domingo, diciembre 28, 2008

Moises, Jesús y el viejito misterioso

Anónimo

Moisés, Jesús y un viejito decidieron disputar un juego de golf, y el campo se llenó de fanáticos antes del partido.
En el hoyo considerado como el más difícil porque tenía un lago en el medio, Moisés tiró primero. La pelota salió disparada, cayó en el medio del lago y se hundió. Moisés caminó hasta el borde, alzó su palo, hizo que se abrieran las aguas, bajó caminando hasta donde estaba la pelota y, de un golpe, la sacó del fondo. Con sólo otro golpe, la metió en el hoyo, y la gente aplaudió emocionada.
Luego fue el turno de Jesús. La pelota salió igualmente disparada, e igualmente fue derecho al lago, pero de repente se detuvo y quedó suspendida a escasos centímetros de la superficie. Jesús caminó entonces sobre las aguas y con un golpe preciso, mandó la pelota directamente al hoyo. La ovación de la gente fue ensordecedora.
Por último, le tocó el turno al viejito. La pelota, una vez más, cayó en el lago y se hundió, y el público hizo un respetuoso silencio preguntándose qué podría hacer el pobre viejo. De pronto, del agua saltó un pez con la pelota en la boca y, justo en ese momento, pasó un águila que lo pescó al vuelo. El águila se alejó volando por el límpido cielo llevando el pez en su pico, mientras éste sostenía aún la pelota. Entonces, como salida de la nada, apareció una nube negra, y de ella brotó un rayo que, pegando certeramente en la cabeza del águila, la hizo caer. En su descenso, el ave soltó al pez, el pez soltó la pelota y ésta cayó exactamente en el hoyo. Primero se hizo un silencio dramático y luego la gente, enloquecida, irrumpió en cerrado aplauso para el viejito.
Jesús se acercó entonces al viejito, que sonreía tímidamente, y le dijo: - Papá... dejate de joder.

sábado, diciembre 27, 2008

Ladrón de dicha

Por: Marc E. Boillat de Corgemont Sartorio

Cuenta una antigua leyenda que un anciano sabio vivía en las afueras de una pequeña ciudad de provincia. El hombre era muy conocido no sólo por su sabiduría, sino también por su buena suerte.

En la misma ciudad vivía también un joven que, aunque fundamentalmente honesto, estaba constantemente en pos de la suerte, la fama y la riqueza. Sin embargo, pese a todos sus esfuerzos, la "diosa vendada" no quería sonreírle. El joven ya no sabía qué más hacer y estaba al borde de la depresión, cuando se le ocurrió ir a ver al sabio para pedirle cuál fuera el secreto de su éxito. En efecto, todo lo que precisaba, el sabio lo tenía. Y todo lo que emprendía le salía redondo. No le faltaba ni hogar ni comida ni ropa. La gente le amaba, respetaba y veneraba. No carecía de riqueza espiritual, pero tampoco de medios materiales.

Aquel día el joven se levantó muy pronto para evitar las colas interminables de personas que iban a pedirle consejo al anciano. Se vistió con sus mejores vestidos, se arregló y llegó a la morada del sabio de buen hora. Llamó al portal. El sabio le abrió y, amablemente, le recibió en su casa. Una vez terminadas las presentaciones formales, el joven fue directamente al grano y dijo:

- La razón de mi visita es sencilla: querría saber tu secreto para vivir tan holgadamente. Verás, he notado que no te falta nada, mientras a mi me falta todo, y esto es a pesar de mis esfuerzos y buena voluntad. También he notado que mucha gente posee bienes materiales, pero son infelices. En cambio a ti no te falta tampoco la felicidad. Dime, ¿cuál es tu secreto?

El sabio le miró interesado y sonrió diciéndole:

- Mi respuesta también es sencilla: el secreto de mi buena suerte es que yo robo...

- ¡ Lo sabía ! -exclamó el joven- habría tenido que deducirlo yo mismo. ¡ Eso era el secreto !.

- ¡ Espera ! Todavía no he acabado -dijo el anciano-, pero el joven ya había salido corriendo y exultando. El santo intentó darle alcance pero no pudo, por lo que regresó imperturbable y calmadamente a su casa.

Tras la visita al sabio, la vida del joven cambió radicalmente: empezó a robar aquí y allá, a revender las cosas sustraídas a los demás y a enriquecerse. Cometía toda clase de hurtos: robaba animales, cosas, dinero e incluso entraba a robar a casas. La fortuna parecía haber empezado a sonreírle, cuando fue capturado por las autoridades. Fue procesado por numerosos delitos y condenado a cinco años de dura cárcel. Durante su estancia en la prisión tuvo tiempo de meditar y llegar a una conclusión. Según sus deducciones, el anciano se había befado de él, y más idiota había sido él mismo por seguir tan necio consejo. Se prometió que una vez salido de ahí, volvería a ver al anciano para darle su merecido.

Los años pasaron y el joven fue puesto en libertad tras pagar su deuda con la sociedad. Nada más estar libre otra vez, ni siquiera pasó por su casa, sino que se fue directamente a la residencia del sabio. Tras llamar impacientemente a la puerta, el sabio abrió.

- Ah, eres tú -le dijo-.

- Sí, soy yo y he venido para decirte lo inútil que res, viejo tonto. ¿Sabías que gracias a tu consejo me he pasado los últimos cinco años de mi vida en la cárcel? Si todos los consejos que das son así, menudos imbéciles que tenemos que ser los que te escuchamos.

El anciano le escuchaba con paciencia, y cuando la rabia del joven remetió, así le contestó:

- Comprendo tu rabia. Pero el artífice de tu desdicha eres tú y solamente tú, sobre todo por tu incapacidad de escuchar. Cuando viniste aquí hace cinco años, te dije la verdad, te dije mi método para asegurarme la dicha, solo que tú no quisiste oír más y entendiste lo que quisiste. Cuando te dije que yo robo, era verdad, solo que no robo a los humanos. Robo aire, luz, agua y energía. Robo "chi". Verás, robo al Tao porque el Tao es vacío y utilizándolo nunca rebosa1, se vacía sin agotarse2, y su función no se agota nunca3.

1.- Tao Te King, cap.IV.
2.- TTK, cap.V.
3.- TTK, cap.VI.

- estos cuentos han sido publicados en la Revista El Budoka

sábado, diciembre 20, 2008

La vendedora de fósforos

Por Hans Christian Andersen

¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.

Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.

La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto.

¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.

Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos.

Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!

Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso.

¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.

-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.

-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!

Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.

-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.
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sábado, diciembre 13, 2008

El perro sujetado

Por: Marc E. Boillat de Corgemont Sartorio

En un lujoso palacio vivía un brahmino, gobernador de una región y dueño de un maravilloso perro. El animal era corpulento, fiero y de temperamento orgulloso. No era difícil que se enfrentara a otros perros, por lo que casi siempre lo paseaban atado con una correa. Perro y amo eran caracteres jactanciosos merecedores el uno del otro.

Cada vez que el perro se encontraba con otro can, empezaba a tirar de la correa con todas sus fuerzas. Su amo, sin dejar de sujetarlo con determinación, intentaba calmarlo hablándole dulcemente: " no hagas así...déjale al pobrecito tranquilo". También se agachaba y le rodeaba con el brazo como para protegerle mientras que el bravo animal mostraba todo su repertorio de amenazas. Parecía de verdad un perro fiero e implacable. Dado su tamaño y su furor, todos le temían.

Un día, el brahmino encargó a un nuevo sirviente que paseara al perro, pero olvidó advertirle sobre el carácter del animal, quizás dando por hecho que todo el mundo tenía que saber que el perro del brahmino era algo especial. No obstante, para el sirviente, éste era únicamente un perro como muchos, por lo cual ignoraba su excentricidad. Como era previsible, nada más encontrarse en contacto visual con otro can, el animal del brahmino dio rienda suelta a su violento temperamento y, de repente tiró enérgicamente de la correa. El siervo, que no estaba preparado para tal situación, no supo reaccionar adecuadamente y soltó la cinta. El perro perdió ligeramente el equilibrio hacia delante, dándose así cuenta de que no estaba siendo sujetado. Ahora estaba libre de sujeción y que la acción dependía exclusivamente de él, se encontró frente a un dilema: o dar séquito a sus amenazas iniciales empezando la batalla, o evitar la confrontación. El imperioso animal titubeó: al fin y al cabo el otro perro, aún más pequeño, no había dado signos de sumisión y estaba listo para la lucha. "Seguramente -se dijo el noble perro- podría matarle fácilmente, pero si me mordiera, ¿que sería de mi noble aspecto?. No, no merece la pena. Por esta vez le dejaré vivir". Emitió unos gruñidos y volvió donde el servidor.

Una vez en el palacio, el doméstico relató lo ocurrido al brahmino, el cual vislumbró la verdad sobre la naturaleza de su perro y la del hombre y, desde entonces, acostumbró a pasear al animal sin ataduras. No sólo el perro dejó de amenazar a los otros animales, sino que también los súbditos del brahmino vivieron más felices. El perro le había mostrado a su dueño la manera sabia de gobernar.

- este cuentos han sido publicados en la Revista El Budoka-