lunes, noviembre 30, 2009

El caballero inexistente- Capitulo 1

Por Italo Calvino

Bajo las rojas murallas de París estaba formado el ejército de Francia. Carlomagno tenía que pasar revista a los paladines. Ya hacía más de tres horas que estaban allí; era una tarde calurosa de comienzos de verano, algo cubierta, nubosa; en las armaduras se hervía como dentro de ollas a fuego lento. No se sabe si alguno en aquella inmóvil fila de caballeros no había perdido ya el sentido o se había adormecido, pero la armadura los mantenía erguidos en la silla a todos por igual. De pronto, tres toques de trompa: las plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire quieto como por un soplo de viento, y enmudeció en seguida aquella especie de bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, por lo visto, un roncar de guerreros oscurecido por las golas metálicas de los yelmos. Finalmente helo allí, divisaron a Carlomagno que avanzaba, al fondo, en un caballo que parecía más grande de lo normal, con la barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y guerrea, guerrea y reina, dale que dale, parecía un poco envejecido, desde la última vez que lo habían visto aquellos guerreros.

Detenía el caballo ante cada oficial y se volvía para mirarlo de arriba abajo.
—¿Y quién sois vos, paladín de Francia?
—¡Salomón de Bretaña, sire! —respondía aquél en alta voz, alzando la celada y descubriendo el rostro acalorado; y añadía alguna información práctica, como—: Cinco mil caballeros, tres mil quinientos infantes, mil ochocientos servicios, cinco años de campaña.
—¡Cierra con los bretones, paladín! —decía Carlos, y tac-tac, tac-tac, se acercaba a otro jefe de escuadrón.
—¿Yquien sois vós, paladín de Francia? —reiteraba.
—¡Oliverio de Viena, sire! —pronunciaban los labios en cuanto se había levantado la rejilla del yelmo. Y—: Tres mil caballeros escogidos, siete mil de tropa, veinte máquinas de asedio. Vencedor del pagano Fierabrás, ¡por la gracia de Dios y para gloria de Carlos, rey de los francos!
—Bien hecho, bravo por el vienés —decía Carlomagno, y a los oficiales del séquito—: Flacuchos esos caballos, aumentadles la cebada. —Y seguía adelante—: ¿Yquien sois vós, paladín de Francia? —repetía, siempre con la misma cadencia.
—¡Bernardo de Mompolier, sire! Vencedor de Brunamente y Galiferno.
—¡Bonita ciudad, Mompolier! ¡Ciudad de bellas mujeres! —y al séquito—: A ver si lo ascendemos de grado. —Cosas que dichas por el rey son de agrado, pero eran siempre las mismas monsergas, desde hacía muchos años.
—¿Y quien sois vós, con ese blasón que conozco?
Conocía a todos por las armas que llevaban en el escudo, sin necesidad de que dijeran nada, pero así era la costumbre: que fueran ellos quienes le descubrieran el nombre y el rostro. Quizá porque de lo contrario, alguno, con algo mejor que hacer que tomar parte en la revista, habría podido mandar allí su armadura con otro dentro.
—Alardo de Dordoña, del duque Amón...
—Estupendo Alardo, ¿qué dice papá? —y así sucesivamente. . «Tata-tatatá, tata-tata-ta-tatá.»
—¡Gualfredo de Monjoie! ¡Ocho mil caballeros excepto los muertos! Ondeaban las cimeras.
—¡Ugier Danés! ¡Ñamo de Baviera! ¡Palmerín de Inglaterra!
Anochecía. Los rostros, entre el ventalle y la babera, ya no se distinguían tan bien. Cada palabra, cada gesto era ya previsible, como todo en aquella guerra que tanto duraba, cada encuentro, cada duelo, conducido siempre según aquellas reglas, de modo que se sabía ya antes de que ocurriera quién tenía que vencer, o perder, quién tenía que ser el héroe, quién el cobarde, a quién le tocaba quedar despanzurrado y a quién salir bien librado con una caída y una culada en el suelo. En las corazas, por la noche, a la luz de las antorchas, los herreros martilleaban siempre las mismas abolladuras.
—¿Y vos?
El rey había llegado ante un caballero de armadura toda blanca; sólo una pequeña línea negra corría alrededor, por los bordes; aparte de eso era reluciente, bien conservada, sin un rasguño, bien acabada en todas las junturas, adornado el yelmo con un penacho de quién sabe qué raza oriental de gallo, cambiante con todos los colores del iris. En el escudo había dibujado un blasón entre dos bordes de un amplio manto drapeado, y dentro del blasón se abrían otros dos bordes de manto con un blasón más pequeño en medio, que contenía otro blasón con manto todavía más pequeño. Con un dibujo cada vez más sutil se representaba una sucesión de mantos que se abrían uno dentro del otro, y en medio debía haber quién sabe qué, pero no se conseguía descubrirlo, tan pequeño se volvía el dibujo.
—Y vos ahí, con ese aspecto tan pulcro... —dijo Carlomagno que, cuanto más duraba la guerra, menos respeto por la limpieza conseguía ver en los paladines.
—¡Yo soy —la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si fuera no una garganta sino la misma chapa de la armadura la que vibrara, y con un leve retumbo de eco— Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez!
—Aaah... —dijo Carlomagno, y del labio inferior, que sobresalía, le salió incluso un pequeño trompeteo, como diciendo: «¡Si tuviera que acordarme del nombre de todos, estaría fresco!» Pero en seguida frunció el ceño—. ¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro?
El caballero no hizo ningún ademán; su diestra enguantada con una férrea y bien articulada manopla se agarró más fuerte al arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido como por un escalofrío.
—¡Os hablo a vos, eh, paladín! —insistió Carlomagno—. ¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?
La voz salió clara de la babera.
—Porque yo no existo, sire.
—¿Qué es eso? —exclamó el emperador—. ¡Ahora tenemos entre nosotros incluso un caballero que no existe! Dejadme ver.
Agilulfo pareció vacilar todavía un momento, luego, con mano firme, pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.
—¡Pero...! ¡Lo que hay que ver! —dijo Carlomagno—. ¿Y cómo lo hacéis para prestar servicio, si no existís?
—¡Con fuerza de voluntad —dijo Agilulfo—, y fe en nuestra santa causa!
—Muy bien, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, ¡sois avispado!
Agilulfo cerraba la fila. El emperador había ya pasado revista a todos; dio vuelta al caballo y se alejó hacia las tiendas reales. Era viejo, y procuraba alejar de su mente los asuntos complicados.
La trompa tocó el «rompan filas». Hubo la desbandada de caballos de costumbre, y el gran bosque de lanzas se plegó, se movió ondulante como un campo de trigo cuando pasa el viento. Los caballeros bajaban de la silla, movían las piernas para desentumecerse, los escuderos se llevaban los caballos de la brida. Después, de la confusión y la polvareda se destacaron los paladines, agrupados en corrillos en los que se agitaban las cimeras coloreadas, para desahogarse de la forzada inmovilidad de aquellas horas con bromas y bravatas, con chismes de mujeres y honores.
Agilulfo dio unos pasos para mezclarse con uno de estos corrillos, luego sin ningún motivo pasó a otro, pero no se abrió paso y nadie se fijó en él. Permaneció un poco indeciso detrás de éste o aquél, sin participar en sus diálogos, y luego se apartó. Oscurecía; sobre la cimera las plumas brisadas parecían todas ahora de un único e indistinto color; pero la armadura blanca resaltaba aislada sobre el prado. Agilulfo, como si de repente se hubiese sentido desnudo, hizo ademán de cruzar los brazos y encogerse los hombros.
Después se recobró y, a grandes pasos, se dirigió hacia las caballerizas. Cuando llegó, encontró que el cuidado de los caballos no se llevaba a cabo según las reglas, reprendió a los palafreneros, impuso castigos a los mozos, inspeccionó todos los turnos de faenas, redistribuyó las tareas explicando minuciosamente a cada uno cómo había que ejecutarlas y haciéndose repetir lo que había dicho para ver si habían entendido bien. Y como a cada momento sacaba a relucir las negligencias en el servicio de los colegas oficiales paladines, los llamaba uno a uno, sustrayéndolos a las dulces conversaciones ociosas de la noche, y debatía con discreción, pero con firme exactitud sus faltas, y los obligaba a ir de piquete a uno, de guardia a otro, de patrulla al de más allá, y así sucesivamente. Tenía siempre razón, y los paladines no podían sustraerse, pero no escondían su descontento. Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez, era ciertamente un modelo de soldado; pero a todos les era antipático.

jueves, noviembre 26, 2009

El vizconde Demediado - Capitulo !

Por Italo Calvino

Había una guerra contra los turcos. El vizconde Medardo de Terralba, mi tío, cabalgaba por la llanura de Bohemia hacia el campamento de los cristianos. Le seguía un escudero de nombre Curcio. Las cigüeñas volaban bajas, en blancas bandadas, atravesando el aire opaco e inmóvil.
—¿Por qué tantas cigüeñas? —preguntó Medardo a Curcio—, ¿adonde vuelan?
Mi tío era un recién llegado, habiéndose enrolado hacía muy poco, para complacer a ciertos duques vecinos nuestros comprometidos en aquella guerra. Se había provisto de un caballo y de un escudero en el último castillo en poder de los cristianos, e iba a presentarse al cuartel imperial.
—Vuelan a los campos de batalla —dijo el escudero, lúgubre—. Nos acompañarán durante todo el camino.
El vizconde Medardo había aprendido que en aquel país el vuelo de las cigüeñas es señal de buena suerte; y quería mostrarse contento de verlas. Pero se sentía, a pesar suyo, inquieto.
—¿Qué es lo que puede llamar a las zancudas a los campos de batalla, Curcio? —preguntó.
—Ahora también ellas comen carne humana —contestó el escudero—, desde que la carestía ha marchitado los campos y la sequía ha resecado los ríos. Donde hay cadáveres, las cigüeñas y los flamencos y las grullas han sustituido a los cuervos y los buitres.
Mi tío estaba entonces en su primera juventud: la edad en que los sentimientos se abalanzan todos confusamente, no separados todavía en mal y en bien; la edad en que cada nueva experiencia, aun macabra e inhumana, siempre es temerosa y ardiente de amor por la vida.

—¿Y los cuervos? ¿Y los buitres? —preguntó—. ¿Y las otras aves rapaces? ¿Adonde han ido? —Estaba pálido, pero sus ojos centelleaban.
El escudero era un soldado huraño, bigotudo, que no levantaba nunca la mirada. "A fuerza de comer apestados, la peste también les ha alcanzado", e indicó con la lanza unas matas negras, que a una mirada más atenta se revelaban no de ramas, sino de plumas y de descarnadas patas de rapaces.
—No se sabe a ciencia cierta quién debe haber muerto primero, si el pájaro o el hombre, y quién debe haberse lanzado sobre el otro para quitarle el pellejo —dijo Curcio.
Para huir de la peste que exterminaba a la población, familias enteras se habían puesto en camino por los campos, y la agonía les había cogido allí mismo. Esparcidos por la yerma llanura, se veían montones de despojos de hombres y mujeres, desnudos, desfigurados por los bubones y, cosa que en principio parecía inexplicable, emplumados: como si de sus macilentos brazos y costillas hubieran crecido negras plumas y alas. Era carroña de buitre mezclada con sus restos.
Ya iban apareciendo en el suelo señales de batallas pasadas. La marcha se había hecho más lenta porque los dos caballos se paraban a menudo, o bien se encabritaban.
—¿Qué les ocurre a nuestros caballos? —preguntó Medardo al escudero.
—Señor —contestó—, no hay nada que disguste tanto a los caballos como el olor de sus propias entrañas.
Aquella parte de la llanura que atravesaban aparecía en efecto recubierta de carroña equina; unos restos estaban supinos, con los cascos vueltos al cielo, otros en cambio, con el hocico enterrado en el suelo.
—¿Por qué tantos caballos caídos en este lugar, Curcio? —preguntó Medardo.
—Cuando el caballo cree que va a despanzurrarse —explicó Curcio—, trata de retener sus vísceras. Algunos ponen la panza en el suelo, otros se dan la vuelta para que no les cuelguen. Pero la muerte no tarda en llegarles igualmente.
—¿Así que en esta guerra son sobre todo los caballos los que mueren?
—Las cimitarras turcas parecen hechas expresamente para hendir de un solo golpe sus vientres. Más adelante verá los cuerpos de los hombres. Primero les toca a los caballos y después a los jinetes. Pero he allí el campamento.
En el límite del horizonte se alzaban los pináculos de las tiendas más altas, y los estandartes del ejército imperial, y el humo.
Siguieron galopando y vieron que los caídos de la última batalla habían sido casi todos apartados y sepultados. Sólo podía descubrirse algún miembro desparramado, especialmente dedos, entre los rastrojos.
—De vez en cuando hay un dedo que nos indica el camino —dijo mi tío Medardo—. ¿Qué significa?
—Dios les perdone: los vivos mutilan los dedos a los muertos para sacarles los anillos.
—¿Quién vive? —dijo un centinela con un capote recubierto de moho y musgo como la corteza de un árbol expuesto a la tramontana.
—¡Viva la sagrada corona imperial! —gritó Curcio.
—¡Y muera el sultán! —replicó el centinela—. Pero os ruego que cuando lleguéis al mando les digáis que se decidan a mandarme el relevo, ¡que estoy echando raíces!
Los caballos ahora corrían para huir de la nube de moscas que envolvía el campo, zumbando sobre las montañas de excrementos.
—El estiércol de ayer de muchos valientes —observó Curcio— todavía está en la tierra, y ellos ya están en el cielo —y se santiguó.
A la entrada del campamento, flanquearon una hilera de baldaquines, bajo los cuales mujeres gruesas con tirabuzones, con largos vestidos de brocado y los senos desnudos, los acogieron con gritos y risotadas.
—Son los pabellones de las cortesanas —dijo Curcio—. Ningún otro ejército las tiene tan bellas.
Mi tío cabalgaba con el rostro hacia atrás, para mirarlas.
—Tenga cuidado, señor —agregó el escudero—, son tan sucias y están tan apestadas que no las querrían ni los turcos como presa de un saqueo. No están solamente cargadas de ladilas, chinches y garrapatas, sino que ya anidan en ellas los escorpiones y los lagartos.
Pasaron ante las baterías de campaña. Por la noche, los artilleros cocinaban su rancho de agua y nabos en el bronce de las espingardas y de los cañones, encandecido por los muchos disparos del día.
Llegaban carros llenos de tierra y los artilleros la pasaban por un tamiz.
—Ya escasea la pólvora —explicó Curció—, pero la tierra en donde se han desenvuelto las batallas está tan impregnada que, si se quiere, puede recuperarse alguna carga.
Luego venían las cuadras de la caballería, donde, entre las moscas, los veterinarios remendaban sin descanso la piel de los cuadrúpedos con cosidos, cinchas y emplastos de alquitrán hirviente, relinchando y dando coces todos, hasta los doctores.
El campamento de la infantería venía a continuación por un buen trecho. Era el ocaso, y los soldados estaban sentados delante de cada tienda con los pies descalzos sumergidos en tinajas de agua templada. Acostumbrados como estaban a imprevistas alarmas de día y de noche, también cuando se lavaban los pies mantenían el yelmo en la cabeza y la pica pronta. En tiendas más altas y aderezadas como pabellones, los oficiales se empolvaban los sobacos y se daban aire con abanicos de encaje.
—No lo hacen por afeminamiento —dijo Curcio—, más bien quieren demostrar que se encuentran completamente a sus anchas en las asperezas de la vida militar.
El vizconde de Terralba fue conducido en seguida al emperador. En su pabellón todo tapices y trofeos, el soberano estudiaba sobre los mapas los planes para futuras batallas. Las mesas estaban repletas de mapas desenrollados en donde el emperador clavaba alfileres, sacándolos de un acerico que uno de los mariscales le tendía. Los mapas estaban ya tan cargados de alfileres que no se entendía nada, y para leer algo se tendrían que quitar los alfileres y luego volverlos a colocar. En este quita y pon, para tener libres las manos, tanto el emperador como los mariscales sujetaban los alfileres con los labios y podían hablar sólo con gruñidos.
Cuando vio al joven que se inclinaba ante él, el soberano emitió un gruñido interrogativo y se quitó en seguida los alfileres de la boca.
—Un caballero recién llegado de Italia, majestad —lo presentaron—, el vizconde de Terralba, de una de las más nobles familias del Genovesado.
—Que sea nombrado inmediatamente teniente.
Mi tío hizo sonar las espuelas en posición de firmes, mientras el emperador hacía un amplio gesto regio y todos los mapas se enrollaban y resbalaban al suelo.
Aquella noche, aunque cansado, Medardo tardó en dormirse. Caminaba arriba y abajo cerca de su tienda y oía las llamadas de los centinelas, el relinchar de los caballos y el entrecortado hablar de algún soldado mientras dormía. Contemplaba en el cielo las estrellas de Bohemia, pensaba en el nuevo grado, en la batalla del día siguiente, y en la patria lejana, en el rumor de las cañas en los torrentes. En el corazón no sentía ni nostalgia, ni duda, ni aprensión. Las cosas todavía eran enteras e indiscutibles tal como era él mismo. Si hubiese podido prever la terrible suerte que le esperaba, quizá también la habría encontrado natural, y perfecta, aun en todo su dolor. Tendía la mirada al límite del horizonte nocturno, en donde sabía que se encontraba el campamento de los enemigos, y con los brazos cruzados se apretaba con las manos los hombros, contento de la certidumbre conjuntamente de realidades lejanas y distintas, y de su propia presencia en medio de ellas. Sentía la sangre de aquella guerra cruel, derramada en mil riachuelos sobre la tierra, llegar hasta él; y se dejaba lamer por ella, sin experimentar ira ni piedad.

lunes, noviembre 23, 2009

Algo muy grave va a suceder en este pueblo

de Gabriel García Márquez


Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:

-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.

Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

-Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:

-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:

-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.

-¿Y por qué es un tonto?

-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:

-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:

-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.




El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:

-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.

Entonces la vieja responde:

-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:

-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?

-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)

-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.

-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.

-Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

-Hay un pajarito en la plaza.

Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.

-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.

-Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.

-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:

-Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:

-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:

-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

miércoles, noviembre 18, 2009

Accidente ferroviario

de Thomas Mann

¿Hay que contar algo? ¿Aunque no sepa nada? Bueno, en este caso, voy a contar algo.

Una vez -de esto hace ya dos años- estuve presente en un accidente ferroviario. Todos sus pormenores parecen estar ante mis ojos.

No fue un accidente de primera categoría, uno de estos clásicos “acordeones” con “docenas de personas desfiguradas” entre los hierros, etc., etc. No. Sin embargo, fue un accidente ferroviario auténtico, con todos sus requisitos circunstanciales, y, por añadidura, durante la noche. No todos han vivido un suceso como éste, y por esto quiero contarlo lo mejor posible.

Me dirigía, en aquella ocasión, a Dresde, invitado por un grupo de amantes de las buenas letras. Era, pues, un viaje artístico y profesional, uno de estos viajes que no me disgusta emprender de vez en cuando. Al parecer, uno representa algo, ha entrado en la fama, la gente aplaude su presencia; no en vano se es súbdito de Guillermo II. Por lo demás, Dresde es una hermosa ciudad (especialmente su fortaleza), y tenía intención de pasar después diez o catorce días en el “ciervo blanco” para cuidarme un poco y quizá, si a fuerza de “aplicación” me venía la inspiración, para trabajar también un poco. Con este propósito había puesto mi manuscrito en el fondo de mi maleta, con mis apuntes, un inmenso legajo de cuartillas envuelto en papel de embalar de color parduzco y atado con un fuerte cordel que ostenta los colores bávaros.

Me gusta viajar con comodidad, especialmente cuando me pagan el viaje. Utilizaba, por consiguiente, los coches-camas; el día antes había encargado un departamento de primera clase, y ahora me encontraba instalado en él. Sin embargo, tenía fiebre, fiebre de viajar, como me ocurre siempre en tales ocasiones, pues salir de casa sigue siendo para mí una aventura y en cuestiones de viaje nunca llegaré a estar completamente curado de espantos. Sé muy bien que el tren de la noche para Dresde sale todas las tardes de la Estación Central de Munich y llega a Dresde por la mañana. Pero, cuando viajo solo en tren y mi suerte está unida a la suya, la cosa se torna grave. Entonces no puedo sacarme de la cabeza la idea de que el tren parte aquel día exclusivamente para mí, y este error irracional tiene naturalmente como consecuencia, una excitación interna, profunda, que no me abandona hasta que no he dejado tras de mí todas las formalidades del viaje, el trabajo de hacer las maletas, el trayecto de casa a la estación en un taxi cargado de bártulos, la llegada a la estación, la facturación del equipaje, y hasta que no me sé definitivamente bien instalado y en seguida. Entonces, indudablemente, me entra una laxitud y bienestar en todo el cuerpo, el espíritu se interesa por otras cosas, la gran atracción de lo lejano se descubre tras la bóveda de vidrio y el corazón goza de la placentera espera.

Así sucedió también aquella vez. Había dado una buena propina al mozo que trajo mi equipaje de mano, y él había cogido satisfecho las monedas y me había deseado un buen viaje. Estaba yo entonces fumando mi cigarrillo de la tarde en el pasillo del coche-cama, recostado en una ventana y mirando el tráfago del andén. Se oían silbidos y chirridos de ruedas, carreras apresuradas, despedidas y el voceo salmodiado de los vendedores de periódicos y refrescos, y sobre todo este ajetreo ardían las grandes lunas eléctricas en medio de la neblina de aquella tarde otoñal. Dos forzudos mozos tiraban de una carretilla cargada de grandes maletas hacia la parte delantera del tren, donde estaba el furgón del equipaje. Reconocí mi maleta por ciertas señales que me eran familiares. Allí iba ella, una entre tantas, y en su fondo reposaba el precioso fardo de papeles. “Bueno, pensé... no hay por qué preocuparse, están en buenas manos”... Miren a ese revisor con bandolera de piel, frondoso mostacho de sargento de policía y mirada enfurruñada y alerta. Miren con qué brusquedad impone su autoridad a aquella anciana de mantilla negra y deshilachada, porque estaba a punto de subirse al vagón de segunda clase. Este hombre es el estado -nuestro padre- la autoridad y seguridad. No da gusto tener tratos con él, es severo, muy severo, muy áspero, pero puedes fiarte de él y tu maleta está tan segura con él como en el seno de Abraham.




Un señor con polainas y gabán de entretiempo se pasea por el andén y lleva un perrito atado con una correa. Nunca vi un perrito tan mono. Es un dogo regordete, brillante, musculoso, con manchas negras, tan bien cuidado y gracioso como esos perritos que se ven a veces en los circos y que divierten al público corriendo alrededor de la pista con todas las fuerzas de su pequeño cuerpo. El perro lleva un collar de plata, y la correa de la que es conducido es de piel trenzada y de color. Pero esto no ha de asombrarnos si observamos a su amo, el señor con polainas, quien sin duda es de la más noble alcurnia. En un ojo lleva un monóculo que hace más severo todavía su semblante, y las puntas de su bigote se le levantan tercamente, dando a la comisura de sus labios y a su barbilla una expresión de despecho y firmeza. Dirige una pregunta al revisor de aire marcial, y aquel hombre simplón, que se da perfecta cuenta de con quién tiene que habérselas, le responde saludándolo con la mano en la gorra. Luego el caballero continúa su paseo, satisfecho de la impresión que causa su persona. Pasea seguro de sí mismo, metido en sus polainas; su rostro es frío, cáustico, y no se amedrenta ante hombres ni cosas. Es evidente que nunca ha experimentado la fiebre de los viajes; es para él una cosa tan normal y corriente que no le constituye ninguna aventura. Se encuentra como en su casa, tranquilo y sin miedo de las instituciones y los poderes, una sola palabra lo explica: es un caballero. Yo no puedo abarcarlo de una sola mirada.

Cuando cree que es hora, sube al tren (el revisor acababa de volverse de espaldas). Pasa por detrás de mí en el pasillo y, aunque choca conmigo, no dice “perdón”. ¡Qué caballero! Pero esto no es nada en comparación con lo que sigue. ¡El caballero, sin pestañear siquiera, se introduce en su departamento con el perro! Indudablemente esto está prohibido. ¿Cómo me atrevería yo, pobre de mí, a introducir un perro en un departamento? Pero él lo hace en virtud de sus derechos de caballero en la vida y cierra la puerta tras de sí.

El jefe de estación tocó su silbato, la locomotora respondió con el suyo, y el tren se puso suavemente en marcha. Yo me quedé todavía un rato en la ventana. Vi a los que se quedaban en tierra hacer señas con la mano, vi los puentes de hierro, vi las luces que oscilaban y pasaban...

Luego me retiré dentro del vagón. El coche-cama no estaba ocupado del todo; había un departamento vacío junto al mío, y, como no estaba arreglado para dormir, decidí acomodarme en él, para leer un rato con tranquilidad. Así pues, fui por mi libro y me dirigí allí. El sofá estaba forrado de seda color salmón, en una mesita plegable había un cenicero y la lámpara de gas producía una luz clara. Yo leía y fumaba cómodamente sentado.

El encargado del coche-cama entra servicial, me pide el billete de coche-cama y yo se lo pongo en su ennegrecida mano. Habla con mucha cortesía -aunque por pura obligación-, omite darme las “buenas noches” -saludo estrictamente personal- y se va para llamar la puerta del departamento contiguo. Pero le hubiera sido mejor pasar de largo, pues allí estaba el caballero de las polainas, y de que el caballero no quería dejar ver a su perro, fuera que ya se había acostado, lo cierto es que se puso terriblemente furioso, porque se atrevían a molestarlo.

Y, a pesar del traqueteo del tren, percibí a través de la delgada pared el estallido irreprimido y elemental de su cólera.

-¿Que pasa ? -gritó-. ¡Déjeme en paz... rabos de mico!

Empleó la expresión “rabos de mico”, una expresión de buena sociedad, de señor y de caballero, que sonaba a cordialidad. Pero el empleado optó por ir a las buenas, pues, por fas o por nefas, tenía que comprobar el billete del caballero. Salí al pasillo para seguir mejor el incidente, y fui testigo de cómo, al final, la puerta del caballero se abrió un poco de empellón y el billete salió disparado a la cara del empleado, sí, le dio de lleno en la cara con fuerza y rabia. El empleado lo cogió al vuelo con ambas manos y, a pesar de que uno de sus bordes se le había metido en el ojo haciéndole saltar las lágrimas, juntó las piernas y saludó militarmente con las manos en la gorra. Algo perturbado, volví con mi libro.

Considero que por unos instantes los inconvenientes y las ventajas de fumarme otro cigarro, y encuentro que no hay nada mejor. Así pues, me fumo otro mientras sigo leyendo entre el traqueteo del tren, y me siento a gusto e inspirado. El tiempo pasa, son las diez o las diez y media o tal vez más. Los pasajeros del coche-cama ya se han ido a descansar, y al final me decido a hacer lo mismo.

Me levanto, pues, y me dirijo a mi departamento. Es una alcoba pequeña, pero perfecta y lujosa, con tapices de piel estampada, perchas y una jofaina niquelada. La cama está arreglada con ropas limpias y blancas, y el cubrecama recogido en forma que convida a echarse.

"Oh, gran era moderna -pienso-. Uno se mete en esta cama como si estuviera en casa, se traquetea un poco durante la noche, y he aquí que por la mañana se encuentra ya en Dresde".

Cojo mi bolsa de mano de la red para sacar mis útiles de aseo. Con los brazos extendidos la levanto por encima de mi cabeza. En ese preciso instante ocurrió el accidente. Lo recuerdo como si fuese ahora. Hubo una sacudida... Pero con “sacudida” se dice muy poco. Fue una sacudida que al instante se caracterizó por una manifiesta malignidad. Una sacudida odiosamente estridente. Y de tal violencia que mi bolsa salió disparada de las manos no sé a dónde, y yo mismo fui despedido contra la pared, resultando con las espaldas adoloridas. No hubo tiempo para reflexionar, pues a continuación siguió un espantoso vaivén del vagón, que, mientras duró, dio motivo suficiente para amedrentar al más pintado. Un vagón del tren se balancea en los cambios de vía, en las curvas cerradas, esto es normal. Pero aquel vaivén no dejaba a uno tenerse en pie, te lanzaba de una pared a otra y hacía prever que de un momento a otro íbamos a volcarnos. Pensé: "Esto no marcha bien, esto no marcha bien, esto no va bien de ninguna manera". Así, literalmente. Pensé además: "¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!" Pues sabía que si el tren se paraba se habría conseguido mucho. Y he aquí que a esta ardiente y callada orden mía el tren se paró.

Hasta aquel momento, en el coche-cama había reinado un silencio de muerte. Pero entonces cundió la alarma. Gritos estridentes de mujeres se mezclaron con roncas exclamaciones de sorpresa de hombres. Cerca de mí oí a alguien gritar “socorro”, y no había duda, era la misma voz que antes se había servido de la expresión “rabos de micos”, la voz del caballero de las polainas, sólo que desfigurada por el miedo. “¡Socorro!”, gritó, y en el instante en que yo salí al pasillo, donde se habían agolpado los demás pasajeros, salió bruscamente de su apartamento en pijama de seda y nos miró a todos con ojos extraviados.

-¡Gran Dios! -gritó-. ¡Omnipotente Dios!

Y para anonadarse todavía más -y tal vez para evitar su completa aniquilación- añadió en tono suplicante:

-¡Amantísimo Dios!...

Pero de repente volvió sobre sí y optó por ayudarse a sí mismo. Se precipitó en el armario empotrado en la pared, donde colgaban en previsión un hacha y una sierra, rompió de un puñetazo el cristal del armario, no tocó, sin embargo, los instrumentos -porque no llegó a alcanzarlos en el primer intento-. Se abrió paso a través de los viajeros congregados -con unos empujones tan furiosos que las damas, semivestidas, empezaron a chillar de nuevo- y se arrojó fuera del tren.

Todo esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces experimenté los efectos de mi sobresalto: cierta sensación de flaqueza en las espaldas, una imposibilidad pasajera de tragar. Todo el mundo se apiñó alrededor del empleado de manos ennegrecidas, que había acudido también allí con los ojos enrojecidos: las damas, con los brazos y los hombros desnudos, forcejeaban con las manos a su alrededor.

Era un descarrilamiento -explicó el empleado- había descarrilado. Esto no era exacto, según se comprobó mas tarde. Pero he aquí que aquel hombre, bajo el efecto de las circunstancias, se sintió comunicativo, olvidó su calidad de funcionario -aquellos incidentes excepcionales le habían soltado la lengua- y nos habló con toda familiaridad de su mujer.

-Yo había dicho a mi mujer: mujer, le dije, tengo el presentimiento de que hoy va a pasar algo.

¡Toma! ¡Ya lo creo que había pasado! Desde luego, todos le dimos la razón.

Dentro del vagón se desprendía humo, una humeada espesa, no se sabía de dónde, y todos preferimos bajar y quedarnos en medio de la noche.

Para poder bajar, había que dar un gran salto desde el estribo de la plataforma, pues allí no había andén alguno y, además, saltaba a una legua que nuestro coche-cama había quedado atravesado e inclinado hacia el lado opuesto. Pero las damas, que se habían apresurado a cubrir sus carnes, saltaron desesperadas, y pronto estuvimos todos entre las vías.

Estaba todo muy oscuro, pero pudimos ver detrás de nosotros que no faltaba ningún vagón, aunque estaban igualmente atravesados en la vía. Pero delante... ¡quince o veinte pasos más adelante! No en vano la sacudida se había producido tan espeluznante. Allí adelante no había más que ruinas y escombros... Al acercarnos, vimos sólo los márgenes del siniestro, y las pequeñas linternas de los revisores de posaban errantes por encima.

Nos llegaron noticias; personas excitadas, de rostros descompuestos. Nos informaron de la situación. Nos encontrábamos muy cerca de una pequeña estación vecinal, próxima a Regensburg: por culpa de una aguja defectuosa nuestro expreso había entrado a una vía muerta, había chocado, lanzado a toda velocidad, con la parte trasera de un mercancías que estaba detenido allí. Lo había arrojado fuera de la vía, había destrozado sus vagones de cola y el mismo había sufrido graves desperfectos. La gran locomotora de nuestro tren (fabricada en la casa Maffei de Munich) estaba hecha un montón de chatarra. Había costado siete mil marcos. Y en los vagones de la cabeza, casi volcados, los asientos estaban en gran parte empotrados unos en los otros. No, gracias a Dios no había que lamentar desgracias personales. Se hablaba de una anciana que había "salido despedida", pero nadie la había visto. Todo lo más, los viajeros habían quedado sepultados entre maletas y bolsas, y el pánico había sido grande. El furgón del equipaje había quedado reducido a escombros. ¿Qué había pasado con el furgón? Que estaba destrozado.

En éstas estaba yo....

Un empleado sin gorra corría de una a otra del tren: era el jefe de la estación, quien a gritos y entre lágrimas recomendaba a los pasajeros que guardaran disciplinas, despejaran la vía y entraran en los vagones. Pero nadie le hacía caso, porque no llevaba gorra y su actitud no inspiraba respecto. ¡Pobre hombre! En él recaía toda la responsabilidad. Tal vez aquel accidente representase el fin de su carrera y la ruina de su vida. No hubiese sido discreto preguntarle sobre los equipajes.

Se acercó otro empleado cojeando. Lo reconocí por su mostacho de sargento de policía. Era el revisor, aquel revisor de mirada enfurruñada y alerta que había conocido aquella misma tarde, el estado, nuestro padre. Cojeaba encorvado, apoyando una mano en la rodilla, y no hacía más que quejarse de su rodilla.

¡Ay, ay! -decía-. ¡Ay!

-Bueno, bueno, ¿qué pasa? ¡Ay señor! Me quedé cogido en medio de todo aquello. No podía respirar. ¡He tenido que escapar por el techo!

Aquel “escapar por el techo” sonaba a reseña de prensa; desde luego, aquel hombre no empleaba con propiedad la palabra "escapar". No pensaba tanto en su accidente como en la reseña periodística de su accidente. Pero, ¿de que me servía esto? Aquel hombre no estaba en condiciones de informarme sobre mi manuscrito. Y me dirigí a un joven que venía sano y salvo del lugar del accidente, aunque muy serio y excitado para preguntarle sobre el equipaje.

-Pues verá, señor, nadie lo sabe...

-¿Cómo está aquello?

Y por su tono comprendí que debía alegrarme de haber salido con todos los miembros ilesos.

-Todo está revuelto. Zapatos de señora... -dijo con un salvaje acento de destrucción y arrugando la nariz-. Los trabajos de descombros nos lo dirán. Zapatos de señora.

En ésta estaba yo. Como un solitario en la noche, entre las vías, examinaba mi corazón. Trabajos de descombros. Trabajos para buscar mi manuscrito tenían que hacer. Probablemente estaría destruido también, despedazado, triturado. Mi colmena, la materia prima de mi arte, mi providente zorrera, mi orgullo y mi esfuerzo, lo mejor de mí. ¿Qué iba a hacer yo con aquellas condiciones? No tenía copiado aquello que existía, que acababa de ser ensamblado y forjado, que alentaba con vida y sonidos propios... Por no hablar de mis apuntes y estudios, de todo mi atesoramiento de material, recopilado, adquirido, recogido, extraído con penas y dolor durante años y años. ¿Qué iba a hacer? Examiné mi situación a fondo y saqué la conclusión de que tendría que volver a empezar desde el principio. Sí, con la paciencia de una fiera, con la tenacidad de un ser abisal, al que se le ha destruido la obra fantástica y complicada de su pequeña inteligencia, de su propia carne... tendría que volver a empezar desde un principio tras un momento de confusión y perplejidad, y, quizás esta vez resultará un poco más fácil...

Pero, mientras tanto, habían llegado los bomberos con antorchas que arrojaban una luz rojiza sobre los escombros, y cuando yo me dirigí hacia la parte delantera del tren para buscar el furgón de los equipajes, vi que estaba casi intacto y que no faltaba nada en las maletas. Los objetos y mercancías desparramados por el suelo pertenecían al tren de mercancías: había sobre todo una inmensa cantidad de ovillos de cordeles, que cubría una gran extensión de tierra.

Me sentí aliviado y me mezclé con la gente que estacionaba allí charlando, haciendo amistades a propósito de aquel percance sufrido en común, fanfarreando y dándose tono. Parecía ser que nuestro maquinista se había accionado valerosamente y había accionado el freno de alarma en el ultimo instante, evitando así una catástrofe mayor. De no haberlo luchado así -se decía-, todo hubiese quedado irremisiblemente hecho un acordeón y el tren se habría precipitado por la gran pendiente que se abría a la izquierda.

¡Magnífico conductor! No había aparecido por allí, nadie lo había visto; sin embargo, su fama se extendió por todo el tren y a todos lo elogiábamos en su ausencia.

Y todos sentimos.

Pero nuestro tren estaba en una vía que no le correspondía y, en consecuencia, era preciso asegurar las espaldas, para que otro tren no se le echara encima por detrás. Y así algunos bomberos se colocaron en el último vagón con hachones, e incluso aquel excitado joven que tanto me había asustado con sus “zapatos de señora”, había cogido también un hachón y lo blandía de un lado a otro haciendo señales, por más que no se veía ningún tren por los alrededores.

Poco a poco se fue imponiendo orden en medio de aquel desbarajuste y el estado -nuestro padre- logró hacer valer de nuevo su autoridad y prestigio. Se había telegrafiado y se habían dado todos los pasos oportunos: un tren de socorro procedente de Regensburg entró humeando cautelosamente en la estación, y cerca de los vagones siniestrados se colocaron grandes reflectores de luz de gas. Entonces nos hicieron desalojar las vías y nos indicaron que aguardáramos en el edificio de la estación en espera de ser reexpedidos. Cargados con nuestro equipaje de mano, y algunos con maletas, nos trasladamos, a través de una hilera de vecinos curiosos, a la sala de espera, donde nos apriscamos como pudimos. Y una hora después estábamos todos de nuevo distribuidos y colocados a la buena de Dios en un tren especial.

Yo tenía billete de primera clase (me habían pagado el viaje), pero de nada me sirvió pues todo el mundo prefirió acomodarse en vagones de primera, y estos compartimentos estaban todavía más llenos que los otros. Pero, una vez hube encontrado mi rinconcito, ¿ni más ni menos que el caballero de las polainas, aquel que tenía expresiones como la de “rabos de mico”, mi héroe. Pero no llevaba el perro consigo: se lo habían quitado -en contra de todos sus derechos de caballero- y lo habían metido en un oscuro calabozo situado detrás mismo de la locomotora, desde donde llegaban lastimeros aullidos. El caballero en cuestión poseía también un billete amarillo que no le servía de nada, y se quejaba y murmuraba, intentando provocar un levantamiento en contra del comunismo y en contra de la igualdad absoluta que se había instaurado frente a su majestad el accidente. Pero se levantó un señor y con toda lealtad le respondió:

-¡Déjese de levantamientos y tenga la bondad de sentarse!

Y con una amarga sonrisa el caballero no tuvo más remedio que conformarse con aquella extraña situación.

Pero, ¿quién sube en estos momentos ayudada por dos bomberos? Una anciana, una abuelita con una deshilachada mantilla sobre la cabeza, la misma que en Munich estuvo a punto de subirse a un vagón de segunda clase.

-¿Es de primera este vagón? -pregunta sin cesar-. ¿Es cierto que este vagón es también de primera?

Y después que han confirmado su pregunta y se le ha hecho sitio, se deja caer en el acolchonado asiento de terciopelo con un “¡alabado sea Dios!”, como si por fin se sintiera segura. Al llegar a Hof eran las cinco y ya amanecía. Allí desayuné y tomé un expreso que me trasladó con tres horas de retraso.

Bien, pues este fue el accidente ferroviario que yo viví. Y con una vez me basta. Aunque los lógicos me hagan objeciones, espero, sin embargo, que tendré la buena suerte de no volver a encontrarme en un caso parecido.

jueves, noviembre 12, 2009

A imagen y semejanza

de Mario Benedetti

Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo.


Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.

domingo, noviembre 08, 2009

El caballero inexistente - Capítulo 6

de Italo Calvino

Esta historia que he empezado a escribir es aún más difícil de lo que yo pensaba. Ahora me toca representar la mayor locura de los mortales, la pasión amorosa, de la que el voto, el claustro y el pudor natural me han librado hasta aquí. No digo que no haya oído hablar de ella: es más, en el monasterio, para ponernos en guardia contra las tentaciones, a veces discurrimos sobre eso, del modo como podemos hacerlo nosotras con la idea vaga que de ello tenemos, y esto sucede sobre todo cada vez que una de nosotras, pobrecita, por inexperiencia queda encinta, o bien, raptada por algún poderoso sin temor de Dios, regresa y nos cuenta todo aquello que le han hecho. Así pues, también del amor, como de la guerra, diré por las buenas lo que consigo imaginarme: el arte de escribir historias está en saber extraer de lo poco que se ha comprendido de la vida todo el resto; pero terminada la página se reanuda la vida y nos damos cuenta de que lo que sabíamos es desde luego bien poco.
Bradamante, ¿sabía algo más? Después de toda su vida de amazona guerrera, una profunda insatisfacción se había abierto camino en su ánimo. Había emprendido la vida caballeresca por el amor que sentía hacia todo lo que era severo, exacto, riguroso, conforme a una regla moral, y —en el manejo de las armas y de los caballos— a una extrema precisión de movimientos. Y en cambio, ¿qué tenía a su alrededor? Hombrachos sudados, que se dedicaban a hacer la guerra con aproximación y negligencia, y en cuanto estaban fuera del horario de servicio, siempre empinaban el codo o haraganeaban con torpeza detrás suyo para ver a cuál de ellos decidiría llevarse a la tienda esa noche. Porque ya se sabe que la caballería es una gran cosa, pero los caballeros son todos unos bobalicones, acostumbrados a llevar a cabo acciones magnánimas, pero al por mayor, tal como vienen, consiguiendo mantenerse más o menos bien dentro de las sacrosantas reglas que habían jurado seguir, y que, en todo caso, al estar tan bien fijadas, les excusaban del trabajo de pensar. La guerra, ciertamente, en parte es carnicería, en parte rutina, y no hay que fijarse demasiado en menudencias.


Bradamante no era distinta de ellos, en el fondo; quizá estos deseos suyos de severidad y rigor se le habían metido en la cabeza para contrastar con su verdadera naturaleza. Por ejemplo, si había un perdulario en todo el ejército de Francia, era ella. Su tienda, pongamos por caso, era la más desordenada de todo el campamento. Mientras que los hombres, pobrecitos, se las arreglaban, incluso en los trabajos que se consideran de mujeres, como lavar la ropa, remendarla, barrer el suelo, quitar de en medio lo que no sirve, ella, educada como una princesa, no tocaba nada, y si no hubiese sido por aquellas viejas lavanderas y fregonas que siempre daban vueltas alrededor de los regimientos —todas rufianas, de la primera a la última— su pabellón habría sido peor que una pocilga. Desde luego, ella nunca estaba allí; su jornada empezaba cuando se ponía la armadura y montaba en silla; y en efecto, en cuanto tenía sus armas encima era otra, toda reluciente desde la punta del yelmo a las grebas, haciendo alarde de las piezas de la armadura más perfectas y nuevas, y con la coraza adornada con cintas azules, ninguna de ellas fuera de su sitio. Con esta voluntad suya de ser la más resplandeciente en el campo de batalla, más que una vanidad femenina expresaba un continuo desafío a los paladines, una superioridad sobre ellos, una altivez. A los guerreros amigos o enemigos les exigía una perfección en el uniforme y en el manejo de las armas que indicara la misma perfección de ánimo. Y si le acontecía encontrar un campeón que le parecía responder en cierta medida a sus pretensiones, entonces se despertaba en ella la mujer de fuertes apetitos amorosos. En esto también se decía que desmentía del todo sus rígidos ideales: era una amante a la vez tierna y furiosa. Pero si el hombre la seguía por ese camino y se abandonaba y perdía el control de sí mismo, ella en seguida se desenamoraba y volvía a ponerse a la busca de temples más duros. Pero ¿a quién encontrar ya? Ninguno de los campeones cristianos o enemigos tenía ya ascendiente sobre ella: de todos conocía las debilidades y sandeces.
Se ejercitaba en tirar con el arco, delante de su tienda, cuando Rambaldo, que iba buscándola ansiosamente, le vio por primera vez la cara. Vestía una pequeña túnica corta; los brazos desnudos tensaban el arco; el rostro con el esfuerzo estaba un poco hosco; los cabellos estaban atados en la nuca y caían después en una gran cola desparramada. Pero la mirada de Rambaldo no se detuvo en ninguna observación detallada: vio en conjunto a la mujer, su cuerpo, sus colores, y no podía ser sino ella, aquella a la que, casi sin haberla visto todavía, deseaba desesperadamente; y ya para él no podía ser distinta.
La flecha salió del arco, se clavó en el palo del blanco en la línea exacta de otras tres que ya había hincado.
—¡Te desafío con el arco! —dijo Rambaldo corriendo hacia ella.
Así corre siempre el joven hacia la mujer: pero ¿es realmente amor por ella lo que lo empuja? ¿O es más bien amor de sí mismo, búsqueda de una certeza de que existe que sólo la mujer puede darle? Corre y se enamora el joven, inseguro de sí, feliz y desesperado, y para él la mujer es aquella que con seguridad existe, y sólo ella puede darle esa prueba. Pero la mujer, también ella existe y no existe: hela aquí frente a él, temblorosa también ella, insegura, ¿cómo puede el joven no entenderlo? ¿Qué importa cuál de los dos es el fuerte y cuál el débil? Son iguales. Pero el joven no lo sabe porque no quiere saberlo: aquella de quien tiene hambre es la mujer que existe, la mujer cierta. Ella, en cambio, sabe más cosas; o menos; sea como fuere sabe cosas distintas; ahora es una distinta manera de ser lo que busca; realizan juntos una competición de arqueros; ella le regaña y no lo considera; él no sabe que es por jugar. A su alrededor, los pabellones del ejército de Francia, los estandartes al viento, las filas de caballos que comen finalmente cebada. Los sirvientes preparan la mesa de los paladines. Estos, esperando la hora de comer, forman corrillos por allí cerca, viendo a Bradamante que tira al arco con el muchacho. Bradamante dice:
—Das en el blanco, pero siempre por casualidad.
—¿Por casualidad? ¡Si no fallo ni una!
—¡Aunque acertaras cien flechas, sería siempre por casualidad!
—Entonces ¿qué es lo que no ocurre por casualidad? ¿Quién sale airoso que no sea por casualidad?
Por un extremo del campamento pasaba lentamente Agilulfo; de la armadura blanca colgaba un largo manto negro; caminaba por allí como quien no quiere mirar, pero sabe que lo miran y cree que debe demostrar que no le importa mientras que en cambio sí que le importa, pero de otra forma a como los demás podrían entender.
—Caballero, ven tú a demostrar cómo se hace... —La voz de Bradamante ya no tenía su habitual tono despreciativo, e incluso su actitud había perdido altivez. Había dado dos pasos hacia adelante en dirección a Agilulfo, tendiéndole el arco con una flecha ya armada.
Lentamente Agilulfo se acercó, tomó el arco, se echó para atrás el manto, clavó los pies uno delante y otro atrás, y movió hacia adelante brazos y arco. Sus movimientos no eran los de los músculos y los nervios que tratan de aproximarse al punto de mira: él ponía en su lugar unas fuerzas en un orden deseado, fijaba la punta de la flecha en la línea invisible del blanco, movía el arco lo necesario y no más, y tiraba, la flecha no podía más que alcanzar el objetivo. Bradamante gritó:
—¡Este sí que es un disparo!
A Agilulfo no le importaba nada, apretaba en sus firmes manos de hierro el arco que aún vibraba; luego lo dejaba caer; se amparaba en el manto, manteniéndolo cerrado con los puños sobre el peto de la coraza; y de este modo, se alejaba. No tenía nada que decir y no había dicho nada.
Bradamante recogió el arco, lo alzó con los brazos extendidos mientras sacudía su cola sobre la espalda.
—¿Quién, qué otro podrá tirar con el arco con tanta nitidez? ¿Quién podrá ser preciso y absoluto en todos sus actos como él? —y hablando así pegaba patadas a terrones herbosos, rompía flechas contra las empalizadas. Agilulfo ya estaba lejos y no se volvía; la cimera iridiscente estaba doblada hacia adelante como si caminase inclinado, con los puños cerrados sobre el peto, arrastrando el negro manto.
De entre los guerreros que se habían juntado por allí, alguno se sentó en la hierba para deleitarse con la escena de Bradamante que desvariaba.
—Desde que le dio por enamorarse de Agilulfo, desgraciada, no vive tranquila...
—¿Cómo? ¿Qué habéis dicho? —Rambaldo, cogiendo al vuelo la frase, agarró por un brazo al que había hablado.
—Eh, pichón, ¡ya puedes hinchar el tórax con nuestra paladina! ¡A ella, ahora, ya sólo le gustan las corazas limpias por dentro y por fuera! ¿No lo sabes que está enamorada como una loca de Agilulfo?
—Pero cómo puede ser... Agilulfo... Bradamante... ¿Cómo se entiende?
—Se entiende que cuando una ha satisfecho la apetencia de todos los hombres existentes, la única apetencia que le queda puede ser sólo la de un hombre que no existe en absoluto...
Para Rambaldo ya se había convertido en una tendencia natural, a cada momento de duda o descorazonamiento, el deseo de localizar al caballero de la blanca armadura. También ahora lo sintió, pero no sabía si era aún para pedirle consejo o ya para enfrentarse con él como un rival.
—Eh, rubia, ¿no es un poco endeble para la cama? —la increpaban los compañeros de armas. Esta de Bradamante debía de ser una bien triste decadencia: era imposible que antes hubiesen tenido el coraje de hablarle en ese tono.
—Di —insistían aquellos impertinentes—, y si lo desnudas, luego, ¿a qué echas mano? —y se reían a carcajadas.
En Rambaldo el doble dolor de oír hablar así de Bradamante y de oír hablar así del caballero y la rabia de comprender que en aquella historia él no tenía nada que ver, que nadie podía considerarlo parte litigante, se mezclaban en un mismo abatimiento.
Bradamante ahora se había armado de un látigo y empezó a voltearlo en el aire dispersando a los curiosos, y a Rambaldo con ellos.
—¿Y no creéis que soy lo bastante mujer como para conseguir de cualquier hombre que haga todo lo que debe hacer?
Aquéllos corrían, chillando:
—¡Huy! ¡Huy! ¡Si quieres que le prestemos algo nosotros, Bradamá, no tienes más que decírnoslo!
Rambaldo, empujado por los otros, siguió el cortejo de los guerreros ociosos, hasta que se dispersaron. De regresar con Bradamante ya no tenía deseos; e incluso la compañía de Agilulfo, ahora, le habría resultado molesta. Por casualidad se había encontrado a su lado a otro joven, llamado Torrismundo, hijo pequeño de los duques de Cornualles, que caminaba mirando al suelo, hosco, silbando. Rambaldo siguió caminando junto a este joven que le era casi desconocido. Y como quiera que sentía la necesidad de desfogarse, rompió a hablar.
—Yo soy nuevo aquí, no sé, no es como creía, todo se escapa, no se llega nunca, no se entiende.
Torrismundo no alzó los ojos, sólo interrumpió por un momento su sombrío silbido, y dijo:
—Todo es un asco.
—Hombre, ves —respondió Rambaldo—, yo no sería tan pesimista, hay momentos en que me siento lleno de entusiasmo, incluso de admiración, me parece entenderlo todo, por fin, y me digo: si ahora he encontrado el ángulo justo para ver las cosas, si la guerra en el ejército franco es toda así, esto es realmente lo que soñaba. En cambio no puedes estar nunca seguro de nada...
—¿Y de qué quieres estar seguro? —lo interrumpió Torrismundo—. Enseñas, grados, pompas, nombres... Todo es fachada. Los escudos con las hazañas y los emblemas de los paladines no son de hierro: son papel, que lo puedes atravesar de parte a parte con un dedo.
Habían llegado a una charca. Sobre las piedras de la orilla saltaban las ranas, croando. Torrismundo se había vuelto hacia el campamento e indicaba los estandartes altos sobre las empalizadas con un gesto como si quisiera borrarlo todo.
—Pero el ejército imperial —objetó Rambaldo, cuyo desahogo de amargura había quedado sofocado por la furia de negación del otro, y ahora trataba de no perder el sentido de las proporciones para volver a encontrar un sitio para sus propios dolores—, el ejército imperial, hay que admitirlo, combate por una santa causa y defiende a la cristiandad contra el infiel.
—No hay defensa ni ofensa, no hay sentido de nada —dijo Torrismundo—. La guerra durará hasta el final de los siglos y nadie ganará o perderá, nos quedaremos parados unos frente a otros para siempre. Y sin los unos los otros no serían nada, y a estas alturas tanto nosotros como ellos hemos olvidado por qué combatimos... ¿Oyes estas ranas? Todo lo que hacemos tiene tanto sentido y tanto orden como su croar, su saltar del agua a la orilla y de la orilla al agua...
—Para mí no es así —dijo Rambaldo—, para mí, al contrario, todo está demasiado encasillado, regulado... Veo la virtud, el valor, pero es todo tan frío... Que haya un caballero que no existe, te lo confieso, me da miedo... Y sin embargo lo admiro, es tan perfecto en todo lo que hace, da más seguridad que si existiera, y casi —enrojeció— comprendo a Bradamante... Agilulfo es sin duda el mejor caballero de nuestro ejército...
—¡Bah!
—¿Cómo bah?
—También él es una ilusión, peor que los demás.
—¿Qué quieres decir con ilusión? Todo lo que hace, lo hace en serio.
—¡Nada! Todo son cuentos... No existe ni él, ni las cosas que hace, ni las que dice, nada, nada...
—Pero entonces, ¿cómo se las apañaría, con la desventaja en que se encuentra respecto a los demás, para ocupar en el ejército el puesto que ocupa? ¿Sólo por el nombre?
Torrismundo permaneció un momento en silencio, luego dijo bajito:
—Aquí hasta los nombres son falsos. Si quisiera haría que todo se fuera al cuerno. No nos queda ni la tierra en que posar los pies.
—Pero entonces, ¿no hay nada que se salve?
—Quizá. Pero no aquí.
—¿Quién? ¿Dónde?
—Los caballeros del Santo Grial.
—¿Y dónde están?
—En los bosques de Escocia.
—¿Los has visto?
—No.
—¿Y cómo tienes noticias de ellos?
—Lo sé.
Callaron. Se oía sólo el croar de las ranas. A Rambaldo le estaba entrando miedo de que aquel croar lo dominase todo, lo ahogase también a él en un verde, viscoso, ciego latir de branquias. Pero se acordó de Bradamante, de cómo había aparecido en la batalla, con la espada alzada, y toda esta turbación estaba ya olvidada: no veía llegar la hora de batirse y llevar a cabo proezas ante sus ojos de esmeralda.

domingo, noviembre 01, 2009

Un rey escucha

por Italo Calvino

El cetro se sostiene con la diestra, recto, ay si lo bajas, y por lo demás no tendrías dónde apoyarlo, junto al trono no hay mesitas o ménsulas o trípodes donde poner, qué sé yo, un vaso, un cenicero, un teléfono; el trono está aislado, en lo alto de unos peldaños estrechos y empinados, todo lo que dejas caer rueda y ya no se lo encuentra. Ay si el cetro se te escapa de la mano, tendrías que levantarte, bajar del trono para recogerlo, nadie puede tocarlo salvo el rey; y no está bien que el rey se incline hacia el suelo para alcanzar el cetro que ha ido a parar debajo de un mueble, o la corona, que es fácil que te ruede de la cabeza si te agachas.
Puedes apoyar el antebrazo en el brazo del trono, así no se cansa: hablo siempre de la derecha, que empuña el cetro; en cuanto a la izquierda, queda libre: puedes rascarte, si quieres; a veces el manto de armiño te da una picazón en el cuello que se propaga por la espalda, por todo el cuerpo. También el terciopelo del cojín, al calentarse, provoca una sensación irritante en las nalgas, en los muslos. No te prives de meter los dedos donde te pique, de soltarte el cinturón de hebilla dorada, de cambiar de lugar el collar, las medallas, las charreteras con flecos. Eres rey, nadie puede decirte nada, no faltaría más.
Debes mantener la cabeza inmóvil, no olvides que la corona se balancea sobre tu coronilla, no puedes encajarla hasta las orejas como una gorra en un día de viento; la corona culmina en una cúpula más voluminosa que la base que la sostiene, lo cual quiere decir que su equilibrio es inestable: si llegas a adormecerte, a abandonar el mentón en el pecho, terminará por irse al suelo y hacerse trizas; porque es frágil, sobre todo las partes de filigrana de oro engarzadas de brillantes. Cuando sientes que está por resbalar, debes tener la precaución de corregir su posición con ligeras sacudidas de la cabeza, pero has de estar atento a no levantarla con demasiada rapidez para que no choque contra el baldaquino que la roza con sus drapeados. En una palabra, debes mantener esa compostura real que se supone innata en tu persona.
Por lo demás, ¿qué necesidad tienes de tomarte tanto trabajo? Eres rey, todo lo que deseas ya es tuyo. Basta que levantes un dedo y te traen de comer, de beber, goma de mascar, mondadientes, cigarrillos de todas las marcas, todo en una bandeja de plata; cuando te da sueño, el trono es cómodo, tapizado, te basta con entrecerrar los ojos y abandonarte contra el respaldo, manteniendo en apariencia la posición de siempre: que estés dormido o despierto no cambia nada, nadie se da cuenta. En cuanto a las necesidades corporales, no es un secreto para nadie que el trono está perforado, como cualquier trono que se respete; dos veces por día vienen a cambiar el recipiente; con más frecuencia si huele mal.




En una palabra, todo ha sido previsto para evitarte cualquier desplazamiento. Si te movieras no tendrías nada que ganar, y todo que perder. Si te levantas, si te alejas aunque sólo sea unos pocos pasos, si pierdes de vista el trono aunque sólo sea un instante, ¿quién te garantiza que cuando vuelvas no te encontrarás a otro sentado en él? Tal vez alguien que se te parece, igualito, idéntico. ¡Y vete a demostrar que el rey eres tú y no él! Un rey se distingue por el hecho de que está sentado en el trono, de que tiene la corona y el cetro. Ahora que estos atributos son tuyos, es mejor que no te separes de ellos ni un minuto.
Está el problema de desentumecerte las piernas, de evitar el hormigueo, la rigidez de las articulaciones: es cierto, es un grave inconveniente. Pero siempre puedes dar un puntapié, levantar las rodillas, acuclillarte en el trono, sentarte a la turca, naturalmente por breves períodos, cuando las cuestiones de estado lo permiten. Todas las noches vienen los encargados de lavarte los pies y te quitan las botas durante un cuarto de hora; por la mañana los del servicio desodorante te frotan las axilas con motas de algodón perfumado.
Se ha previsto también la eventualidad de que te asalten deseos carnales. Damas de la corte, oportunamente escogidas y adiestradas, desde las más robustas hasta las más delgadas, están a tu disposición, por turno, para subir los peldaños del trono y acercar a tus temblorosas rodillas sus amplias faldas vaporosas y revoloteantes. Las cosas que se pueden hacer, tú en el trono y ellas de frente o de espaldas o de costado, son diversas, y puedes despacharlas en unos instantes o, si las tareas del Reino te dejan bastante tiempo libre, puedes demorarte más, digamos hasta tres cuartos de hora; en este caso es una buena norma correr las cortinas del baldaquino, sustrayendo la intimidad del rey a las miradas extrañas, mientras los músicos entonan el camino de ronda con pisadas de suelas claveteadas, un golpeteo de melodías acariciadoras.
En una palabra, en el trono, una vez que has sido coronado, te conviene estar sentado sin moverte, día y noche. Toda tu vida anterior no ha sido sino la espera de llegar a ser rey; ahora lo eres; no te queda más que reinar. ¿Y qué es reinar sino esa otra larga espera? La espera del momento en que serás depuesto, en que deberás dejar el trono, el cetro, la corona, la cabeza.

Las horas se alargan; en la sala del trono la luz de las lámparas es siempre igual. Escuchas el tiempo que pasa: un rumor como de viento; el viento sopla en los corredores del palacio, o en el fondo de tu oreja. Los reyes no tienen reloj: se supone que son ellos los que gobiernan el fluir del tiempo, la sumisión a las reglas de un dispositivo mecánico sería incompatible con la majestad real. La extensión uniforme de los minutos amenaza con sepultarte como una lenta avalancha de arena: pero tú sabes cómo escaparle. Te basta aguzar el oído y aprender a reconocer los ruidos del palacio, que cambian de una hora a otra: por la mañana resuena la trompeta del que iza la bandera en la torre, los camiones de la intendencia real descargan cestas y barricas en el patio de la despensa; las criadas sacuden las alfombras sobre la barandilla de la galería; por la noche chirrían al cerrarse los portales de hierro; de las cocinas sube un entrechocar de calderos; desde los establos algún relincho avisa que es la hora de cepillar los caballos.
El palacio es un reloj: sus cifras sonoras siguen el curso del sol, flechas invisibles indican el cambio de la guardia en el camino de ronda con pisadas de suelas claveteadas, un golpeteo de culatas de fusiles al que responde el chirriar del pedregullo bajo la oruga de los tanques que hacen ejercicios en la explanada. Si los ruidos se repiten en el orden habitual, con los debidos intervalos, puedes estar tranquilo, tu reino no corre peligro: por ahora, por esta hora, por este día.
Hundido en tu trono, te llevas la mano a la oreja, corres los drapeados del baldaquino para que no atenúen ningún susurro, ningún eco. Los días son para ti un sucederse de sonidos, unas veces claros, otras casi imperceptibles; has aprendido a distinguirlos, a evaluar su proveniencia y la distancia, conoces su sucesión, sabes cuánto duran las pausas, cada retumbo o crujido o tintineo que está por llegar a tu tímpano ya te lo esperas, lo anticipas con la imaginación, si tarda en producirse te impacientas. Tu ansiedad no se calma hasta que no se reanuda el hilo del oído, hasta que la urdimbre de ruidos bien conocidos no se remienda en el punto en que parecía abrirse una laguna.
Vestíbulos, escalinatas, galerías, corredores del palacio tienen cielos rasos altos, abovedados: cada paso, cada chasquido de cerradura, cada estornudo despiertan ecos, retumban, se propagan horizontalmente por una serie de salas que se comunican, vestíbulos, columnatas, puertas de servicio, y verticalmente por cajas de escaleras, vanos, pozos de luz, tuberías, conductos de chimeneas, huecos de montacargas, y todos estos recorridos acústicos convergen en la sala del trono. En el gran lago de silencio en el que flotas desembocan ríos de aire movido por vibraciones intermitentes; tú las interceptas y las descifras, atento, absorto. El palacio es todo volutas, todo lóbulos, es una gran oreja en la cual anatomía y arquitectura intercambian nombres y funciones: pabellones, trompas, tímpanos, caracoles, laberintos; tú estás aplastado en el fondo, en la zona más interna del palacio oreja, de tu oreja; el palacio es la oreja del rey.

Aquí las paredes tienen oídos. Los espías acechan detrás de todos los cortinajes, las cortinas, los tapices. Tus espías, los agentes de tu servicio secreto que tienen la tarea de redactar informes minuciosos sobre las conjuras de palacio. En la corte los enemigos pululan, tanto que es cada vez más difícil distinguirlos de los amigos: se sabe con seguridad que la conjura que te destronará será la de tus ministros y dignatarios. Y tú sabes que no hay servicio secreto donde no se hayan infiltrado agentes del servicio secreto adversario. Tal vez todos los agentes que tú pagas trabajan también para los conjurados, son ellos mismos conjurados; esto te obliga precisamente a seguir pagándoles para que estén quietos el mayor tiempo posible.
Pliegues voluminosos de informes secretos salen cada día de las máquinas electrónicas y son depositados a tus pies en los peldaños del trono. Es inútil que los leas: los espías no pueden sino confirmar la existencia de las conjuras, lo cual justifica la necesidad de su espionaje, y al mismo tiempo deben desmentir su peligrosidad inmediata, lo cual prueba que sólo el espionaje de ellos es eficaz. Por lo demás nadie cree que tú debes leer los informes que te preparan: en la sala del trono no hay luz suficiente para leer, y se supone que un rey no tiene necesidad de leer nada, el rey ya sabe lo que debe saber. Para tranquilizarte te basta oír el tecleo de las máquinas electrónicas que llega desde las oficinas de los servicios secretos durante las ocho horas reglamentarias del horario. Una multitud de operadores introduce en memoria nuevos datos, vigila complicadas tabulaciones en el video, extrae de las impresoras nuevos informes que tal vez son siempre el mismo informe repetido cada día con mínimas variantes relativas a la lluvia o el buen tiempo. Con mínimas variantes las mismas impresoras producen las circulares secretas de los conjurados, las órdenes de servicio de los motines, los planos detallados de tu deposición y tu ejecución.
Puedes leerlos, si quieres. O fingir que los has leído. Lo que los espías escuchan y registran, ya sea siguiendo tus órdenes, ya las de tus enemigos, es todo lo que se puede traducir a las fórmulas de los códigos, introducido en los programas estudiados expresamente para producir informes secretos conformes a los modelos oficiales. Por amenazante o tranquilizador que sea, el futuro que despliegan esas hojas no te pertenece ya, no resuelve tu incertidumbre. Lo que quisieras que te fuese revelado, el miedo y la esperanza que te mantienen insomne, conteniendo la respiración en la noche, lo que tus oídos tratan de captar sobre ti, sobre tu destino, es otra cosa.

Este palacio, cuando subiste al trono, en el momento mismo en que se convirtió en tu palacio, se te volvió extraño. Desfilando a la cabeza del cortejo de la coronación lo atravesaste por última vez, entre las antorchas y los flabelos, antes de retirarte a esta sala de la cual no es prudente ni conforme a la etiqueta real que te alejes. ¿Qué haría un rey dando vueltas por los pasillos, las oficinas, las cocinas? En el palacio no hay otro lugar para ti más que esta sala.
El recuerdo de los otros recintos, como los viste la última vez, ha empalidecido en seguida en tu memoria; por otra parte, adornados como estaban para la fiesta, eran lugares irreconocibles, te perderías.
Más nítidos han permanecido en tu recuerdo ciertos escorzos de los días de la batalla, cuando avanzabas al asalto del palacio a la cabeza de tus fieles de entonces (que ahora se aprestan seguramente a traicionarte): balaustradas rotas a golpes de mortero, brechas en los muros abrasados por los incendios, perforados por las ráfagas de armas automáticas. Ya no consigues pensarlo como el mismo palacio donde ahora ocupas el trono; si lo lograras, sería la señal de que el ciclo se ha cumplido y de que ha llegado la hora de tu ruina.
Antes de esto, en los años que pasaste conspirando en la corte de tu predecesor, veías otro palacio, porque los recintos asignados al personal de tu rango eran ya éstos y no aquéllos, y porque proyectabas tus ambiciones en las transformaciones que impondrías al aspecto de los lugares, una vez que llegaras a ser rey. La primera orden que da cada nuevo rey, apenas se instala en el trono, es la de cambiar la disposición y el destino de cada estancia, el mobiliario, las alfombras, los estucos. Tú también lo has hecho, y creíste que así marcarías tu verdadera posesión. En cambio no has hecho sino arrojar otros recuerdos en la trituradora de la desmemoria, de la que nada se recupera.
Claro, hay en el palacio salas llamadas históricas que te gustaría volver a ver, aunque hayan sido rehechas del suelo al cielo raso para restituirles el aire antiguo que con los años se pierde. Pero son las que han sido abiertas recientemente a la visita de los turistas. Debes mantenerte lejos: acurrucado en tu trono, reconoces en tu calendario de sonidos los días de visita por el ruido de los autobuses que se detienen en la explanada, la charla de los cicerones, los coros de exclamaciones admirativas en varias lenguas. También los días de cierre te está formalmente desaconsejado aventurarte en ellas: tropezarías con las escobas y los cubos y los recipientes de detergentes de los encargados de la limpieza. De noche te perderías, inmovilizado por los ojos enrojecidos que te obstruyen el paso, hasta que por la mañana te encontrarías bloqueado por grupos armados de cámaras cinematográficas, regimientos de viejas señoras con dientes postizos y velo azul sobre la permanente, señores obesos con la camisa floreada fuera de los pantalones y sombreros de paja, de alas anchas.

Si tu palacio es para ti desconocido e incognoscible, puedes intentar reconstruirlo parte por parte, situando cada pisada, cada acceso de tos en un punto del espacio, imaginando alrededor de cada señal sonora paredes, cielos rasos, pavimentos, dando forma al vacío en el que se propagan los ruidos y a los obstáculos con los cuales chocan, dejando que los sonidos mismos sugieran las imágenes. Un tintineo de plata no es sólo una cucharilla que ha caído del plato donde su equilibrio era inestable, sino también la punta de una mesa cubierta por un mantel de lino con un borde de encaje, iluminado por una alta vidriera sobre la cual cuelgan ramos de glicinas; un ruido sordo y suave no es sólo un gato que ha saltado sobre un ratón sino que viene de un sucucho húmedo de moho, cerrado por tablas erizadas de clavos.
El palacio es una construcción sonora que unas veces se dilata, otras se contrae, se aprieta como una maraña de cadenas. Puedes recorrerlo guiado por los ecos, localizando crujidos, chirridos, imprecaciones, siguiendo respiraciones, roces, murmullos, gorgoteos.
El palacio es el cuerpo del rey. Tu cuerpo te manda mensajes misteriosos que acoges con temor, con ansiedad. En una parte desconocida de ese cuerpo anida una amenaza, tu muerte ya está allí apostada, las señales que te llegan tal vez te adviertan de un peligro sepulto en el interior de ti mismo. El cuerpo sentado de través en el trono ya no es el tuyo, estás privado de su uso desde que la corona te ciñe la cabeza, ahora tu persona se extiende por esta casa oscura, extraña, que te habla mediante enigmas. ¿Pero de verdad algo ha cambiado? También antes poco o nada sabías de lo que eras. Y tenías miedo, como ahora.

El palacio es una urdimbre de sonidos regulares, siempre iguales, como el latido del corazón, del que se separan otros sonidos discordantes, imprevistos. Una puerta se golpea, ¿dónde?, alguien corre por las escaleras, se oye un grito sofocado. Pasan largos minutos de espera. Un silbido largo y agudo resuena, tal vez desde una ventana de la torre. Responde otro silbido, desde abajo. Después, silencio.
¿Hay una historia que vincula un ruido con otro? No puedes por menos que buscar un sentido, que tal vez se esconde no en cada uno de los ruidos aislados sino en el medio, en las pausas que los separan. ¿Y si hay una historia, una historia que te concierne? ¿Una sucesión de consecuencias que terminará por envolverte? ¿O se trata sólo de un episodio indiferente, de los tantos que componen la vida cotidiana del palacio? Cada historia que crees adivinar remite a tu persona, en el palacio nada sucede en que el rey no tenga una parte, activa o pasiva. Del indicio más leve puedes extraer un auspicio acerca de tu suerte.
Para el ansioso, cada signo que rompe la norma se presenta como una amenaza. Te parece que cada mínimo acontecimiento sonoro anuncia la confirmación de tus temores. ¿Pero no podría ser cierto lo contrario? Prisionero en una jaula de repeticiones cíclicas, aguzas esperanzado el oído a cada nota que perturba el ritmo sofocante, a cada anuncio de una sorpresa que se prepara, a las barreras que se abren, a las cadenas que se rompen.
Tal vez la amenaza viene más de los silencios que de los ruidos. ¿Cuántas horas hace que no oyes el cambio de los centinelas? ¿Y si el destacamento de los guardias que te son fieles hubiese sido capturado por los conjurados? ¿Por qué no se oye el habitual entrechocar de las cacerolas en la cocina? Tal vez los cocineros fieles han sido sustituidos por un equipo de sicarios, acostumbrados a envolver en silencio todos sus gestos, envenenadores que en este momento están impregnando silenciosamente de cianuro las comidas...
Pero quizás el peligro anida en esa regularidad. El trompetero lanza su son alto y agudo a la hora exacta de todos los días, ¿pero no te parece que su aplicación es excesiva? ¿No notas en el redoble de los tambores una obstinación extraña, como un exceso de celo? El paso de marcha del destacamento que repercute a lo largo del camino de ronda parece marcar hoy una cadencia lúgubre, casi de pelotón de ejecución... Las orugas de los tanques se deslizan sobre el pedregullo casi sin chirriar, como si los mecanismos hubieran sido más aceitados que de costumbre: ¿con vistas a una batalla?
Tal vez las tropas de la guardia ya no sean las que te eran fieles... O bien, sin haber sido sustituidas, se hayan pasado al bando de los conjurados... Tal vez todo sigue como antes, pero el palacio está ya en manos de los usurpadores; todavía no te han detenido porque ya no cuentas; te han olvidado en un trono que ya no es un trono. El desarrollo normal de la vida del palacio es la señal de que el golpe de estado se ha producido, un nuevo rey se sienta en un nuevo trono, tu condena ha sido pronunciada y es tan irrevocable que no hay razón para apresurarse a cumplirla...

No desvaríes. Todo lo que se oye mover en el palacio responde exactamente a las reglas que has impartido: el ejército obedece a tus órdenes como una máquina en marcha, el ceremonial del palacio no se permite la más mínima variante en la tarea de poner y quitar la mesa, descorrer las cortinas o desenrollar las alfombras de honor según las instrucciones recibidas; los programas radiofónicos son los que estableciste de una vez para siempre. Tienes la situación en mano, nada escapa a tu voluntad ni a tu control. Incluso la rana que croa en el estanque, el bullicio de los niños que juegan al gallo ciego, los tumbos del viejo chambelán por las escaleras, todo responde a tu designio, todo ha sido pensado, decidido, deliberado aun antes de que fuese perceptible para tus oídos. Aquí no vuela ni una mosca si tú no lo quieres.
Pero quizá nunca has estado tan cerca de perderlo todo como ahora que crees tenerlo todo en un puño. La responsabilidad de pensar el palacio en cada detalle, de contenerlo en la mente te obliga a un esfuerzo agotador. La obstinación en que se funda el poder nunca es tan frágil como en el momento de su triunfo.

Cerca del trono hay un ángulo de la pared del que de vez en cuando te llega una especie de retumbo: golpes lejanos como de quien llamara a una puerta. ¿Hay alguien que golpea al otro lado de la pared? Pero quizá más que de una pared se trata de una pilastra o de un montante que sobresale, más aún, de una columna hueca por dentro, tal vez una tubería vertical que atraviesa todas las plantas del palacio desde el sótano hasta el techo, por ejemplo un conducto de chimenea que parte de las calderas. Por esta vía los ruidos se transmiten a todo lo alto de la construcción; en un punto del palacio, no se sabe en qué planta pero sin duda encima o debajo de la sala del trono, algo golpea contra la pilastra; algo o alquien; alguien que da con el puño golpes rítmicos; por la resonancia amortiguada se diría que los golpes vienen de lejos. Golpes que emergen de una profundidad oscura, sí, de abajo, golpes que suben del subsuelo. ¿Serán señales?
Estirando un brazo puedes golpear con el puño contra el ángulo. Repites los golpes como los has oído. Silencio. Ahora se oyen de nuevo. El orden de las pausas y de la frecuencia ha cambiado un poco. Esta vez también repites. Esperas. No tarda en llegar una nueva respuesta. ¿Has entablado un diálogo?
Para dialogar tendrías que conocer la lengua. Una serie de golpes seguidos, una pausa, otros golpes aislados: ¿son señales traducibles en un código? ¿Alguien está formando letras, palabras? ¿Alguien quiere comunicarse contigo, tiene cosas urgentes que decirte? Prueba la clave más simple: un golpe, a, dos golpes, be... O bien el código Morse, trata de distinguir sonidos breves y sonidos largos... A veces te parece que el mensaje transmitido consiste en un ritmo, como en una secuencia musical: también esto probaría la intención de llamar tu atención, de comunicar, de hablarte... pero no te basta: si las percusiones se suceden con regularidad han de formar una palabra, una frase... Quisieras ya proyectar en el desnudo goteo de sonidos tu deseo de palabras tranquilizadoras: "Majestad... nosotros los fieles velamos... descubriremos las insidias... larga vida..." ¿Es esto lo que te están diciendo? ¿Es esto lo que consigues descifrar tratando de aplicar todos los códigos imaginables? No, no se deduce nada de ese tipo. En todo caso el mensaje resultante es completamente distinto, algo como: "perro bastardo usurpador... Venganza... Caerás...".
Cálmate. Quizá sólo sea sugestión. Solamente el azar dispone esas combinaciones de letras y palabras. Quizá no se trata siquiera de señales: puede ser una corriente de aire que empuja una portezuela, o un niño que hace rebotar la pelota, o alguien que martillea clavos... clavos... "El ataúd... tu ataúd... ahora los golpes forman estas palabras saldré de este ataúd... entrarás tú... enterrado vivo..." En fin, palabras sin sentido. Sólo tu sugestión superpone palabras incoherentes a esos retumbos informes.
Daría lo mismo imaginar que, cuando golpeas con los nudillos en las paredes tamborilleando al azar, otro, que escucha quién sabe dónde en el palacio, cree comprender palabras, frases. Haz la prueba. Así, sin pensarlo. ¿Pero qué haces? ¿Por qué pones tanta concentración, como si estuvieras deletreando, silabeando? ¿Qué mensaje crees estar enviando por esta pared abajo? "También tú usurpador antes que yo... Te vencí... Podía haberte matado..." ¿Qué estás haciendo? ¿Estás tratando de justificarte frente a un rumor invisible? ¿A quién estás suplicando? "Te he perdonado la vida... Si te tomas un desquite, acuérdate..." ¿Quién crees que está, ahí abajo, golpeando la pared? ¿Crees que todavía está vivo tu predecesor, el rey a quien has expulsado del trono, de ese trono donde estás sentado, el prisionero a quien has hecho encerrar en la celda más profunda de los subterráneos del palacio?

Te pasas las noches escuchando el tam tam subterráneo y tratando inútilmente de descifrar sus mensajes. Pero te queda la duda de que sólo sea un rumor en tus oídos, la palpitación de tu corazón transido, o el recuerdo de un ritmo que aflora en tu memoria y despierta temores, remordimientos. En los viajes en tren, de noche, en el duermevela el traqueteo siempre igual de las ruedas se transforma en palabras repetidas, se convierte en una especie de canto monótono. Es posible y aun probable que cualquier oscilación de sonidos se torne para tu oído en el lamento de un prisionero, en las maldiciones de tus víctimas, en el jadeo amenazador de los enemigos que no consigues que mueran...
Haces bien en escuchar, en no aflojar ni un instante tu atención; pero convéncete de esto: a ti mismo es a quien escuchas, dentro de ti es donde cobran voz los fantasmas. Algo que no logras decirte ni siquiera a ti mismo trata dolorosamente de hacerse oír... ¿No te convences? ¿Quieres una prueba segura de que lo que oyes viene de dentro de ti, no de fuera?
Una prueba segura nunca la tendrás. Porque es cierto que los subterráneos del palacio están llenos de prisioneros, partidarios del soberano depuesto, cortesanos sospechosos de infidelidad, desconocidos que caen en las redadas que tu policía realiza periódicamente por precaución intimidatoria y que terminan olvidados en las celdas de seguridad... Como toda esa gente continúa sacudiendo día y noche las cadenas, golpeando con las cucharas contra las rejas, escandiendo protestas, entonando canciones sediciosas, no es de sorprenderse que llegue hasta ti algún eco de su estrépito, a pesar de que has mandado insonorizar paredes y pavimentos, y revestir esta sala de pesados cortinajes. No está excluido que de los subterráneos provenga precisamente lo que antes te parecía una percusión rítmica y ahora se ha convertido en una especie de trueno bajo y oscuro. Todo palacio se apoya en subterráneos donde está enterrado algún ser viviente o donde algún muerto no encuentra paz. No se trata de que te tapes las orejas con las manos: seguirás oyéndolo lo mismo.

No te detengas en los ruidos del palacio si no quieres quedar encerrado dentro como en una trampa. ¡Sal! ¡Escapa! ¡Muévete! ¡Fuera del palacio se extiende la ciudad, la capital del reino, de tu reino! ¡Has llegado a ser rey para poseer no este palacio triste y oscuro, sino la ciudad variada y abigarrada, estrepitosa, de las mil voces!
La ciudad está tumbada en la noche, ovillada, duerme y ronca, sueña y gruñe, manchas de sombra y de luz se desplazan cada vez que se vuelve de un costado o del otro. Cada mañana las campanas tocan a fiesta, o a rebato, o a vuelo: mandan mensajes pero no puedes fiarte nunca de lo que verdaderamente quieren decir: cuando tocan a muerto, te llega, mezclada por el viento, una excitada música de baile; con el campaneo festivo un estallido de gritos feroces. La respiración de la ciudad es lo que debes escuchar, una respiración que puede ser entrecortada y jadeante o plácida y profunda.
La ciudad es un estruendo lejano en el fondo del oído, un murmullo de voces, un zumbido de ruedas. Cuando todo está quieto en el palacio, la ciudad se mueve, las ruedas corren por las calles, las calles corren como rayos de ruedas, los discos dan vueltas en los gramófonos, la púa rasca un viejo disco, la música va y viene, a tirones, oscila, abajo en el surco estruendoso de las calles, o sube alta con el viento que hace girar las hélices de las chimeneas. La ciudad es una rueda en cuyo perno estás inmóvil, escuchando.
En verano la ciudad pasa a través de las ventanas abiertas del palacio, vuela con todas sus ventanas abiertas y con las voces, estallidos de risa y de llanto, fragor de martillos neumáticos, croar de transistores. Es inútil que te asomes al balcón, viendo los techos desde arriba no reconocerías nada de las calles que no has vuelto a recorrer desde el día de la coronación, cuando el cortejo avanzaba entre banderas y colgaduras y batallones de guardias y todo te parecía ya entonces irreconocible, lejano.
El fresco de la noche no llega hasta la sala del trono pero tú lo reconoces por el murmullo de noche estival que te llega hasta aquí. A asomarte al balcón es mejor que renuncies: no sacarías sino que te picaran los mosquitos y no te enterarías de nada que no estuviera contenido ya en ese fragor como de caracola apoyada en la oreja. La ciudad retiene el fragor de un océano como en las volutas de la caracola, o de la oreja: si te concentras para escuchar sus olas ya no sabes qué es palacio, qué es ciudad, oreja, caracola.
Entre los sonidos de la ciudad reconoces cada tanto un acorde, una secuencia de notas, un motivo: toques de fanfarra, salmodiar de procesiones, coros de escolares, marchas fúnebres, cantos revolucionarios entonados por un desfile de manifestantes, himnos en tu honor cantados por las tropas que dispersan el desfile tratando de cubrir las voces de los opositores, bailables que el altavoz de un local difunde a todo volumen para convencer de que la ciudad continúa su vida feliz, nenias de mujeres que lloran a un hombre muerto en las refriegas. Esta es la música que oyes; ¿pero puede llamarse música? De cada fragmento sonoro continúas recabando señales, informaciones, indicios, como si en esta ciudad todos los que tocan música o cantan o ponen discos no quisieran sino transmitirte mensajes precisos y unívocos. Desde que subiste al trono lo que escuchas no es la música sino sólo la confirmación de cómo es utilizada la música: en los ritos de la buena sociedad, o para entretenimiento de la multitud, para la salvaguardia de las tradiciones, la cultura, la moda. Ahora te preguntas qué quería decir para ti escuchar una música por el solo placer de entrar en el dibujo de las notas.
En un tiempo para darte alegría te bastaba musitar un "pereperepé" con los labios y con el pensamiento, imitando el motivo que habías recogido, en una simple canzonetta o en una complicada sinfonía. Ahora intentas hacer "pereperepé" pero no sucede nada: no te viene a la memoria ningún motivo.

Había una voz, una canción, una voz de mujer que cada tanto el viento te traía hasta aquí arriba, desde una ventana abierta cualquiera, era una canción de amor que en las noches de verano el viento te traía a girones y, apenas te parecía que habías aferrado algunas notas, ya se perdía, nunca estabas seguro de haberla oído realmente y no sólo imaginado, no sólo deseado oírla, el sueño de una voz de mujer que canta en la pesadilla de tu largo insomnio. Es eso lo que estabas esperando silencioso y atento: ya no es el miedo lo que te hace aguzar el oído. Has vuelto a oír ese canto que ahora te llega claramente en cada nota y timbre y veladura, desde la ciudad que había sido abandonada por toda la música.
Hacía tanto que no te sentías atraído por nada, tal vez desde el tiempo en que todas tus fuerzas estaban empeñadas en la conquista del trono. Pero del ansia que te devoraba, ahora sólo recuerdas el encarnizamiento contra los enemigos que había que destruir, que no te permitía desear ni imaginar otra cosa. Era también entonces un pensamiento de muerte el que te acompañaba, día y noche, como ahora que espías la ciudad en la oscuridad y en el silencio del toque de queda que has impuesto para defenderte de la rebelión que se está preparando, y sigues las pisadas de las patrullas de ronda en las calles vacías. Y cuando en la oscuridad una voz de mujer se abandona al canto, invisible en el alféizar de una ventana apagada, de pronto te vuelven pensamientos de vida: tus deseos tienen nuevamente un objeto: ¿cuál? No la canción que habrás oído demasiadas veces, ni la mujer que nunca viste: te atrae esa voz como voz, tal como se ofrece en el canto.

Esa voz viene seguramente de una persona, única, irrepetible como toda persona, pero una voz no es una persona, es algo suspendido en el aire, separado de la solidez de las cosas. También la voz es única e irrepetible, pero tal vez de un modo diferente del de la persona: podrían, voz y persona, no parecerse. O bien parecerse de un modo secreto, que no se ve a primera vista: la voz podría ser el equivalente de todo lo más oculto y más verdadero de la persona. ¿Es otro tú sin cuerpo el que escucha esa voz sin cuerpo? Que la oigas realmente o la recuerdes o la imagines, da igual.
Y sin embargo tú quieres que sea tu propio oído el que perciba esa voz, por lo tanto lo que te atrae no es sólo un recuerdo o una fantasía sino la vibración de una garganta de carne. Una voz significa esto: hay una persona viva, garganta, tórax, sentimientos, que empuja en el aire esa voz diferente de todas las otras voces. Una voz pone en acción la úvula, la saliva, la infancia, la pátina de la vida vivida, las intenciones de la mente, el placer de dar una forma propia a la ondas sonoras. Lo que te atrae es el placer que esta voz pone en existir: en existir como voz, pero ese placer te lleva a imaginar de qué modo la persona podría ser tan diferente de cualquier otra cuanto es diferente su voz.
¿Estás tratando de imaginarte la mujer que canta? Pero cualquiera que sea la imagen que trates de atribuirle en tu fantasía, la imagen voz será siempre más rica. No querrás por cierto perder ninguna de las posibilidades que encierra; por eso te conviene atenerte a la voz, resistir a la tentación de salir corriendo del palacio y explorar la ciudad calle por calle hasta encontrar a la mujer que canta.

Pero es imposible retenerte. Hay una parte de ti mismo que corre al encuentro de la voz desconocida. Contagiado de su placer de dejarse oír, quisieras que ella te oyese escuchar, quisieras ser también tú una voz, oída por ella como tú la oyes.
Lástima que no sepas cantar. Si hubieras sabido cantar tal vez tu vida habría sido diferente, más feliz; o triste, con una tristeza distinta, una armoniosa melancolía. Tal vez no hubieras sentido necesidad de ser rey. Ahora no estarías aquí, en este trono que cruje, espiando las sombras.
Enterrada en el fondo de ti mismo tal vez existe tu verdadera voz, el canto que no sabe separarse de tu garganta apretada, de tus labios áridos y tensos. O bien tu voz vaga dispersa por la ciudad, timbres y tonos diseminados en el rumor. El que nadie sabe que eres, o que has sido, o que podrías ser se revelaría en esa voz.
Prueba, concéntrate, apela a tus fuerzas secretas. ¡Ahora! ¡No, así no! Prueba otra vez, no te desalientes. Y ahora sí: ¡milagro! ¡No crees en tus oídos! ¿De quién es esa voz de cálido timbre de barítono que se alza, se modula, se acuerda con los fulgores de plata de la voz de ella? ¿Quién canta en dúo con ella como si fueran dos faces complementarias y simétricas de la misma voluntad canora? Eres tú el que canta, no hay duda, ésa es tu voz que finalmente puedes escuchar sin extrañeza ni fastidio.
¿Pero de dónde consigues sacar esas notas si tu pecho sigue contraído y tus dientes apretados? Te has convencido de que la ciudad no es sino una extensión física de su persona: ¿y de dónde vendría la voz del rey si no del corazón mismo de la capital de su reino? Con la misma agudeza auditiva con que has conseguido captar y seguir hasta este momento el canto de esa mujer desconocida, reúnes ahora los cien fragmentos de sonido que unidos forman una voz inconfundible, la voz que es sólo tuya.
Eso es, aleja de tu oído toda intrusión y distracción, concéntrate: la voz de mujer que te llama y tu voz que la llama debes captarlas juntas en la misma intención de escucha, (¿o prefieres llamarlo mirada del oído?). ¡Ahora! No, todavía no. No renuncies, prueba de nuevo. Dentro de un momento su voz y la tuya se responderán y fundirán hasta el punto de que ya no sabrás distinguirlas... Pero demasiados sonidos se sobreponen, frenéticos, cortantes, feroces: la voz de ella desaparece sofocada por el estruendo de muerte que invade el exterior, o que tal vez resuena dentro de ti. La has perdido, te has perdido, la parte de ti que se proyecta en el espacio de los sonidos corre ahora por las calles entre las patrullas del toque de queda. La vida de las voces ha sido un sueño, tal vez ha durado sólo unos pocos segundos como duran los sueños, mientras afuera la pesadilla continúa.

Sin embargo, tú eres el rey: si buscas a una mujer que vive en tu capital, reconocible por su voz, estarás sin duda en condiciones de encontrarla. Suelta a tus espías, da orden de registrar todas las calles y todas las casas. ¿Pero quién conoce esa voz? Sólo tú. Nadie puede hacer esa búsqueda salvo tú. Hete aquí que, cuando al fin se te presenta un deseo que realizar, te das cuentas de que ser rey no sirve de nada.
Espera, no te desalientes en seguida, un rey tiene tantos recursos, ¿es posible que no sepas imaginar un sistema para conseguir lo que quieres? Podrías convocar un concurso de canto: por orden del rey todas las súbditas del reino que tienen voz para cantar agradablemente se presentarían en el palacio. Sería sobre todo una astuta maniobra política, para apaciguar los ánimos en una época revuelta y consolidar los vínculos entre el pueblo y la corona. Puedes imaginarte fácilmente la escena: en esta sala ornada para una fiesta, un palco, una orquesta, un público formado por la flor y nata de la corte, y tú impasible en el trono, escuchando cada agudo, cada gorjeo con la atención que corresponde a un juez imparcial: de pronto alzas el cetro, proclamas: "¡Es ella!"
¿Cómo no reconocerla? Ninguna otra voz es más diferente que las que suelen cantar para el rey, en las salas iluminadas por arañas de cristal, entre las plantas de kenzia que abren anchas hojas palmeadas; has asistido a tantos conciertos en tu honor en las fechas de los aniversarios gloriosos; toda voz que se sabe escuchada por el rey adquiere un esmalte frío, una vítrea complacencia. En cambio aquélla era una voz que venía de la sombra, contenta de manifestarse sin salir de la oscuridad que la ocultaba y de tender un puente hacia cualquier presencia envuelta en la misma oscuridad.
¿Pero estás seguro de que delante de los peldaños del trono sería la misma voz? ¿Que no trataría de imitar la impostación de las cantantes de corte? ¿Que no se confundiría con las tantas voces que te has acostumbrado a escuchar aprobando con condescendencia y siguiendo el vuelo de una mosca? La única manera de impulsarla a revelarse sería el encuentro con tu verdadera voz, con ese fantasma de voz tuya que has evocado desde la tempestad sonora de la ciudad. Bastaría que cantases, que liberases esa voz que siempre has ocultado a todos, y ella te reconocería en seguida como quien realmente eres, y uniría a tu voz la suya, la verdadera.
Entonces una exclamación de sorpresa se propagaría en la corte: "El rey canta... Escuchad cómo canta el rey..." Pero la compunción con que es buena norma escuchar al rey, diga o haga lo que quiera, no tardaría en tomar la delantera. Los rostros y los gestos expresarían una aprobación condescendiente y mesurada, como diciendo: "Su Majestad se digna a entonar una romanza..." y todos se pondrían de acuerdo en que una exhibición canora forma parte de las prerrogativas del soberano (aunque después bajo capa te cubran de ridículo y de insultos).
En una palabra, aunque cantaras bien, nadie te escucharía, no te escucharían a ti, tu canción, tu voz: escucharían al rey, de la manera en que se escucha a un rey, acogiendo lo que viene desde arriba y que no significa sino la inmutable relación entre el que está arriba y el que está abajo. Tampoco ella, la única destinataria de tu canto, podría oírte: no sería tu voz la que oyera; escucharía al rey rígida en una reverencia, con la sonrisa prescrita por la etiqueta que enmascara un rechazo preconcebido.

Toda tentativa tuya por salir de la jaula está destinada al fracaso: es inútil que te busques a ti mismo en un mundo que no te pertenece, que tal vez no existe. Para ti sólo existe el palacio, las grandes bóvedas resonantes, los turnos de los centinelas, los tanques que hacen rechinar el pedregullo, los pasos apresurados por la gran escalera que podrían ser cada vez los que anuncian tu fin. Estos son los únicos signos con que el mundo te habla, no apartes de ellos tu atención ni un instante, apenas te distraes ese espacio que has construido a tu alrededor para contener y vigilar tus miedos se desgarra y se hace trizas.
¿No lo consigues? ¿En tus oídos resuenan ruidos nuevos, insólitos? ¿Ya no estás en condiciones de distinguir los clamores que vienen de fuera y los de dentro del palacio? Tal vez ya no hay un dentro y un fuera: mientras estabas dedicado a escuchar las voces, los conjurados aprovecharon el debilitamiento de la vigilancia para desencadenar la revuelta.
Ya no hay un palacio a tu alrededor, hay la noche llena de gritos y de disparos. ¿Dónde estás? ¿Vives todavía? ¿Has escapado a los conjurados que han hecho irrupción en la sala del trono? ¿La sala secreta te ha abierto el camino de la fuga? La ciudad estalla en llamas y en gritos. La noche estalla, se vuelca dentro de sí misma. Oscuridad y silencio se precipitan dentro de sí mismos y arrojan fuera su reverso de fuego y alaridos. La ciudad se acartucha como una hoja que se quema. Corre, sin corona, sin cetro, nadie puede darse cuenta de que eres el rey. No hay noche más oscura que una noche de incendios. No hay hombre más solo que el que corre entre una multitud vociferante.
La noche del campo vela sobre los sufrimientos de la ciudad. Una alarma se propaga con los estridores de los pájaros nocturnos, pero cuanto más se aleja de los muros, más se pierde entre los crujidos en la oscuridad de siempre: el viento entre las hojas, el fluir de los torrentes, el croar de las ranas. El espacio se dilata en el silencio sonoro de la noche, en el que los acontecimientos son puntos de fragor repentino que se encienden y se apagan: el estallido de una rama que se quiebra, el chillido de un lirón cuando entra una serpiente en la madriguera, dos gatos enamorados que se pelean, un desmoronamiento de piedras bajo tu paso de fugitivo.
Jadeas, jadeas, bajo el cielo oscuro parece oírse sólo tu jadeo, la crepitación de las hojas bajo tus pies que tropiezan. ¿Por qué han callado ahora las ranas? No, vuelven a empezar. Ladra un perro... detente. Los perros se contestan desde lejos. Hace tanto tiempo que caminas en la oscuridad cerrada, has perdido toda idea de dónde puedes encontrarte. Aguzas el oído. Alguien jadea como tú. ¿Dónde? La noche es toda respiraciones. Un viento bajo se ha levantado como de la hierba. Los grillos no paran nunca, por todas partes. Si aíslas un sonido del otro, parece prorrumpir de pronto clarísimo; en cambio también estaba antes, escondido entre los otros sonidos.
También tú estabas, antes. ¿Y ahora? No sabrías contestar. No sabes cuál de esas respiraciones es la tuya. Ya no sabes escuchar. Ya no hay nadie que escuche a nadie. Sólo la noche se escucha a sí misma.

Tus pasos retumban. Sobre tu cabeza ya no está el cielo. La pared que tocas estaba cubierta de musgo, de moho; ahora hay roca a tu alrededor, desnuda piedra. Si llamas, también tu voz repercute... ¿Dónde? "Ohooo... Ohooo..." Tal vez has terminado en una gruta: una caverna sin fin, una galería subterránea...
Durante años has hecho excavar subterráneos debajo del palacio, debajo de la ciudad, con ramales que llevan a campo raso... Querías asegurarte la posibilidad de desplazarte por todas partes sin ser visto; sentías que podías poseer tu reino sólo desde las vísceras de la tierra. Después dejaste que las excavaciones fueran abandonadas. Y ahora te has refugiado en tu madriguera. O estás preso en tu trampa. Te preguntas si alguna vez encontrarás el camino para salir de aquí. Salir: ¿y dónde?
Golpes. En la piedra. Sordos. Rítmicos. ¡Como una señal! ¿De dónde vienen? Tú conoces esa cadencia. ¡Es la llamada del prisionero! Responde. Golpea tú también contra la pared. Grita. Si mal no recuerdas, el subterráneo comunica con las celdas de los prisioneros de estado...
No sabes quién eres: ¿liberador o carcelero? ¿O más bien alguien que se ha perdido bajo tierra, como él, escapando al enterarse de la batalla que se libra en la ciudad de la que depende su suerte?
Si está errando fuera de la celda, es señal de que han venido a quitarle las cadenas, a abrirle las rejas. Le han dicho: "¡El usurpador ha caído! ¡Volverás al trono! ¡Recuperarás la posesión del palacio!" Después algo salió mal. Una alarma, un contraataque de las tropas reales, y los liberadores corrieron por las galerías dejándolo solo. Naturalmente, se ha perdido. Bajo estas bóvedas de piedra no llega ninguna luz, ningún eco de lo que sucede allá arriba.
Ahora podréis hablaros, escucharos, reconocer vuestras voces. ¿Le dirás quién eres? ¿Le dirás que has reconocido en él a aquel a quien tuviste tantos años en la cárcel? ¿Aquel a quien oías maldecir tu nombre jurando vengarse? Ahora estáis los dos perdidos bajo tierra, y no sabéis quién de vosotros es el rey y quién el prisionero. Estás por creer que, como quiera que sea, nada cambia: en este subterráneo te parece haber estado siempre encerrado, enviando señales... te parece que tu suerte ha estado siempre en suspenso, como la suya. Uno de vosotros se quedará aquí abajo... El otro...
Pero tal vez él, aquí abajo se ha sentido siempre arriba, en el trono, con la corona en la cabeza, el cetro. ¿Y tú? ¿No te sentías siempre prisionero? ¿Cómo puede entablarse un diálogo entre vosotros si cada uno, en vez de las palabras del otro, cree oír las suyas, repetidas por el eco? Para uno de vosotros se avecina la hora de la salvación, para el otro la ruina. Sin embargo la ansiedad que no te abandonaba nunca ahora parece haberse desvanecido. Escuchas los retumbos y los rumores sin sentir ya la necesidad de separarlos y descifrarlos, como si formaran una música. Una música que te devuelve a la memoria la voz de la mujer desconocida. ¿Pero la estás recordando o la oyes realmente? Sí, es ella, es su voz modulando aquel motivo como un llamado bajo las bóvedas de piedra. Podría haberse perdido ella también, en esta noche de fin del mundo. Respóndele, hazte oír, mándale un llamado para que pueda encontrar el camino en la oscuridad y reunirse contigo. ¿Por qué callas? ¿Justo en este momento te falla la voz? Ahora otro llamado se alza desde la oscuridad, en el lugar de donde venían las palabras del prisionero. Es un llamado bien reconocible, que responde a la mujer, ¡es tu voz, la voz a la que dabas forma para contestarle a ella, extrayéndola del polvillo de los sonidos de la ciudad, la voz que le enviabas desde el silencio de la sala del trono! El prisionero está cantando tu canción, como si no hubiera hecho otra cosa que cantarla, como si sólo hubiese sido cantada por él...
A su vez ella responde. Las dos voces van una al encuentro de la otra, se superponen, se funden como ya las habías oído unirse en la noche de la ciudad, seguro de que eras tú el que cantaba con ella. Ahora seguramente ella lo ha alcanzado, oyes sus voces, vuestras voces que se van alejando juntas. Es inútil que trates de seguirlas: se van convirtiendo en un susurro, un bisbiseo, desaparecen.

Si alzas los ojos verás una claridad. Sobre tu cabeza la mañana inminente está iluminando el cielo: lo que te sopla en la cara es el viento que mueve las hojas. Estás de nuevo al sereno, ladran los perros, los pájaros despiertan, los colores vuelven a la superficie del mundo, las cosas ocupan otra vez el espacio, los seres vivientes dan de nuevo señales de vida. Tú también estás, aquí en medio, en el hormigueo de ruidos que se levantan de todos lados, en el zumbido de la corriente, en el pulsar de los pistones, en el rechinar de los engranajes. En alguna parte, en un pliegue de la tierra, la ciudad despierta, con un golpeteo, un martilleo, un chirrido en aumento. Ahora un retumbo, un fragor, un estruendo ocupa todo el espacio, absorbe todos los llamados, los suspiros, los sollozos...