domingo, febrero 26, 2006

Mini-anécdota

Describe el primer beso en público
Por Lukre

Si tuviera que hacerlo, lo más probable es que pasara la misma vergüenza que sentí ese día con algo menos de catorce años. Lo que más recuerdo es que me puse roja como un tomate por ese beso robado mientras bailaba un lento con el chico que me traía de cabeza.

jueves, febrero 16, 2006

El almohadón de plumas

de Horacio Quiroga

(Cuento aportado por Roma Romana)

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.



En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

sábado, febrero 11, 2006

Dos minicuentos

Mensaje por Thomas Bailey Aldrich

Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto.
Golpean a la puerta
Fin


Mujima por Yakumo Koisumi


En el camino de Akasaka, cerca de Tokio, hay una colina, llamada Kii-No-Kuni-Zaka, o "La Colina de la provincia de Kii". Está bordeada por un antiguo foso, muy profundo, cuyas laderas suben, formando gradas, hasta un espléndido jardín, y por los altos muros de un palacio imperial.
Mucho antes de la era de las linternas y los jinrishkas, aquel lugar quedaba completamente desierto en cuanto caía la noche. Los caminantes rezagados preferían dar un largo rodeo antes de aventurarse a subir solos a la Kii-No-Kuni-Zaka, después de la puesta de sol.

¡Y eso a causa de un Mujima que se paseaba!

El último hombre que vio al Mujima fue un viejo mercader del barrio de Kyôbashi, que murió hace treinta años.

He aquí su aventura, tal como me la contó:




Un día, cuando empezaba ya a oscurecer, se apresuraba a subir la colina de la provincia de Kii, cuando vio una mujer agachada cerca del foso... Estaba sola y lloraba amargamente. El mercader temió que tuviera intención de suicidarse y se detuvo, para prestarle ayuda si era necesario. Vio que la mujercita era graciosa, menuda e iba ricamente vestida; su cabellera estaba peinada como era propio de una joven de buena familia.

-Distinguida señorita -saludó al aproximarse-. No llore así.. Cuénteme sus penas... me sentiré feliz de poder ayudarla.

Hablaba sinceramente, pues era un hombre de corazón.

La joven continuó llorando con la cabeza escondida entre sus amplias mangas.

-¡Honorable señorita! -repitió dulcemente-. Escúcheme, se lo suplico... Éste no es en absoluto un lugar conveniente, de noche, para una persona sola. No llore más y dígame la causa de su pena ¿Puedo ayudarla en algo?

La joven se levantó lentamente... Estaba vuelta de espaldas y tenía el rostro escondido... Gemía y lloraba alternativamente.

El viejo mercader puso una mano sobre su espalda y le dijo por tercera vez:

-Distinguida señorita, escúcheme un momento...

La honorable señorita se volvió bruscamente. Dejó caer la manga y se acarició la cara con la mano... ¡El viejo vio que no tenía ojos, nariz ni boca!...

¡Huyó, gritando de espanto!

Corrió hasta el borde de la colina, oscura y desierta, que se extendía delante de él... Corría sin pararse y sin osar mirar hacia atrás... Por último vio, en lontananza, la luz de una linterna... Era una lucecilla tan pequeña que se hubiera podido confundir con una mosca luminosa. Era la bujía de un mercader ambulante, un vendedor de sopa que había levantado su tenderete al borde del camino. Después de la experiencia que el viejo acababa de sufrir, la más humilde de las compañías le pareció deseable. Se echó a los pies del vendedor de sopa, gimiendo:

-¡Ah!... ¡Ah!... ¡Ah!...

-«Koré»... «Koré»... -replicó el vendedor ambulante bruscamente-. ¿Qué le ocurre? ¿Le ha hecho daño alguien?

-¡No!... Nadie me ha hecho daño... -murmuró el otro-. Pero... ¡Ah!... ¡ah!... ¡ah!...

-¡Por lo menos le han dado un buen susto! -dijo el mercader, demostrando poca simpatía-. ¿Se ha encontrado con algún ladrón?

-¡No!... Pero, cerca del foso... he visto... ¡Oh!, he visto una mujer que... ¡Ah!, jamás podré describir cómo la he visto...

-¿Qué? ¿La ha visto, tal vez, así?... -exclamó el mercader.

Se acarició la cara que, de pronto, se hizo semejante a un huevo.

¡En aquel mismo instante se apagó la luz!

jueves, febrero 02, 2006

El bosque - raíz - laberinto

Por Italo Calvino

En un bosque tan frondoso que aún de día estaba oscuro, el rey Clodoveo cabalgaba a la cabeza de su ejército, de retorno de la guerra. El rey estaba preocupado: sabía que a un cierto punto el bosque debía terminar y entonces él habría llegado a la vista de la capital de su reino, Arbolburgo. A cada vuelta del sendero esperaba descubrir las torres de la ciudad. Nada, todo lo contrario. Hacía mucho tiempo que avanzaban en el bosque y éste, sin embargo, no daba señales de terminar.

-No se ve -dice el rey a su viejo escudero Amalberto-, no se ve todavía...

Y el escudero:

-A la vista sólo tenemos troncos, ramas retorcidas, frondas, matas y zarzales. Majestad, ¿cómo podemos esperar ver la ciudad a través de un bosque tan denso?



-No recordaba que el bosque fuera así de extenso e intrincado -refunfuñaba el rey. Se hubiera dicho que mientras él estaba lejos la vegetación hubiese crecido desmesuradamente, enroscándose e invadiendo los senderos.

El escudero Amalberto tuvo un sobresalto.

-¡Allá está la ciudad!

-¿Dónde?

-He visto aparecer a través de las ramas la cúpula del palacio real. Pero no logro divisarla ahora.

Y el rey:

-Estás soñando. No se ve más que palos.

Pero en la vuelta siguiente fue el rey quien exclamara:

-¡Eh! ¡Es allí! ¡La he visto! ¡Las verjas del jardín real! Las garitas de los centinelas!

Y el escudero:

-¿Dónde, dónde, Majestad? No veo nada...

Ya la mirada del rey Clodoveo giraba desorientada alrededor.

-Allí... No... Sin embargo, la había visto... ¿Dónde ha ido a parar?

La sombra se adensaba entre los árboles. El aire se volvía siempre más oscuro. Y entre las ramas más altas se oyó un batir de alas, acompañado de un extraño canto:

-Coac... Coac... -Un pájaro de colores y formas jamás vistos revoloteaba en el bosque. Tenía plumas tornasoladas como un faisán, grandes alas que se agitaban en el aire como las de un cuervo, un pico largo como el de un pájaro carpintero y una cresta de plumaje blanco y negro como el de una abubilla.

-¡Eh, atrápenlo! -gritó el rey-. ¡Eh, se nos escapa! ¡Sigámoslo!

El ejército, en filas compactas, dirigió su marcha de modo de seguir el vuelo del pájaro, giró a la izquierda, giró a la derecha, retrocedió. Pero el pájaro ya había desaparecido. Se oyó todavía el "Coac... Coac...", alejándose después el silencio.

El camino se les hacía penoso. Dijo el rey:

-Las ramas nos obstaculizan la marcha. No nos queda más que descabalgar o rasguñarnos con ellas.

Y el escudero:

-¿Ramas? Estas son raíces, Majestad.

-Si estas son raíces -replicó el rey- entonces nos estamos adentrando en la tierra.

-Y si éstas fueran ramas, -insistió el viejo Amalberto-, entonces hubiéramos perdido de vista el suelo y estaríamos suspendidos en el aire.

Reapareció el pájaro. O mejor dicho, se vio volar su sombra y se sintió una "Coac...Coac..."

-Este extraño pájaro nos guía -dijo el rey-. ¿Pero adónde?

-Tanto vale seguirlo, señor -dijo el escudero-. Desde hace rato hemos perdido el camino. Todo está oscuro.

-¡Enciendan las linternas! -ordenó el rey, y la fila de soldados se desanudó por el bosque como una bandada de luciérnagas.

Todo aquel día la princesa Verbena había mirado con catalejo el horizonte desde el balcón del palacio real de Arbolburgo, esperando el retorno de la guerra del rey Clodoveo, su padre. Pero fuera de los muros de la ciudad el bosque era tan espeso como para esconder a un ejército en marcha. En ese momento a Verbena le había parecido ver una fila de alabardas y de lanzas despuntando entre las ramas, pero debía estar equivocada. Allí, ahora le parecía que algunos yelmos se asomaban entre las hojas.... No, era un engaño de sus ojos.

Durante la ausencia del rey Clodoveo, el bosque allí abajo se había vuelto cada vez más espeso y amenazador, como si el reino vegetal quisiera asediar los muros de Arbolburgo. Y al mismo tiempo, en el interior de la ciudad, todas las plantas se habían marchitado, habían perdido las hojas y se habían muerto. La ciudad no era la misma desde que la reina Ferdibunda, segunda mujer del rey Clodoveo y madrastra de Verbena, en ausencia del marido, había tomado el mandó asistida por su primer ministro Curvaldo.

Verbena pensaba: "Querría fugarme de aquí, salir al encuentro de mi padre". Pero, ¿cómo hacerlo en ese bosque impenetrable?

La reina Ferdibunda, que espiaba a Verbena detrás de una cortina, murmuró al primer ministro:

-Comienza a perder las esperanzas nuestra princesita. Los días pasan, los súbditos están cansados de esperar a un rey que no vuelve. Y yo también estoy cansada, Curvaldo. Es tiempo de dar vía libre a nuestra conjura.

Curvaldo sonrió maliciosamente.

-Los conjurados están prestos a reunirse en los lugares convenidos, reina mía, para después marchar sobre el palacio real y...

-...y proclamarte rey, Curvaldo -terminó Ferdibunda la frase.

-Si así lo quiere mi reina... -y Curvaldo, siempre sonriendo maliciosamente, inclinó la cabeza.

-Entonces -dijo la reina- arma tu trampa, Curvaldo, y advierte a tus hombres, es la hora.

Pero Curvaldo prefería proceder con cautela. En Arbolburgo loa fieles del rey eran todavía numerosos, y vigilaban. Las calles de la ciudad eran rectas y estaban expuestas a las miradas de todos: las idas y venidas de los conjurados serían rápidamente vistas por mucha gente.

La reina estaba impaciente.

-¿Qué piensas hacer, Curvaldo?

El primer ministro tenía un plan.

-Nuestros movimientos deben desenvolverse fuera de los muros de la ciudad -decidió-. Nos desplazaremos de una puerta a la otra por los caminos exteriores que pasan por el bosque. Sin ser vistos, los conjurados circundarán la ciudad.

Saliendo de la puerta norte, Ferdibunda y Curvaldo dieron órdenes a sus secuaces:

-Divídanse en dos grupos: uno rodeará la ciudad por el este y el otro por el oeste. A las nueve y cuarto precisamente penetrarán en Arbolburgo por las puertas laterales. Nosotros dos, entretanto, con un rodeo más largo, iremos hasta la puerta sur y desde allí haremos nuestra entrada triunfal a la ciudad, a las nueve y media en punto.

Habiendo dicho esto, la reina y el ministro se alejaron por un sendero trazado en forma de anillo en torno a Arbolburgo, apenas afuera de los muros. A decir verdad, mientras más avanzaban ellos, más parecía el sendero desprenderse de la ciudad. La reina comenzó a preguntarse si acaso no habían equivocado el sendero.

-No temas, -dijo Curvaldo- más allá de aquella vuelta, doblada la colina, estaremos cerca de los muros.

Y continuaron por el sendero.

-Eso, hay todavía un desvío, pero seguramente más allá volveremos al camino principal.

El sendero ya subía, ya bajaba.

-Apenas superados estos desniveles, nos encontraremos en la dirección correcta -decía Curvaldo, pero entretanto oscuros presentimientos invadían el ánimo de la reina. Veía la maraña de la vegetación adentrándose como la trama de su traición, como si sus pensamientos fueran a embrollar la ciudad en un enredo inextricable.

Mientras tanto un pájaro de una especie jamás vista voló entre las ramas emitiendo un reclamo estridente:

-"Coac... Coac..."

-Qué extraño pájaro -dijo Ferdibunda-. Parece que nos esperara, que deseara hacerse atrapar.

No, el pájaro volaba de rama en mata, se escondía, volvía a aparecer. Siguiéndolo la reina y Curvaldo se encontraron en un sendero más espacioso, aunque más oscuro y todo curvas.

-Está cayendo la noche... ¿Dónde estamos?

El pájaro se dejó oír aún:

-"Coac... Coac..."

-Sigamos el canto del pájaro -dijo Curvaldo-, por aquí, ven.

Mientras tanto, en otra parte del bosque, también al rey Clodoveo le parecía oír el canto del pájaro. En aquella noche sin estrellas, en aquel laberinto de áspera corteza nudosa, el "Coac... Coac..." era el único signo hacia el cual dirigir los propios pasos. El aceite de las linternas se había acabado, pero los ojos de los soldados se habían vuelto luminosos como los de los búhos y su resplandor constelaba la oscuridad. El ejército en marcha no emitía más un sonido metálico sino un frufrú como si entre las armas y las corazas y los escudos hubiese crecido follaje. El viejo escudero Amalberto ya sentía crecer el musgo sobre su espalda.

-¿Dónde estará mi ciudad? -se preguntaba el rey Clodoveo-. ¿Y mi trono? ¿Y mi hija Verbena?

Verbena estaba en aquel momento bajo la morera de su patio. Esta vieja morera era el único árbol que había quedado con vida en toda la ciudad. Los pájaros, desde tanto desaparecidos de los árboles de Arbolburgo, venían todavía a visitar las ramas de la morera en la estación de las moras. He aquí que entonces un pájaro de formas y colores jamás vistos viene agitando las alas, a posarse cerca de Verbena. Graznó:

-"Coac... Coac..."

-Pájaro, si pudiera volar contigo fuera de esta jaula... -suspiraba Verbena-. Si pudiera seguirte en tu vuelo... Pero, ¿dónde estás ahora? ¿Te has escondido? ¡Espérame! ¡No me dejes aquí!

El tronco de la vieja morera estaba todo retorcido, lleno de sinuosidades, excavado por los siglos. Girar en torno a su tronco parecía cuestión de un instante, pero en cambio Verbena tuvo que salvar raíces que sobresalían, inclinarse bajo ramas bajas. Parecía que el árbol quisiera tomarla bajo su protección, atraerla hacía el río de savia que a través de corrientes subterráneas se ligaba con el bosque.

-"Coac... Coac.."

-Ah, has volado hasta allá abajo -dijo Verbena-. Pero, ¿en dónde estoy? Quería sencillamente rodear el tronco y me he perdido entre sus raíces. Hay un bosque subterráneo que levanta los fundamentos de la ciudad... ¿Adónde he ido a parar?

Verbena no lograba comprender si había quedado prisionera dentro del tronco de la morera o entre las raíces enterradas o bien si había salido completamente afuera de la ciudad, al bosque amenazador que tanto la atemorizaba... al bosque libre que tanto la atraía.

Un joven llamado Arándano se acercaba a los muros de Arbolburgo y gritaba un llamado:

-¡Eh, los de la ciudad! ¡Centinelas de guardia en los muros! ¿Me oyen?

Pero ninguno asomaba la cara.

Arándano estaba acostumbrado a llegar a la ciudad desde el bosque y a ver aparecer en lo alto y sobre los árboles las torres, los balcones, las pérgolas, los miradores, las verandas. Pero esta vez se encontraba el bosque tan crecido que sobre su cabeza no veía más que ramas retorcidas que parecían raíces.

-¡Respóndanme! -gritaba Arándano-. ¡Digan algo! ¡Hagan una señal! ¿Cómo puedo llevarles nuevamente los cestos de frutillas silvestres, de rodellones, de bayas? ¡Eh, los de la ciudad! ¿Cómo haré para volver a ver a la bella muchacha que un día se asomó a un balcón y aceptó en regalo un ramo de madreselvas?

Buscando ver más lejos, Arándano subió sobre ramas más altas pero la maraña parecía espesarse más bien que dejar espacio a la luz.

-¡Oh! ¡Qué extraño pájaro! -exclamó de repente Arándano.

Y el pájaro:

-"Coac... Coac..."

El bosque era aquella mañana un serpentear de senderos y de pensamientos de personas perdidas. El rey Clodoveo pensaba: "¡Oh, ciudad inalcanzable! Me enseñaste a caminar por tus caminos rectos y luminosos y, ¿de qué me sirve eso? Ahora debo abrirme paso por senderos serpenteantes y enmarañados y me he perdido..."

Y los pensamientos de Curvaldo eran éstos: "Más tortuoso el camino, más conviene a nuestros planes. Todo consiste en encontrar el punto en el cual las curvas, a fuerza de curvarse, coinciden con los caminos rectos. Entre todo el nudo de senderos que se enredan en el bosque, éste es el nudo del cual no encuentro el cabo".

En cambio Verbena pensaba: "¡Huir, huir! ¿Pero, por qué mientras más me interno en el bosque más me parece estar prisionera? La ciudad de piedra escuadrada y el bosque enmarañado siempre me parecieron enemigos y separados, sin comunicación posible. Pero ahora que he encontrado el pasaje me parece que se transforman en una sola cosa. Querría que la savia del bosque atravesase la ciudad y llevase la vida entre sus piedras, querría que en el medio del bosque se pudiese ir y venir y encontrarse y estar juntos como en una ciudad..."

Los pensamientos de Arándano eran como en un sueño: "Querría llevar a la ciudad las frutillas del bosque, pero no en un cesto: querría que las mismas frutillas se movieran, como un ejército bajo mi mando, que marchasen sobre sus propias raíces hasta las puertas de la ciudad. Querría que los ramos cargados de moras se encaramaran por los muros, querría que el romero y la salvia y la albahaca y la menta invadiesen las calles y las plazas. Aquí en el bosque la vegetación sofoca de tan densa, mientras que la ciudad permanece cerrada e inalcanzable como una árida urna de piedra".

Curvaldo aguzó el oído.

-Oigo pasos como de un ejército en marcha.

Ferdibunda aguzó la vista.

-¡Cielos! ¡Es mi marido, el rey, a la cabeza de sus tropas! ¡Escondámonos!

El escudero Amalberto había percibido algo raro.

-Majestad, siento que alguien se esconde entre los árboles y espía nuestros pasos.

Y el rey Clodoveo:

-Estamos en guardia.

Súbitamente Arándano fue interrumpido en sus ensoñaciones.

-¡Oh! ¡Qué veo! -se le había aparecido la muchacha que había visto una vez en el balcón. La llamó:

-¡Eh, muchacha!

Verbena se volvió.

-¿Quién me llama?

-Yo, Arándamo. Llevaba los frutos del bosque a la ciudad, pero me he perdido siguiendo a un pájaro que hace coac.

-Yo soy Verbena. Vengo de la ciudad, o más bien me escapo de ella y también me he perdido siguiendo a un pájaro que hace coac... Ah, pero tú eres aquel joven que un día me regaló un ramo de madreselvas y me parecía que era el bosque mismo que llegaba hasta mí para darme un mensaje... Escucha, ¿sabes decirme dónde estamos? Había descendido por las raíces y ahora me encuentro como suspendida.

-No lo sé. Me había trepado por las ramas y ahora me encuentro como engullido en un laberinto...

Quería decirle, además: "Pero estando tú aquí, Verbena, lo mejor de la ciudad y del bosque están finalmente reunidos" pero le parecía un poco atrevido y no lo dijo.

Verbena quería decirle: "Tu sonrisa, Arándano, me hace pensar que donde tú estás el bosque pierde su aspecto selvático y la ciudad es más árida y despiadada". Pero no sabía si la habría entendido y dijo solamente:

-Pero, ¿cómo haces para estar abajo, si dices que estás sobre las ramas?

En efecto, Verbena veía a Arándano como hundido en un pozo... pero en el fondo de aquel pozo estaba el cielo.

-Y tú, ¿cómo haces para haber llegado tan alto, siempre descendiendo, mientras que yo no he hecho otra cosa que subir?

Arándano se puso a reflexionar, y agregó después:

-Pensándolo bien la solución no puede ser más que una.

-¿Cuál?

-Este bosque tiene las raíces arriba y las ramas abajo.

Y Verbena y Arándano comenzaron juntos a dar vueltas y contra-vueltas entre las ramas.

-Este es el arriba y aquél es el abajo... No, éste es el abajo y aquél es el arriba...

-Tienes razón -admitió Verbena-. Pero yo he descubierto otro secreto.

-Dímelo.

-¿Ves este árbol todo retorcido? Si giras alrededor de él en este sentido verás el bosque al revés, si giras en sentido contrario, el arriba y el abajo se trastornarán de nuevo.

Los dos jóvenes hablaban, hablaban, comunicándose sus descubrimientos, y no se daban cuenta de ser espiados por los ojos gélidos de la reina madrastra.

Ferdibunda fue rápidamente a advertirle a Curvaldo.

-La princesita ha escapado de la ciudad. Hay que impedirle que descubra nuestra conjura y que vaya al encuentro de su padre para advertirlo. Aquel joven guardabosque debe ser su cómplice. Debemos capturarlos.

Curvaldo mostró los dientes en una sonrisa que no prometía nada bueno.

-A ella la sepultaremos bajo las raíces. A él lo colgaremos de la rama más alta.

La reina estuvo inmediatamente de acuerdo.

-Mientras tanto yo me presentaré al rey para intentar detenerlo un poco.

Súbitamente Ferdibunda corrió al encuentro de Clodoveo.

-¡Mi real consorte, bienvenido!

-¿A quién veo? -exclamó el rey-. ¿Mi mujer, la reina Ferdibunda? ¿Qué haces aquí?

-¿Y adónde querrías que estuviese sino aquí, esperándote? ¿No es éste quizás nuestro palacio?

-¿Nuestro palacio? No veo más que un bosque todo espinas de las que no logro desenredarme... ¿Acaso tengo alucinaciones?

Y se dirigió al escudero para confirmar sus impresiones. El viejo Amalberto extendió los brazos y dobló hacia afuera el labio inferior, como alguien que no comprende nada.

-¿Cómo? -insistía Ferdibunda-. ¿No ves los pórticos, los escalones, los salones, los lampadarios, los cortinajes, los tapices, los terciopelos, los damasquinados, tu trono con almohadón de plumas sobre el que reposarás de las fatigas de la guerra?

El rey meneaba la cabeza.

-Yo no toco más que corteza húmeda, matas, musgo, palos... ¿Habré perdido la razón? Pero si este es el palacio, ¿dónde está mi hija Verbena?

-Ay de mí -dijo la reina- debo darte una noticia muy triste... Verbena...

-¿Qué dices? ¿Verbena...?

-Al pie de uno de estos árboles encontrarás su tumba. Busca entre las raíces.

- ¡No! ¡No puede ser! ¡Verbena! ¿Dónde estás? -y el rey se puso a buscarla, desesperado.

-¡Padre mío... estoy aquí! -gritó Verbena apareciendo en el extremo de una rama alta-. ¡Finalmente te he encontrado!

-¡Hija mía! ¡Entonces no estás muerta!... ¿Dónde estoy, dónde estamos?

-No hay tiempo que perder -le explicó Verbena- hay un pasaje secreto a través del cual las ramas más altas del bosque comunican con las raíces de la morera que crece en nuestro patio, bien al centro de la ciudad. ¡Sube! ¡Rápido! ¡Te salvarás de la conjura de la madrastra traidora y recuperarás el trono!

Y el rey, siguiendo a su hija, después de algunas vueltas hacia arriba y hacia abajo, desapareció detrás de ella en lo alto de las ramas, seguido de sus soldados.

Curvaldo, cuando vio al rey y su ejército treparse sobre los árboles, se quedó sorprendido; después se refregó las manos de alegría.

-¡Bien, se metieron en la trampa ellos mismos! Ahora no tienen más vía de escape! -y súbitamente se puso a dar órdenes a sus secuaces-. ¡Rodeen los árboles! ¡Los atraparemos como gatos! ¡O abatiremos los árboles para hacerlos caer! Pero ¿qué sucede?

Sobre las ramas no había ninguno. El rey y los soldados habían desaparecido todos, como si hubieran volado.

Curvaldo sintió que le tiraban de la manga. Era Arándano.

-¡Señor ministro, puedo enseñarle un pasaje secreto para llegar a la ciudad!

Para Curvaldo fue como si hubiese visto un fantasma.

-¿Qué haces tú aquí? ¿No te había colgado de la rama más alta?

-La rama más alta era en realidad la raíz más baja. Y un pájaro me liberó de las cuerdas a golpes de pico.

-No entiendo más nada. ¿Dónde está ese pasaje secreto? ¡Debo ocupar la ciudad lo más rápidamente posible, antes que el rey...! ¡Fieles míos, síganme! ¡Y tú también, reina!

Y Arándano:

-Sigan las raíces hasta el final, donde más se adelgazan...

Creyendo seguir una raíz hasta sus extremos, Curvaldo y Ferdibunda se encontraron sobre la punta de una rama.

-Pero esto no es un pasaje subterráneo... Estamos en el vacío... ¡La rama cede, me caigo, ayúdenme!

Cayéndose, tuvieron tiempo de ver el pájaro que revoloteaba en torno.

-Coac... Coac...

Mientras tanto, en la sala del palacio, el rey Clodoveo festejaba su propio retorno al trono.

-Hija mía, tú y este bravo joven me han salvado.

Pero Arándano tenía un semblante triste.

-No sabía que eras la hija del rey. ¡Ahora deberé dejarte!

-Padre mío -dijo Verbena al rey- ¿quieres que el encantamiento que aprisiona la ciudad y el bosque termine?

-Claro: estoy viejo y he sufrido mucho.

-Arándano y yo queremos casarnos y unir ciudad y bosque en un solo reino.

-La corona me pesa -dijo el rey- y estaba pensando precisamente en abdicar.

Verbena dio un salto de alegría.

-¡De ahora en adelante la ciudad y el bosque no serán más enemigos!

Arándano saltó todavía mas alto.

-¡Pongamos banderas y festones por la gran fiesta sobre todas las ramas!

-¡Pero si ésta es una raíz!

-¡Es una rama!

-¡Es una raíz!

-¡Es una rama...!