viernes, noviembre 24, 2006

Restauración de la bóveda celeste (Final)

Por Lu Xun

En un día frío resuenan los clamores. Las tropas reales llegan al fin. Han esperado que cesaran el resplandor del fuego, el humo y el polvo, por eso han tardado tanto. A la izquierda, un hacha amarilla. A la derecha, un hacha negra. Detrás, un viejo y gigantesco estandarte.

Los hombres avanzan con precaución hasta donde yace el cadáver de Nü-wa. Ningún movimiento. Levantan entonces su campamento en la piel de su vientre, porque es el sitio más blando: son muy hábiles para escoger. Alterando bruscamente el tono de sus fórmulas, se proclaman los únicos herederos de la diosa y cambian la inscripción de los jeroglíficos en forma de renacuajo de su gran estandarte en "Entrañas de Nü-wa".


El viejo taoísta que había caído a orillas del mar tuvo generaciones y generaciones de discípulos. Sólo en el momento de morir reveló a ellos la importancia histórica de las Montañas de los Inmortales, llevadas a alta mar por las tortugas gigantes. Los discípulos transmitieron a los suyos esta tradición. Para terminar, un mago a la caza de favores la comunicó al primer emperador de la dinastía Chin, quien le ordenó partir en busca de ellas.

El mago no encontró nada.

El emperador murió.

Más tarde, el emperador Wu, de la dinastía Jan, hizo que se emprendiera de nuevo la búsqueda, sin obtener resultado alguno.

Las tortugas gigantes probablemente no habían comprendido bien las palabras de Nü-wa. Su aprobación con la cabeza no fue tal vez otra cosa que una coincidencia. Nadaron por aquí y por allá durante cierto tiempo, luego se fueron a dormir y las montañas se derrumbaron. Por eso es que hasta ahora nadie ha podido ver jamás ni la sombra de una de las Montañas de los Inmortales. Cuando mucho se descubre cierto número de islas salvajes.

FIN

jueves, noviembre 23, 2006

Restauración de la bóveda celeste (Parte 2)

Por Lu Xun

Un ruido terrible, producido por el derrumbamiento del cielo y la tierra, despierta sobresaltada a Nü-wa. Se desliza en línea recta hacia el sureste.2

Estira un pie para sujetarse, sin lograrlo. De inmediato extiende un brazo y se coge de la cima de la montaña, lo que detiene su caída.

Agua, arena y piedras ruedan por encima de la cabeza y por detrás de la espalda. Se vuelve ligeramente. El agua le penetra por la boca y las orejas. Inclina la cabeza y ve que la superficie del suelo está agitada por una especie de temblor. El temblor parece apaciguarse. Después de retroceder, se instala en un lugar seguro y puede soltar presa, para limpiarse el agua que ha llenado sus sienes y sus ojos, a fin de examinar lo que ocurre.

La situación es confusa. Toda la tierra está llena de corrientes de agua que parecen cascadas. Gigantescas olas agudas surgen de algunos sitios, probablemente del mar. Alelada, espera.


Al fin la gran calma se restablece. Las olas más elevadas ahora no sobrepasan la altura de los viejos picachos; allá donde se halla tal vez el continente, surgen osamentas rocosas. Mientras contempla el mar, ve varias montañas que, llevadas por el océano, avanzan hacia ella girando en inmensos remolinos. Temerosa de que choquen contra sus pies, Nü-wa tiende la mano para detenerlas y distingue, agazapados en cavernas, a una cantidad de seres cuya existencia no sospechaba.

Atrae hacia sí las montañas para observar a gusto. Junto a esos pequeños seres, la tierra está manchada de vómitos semejantes a polvo de oro y jade, mezclados con agujas de abetos y pinos y con carne de pescado, todo masticado junto. Lentamente levantan la cabeza, uno tras otro. Los ojos de Nü-wa se dilatan; le cuesta comprender que son los que ella modeló antes; de manera cómica, se han envuelto los cuerpos y algunos tienen la parte inferior del rostro disimulada por una barba blanca como la nieve, pegada por el agua del mar en forma semejante a las hojas puntiagudas del álamo.

-¡Oh! -exclama asombrada y asustada, como al contacto de una oruga.

-¡Diosa Suprema, sálvanos!...-dice con la voz entrecortada uno de los seres con la parte inferior del rostro cubierta de barba blanca con la cabeza en alto, mientras vomita-: ¡Sálvanos!... Tus humildes súbditos... buscan la inmortalidad. Nadie podía prever el derrumbe del cielo y la tierra... ¡Felizmente... te hemos encontrado, Diosa Soberana!... Te rogamos que nos salves de la muerte... y nos des el remedio que... que procura la inmortalidad...

Baja y sube la cabeza curiosamente, en un movimiento perpetuo.

-¿Cómo? -pregunta ella sin comprender.

Otros abren la boca y del mismo modo vomitan al mismo tiempo que exclaman: "¡Diosa Soberana! ¡Diosa Soberana!"; luego se entregan a extrañas contorsiones hasta el punto de que ella, irritada, lamenta el gesto que le provoca molestias incomprensibles. Recorre los alrededores con la mirada: ve un grupo de tortugas gigantes que se divierten en el mar. Exultante de alegría, deposita las montañas sobre sus caparazones y ordena:

-Llévenme esto a un sitio más tranquilo.

Las tortugas gigantes parecen asentir con un movimiento de cabeza y se alejan; pero Nü-wa ha hecho un ademán demasiado brusco: de una montaña cae un pequeño ser con la cara adornada de barba blanca. ¡Helo ahí, separado de los otros! Y como no sabe nadar, se prosterna a la orilla del agua, golpeándose el rostro. Un impulso de piedad cruza el corazón de la diosa, pero no se retrasa: no tiene tiempo que dedicar a semejantes bagatelas.

Suspira; el corazón se le aligera. A su alrededor, el nivel del agua ha bajado notablemente. Por todas partes surgen vastos terrenos cubiertos de limo o de piedras en cuyas hendiduras se hacina una multitud de pequeños seres, unos inmóviles, otros moviéndose todavía. Se fija en uno de ellos que la mira estúpidamente con ojos blancos. El cuerpo entero está cubierto de placas de hierro; en su rostro se pintan la desesperación y el miedo.

-¿Qué te ha ocurrido? -le pregunta en tono indiferente.

-¡Caramba! La desgracia nos ha caído del Cielo -responde con voz triste y lamentable-. Violando el derecho, Chuan Sü se ha rebelado contra nuestro rey; nuestro rey ha querido combatirlo de acuerdo con las leyes del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo; y como el Cielo no nos otorgó su protección, nuestro ejército tuvo que retirarse...

-¿Cómo?

Nü-wa no ha oído jamás nada de tal cosa y su sorpresa se deja ver.

-Nuestro ejército ha tenido que retirarse; nuestro rey ha estrellado la cabeza contra el Monte Hendido, ha quebrado la columna de la bóveda celeste y roto los cables de la tierra. ¡Ha muerto! ¡Caramba! ¡Esta es la verdad que...!

-¡Basta! ¡Basta! ¡No comprendo lo que me cuentas!

Al volverse, ve a otro pequeño ser, cubierto también de placas de hierro, pero con rostro orgulloso y alegre.

-¿Qué ha pasado?

Ella sabe ahora que esas minúsculas criaturas pueden mostrar cien rostros diferentes, por eso quisiera conseguir una respuesta comprensible.

-El espíritu humano rompe con la antigüedad. En realidad, Kang Jui tiene un corazón de cerdo; ha tratado de usurpar el trono celestial; nuestro rey mandó una expedición contra él, conforme con los deseos del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo. Como el Cielo nos diera su protección, nuestras tropas se han mostrado invencibles y han desterrado a Kang Jui al Monte Hendido.

-¿Cómo?

Probablemente Nü-wa no ha comprendido una palabra.

-El espíritu humano rompe con la antigüedad...

-¡Basta! ¡Basta! ¡Siempre la misma historia!

Está furiosa. Sus mejillas enrojecen hasta las orejas. Se vuelve a otro lado y descubre con dificultad a un tercer ser, que no lleva placas de hierro. Su cuerpo desnudo está cubierto de heridas que todavía sangran. Se cubre con rapidez los riñones con un paño desgarrado que acaba de sacar a un compañero ahora inerte. Sus rasgos muestran calma.

Ella se imagina que éste no pertenece a la misma raza que los otros y que acaso él podrá informarla.

-¿Qué ha pasado? -pregunta.

-¿Qué ha pasado? -repite él levantando ligeramente la cabeza.

-¿Qué es este accidente que acaba de producirse?...

-¿El accidente que acaba de producirse?

Ella arriesga una suposición:

-¿Es la guerra?

-¿La guerra?

A su vez, él va repitiendo las preguntas.

Nü-wa aspira una bocanada de aire frío. Con la frente en alto, contempla el cielo que presenta una fisura larga, muy profunda y ancha. Ella se levanta y lo golpea con las uñas: la resonancia no es pura; es más o menos como la de un tazón resquebrajado. Con las cejas fruncidas, escruta hacia las cuatro direcciones. Después de reflexionar, se estruja los cabellos para dejar escurrir el agua, los divide en dos mechones que se echa sobre los hombros y llena de energía se dedica a arrancar cañas: ha decidido "reparar antes que nada la bóveda celeste".

Desde entonces, de día y de noche, amontona las cañas; a medida que el hacinamiento aumenta, ella se debilita, porque las condiciones no son las mismas que otras veces. Arriba está el cielo oblicuo y hendido; abajo, la tierra llena de lodo y grietas. Ya no hay nada que le regocije los ojos y el corazón.

Cuando el montón de cañas llega a la hendidura, va en busca de piedras azules. 'Quiere emplear únicamente piedras azul cielo del mismo tono que el firmamento, pero no hay bastantes en la tierra. Como no quiere usar las grandes montañas, a veces va a las regiones pobladas en busca de los fragmentos que le convienen. Es objeto de burlas y maldiciones. Algunos pequeños seres le quitan lo que ha recogido; otros llegan al extremo de morderle las manos. Tiene que recoger algunas piedras blancas: tampoco ésas son suficientes. Agrega piedras rojas, amarillas, hasta grisáceas. Al fin consigue tapar la hendidura. No le queda sino encender fuego y hacer que los materiales se fundan: su tarea va a terminar. Pero está de tal modo agotada que sus ojos lanzan centellas y los oídos le zumban. Está a punto de que la abandonen las fuerzas.

-¡Caramba! ¡Nunca he sentido tal cansancio! -dice, perdiendo el aliento.

Se sienta en la cima de una montaña y apoya la cabeza en las manos.

En ese instante aún no se extingue el inmenso incendio de los viejos bosques sobre el monte Kunlún. Al oeste, el horizonte está rojo. Echa una mirada hacia allí y decide coger un gran árbol ardiendo para encender la masa de cañas. Cuando va a tender la mano, siente una picadura en el dedo gordo del pie.

Mira hacia abajo: es uno de esos pequeños seres que ella modeló antes, pero éste ha tomado un aspecto aun más curioso que los otros. Pedazos de tela, complicados y molestos, le cuelgan del cuerpo; una docena de cintas flota alrededor de su cintura; la cabeza está velada con quién sabe qué; en la parte más alta del cráneo lleva sujeta una plancha negra rectangular; en la mano tiene una tablilla con la que pica el pie de la diosa.

El ser tocado con la plancha rectangular, de pie junto a Nü-wa, mira hacia lo alto. Al encontrar los ojos de la diosa, se apresura a presentar la tablilla; ella la toma. Es una tablilla de bambú verde, muy pulida, en la cual hay dos columnas de minúsculos puntos negros mucho más pequeños que los que se ven en las hojas de encima. Nü-wa admira la delicadeza del trabajo.

-¿Qué es eso? -pregunta con curiosidad.

El pequeño ser tocado con la plancha rectangular recita con el tono de una lección bien aprendida:

-Al ir completamente desnuda, te entregas al libertinaje, ofendes la virtud, desprecias los ritos y quebrantas las conveniencias; tal conducta es la de un animal. La ley del Estado está firmemente establecida: eso está prohibido.

Nü-wa mira la tablilla y ríe secretamente, pensando que ha sido una tontería formular esa pregunta. Sabe que la conversación con semejantes seres es imposible, de modo que se atrinchera en el silencio. Coloca la tablilla de bambú sobre la plancha que cubre el cráneo del pequeño ser y luego, extendiendo el brazo, arranca del bosque en llamas un gran árbol ardiendo y se prepara para encender el montón de cañas.

De pronto oye sollozos, un ruido nuevo para ella. Al bajar la vista descubre que bajo la plancha, los pequeños ojos retienen dos lágrimas más pequeñas que granos de mostaza. ¡Qué diferencia con los lamentos "nga, nga" que está habituada a escuchar! No entiende lo que sucede.

Enciende el fuego en varios puntos.

Al comienzo éste no es muy vivo, porque las cañas no están completamente secas; crepita, sin embargo. Al cabo de un momento, innumerables llamas se propagan, avanzan, retroceden, se alzan lamiendo las ramas por todos lados y se juntan para formar una flor de corola doble y luego una columna luminosa, cuyo resplandor sobrepasa en intensidad al del incendio del monte Kunlún. Un viento salvaje se levanta. La columna de fuego ruge mientras gira, las piedras azules y de otros tonos toman un color rojo uniforme. Como un torrente de caramelo, las rocas en fusión se deslizan en la brecha como un relámpago inextinguible.

El viento y el soplido de la hoguera desbaratan en cascadas. El resplandor del fuego le ilumina el cuerpo. En el universo aparece por última vez el tono rosa carne.

La columna de fuego continúa subiendo, hasta que no queda de ella más que un montón de cenizas. Cuando el cielo se ha vuelto otra vez enteramente azul, Nü-wa estira la mano para palpar la bóveda, en la cual sus dedos descubren muchas asperezas.

"Ya veré, cuando haya descansado...", piensa.

Se inclina para recoger la ceniza de las cañas, llena con ella el hueco de sus manos juntas y la deja caer sobre el diluvio que cubre la tierra. La ceniza aún caliente provoca la ebullición de las aguas; la ola mezclada de ceniza baña el cuerpo entero de la diosa; el viento que sopla tempestuosamente arroja sobre ella las cenizas.

-¡Oh!...

Exhala un último suspiro.

En el horizonte, entre las nubes sangrientas, el sol resplandeciente, semejante a un globo de oro, gira en un flujo de vieja lava. Al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. No se sabe cuál de los astros sube, cuál desciende. Agotada, Nü-wa se tiende; su respiración se detiene.

De arriba abajo reina en las cuatro direcciones un silencio más fuerte que la muerte.

continuará...

(notas:
2. Trata de la leyenda acerca del golpe asestado sobre el Monte Hendido por el enfurecido Kung Kung. En Juainantsi se dice: "En tiempos muy antiguos, Kung Kung, enfurecido, dio un golpe al Monte Hendido por haber guerreado con Chuan Sü por el trono, lo que ocasionó el rompimiento del pilar celeste y la ruptura de un rincón de la tierra. El cielo se inclinó hacia el noroeste y los astros cambiaron de lugar; la tierra se hundió en el sureste, hacia donde fluyeron las aguas y la polvareda". Según se dice, Chuan Sü fue nieto del Emperador Amarillo y uno de los cinco emperadores en la historia antigua de China. Kung Kung, llamado también Kang Jui, fue duque en aquella época. (N. de los T.))

martes, noviembre 21, 2006

Restauración de la bóveda celeste (Parte 1)

Por Lu Xun

Nü-wa1 se ha despertado sobresaltada. Acaba de tener un sueño espantoso, que no recuerda con mayor exactitud; llena de pena, tiene el sentimiento de algo que falta, pero también de algo que sobra. La excitante brisa lleva indolentemente la energía de Nü-wa para repartirla en el universo.

Se frota los ojos.

En el cielo rosa flotan banderolas de nubes verde roca; más allá parpadean las estrellas. En el horizonte, entre las nubes sangrientas, resplandece el sol, semejante a un globo de oro que gira en un flujo de lava; al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. Pero Nü-wa no mira cuál de los astros sube ni cuál desciende.

La tierra está vestida de verde tierno; hasta los pinos y los abetos de hojas perennes tienen un atavío fresco. Enormes flores rosa pálido o blanco azulado se funden en la lejanía en una bruma coloreada.



-¡Caramba! ¡Nunca he estado tan ociosa!

En medio de sus reflexiones, se levanta bruscamente: estira los redondos brazos, desbordantes de fuerza, y bosteza hacia el cielo, que de inmediato cambia de tono, coloreándose de un misterioso tinte rosa carne; ya no se distingue dónde se encuentra Nü-wa.

Entre el cielo y la tierra, igualmente rosa carne, ella avanza hacia el mar. Las curvas del cuerpo se pierden en el océano luminoso teñido de rosa; sólo en el medio de su vientre se matiza un reguero de blancura inmaculada. Las olas asombradas suben y bajan a un ritmo regular, mientras la espuma la salpica. El reflejo brillante que se mueve en el agua parece dispersarse en todas partes sin que ella note nada. Maquinalmente dobla una rodilla, extiende el brazo, coge un puñado de barro y lo modela: un pequeño ser que se le parece adquiere forma entre su dedos.

-¡Ah! ¡Ah!

Es ella quien acaba de formarlo. Sin embargo, se pregunta si esa figurita no estaba enterrada en el suelo, como las batatas, y no puede retener un grito de asombro.

Por lo demás, es un asombro gozoso. Con ardor y alegría como no ha sentido jamás, prosigue su obra de modelado, mezclando a ella su sudor...

-¡Nga! ¡Nga!

Los pequeños seres se ponen a gritar.

-¡Oh!

Asustada, tiene la impresión de que por todos sus poros se escapa no sabe qué. La tierra se cubre de un vapor blanco como la leche. Nü-wa se ha recobrado; los pequeños seres se callan también.

Algunos comienzan a parlotear:

-¡Akon! ¡Agon!

-¡Ah, tesoros míos!

Sin quitarles los ojos de encima, golpea dulcemente con sus dedos untados de barro los rostros blancos y gordos.

-¡Uva! ¡Ahahá!

Ríen.

Es la primera vez que oye reír en el universo. Por primera vez también ella ríe hasta no poder cerrar los labios.

Mientras los acaricia, continúa modelando otros. Las pequeñas criaturas dan vueltas a su alrededor alejándose y hablando volublemente. Ella deja de comprenderlos. A sus oídos no llegan sino gritos confusos que la ensordecen.

Su prolongada alegría se transforma en lasitud; ha agotado casi por completo su aliento y su transpiración. La cabeza le da vueltas, sus ojos se oscurecen, sus mejillas arden; el juego ya no la divierte y se impacienta. Sin embargo, sigue modelando maquinalmente.

Por fin, con las piernas y los riñones doloridos, se pone de pie. Apoyada contra una montaña bastante lisa, con el rostro levantado, mira. En el cielo flotan nubes blancas, parecidas a escamas de peces. Abajo, el verde tierno se ha convertido en negro. Sin razón, la alegría se ha marchado. Presa de angustia, tiende la mano y de la cima de la montaña arranca al azar una planta de glicina, cargada de enormes racimos morados y que sube hasta el cielo. La deposita en el suelo, donde hay esparcidos pétalos medio blancos, medio violetas.

Con un ademán, agita la glicina dentro del agua barrosa y deja caer trozos de lodo desmigajado, que se transforman en otros tantos seres pequeñitos parecidos a los que ya ha modelado. Pero la mayor parte de ellos tienen una fisonomía estúpida, el aspecto aburrido, rostro de gamo, ojos de rata; ella no tiene tiempo de ocuparse de semejantes detalles y, con deleite e impaciencia, como en un juego, agita más y más rápido el tallo de glicina que se retuerce en el suelo dejando un reguero de barro, como una serpiente coral alcanzada por un chorro de agua hirviente. Los trozos de tierra caen de las hojas como chaparrón, y ya en el aire toman la forma de pequeños seres plañideros que se dispersan arrastrándose hacia todos lados.

Casi sin conocimiento, retuerce la glicina más y más fuerte. Desde las piernas y la espalda, el dolor sube hacia sus brazos. Se pone en cuclillas y apoya la cabeza contra la montaña. Sus cabellos negros como laca se esparcen sobre la cima, recupera el aliento, deja escapar un suspiro y cierra los ojos. La glicina cae de su mano y, agotada, se tiende desmayadamente en tierra.

continuará...
Notas:
1. Emperatriz legendaria china. Según una leyenda china acerca del origen de la humanidad, Nü-wa creó al primer hombre con tierra amarilla. (N. de los T.)

sábado, noviembre 11, 2006

El hombre que aprendio ladrar

de Mario Benedetti

Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: "La verdad es que ladro por no llorar". Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.

¿Cómo amar entonces sin comunicarse?



Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendian, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre tenas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.

Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: "Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?". La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: "Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano."

sábado, noviembre 04, 2006

La sonrisa de Marko

de Cuentos Orientales de Marguerite Yourcenar

El buque flotaba blandamente sobre las aguas lisas, como una medusa descuidada. Un avión daba vueltas, con el insoportable zumbido de un insecto irritado, por el estrecho espacio de cielo encajonado entre las montañas. Aún no había transcurrido más que la tercera parte de una hermosa tarde de verano y ya el sol había desaparecido por detrás de los áridos contrafuertes de los Alpes montenegrinos sembrados de desmedrados árboles. El mar, tan azul de mañana por el horizonte, adquiría tintes sombríos en el interior de aquel fiordo largo y sinuoso, extrañamente situado en las cercanías de los Balcanes. Las formas humildes y recogidas de las casas y la franqueza salubre del paisaje eran ya eslavos, pero la apagada violencia de los colores, el orgullo desnudo del cielo, recordaban todavía al Oriente y al Islam. La mayoría de los pasajeros había bajado a tierra y trataba de entenderse con los aduaneros, vestidos de blanco, y con unos admirables soldados, provistos de una daga triangular, hermosos como el Angel exterminador. El arqueólogo griego, el bajá egipcio y el ingeniero francés se habían quedado en la cubierta superior. El ingeniero había pedido una cerveza, el bajá bebía whisky y el arqueólogo se refrescaba con una limonada.
Este país me excita dijo el ingeniero . El muelle de Kotor y el de Ragusa son seguramente las únicas salidas mediterráneas de este gran territorio eslavo que se extiende desde los Balcanes al Ural, ignora las delimitaciones variables del mapa de Europa y le vuelve resueltamente la espalda al mar, que no penetra en él más que por las complicadas angosturas del Caspio, de Finlandia, del Ponto Euxino o de las costas dálmatas. Y en este vasto continente humano, la infinita variedad de las razas no destruye la unidad misteriosa del conjunto, del mismo modo que la diversidad de las olas no rompe la majestuosa monotonía del mar. Pero lo que a mí en estos momentos me interesa no es ni la geografía, ni la historia: es Kotor. Las bocas de Cattaro, como dicen... Kotor, tal y como la vemos desde la cubierta de este buque italiano; Kotor la indómita, la bien escondida con su camino que asciende en zig zag hacia Cetinje, y la Kotor apenas más ruda de las leyendas y cantares de gesta eslavos. Kotor la infiel, que antaño vivió bajo el yugo de los musulmanes de Albania y a los que no siempre rindió justicia la poesía épica de los servios, ¿lo comprende usted, verdad, bajá? Y usted, Lukiadis, que conoce el pasado igual que un granjero conoce los menores recovecos de su granja, ¿no van a decirme que nunca oyeron hablar de Marko Kralievitch?


Soy arqueólogo respondió el griego dejando su vaso de limonada . Mi saber se limita a la piedra esculpida, y sus héroes servios tallaban más bien en la carne viva. No obstante, ese Marko me interesó a mí también, y encontré sus huellas en un país muy alejado de la cuna de su leyenda, en un suelo puramente griego, aun cuando la piedad servia haya elevado unos monasterios asaz hermosos...
En el monte Athos interrumpió el ingeniero . Los huesos gigantescos de Marko Kralievitch reposan en alguna parte de esa santa montaña en donde nada ha cambiado desde la Edad Media, salvo, quizá, la calidad de las almas, y donde seis mil monjes con moños y flotantes barbas oran todavía hoy por la salvación de sus piadosos protectores, los príncipes de Trebisonda, cuya raza se ha extinguido seguramente hace siglos. ¡Qué sosiego produce pensar que el olvido no llega tan rápidamente como creemos, ni es tan absoluto como se supone, y que aún existe un lugar en el mundo donde una dinastía de la época de las Cruzadas sobrevive en las oraciones de unos cuantos monjes ancianos! Si no me equivoco, Marko murió en una batalla contra los otomanos, en Bosnia o en un país croata, pero su último deseo fue que lo inhumaran en ese Sinaí del mundo ortodoxo, una barea logró transportar hasta allí su cadáver, pese a los escollos del mar oriental y a las emboscadas de las galeras turcas. Una hermosa historia, y que me hace recordar, no sé por qué, la última travesía de Arturo...
Existen héroes en Occidente, pero parecen sostenidos por su armadura de principios al igual que los caballeros de la Edad Media por su armadura de hierro. En ese servio salvaje hallamos al héroe al desnudo. Los turcos sobre los que Marko se precipitaba debían de tener la impresión de que un roble de la montaña se les venía encima. Ya les dije a ustedes que, en aquellos tiempos, Montenegro pertenecía al Islam: las bandas servias no eran muy numerosas y no podían disputar abiertamente a los circuncisos la posesión de la Tzernagora, la Montaña Negra de la que toma su nombre aquella tierra. Marko Kralievitch establecía relaciones secretas en tierra infiel con unos cristianos falsamente conversos, con funcionarios descontentos y con bajás en peligro de desgracia o muerte; le era cada vez más y más necesario entrevistarse directamente con sus cómplices. Pero su alta estatura le impedía deslizarse en el campo enemigo disfrazado de mendigo, de músico ciego o de mujer, aun cuando este último disfraz hubiera sido posible gracias a su gran belleza: lo hubieran reconocido por la longitud desmesurada de su sombra. Tampoco podía pensar en amarrar una barca en algún rincón desierto de la orilla: innumerables centinelas, al acecho detrás de las rocas, oponían a un Marko solitario ausente su presencia múltiple e infatigable. Pero allí donde una barca es visible, un buen nadador puede pasar inadvertido, y sólo los peces descubren su pista entre dos aguas. Marko hechizaba a las olas; nadaba tan bien como Ulises, su antiguo vecino de Itaca. También hechizaba a las mujeres: los complicados canales del mar llevábanle a menudo a Kotor, al pie de una casa de madera toda carcomida, que jadeaba ante el empuje de las olas; la viuda del bajá de Scutari pasaba allí sus noches soñando con Marko, y sus mañanas esperándolo. Frotaba con aceite su cuerpo helado por los besos blandos del mar; lo calentaba en su cama sin que lo supieran sus sirvientas; le facilitaba los encuentros nocturnos con agentes y cómplices. En las primeras horas del día, bajaba a la cocina aún vacía para prepararle los platos que más le gustaba comer. El se resignaba a sus pesados senos, a sus gruesas piernas y a las cejas que se le juntaban en medio de la frente; se tragaba la rabia al verla escupir cuando él se arrodillaba para hacer la señal de la cruz. Una noche, la víspera del día en que Marko se proponía llegar a nado hasta Ragusa, la viuda bajó como de costumbre a hacerle la cena. Las lágrimas le impidieron cocinar con el mismo cuidado de siempre; le subió, por desgracia, un plato de cabrito demasiado hecho. Marko acababa de beber; su paciencia se había quedado en el fondo de la jarra: la cogió por los cabellos con las manos pegajosas de salsa y aulló:
¡Perra del diablo! ¿Pretendes que me coma una vieja cabra centenaria?
-Era un hermoso animal respondió la viuda . Y la más joven del rebaño.
¡Estaba tan correosa como tu carne de vieja bruja, y tenía el mismo maldito olor! dijo el joven cristiano, que estaba borracho . ¡Ojalá ardas tú como ella en el Infierno!
Y de una patada lanzó el plato de guisado por la ventana que daba al mar y que estaba abierta de par en par.
La viuda lavó silenciosamente el piso, manchado de grasa, y su propio rostro, hinchado por las lágrimas. No estuvo ni menos tierna, ni menos apasionada que el día anterior, y al apuntar el alba, cuando el viento del Norte empezó a soplar sembrando la rebelión en las olas del Golfo, aconsejó suavemente a Marko que retrasara su marcha. Él accedió. Cuando llegaron las horas ardientes del día, volvió a acostarse para dormir la siesta. Al despertarse, en el momento en que se estiraba perezosamente delante de las ventanas, protegido de la mirada de los transeúntes por unas complicadas persianas, vio brillar las cimitarras: una tropa de soldados turcos rodeaba la casa, tapando todas las salidas. Marko se precipitó hacia el balcón, que dominaba al mar desde muy alto: las olas, saltarinas, rompían en las rocas haciendo el mismo ruido que el trueno en el cielo. Marko se arrancó la camisa y se tiró de cabeza en medio de aquella tempestad donde ni siquiera una barca se hubiese aventurado. Rodaron montañas de agua bajo su cuerpo; rodó él bajo aquellas montañas. Los soldados registraron la casa, conducidos por la viuda, sin encontrar ni la menor huella del gigante desaparecido; por fin, la camisa desgarrada y las rejas arrancadas del balcón los pusieron sobre la verdadera pista; se abalanzaron en dirección a la playa aullando de despecho y de terror. Retrocedían a pesar suyo cada vez que una ola, más furiosa que las demás, rompía a sus pies, y los embates del viento les parecían la risa de Marko; y la insolente espuma, un salivazo suyo en la cara. Durante dos horas estuvo nadando Marko sin conseguir avanzar ni una brazada; sus enemigos le apuntaban a la cabeza, pero el viento desviaba sus dardos; Marko desaparecía y volvía a aparecer debajo del mismo verde almiar. Finalmente, la viuda ató fuertemente su pañuelo de seda a la esbelta y flexible cintura de un albanés; un hábil pescador de atunes consiguió apresar a Marko con aquel lazo de seda, y el nadador, medio estrangulado, no tuvo más remedio que dejarse arrastrar hasta la playa. Durante las partidas de caza, allá en las montañas de su país, Marko había visto a menudo cómo los animales se fingen muertos para evitar que los rematen; su instinto lo llevó a imitar esta astucia: el joven de tez lívida que los turcos llevaron a la playa estaba rígido y frío como un cadáver de tres días; sus cabellos, sucios de espuma, se le pegaban a las sienes hundidas; sus ojos, fijos, ya no reflejaban la inmensidad del cielo ni de la noche; sus labios, salados por el mar, se hallaban inmóviles entre sus mandíbulas contraídas; sus brazos, muertos, dejábanse caer, y el pecho hinchado impedía oír su corazón. Los notables del pueblo se inclinaron sobre Marko, cosquilleándole el rostro con sus largas barbas y después, levantando todos a un tiempo la cabeza, exclamaron, con una única y misma voz:
¡Por Alá! Ha muerto como un topo podrido, como un perro reventado. Arrojémosle de nuevo al mar, que lava las basuras, con el fin de que nuestro suelo no se manche con su cuerpo.
Pero la malvada viuda se puso a llorar, y luego a reír:
Hace falta algo más que una tempestad para ahogar a Marko dijo , y más que un nudo para estrangularlo. Tal como lo veis aquí, todavía no está muerto. Si lo arrojáis al mar, hechizará a las olas, igual que me hechizó a mí, pobre mujer. Coged unos clavos y un martillo; crucificad a ese perro igual que crucificaron a su Dios, que no acudirá aquí a ayudarle, y ya veréis cómo sus rodillas se retuercen de dolor y cómo su condenada boca empieza a vomitar alaridos.
Los verdugos cogieron unos clavos y un martillo del banco del carpintero, que calafateaba las barcas, y agujerearon las manos del joven servio, y atravesaron sus pies de parte a parte. Pero el cuerpo torturado permaneció inerte: ningún estremecimiento agitaba aquel rostro, que parecía insensible, y ni la sangre chorreaba de sus carnes abiertas a no ser a gotitas lentas y escasas, pues Marko mandaba en sus arterias lo mismo que mandaba en su corazón. Entonces, el más viejo de los notables arrojó el manillo a lo lejos y exclamó, quejumbrosamente:
¡Que Alá nos perdone por haber tratado de crucificar a un muerto! Vamos a atar una gruesa piedra al cuello de este cadáver para que el abismo se trague nuestro error, y para que el mar no nos lo devuelva.
Hacen falta más de mil clavos y más de cien martillos para crucificar a Marko Kralievitch dijo la malvada viuda . Tomad carbones encendidos y ponédselos en el pecho, ya veréis cómo se retuerce de dolor, tal un gusano largo y desnudo.
Los verdugos cogieron brasas del hornillo de un calafate y trazaron un amplio círculo en el pecho del nadador helado por el mar. Los carbones se encendieron, después se apagaron y se volvieron negros como unas rosas rojas que mueren. El fuego recortó en el pecho de Marko un amplio anillo carbonoso, parecido a esos redondeles trazados en la hierba por la danza de los brujos, pero el muchacho no gemía y ni una sola de sus pestañas se estremeció.
¡Oh, Alá! dijeron los verdugos ; hemos pecado, pues sólo Dios tiene derecho a torturar a los muertos. Sus sobrinos y los hijos de sus tíos vendrán a pedirnos cuentas de este ultraje: por eso, lo mejor será meterlo en un saco medio lleno de pedruscos con el fin de que ni siquiera el mar sepa quién es el cadáver que le damos a comer.
Desgraciados dijo la viuda , reventará con los brazos todas las telas y escupirá todas las piedras. Pero mandad que acudan las muchachas del pueblo, y ordenadles que bailen en corro sobre la arena. Ya veremos si el amor continúa torturándolo.
Llamaron a las muchachas, quienes se pusieron a toda prisa los trajes de fiesta; trajeron tamboriles y flautas; juntaron las manos para bailar en corro alrededor del cadáver, y la más hermosa de todas, con un pañuelo rojo en la mano, dirigía el baile. Les llevaba a sus compañeras la altura de la cabeza morena y de su cuello blanco. Era como el corzo cuando salta, como el halcón cuando vuela. Marko, inmóvil, dejaba que lo rozase con sus pies descalzos, pero su corazón, agitado, latía de manera cada vez más violenta, tan desordenada y fuertemente que tenía miedo de que todos los espectadores acabasen por oírlo, a pesar suyo; una sonrisa de dicha casi dolorosa se dibujaba en sus labios, que se movían como para dar un beso. Gracias al crepúsculo, que oscurecía lentamente, los verdugos y la viuda no se habían dado cuenta de aquellas señales de vida, pero los ojos claros de Haisché permanecían fijos en el rostro del joven, pues lo encontraba hermoso. De repente, dejó caer su pañuelo rojo para ocultar aquella sonrisa y dijo con tono de orgullo:
No me gusta bailar delante del rostro desnudo de un cristiano muerto, y por eso acabo de taparle la boca, ya que sólo verla me da horror.
Pero continuó bailando, con el fin de distraer la atención de los verdugos y para que llegase la hora de la oración, en que se verían forzados a alejarse de la orilla. Por fin, una voz gritó desde lo alto del minarete que ya era hora de adorar a Dios. Los hombres se encaminaron hacia la pequeña mezquita tosca y bárbara; las cansadas jóvenes se desgranaron hacia la ciudad arrastrando sus babuchas; Haisché se fue, sin dejar de mirar atrás; tan sólo la viuda se quedó allí para vigilar el falso cadáver. De repente, Marko se enderezó; con la mano derecha se quitó el clavo de la mano izquierda, agarró a la viuda por los pelos rojizos y se lo clavó en la garganta; luego, tras quitarse el clavo de la mano derecha con la mano izquierda, se lo clavó en la frente. Arrancó después las dos espinas de piedra que le atravesaban los pies y con ellas le reventó los ojos. Cuando regresaron los verdugos, encontraron en la playa el cadáver convulso de una vieja, en lugar del cuerpo desnudo del héroe. La tempestad había amainado, pero las lentas barcas trataron en vano de dar alcance al nadador desaparecido en el vientre de las olas. Ni qué decir tiene que Marko reconquistó el país y raptó a la hermosa muchacha que había despertado su sonrisa pero ni su gloria ni la dicha de ambos es lo que a mí me conmueve, sino ese exquisito eufemismo, esa sonrisa en los labios de un hombre sometido a suplicio y para quien el deseo es la tortura más dulce. Observen ustedes: empieza a caer la noche; casi podríamos imaginar, en la playa de Kotor, al grupito de verdugos trabajando a la luz de los carbones encendidos, a la joven bailando y al muchacho que no sabe resistirse a la belleza.
Una extraña historia dijo el arqueólogo . Pero la versión que usted nos ofrece es sin duda reciente. Debe de existir alguna otra, más primitiva. Ya me informaré.
Haría usted mal dijo el ingeniero . Se la he contado tal y como a mí me la contaron los campesinos del pueblo donde pasé mi último invierno, ocupado en abrir un túnel para el Oriente Express. No quisiera hablar mal de sus héroes griegos, Lukiadis: se encerraban en su tienda en un ataque de despecho; aullaban de dolor cuando morían sus amigos; arrastraban por los pies el cadáver de sus enemigos alrededor de las ciudades conquistadas, pero, créame usted, le faltó a la Ilíada una sonrisa de Aquiles.