domingo, enero 30, 2011

Zipelbrúm

Por Alejandro Jodorowsky


A nadie le importó cuando encontraron su pieza desierta. La dueña dijo: «El de la 13 ha desaparecido». Siguieron comiendo. Un pensionista volcó el arroz sobre su armadura. Mientras limpiaba, un mozo aprovechó para comentar: «Yo sabía que el tal Octavio iba a desaparecer; por eso no me preocupaba de asearle la pieza». Siguieron comiendo.

Octavio, en la Universidad, fue mal considerado por faltar a los cursos de Alquimia y Lanza; el profesorado llegó a despreciarlo; el Abad le negó el ingreso al Centro de Investigaciones Fonéticas y no merecía ser rechazado; era un buen estudiante aunque no de las materias que interesaban a los otros. Había creado una teoría: «La Voz no surge de las cuerdas vocales ni del aire que las remece. Existe sin que nadie la produzca. Sólo que está prisionera en los músculos de la garganta y depende de la voluntad.»

«Quiero libertarla. Hacer que salga por cualquier parte del cuerpo: por un ojo, por una mano. Conseguido esto, independizarla de mi voluntad. Entonces sonará cuando y por donde ella quiera. Yo la oiré.»

Abandonó la ciudad universitaria y arrendó un cuarto en una pensión. Como no se asomaba al corredor, llegaron a olvidarlo. El mozo no lo atendía. Su cama se pobló de parásitos y tuvo que acostumbrarse a las privaciones: podía pasar semanas masticando pan duro y bebiendo agua. Ni siquiera necesitaba dormir; afiebrado, velaba trabajando según sus métodos.

Después de mucho, cuando, como las ratas a un barco derruido, los bichos iban abandonándolo por no tener qué succionar en su piel seca, encontró lo que buscaba. Al roer aquella noche el pan y herirse con la corteza, emitió una exclamación que salió por una pierna. Enloqueció de júbilo, escapó desnudo a la calle... A nadie le importó. Siguieron comiendo.

Octavio, en cueros, no podía ir lejos. Los cubos de madera del pavimento se hinchaban absorbiendo lluvia. Las llaves colgadas ante el gremio de los maestros cerrajeros sonaban removidas por el viento del mar; al mismo tiempo se balanceaban los avisos de neón de las bebidas gaseosas. Detrás de los vitrales las hijas, junto al teléfono, tocaban el laúd, y lejos, las flores de los naranjos enanos perfumaban el aire revuelto de los extramuros mientras Octavio seguía, con los pies descalzos, caminando sin rumbo y hablando por todas las partes de su cuerpo, incluyendo las secretas.

Pronto, la baja temperatura lo volteó. Cayó ante una puerta carcomida. Lo oyó maese Brumstein. Maese Brumstein fabricaba a mano sus botines. En seguida los vendía a plazos. Nadie le pagaba más de la mitad del precio estipulado. Cuando iba a cobrar el saldo, se negaban, objetando que el calzado era de mala calidad. Si el zapatero insistía, le daban una botella de aguardiente y lo echaban a palos. El anciano regresaba a la zapatería; llorando, tragaba alcohol y, ebrio, llamaba a su dios, Zipelbrúm, muñeco de madera con voz humana que un día iba a llegar para darle felicidad.

Entonaba sus salmos cuando sintió golpear contra la puerta. «¿Quién interrumpe mi oración a esta hora? ¡Iré a ver!». Vio a Octavio tendido. Sintió estremecimientos, comezón de ojos, zumbar de oídos. Con la lengua seca dijo: «¡Llegó Zipelbrúm!»... Octavio tenía la piel tan endurecida que fácilmente se le podía confundir con madera.

Maese Brumstein entró al desmayado, buscó un martillo, y clavó a Octavio en la pared, encendió tres velas delante de él y esperó.

Octavio al despertar creyó que soñaba. Se encontró clavado en una pieza obscura repleta de botellas vacías, trozos de cuero y hormas de yeso; con un viejo ebrio, de rodillas, que lloraba golpeándose el pecho con un zapato a medio hacer.

—¿Quién eres tú? —preguntó.

—¡Tiene voz humana! ¡Habla sin mover la boca: es de madera! Zipelbrúm: yo sabía que alguna vez ibas a venir para traerme la felicidad.

—¿Qué felicidad esperas de mí?

—¡Que me paguen las deudas!... ¿Será eso? Si me las pagan tendré dinero. Si uno tiene dinero es pernicioso embriagarse. Vendrá el burgomaestre y me dará un sermón; vendrá un policía y me impondrá multas; vendrán los vecinos a pedirme que entre al club de los maestros abstemios; me harán la vida imposible y ya no podré beber ni cantar mis salmos... Cierto es que no hay necesidad de salmos pidiendo que vengas, porque estás aquí. ¿Qué voy a cantar ahora? Esa era mi felicidad. Tú me tienes que decir cuál será la nueva.

—No sé qué pueda ser la felicidad para ti estando yo en tu pieza.

—¡O me dices o te golpeo! —dijo maese Brumstein, sacando un látigo.

—¡Créeme, no sé! —contestó Octavio asustado.

—¡Zipelbrúm lo sabe todo! —gritó el viejo y comenzó a azotarlo. Vapuleaba con tanta furia que Octavio empezó a quejarse a través de todos sus poros. Estos lamentos enardecieron más al zapatero, quien, bebiendo aguardiente y dando latigazos, amenazaba continuar golpeando durante horas.

¡Ahora ya tengo que hacer cuando bebo: Azoto a mi señor Zipelbrúm!

Este nuevo canto no era místico sino sensual.

Algo pasó en Octavio. Exhausto, había dejado de gritar y, sin embargo, la voz le sonaba a través de las vísceras.

—¡Gracias, maese Brumstein! ¡La Voz se ha liberado de mi voluntad!

El zapatero estaba perplejo. Empezó a buscar. Al cabo de un tiempo se acercó al cuerpo de Octavio y apoyó una oreja. Sonrió. «El canto tiene que ser para mí.»

Tomó un cuchillo y hundiéndolo en el cuerpo de su dios, lo fue abriendo. Octavio quiso pedir: «Ahora que lo he logrado, no me la quites», pero no tenía voz para decirlo. Ella vibraba libre, como un animal joven.

La voz abandonó el cadáver de su antiguo amo, recorrió el cuarto para después salir por la ventana y perderse hacia lo lejos.

Maese Brumstein la oyó alejarse. Bebió un último trago, desclavó los restos, los arrastró al fondo de la casa y trepándose por el cerco, dejó caer el cuerpo abierto en el patio de su vecino. Siete grandes perros se acercaron.

Maese Brumstein, mientras se disponía a dormir, exclamó: —¡No era Zipelbrúm!

domingo, enero 23, 2011

Alba de Saturno

Por Arthur Clarke

Sí, es completamente cierto. Conocí a Morris Perlman cuando yo tenía veintiocho años. Entonces yo había conocido a miles de personas, desde presidentes para abajo.

Cuando volvimos de Saturno, todo el mundo deseaba vernos, y casi la mitad de la tripulación se fue a dar una serie de conferencias. A mí siempre me ha encantado hablar (no dirán ustedes que no lo han notado), pero algunos de mis colegas dijeron que más bien preferían ir al planeta Plutón que enfrentarse con otro auditorio. Y algunos lo hicieron.

Mi objetivo era el Medio Oeste, y la primera vez que vi a Mr. Perlman – nadie le llamaba de otra forma y, desde luego, jamás «Morris» -, estaba en Chicago. La agencia siempre me alojaba en buenos hoteles, aunque no demasiado lujosos. Lo prefería así; me gustaba hallarme en sitios donde yo pudiera ir y venir a mi gusto sin demasiada etiqueta y donde pudiese vestirme como yo quisiera. Veo que sonríen; bueno, entonces yo era solo un muchacho y han cambiado muchas cosas...

Ya hace mucho tiempo de ello, pero por aquel entonces estaba dando una conferencia en la Universidad. De cualquier forma, recuerdo que sufrí una decepción porque no pudieron mostrarme el sitio en que Fermi comenzó a construir la primera pila atómica. Dijeron que el edificio había sido derribado hacia ya cuarenta años y que solo existía una placa que marcaba el lugar. Me quedé mirándola durante un rato, pensando todo lo que había ocurrido desde aquellos lejanos días, allá por el año 1942. Yo ya había nacido, por una parte; y la energía atómica me había llevado hasta el planeta Saturno y vuelto a la Tierra. Aquella era probablemente algo que Fermi y Compañía nunca habían pensado cuando construyeron su primitiva entramado de uranio y grafito.

Estaba tomando el desayuno en una cafetería, cuando un hombre de mediana estatura se sentó en el otro lado de la mesa que yo ocupaba. Saludó con un cortés «Buenos días» y después expresó su sorpresa al reconocerme. (Por supuesto, había planeado aquel encuentro; pero yo no me di cuenta en aquel momento).

– ¡Es un placer encontrarle! – dijo -. Estuve presente en su conferencia de anoche. ¡Cómo le envidié!

Yo dejé escapar una sonrisa más bien forzada. Nunca suelo ser muy sociable en el desayuno y había aprendido, además, a ponerme en guardia contra los chiflados, los pelmazos y los entusiastas que parecían considerarme como una presa legítima. Mr. Perlman, sin embargo, no era un pelmazo... aunque ciertamente era un entusiasta, si bien supongo que ustedes podrían considerarle como un chiflado.

Tenía el aspecto de un próspero hombre de negocios del tipo medio, y supuse que sería un invitado al igual que yo. El hecho de que hubiese asistido a mi conferencia no era sorprendente; había sido una muy popular, abierta al público y bien anunciada por la prensa y la radio.

– Siempre, desde que era un chiquillo – dijo mi compañero no invitado –, me ha fascinado el planeta Saturno. Sé exactamente cómo y cuándo comenzó todo. Yo debía tener unos diez años cuando cayeron en mis manos aquellas maravillosas ilustraciones de Chelsey Bonestell, mostrando el planeta como visto desde sus nueve lunas. Supongo que usted las habrá visto, ¿no es así?

– Desde luego – repuse –. Aunque ya tienen medio siglo de antigüedad, nadie las ha sobrepasado todavía en belleza. Teníamos dos series de ellas a bordo del Endeavour, clavadas en la mesa de navegación. Yo solía mirarlas con frecuencia, para compararlas con la realidad.

– Después – continuó mi interlocutor –, ya puede imaginarse como me sentiría allá por los años 1950. Solía quedarme horas enteras mirándolas fijamente e intentando comprender lo que era aquel increíble objeto, con sus plateados anillos dando vueltas a su alrededor; no era el sueño de un artista, sino que existía, se trataba de un mundo diez veces mayor que la Tierra.

»En aquel tiempo, nunca imaginé que pudiese ver aquella cosa maravillosa por mí mismo; daba por descontado que solo los astrónomos, con sus grandes telescopios, podían gozar de semejante visión. Pero luego, cuando tuve unos quince años, hice otro descubrimiento... tan emocionante que apenas si podía creerlo.

– ¿Y de qué se trataba? – pregunté. Para entonces, ya me había reconciliado con la idea de compartir el desayuno. Mi compañero de mesa parecía bastante inofensivo, y existía algo realmente agradable y encantador en su entusiasmo.

– Descubrí que cualquier idiota podía construir un telescopio en la propia cocina de su casa, con unos cuantos dólares y un par de semanas de trabajo. Fue una revelación: como miles de otros muchachos, solicité de la biblioteca pública un ejemplar del libro «Construcción de un telescopio de aficionado» de Ingall, y puse manos a la obra. Dígame... ¿ha construido usted alguna vez un telescopio con sus propias manos?

– No. Yo soy ingeniero, no astrónomo. Creo que no sabría cómo emprender semejante tarea.

– Pues es increíblemente sencillo, si sigue usted las instrucciones. Se comienza con dos discos de cristal, que tengan dos o tres centímetros de espesor. Yo conseguí los míos, por cincuenta centavos, de la chatarra procedente de un barco; eran claraboyas inútiles porque ya no encajaban por los bordes. Después, se fija uno de los discos en alguna superficie firme y plana; yo me serví de un viejo barril puesto de pie.

»Luego, hay que comprar diversos grados de polvo de esmerilar, empezando por el más grueso, hasta terminar por el más fino. Se pone una pequeña cantidad del polvo más basto entre los dos discos y se comienza a frotar de un lado a otro con impulsos regulares, procurando al hacerlo ir girando alrededor del barril.

»¿Sabe lo que ocurre? El disco superior se va ahuecando por la acción abrasiva del polvo de esmeril, y conforme se va trabajando acaba por adquirir una superficie cóncava, esférica. De vez en cuando, se cambia el polvo a más fino y se hacen comprobaciones ópticas para estar seguro de que la curva es correcta.

»Más tarde, se deja el esmeril y se utiliza rojo óptico, hasta que al final se tiene una superficie lisa y pulida hasta el extremo de que uno mismo no cree que haya sido su propia obra. Solo queda un paso más que dar, aunque es algo más fastidioso. Es preciso azogar el espejo y convertirlo así en un buen reflector. Eso implica la adquisición de algunos productos químicos que pueden comprarse en cualquier droguería, y proceder exactamente como dice el libro.

»Todavía recuerdo la sorpresa que recibí cuando aquella película plateada comenzó a extenderse como algo mágico por la cara de aquel espejo. No era perfecto, pero sí lo suficientemente bueno, y creo que no lo habría cambiado por el telescopio de Monte Palomar.

»Lo sujeté a un trozo de madera; no había necesidad de preocuparse por un tubo telescópico, aunque puse alrededor del espejo un par de palmos de cartón, para evitar la luz de alrededor. Como ocular, utilicé una pequeña lente de aumento que encontré en un almacén de trastos viejos y que me costó unos cuantos centavos. En conjunto, no creo que el telescopio me costase más de cinco dólares... aunque era mucho dinero para mí siendo un muchacho.

»Vivíamos entonces en un viejo hotel, casi ruinoso, que mi familia poseía en la Tercera Avenida. Cuando monté el telescopio, subí al tejado y lo probé, entre la jungla de antenas de televisión que cubrían todos los edificios de la ciudad por aquellos días. Me llevó un buen rato el conseguir alinear el espejo y el ocular; pero no cometí errores y finalmente la cosa fue bien. Como instrumento óptico probablemente era una calamidad – después de todo, era mi primer intento -, pero tenía por lo menos cincuenta aumentos y apenas si pude contener mi impaciencia esperando que cayese la noche para probarlo mirando las estrellas.

»Consulté el almanaque astronómico y supe que Saturno se hallaría alto en el cielo por el Este, tras el crepúsculo. Tan pronto como ya fue de noche, subí de nuevo al tejado del hotel y me las compuse para situar el telescopio entre dos chimeneas. Hacía bastante frío; pero apenas si me daba cuenta, ya que el cielo estaba cuajado de estrellas... y todas eran mías.

»Me tomé mi tiempo enfocándolo convenientemente con tanta precisión como fuese posible, utilizando la primera estrella que entró en el campo de visión de mi telescopio. Después, comencé la búsqueda de Saturno, y pronto descubrí qué difícil es localizar cualquier cuerpo celeste en un telescopio reflector que no esté debidamente montado. Pero al poco, el planeta entró en el campo visual: con infinito cuidado acomodé mi cacharro cambiándolo unos centímetros de sitio... y allí estaba.

»Se veía pequeño, pero perfecto. Creo que me quedé sin aliento durante un buen rato; apenas si podía dar crédito a mis ojos. Después de lo que había visto en aquellos dibujos, allí estaba la realidad.

Daba la impresión de un juguete suspendido en el espacio, cuyos anillos estuviesen ligeramente inclinados hacia mí. Incluso ahora, cuarenta años más tarde, me acuerdo perfectamente que pensé que parecía algo ¡tan artificial...! Como algo que cuelga de un árbol de Navidad. Se apreciaba una estrellita brillante a su izquierda, y en seguida me di cuenta de que se trataba de Titán.

Mi interlocutor hizo una pausa, y durante unos momentos debimos compartir los mismos pensamientos. Para ambos, Titán no solo era la luna más grande de Saturno, un punto de luz conocido solo por los astrónomos. Era, además, un mundo hostil y terrible, el más espantoso en que hubiera tomado contacto nuestra nave, la Endeavour, y donde tres de nuestros compañeros de tripulación yacían para siempre, en sus tumbas solitarias, más lejos de sus hogares de lo que jamás estuviera ningún miembro de la raza humana.

– No sé cuánto tiempo estuve mirando sin pestañear – continuó mi compañero de mesa –. Me dolían los ojos de seguir con el telescopio el paso de Saturno por el cielo. Estaba a mil millones de kilómetros de Nueva York. Pero más tarde Nueva York me trajo a la realidad.

»Le hablé antes del hotel; pertenecía a mi madre; pero mi padre lo administraba... no del todo bien. Había estado perdiendo dinero durante años, y a través de toda mi niñez solo habíamos conocido una serie de crisis financieras. Por eso no culpo a mi padre de darse a la bebida, ya que debió haber estado loco de preocupaciones tanto tiempo. Y yo había olvidado que se suponía que debía estar ayudando al conserje en recepción...

»Así que mi padre me vino a buscar, lleno de preocupaciones y sin saber nada sobre mis sueños. Me encontró en el tejado, mirando las estrellas.

»No era un hombre cruel... sencillamente no podía comprender el estudio, la paciencia y el cuidado que yo había dedicado a mi pequeño telescopio, ni las maravillas que me había mostrado durante el poco tiempo que lo estuve utilizando. No le odié por lo que hizo; pero recordaré toda mi vida su acción brutal de estrellar el aparato contra el muro de ladrillo, y el ruido de los trozos de cristal del espejo reflector esparciéndose por doquier.

No había nada que pudiera decirle. Mi resentimiento inicial hacia aquel intruso hacia ya rato que se había convertido en curiosidad. Me di cuenta de que había mucho más detrás de la historia que me había contado. También me fijé en otra cosa: la camarera nos estaba tratando con una exagerada deferencia, de la cual la menor parte estaba dedicada a mi.

Mi compañero jugueteó con el frasco del azúcar, mientras yo aguardaba con una silenciosa simpatía. Entonces noté que un nexo especial había surgido entre nosotros, aunque no pude comprender realmente de qué se trataba.

– Nunca volví a construir otro telescopio – continuo -. Algo más se rompió, además de aquel espejo, en mi corazón. De todas formas, yo ya tenía muchas cosas en que ocuparme. Ocurrieron dos hechos que cambiaron el curso de mi vida. Mi padre se marchó de casa, dejándome al frente de la familia. Y además demolieron el Elevado de la Tercera Avenida.

Mi compañero debió notar algún gesto especial en mi rostro, ya que me sonrió.

– Oh, no sabrá usted seguramente lo que ocurrió. Cuando yo era un chiquillo, había un tren elevado que discurría por en medio de la Tercera Avenida. Aquello convertía la zona en algo sucio y ruidoso; la Avenida era un barrio indecente lleno de bares, garitos y hoteles baratos, como el nuestro. Todo cambió cuando desapareció el tren elevado; los terrenos subieron fantásticamente de precio, y de repente nos encontramos en una situación próspera. Mi padre se apresuró a volver inmediatamente, pero ya era demasiado tarde; yo era el encargado del negocio. Comencé a desarrollar mi actividad a través de la ciudad, después por el país. Ya no era un contemplador de estrellas de mente ausente y di a mi padre uno de mis más pequeños hoteles, donde su actuación no seria muy nociva.

»Hace pues cuarenta años que miré a Saturno, pero jamás he olvidado aquella primera impresión ante su vista. La noche pasada, sus fotografías me la trajeron a la memoria. Quisiera expresarle cuán agradecido me siento hacia usted.

Hurgó en su billetera y sacó una tarjeta.

– Espero venga a verme cuando se encuentre de nuevo en la ciudad; puede estar seguro de que asistiré a cualquier conferencia que pronuncie. Buena suerte... y perdone si le he hecho perder una buena parte de su tiempo.

Y se marchó, casi antes de que yo pudiese pronunciar ni una palabra. Miré a la tarjeta de visita, la puse en el bolsillo y terminé mi desayuno, bastante pensativo.

Cuando había firmado el cheque en la cafetería para pagar el gasto, pregunté:

– ¿Quién era ese señor que estaba sentado a mi mesa? ¿Es el patrón?

El cajero me miró como si yo fuese un retrasado mental.

– Supongo que esa será su forma de llamarle, señor – repuso -. Por supuesto es el propietario del hotel; pero nunca le hemos visto aquí antes. Siempre permanece en el «Ambassador» cuando está en Chicago.

– ¿Y también es el dueño? – dije sin mucha ironía, porque sospechaba ya cual era la respuesta.

– Pues claro que sí. Lo mismo que...

– Y comenzó a soltar un rosario de nombres de muchos otros, incluyendo dos de los más grandes hoteles de Nueva York.

Yo me hallaba impresionado y también bastante divertido, ya que resultaba obvio que Mr. Perlman había venido con la deliberada intención de conocerme y encontrarse conmigo. Parecía una forma un tanto laboriosa y complicada de hacerlo, pero yo ignoraba todo respecto a su notoria timidez y su tendencia a ocultarse.

Después, lo olvidé durante cinco años. (Bueno, debo citar lo sucedido cuando pedí la factura. Me respondieron que no debía nada.) Durante aquellos cinco años, hice mi segundo viaje.

Sabíamos entonces lo que nos esperaba, y ya no íbamos totalmente hacia lo desconocido. No hubo más preocupaciones respecto al combustible, porque todo el que pudiéramos necesitar nos esperaba en Titán: sólo teníamos que bombear su atmósfera de metano en nuestros tanques y seguir nuestros planes adelante por el espacio. Una tras otra, visitamos sus nueve lunas, y después seguimos por los anillos...

Hubo poco peligro en hacerlo, pero con todo es una experiencia capaz de destrozar los nervios. El sistema de sus anillos es de poco espesor, ya saben, más o menos unos treinta kilómetros de grueso. Descendimos en él lenta y precavidamente tras haber igualado la velocidad de su giro, de forma que nos moviésemos exactamente a su misma velocidad. Era como poner el pie en un carrusel de casi trescientos mil kilómetros de diámetro.

Pero una clase fantasmal de carrusel, porque los anillos no son algo sólido y puede verse a su través. De hecho son algo casi invisible; los billones de partículas que los constituyen están tan separadas entre sí que todo lo que uno puede ver en la inmediata vecindad son pequeños trozos ocasionales que se mueven muy lentamente. Es sólo cuando se les mira desde lejos que esos incontables fragmentos aparecen como unidos en una sola lámina, como una tormenta de granizo que girase eternamente alrededor de Saturno.

Esta no es una frase mía, pero puede considerarse como buena y apropiada. Resultó que la primera vez que atrapamos una partícula componente de los anillos de Saturno y la introdujimos en la compuerta de aire, se derritió en pocos minutos, convirtiéndose en un charco de agua sucia. Algunas personas creen que destruye el encanto el saber que los anillos – o el 90% de ellos –, están formados por trozos de hielo vulgar y corriente. Pero eso es una actitud estúpida, ya que su extraordinaria belleza en nada menguaría, tanto si son así como si estuviesen formados por diamantes.

Cuando volví a la Tierra, en el primer año del nuevo siglo, comencé otra serie de conferencias, aunque esta vez de corta duración, puesto que para entonces ya tenía familia y deseaba estar con ella el mayor tiempo posible. Esta vez vi a Mr. Perlman en Nueva York, con ocasión de pronunciar en Columbia una conferencia y mostrar nuestra película « Explorando Saturno». (Un título algo inapropiado, ya que el punto más cercano al planeta en que estuvimos fue a unos treinta mil kilómetros de distancia. Nadie soñaba, en aquellos días, que los hombres pudieran nunca descender a esa especie de turbulento fango que es lo que Saturno tiene más parecido a una superficie.)

Mr. Perlman me estaba esperando después de la conferencia. No le reconocí al primer momento, ya que había tenido que saludar y ver seguramente a un millón de personas desde la última vez que nos vimos. Pero cuando me dijo su nombre, los recuerdos volvieron rápidamente con tanta claridad, que comprendí que sin duda había dejado una profunda huella en mi mente.

Se las arregló de alguna forma para sacarme de entre la muchedumbre. Aunque sentía repugnancia por mezclarse entre la multitud, tenía, no obstante, una gracia especial para dominar cualquier grupo cuando era necesario, y después escaparse antes de que sus víctimas supieran lo que había ocurrido. Aunque le vi hacerlo muchas veces, nunca supe exactamente cómo lo hacía.

De todas formas, media hora más tarde estábamos despachando una soberbia cena en un restaurante de lujo (suyo, por supuesto). Era una comida suculenta y extraordinaria, en especial el pollo y el helado, aunque me hizo pagar por todo ello. Metafóricamente, quiero decir.

Por aquel tiempo todos los hechos y fotografías reunidos por las dos expediciones a Saturno estaban a disposición de todo el mundo, en cientos de reportajes, libros y artículos populares. Mr. Perlman parecía haber leído todo el material que no era demasiado técnico; lo que deseaba de mí era algo diferente. Incluso entonces, me conmovió el interés de aquel hombre ya de edad y solitario, tratando de recapturar un sueño que había quedado perdido en su juventud. Estaba en lo cierto; pero eso sólo era una fracción de la realidad.

Se trataba de algo que todos los reportajes y artículos habían fallado en dar. Mr. Perlman quería saber qué se sentía al despertar por la mañana y ver aquel enorme y dorado globo con sus cinturones de nubes dominando el cielo. ¿Y los anillos? ¿ Qué impresión daban a la mente cuando uno estaba tan cerca de ellos que llenaban los cielos de un extremo a otro?

– Usted quiere a un poeta – le dije – y no a un ingeniero. Pero le diré esto: por mucho que uno mire a Saturno y vuele entre sus lunas, nunca puede creerse lo que se está viendo. A cada momento se piensa:

«Todo es un sueño... una cosa así no puede ser real». Entonces se asoma uno a una claraboya de la nave espacial... y allí está, cortando la respiración.

»Tiene que tener en cuenta que, aparte de la proximidad, estábamos en condiciones de mirar a los anillos desde ángulos y situaciones de ventaja que resultaban absolutamente imposibles desde la Tierra, donde siempre se les ve vueltos hacia el Sol. Nosotros podíamos desplazarnos entre su sombra, donde ya no brillan como la plata... entonces dan la impresión de un suave resplandor, como si fuesen un puente de humo entre las estrellas.

»La mayor parte del tiempo podíamos ver la sombra de Saturno extendida por toda la anchura de los anillos, eclipsando– los tan completamente que parecía como si se les hubiese arrancado un gran bocado de su estructura. Por el contrario, se obtenía un efecto diferente al observar del lado del día en el planeta cómo la sombra de los anillos trazaban algo parecido a una neblinosa banda paralela al ecuador y no lejos de él.

»Y, sobre todo – aunque esto sólo lo hicimos pocas veces –, pudimos elevarnos sobre cualquiera de los polos del planeta y mirar hacia abajo a todo aquel maravilloso sistema, de tal forma que quedaba en un plano bajo nosotros. Entonces, pudimos observar que en vez de los cuatro anillos vistos desde la Tierra debía haber, por lo menos, una docena de anillos separados; fusionándose unos con otros. Cuando vimos aquello, nuestro capitán hizo una observación que no olvidaré nunca: "Este – dijo, sin nada de pedantería en la voz – es el sitio en donde los ángeles aparcan sus halos". »

Todo aquello, y mucho más, le fui contando a Mr. Perlman en aquel restaurante tan lujoso, situado a poca distancia de Central Park. Cuando hube terminado, pareció muy complacido, aunque se quedó en silencio durante un instante. Entonces me dijo, tan casualmente como uno puede preguntar por la hora en una estación de ferrocarril:

– ¿Cual sería el mejor satélite para instalar un parador de turismo?

Cuando comprendí el significado de sus palabras me atraganté con el coñac de cien años que estaba bebiendo. Entonces le dije con paciencia y cortesía (ya que, después de todo, me había tomado una estupenda cena):

Escuche, Mr. Perlman. Usted sabe tan bien como yo que Saturno se encuentra a más de mil quinientos millones de kilómetros de la Tierra, y de hecho mucho más cuando nos hallamos en lugares opuestos respecto al Sol. Alguien ha calculado que nuestros billetes de viaje, por término medio, han costado medio millón de dólares por cabeza, y créame, en el Endeavour I y II no había plazas de primera clase. De todas formas, por mucho dinero que alguien tenga, nadie puede obtener un pasaje para Saturno. Sólo las tripulaciones del espacio y las científicas irán hasta allá, por tanto tiempo como sea posible imaginar.

Me di cuenta en seguida de que mis palabras no habían surtido el menor efecto; se limitó sencillamente a sonreír como si supiese de algún secreto bien guardado.

– Lo que usted dice es bastante cierto ahora – repuso –. Pero yo también he estudiado la Historia. Y yo entiendo a la gente, ese es mi negocio. Permítame recordarle algunos hechos.

»Hace dos o tres siglos, casi todos los grandes centros de turismo mundial y lugares bellos de la Tierra se hallaban tan lejos de la civilización como lo está Saturno de nosotros en este momento. ¿Qué sabía Napoleón, pongamos por ejemplo, del Gran Cañón, de las cataratas Victoria, de las Islas Hawai, del monte Everest? Recuerde el Polo Sur: se llegó por primera vez a él cuando mi padre era un niño... pero allí hay un hotel que ha conocido usted durante toda su vida.

»Ahora todo comienza de nuevo. Usted solo puede apreciar los problemas y dificultades porque se halla demasiado cerca de ellos. Sean cuales fueren, los hombres los superarán con el tiempo, como lo han hecho siempre en el pasado.

»Allá donde haya algo extraño, o bello, o nuevo, la gente siempre querrá ir a verlo. Los anillos de Saturno son el mayor espectáculo existente en el Universo; yo siempre lo he creído así y ahora me ha convencido usted. Hoy cuesta una fortuna llegar hasta allí, y los hombres que van arriesgan sus vidas. Así lo hicieron los primeros hombres que volaron, pero ahora tiene usted a millones de pasajeros por el aire a cada momento, durante el día y la noche.

»Lo mismo tiene que ocurrir con el espacio. Esto no ocurrirá en diez años ni en veinte. Pero recuerde que veinticinco años fue todo lo que llevó el conseguir los primeros vuelos comerciales a la Luna. No creo que se tarde mucho más para Saturno...

»Yo ya no estaré vivo para cuando ese feliz día llegue. Pero, ocurra lo que ocurra, quiero que la gente recuerde. Entonces... ¿dónde podríamos construir un parador?

Yo todavía continuaba creyendo que estaba decididamente loco; pero al fin comencé a comprenderle. No era cuestión de herirle con bromas, por lo que comencé a pensar cuidadosamente mis palabras.

– Mimas está demasiado próximo – le dije –, y también Enceladus y Thetis. Saturno ocupa todo el cielo y uno teme que vaya a caérsele encima. Además, no son lo bastante sólidos; en realidad son verdaderas bolas de nieve gigantes. Dione y Rhea son mejores, desde allí se tiene una espléndida vista, desde cualquiera de ambos. Pero todas esas lunas interiores son diminutas; incluso Rhea solo tiene mil doscientos kilómetros de diámetro y las otras son más pequeñas aún.

»No creo que la cuestión merezca discusión: el lugar ideal es Titán. Es un satélite hecho a la medida del hombre, ya que es mucho mayor que nuestra Luna y casi tan grande como el planeta Marte. Tiene una gravedad razonable, aproximadamente un quinto de la terrestre, por lo que sus huéspedes no flotarán por todas partes. Y siempre será el mejor punto para el aprovisionamiento de combustible, a causa de su atmósfera de metano, que debería ser un factor importantísimo en sus cálculos. Toda nave que salga de Saturno tiene que aprovisionarse allí necesariamente.

– ¿Y las otras lunas?

– Oh, Hiperion, Japeto y Febe están a una distancia mucho mayor. Los anillos casi no se ven desde Febe. Bien, olvídelo. Lo mejor es el viejo Titán, a pesar de que la temperatura es de 200 grados bajo cero y la nieve amoniacal que lo recubre no es lo mejor para ponerse a esquiar.

Mr. Perlman me escuchó con todo cuidado, y si pensó que me estaba burlando de sus nociones poco científicas y prácticas no dio la menor muestra de ello. Nos despedimos poco después. No recuerdo nada más de aquella cena, y transcurrieron otros quince años hasta que volvimos a encontrarnos. Yo me dediqué a mis trabajos y olvidé todo aquello. Pero cuando Mr. Perlman me necesitó, me llamó.

Ahora veo qué es lo que estuvo esperando. Su visión había sido más clara que la mía. No pudo haber imaginado, por supuesto, que el cohete desaparecería como el motor de vapor en menos de un siglo; pero sabía que existiría algo mejor, y ahora creo que financió los primeros trabajos de investigación de Saunderson sobre la Propulsión Paragravítica. Pero no fue sino hasta que se establecieron las plantas de fisión atómica que podían calentar cien kilómetros cuadrados de un mundo tan frío como el planeta Plutón que Mr. Perlman se puso en contacto de nuevo conmigo.

Ya era un anciano de edad muy avanzada y casi moribundo. Me dijo lo inmensamente rico que era, hasta el extremo de que apenas si pude creerlo. Me cercioré cuando me mostró los elaborados planos y bellas maquetas que sus expertos habían preparado con ausencia de toda publicidad.

Estaba sentado en su silla de ruedas, como una momia arrugada hasta lo inverosímil, observando mi rostro mientras yo estudiaba las maquetas y los diseños. Entonces me dijo:

– Capitán, tengo un trabajo para usted...

Y aquí me encuentro. Es como gobernar una nave del espacio, por supuesto... la mayor parte de los problemas técnicos son idénticos. A mi edad, ya soy demasiado viejo para mandar una nave, por lo que le estoy muy agradecido a Mr. Perlman.

Ha sonado el gong. Si las damas están dispuestas, sugiero que vayamos a cenar en el salón de observación.

A pesar de los años transcurridos, todavía me gusta observar a Saturno alzándose en el cielo... y esta noche puede apreciársele casi en su totalidad.

sábado, enero 08, 2011

El congreso de los fantasmas -acto 3 y fin

(Drama en tres actos) de Gabriel García Márquez.Publicado en Obra Periodística I - Textos Costeños.


Al levantarse el telón están todos los personajes, menos John y James, en la habitación del castillo donde se desarrolló el primer acto. El decorado es el mismo y los fantasmas están sentados en el siguiente orden, de izquierda a derecha: Rebeca, Gido -hecho ya un monje completo con la calavera de Hamlet-, Patriarca, quien tiene ahora el báculo de las ceremonias.
En último término, Alba, de espaldas al público. En primer plano, reclinado sobre sus grillos y sus cadenas, Giocondo se ha quedado dormido. El reloj vecino da las tres y se oyen pasos fuertes por la entrada de, la derecha.
PATRIARCA: -Ya viene el inglés.
ALBA (sin volverse hacia el público): -Ya se oyen claros clarines.
(Las pisadas siguen agrandándose hasta llenar todo el escenario).
REBECA: -No oigo ningunos clarines. Lo que se acerca son pasos de animal grande.
GIDO: -Alabado sea Dios. ¿Qué es lo que veo?
(Por la entrada de la derecha entra una mujer que no figuraba en el reparto, montada en un enorme elefante blanco).
PATRIARCA (poniéndose en pie): -Señora, este fantasma no figura en los registros del castillo.
MUJER DEL ELEFANTE (digna): -No tengo necesidad de figurar en el registro de mis propiedades. Esto no es una notaría.
PATRIARCA: -Estamos en un congreso de fantasmas. ¿Quién es usted?
(La mujer, de un salto, desciende del elefante).
MUJER: -¡Soy la marquesa!
ALBA, GIDO, REBECA (a coro): -¿Usted?
MUJER: -Si, yo soy la marquesa y quisiera saber qué hacen ustedes en mis propiedades.
PATRIARCA (conciliatorio): -Somos un grupo de refugiados fantasmas, señora. Ignorábamos que este castillo fuera de su propiedad y...
MUJER: -Pues ya lo sabe. Este castillo me lo obsequió mi buen Boris para que tuviera algo nuevo en este miércoles.
-A1IJARCA: -Pero usted ha interrumpido un congreso trascendental. ¿Sabe lo que eso significa?
MUJER: -No lo sé ni me importa; sólo me interesa saber que hoy es miércoles y que los miércoles tengo que aparecer en esta sección porencima de todos los cadáveres.
PATRIARCA: -Cadáveres no, señora: ¡fantasmas!
MUJER: -Lo mismo da. Los fantasmas no son más que cadáveres con ciertas prerrogativas.
(Giocondo, que ha permanecido sumergido en un profundo sueño durante todo el acto, empieza a despertar y a sonar las cadenas).
GIOCONDO: -¿En dónde estoy?
MUJER: -¡Ay, qué ridículo! Eso no se pregunta desde que Greta Garbo y Mona Maris se desmayaron por última vez. ¿0 es que cree que está en el cine? (Giocondo se sienta y sigue mirando la escena, intrigado).
REBECA: -¿John? ¿Dónde está John?
MUJER: -¿Qué John? El mayordomo se llama Gaspar.
PATRIARCA (explicativo): -John, señora, es el fantasma inglés. Debía estar aquí a las tres en punto.
MUJER: -Ay, entonces debe ser el idiota ése que encontré vistiéndose de etiqueta en mis habitaciones. ¿No es uno que andaba con un tonto de chaquetilla a cuadros?
PATRIARCA: -El mismo, señora. ¿Le ha visto?
MUJER: -Claro que le he visto. ¿Acaso es invisible? ¡El muy fresco, cuando me vio entrar, me dijo que él era Boris! ¡Semejante pelmazo!
(El elefante da una vuelta completa en el escenario y se acuesta en
el primer plano, junto a Giocondo).
GIDO (con voz cavernosa): -Señora, no estamos acostumbrados a estos animales. MUJER: -Animales no: elefantes. Y blancos por más señas.
(Mirando a Alba que continúa de espaldas). ¿Y esta idiota por qué se sienta al revés?
PATRIARCA: -Es su castigo.
ABRAHAM: -Castigo no. Mi honor.
MUJER: -Bueno, arreglemos esto.
PATRIARCA (preocupado): -Bueno señora, ya que el castillo es de su propiedad ¿podría permitirnos vivir aquí? Hemos venido de Europa y...
MUJER (pensativa): Díganme una cosa, en serio: ¿ustedes son fantasmas legítimos?
PATRIARCA: -Como los mejores de la S.O.S.
ALBA: -Sólo al inglés se le ocurre discutirlo.
GIDO: -Tan legítimo soy, señora, que soy un escolástico. Recito de memoria la filosofía tomista. ¿Nos permite vivir aquí?
(La mujer avanza hacia el centro de la escena, dichosa, con el rostro iluminado). MUJER (oratoria): -Damas y caballeros: este castillo no es digno de fantasmas como ustedes. Una mujer como yo, merece tener en su casa la más completa colección de fantasmas. Vengan ustedes a vivir en mi residencia y tendrán todo lo que necesiten.
GIOCONDO: -¿Hasta una navaja de afeitar?
MUJER (a Giocondo): -Las trescientas navajas de Boris y, además, a otra parte, pero Precisamente a la parte por donde tenían que pasar los transeúntes pacíficos. Ahora la cosa cambió de sexo y toda la ciudad tiene que sobrellevar el peso de una letra obstinada, sólo porque en determinada parte del mundo, determinada mujer se burló de determinado idiota y éste se consideró en la obligación de decírselo a todo el que esté en capacidad de oírlo. Quienes vieron la película -y éste es otro asunto, que los mexicanos sólo esperan que aparezca un bolero para hacerle su correspondiente parodia cinematográfica- podrán comprender mejor el rincón de idiotez de donde salió este castigo con ritmo de bolero que se titula «Hipócrita». Siempre me he manifestado hostil a los poetas sentimentales a quienes, si la novia los mira mal o amanece, como es natural, con un pasajero trastorno digestivo ya los portarías de ocasión se sienten obligados para con la posteridad, colocan a un lado la gaveta de los adjetivos y del otro la de los sustantivos, verbos, adverbios y conjunciones y armados de una cinta métrica, se sientan, tranquilamente, a decirle al mundo que la novia les partió el corazón. ¡Como si el corazón tuviera la culpa de que los caballeros del verso fueron unos idiotas de solemnidad! Pero ahora creo que los fabricantes de boleros tienen un mayor grado de peligrosidad, cosa que, por otra parte, no debe pasar inadvertido a los redactores del código penal. Sin ningún rodeo opino que al autor de «Hipócrita» -por lo pronto- debe seguírsele juicio criminal. El es -v nada más que él- quien subvierte el orden público en cada cuadra y ha logrado dar, sin el apoyo de la clandestinidad, sino abiertamente, un golpe de estado contra la paciencia colectiva. Tal vez la dama de sus sueños -a quien él mismo define con palabras que nosotros no ponemos en duda: hipócrita, perversa- lo emponzoñó «con su savia fatal» y se le enredó como «yedra del mal», pero eso no es culpa de los varios millones de ciudadanos que pagan puntualmente sus impuestos sobre las rentas y hasta sirven
a su religión con algo que puede ser un rastro de los diezmos y primicias. Lo más grave de todo es que el autor del benemérito bolero dice, en uno de sus apartes: «y como no me quieras, me voy a morir». ¿Murió acaso? Estoy seguro de que continúa físicamente vivo, como musicalmente muerto está desde el día en que se le ocurrió la martirizante piececilla.
Es necesario que le pongamos fin -como tengo que ponérselo yo a esta nota, muy a mi pesar- a ese dolor de cabeza público que a todos nos preocupa. Y que le pongamos fin, así tengamos que sobornar a todos los borrachos sentimentales del mundo.
Fin

martes, enero 04, 2011

El congreso de los fantasmas - acto segundo

(Drama en tres actos) de Gabriel García Márquez.
Publicado en Obra Periodística I - Textos Costeños.


Este acto se desarrolla dos horas después del anterior, en otra habitación del castillo, donde el fantasma inglés John, y el irlandés James, se han retirado a conspirar contra la mala calidad de los otros fantasmas:
En el centro de la sala hay dos sillones, pequeños e insignificantes, para dar a la escena un ambiente de desolación. El decorado es liso, de un gris intenso. La iluminación violácea. Al levantarse el telón, John y James están fumando en sus pipas, pensativos con las piernas cruzadas.
El inglés viste un severo vestido negro. El irlandés, una chaquetilla a cuadros verdes y zapatos amarillos. Se supone que el diálogo se desarrolla en inglés.
JOHN (levantando la cabeza después de una reflexión): -Sí, mi admirable James, son unos oportunistas. El reciente caso con el celador lo comprueba.
JAMES: -Es cierto, en las islas británicas no hay fantasma que se asuste con la presencia de un vivo.
JOHN: -Exacto. Y estos idiotas, cuando el celador subía las escaleras, huyeron despavoridos. Ahora dicen que abandonarán el castillo porque todas las noches se pasea un mortal por estas galerías.
JAMES: -El más conmovedor es el vejete, Patriarca, quien dice no creer en la existencia de los mortales, pero se pone a temblar cuando oye pasos en las escaleras. Es una niñada.
JOHN (serio): -Es falta de dignidad metafísica. Repíteme, mi fiel James, todo lo que sabes de mí. Me gusta que lo hagas, porque me tranquilizas la modestia.
JAMES (declamatorio): -El señor desciende directamente del fantasma de Hamlet el rey. En Oxford, cuando asistía a las clases nocturnas deliteratura y se pidió a los alumnos que le identificaran, la mayoría de ellos lo confundió con el fantasma de Shakespeare.
JOHN (conmovido): -Lamentable error. Cuando Shakespeare murió, ya no había en Inglaterra fantasmas disponibles ni para él ni para nadie. Pero ahora, mi querido James, para desahogarme de la indignación que me producen estos aparecidos de utilería, estos gitanos de
ultratumba, voy a mostrarte una preciosa reliquia familiar.
(Se pone en pie y sale. Por el lado opuesto, entra el monje decapitado, atraviesa la escena sin ser visto por James y se sienta en el rincón de la derecha, al fondo).
JAMES (desconfiado): -Juraría que oí algo extraño. Puede ser que esté nervioso, pero lo cierto es que nada de raro habría en que estecaserón no estuviera deshabitado como se asegura.
(Entra John con un cofre labrado en la mano).
JAMES: -Al fin viene. ¿No oyó algo extraño al salir?
JOHN: -Te asustas de su sombra, mi admirable James, y terminarás descalificado. (Abre el cofre y extrae una calavera). Héla aquí, la legítima calavera que tuvo el príncipe Hamlet, mi ilustre antepasado, el día en que habló a solas por primera vez.
JAMES (extasiado): -¡Es un tesoro!
JOHN (reflexivo casi con vanidad): -Convéncete, mi noble James, que la única alternativa que le queda a un fantasma es ser fantasma ingléso no ser fantasma. (Se vuelve hacia el público, con la calavera en la mano, hasta cuando queda erguido en el primer plano, dirigiéndose al público).
-This is the question: to be or not to be!
(James, que permanece sentado, prorrumpe en aplausos).
JAMES (aplaudiendo): -Bravo, bravo, qué destreza teatral.
(John regresa al asiento y coloca la calavera a sus pies).
JOHN: -Ya veremos, dentro de una hora, quiénes son los fantasmas legítimos y quiénes los payasos de media noche. ¿Tienes lista una traducción literaria de mi hoja de servicios?
(James extrae un papel de su chaquetilla).
JAMES: -Sí, aquí la tengo traducida a esas endiabladas lenguas medievales.
(Leyendo). Desciendo del fantasma del rey Hamlet. Estuve merodeando por esas azoteas mucho tiempo más del que pudo sospechar el pobre Shakespeare. Pasé después a la porción continental de Europa, en calidad de agente propagandista de la S.O.S., la casa que, durante siglos, ha fabricado los mejores fantasmas del mundo. En Viena fui ministro plenipotenciario de todos los filósofos y alquimistas muertos antes de Santo Tomás de Aquino. Nunca hubo ninguna queja de mis servicios, pues me distinguí siempre como un fantasma discreto, cumplidor de mis deberes como ninguno otro. Aparecía, puntualmente a las doce, en las habitaciones de las doncellas, sin que mi conducta hubiera podido ser considerada demasiado humana en ningún momento. Tengo una alarmante sangre fría.
(lames interrumpe la lectura y mira a John quien le hace un gesto indicador de que siga adelante).
(Leyendo otra vez): -En ninguna parte hice cosa distinta de la que me ordenaron mis antepasados. «A los palacios subí, a las cabañas bajé, / y en todas partes dejé, / memoria amarga de mí».
JOHN (interrumpiendo): -Eso entre comillas.
JAMES: -Sí, es una cita que aprendimos de aquel fantasma enyesado que vivía en España. ¡El Comendador!
JOHN: -Recuerdo. Muy buen tipo, a pesar de lo fastidioso de sus versos. Pero sigamos.
JAMES (leyendo): -Ustedes, en cambio, señores fantasmas de fantasía...
JOHN (interrumpiendo): -Un momento, agrega ahí: «Dicté una -conferencia ante un grupo escénico de fantasmas vieneses, en la cual comprobé que Shakespeare tenía un defecto auditivo que le hizo cometer tres errores en la transcripción del monólogo de Hamlet. Tres errores que, desde nuestra perspectiva metafísica, resultan imperdonables.
(James saca un lápiz y escribe al margen lo dictado). JAMES: -¡Está hecho!
JOHN: -Bueno, ahora salgamos a tomar el fresco. Todavía falta una hora para la audiencia.
(Salen. Durante un instante la escena permanece inmóvil; pero lentamente Gido, el monje sin cabeza que ha permanecido casi todo el acto sentado en el rincón, va surgiendo del fondo, hacia el centro del escenario. Viene satisfecho, lo que puede advertirse en la manera de frotarse las manos. Cuando llega al asiento, junto a la calavera que John ha dejado olvidada, lanza un quejido de satisfacción. Luego se inclina y, tanteando, toma el cráneo entre las manos y se lo coloca en el sitio donde debía de estar su cabeza. Se levanta el capuz y queda convertido en un monje completo. Da el frente al público, avanza hacia el primer plano con los brazos abiertos).
(Telón)

FIN DEL SEGUNDO ACTO

(continuará)

sábado, enero 01, 2011

El congreso de los fantasmas

(Drama en tres actos) de Gabriel García Márquez.Publicado en Obra Periodística I - Textos Costeños.

La acción se desarrolla en 1948 y en un castillo abandonado de la costa atlántica americana, donde un grupo de fantasmas refugiados, pertenecientes a las más nobles familias europeas, se han dado cita para satisfacer su natural tendencia gregaria, lejos de los horrores de la guerra. Los personajes son los siguientes: Patriarca, anciano fantasma de larga barba y túnica larga y blanca, que fue profesor de idiomas y alquimias en el siglo XII. Alba, dama fantasma de treinta y siete años, a quien su marido hizo picadillos en una caballeriza, en 1416, y que camina siempre de espaldas para disimular mejor las cicatrices del rostro. Gido, monje sin cabeza, a quien un salteador sorprendió en el oratorio de un monasterio italiano, un día del siglo XVII. El salteador decapitó al monje escondió la cabeza en un lugar que se ignora hasta el momento. Rebeca, mujer fantasma, vestida con un desgarrada traje de novia, a quien su padre enterró viva la víspera de sus bodas. Giocondo, fantasma joven, cargado de grillos y cadenas, como lo encerraron sus hermanos en la torre de un castillo. John, fantasma inglés, despreocupado, apático, pero con un extraordinario complejo de superioridad. Es el único fantasma graduado en Oxford. James traductor del anterior, irlandés, que se dedica al estudio de lenguas. Se desconoce su origen.

EL CONGRESO DE LOS FANTASMAS - ACTO PRIMERO

(Cuando se levanta el telón, la escena está vacía. Es la sala de un castillodonde solamente hay cuatro sillones viejos. Debe rodearse todo de una absoluta sensación metafísica. Un minuto después de levantarse el telón, suenan las doce campanadas n un reloj vecino. En ese instante entra Patriarca, apaga las luces, y la escena toma una suave tonalidad azul).

PATRIARCA (entrando): -Las doce ya, la oscuridad me aterra... (apaga las luces). Bueno, así es mejor. Caramba, pero todavía no aparece ninguno. Desde cuando llegamos a América, se han vuelto desordenados e impuntuales. (Se sienta en la silla central y enciende un cigarrillo).
Ah, oigo pasos. Sí, aquí viene el primero. (Entra Alba, con un gran vestido negro y la cabellera en desorden. Camina de espaldas).
-Deja a un lado esa comedia de caminar así y siéntate: lo que vamos a tratar esta noche es demasiado serio. (Alba se sienta de espaldas al público, derecha, espectral, como si fuera
un fantasma de espaldas. Ni más ni menos).
-Hace un minuto que dieron las doce y eres tú la única que ha venido.
América los está volviendo locos a todos. Ah, pero aquí viene el rezandero.
(Entra el monje decapitado. Al entrar, lanza un quejido profundo por
el cráter del cuello cercenado).
-Siéntate, siéntate. Y a propósito, sería bueno que regresaras a Italia a ver si logras descubrir al fin dónde enterró tu cabeza ese idiota. El oficio de monje acéfalo está ya bastante desprestigiado. Además, no se justifica que un fantasma decente pierda la cabeza.
(El monje decapitado no responde nada. Se sienta a la derecha de Patriarca
y sigue quejándose).
-Van a tener todos que ponerse al día. Con ese papel anticuado que han traído no lograrán que ningún americano los tome en servicio para sus castillos. Aquí la gente tiene gustos diferentes. (Mira hacia afuera). Sí, aquí viene la otra. ¡Anticuada!...
(Entra Rebeca por la derecha. Viste un transparente traje de novia,
desgarrado, pero como su cuerpo también es transparente, no se observa
nada de particular).
-Vienes retardada. Hace como tres minutos que dieron las doce.
REBECA: -Es que estoy fastidiada de este vestido; pero mi castigo consiste en permanecer con él hasta cuando mi padre salga del purgatorio.
PATRIARCA: -¿Y cuánto le falta?
REBECA: -Creo que es hasta 7950. Exactamente dentro de seis siglos. ¡Qué aburrimiento!
PATRIARCA: -Ya va por poco. Bastante has esperado. Pero ahora, por lo pronto, siéntate y aguarda a que vengan todos.
(Rebeca se sienta junto al monje decapitado, quien le da la espalda bruscamente, con un gesto escrupuloso. En ese instante se oye un atronador ruido de gritos y cadenas que se arrastran).
REBECA: -Allí viene Giocondo.
PATRIARCA: -Sí. Me repugna verlo tan sucio y tan aparatoso. Debía hacer un curso de fantasmagoría moderna por correspondencia.
(Entra Giocondo, arrastrando grillos y cadenas. No se le ve el rostro bajo el cabello y se queda parado en la entrada de la izquierda, jadeante).
Sigue, idiota. Si yo estuviera en tu lugar buscaría un papel más cómodo y sobre todo, más higiénico. ¿Por qué no te metes a hombre invisible?
(Giocondo avanza hasta quedar en el centro de la escena, de frente a Patriarca, de espaldas al público).
GIOCONDO: -Esa idea es mía, pero el inglés dijo que me demandaría si la ponía en práctica. A fines del siglo pasado, lo encontré tomando el fresco en un castillo español, y me dijo que sólo los fantasmas ingleses podían ser invisibles.
PATRIARCA (indignado): -¡No es cierto! Ninguna nación puede dedicarse al monopolio de determinado tipo de fantasmas.
GIOCONDO: -Pero usted sabe que él es así. Por ser inglés, se considera como el único fantasma legítimo. Los demás somos para él una recua de oportunistas.
PATRIARCA (golpeando el suelo con el talón): -Oportunista es él, que sale a cualquier hora del día, con lo cual no sólo ha violado los reglamentos, sino que ha roto la más preciosa tradición fantástica.
REBECA (defensiva): -No sale a cualquier hora del día. Sale puntualmente a las cinco a tomar el té.
ALBA (sin dar el frente al público): -Eso es. Y sólo anda con el irlandés que le sirve de intérprete. Ese fantasmilla petulante que se pasa todo el tiempo estudiando lenguas.
PATRIARCA: -Lenguas muertas, claro.
ALBA: -Y agonizantes también. Desde 1945 tiene lista la gramática alemana. PATRIARCA: -Ese es otro desacato. Un fantasma que hable lenguas vivas es una contradicción. ¿Qué castigo merece esta falta?
ALBA, REBECA y GIOCONDO (a coro): -¡La repatriación! ¡La repatriación!
El monje decapitado lanza un quejido afirmativo y cae el telón, lo más rápidamente que sea posible.
FIN DEL PRIMER ACTO

(continuará)