domingo, enero 30, 2011

Zipelbrúm

Por Alejandro Jodorowsky


A nadie le importó cuando encontraron su pieza desierta. La dueña dijo: «El de la 13 ha desaparecido». Siguieron comiendo. Un pensionista volcó el arroz sobre su armadura. Mientras limpiaba, un mozo aprovechó para comentar: «Yo sabía que el tal Octavio iba a desaparecer; por eso no me preocupaba de asearle la pieza». Siguieron comiendo.

Octavio, en la Universidad, fue mal considerado por faltar a los cursos de Alquimia y Lanza; el profesorado llegó a despreciarlo; el Abad le negó el ingreso al Centro de Investigaciones Fonéticas y no merecía ser rechazado; era un buen estudiante aunque no de las materias que interesaban a los otros. Había creado una teoría: «La Voz no surge de las cuerdas vocales ni del aire que las remece. Existe sin que nadie la produzca. Sólo que está prisionera en los músculos de la garganta y depende de la voluntad.»

«Quiero libertarla. Hacer que salga por cualquier parte del cuerpo: por un ojo, por una mano. Conseguido esto, independizarla de mi voluntad. Entonces sonará cuando y por donde ella quiera. Yo la oiré.»

Abandonó la ciudad universitaria y arrendó un cuarto en una pensión. Como no se asomaba al corredor, llegaron a olvidarlo. El mozo no lo atendía. Su cama se pobló de parásitos y tuvo que acostumbrarse a las privaciones: podía pasar semanas masticando pan duro y bebiendo agua. Ni siquiera necesitaba dormir; afiebrado, velaba trabajando según sus métodos.

Después de mucho, cuando, como las ratas a un barco derruido, los bichos iban abandonándolo por no tener qué succionar en su piel seca, encontró lo que buscaba. Al roer aquella noche el pan y herirse con la corteza, emitió una exclamación que salió por una pierna. Enloqueció de júbilo, escapó desnudo a la calle... A nadie le importó. Siguieron comiendo.

Octavio, en cueros, no podía ir lejos. Los cubos de madera del pavimento se hinchaban absorbiendo lluvia. Las llaves colgadas ante el gremio de los maestros cerrajeros sonaban removidas por el viento del mar; al mismo tiempo se balanceaban los avisos de neón de las bebidas gaseosas. Detrás de los vitrales las hijas, junto al teléfono, tocaban el laúd, y lejos, las flores de los naranjos enanos perfumaban el aire revuelto de los extramuros mientras Octavio seguía, con los pies descalzos, caminando sin rumbo y hablando por todas las partes de su cuerpo, incluyendo las secretas.

Pronto, la baja temperatura lo volteó. Cayó ante una puerta carcomida. Lo oyó maese Brumstein. Maese Brumstein fabricaba a mano sus botines. En seguida los vendía a plazos. Nadie le pagaba más de la mitad del precio estipulado. Cuando iba a cobrar el saldo, se negaban, objetando que el calzado era de mala calidad. Si el zapatero insistía, le daban una botella de aguardiente y lo echaban a palos. El anciano regresaba a la zapatería; llorando, tragaba alcohol y, ebrio, llamaba a su dios, Zipelbrúm, muñeco de madera con voz humana que un día iba a llegar para darle felicidad.

Entonaba sus salmos cuando sintió golpear contra la puerta. «¿Quién interrumpe mi oración a esta hora? ¡Iré a ver!». Vio a Octavio tendido. Sintió estremecimientos, comezón de ojos, zumbar de oídos. Con la lengua seca dijo: «¡Llegó Zipelbrúm!»... Octavio tenía la piel tan endurecida que fácilmente se le podía confundir con madera.

Maese Brumstein entró al desmayado, buscó un martillo, y clavó a Octavio en la pared, encendió tres velas delante de él y esperó.

Octavio al despertar creyó que soñaba. Se encontró clavado en una pieza obscura repleta de botellas vacías, trozos de cuero y hormas de yeso; con un viejo ebrio, de rodillas, que lloraba golpeándose el pecho con un zapato a medio hacer.

—¿Quién eres tú? —preguntó.

—¡Tiene voz humana! ¡Habla sin mover la boca: es de madera! Zipelbrúm: yo sabía que alguna vez ibas a venir para traerme la felicidad.

—¿Qué felicidad esperas de mí?

—¡Que me paguen las deudas!... ¿Será eso? Si me las pagan tendré dinero. Si uno tiene dinero es pernicioso embriagarse. Vendrá el burgomaestre y me dará un sermón; vendrá un policía y me impondrá multas; vendrán los vecinos a pedirme que entre al club de los maestros abstemios; me harán la vida imposible y ya no podré beber ni cantar mis salmos... Cierto es que no hay necesidad de salmos pidiendo que vengas, porque estás aquí. ¿Qué voy a cantar ahora? Esa era mi felicidad. Tú me tienes que decir cuál será la nueva.

—No sé qué pueda ser la felicidad para ti estando yo en tu pieza.

—¡O me dices o te golpeo! —dijo maese Brumstein, sacando un látigo.

—¡Créeme, no sé! —contestó Octavio asustado.

—¡Zipelbrúm lo sabe todo! —gritó el viejo y comenzó a azotarlo. Vapuleaba con tanta furia que Octavio empezó a quejarse a través de todos sus poros. Estos lamentos enardecieron más al zapatero, quien, bebiendo aguardiente y dando latigazos, amenazaba continuar golpeando durante horas.

¡Ahora ya tengo que hacer cuando bebo: Azoto a mi señor Zipelbrúm!

Este nuevo canto no era místico sino sensual.

Algo pasó en Octavio. Exhausto, había dejado de gritar y, sin embargo, la voz le sonaba a través de las vísceras.

—¡Gracias, maese Brumstein! ¡La Voz se ha liberado de mi voluntad!

El zapatero estaba perplejo. Empezó a buscar. Al cabo de un tiempo se acercó al cuerpo de Octavio y apoyó una oreja. Sonrió. «El canto tiene que ser para mí.»

Tomó un cuchillo y hundiéndolo en el cuerpo de su dios, lo fue abriendo. Octavio quiso pedir: «Ahora que lo he logrado, no me la quites», pero no tenía voz para decirlo. Ella vibraba libre, como un animal joven.

La voz abandonó el cadáver de su antiguo amo, recorrió el cuarto para después salir por la ventana y perderse hacia lo lejos.

Maese Brumstein la oyó alejarse. Bebió un último trago, desclavó los restos, los arrastró al fondo de la casa y trepándose por el cerco, dejó caer el cuerpo abierto en el patio de su vecino. Siete grandes perros se acercaron.

Maese Brumstein, mientras se disponía a dormir, exclamó: —¡No era Zipelbrúm!

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