Por Jean Austen
CAPÍTULO I
Es una verdad mundialmente
reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una
esposa.
Sin embargo,
poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones
cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad está tan arraigada en
las mentes de algunas de las familias que lo rodean, que algunas le consideran
de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas.
––Mi querido
señor Bennet ––le dijo un día su esposa––, ¿sabías que, por fin, se ha
alquilado Netherfield Park?
El señor Bennet
respondió que no.
––Pues así es
––insistió ella––; la señora Long ha estado aquí
hace un momento y me lo ha contado todo.
El señor Bennet
no hizo ademán de contestar.
––¿No quieres
saber quién lo ha alquilado? ––se impacientó su esposa.
––Eres tú la
que quieres contármelo, y yo no tengo inconveniente en oírlo.
Esta sugerencia
le fue suficiente.
––Pues sabrás,
querido, que la señora Long dice que
Netherfield ha sido alquilado por un joven muy rico del norte de Inglaterra;
que vino el lunes en un landó de cuatro
caballos para ver el lugar; y que se quedó tan encantado con él que
inmediatamente llegó a un acuerdo con el señor Morris; que antes de San Miguel vendrá a ocuparlo; y que algunos de sus
criados estarán en la casa a finales de la semana que viene.
––¿Cómo se
llama?
––Bingley.
––¿Está casado
o soltero?
––¡Oh!,
soltero, querido, por supuesto. Un hombre soltero y de gran fortuna; cuatro o
cinco mil libras al año. ¡Qué buen partido para nuestras hijas!
––¿Y qué? ¿En
qué puede afectarles?
––Mi querido
señor Bennet ––contestó su esposa––, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? Debes saber
que estoy pensando en casarlo con una de ellas.
––¿Es ese el
motivo que le ha traído?
––¡Motivo!
Tonterías, ¿cómo puedes decir eso? Es muy posible que se enamore de una de
ellas, y por eso debes ir a visitarlo tan pronto como llegue.
––No veo la
razón para ello. Puedes ir tú con las muchachas o mandarlas a ellas solas, que
tal vez sea mejor; como tú eres tan guapa como cualquiera de ellas, a lo mejor
el señor Bingley te prefiere a ti.
––Querido, me
adulas. Es verdad que en un tiempo no estuve nada mal, pero ahora no puedo
pretender ser nada fuera de lo común. Cuando una mujer tiene cinco hijas
creciditas, debe dejar de pensar en su propia belleza.
––En tales
casos, a la mayoría de las mujeres no les queda mucha belleza en qué pensar.
––Bueno,
querido, de verdad, tienes que ir a visitar al señor Bingley en cuanto se
instale en el vecindario.
––No te lo
garantizo.
––Pero piensa
en tus hijas. Date cuenta del partido que sería para una de ellas. Sir Willam y lady Lucas están
decididos a ir, y sólo con ese propósito. Ya sabes que normalmente no visitan a
los nuevos vecinos. De veras, debes ir, porque para nosotras será imposible
visitarlo si tú no lo haces.
––Eres
demasiado comedida. Estoy seguro de que el señor Bingley se alegrará mucho de
veros; y tú le llevarás unas líneas de mi parte para asegurarle que cuenta con
mi más sincero consentimiento para que contraiga matrimonio con una de ellas;
aunque pondré alguna palabra en favor de mi pequeña Lizzy.
––Me niego a
que hagas tal cosa. Lizzy no es en nada mejor que las otras, no es ni la mitad
de guapa que Jane, ni la mitad de
alegre que Lydia.
Pero
tú siempre la prefieres a ella.
––Ninguna de
las tres es muy recomendable ––le respondió––. Son tan tontas e ignorantes como
las demás muchachas; pero Lizzy tiene algo más de agudeza que sus hermanas.
––¡Señor Bennet! ¿Cómo puedes
hablar así de tus hijas? Te encanta disgustarme. No tienes compasión de mis
pobres nervios.
––Te equivocas,
querida. Les tengo mucho respeto a tus nervios. Son viejos amigos míos. Hace
por lo menos veinte años que te oigo mencionarlos con mucha consideración.
––¡No sabes
cuánto sufro!
––Pero te
pondrás bien y vivirás para ver venir a este lugar a muchos jóvenes de esos de
cuatro mil libras al año.
––No serviría
de nada si viniesen esos veinte jóvenes y no fueras a visitarlos.
––Si depende de
eso, querida, en cuanto estén aquí los veinte, los visitaré a todos.
El señor Bennet
era una mezcla tan rara entre ocurrente, sarcástico, reservado y caprichoso,
que la experiencia de veintitrés años no habían sido suficientes para que su
esposa entendiese su carácter. Sin embargo, el de ella era menos difícil, era
una mujer de poca inteligencia, más bien inculta y de temperamento desigual. Su
meta en la vida era casar a sus hijas; su consuelo, las visitas y el cotilleo.
CAPÍTULO II
El señor Bennet
fue uno de los primeros en presentar sus respetos al señor Bingley. Siempre
tuvo la intención de visitarlo, aunque, al final, siempre le aseguraba a su
esposa que no lo haría; y hasta la tarde después de su visita, su mujer no se
enteró de nada. La cosa se llegó a saber de la siguiente manera: observando el
señor Bennet cómo su hija se colocaba un sombrero, dijo:
––Espero que al
señor Bingley le guste, Lizzy.
––¿Cómo podemos
saber qué le gusta al señor Bingley ––dijo su esposa resentida–– si todavía no
hemos ido a visitarlo?
––Olvidas, mamá
––dijo Elizabeth–– que lo veremos
en las fiestas, y que la señora Long ha prometido
presentárnoslo.
––No creo que
la señora Long haga semejante cosa. Ella
tiene dos sobrinas en quienes pensar; es egoísta e hipócrita y no merece mi
confianza.
––Ni la mía
tampoco ––dijo el señor Bennet–– y me alegro de saber que no dependes de sus
servicios. La señora Bennet no se dignó contestar; pero incapaz de contenerse
empezó a reprender a una de sus hijas.
––¡Por el amor
de Dios, Kitty no sigas tosiendo así! Ten compasión de mis nervios. Me los
estás destrozando.
––Kitty no es nada discreta tosiendo ––dijo su
padre––. Siempre lo hace en momento inoportuno.
––A mí no me
divierte toser ––replicó Kitty quejándose.
––¿Cuándo es tu
próximo baile, Lizzy?
––De mañana en
quince días.
––Sí, así es
––exclamó la madre––. Y la señora Long no volverá
hasta un día antes; así que le será imposible presentarnos al señor Bingley,
porque todavía no le conocerá.
––Entonces, señora Bennet,
puedes tomarle la delantera a tu amiga y presentárselo tú a ella.
––Imposible,
señor Bennet, imposible, cuando yo tampoco le conozco. ¿Por qué te burlas?
––Celebro tu
discreción. Una amistad de quince días es verdaderamente muy poco. En realidad,
al cabo de sólo dos semanas no se puede saber muy bien qué clase de hombre es.
Pero si no nos arriesgamos nosotros, lo harán otros. Al fin y al cabo, la
señora Long y sus sobrinas pueden
esperar a que se les presente su oportunidad; pero, no obstante, como creerá
que es un acto de delicadeza por su parte el declinar la atención, seré yo el
que os lo presente.
Las muchachas
miraron a su padre fijamente. La señora Bennet se limitó a decir:
––¡Tonterías,
tonterías!
––¿Qué
significa esa enfática exclamación? ––preguntó el señor Bennet––. ¿Consideras
las fórmulas de presentación como tonterías, con la importancia que tienen? No
estoy de acuerdo contigo en eso. ¿Qué dices tú, Mary? Que yo sé que eres una joven muy reflexiva, y que lees grandes libros
y los resumes.
Mary quiso decir algo sensato, pero no supo cómo.
––Mientras Mary aclara sus ideas ––continuó él––, volvamos al señor
Bingley.
––¡Estoy harta
del señor Bingley! ––gritó su esposa.
––Siento mucho
oír eso; ¿por qué no me lo dijiste antes? Si lo hubiese sabido esta mañana, no
habría ido a su casa. ¡Mala suerte! Pero como ya le he visitado, no podemos
renunciar a su amistad ahora.
El asombro de
las señoras fue precisamente el que él deseaba; quizás el de la señora Bennet
sobrepasara al resto; aunque una vez acabado el alboroto que produjo la
alegría, declaró que en el fondo era lo que ella siempre había figurado.
––¡Mi querido
señor Bennet, que bueno eres! Pero sabía que al final te convencería. Estaba
segura de que quieres lo bastante a tus hijas como para no descuidar este
asunto. ¡Qué contenta estoy! ¡Y qué broma tan graciosa, que hayas ido esta
mañana y no nos hayas dicho nada hasta ahora!
––Ahora, Kitty, ya puedes toser cuanto quieras ––dijo el
señor Bennet; y salió del cuarto fatigado por el entusiasmo de su mujer.
––¡Qué padre
más excelente tenéis, hijas! ––dijo ella una vez cerrada la puerta––. No sé
cómo podréis agradecerle alguna vez su amabilidad, ni yo tampoco, en lo que a
esto se refiere. A estas alturas, os aseguro que no es agradable hacer nuevas
amistades todos los días. Pero por vosotras haríamos cualquier cosa. Lydia, cariño, aunque
eres la más joven, apostaría a que el señor Bingley bailará contigo en el
próximo baile.
––Estoy
tranquila ––dijo Lydia firmemente––, porque aunque soy la más joven, soy la más alta.
El resto de la
tarde se lo pasaron haciendo conjeturas sobre si el señor Bingley devolvería
pronto su visita al señor Bennet, y determinando cuándo podrían invitarle a
cenar.
CAPÍTULO III
Por más que la
señora Bennet, con la ayuda de sus hijas, preguntase sobre el tema, no conseguía
sacarle a su marido ninguna descripción satisfactoria del señor Bingley. Le
atacaron de varias maneras: con preguntas clarísimas, suposiciones ingeniosas,
y con indirectas; pero por muy hábiles que fueran, él las eludía todas. Y al
final se vieron obligadas a aceptar la información de segunda mano de su vecina
lady Lucas. Su impresión era muy
favorable, sir William había quedado
encantado con él. Era joven, guapísimo, extremadamente agradable y para colmo
pensaba asistir al próximo baile con un grupo de amigos. No podía haber nada
mejor. El que fuese aficionado al baile era verdaderamente una ventaja a la
hora de enamorarse; y así se despertaron vivas esperanzas para conseguir el
corazón del señor Bingley. ––Si pudiera ver a una de mis hijas viviendo felizmente
en Netherfield, y a las otras igual de bien casadas, ya no desearía más en la
vida le dijo la señora Bennet a su
marido.
Pocos días
después, el señor Bingley le devolvió la visita al señor Bennet y pasó con él
diez minutos en su biblioteca. Él había abrigado la esperanza de que se le
permitiese ver a las muchachas de cuya belleza había oído hablar mucho; pero no
vio más que al padre. Las señoras fueron un poco más afortunadas, porque tuvieron
la ventaja de poder comprobar desde una ventana alta que el señor Bingley
llevaba un abrigo azul y montaba un caballo negro.
Poco después le
enviaron una invitación para que fuese a cenar. Y cuando la señora Bennet tenía
ya planeados los manjares que darían crédito de su buen hacer de ama de casa,
recibieron una respuesta que echaba todo a perder. El señor Bingley se veía
obligado a ir a la ciudad al día siguiente, y en consecuencia no podía aceptar
el honor de su invitación. La señora Bennet se quedó bastante desconcertada. No
podía imaginar qué asuntos le reclamaban en la ciudad tan poco tiempo después
de su llegada a Hertfordshire; y empezó a
temer que iba a andar siempre revoloteando de un lado para otro sin
establecerse definitivamente y como es debido en Netherfield. Lady Lucas apaciguó un poco sus temores llegando a la
conclusión de que sólo iría a Londres para reunir a un grupo de amigos para la
fiesta. Y pronto corrió el rumor de que Bingley iba a traer a doce damas y a
siete caballeros para el baile. Las muchachas se afligieron por semejante número
de damas; pero el día antes del baile se consolaron al oír que en vez de doce
había traído sólo a seis, cinco hermanas y una prima. Y cuando el día del baile
entraron en el salón, sólo eran cinco en total: el señor Bingley, sus dos
hermanas, el marido de la mayor y otro joven.
El señor
Bingley era apuesto, tenía aspecto de caballero, semblante agradable y modales
sencillos y poco afectados. Sus hermanas eran mujeres hermosas y de indudable
elegancia. Su cuñado, el señor Hurst, casi no tenía aspecto de caballero; pero fue su
amigo el señor Darcy el que pronto centró la atención del salón por su
distinguida personalidad, era un hombre alto, de bonitas facciones y de porte
aristocrático. Pocos minutos después de su entrada ya circulaba el rumor de que
su renta era de diez mil libras al año. Los señores declaraban que era un
hombre que tenía mucha clase; las señoras decían que era mucho más guapo que
Bingley, siendo admirado durante casi la mitad de la velada, hasta que sus
modales causaron tal disgusto que hicieron cambiar el curso de su buena fama;
se descubrió que era un hombre orgulloso, que pretendía estar por encima de
todos los demás y demostraba su insatisfacción con el ambiente que le rodeaba;
ni siquiera sus extensas posesiones en Derbyshire
podían
salvarle ya de parecer odioso y desagradable y de que se considerase que no
valía nada comparado con su amigo.
El señor
Bingley enseguida trabó amistad con las principales personas del salón; era
vivo y franco, no se perdió ni un solo baile, lamentó que la fiesta acabase tan
temprano y habló de dar una él en Netherfield. Tan agradables cualidades
hablaban por sí solas. ¡Qué diferencia entre él y su amigo! El señor Darcy
bailó sólo una vez con la señora Hurst y otra con la señorita Bingley, se negó a que le presentasen
a ninguna otra dama y se pasó el resto de la noche deambulando por el salón y
hablando de vez en cuando con alguno de sus acompañantes. Su carácter estaba
definitivamente juzgado. Era el hombre más orgulloso y más antipático del
mundo y todos esperaban que no volviese más por allí. Entre los más ofendidos
con Darcy estaba la señora Bennet, cuyo disgusto por su comportamiento se
había agudizado convirtiéndose en una ofensa personal por haber despreciado a
una de sus hijas.
Había tan pocos
caballeros que Elizabeth Bennet se había
visto obligada a sentarse durante dos bailes; en ese tiempo Darcy estuvo lo
bastante cerca de ella para que la muchacha pudiese oír una conversación entre
él y el señor Bingley, que dejó el baile unos minutos para convencer a su amigo
de que se uniese a ellos.
––Ven, Darcy
––le dijo––, tienes que bailar. No soporto verte ahí de pie, solo y con esa
estúpida actitud. Es mejor que bailes.
––No pienso
hacerlo. Sabes cómo lo detesto, a no ser que conozca personalmente a mi pareja.
En una fiesta como ésta me sería imposible. Tus hermanas están comprometidas, y
bailar con cualquier otra mujer de las que hay en este salón sería como un
castigo para mí.
––No deberías
ser tan exigente y quisquilloso ––se quejó Bingley––. ¡Por lo que más quieras!
Palabra de honor, nunca había visto a tantas muchachas tan encantadoras como
esta noche; y hay algunas que son especialmente bonitas.
––Tú estás
bailando con la única chica guapa del salón ––dijo el señor Darcy mirando a la
mayor de las Bennet.
––¡Oh! ¡Ella es
la criatura más hermosa que he visto en mi vida! Pero justo detrás de ti está
sentada una de sus hermanas que es muy guapa y apostaría que muy agradable.
Deja que le pida a mi pareja que te la presente.
––¿Qué dices?
––y, volviéndose, miró por un momento a Elizabeth,
hasta
que sus miradas se cruzaron, él apartó inmediatamente la suya y dijo fríamente:
––No está mal, aunque no es lo bastante guapa como para tentarme; y no estoy de
humor para hacer caso a las jóvenes que han dado de lado otros. Es mejor que
vuelvas con tu pareja y disfrutes de sus sonrisas porque estás malgastando el
tiempo conmigo.
El señor
Bingley siguió su consejo. El señor Darcy se alejó; y Elizabeth se quedó allí con sus no muy cordiales sentimientos hacia él. Sin embargo,
contó la historia a sus amigas con mucho humor porque era graciosa y muy
alegre, y tenía cierta disposición a hacer divertidas las cosas ridículas.
En resumidas
cuentas, la velada transcurrió agradablemente para toda la familia. La señora
Bennet vio cómo su hija mayor había sido admirada por los de Netherfield. El
señor Bingley había bailado con ella dos veces, y sus hermanas estuvieron muy
atentas con ella. Jane estaba tan
satisfecha o más que su madre, pero se lo guardaba para ella. Elizabeth se alegraba por Jane. Mary había oído cómo la señorita Bingley decía de
ella que era la muchacha más culta del vecindario. Y Catherine y Lydia habían tenido la suerte de no quedarse nunca sin
pareja, que, como les habían enseñado, era de lo único que debían preocuparse
en los bailes. Así que volvieron contentas a Longbourn, el pueblo donde vivían
y del que eran los principales habitantes. Encontraron al señor Bennet aún
levantado; con un libro delante perdía la noción del tiempo; y en esta ocasión
sentía gran curiosidad por los acontecimientos de la noche que había
despertado tanta expectación. Llegó a creer que la opinión de su esposa sobre
el forastero pudiera ser desfavorable; pero pronto se dio cuenta de que lo que
iba a oír era todo lo contrario.
––¡Oh!, mi
querido señor Bennet ––dijo su esposa al entrar en la habitación––. Hemos
tenido una velada encantadora, el baile fue espléndido. Me habría gustado que
hubieses estado allí. Jane despertó tal
admiración, nunca se había visto nada igual. Todos comentaban lo guapa que
estaba, y el señor Bingley la encontró bellísima y bailó con ella dos veces.
Fíjate, querido; bailó con ella dos veces. Fue a la única de todo el salón a
la que sacó a bailar por segunda vez. La primera a quien sacó fue a la señorita
Lucas. Me contrarió bastante verlo bailar con ella, pero a él no le gustó nada.
¿A quién puede gustarle?, ¿no crees? Sin embargo pareció quedarse prendado de Jane cuando la vio bailar. Así es que preguntó quién era,
se la presentaron y le pidió el siguiente baile. Entonces bailó el tercero con
la señorita King, el cuarto con
María Lucas, el quinto otra vez con Jane,
el
sexto con Lizzy y el boulanger...
––¡Si hubiese
tenido alguna compasión de mí ––gritó el marido impaciente–– no habría gastado
tanto! ¡Por el amor de Dios, no me hables más de sus parejas! ¡Ojalá se hubiese
torcido un tobillo en el primer baile!
––¡Oh, querido
mío! Me tiene fascinada, es increíblemente guapo, y sus hermanas son
encantadoras. Llevaban los vestidos más elegantes que he visto en mi vida. El
encaje del de la señora Hurst...
Aquí fue
interrumpida de nuevo. El señor Bennet protestó contra toda descripción de
atuendos. Por lo tanto ella se vio obligada a pasar a otro capítulo del relato,
y contó, con gran amargura y algo de exageración, la escandalosa rudeza del
señor Darcy.
––Pero puedo
asegurarte ––añadió–– que Lizzy no pierde gran cosa con no ser su tipo, porque
es el hombre más desagradable y horrible que existe, y no merece las simpatías
de nadie. Es tan estirado y tan engreído que no hay forma de soportarle. No
hacía más que pasearse de un lado para otro como un pavo real. Ni siquiera es
lo bastante guapo para que merezca la pena bailar con él. Me habría gustado que
hubieses estado allí y que le hubieses dado una buena lección. Le detesto.
CAPÍTULO IV
Cuando Jane y Elizabeth se quedaron solas, la primera, que había sido
cautelosa a la hora de elogiar al señor Bingley, expresó a su hermana lo mucho
que lo admiraba.
––Es todo lo
que un hombre joven debería ser ––dijo ella––, sensato, alegre, con sentido del
humor; nunca había visto modales tan desenfadados, tanta naturalidad con una
educación tan perfecta.
––Y también es
guapo ––replicó Elizabeth––, lo cual nunca está de más en
un joven. De modo que es un hombre completo.
––Me sentí muy
adulada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante
cumplido.
––¿No te lo
esperabas? Yo sí. Ésa es la gran diferencia entre nosotras. A ti los cumplidos
siempre te cogen de sorpresa, a mí, nunca. Era lo más natural que te sacase a
bailar por segunda vez. No pudo pasarle inadvertido que eras cinco veces más
guapa que todas las demás mujeres que había en el salón. No agradezcas su
galantería por eso. Bien, la verdad es que es muy agradable, apruebo que te
guste. Te han gustado muchas personas estúpidas.
––¡Lizzy,
querida!
––¡Oh! Sabes
perfectamente que tienes cierta tendencia a que te guste toda la gente. Nunca
ves un defecto en nadie. Todo el mundo es bueno y agradable a tus ojos. Nunca
te he oído hablar mal de un ser humano en mi vida.
––No quisiera
ser imprudente al censurar a alguien; pero siempre digo lo que pienso.
––Ya lo sé; y
es eso lo que lo hace asombroso. Estar tan ciega para las locuras y tonterías
de los demás, con el buen sentido que tienes. Fingir candor es algo bastante
corriente, se ve en todas partes. Pero ser cándido sin ostentación ni
premeditación, quedarse con lo bueno de cada uno, mejorarlo aun, y no decir
nada de lo malo, eso sólo lo haces tú. Y también te gustan sus hermanas, ¿no es
así? Sus modales no se parecen en nada a los de él.
––Al principio
desde luego que no, pero cuando charlas con ellas son muy amables. La señorita
Bingley va a venir a vivir con su hermano y ocuparse de su casa. Y, o mucho me
equivoco, o estoy segura de que encontraremos en ella una vecina encantadora.
Elizabeth escuchaba en silencio, pero no estaba
convencida. El comportamiento de las hermanas de Bingley no había sido a
propósito para agradar a nadie. Mejor observadora que su hermana, con un temperamento
menos flexible y un juicio menos propenso a dejarse influir por los halagos, Elizabeth estaba poco dispuesta a aprobar a las
Bingley. Eran, en efecto, unas señoras muy finas, bastante alegres cuando no
se las contrariaba y, cuando ellas querían, muy agradables; pero orgullosas y engreídas.
Eran bastante bonitas; habían sido educadas en uno de los mejores colegios de
la capital y poseían una fortuna de veinte mil libras; estaban acostumbradas a
gastar más de la cuenta y a relacionarse con gente de rango, por lo que se
creían con el derecho de tener una buena opinión de sí mismas y una pobre
opinión de los demás. Pertenecían a una honorable familia del norte de
Inglaterra, circunstancia que estaba más profundamente grabada en su memoria
que la de que tanto su fortuna como la de su hermano había sido hecha en el
comercio.
El señor
Bingley heredó casi cien mil libras de su padre, quien ya había tenido la
intención de comprar una mansión pero no vivió para hacerlo. El señor Bingley
pensaba de la misma forma y a veces parecía decidido a hacer la elección
dentro de su condado; pero como ahora disponía de una buena casa y de la
libertad de un propietario, los que conocían bien su carácter tranquilo dudaban
el que no pasase el resto de sus días en Netherfield y dejase la compra para la
generación venidera.
Sus hermanas
estaban ansiosas de que él tuviera una mansión de su propiedad. Pero aunque en
la actualidad no fuese más que arrendatario, la señorita Bingley no dejaba por
eso de estar deseosa de presidir su mesa; ni la señora Hurst, que se había casado con un
hombre más elegante que rico, estaba menos dispuesta a considerar la casa de
su hermano como la suya propia siempre que le conviniese.
A los dos años
escasos de haber llegado el señor Bingley a su mayoría de edad, una casual recomendación
le indujo a visitar la posesión de Netherfield. La vio por dentro y por fuera
durante media hora, y se dio por satisfecho con las ponderaciones del propietario,
alquilándola inmediatamente.
Ente él y Darcy
existía una firme amistad a pesar de tener caracteres tan opuestos. Bingley
había ganado la simpatía de Darcy por su temperamento abierto y dócil y por su
naturalidad, aunque no hubiese una forma de ser que ofreciese mayor contraste a
la suya y aunque él parecía estar muy satisfecho de su carácter. Bingley sabía
el respeto que Darcy le tenía, por lo que confiaba plenamente en él, así como
en su buen criterio. Entendía a Darcy como nadie. Bingley no era nada tonto,
pero Darcy era mucho más inteligente. Era al mismo tiempo arrogante, reservado
y quisquilloso, y aunque era muy educado, sus modales no le hacían nada
atractivo. En lo que a esto respecta su amigo tenía toda la ventaja, Bingley
estaba seguro de caer bien dondequiera que fuese, sin embargo Darcy era siempre
ofensivo.
El mejor
ejemplo es la forma en la que hablaron de la fiesta de Meryton. Bingley nunca
había conocido a gente más encantadora ni a chicas más guapas en su vida; todo
el mundo había sido de lo más amable y atento con él, no había habido
formalidades ni rigidez, y pronto se hizo amigo de todo el salón; y en cuanto a
la señorita Bennet, no podía concebir un ángel que fuese más bonito. Por el
contrario, Darcy había visto una colección de gente en quienes había poca
belleza y ninguna elegancia, por ninguno de ellos había sentido el más mínimo
interés y de ninguno había recibido atención o placer alguno. Reconoció que la
señorita Bennet era hermosa, pero sonreía demasiado. La señora Hurst y su hermana lo
admitieron, pero aun así les gustaba y la admiraban, dijeron de ella que era
una muchacha muy dulce y que no pondrían inconveniente en conocerla mejor.
Quedó establecido, pues, que la señorita Bennet era una muchacha muy dulce y
por esto el hermano se sentía con autorización para pensar en ella como y
cuando quisiera.
CAPÍTULO V
A poca
distancia de Longbourn vivía una familia con la que los Bennet tenían especial
amistad. Sir William Lucas había
tenido con anterioridad negocios en Meryton, donde había hecho una regular fortuna
y se había elevado a la categoría de caballero por petición al rey durante su
alcaldía. Esta distinción se le había subido un poco a la cabeza y empezó a no
soportar tener que dedicarse a los negocios y vivir en una pequeña ciudad
comercial; así que dejando ambos se mudó con su familia a una casa a una milla
de Meryton, denominada desde entonces Lucas Lodge,
donde
pudo dedicarse a pensar con placer en su propia importancia, y desvinculado de
sus negocios, ocuparse solamente de ser amable con todo el mundo. Porque aunque
estaba orgulloso de su rango, no se había vuelto engreído; por el contrario,
era todo atenciones para con todo el mundo. De naturaleza inofensivo, sociable
y servicial, su presentación en St. James le había
hecho además, cortés.
La señora Lucas
era una buena mujer aunque no lo bastante inteligente para que la señora Bennet
la considerase una vecina valiosa. Tenían varios hijos. La mayor, una joven
inteligente y sensata de unos veinte años, era la amiga íntima de Elizabeth.
Que las Lucas y
las Bennet se reuniesen para charlar después de un baile, era algo
absolutamente necesario, y la mañana después de la fiesta, las Lucas fueron a
Longbourn para cambiar impresiones.
––Tú empezaste
bien la noche, Charlotte ––dijo la
señora Bennet fingiendo toda amabilidad posible hacia la señorita Lucas––. Fuiste
la primera que eligió el señor Bingley.
––Sí, pero
pareció gustarle más la segunda.
––¡Oh! Te
refieres a Jane, supongo, porque
bailó con ella dos veces. Sí, parece que le gustó; sí, creo que sí. Oí algo, no
sé, algo sobre el señor Robinson.
––Quizá se
refiera a lo que oí entre él y el señor Robinson, ¿no se lo he contado? El
señor Robinson le preguntó si le gustaban las fiestas de Meryton, si no creía
que había muchachas muy hermosas en el salón y cuál le parecía la más bonita de
todas. Su respuesta a esta última pregunta fue inmediata: «La mayor de las
Bennet, sin duda. No puede haber más que una opinión sobre ese particular.»
––¡No me digas!
Parece decidido a... Es como si... Pero, en fin, todo puede acabar en nada.
––Lo que yo oí
fue mejor que lo que oíste tú, ¿verdad, Elizabeth?
––dijo
Charlotte––. Merece más la pena oír al
señor Bingley que al señor Darcy, ¿no crees? ¡Pobre Eliza! Decir sólo: «No está
mal. »
––Te suplico
que no le metas en la cabeza a Lizzy que se disguste por Darcy. Es un hombre
tan desagradable que la desgracia sería gustarle. La señora Long me dijo que había estado sentado a su lado y que no
había despegado los labios.
––¿Estás segura,
mamá? ¿No te equivocas? Yo vi al señor Darcy hablar con ella.
––Sí, claro;
porque ella al final le preguntó si le gustaba Netherfield, y él no tuvo más
remedio que contestar; pero la señora Long
dijo
que a él no le hizo ninguna gracia que le dirigiese la palabra.
––La señorita
Bingley me dijo ––comentó Jane que él no solía hablar mucho, a no ser con sus
amigos íntimos. Con ellos es increíblemente agradable.
––No me creo
una palabra, querida. Si fuese tan agradable habría hablado con la señora Long. Pero ya me imagino qué pasó. Todo el mundo dice que
el orgullo no le cabe en el cuerpo, y apostaría a que oyó que la señora Long no tiene coche y que fue al baile en uno de alquiler.
––A mí no me
importa que no haya hablado con la señora Long
––dijo
la señorita Lucas––, pero desearía que hubiese bailado con Eliza.
––Yo que tú,
Lizzy ––agregó la madre––, no bailaría con él nunca más.
––Creo, mamá,
que puedo prometerte que nunca bailaré con él.
––El orgullo
––dijo la señorita Lucas–– ofende siempre, pero a mí el suyo no me resulta tan
ofensivo. Él tiene disculpa. Es natural que un hombre atractivo, con familia,
fortuna y todo a su favor tenga un alto concepto de sí mismo. Por decirlo de
algún modo, tiene derecho a ser orgulloso.
––Es muy cierto
––replicó Elizabeth––, podría perdonarle
fácilmente su orgullo si no hubiese mortificado el mío.
––El orgullo
––observó Mary, que se preciaba
mucho de la solidez de sus reflexiones––, es un defecto muy común. Por todo lo
que he leído, estoy convencida de que en realidad es muy frecuente que la
naturaleza humana sea especialmente propensa a él, hay muy pocos que no
abriguen un sentimiento de autosuficiencia por una u otra razón, ya sea real o
imaginaria. La vanidad y el orgullo son cosas distintas, aunque muchas veces
se usen como sinónimos. El orgullo está relacionado con la opinión que tenemos
de nosotros mismos; la vanidad, con lo que quisiéramos que los demás pensaran
de nosotros.
––Si yo fuese
tan rico como el señor Darcy, exclamó un joven Lucas que había venido con sus
hermanas––, no me importaría ser orgulloso. Tendría una jauría de perros de
caza, y bebería una botella de vino al día.
––Pues beberías
mucho más de lo debido ––dijo la señora Bennet–– y si yo te viese te quitaría
la botella inmediatamente.
El niño dijo
que no se atrevería, ella que sí, y así siguieron discutiendo hasta que se dio
por finalizada la visita.
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