Por Jean Austen
CAPÍTULO VI
Las señoras de Longbourn no tardaron en ir a visitar a
las de Netherfield, y éstas devolvieron la visita como es costumbre. El encanto
de la señorita Bennet aumentó la estima que la señora Hurst y la señorita Bingley
sentían por ella; y aunque encontraron que la madre era intolerable y que no
valía la pena dirigir la palabra a las hermanas menores, expresaron el deseo
de profundizar las relaciones con ellas en atención a las dos mayores. Esta
atención fue recibida por Jane con agrado,
pero Elizabeth seguía viendo arrogancia en
su trato con todo el mundo, exceptuando, con reparos, a su hermana; no podían
gustarle. Aunque valoraba su amabilidad con Jane,
sabía
que probablemente se debía a la influencia de la admiración que el hermano
sentía por ella. Era evidente, dondequiera que se encontrasen, que Bingley
admiraba a Jane; y para Elizabeth también era evidente que en su hermana
aumentaba la inclinación que desde el principio sintió por él, lo que la
predisponía a enamorarse de él; pero se daba cuenta, con gran satisfacción, de
que la gente no podría notarlo, puesto que Jane
uniría
a la fuerza de sus sentimientos moderación y una constante jovialidad, que
ahuyentaría las sospechas de los impertinentes. Así se lo comentó a su amiga,
la señorita Lucas.
––Tal vez sea
mejor en este caso ––replicó Charlotte––
poder
escapar a la curiosidad de la gente; pero a veces es malo ser tan reservada. Si
una mujer disimula su afecto al objeto del mismo, puede perder la oportunidad
de conquistarle; y entonces es un pobre consuelo pensar que los demás están en
la misma ignorancia. Hay tanto de gratitud y vanidad en casi todos, los
cariños, que no es nada conveniente dejarlos a la deriva. Normalmente todos
empezamos por una ligera preferencia, y eso sí puede ser simplemente porque sí,
sin motivo; pero hay muy pocos que tengan tanto corazón como para enamorarse
sin haber sido estimulados. En nueve de cada diez casos, una mujer debe
mostrar más cariño del que siente. A Bingley le gusta tu hermana,
indudablemente; pero si ella no le ayuda, la cosa no pasará de ahí.
––Ella le ayuda
tanto como se lo permite su forma de ser. Si yo puedo notar su cariño hacia él,
él, desde luego, sería tonto si no lo descubriese.
––Recuerda,
Eliza, que él no conoce el carácter de Jane
como
tú.
––Pero si una
mujer está interesada por un hombre y no trata de ocultarlo, él tendrá que
acabar por descubrirlo.
––Tal vez sí,
si él la ve lo bastante. Pero aunque Bingley y Jane están juntos a menudo, nunca es por mucho tiempo; y además como sólo
se ven en fiestas con mucha gente, no pueden hablar a solas. Así que Jane debería aprovechar al máximo cada minuto en el que
pueda llamar su atención. Y cuando lo tenga seguro, ya tendrá tiempo––para
enamorarse de él todo lo que quiera.
––Tu plan es
bueno ––contestó Elizabeth––, cuando la
cuestión se trata sólo de casarse bien; y si yo estuviese decidida a conseguir
un marido rico, o cualquier marido, casi puedo decir que lo llevaría a cabo.
Pero esos no son los sentimientos de Jane,
ella
no actúa con premeditación. Todavía no puede estar segura de hasta qué punto le
gusta, ni el porqué. Sólo hace quince días que le conoce. Bailó cuatro veces
con él en Meryton; le vio una mañana en su casa, y desde entonces ha cenado en
su compañía cuatro veces. Esto no es suficiente para que ella conozca su
carácter.
––No tal y como
tú lo planteas. Si solamente hubiese cenado con él no habría descubierto otra
cosa que si tiene buen apetito o no; pero no debes olvidar que pasaron cuatro
veladas juntos; y cuatro veladas pueden significar bastante.
––Sí; en esas
cuatro veladas lo único que pudieron hacer es averiguar qué clase de bailes les
gustaba a cada uno, pero no creo que hayan podido descubrir las cosas realmente
importantes de su carácter.
––Bueno ––dijo Charlotte––. Deseo de todo corazón que a
Jane le salgan las cosas bien; y
si se casase con él mañana, creo que tendría más posibilidades de ser feliz que
si se dedica a estudiar su carácter durante doce meses. La felicidad en el
matrimonio es sólo cuestión de suerte. El que una pareja crea que son iguales o
se conozcan bien de antemano, no les va a traer la felicidad en absoluto. Las
diferencias se van acentuando cada vez más hasta hacerse insoportables; siempre
es mejor saber lo menos posible de la persona con la que vas a compartir tu
vida.
––Me haces
reír, Charlotte; no tiene
sentido. Sabes que no tiene sentido; además tú nunca actuarías de esa forma.
Ocupada en
observar las atenciones de Bingley para con su hermana, Elizabeth estaba lejos de sospechar que también estaba
siendo objeto de interés a los ojos del amigo de Bingley. Al principio, el
señor Darcy apenas se dignó admitir que era bonita; no había demostrado ninguna
admiración por ella en el baile; y la siguiente vez que se vieron, él sólo se fijó
en ella para criticarla. Pero tan pronto como dejó claro ante sí mismo y ante
sus amigos que los rasgos de su cara apenas le gustaban, empezó a darse cuenta
de que la bella expresión de sus ojos oscuros le daban un aire de
extraordinaria inteligencia. A este descubrimiento siguieron otros igualmente
mortificantes. Aunque detectó con ojo crítico más de un fallo en la perfecta
simetría de sus formas, tuvo que reconocer que su figura era grácil y esbelta;
y a pesar de que afirmaba que sus maneras no eran las de la gente refinada, se
sentía atraído por su naturalidad y alegría. De este asunto ella no tenía
la más remota idea. Para ella Darcy era
el hombre que se hacía
antipático dondequiera que fuese y el hombre que no la había considerado
lo bastante hermosa como para sacarla a bailar.
Darcy empezó a
querer conocerla mejor. Como paso previo para hablar con ella, se dedicó a
escucharla hablar con los demás. Este hecho llamó la atención de Elizabeth. Ocurrió un día en casa de sir Lucas donde se había reunido un amplio grupo de
gente.
––¿Qué querrá
el señor Darcy ––le dijo ella a Charlotte––,
que
ha estado escuchando mi conversación
con el coronel Forster?
––Ésa es una
pregunta que sólo el señor Darcy puede contestar.
––Si lo vuelve
a hacer le daré a entender que sé lo que pretende. Es muy satírico, y si no
empiezo siendo impertinente yo, acabaré por tenerle miedo.
Poco después se
les volvió a acercar, y aunque no parecía tener intención de hablar, la
señorita Lucas desafió a su amiga para que le mencionase el tema, lo que
inmediatamente provocó a Elizabeth, que se volvió
a él y le dijo:
––¿No cree
usted, señor Darcy, que me expresé muy bien hace un momento, cuando le insistía
al coronel Forster para que nos diese un baile en Meryton?
––Con gran energía;
pero ése es un tema que siempre llena de energía a las mujeres.
––Es usted
severo con nosotras.
––Ahora nos
toca insistirte a ti ––dijo la señorita Lucas––. Voy a abrir el piano y ya
sabes lo que sigue, Eliza.
––¿Qué clase de
amiga eres? Siempre quieres que cante y que toque delante de todo el mundo. Si
me hubiese llamado Dios por el camino de la música, serías una amiga de
incalculable valor; pero como no es así, preferiría no tocar delante de gente
que debe estar acostumbrada a escuchar a los mejores músicos ––pero como la
señorita Lucas insistía, añadió––: Muy bien, si así debe ser será ––y mirando
fríamente a Darcy dijo––: Hay un viejo refrán que aquí todo el mundo conoce muy
bien, «guárdate el aire para enfriar la sopa», y yo lo guardaré para mi canción.
El concierto de
Elizabeth fue agradable, pero no
extraordinario. Después de una o dos canciones y antes de que pudiese complacer
las peticiones de algunos que querían que cantase otra vez, fue reemplazada al
piano por su hermana Mary, que como era la
menos brillante de la familia, trabajaba duramente para adquirir conocimientos
y habilidades que siempre estaba impaciente por demostrar.
Mary no tenía ni talento ni gusto; y aunque la vanidad la
había hecho aplicada, también le había dado un aire pedante y modales afectados
que deslucirían cualquier brillantez superior a la que ella había alcanzado. A
Elizabeth, aunque había tocado la mitad
de bien, la habían escuchado con más agrado por su soltura y sencillez; Mary, al final de su largo concierto, no obtuvo más que
unos cuantos elogios por las melodías escocesas e irlandesas que había tocado a
ruegos de sus hermanas menores que, con alguna de las Lucas y dos o tres
oficiales, bailaban alegremente en un extremo del salón.
Darcy, a quien
indignaba aquel modo de pasar la velada, estaba callado y sin humor para
hablar; se hallaba tan embebido en sus propios pensamientos que no se fijó en
que sir William Lucas estaba a
su lado, hasta que éste se dirigió a él.
––¡Qué
encantadora diversión para la juventud, señor Darcy! Mirándolo bien, no hay
nada como el baile. Lo considero como uno de los mejores refinamientos de las
sociedades más distinguidas.
––Ciertamente,
señor, y también tiene la ventaja de estar de moda entre las sociedades menos
distinguidas del mundo; todos los salvajes bailan.
Sir William esbozó una sonrisa.
––Su amigo
baila maravillosamente ––continuó después de una pausa al ver a Bingley unirse
al grupo–– y no dudo, señor Darcy, que usted mismo sea un experto en la
materia.
––Me vio bailar
en Meryton, creo, señor.
––Desde luego
que sí, y me causó un gran placer verle. ¿Baila usted a menudo en Saint James?
––Nunca, señor.
¿No cree que
sería un cumplido para con ese lugar?
––Es un
cumplido que nunca concedo en ningún lugar, si puedo evitarlo.
––Creo que
tiene una casa en la capital. El señor Darcy asintió con la cabeza.
––Pensé algunas
veces en fijar mi residencia en la ciudad, porque me encanta la alta sociedad;
pero no estaba seguro de que el aire de Londres le sentase bien a lady Lucas.
Sir William hizo una pausa con la
esperanza de una respuesta, pero su compañía no estaba dispuesto a hacer
ninguna. Al ver que Elizabeth se les
acercaba, se le ocurrió hacer algo que le pareció muy galante de su parte y la
llamó.
––Mi querida
señorita Eliza, ¿por qué no está bailando? Señor Darcy, permítame que le
presente a esta joven que puede ser una excelente pareja. Estoy seguro de que
no puede negarse a bailar cuando tiene ante usted tanta belleza.
––De veras,
señor, no tenía la menor intención de bailar. Le ruego que no suponga que he venido
hasta aquí para buscar pareja.
El señor Darcy,
con toda corrección le pidió que le concediese el honor de bailar con él, pero
fue en vano. Elizabeth estaba
decidida, y ni siquiera sir William, con todos sus
argumentos, pudo persuadirla.
––Usted es excelente
en el baile, señorita Eliza, y es muy cruel por su parte negarme la
satisfacción de verla; y aunque a este caballero no le guste este entretenimiento,
estoy seguro de que no tendría inconveniente en complacernos durante media
hora.
––El señor Darcy
es muy educado ––dijo Elizabeth sonriendo.
––Lo es, en
efecto; pero considerando lo que le induce, querida Eliza, no podemos dudar de
su cortesía; porque, ¿quién podría rechazar una pareja tan encantadora?
Elizabeth les miró con coquetería y se retiró. Su
resistencia no le había perjudicado nada a los ojos del caballero, que estaba
pensando en ella con satisfacción cuando fue abordado por la señorita Bingley.
––Adivino por
qué está tan pensativo.
––Creo que no.
––Está pensando
en lo insoportable que le sería pasar más veladas de esta forma, en una
sociedad como ésta; y por supuesto, soy de su misma opinión. Nunca he estado
más enojada. ¡Qué gente tan insípida y qué alboroto arman! Con lo
insignificantes que son y qué importancia se dan. Daría algo por oír sus
críticas sobre ellos.
––Sus
conjeturas son totalmente equivocadas. Mi mente estaba ocupada en cosas más
agradables. Estaba meditando sobre el gran placer que pueden causar un par de
ojos bonitos en el rostro de una mujer hermosa.
La señorita
Bingley le miró fijamente deseando que le dijese qué dama había inspirado tales
pensamientos. El señor Darcy, intrépido, contestó:
––La señorita Elizabeth Bennet.
––¡La señorita
Bennet! Me deja atónita. ¿Desde cuándo es su favorita? Y dígame, ¿cuándo tendré
que darle la enhorabuena?
––Ésa es
exactamente la pregunta que esperaba que me hiciese. La imaginación de una dama
va muy rápido y salta de la admiración al amor y del amor al matrimonio en un
momento. Sabía que me daría la enhorabuena.
––Si lo toma
tan en serio, creeré que es ya cosa hecha. Tendrá usted una suegra encantadora,
de veras, y ni que decir tiene que estará siempre en Pemberley con ustedes.
Él la escuchaba
con perfecta indiferencia, mientras ella seguía disfrutando con las cosas que
le decía; y al ver, por la actitud de Darcy, que todo estaba a salvo, dejó
correr su ingenio durante largo tiempo.
CAPÍTULO VII
La propiedad del señor Bennet consistía casi enteramente en una hacienda
de dos mil libras al año, la cual, desafortunadamente para sus hijas, estaba
destinada, por falta de herederos varones, a un pariente lejano; y la fortuna
de la madre, aunque abundante para su posición, difícilmente podía suplir a la
de su marido. Su padre había sido abogado en Meryton y le había dejado cuatro
mil libras.
La señora
Bennet tenía una hermana casada con un tal señor Phillips que había sido empleado de su padre y le había sucedido en los
negocios, y un hermano en Londres que ocupaba un respetable lugar en el comercio.
El pueblo de
Longbourn estaba sólo a una milla de Meryton, distancia muy conveniente para
las señoritas, que normalmente tenían la tentación de ir por allí tres o cuatro
veces a la semana para visitar a su tía y, de paso, detenerse en una
sombrerería que había cerca de su casa. Las que más frecuentaban Meryton eran
las dos menores, Catherine y Lydia, que solían
estar más ociosas que sus hermanas, y cuando no se les ofrecía nada mejor,
decidían que un paseíto a la ciudad era necesario para pasar bien la mañana y
así tener conversación para la tarde; porque, aunque las noticias no solían
abundar en el campo, su tía siempre tenía algo que contar. De momento estaban
bien provistas de chismes y de alegría ante la reciente llegada de un
regimiento militar que iba a quedarse todo el invierno y tenía en Meryton
su cuartel general.
Ahora las
visitas a la señora Phillips proporcionaban
una información de lo más interesante. Cada día añadían algo más a lo que ya
sabían acerca de los nombres y las familias de los oficiales. El lugar donde se
alojaban ya no era un secreto y pronto empezaron a conocer a los oficiales en
persona.
El señor Phillips los conocía a todos, lo que constituía para
sus sobrinas una fuente de satisfacción insospechada. No hablaba de otra cosa
que no fuera de oficiales. La gran fortuna del señor Bingley, de la que tanto
le gustaba hablar a su madre, ya no valía la pena comparada con el uniforme de
un alférez.
Después de oír
una mañana el entusiasmo con el que sus hijas hablaban del tema, el señor
Bennet observó fríamente:
––Por todo lo que
puedo sacar en limpio de vuestra manera de hablar debéis de ser las muchachas
más tontas de todo el país. Ya había tenido mis sospechas algunas veces, pero
ahora estoy convencido.
Catherine se quedó desconcertada y no contestó. Lydia, con absoluta
indiferencia, siguió expresando su admiración por el capitán Carter, y dijo que esperaba verle aquel mismo día,
pues a la mañana siguiente se marchaba a Londres.
––Me deja
pasmada, querido ––dijo la señora Bennet––, lo dispuesto que siempre estás a
creer que tus hijas son tontas. Si yo despreciase a alguien, sería a las hijas
de los demás, no a las mías.
––Si mis hijas
son tontas, lo menos que puedo hacer es reconocerlo.
––Sí, pero ya
ves, resulta que son muy listas.
––Presumo que
ese es el único punto en el que no estamos de acuerdo. Siempre deseé coincidir
contigo en todo, pero en esto difiero, porque nuestras dos hijas menores son
tontas de remate.
Mi querido
señor Bennet, no esperarás que estas niñas .tengan tanto sentido
como sus padres. Cuando tengan nuestra edad apostaría a que piensan en
oficiales tanto como nosotros. Me acuerdo de una época en la que me gustó mucho
un casaca roja, y la verdad es que todavía lo llevo en mi corazón. Y si un
joven coronel con cinco o seis mil libras anuales quisiera a una de mis hijas,
no le diría que no. Encontré muy bien al coronel Forster la otra noche en casa
de sir William.
––Mamá ––dijo Lydia, la tía dice que
el coronel Forster y el capitán Carter ya no van tanto
a casa de los Watson como antes. Ahora los ve mucho en la biblioteca de Clarke.
La señora
Bennet no pudo contestar al ser interrumpida por la entrada de un lacayo que
traía una nota para la señorita Bennet; venía de Netherfield y el criado
esperaba respuesta. Los ojos de la señora Bennet brillaban de alegría y estaba
impaciente por que su hija acabase de leer.
––Bien, Jane, ¿de quién es?, ¿de qué se trata?, ¿qué dice? Date
prisa y dinos, date prisa, cariño.
––Es de la
señorita Bingley ––dijo Jane, y entonces leyó
en voz alta:
«Mi querida
amiga:
Si tienes compasión
de nosotras, ven a cenar hoy con Louisa y conmigo, si no, estaremos en peligro de odiarnos
la una a la otra el resto de nuestras vidas, porque dos mujeres juntas todo el
día no pueden acabar sin pelearse. Ven tan pronto como te sea posible, después
de recibir esta nota. Mi hermano y los otros señores cenarán con los oficiales.
Saludos,
––¡Con los
oficiales! ––exclamó Lydia––. ¡Qué raro que la tía no nos lo haya dicho!
––¡Cenar fuera!
––dijo la señora Bennet––. ¡Qué mala suerte!
––¿Puedo llevar
el carruaje? ––preguntó Jane.
––No, querida;
es mejor que vayas a caballo, porque parece que va a llover y así tendrás que
quedarte a pasar la noche.
––Sería un buen
plan ––dijo Elizabeth––, si estuvieras
segura de que no se van a ofrecer para traerla a casa.
––Oh, los
señores llevarán el landó del señor Bingley a Meryton y los Hurst no tienen
caballos propios.
––Preferiría ir
en el carruaje.
––Pero querida,
tu padre no puede prestarte los caballos. Me consta. Se necesitan en la
granja. ¿No es así, señor Bennet?
––Se necesitan
más en la granja de lo que yo puedo ofrecerlos.
––Si puedes
ofrecerlos hoy ––dijo Elizabeth––, los deseos de
mi madre se verán cumplidos.
Al final animó
al padre para que admitiese que los caballos estaban ocupados. Y, por fin, Jane se vio obligada a ir a caballo. Su madre la acompañó
hasta la puerta pronosticando muy contenta un día pésimo.
Sus esperanzas
se cumplieron; no hacía mucho que se había ido Jane, cuando empezó a llover a cántaros. Las hermanas se quedaron
intranquilas por ella, pero su madre estaba encantada. No paró de llover en
toda la tarde; era obvio que Jane no podría
volver...
––Verdaderamente,
tuve una idea muy acertada ––repetía la señora Bennet.
Sin embargo,
hasta la mañana siguiente no supo nada del resultado de su oportuna
estratagema. Apenas había acabado de desayunar cuando un criado de Netherfield
trajo la siguiente nota para Elizabeth:
«Mi querida
Lizzy:
No me encuentro
muy bien esta mañana, lo que, supongo, se debe a que ayer llegue calada hasta
los huesos. Mis amables amigas no quieren ni oírme hablar de volver a casa
hasta que no esté mejor. Insisten en que me vea el señor Jones; por lo tanto, no os alarméis si os enteráis
de que ha venido a visitarme. No tengo nada más que dolor de garganta y dolor
de cabeza. Tuya siempre,
Jane.»
––Bien, querida
––dijo el señor Bennet una vez Elizabeth
hubo
leído la nota en alto––, si Jane contrajera una
enfermedad peligrosa o se muriese sería un consuelo saber que todo fue por
conseguir al señor Bingley y bajo tus órdenes.
––¡Oh! No tengo
miedo de que se muera. La gente no se muere por pequeños resfriados sin
importancia. Tendrá buenos cuidados. Mientras esté allí todo irá de maravilla.
Iría a verla, si pudiese disponer del coche.
Elizabeth, que estaba verdaderamente preocupada, tomó la
determinación de ir a verla. Como no podía disponer del carruaje y no era buena
amazona, caminar era su única alternativa. Y declaró su decisión.
––¿Cómo puedes
ser tan tonta? exclamó su madre––. ¿Cómo se te puede ocurrir tal cosa? ¡Con el
barro que hay! ¡Llegarías hecha una facha, no estarías presentable!
––Estaría
presentable para ver a Jane que es todo lo
que yo deseo.
––¿Es una
indirecta para que mande a buscar los caballos, Lizzy? ––dijo su padre.
––No, en
absoluto. No me importa caminar. No hay distancias cuando se tiene un motivo.
Son sólo tres millas. Estaré de vuelta a la hora de cenar.
––Admiro la
actividad de tu benevolencia ––observó Mary––;
pero
todo impulso del sentimiento debe estar dirigido por la razón, y a mi juicio,
el esfuerzo debe ser proporcional a lo que se pretende.
––Iremos
contigo hasta Meryton ––dijeron Catherine
y Lydia. Elizabeth aceptó su compañía y las tres jóvenes
salieron juntas.
––Si nos damos
prisa ––dijo Lydia mientras caminaba––, tal vez podamos ver al capitán Carter antes de que se vaya.
En Meryton se
separaron; las dos menores se dirigieron a casa de la esposa de uno de los
oficiales y Elizabeth continuó su
camino sola. Cruzó campo tras campo a paso ligero, saltó cercas y sorteó charcos
con impaciencia hasta que por fin se encontró ante la casa, con los tobillos
empapados, las medias sucias y el rostro encendido por el ejercicio.
La pasaron al
comedor donde estaban todos reunidos menos Jane,
y
donde su presencia causó gran sorpresa. A la señora Hurst y a la señorita Bingley les
parecía increíble que hubiese caminado tres millas sola, tan temprano y con un
tiempo tan espantoso. Elizabeth quedó
convencida de que la hicieron de menos por ello. No obstante, la recibieron con
mucha cortesía, pero en la actitud del hermano había algo más que cortesía:
había buen humor y amabilidad. El señor Darcy habló poco y el señor Hurst nada de nada.
El primero fluctuaba entre la admiración por la luminosidad que el ejercicio
le había dado a su rostro y la duda de si la ocasión justificaba el que hubiese
venido sola desde tan lejos. El segundo sólo pensaba en su desayuno.
Las preguntas
que Elizabeth hizo acerca de su hermana no
fueron contestadas favorablemente. La señorita Bennet había dormido mal, y,
aunque se había levantado, tenía mucha fiebre y no estaba en condiciones de
salir de su habitación. Elizabeth se alegró de
que la llevasen a verla inmediatamente; y Jane,
que
se había contenido de expresar en su nota cómo deseaba esa visita, por miedo a ser
inconveniente o a alarmarlos, se alegró muchísimo al verla entrar. A pesar de
todo no tenía ánimo para mucha conversación. Cuando la señorita Bingley las
dejó solas, no pudo formular más que gratitud por la extraordinaria amabilidad
con que la trataban en aquella casa. Elizabeth
la
atendió en silencio.
Cuando acabó el
desayuno, las hermanas Bingley se reunieron con ellas; y a Elizabeth empezaron a parecerle simpáticas al ver el
afecto y el interés que mostraban por Jane.
Vino
el médico y examinó a la paciente, declarando, como era de suponer, que había
cogido un fuerte resfriado y que debían hacer todo lo posible por cuidarla. Le
recomendó que se metiese otra vez en la cama y le recetó algunas medicinas.
Siguieron las instrucciones del médico al pie de la letra, ya que la fiebre
había aumentado y el dolor de cabeza era más agudo. Elizabeth no abandonó la habitación ni un solo instante
y las otras señoras tampoco se ausentaban por mucho tiempo. Los señores estaban
fuera porque en realidad nada tenían que hacer allí.
Cuando dieron
las tres, Elizabeth comprendió que
debía marcharse, y, aunque muy en contra de su voluntad, así lo expresó.
La señorita
Bingley le ofreció el carruaje; Elizabeth
sólo
estaba esperando que insistiese un poco más para aceptarlo, cuando Jane comunicó su deseo de marcharse con ella; por lo que
la señorita Bingley se vio obligada a convertir el ofrecimiento del landó en
una invitación para que se quedase en Netherfield. Elizabeth aceptó muy agradecida, y mandaron un criado a
Longbourn para hacer saber a la familia que se quedaba y para que le enviasen
ropa.
CAPÍTULO VIII
A las cinco las
señoras se retiraron para vestirse y a las seis y media llamaron a Elizabeth para que bajara a cenar. Ésta no pudo
contestar favorablemente a las atentas preguntas que le hicieron y en las
cuales tuvo la satisfacción de distinguir el interés especial del señor
Bingley. Jane no había mejorado nada; al
oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces cuánto lo lamentaban, lo
horrible que era tener un mal resfriado y lo que a ellas les molestaba estar
enfermas. Después ya no se ocuparon más del asunto. Y su indiferencia hacia Jane, en cuanto no la tenían delante, volvió a despertar
en Elizabeth la antipatía que en
principio había sentido por ellas.
En realidad,
era a Bingley al único del grupo que ella veía con agrado. Su preocupación por Jane era evidente, y las atenciones que tenía con Elizabeth eran lo que evitaba que se sintiese como una
intrusa, que era como los demás la consideraban. Sólo él parecía darse cuenta
de su presencia. La señorita Bingley estaba absorta con el señor Darcy; su
hermana, más o menos, lo mismo; en cuanto al señor Hurst, que estaba sentado al lado
de Elizabeth, era un hombre indolente que
no vivía más que para comer, beber y jugar a las cartas. Cuando supo que Elizabeth prefería un plato sencillo a un ragout, ya no tuvo nada de qué hablar
con ella. Cuando acabó la cena, Elizabeth
volvió
inmediatamente junto a Jane. Nada más salir
del comedor, la señorita Bingley empezó a criticarla. Sus modales eran, en
efecto, pésimos, una mezcla de orgullo e impertinencia; no tenía conversación,
ni estilo, ni gusto, ni belleza. La señora Hurst opinaba lo mismo y añadió:
––En resumen,
lo único que se puede decir de ella es que es una excelente caminante. Jamás
olvidaré cómo apareció esta mañana. Realmente parecía medio salvaje.
En efecto, Louisa. Cuando la vi,
casi no pude contenerme. ¡Qué insensatez venir hasta aquí! ¿Qué necesidad había
de que corriese por los campos sólo porque su hermana tiene un resfriado? ¡Cómo
traía los cabellos, tan despeinados, tan desaliñados!
––Sí. ¡Y las
enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una cuarta de barro. Y el abrigo
que se había puesto para taparlas, desde luego, no cumplía su cometido.
––Tu retrato
puede que sea muy exacto, Louisa ––dijo Bingley––, pero todo eso a mí me pasó
inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth
Bennet
tenía un aspecto inmejorable al entrar en el salón esta mañana. Casi no me di
cuenta de que llevaba las faldas sucias.
––Estoy segura
de que usted sí que se fijó, señor Darcy ––dijo la señorita Bingley––; y me
figuro que no le gustaría que su hermana diese semejante espectáculo.
––Claro que no.
––¡Caminar tres
millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, con el barro hasta los tobillos y
sola, completamente sola! ¿Qué querría dar a entender? Para mí, eso demuestra
una abominable independencia y presunción, y una indiferencia por el decoro
propio de la gente del campo.
––Lo que
demuestra es un apreciable cariño por su hermana ––dijo Bingley.
––Me temo,
señor Darcy ––observó la señorita Bingley a media voz––, que esta aventura
habrá afectado bastante la admiración que sentía usted por sus bellos ojos.
––En absoluto
––respondió Darcy––; con el ejercicio se le pusieron aun más brillantes.
A esta
intervención siguió una breve pausa, y la señora Hurst empezó de nuevo.
––Le tengo gran
estima a Jane Bennet, es en verdad una
muchacha encantadora, y desearía con todo mi corazón que tuviese mucha suerte.
Pero con semejantes padres y con parientes de tan poca clase, me temo que no va
a tener muchas oportunidades.
––Creo que te
he oído decir que su tío es abogado en Meryton.
––Sí, y tiene
otro que vive en algún sitio cerca de Cheapside.
––¡Colosal!
añadió su hermana. Y las dos se echaron a reír a carcajadas.
––Aunque todo
Cheapside estuviese lleno de tíos suyos ––exclamó Bingley––, no por ello serían
las Bennet menos agradables.
––Pero les
disminuirá las posibilidades de casarse con hombres que figuren algo en el
mundo ––respondió Darcy.
Bingley no hizo
ningún comentario a esta observación de Darcy. Pero sus hermanas asintieron
encantadas, y estuvieron un rato divirtiéndose a costa de los vulgares
parientes de su querida amiga.
Sin embargo, en
un acto de renovada bondad, al salir del comedor pasaron al cuarto de la
enferma y se sentaron con ella hasta que las llamaron para el café. Jane se encontraba todavía muy mal, y Elizabeth no la dejaría hasta más tarde, cuando se
quedó tranquila al ver que estaba dormida, y entonces le pareció que debía ir
abajo, aunque no le apeteciese nada. Al entrar en el salón los encontró a todos
jugando al loo, e inmediatamente la
invitaron a que les acompañase. Pero ella, temiendo que estuviesen jugando
fuerte, no aceptó, y, utilizando a su hermana como excusa, dijo que se
entretendría con un libro durante el poco tiempo que podría permanecer abajo.
El señor Hurst
la
miró con asombro.
––¿Prefieres
leer a jugar?––le dijo––. Es muy extraño.
––La señorita Elizabeth Bennet ––dijo la señorita Bingley–– desprecia
las cartas. Es una gran lectora y no encuentra placer en nada más.
––No merezco ni
ese elogio ni esa censura exclamó Elizabeth––.
No
soy una gran lectora y encuentro placer en muchas cosas.
––Como, por
ejemplo, en cuidar a su hermana ––intervino Bingley––, y espero que ese placer
aumente cuando la vea completamente repuesta.
Elizabeth se lo agradeció de corazón y se dirigió a una
mesa donde había varios libros. Él se ofreció al instante para ir a buscar
otros, todos los que hubiese en su biblioteca.
––Desearía que
mi colección fuese mayor para beneficio suyo y para mi propio prestigio; pero
soy un hombre perezoso, y aunque no tengo muchos libros, tengo más de los que
pueda llegar a leer.
Elizabeth le aseguró que con los que había en la
habitación tenía de sobra.
––Me extraña
––dijo la señorita Bingley–– que mi padre haya dejado una colección de libros
tan pequeña. ¡Qué estupenda biblioteca tiene usted en Pemberley, señor Darcy!
––Tiene que ser
buena ––contestó––; es obra de muchas generaciones.
––Y además
usted la ha aumentado considerablemente; siempre está comprando libros.
––No puedo
comprender que se descuide la biblioteca de una familia en tiempos como éstos.
––¡Descuidar!
Estoy segura de que usted no descuida nada que se refiera a aumentar la belleza
de ese noble lugar. Charles, cuando construyas tu casa, me conformaría con que
fuese la mitad de bonita que Pemberley.
––Ojalá pueda.
––Pero yo te
aconsejaría que comprases el terreno cerca de Pemberley y que lo tomases como
modelo. No hay condado más bonito en Inglaterra que Derbyshire.
––Ya lo creo
que lo haría. Y compraría el mismo Pemberley si Darcy lo vendiera.
––Hablo de
posibilidades, Charles.
––Sinceramente,
Carol ine, preferiría conseguir Pemberley comprándolo que
imitándolo.
Elizabeth estaba demasiado absorta en lo que ocurría
para poder prestar la menor atención a su libro; no tardó en abandonarlo, se
acercó a la mesa de juego y se colocó entre Bingley y su hermana mayor para
observar la partida.
––¿Ha crecido
la señorita Darcy desde la primavera? ––preguntó la señorita Bingley––. ¿Será
ya tan alta como yo?
––Creo que sí.
Ahora será de la estatura de la señorita Elizabeth
Bennet,
o más alta.
––¡Qué ganas
tengo de volver a verla! Nunca he conocido a nadie que me guste tanto. ¡Qué
figura, qué modales y qué talento para su edad! Toca el piano de un modo
exquisito.
––Me asombra
––dijo Bingley–– que las jóvenes tengan tanta paciencia para aprender tanto, y
lleguen a ser tan perfectas como lo son todas.
––¡Todas las jóvenes
perfectas! Mi querido Charles, ¿qué dices?
––Sí, todas.
Todas pintan, forran biombos y hacen bolsitas de malla. No conozco a ninguna
que no sepa hacer todas estas cosas, y nunca he oído hablar de una damita por
primera vez sin que se me informara de que era perfecta.
––Tu lista de
lo que abarcan comúnmente esas perfecciones ––dijo Darcy–– tiene mucho de
verdad. El adjetivo se aplica a mujeres cuyos conocimientos no son otros que
hacer bolsos de malla o forrar biombos. Pero disto mucho de estar de acuerdo
contigo en lo que se refiere a tu estimación de las damas en general. De todas
las que he conocido, no puedo alardear de conocer más que a una media docena
que sean realmente perfectas.
––Ni yo, desde
luego ––dijo la señorita Bingley.
––Entonces
observó Elizabeth–– debe ser que su
concepto de la mujer perfecta es muy exigente.
––Sí, es muy
exigente.
––¡Oh, desde
luego! exclamó su fiel colaboradora––. Nadie puede estimarse realmente
perfecto si no sobrepasa en mucho lo que se encuentra normalmente. Una mujer
debe tener un conocimiento profundo de música, canto, dibujo, baile y lenguas
modernas. Y además de todo esto, debe poseer un algo especial en su aire y
manera de andar, en el tono de su voz, en su trato y modo de expresarse; pues
de lo contrario no merecería el calificativo más que a medias.
––Debe poseer
todo esto ––agregó Darcy––, y a ello hay que añadir algo más sustancial en el
desarrollo de su inteligencia por medio de abundantes lecturas.
––No me
sorprende ahora que conozca sólo a seis mujeres perfectas. Lo que me extraña es
que conozca a alguna.
––¿Tan severa
es usted con su propio sexo que duda de que esto sea posible?
––Yo nunca he
visto una mujer así. Nunca he visto tanta capacidad, tanto gusto, tanta
aplicación y tanta elegancia juntas como usted describe.
La señora Hurst y la señorita
Bingley protestaron contra la injusticia de su implícita duda, afirmando que
conocían muchas mujeres que respondían a dicha descripción, cuando el señor Hurst las llamó al
orden quejándose amargamente de que no prestasen atención al juego. Como la
conversación parecía haber terminado, Elizabeth
no
tardó en abandonar el salón.
––Elizabeth ––dijo la señorita Bingley
cuando la puerta se hubo cerrado tras ella–– es una de esas muchachas que
tratan de hacerse agradables al sexo opuesto desacreditando al suyo propio; no
diré que no dé resultado con muchos hombres, pero en mi opinión es un truco
vil, una mala maña.
––Indudablemente
––respondió Darcy, a quien iba dirigida principalmente esta observación–– hay
vileza en todas las artes que las damas a veces se rebajan a emplear para
cautivar a los hombres. Todo lo que tenga algo que ver con la astucia es
despreciable.
La señorita
Bingley no quedó lo bastante satisfecha con la respuesta como para continuar
con el tema. Elizabeth se reunió de
nuevo con ellos sólo para decirles que su hermana estaba peor y que no podía
dejarla. Bingley decidió enviar a alguien a buscar inmediatamente al doctor Jones; mientras que sus hermanas, convencidas de que
la asistencia médica en el campo no servía para nada, propusieron enviar a
alguien a la capital para que trajese a uno de los más eminentes doctores. Elizabeth no quiso ni oír hablar de esto último, pero
no se oponía a que se hiciese lo que decía el hermano. De manera que se acordó
mandar a buscar al doctor Jones temprano a la
mañana siguiente si Jane no se
encontraba mejor. Bingley estaba bastante preocupado y sus hermanas estaban muy
afligidas. Sin embargo, más tarde se consolaron cantando unos dúos, mientras
Bingley no podía encontrar mejor alivio a su preocupación que dar órdenes a
su ama de llaves para que se prestase toda atención posible a la enferma y a su
hermana.
CAPÍTULO IX
Elizabeth pasó
la mayor parte de la noche en la habitación de su hermana, y por la mañana tuvo
el placer de poder enviar una respuesta satisfactoria a las múltiples preguntas
que ya muy temprano venía recibiendo, a través de una sirvienta de Bingley; y
también a las que más tarde recibía de las dos elegantes damas de compañía de
las hermanas. A pesar de la mejoría, Elizabeth
pidió
que se mandase una nota a Longbourn, pues quería que su madre viniese a visitar
a Jane para que ella misma juzgase
la situación. La nota fue despachada inmediatamente y la respuesta a su
contenido fue cumplimentada con la misma rapidez. La señora Bennet, acompañada
de sus dos hijas menores, llegó a Netherfield poco después del desayuno de la
familia.
Si hubiese
encontrado a Jane en peligro
aparente, la señora Bennet se habría disgustado mucho; pero quedándose
satisfecha al ver que la enfermedad no era alarmante, no tenía ningún deseo de
que se recobrase pronto, ya que su cura significaría marcharse de Netherfield.
Por este motivo se negó a atender la petición de su hija de que se la llevase a
casa, cosa que el médico, que había llegado casi al mismo tiempo, tampoco juzgó
prudente. Después de estar sentadas un rato con Jane, apareció la señorita Bingley y las invitó a pasar al comedor. La madre
y las tres hijas la siguieron. Bingley las recibió y les preguntó por Jane con la esperanza de que la señora Bennet no hubiese
encontrado a su hija peor de lo que esperaba.
––Pues
verdaderamente, la he encontrado muy mal ––respondió la señora Bennet––. Tan
mal que no es posible llevarla a casa. El doctor Jones dice que no debemos pensar en trasladarla. Tendremos que abusar un
poco más de su amabilidad.
––¡Trasladarla!
––exclamó Bingley––. ¡Ni pensarlo! Estoy seguro de que mi hermana también se
opondrá a que se vaya a casa.
––Puede usted
confiar, señora ––repuso la señorita Bingley con fría cortesía––, en que a la
señorita Bennet no le ha de faltar nada mientras esté con nosotros.
––Estoy segura
––añadió–– de que, a no ser por tan buenos amigos, no sé qué habría sido de
ella, porque está muy enferma y sufre mucho; aunque eso sí, con la mayor
paciencia del mundo, como hace siempre, porque tiene el carácter más dulce que
conozco. Muchas veces les digo a mis otras hijas que no valen nada a su lado.
¡Qué bonita habitación es ésta, señor Bingley, y qué encantadora vista tiene a
los senderos de jardín! Nunca he visto un lugar en todo el país comparable a
Netherfield. Espero que no pensará dejarlo repentinamente, aunque lo haya
alquilado por poco tiempo.
––Yo todo lo
hago repentinamente ––respondió Bingley––. Así que si decidiese dejar
Netherfield, probablemente me iría en cinco minutos. Pero, por ahora, me
encuentro bien aquí.
––Eso es
exactamente lo que yo me esperaba de usted ––dijo Elizabeth.
––Empieza usted
a comprenderme, ¿no es así? ––exclamó Bingley
volviéndose hacia ella.
––¡Oh, sí! Le
comprendo perfectamente.
––Desearía
tomarlo como un cumplido; pero me temo que el que se me conozca fácilmente es
lamentable.
––Es como es.
Ello no significa necesariamente que un carácter profundo y complejo sea más o
menos estimable que el suyo.
––Lizzy
––exclamó su madre––, recuerda dónde estás y deja de comportarte con esa
conducta intolerable a la que nos tienes acostumbrados en casa.
––No sabía que
se dedicase usted a estudiar el carácter de las personas ––prosiguió Bingley
inmediatamente––. Debe ser un estudio apasionante.
––Sí; y los
caracteres complejos son los más apasionantes de todos. Por lo menos, tienen
esa ventaja.
––El campo
––dijo Darcy–– no puede proporcionar muchos sujetos para tal estudio. En un
pueblo se mueve uno en una sociedad invariable y muy limitada.
––Pero la gente
cambia tanto, que siempre hay en ellos algo nuevo que observar.
––Ya lo creo
que sí ––exclamó la señora Bennet, ofendida por la manera en la que había
hablado de la gente del campo––; le aseguro que eso ocurre lo mismo en el campo
que en la ciudad.
Todo el mundo
se quedó sorprendido. Darcy la miró un momento y luego se volvió sin decir
nada. La señora Bennet creyó que había obtenido una victoria aplastante sobre
él y continuó triunfante:
––Por mi parte
no creo que Londres tenga ninguna ventaja sobre el campo, a no ser por las
tiendas y los lugares públicos. El campo es mucho más agradable. ¿No es así,
señor Bingley?
––Cuando estoy
en el campo ––contestó–– no deseo irme, y cuando estoy en la ciudad me pasa lo
mismo. Cada uno tiene sus ventajas y yo me encuentro igualmente a gusto en los
dos sitios.
––Claro, porque
usted tiene muy buen carácter. En cambio ese caballero ––dijo mirando a
Darcy –no parece que tenga muy buena
opinión del campo.
––Mamá, estás
muy equivocada ––intervino Elizabeth sonrojándose
por la imprudencia de su madre––, interpretas mal al señor Darcy. Él sólo
quería decir que en el campo no se encuentra tanta variedad de gente como en la
ciudad. Lo que debes reconocer que es cierto.
––Ciertamente,
querida, nadie dijo lo contrario, pero eso de que no hay mucha gente en esta
vecindad, creo que hay pocas tan grandes como la nuestra. Yo he llegado a cenar
con veinticuatro familias.
Nada, si no
fuese su consideración por Elizabeth, podría haber
hecho contenerse a Bingley. Su hermana fue menos delicada, y miró a Darcy con
una sonrisa muy expresiva. Elizabeth quiso decir
algo para cambiar de conversación y le preguntó a su madre si Charlotte Lucas había estado en Longbourn desde que
ella se había ido.
––Sí, nos
visitó ayer con su padre. ¡Qué hombre tan agradable es sir William! ¿Verdad, señor Bingley? ¡Tan
distinguido, tan gentil y tan sencillo! Siempre tiene una palabra agradable
para todo el mundo. Esa es la idea que yo tengo de lo que es la buena
educación; esas personas que se creen muy importantes y nunca abren la boca, no
tienen idea de educación.
––¿Cenó Charlotte con vosotros?
––No, se fue a
casa. Creo que la necesitaban para hacer el pastel de carne. Lo que es yo,
señor Bingley, siempre tengo sirvientes que saben hacer su trabajo. Mis hijas
están educadas de otro modo. Pero cada cual que se juzgue a sí mismo. Las Lucas
son muy buenas chicas, se lo aseguro. ¡Es una pena que no sean bonitas! No es
que crea que Charlotte sea muy fea; en
fin, sea como sea, es muy amiga nuestra.
––Parece una
joven muy agradable ––dijo Bingley.
––¡Oh! sí, pero
debe admitir que es bastante feúcha. La misma lady Lucas lo dice muchas veces, y me envidia por la belleza de Jane. No me gusta alabar a mis propias hijas, pero la
verdad es que no se encuentra a menudo a alguien tan guapa como Jane. Yo no puedo ser imparcial, claro; pero es que lo
dice todo el mundo. Cuando sólo tenía quince años, había un caballero que vivía
en casa de mi hermano Gardiner en la ciudad, y que estaba tan enamorado de Jane que mi cuñada aseguraba que se declararía antes de
que nos fuéramos. Pero no lo hizo. Probablemente pensó que era demasiado joven.
Sin embargo, le escribió unos versos, y bien bonitos que eran.
––Y así terminó
su amor ––dijo Elizabeth con impaciencia––.
Creo que ha habido muchos que lo vencieron de la misma forma. Me pregunto
quién sería el primero en descubrir la eficacia de la poesía para acabar con el
amor.
––Yo siempre he
considerado que la poesía es el alimento
del amor ––dijo Darcy.
––De un gran
amor, sólido y fuerte, puede. Todo nutre a lo que ya es fuerte de por sí. Pero
si es solo una inclinación ligera, sin ninguna base, un buen soneto la acabaría
matando de hambre.
Darcy se limitó
a sonreír. Siguió un silencio general que hizo temer a Elizabeth que su madre volviese a hablar de nuevo. La
señora Bennet lo deseaba, pero no sabía qué decir, hasta que después de una
pequeña pausa empezó a reiterar su agradecimiento al señor Bingley por su
amabilidad con Jane y se disculpó
por las molestias que también pudiera estar causando Lizzy. El señor Bingley
fue cortés en su respuesta, y obligó a su hermana menor a ser cortés y a decir
lo que la ocasión requería. Ella hizo su papel, aunque con poca gracia, pero la
señora Bennet, quedó satisfecha y poco después pidió su carruaje. Al oír esto,
la más joven de sus hijas se adelantó para decir algo. Las dos muchachitas
habían estado cuchicheando durante toda la visita, y el resultado de ello fue
que la más joven debía recordarle al señor Bingley que cuando vino al campo por
primera vez había prometido dar un baile en Netherfield.
Lydia era fuerte, muy
crecida para tener quince años, tenía buena figura y un carácter muy alegre.
Era la favorita de su madre que por el amor que le tenía la había presentado en
sociedad a una edad muy temprana. Era muy impulsiva y se daba mucha
importancia, lo que había aumentado con las atenciones que recibía de los
oficiales, a lo que las cenas de su tía y sus modales sencillos contribuían.
Por lo tanto, era la más adecuada para dirigirse a Bingley y recordarle su
promesa; añadiendo que sería una vergüenza ante el mundo si no lo mantenía. Su
respuesta a este repentino ataque fue encantadora a los oídos de la señora
Bennet.
––Le aseguro
que estoy dispuesto a mantener mi compromiso, en cuanto su hermana esté bien;
usted misma, si gusta, podrá señalar la fecha del baile: No querrá estar
bailando mientras su hermana está enferma.
Lydia se dio por
satisfecha:
––¡Oh! sí, será
mucho mejor esperar a que Jane esté bien; y
para entonces lo más seguro es que el capitán Carter estará de nuevo en Meryton. Y cuando usted haya dado su baile
––agregó––, insistiré para que den también uno ellos. Le diré al coronel
Forster que sería lamentable que no lo hiciese.
Por fin la
señora Bennet y sus hijas se fueron, y Elizabeth
volvió
al instante con Jane, dejando que las
dos damas y el señor Darcy hiciesen sus comentarios acerca de su comportamiento
y el de su familia. Sin embargo, Darcy no pudo compartir con los demás la
censura hacia Elizabeth, a pesar de la
agudeza de la señorita Bingley al hacer chistes sobre ojos bonitos.
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