vuelquen al arte y se dejen tomar por las fuerzas invisibles que operan en nosotros. Todo niño es un artista que canta, baila, pinta, cuenta historias y construye castillos. Los grandes artistas son personas extrañas que han logrado preservar en el fondo de su alma esa candidez sagrada de la niñez y de los hombres que llamamos primitivos, y por eso provocan la risa de los estúpidos. En diferentes grados, la capacidad creativa pertenece a todo hombre, no necesariamente como una actividad superior o exclusiva. ¡Cuánto nos pueden enseñar los pueblos antiguos donde todos, más allá de las desdichas o de los infortunios, se reunían para bailar y cantar! El arte es un don que repara el alma de los fracasos y sinsabores. Nos alienta a cumplir la utopía a la que fuimos destinados.

El arte de cada tiempo trasunta una visión del mundo, la visión del mundo que tienen los hombres de esa época y
en particular el concepto de la realidad. En este nuevo milenio debajo del gran supermercado del arte, como los brotes que germinan después de un largo invierno, se perciben, acá y allá, los testimonios de otra manera de mirar. Notablemente en el cine, en películas de muy bajo presupuesto que nos llegan de pequeños países, no contaminados por la globalización, se expresa el deseo de un mundo humano que se ha perdido, pero al que no se ha renunciado. Son películas que nos traen un alivio al ver que la vida simple, humana, aún está viva. El hombre no sólo está hecho de muerte sino también de ansias de vida; tampoco únicamente de soledad sino también de comunión y amor.

Contemplaba con mirada de pequeño dios impotente el conglomerado turbio y gigantesco, tierno y brutal, aborrecible y querido, que como un temible leviatán se recortaba contra los nubarrones del oeste.
El sol se ponía y a cada segundo cambiaba el colorido de las nubes en el poniente. Grandes desgarrones grisvioláceos se destacaban sobre un fondo de nubes más lejanas: grises, lilas, negruzcas. Lástima ese rosado, pensó, como si estuviera en una exposición de pintura. Pero luego el rosado se fue corriendo más y más, abaratando todo. Hasta que empezó a apagarse y, pasando por el cárdeno y el violáceo, llegó al gris y finalmente al negro que anuncia la muerte, que siempre es solemne y acaba siempre por conferir dignidad.

Y el sol desapareció.

Y un día más terminó en Buenos Aires: algo irrecuperable para siempre, algo que inexorablemente lo acercaba un paso más a su propia muerte. ¡Y tan rápido, al fin, tan rápido! Antes los años corrían con mayor lentitud y todo parecía posible, en un tiempo que se extendía ante él como un camino abierto hacia el horizonte. Pero ahora los años corrían con creciente rapidez hacia el ocaso, y a cada instante se sorprendía diciendo: “hace veinte años, cuando lo vi por última vez”, o alguna otra cosa tan trivial pero tan
trágica como ésa; y pensando enseguida, como ante un abismo, qué poco, qué miserablemente poco resta de aquella marcha hacia la nada. Y entonces ¿para qué?

Y cuando llegaba a ese punto y cuando parecía que ya nada tenía sentido, se tropezaba acaso con uno de esos perritos callejeros, hambriento y ansioso de cariño, con su pequeño destino (tan pequeño como su cuerpo y su pequeño corazón que valientemente resistirá hasta el final, defendiendo aquélla vida chiquita y humilde como desde una fortaleza diminuta), y entonces, recogiéndolo, llevándolo hasta una cucha improvisada donde al menos no pasase frío, dándole algo de comer, conviniéndose en sentido de la existencia de aquel pobre bicho, algo más enigmático pero más poderoso que la filosofía parecía volverle a dar sentido a su propia existencia. Como dos desamparados en medio de la soledad que se acuestan juntos para darse mutuamente calor.

viernes, noviembre 08, 2013

La leyenda de Carlomagno

Por Italo Calvino

El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.


viernes, noviembre 01, 2013

Las ciudades y los muertos

Del libro "Las ciudades Invisibles"
Por Italo  Calvino

No hay ciudad más propensa que Eusapia a gozar de la vida y a huir de los afanes. Y para que el salto de la vida a la muerte sea menos brusco, los habitantes han construido una copia idéntica de su ciudad bajo tierra. Los cadáveres, desecados de manera que no quede sino el esqueleto revestido de piel amarilla, son llevados allá abajo para seguir con las ocupaciones de antes. De éstas, son los momentos despreocupados los que gozan de preferencia: los más de ellos se instalan en torno a mesas puestas, o en actitudes de danza o con el gesto de tocar la trompeta. Sin embargo, todos los comercios y oficios de la Eusapia de los vivos funcionan bajo tierra, o por lo menos aquellos que los vivos han desempeñado con más satisfacción que fastidio: el relojero, en medio de todos los relojes detenidos de su tienda, arrima una oreja apergaminada a un péndulo desajustado; un barbero jabona con la brocha seca el hueso del pómulo de un actor mientras este repasa su papel clavando en el texto las órbitas vacías; una muchacha de calavera risueña ordeña una osamenta de vaquillona.

Claro, son muchos los vivos que piden para después de muertos un destino diferente del que ya les tocó: la necrópolis está atestada de cazadores de leones, mezzosopranos, banqueros, violinistas, duquesas, mantenidas, generales, más de cuantos contó nunca ciudad viviente. La obligación de acompañar abajo a los muertos y de acomodarlos en el lugar deseado ha sido confiada a una cofradía de encapuchados. Ningún otro tiene acceso a Eusapia de los muertos y todo lo que se sabe de abajo se sabe por ellos.

Dicen que la misma cofradía existe entre los muertos y que no deja de darles una mano; los encapuchados después de muertos seguirán en el mismo oficio aun en la otra Eusapia; se da a entender que algunos de ellos ya están muertos y siguen andando arriba y abajo. Desde luego la autoridad de esta congregación en la Eusapia de los vivos está muy extendida.

Dicen que cada vez que descienden encuentran algo cambiado en la Eusapia de abajo; los muertos introducen innovaciones en su ciudad; no muchas, pero sí fruto de reflexión ponderada, no de caprichos pasajeros. De un año a otro, dicen, la Eusapia de los muertos es irreconocible. Y los vivos, para no ser menos, todo lo que los encapuchados cuentan de las novedades de los muertos también quieren hacerlo. Así la Eusapia de los vivos se ha puesto a copiar su copia subterránea.
Dicen que esto no ocurre sólo ahora: en realidad habrían sido los muertos quienes construyeron la Eusapia de arriba a semejanza de su ciudad. Dicen que en las dos ciudades gemelas no hay ya modo de saber cuáles son los vivos y cuáles los muertos.

jueves, octubre 03, 2013

El arca y el aparecido

Por Henry Stendhal

Una hermosa mañana del mes de mayo de 182... entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él.
Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.

¡Cómo es esto -se decía don Blas-: un hombre que, según las apariencias, pertenece a las primeras clases de la sociedad y yo no lo conozco! ¡Éste no ha aparecido en Granada desde que yo estoy en ella! Se esconde.»

Don Blas se inclinó hacia uno de sus guardias y le dio orden de detener a aquel joven en cuanto saliera de la iglesia. Pronunciadas las íntimas palabras de la misma, se apresuró a salir él mismo y fue a instalarse en el comedor de la hostería de Alcolote. No tardó en aparecer, extrañado, aquel joven.

-¿Cómo se llama?

-Don Fernando de la Cueva.

El humor siniestro de don Blas se agravó más aún, porque, al verle de cerca, observó que don Fernando era guapísimo: rubio y, a pesar del mal paso en que se encontraba, con una expresión muy dulce. Don Blas miraba pensativo a aquel mozo.

-¿Que empleo tenía usted en tiempo de las Cortes?-dijo por fin.

-En 1823 estaba en el colegio de Sevilla; entonces tenía quince años, pues ahora no tengo más que diecinueve.

-¿De qué vive?

El joven pareció irritado por la grosería de la pregunta; se resignó y dijo:

-Mi padre, brigadier del ejército de don Carlos IV (Dios bendiga la memoria de este buen rey), me dejó una pequeña finca cerca de este pueblo; me renta doce mil reales (tres mil francos); la cultivo con mis propias manos con ayuda de tres criados, que seguramente le son muy leales.

Excelente núcleo de guerrilla -dijo don Blas con una sonrisa amarga-. ¡A la cárcel e incomunicado! -añadió al marcharse, dejando al preso en medio de su gente.

A los pocos momentos, don Blas estaba almorzando.

«Con seis meses de prisión -pensaba- me pagará esos lindos colores y ese aire de lozanía y de insolente satisfacción.»

El guardia que estaba de centinela a la puerta del comedor levantó vivamente la carabina. La apoyó contra el pecho de un anciano que intentaba entrar en el comedor detrás de un pinche de cocina que llevaba una fuente. Don Blas se precipitó hacia la puerta; detrás del anciano vio a una muchacha que le hizo olvidar a don Fernando.

-Es cruel no darme tiempo para comer -dijo al anciano.

Don Blas no podía dejar de mirar a la muchacha; veía en su frente y ojos esa expresión de inocencia y piedad celestial que resplandece en las bellas madonas de la escuela italiana. Don Blas no escuchaba al anciano ni seguía comiendo. Por fin salió de su abstracción; el anciano repetía por tercera o cuarta vez las razones por las cuales se debía poner en libertad a don Fernando de la Cueva, que era desde hacía tiempo el prometido de su hija Inés, allí presente, y se iban a casar el domingo próximo. En este momento, los ojos del terrible jefe de policía brillaron con un resplandor tan extraordinario, que asustaron a Inés y hasta a su padre.

-Nosotros hemos vivido siempre en el temor de Dios y somos cristianos viejos -continuó éste-; mi raza es antigua, pero soy pobre, y don Fernando es un buen partido para mi hija. Nunca ejercí cargo alguno en tiempo de los franceses, ni antes ni después.

Don Blas no salía de su hosco silencio.

-Pertenezco a la más antigua nobleza del reino de Granada -prosiguió el anciano-; y antes de la revolución -añadió suspirando- le habría cortado las orejas a un fraile insolente que no me contestara cuando yo le hablase.

Al anciano se le llenaron de lágrimas los ojos. La tímida Inés sacó del seno un pequeño rosario que había tocado el manto de la madona del pilar (sic), y sus bonitas manos apretaban la cruz con un movimiento convulsivo. El terrible don Blas clavó su mirada en aquellas manos. Luego se fijó en el busto, bien torneado, aunque un poco opulento, de la joven Inés.

«Sus facciones podrían ser más regulares -pensó-; pero esa gracia celestial no la he visto nunca más que en ella.»

-¿Y se llama usted don Jaime Artegui? -dijo al fin al anciano.

-Tal es mi nombre -contestó don Jaime, irguiendo más su apostura.

-¿De setenta años?

-De sesenta y nueve solamente.

-Usted es -dijo don Blas, serenándose visiblemente-; llevo mucho tiempo buscándolo. El rey nuestro señor se ha dignado concederle una pensión anual de cuatro mil reales (mil francos). Tengo en Granada dos años vencidos de esa real merced, que le entregaré mañana al mediodía. Le haré ver que mi padre era un rico labrador de Castilla la Vieja, cristiano viejo como usted, y que nunca fui fraile, de modo que el insulto que usted me ha dirigido cae en el vacío.

El viejo hidalgo no se atrevió a faltar a la cita. Era viudo y vivía sólo con su hija Inés. Antes de salir para Granada la llevó a casa del cura del pueblo y tomó sus disposiciones como si nunca más hubiera de volver a verla. Encontró a don Blas Bustos muy engalanado; llevaba un gran cordón sobre el uniforme. Don Jaime le encontró el aire atento de un viejo soldado que quiere hacerse el bondadoso y sonríe a cada paso y sin venir a cuento.

Si se hubiera atrevido, don Jaime habría rechazado los ocho mil reales que don Blas le entregó; no pudo negarse a comer con él. Después de la comida, el terrible jefe de policía le hizo leer sus títulos, su partida de bautismo y hasta un certificado de haber salido de galeras, lo que demostraba que no había sido nunca fraile.

Don Jaime seguía temiendo alguna jugarreta.

-De modo que tengo cuarenta y tres años -acabó por decirle don Blas- y un puesto honorable que me da cincuenta mil reales. Tengo una renta de mil onzas del Banco de Nápoles. Le pido en matrimonio a su hija doña Inés de Artegui.

Don Jaime palideció. Hubo un momento de silencio. Don Blas prosiguió:

-No le ocultaré que don Fernando de la Cueva está comprometido en un mal asunto. El ministro de la policía lo está buscando. Tiene pena de garrote (manera de estrangular empleada para los nobles) o, por lo menos, de galeras. Yo estuve en ellas ocho años y puedo asegurarle que es un mal hospedaje -diciendo estas palabras, se acercó al oído del anciano-. De aquí a quince días o tres semanas, recibiré probablemente del ministro la orden de trasladar a don Fernando de la cárcel de Alcolote a la de Granada. Esta orden se cumplirá esta noche muy tarde: si don Fernando aprovecha la noche para escaparse, yo cerraré los ojos en consideración a la amistad con que usted me honra. Que se vaya a pasar un año o dos a Mallorca, por ejemplo; nadie le dirá nada.

El viejo hidalgo no contestó una palabra. Estaba aterrado y a duras penas pudo volver a su pueblo. El dinero que había recibido lo horrorizaba. «¿De modo -se decía- que esto es el precio de la sangre de mi amigo don Fernando, del prometido de mi Inés?» Al llegar al presbiterio se arrojó en brazos de Inés.

-¡Hija mía -exclamó-, el fraile quiere casarse contigo!

Inés se secó pronto las lágrimas y pidió permiso para ir a consultar al cura, que estaba en la iglesia en su confesionario. El cura, a pesar de la insensibilidad de su edad y de su estado, lloró. El resultado de la consulta fue que no había más remedio que casarse con don Blas o huir por la noche. Doña Inés y su padre tenían que procurar llegar a Gibraltar y embarcarse para Inglaterra.

-¿Y de qué vamos a vivir?-dijo Inés.

-Podrían vender la casa y la huerta.

-¿Quién va a comprarlas? -repuso la muchacha, deshecha en lágrimas.

-Yo tengo algunas economías -dijo el cura- que puede que lleguen a cinco mil reales; te los doy, hija mía, y de muy buen grado, si crees que no puedes salvarte casándote con don Blas Bustos.

A los quince días todos los esbirros de Granada, en uniforme de gala, rodeaban la iglesia, tan sombría, de Santo Domingo. Apenas en pleno mediodía se ve para andar por ella. Pero aquel día no se atrevía a entrar nadie más que los invitados.

En una capilla lateral iluminada con centenares de velas cuya luz cortaba las sombras de la iglesia como un camino de fuego, se veía de lejos a un hombre arrodillado en las gradas del altar; su cabeza sobresalía de todos los que lo rodeaban. Aquella cabeza estaba inclinada en una postura piadosa; los flacos brazos, cruzados sobre el pecho. Pronto se incorporó y exhibió un uniforme constelado de condecoraciones. Daba la mano a una muchacha cuyo paso ligero y juvenil formaba un extraño contraste con su gravedad. Brillaban lágrimas en los ojos de la joven desposada; la expresión de su rostro y la dulzura angelical que conservaba a pesar de su pena impresionaron al pueblo cuando la joven subió a una carroza que esperaba a la puerta de la iglesia.

Hay que reconocer que don Blas fue menos feroz desde su boda; las ejecuciones menudearon menos. En vez de fusilar por la espalda a los condenados, no se hacía más que ahorcarlos. Muchas veces permitió a los condenados besar a sus familiares antes de ir a la muerte. Un día, dijo a su mujer, a la que amaba con furor:

-Tengo celos de Sancha.

Era hermana de leche y amiga de Inés. Había vivido en casa de don Jaime a título de doncella de su hija, y en calidad de tal la siguió al palacio donde Inés fue a vivir en Granada.

-Cuando yo me separo de ti, Inés -prosiguió don Blas-, tú te quedas hablando sola con Sancha. Es simpática, te hace reír, mientras que yo no soy más que un viejo soldado que tiene a su cargo funciones severas; reconozco que soy poco atractivo. Esa Sancha, con su cara alegre, debe de hacerme parecer a tus ojos más viejo de lo que soy. Toma, aquí tienes la llave de mi caja; dale todo el dinero que quieras, todo el que hay en la caja, si así te place, pero que se vaya, que yo no la vea más.

Por la noche, al volver don Blas de sus funciones, la primera persona que vio fue Sancha, ocupada en sus tareas corno de costumbre. Su primera reacción fue de ira; se acercó rápidamente a Sancha, y ésta levantó los ojos y lo miró de frente con esa mirada española mezcla tan singular de miedo, valor y odio. Al cabo de un momento, don Blas sonrió.

-Mi querida Sancha -le dijo-, ¿te ha dicho doña Inés que te doy diez mil reales?

-Yo no acepto regalos de mi ama -contestó Sancha, sosteniendo la mirada fija en él.

Don Blas entró en el aposento de su mujer.

-¿Cuántos presos hay en este momento en la cárcel de Torre Vieja? -le preguntó Inés.

-Treinta y dos en los calabozos, y creo que doscientos sesenta en les pisos superiores.

-Ponlos en libertad -dijo Inés-, y me separo de la única amiga que tengo en el mundo.

-Lo que me ordenas está fuera de mi poder -contestó don Blas.

No añadió una palabra en toda la noche. Inés, haciendo labor junto a la lámpara, lo veía enrojecer y palidecer alternativamente; dejó la labor y se puso a rezar el rosario. Al día siguiente, el mismo silencio. La noche del otro día se produjo un incendio en la cárcel de Torre Vieja. Murieron dos presos, pero, a pesar de toda la vigilancia del jefe de policía y sus guardianes, todos los demás lograron escaparse.

Inés no dijo una palabra a don Blas, ni él a ella. Al día siguiente, al volver a casa don Blas, ya no vio a Sancha. Se arrojó en brazos de Inés.

Habían pasado dieciocho meses desde el incendio de Torre Vieja, cuando un viajero cubierto de polvo se apeó de un caballo ante la peor posada del pueblo de La Zuia, situado en las montañas a legua y media de Granada, mientras que Alcolote está al norte.

Estos alrededores de Granada son como un oasis encantado en medio de las llanuras abrasadas de Andalucía. Es la comarca más bella de España. Pero ¿era sólo la curiosidad lo que guiaba al viajero? Por su atuendo, se le tomaría por un catalán. Su pasaporte, expedido en Mallorca, estaba, en efecto, visado en Barcelona, donde había desembarcado. El dueño de aquella mala posada era muy pobre. El viajero catalán, al entregarle su pasaporte, que llevaba el nombre de don Pablo Rodil, le miró.

-Sí, señor viajero -le dijo el hostelero-, si la policía de Granada pregunta por su señoría, le avisaré.

El viajero dijo que quería ver aquella tierra tan hermosa; salía una hora antes de amanecer y no volvía hasta mediodía, a pleno calor, cuando todos estaban comiendo o durmiendo la. siesta.

Don Fernando iba a pasar horas enteras en una colina cubierta de fresca hiedra. Desde allí veía el antiguo palacio de la inquisición de Granada, ahora habitado por don Blas y por Inés. No podía apartar los ojos de los ennegrecidos muros de aquel palacio, que se aliaba como un gigante en medio de las casas de la ciudad. Al salir de Mallorca, don Fernando se había prometido no entrar en Granada. Un día no pudo resistir un arrebato y fue a pasar por la estrecha calle sobre la que se levantaba la alta fachada del palacio de la inquisición. Entró en la tienda de un artesano y encontró un pretexto para detenerse en ella y hablar. El artesano le indicó las ventanas del aposento de doña Inés. Estaban en un segundo piso muy alto.

A la hora de la siesta, don Fernando volvió tomar el camino de La Zuia, con el corazón devorado por toda las furias de los celos. Hubiera querido apuñalar a Inés y luego matarse.

¡Carácter débil y cobarde! -se repetía con rabia-. ¡Es capaz de amarlo si se figura que tal es su deber!

A la vuelta de una calle encontró a Sancha.

-¡Ah, amiga mía! -exclamó, sin que pareciera que le hablaba-. Me llamo don Pablo Rodil y me hospedo en la Posada del Ángel, en La Zuia. ¿Podrás estar mañana en la iglesia parroquial a la hora del Ángelus, de la tarde?

-Estaré -dijo Sancha, sin mirarle.

A la noche siguiente, don Fernando vio a Sancha y siguió sin decir palabra hacia su hostería; Sancha entró sin que la vieran. Fernando cerró la puerta.

-¿Qué me dice? -preguntó Fernando con lágrimas en los ojos.

-Ya no sirvo en su casa. Hace dieciocho meses que me despidió sin motivo, sin explicación. La verdad, yo creo que ama a don Blas.

-¡Que ama a don Blas! -exclamó don Fernando, secándose las lágrimas-. ¡Sólo eso me faltaba!

-Cuando me despidió -continuó Sancha-, me arrojé a sus pies suplicándole que me dijera por qué me echaba. Me contestó fríamente: «Lo manda mi marido.» ¡Sin una palabra más! Ya la ha visto usted, tan piadosa; ahora se pasa la vida rezando.

Don Blas, para dar gusto al partido reinante, había conseguido que se cediera a unas religiosas clarisas la mitad del palacio de la inquisición, donde él vivía. Estas damas se habían establecido allí y habían terminado recientemente su iglesia. Doña Inés se pasaba la vida en ella. En cuanto don Blas salía de casa, se podía tener la seguridad de verla arrodillada ante el altar de la adoración perpetua.

-¡Que ama a don Blas! -repitió don Fernando.

-La víspera del día que me despidió -continuó Sancha-, doña Inés me hablaba...

-¿Está contenta? -interrumpió don Fernando.

-No, contenta no, pero sí de un humor igual y dulce, muy diferente de como usted la conoció; ya no tiene aquellos momentos de vivacidad y locura, como decía el cura.

-¡La infame! -exclamó don Fernando, paseándose por la estancia como un león enjaulado-. ¡Así cumple sus juramentos! ¡Así es como me amaba! Ni siquiera está triste, y yo...

-Como le iba diciendo a su señoría -prosiguió Sancha-, la víspera del día que me despidió, doña Inés me hablaba con cariño, con bondad, como antiguamente en Alcolote. Al día siguiente, un «lo manda mi marido» fue lo único que se le ocurrió decirme, entregándome un papel firmado por ella en que me señalaba una buena renta de ochocientos reales.

-¡Ah, dame ese papel! -dijo don Fernando.

Cubrió de besos la firma de Inés.

-¿Y hablaba de mí?

-Nunca; tanto es así, que una vez el viejo don Jaime le reprochó delante de mí haber olvidado a un vecino tan bueno. Doña Inés palideció y no contestó. Tan pronto como acompañó a su padre hasta la puerta, corrió a encerrarse en la capilla.

-Soy un necio, nada más -exclamó don Fernando-. ¡Cómo voy a odiarla! No hablemos más... Ha sido una suerte para mí entrar en Granada, y mil veces más suerte haberte encontrado... ¿Y tú qué haces?

-Puse una tienda en el pueblecito de Albaracen, a media legua de Granada. Tengo -añadió bajando la voz- unos géneros muy bonitos, cosas inglesas que me traen los contrabandistas de las Alpujarras. Tengo en mis baúles más de diez mil reales de mercancías catas. Estoy contenta.

-Ya entiendo -dijo don Fernando-: tienes un amante entre los valientes de los montes de las Alpujarras. Nunca más volveré a verte. Toma, llévate este reloj como recuerdo mío.

Sancha se iba. Fernando la retuvo.

-¿Y si me presentara ante ella? -dijo.

-Huiría de usted, así tuviera que tirarse por la ventana. Tenga cuidado -dijo Sancha, volviendo hacia don Fernando-; por muy disfrazada que fuera, le detendrían ocho o diez espías que rondan constantemente en torno a la casa.

Fernando, avergonzado de su flaqueza, no dijo una palabra más. Había decidido salir al día siguiente para Mallorca.

Al cabo de ocho días, pasó por casualidad por el pueblo de Albaracen. Los bandidos acababan de detener al capitán general O’Donnell y lo habían tenido una hora tendido boca abajo en el barro. Don Fernando vio a Sancha corriendo muy atareada.

-No tengo tiempo de hablar con su señoría -le dijo-; vaya a mi casa.

La tiendo de Sancha estaba cerrada; Sancha se apresuraba a meter sus géneros ingleses en una gran arca negra, de roble.

-Quizás nos ataquen aquí esta noche -dijo a don Fernando-. El jefe de esos bandidos es enemigo personal de un contrabandista amigo mío. Entrarían a saco en esta tienda antes que en ningún otro sitio. Vengo de Granada; doña Inés, que después de todo es muy buena, me ha dado permiso para dejar en su cuarto mis mejores mercancías. Don Blas no verá esta arca que está llena de contrabando, y si por desgracia la viera doña Inés encontraría una disculpa.

Se apresuró a colocar sus tules y chales. Don Fernando la miraba manipular. De pronto se precipitó hacia el arca, sacó los tules y chales y se metió él en su lugar.

-¿Se ha vuelto loco? -dijo Sancha, asustada.

-Toma, aquí tienes cincuenta onzas, pero que el cielo me mate si salgo de esta arca antes de estar en el palacio de la inquisición de Granada. Quiero verla.

Por más que Sancha pudiera decir, don Fernando no la escuchó.

Cuando ella estaba hablando todavía, entró Zanga, un mozo de cordel, primo de Sancha, que iba a llevar el arca en su mulo a Granada. Al ruido que hizo al entrar, don Fernando se había apresurado a bajar sobre él la tapa del arca. Por si acaso, Sancha la cerró con llave. Era más imprudente dejarla abierta. A eso de las once de la mañana de un día del mes de junio, don Fernando entró en Granada transportado en un arca; estaba a punto de asfixiarse. Llegaron al palacio de la inquisición. Mientras Zanga subía la escalera, don Fernando tenía la esperanza de que dejarían el arca en el segundo piso, y quizá en la habitación de Inés.

Cuando cerraron las puertas y ya no oyó ningún ruido, intentó, con ayuda de su puñal, abrir la cerradura del arca. Lo consiguió. Con indecible alegría se dio cuenta de que estaba, en efecto, en el dormitorio de Inés. Vio vestidos de mujer y reconoció junto a la cama un crucifijo que en otro tiempo estaba en su cuartito de Alcolote. Una vez, después de una violenta disputa, Inés lo llevó a su habitación y ante aquel crucifijo le juró amor eterno.

Hacía muchísimo calor y la habitación estaba muy oscura. Las persianas estaban cerradas, lo mismo que las grandes cortinas, de finísima muselina de las indias, drapeadas hasta el suelo.

Apenas alteraba el profundo silencio el rumor de un pequeño surtidor que, subiendo a unos cuantos pies en un rincón del aposento, volvía a caer en su concha de mármol negro.

El ruido tan leve de este pequeño surtidor hacía estremecer a don Fernando, que había dado en su vida veinte pruebas del más audaz arrojo. Estaba lejos de encontrar en el cuarto de Inés aquella felicidad perfecta que tantas veces había soñado en Mallorca pensando en los medios de llegar a aquella habitación. Desterrado, dolorido, separado de los suyos, un amor apasionado y que en la persistencia y la uniformidad de la desgracia había llegado casi a la locura, constituía todo el carácter de don Fernando.

En este momento, un único sentimiento lo embargaba: el miedo a hacer enfadar a aquella Inés, a la que él sabía tan casta y tímida. Si yo no creyera que el lector conoce algo la manera de ser, singular y apasionada, de la gente meridional, me daría vergüenza confesarlo: don Fernando estuvo a punto de desmayarse cuando, poco después de dar las dos en el reloj del convento, oyó en medio del profundo silencio unos pasos ligeros subiendo la escalera de mármol. En seguida se acercaron a la puerta. Don Fernando reconoció el andar de Inés y, no atreviéndose a afrontar el primer momento de indignación de una persona tan fiel a sus deberes, se escondió en el arca.

El calor era abrumador, profunda la oscuridad. Inés se acostó, y en seguida la tranquilidad de su respiración hizo comprender a don Fernando que estaba dormida. Sólo entonces se atrevió a acercarse a la cama. Y vio a aquella Inés que desde hacía tantos años era su único pensamiento. Sola, a su merced en la inocencia de su sueño, le dio miedo. Este singular sentimiento aumentó cuando se dio cuenta de que, en los dos años que él había pasado sin verla, su semblante había tomado una impronta de fría dignidad que él no le conocía.

Sin embargo, la felicidad de volver a verla penetró poco a poco en su alma; ¡formaba su relativa desnudez un contraste tan encantador con aquel aire de dignidad severa!

Comprendió que la primera idea de Inés al verlo sería huir. Fue a cerrar la puerta y retiró la llave.

Por fin llegó el momento que iba a decidir todo su porvenir. Inés hizo unos movimientos, estaba a punto de despertarse; Fernando tuvo la inspiración de ir a arrodillarse ante el crucifijo que ya en Alcolote estaba en el dormitorio de Inés. Cuando ésta abrió los ojos, todavía adormilados, pensó que Fernando acababa de morir lejos y que aquella imagen suya que veía ante el crucifijo era una visión. Permaneció inmóvil y erguida ante la cama y con las manos juntas.

-¡Pobre desdichado! -dijo con una voz trémula y casi inaudible.

Don Fernando, de rodillas aún y un poco en escorzo1 para mirarla, le señalaba el crucifijo; pero, en su turbación, hizo un movimiento. Inés, ya del todo despierta, comprendió la verdad y huyó hacia la puerta, encontrándola cerrada.

-¡Qué osadía! -exclamó-. ¡Salga de aquí, don Fernando!

Inés se retiró al rincón más lejano, hacia el pequeño surtidor.

-¡No se acerque, no se acerque! -repetía con voz convulsa-. ¡Salga de aquí!

En sus ojos brillaba el resplandor de la virtud más pura.

-No, no me marcharé antes de que me oigas. Han pasado dos años y no puedo olvidarte; noche y día tengo tu imagen ante los ojos. ¿No me juraste ante esta cruz que serías mía para siempre?

-¡Salga de aquí -le repetía ella con furia-, o llamo y nos degollarán a los dos!

Se dirigió hacia una campanilla, pero don Fernando se le adelantó y la estrechó en sus brazos. Don Fernando estaba temblando; Inés lo notó muy bien y perdió toda la fuerza que le daba la ira.

Don Fernando ya no se dejó dominar por los pensamientos de amor y voluptuosidad y se atuvo estrictamente a su deber.

Temblaba más que Inés, pues se daba cuenta de que acababa de obrar con ella como un enemigo; pero no encontró cólera ni arrebato.

-¿Es que quieres la muerte de mi alma inmortal? -le dijo Inés-. Por lo menos, cree una cosa: que te adoro y nunca amé a nadie más que a ti. Ni un solo minuto de la abominable vida que llevo desde mi boda he dejado de pensar en ti. Era un pecado espantoso; he hecho cuanto he podido por olvidarte, pero en vano. No te horrorices de mi impiedad, Fernando mío. ¿Lo creerás? Muchas veces, ese santo crucifijo que aquí ves, junto a mi cama, ya no me presenta la imagen del Salvador que ha de juzgarnos, sólo me recuerda los juramentos que te hice extendiendo la mano hacia él en mi cuartito de Alcolote. ¡Ah, estamos condenados, irremisiblemente condenados, Fernando! -exclamó arrebatada-; seamos al menos plenamente dichosos los pocos días que nos quedan de vida.

Este lenguaje quitó todo temor a don Fernando; comenzó para él la felicidad.

-¿Es que me perdonas? ¿Me amas todavía?...

Las horas volaban. Anochecía. Fernando le contó la inspiración súbita que le había venido aquella mañana al ver el arca. Los sacó de su embeleso un gran ruido que se produjo cerca de la puerta de la habitación. Era don Blas, que venía a buscar a su mujer para el paseo vespertino.

-Dile que te has puesto mala por el gran calor que hace -dijo don Fernando a Inés-. Voy a meterme en el arca. Aquí tienes la llave de la puerta; haz como que no puedes abrir, dale la vuelta al revés, hasta que oigas el ruido que hará la cerradura del arca al cerrarse.

Todo salió muy bien. Don Blas creyó en el malestar producido por el calor.

-¡Pobrecita! -exclamó, disculpándose por haberla despertado tan bruscamente.

La cogió en brazos y la llevó a la cama. Estaba abrumándola con tiernísimas caricias, cuando se fijó en el arca.

-¿Qué es eso? -preguntó, frunciendo el entrecejo.

Pareció despertarse de pronto toda su sagacidad de jefe de policía.

-¡Esto en mi casa! -repitió cinco o seis veces, mientras doña Inés le contaba los temores de Sancha y la historia del arca.

-Dame la llave -dijo don Blas con gesto duro.

-No quise recibirla -contestó Inés-: podría encontrarla uno de tus criados. A Sancha le gustó mucho que me negara a quedarme con la llave.

-¡Muy bien! -exclamó don Blas-; pero yo tengo en la caja de mis pistolas los medios necesarios para abrir todas las cerraduras del mundo.

Se dirigió a la cabecera de la cama, abrió una caja llena de armas y se acercó al arca con un paquete de ganzúas inglesas.

Inés abrió las persianas de una ventana y se inclinó hacia fuera como para poder arrojarse a la calle en el momento en que don Blas descubriera a Fernando. Pero el odio que Fernando tenía a don Blas le había devuelto toda su sangre fría, y se le ocurrió poner la punta de su puñal detrás del pestillo de la mala cerradura del arca; don Blas manipuló en vano con sus ganzúas inglesas.

-¡Qué raro! -dijo don Blas, incorporándose- estas ganzúas no me habían fallado nunca. Querida Inés, retrasaremos el paseo. Con la idea de esta arca, que quizá esté llena de papeles criminales, no estaría contento ni siquiera al lado tuyo. ¿Quién me dice que, en mi ausencia, el obispo, enemigo mío, no hará un registro en mi casa valiéndose de una orden arrancada con engaño al rey? Voy a ir a mi despacho y volveré en seguida con un cerrajero que lo hará mejor que yo.

Salió. Doña Inés dejó la ventana para cerrar la puerta. En vano le suplicó don Fernando que huyera con él.

-No conoces la vigilancia del terrible don Blas -le dijo-; en unos minutos puede ponerse en comunicación con sus agentes a varias leguas de Granada. ¡Ojalá pudiera yo huir contigo para ir a vivir en Inglaterra! Figúrate que esta casa tan grande es registrada cada día hasta en los menores rincones. Sin embargo, voy a intentar esconderte. Si me amas, sé prudente, pues yo no sobreviviría.

La conversación fue interrumpida por un gran golpe en la puerta; Fernando se puso detrás de ésta con el puñal en la mano. Afortunadamente, no era más que Sancha. Se lo contaron todo en dos palabras.

-Pero, señora, usted no piensa que al esconder a don Fernando, don Blas encontrará el arca vacía. ¿Qué podremos meter en ella en tan poco tiempo? Pero, en el apuro, se me olvidaba una buena noticia: toda la población está en vilo y don Blas muy ocupado. A don Pedro Ramos, el diputado a Cortes, lo insultó un voluntario realista en el café de la Plaza Mayor, y don Pedro acaba de matarlo a puñaladas. He visto ahora a don Blas rodeado de sus esbirros en la Puerta del Sol. Esconda a dan Fernando, voy a buscar por todas partes a Zanga para que venga a llevarse el arca con don Fernando dentro. Pero ¿nos dará tiempo? Lleven el arca a otra habitación, para tener una primera respuesta que dar a don Blas y que no lo mate de repente. Dígale que fui yo quien mandó trasladar el arca y quien la abrió. Sobre todo, no nos hagamos ilusiones: ¡si don Blas vuelve antes que yo, morimos todos!

Los consejos de Sancha no impresionaron mucho a los amantes; llevaron el arca a un pasadizo oscuro y se contaron la historia de sus vidas desde hacía dos años.

-No encontrarás reproches en tu amiga -decía Inés a don Fernando-; te obedeceré en todo: tengo el presentimiento de que nuestra vida no será larga. No sabes en qué poco tiene don Blas su vida y la ajena; descubrirá que te he visto y me matará ¿Qué encontraré en la otra vida? -continuó, después de un momento de abstracción-; ¡castigos eternos!

Y se arrojó al cuello de Fernando.

-Soy la más feliz de las mujeres -exclamó-. Si encuentras algún medio para vernos, házmelo saber por Sancha; tienes una esclava que se llama Inés.

Zanga no volvió hasta la noche; se llevó el arca, en la que se había vuelto a meter Fernando. Varias veces lo interrogaron las patrullas de esbirros, que buscaban por todas partes al diputado liberal sin encontrarlo; como Zanga les decía que el arca que llevaba pertenecía a don Blas, siempre lo dejaban pasar.

La última vez lo pararon en una calle solitaria que bordea el cementerio; lo separaba de éste, que está a doce o quince pies más abajo, un muro que, por el lado de la calle, permite apoyarse en él. Y en él apoyaba Zanga el arca mientras contestaba a los esbirros.

Como le habían hecho llevarse rápidamente el arca por miedo a que volviera don Blas, la había cargada de tal grado, que don Fernando iba cabeza abajo; esta posición le producía un dolor insoportable; esperaba llegar pronto, y cuando notó el arca inmóvil, perdió la paciencia; reinaba en la calle un gran silencio; don Fernando calculó que debían de ser lo menos las nueve de la noche. «Unos cuantos ducados -pensó- me asegurarán la discreción de Zanga». Vencido por el dolor, le dijo en voz muy baja:

-Da la vuelta al arca; así estoy sufriendo terriblemente.

El cargador, que, a tan avanzada hora, no estaba muy tranquilo contra la pared del cementerio, se asustó de aquella voz tan cerca de su oído; creyó estar oyendo a un aparecido y huyó a todo correr. El arca quedó en pie sobre el parapeto; el dolor de don Fernando iba en aumento. Al no recibir respuesta da Zanga, comprendió que lo había abandonado. Por mucho peligro que hubiera, decidió abrir el arca. Hizo un movimiento violento que lo precipitó al cementerio.

El choque de la caída lo aturdió y tardó unos momentos en recobrar el conocimiento; veía las estrellas brillar sobre su cabeza: al caer el arca se había abierto la cerradura, y él se encontró tendido en la tierra recién removida de una tumba. Pensó en el peligro que podía correr Inés y esto le devolvió toda su fuerza.

Le corría la sangre, estaba muy maltrecho, pero consiguió levantarse y después andar; le costó algún trabajo escalar el muro del cementerio y luego llegar a casa de Sancha. Esta, al verlo ensangrentado, creyó que don Blas lo había descubierto.

-Hay que reconocer -le dijo riendo, cuando se tranquilizó a este respecto -que nos has metido en un buen lío.

Convinieron en que había que aprovechar la noche a todo trance para llevarse el arca caída en el cementerio.

-Si mañana un espía de don Blas descubre esa maldita arca, muertas somos doña Inés y yo -dijo Sancha.

-Seguramente está manchada de sangre -observó don Fernando.

Zanga era el único hombre que podían utilizar. Hablando de él estaban, cuando llamó a la puerta de Sancha, que le causó gran asombro diciéndole:

-Ya sé lo que vienes a contarme. Abandonaste mi arca y se cayó al cementerio con todas mis mercancías de contrabando. ¡Qué pérdida para mí! Verás lo que va a ocurrir: don Blas te interrogará esta noche o mañana por la mañana.

-Ay de mí, estoy perdido! -exclamó Zanga.

-Estás salvado si contestas que al salir del palacio de la inquisición trajiste el arca a mi casa.

Zanga estaba muy disgustado por haber comprometido las mercancías de su prima, pero había tenido miedo del aparecido; ahora tenía miedo de don Blas y parecía incapaz de comprender las cosas más sencillas. Sancha le repetía con todo detalle sus instrucciones sobre lo que tenía que contestar al jefe de policía para no comprometer a nadie.

-Aquí tienes diez ducados para ti -le dijo don Fernando, apareciendo de repente-; pero, si no dices exactamente lo que te ha explicado Sancha, este puñal te matará.

-¿Y quien es vuestra merced, señor? -preguntó Zanga.

-Un desdichado «negro» perseguido por los voluntarios realistas.

Zanga estaba perplejo; su pavor llegó al extremo cuando vio entrar a dos de los esbirros de don Blas. Uno de ellos se apoderó de él y lo condujo ante su jefe. El otro venía simplemente a notificar a Sancha que tenía que comparecer en el palacio de la inquisición; su misión era menos severa.

Sancha bromeó con él y lo animó a probar un excelente vino Rancio (sic). Quería hacerle hablar para que diera algunas indicaciones a don Fernando, el cual podía oírlo todo desde el lugar donde estaba escondido. El esbirro contó que Zanga, huyendo del aparecido, había entrado pálido como la muerte en una taberna, donde contó su aventura. En aquella taberna se encontraba uno de los espías encargados de descubrir al «negro», o liberal, que había matado a un realista, y fue corriendo con su informe a don Blas.

-Pero nuestro jefe, que no es tonto -añadió el esbirro-, dijo en seguida que la voz que había oído Zanga era la del «negro» escondido en el cementerio. Me mandó a buscar el arca y la encontramos abierta y manchada de sangre. Don Blas pareció muy sorprendido y me ha mandado aquí. Vamos.

«Muertas somos Inés y yo -se decía Sancha, dirigiéndose con su esbirro al palacio de la Inquisición-. Don Blas habrá reconocido el arca; en este momento ya sabe que un extraño se introdujo en su casa.»

La noche era muy oscura. Por un momento, Sancha tuvo la idea de escapar. «Pero no -se dijo-, sería infame abandonar a doña Inés, que es tan inocente y en este momento no debe de saber qué contestar.»

Al llegar al palacio de la inquisición, le extrañó que la hicieran subir al segundo piso, al aposento mismo de Inés. El lugar de la escena le pareció de siniestro augurio. La habitación estaba muy iluminada.

Encontró a doña Inés sentada junto a una mesa, a don Blas de pie a su lado, echando chispas por los ojos, y, ante ellos, abierta, el arca fatal. Estaba toda manchada de sangre. En el momento en que entró Sancha, don Blas estaba interrogando a Zanga. Lo hicieron salir inmediatamente.

«¿Nos habrá traicionado? -se decía Sancha-. ¿Habrá entendido lo que le dije que contestara? La vida de doña Inés está en sus manos.»

Sancha miró a doña Inés para tranquilizarla; no vio en sus ojos más que serenidad y entereza. Sancha se quedó atónita. «¿De dónde saca tanto valor esta mujer tan apocada?» Desde las primeras palabras de su respuesta a las preguntas de don Blas, Sancha observó que este hombre, habitualmente tan dueño de sí mismo, estaba como loco. Pronto se dijo, hablándose a sí mismo:

-¡La cosa está clara!

Doña Inés debió de oír estas palabras, como las oyó Sancha, pues dijo con un tono muy natural:

-Con tantas velas encendidas, esto está como un horno.

Y se acercó a la ventana.

Sancha sabía cuál era su proyecto unas horas antes, y comprendió aquel movimiento. Fingió un violento ataque de nervios.

-Esos hombres quieren matarme -exclamó- porque salvé a don Pedro Ramos.

Y agarró fuertemente a Inés por la muñeca.

En medio del extravío de un ataque de nervios, las medias palabras de Sancha decían que, a poco de llevar Zanga a su casa el arca de los géneros, irrumpió en su cuarto un hombre todo ensangrentado y con un puñal en la mano. «Acabo de matar a un voluntario realista -había dicho- y los compañeros del muerto me están buscando. Si usted no me socorre, me matan ante sus propios ojos...».

-¡Ah, vean esta sangre en mi mano -exclamó Sancha, como enajenada-, quieren matarme!

-Siga -dijo don Blas fríamente.

-Don Ramos me dijo: «El prior del convento de los Jerónimos es tío mío; si puedo llegar a su convento, estoy salvado.» Yo temblaba de miedo; don Pedro vio el arca abierta, de donde yo acababa de sacar mis tules ingleses. De pronto va y arranca los paquetes que todavía quedaban en el arca, y se mete él dentro. «Cierre con llave sobre mí -exclamó- y que lleven el arca al convento de los Jerónimos sin perder momento.» Y me echó un puñado de ducados; aquí los tiene: es el precio de una impiedad, me horrorizan...

-¡Bueno, menos cuentos! -exclamó don Blas.

-Tenía miedo de que me matara si no obedecía -continuó Sancha-; tenía aún en la mano izquierda el puñal, lleno de la sangre del pobre voluntario realista. Tuve miedo, lo confieso; mandé a buscara Zanga, y éste cogió el arca y la llevó al convento. Yo tenía...

-Ni una palabra más o eres muerta -la interrumpió don Blas, a punto de adivinar que Sancha quería ganar tiempo.

A una señal de don Blas, salen en busca de Zanga. Sancha observa que don Blas, habitualmente impasible, está fuera de sí; tiene dudas sobre la persona a la que, desde hacía dos años, creía fiel. El calor parece agobiarle. Pero nada más ver a Zanga, conducido por el esbirro, se arroja sobre él y le aprieta furiosamente el brazo.

«Llegó el momento fatal -se dijo Sancha-. De este hombre depende la vida de doña Inés y la mía. Me es muy fiel, pero esta noche, asustado por el aparecido y por el puñal de don Fernando, ¡sabe Dios lo que va a decir!».

Zanga, violentamente sacudido por don Blas, lo miraba con ojos espantados y sin contestar.

«¡Dios mío! -pensó Sancha-, lo van a hacer prestar juramento de decir la verdad, y, como es tan devoto; no querrá mentir por nada del mundo.»

Por casualidad, don Blas, que estaba en su tribunal, olvidó hacer que el testigo prestara juramento. Por fin Zanga, estimulado por el gran peligro, por las miradas de Sancha y por su mismo miedo, se decidió a hablar. Fuera por prudencia o por verdadera turbación, su relato resultó muy embrollado. Dijo que, llamado por Sancha para cargar otra vez el arca que había traído poco antes del palacio de monseñor el jefe de policía, le había parecido mucho más pesada. Como no podía más, al pasar por el muro del cementerio la apoyó en el parapeto. Oyó muy cerca de su oído una voz quejumbrosa y echó a correr.

Don Blas lo asediaba a preguntas, pero parecía él mismo abrumado de cansancio. Ya muy avanzada la noche, suspendió el interrogatorio para reanudarlo a la mañana siguiente. Zanga no se había cortado todavía. Sancha pidió a Inés que le permitiera ocupar el gabinete contiguo a su dormitorio, donde antes pasaba la noche. Probablemente don Blas no oyó las pocas palabras que se dijeron a este respecto. Inés, que temblaba por don Fernando, fue a buscar a Sancha.

-Don Fernando está a salvo, pero -continuó Sancha- la vida de usted y la mía penden de un hilo. Don Blas sospecha. Mañana por la mañana va a amenazar en serio a Zanga y a hacerle hablar por medio del fraile que confiesa a ese hombre y que tiene mucho dominio sobre él. El cuento que yo he contado no servía mas que para salir del paso en el primer momento.

-Bueno, pues, huye, querida Sancha -repuso Inés, con su dulzura acostumbrada y como si no la preocupara en absoluto la suerte que a ella misma la esperaba a las pocas horas-. Déjame morir sola. Moriré dichosa: tengo conmigo la imagen de don Fernando. La vida no es demasiado para pagar la felicidad de haber vuelto a verlo al cabo de dos años. Te ordeno que me dejes ahora mismo. Vas a bajar al patio grande y a esconderte junto a la puerta. Espero que podrás salvarte. Sólo te pido una cosa: entrega esta cruz de diamantes a don Fernando y dile que muero bendiciendo la idea que tuvo de volver de Mallorca.

Al apuntar el alba y oír el toque del Ángelus, doña Inés despenó a su marido para decirle que iba a oír la primera misa del convento de las Clarisas. Aunque este convento estaba en la casa, don Blas, sin contestarle una palabra, hizo que la acompañaran cuatro de sus criados.

Al llegar a la iglesia, Inés se arrodilló junto a la teja de las religiosas. Pasado un momento, los guardianes que don Blas había puesto a su mujer vieron abrirse la reja. Doña Inés entró en la clausura. Declaró que, en un voto secreto, se había hecho monja y no saldría jamás del convento. Don Blas acudió a reclamar a su mujer, pero la abadesa había mandado aviso al obispo. El prelado contestó en tono paternal a los arrebatos de don Blas.

-Desde luego, la ilustrísima doña Inés Bustos y Mosquera no tiene derecho a consagrarse al Señor si es esposa legítima de usted; pero doña Inés teme que en su casamiento hubo ciertas causas de nulidad.

A los pocos días, doña Inés, que estaba en pleito con su marido, apareció en su cama acribillada a puñaladas. Y, como consecuencia de una conspiración descubierta por don Blas, el hermano de Inés y don Fernando acaban de ser decapitados en la plaza de Granada.