sábado, noviembre 19, 2011

La ciudad Flotante (cap. 37, 38 y FIn)

Por Julio Verne

CAPÍTULO XXXVII




El Niágara no es un río, ni siquiera un riachuelo. Es una sangría natural de desagüe, un canal de 36 millas de largo, que vierte en el lago Ontario las aguas de los lagos Superior, de Michigan, del Hurón y del Erie. La diferencia de nivel entre este último y el Ontario, repartida con uniformi¬dad de pendiente en todo el trayecto, no hubiera podido for¬mar ni un rápido, pero sólo las caídas absorben su mitad; de esto procede su fuerza.

Este curso de agua separa los Estados Unidos del Cana¬dá. La orilla izquierda es americana, pero la derecha es in¬glesa. A un lado, policemen; al otro, ni su sombra.

El día 12 de abril, al amanecer, Pitferge y yo bajábamos por las anchas calles de Niágara Falls, pueblo formado al lado de las cascadas, a 300 millas de Albany, especie de pe¬queña ciudad «de aguas» edificada en lugar pintoresco, con buenas fondas y agradables casas de campo que los yanquis y canadienses habitan en la buena estación. El tiempo era hermoso; brillaba el sol en un cielo que respiraba frío. Oíanse lejanos mugidos. En el horizonte se distinguían vapores que no debían ser nubes.

¿Es la catarata? pregunté a Pitferge.

¡Paciencia! contestó.

Pronto llegamos a orillas del Niágara. Las aguas del río, transparentes y poco profundas, corrían tranquilas; por algu¬nos puntos asomaban puntas de rocas negruzcas. Los mugi¬dos se hacían más y más fuertes, pero aún no veíamos la ca¬tarata. Un puente de maderos que descansaban en arcos de hierro, unía la orilla izquierda con una isla situada en el centro del río. El doctor me condujo a él. Agua arriba se extendía el río hasta perderse de vista, agua abajo, es decir, a nuestra derecha, se conocía el primer desnivel de un rá¬pido; más allá, a media milla del puente, desaparecía el te¬rreno por completo, hallándose el aire lleno de nubes de agua en polvo. Aquello era el salto americano. Más lejos se pin¬taba un paisaje tranquilo, algunas colinas, casas de campo, árboles secos, es decir, la orilla canadiense.

¡No miréis! ¡No miréis! me gritaba el doctor . ¡Re¬servaos! ¡Cerrad los ojos y no los abráis hasta que yo os avise!

Pero yo no hacía caso de aquel tipo original, y miraba. Pasado el puente, pisamos la isla. Era Goat Island, la isla de la Cabra, un trozo de 70 fanegas, cubierto de árboles, surca¬do por soberbias calles de árboles, por donde pueden circu¬lar carruajes, arrojados como un ramillete, entre los dos sal¬tos de agua, americano y canadiense, separados por una dis-tancia de 300 yardas. Corríamos por debajo de aquellos grandes árboles, trepando las pendientes y dejándonos resba¬lar para descender. Redoblaba el estruendo de las aguas; nubes gigantescas de húmedos vapores rodaban por el es¬pacio.

¡Mirad! exclamó el doctor.

Al salir de un bosquecillo, el Niágara acababa de apare¬cer ante nuestros ojos en todo su esplendor. En aquel punto formaba un recodo brusco, y redondeándose para formar el salto canadiense, el horse shoe fall, herradura, caía desde una altura de 158 pies, con una anchura de dos millas.

La Naturaleza, en aquel lugar, uno de los más hermo¬sos del mundo, lo ha combatido todo para encantar la vista. El recodo del Niágara favorece singularmente los efectos de luz y sombra. El sol, hiriendo aquellas aguas bajo todos los ángulos, diversifica caprichosamente sus colores; de fijo, quien no haya visto aquel efecto, no lo admitirá sin dificul¬tad. En efecto, cerca de Goat Island, la espuma es blanca, es nieve inmaculada, es una corriente de plata líquida que se precipita en el vacío. En el centro de la catarata, las aguas tienen un admirable color verde, que revela cuán gruesa es allí la capa de agua; así el buque Detroit, que calaba veinte pies, pudo bajar la catarata sin tocar. Al contrario, hacia la orilla canadiense, los torbellinos, como metalizados bajo los rayos luminosos, resplandecían, como si fueran de oro derre¬tido que se precipitara al abismo. Debajo, el río es invisible. Los vapores revolotean en espeso torbellino. Vi, sin embargo, enormes carámbanos acumulados por los fríos del invierno, que afectan formas de monstruos que, con sus bocas abier¬tas, absorben en cada hora los cien millones de toneladas que derrama en ellas el inagotable Niágara. Media milla agua arriba de la catarata, el río corre pacífico, presentando una superficie sólida que las primeras brisas de.abril aún no logran derretir.

¡Ahora al centro del torrente! me dijo el doctor.

¿Qué quería decir? Yo no le entendía, pero me señaló una torre edificada sobre un peñasco, a algunos centenares de pies de la orilla, al borde mismo del precipicio. Aquel «audaz» monumento, levantado en 1833 por un tal Judge Porter, se llama «Terrapintower».

Descendimos por las rampas laterales del Goat Island. Al llegar a la altura del curso superior del Niágara, vi un puente, formado por algunas tablas echadas sobre puntas de peñas, que unían la torre a la orilla. Aquel puente costeaba el abismo, a algunos pasos sólo de distancia. El torrente mugía por debajo. Nos aventuramos sobre aquellos maderos, y al cabo de algunos instantes, llegamos a la principal roca de las que soportan el «Terrapintower». Aquella torre redonda, de 45 pies de altura, es de piedra. En lo más alto de ella se desarrolla un balcón circular, rodeando un tejado cubierto de estuco rojizo. La escalera de caracol es de madera. En sus escalones están escritos millares de nom¬bres. El que llega a lo alto de la torre, se agarra a la baran¬dilla del balcón, y mira.

La torre está en plena catarata. Desde su cumbre, las miradas penetran en el abismo, hundiéndose hasta la gar¬ganta de aquellos monstruos que beben el torrente. Se siente cómo tiembla la roca que sostiene la torre. En torno de ella se descubren desmoronamientos espantosos, como si el lecho del río cediera. No se oye hablar. De aquellos remolinos de agua, salen truenos. Las líneas líquidas humean y silban, como saetas. La espuma llega a lo alto del monumento. El agua pulverizada se eleva por los aires, formando un espléndido arco iris.

Por un simple efecto de óptica, parece que la torre se mueve con terrible velocidad, pero retrocediendo, afortuna¬damente, porque, si la ilusión fuese al contrario, el vértigo sería irresistible, nadie podría mirar aquel abismo.

Jadeantes, fatigados, entramos un momento al piso alto de la torre. Allí, el doctor creyó oportuno decirme:

Este Terrapintower, amigo mío, caerá algún día al abismo; tal vez mucho antes de lo que se cree.

¿De veras?

Es indudable. El gran salto canadiense retrocede, in¬sensiblemente, pero retrocede. En 1833, cuando se cons¬truyó la torre, distaba de la catarata mucho más que hoy. Los geólogos sostienen que hace 35.000 años, la catarata estaba en Queenstown, siete millas aguas arriba de la po¬sición que hoy ocupa. Según mister Bakewell, retrocede un metro por año; según sir Charles Lyell, un pie nada más. Llegará, pues, un momento en que la peña que sos¬tiene la torre, corroída por las aguas, se deslizará por las pendientes de la catarata. Pues bien, acordaos. El día en que el Terrapintower vaya a parar al abismo, habrá dentro de la torre algunos excéntricos que se bañarán en el Niá¬gara con ella.

Miré al doctor, como preguntándole si sería alguno de aquellos excéntricos; pero me indicó que le siguiera, y volvimos a contemplar el horse shoe fall y el paisaje que le rodea. Distínguese desde allí, un poco encorvado, el salto americano, separado por la punta de la isla, en que se forma también una pequeña catarata central, de 100 pies de anchura. El salto americano, igualmente admirable, es recto y no sinuoso, y su altura es de 164 pies. Pero, para poderlo ver en todo su desarrollo, es preciso colocarse enfrente de ella, en la orilla canadiense.

Durante todo el día, vagamos por las márgenes del Niá¬gara, irresistiblemente atraídos por aquella torre en donde los mugidos de las aguas, la niebla de los vapores, el juego de los rayos solares, la embriaguez y los perfumes de la ca¬tarata, mantienen al espectador en perpetuo éxtasis. Des¬pués regresamos a Goat Island para examinar la gran cas¬cada desde todos los puntos de vista, sin cansarnos nunca de verla. El doctor hubiera querido llevarme a la Gruta de los Vientos, ahuecada detrás de la catarata central y a la cual se llega por una escalera practicada en la punta de la isla, pero en aquella temporada, estaba prohibido acercarse a ella, a causa de los frecuentes hundimientos que se producían, desde hacía algún tiempo, en aquellas peñas quebradizas.

A las cinco estábamos de vuelta en Cataract House. Des¬pués de comer rápidamente, fuimos otra vez a Goat Island. El doctor quiso volver a ver las Tres Hermanas, deliciosos islotes situados a lo último de la isla. Llegada la noche, me llevó de nuevo al tembloroso penasco de Terrapintower.

El sol se había puesto tras las sombrías colinas. Los últimos resplandores del día habían desaparecido. La luna brillaba en todo su esplendor. La sombra de la torre se proyectaba, alargándose sobre el abismo. Aguas arriba, las aguas tranquilas se deslizaban bajo la ligera bruma. La orilla canadiense, y sumida en tinieblas, contrastaba con las masas más iluminadas del Coast Island y del pueblo Niágara Falls. Bajo nuestros pies, el antro, aumentado por la penumbra, parecía un abismo infinito, en el cual mugía la formidable catarata. ¡Qué impresión! ¡Qué artista podrá reproducirla, con la pluma o el pincel! Una luz movediza apareció en el horizonte... Era el farol de un tren que pasaba por el puente del Niágara, colgado a dos millas de nosotros. Permanecimos así hasta la medianoche, mudos, inmóviles, en lo alto de aquella torre, irresistiblemente inclinados sobre el torrente que nos fascinaba. Finalmente, así que los rayos de la luna hirieron, según cierto ángulo, el polvo líquido, distinguí una faja láctea, una cinta diáfa¬na que temblaba en la sombra. Era un arco iris lunar, una pálida irradiación del astro de la noche, cuyo tibio res¬plandor se descomponía al atravesar las brumas de la catarata.





CAPÍTULO XXXVIII



El programa del doctor marcaba, para el día siguiente, 13 de abril, una visita a la orilla canadiense. Un paseo. Bas¬taba leguir las alturas que foitnan la derecha del Niagara por espacio de dos millas, para llegar al puente colgante. Salimos a las siete de la mañana. Desde el sendero sinuoso que costea la orilla derecha, se distinguían las aguas tran¬quilas del río, que ya se había repuesto de los remolinos de su caída.

A las siete y media llegamos a Suspension Bridge. Es el único puente que conduce al Great Western y al New York Central Railroad, el único que da entrada al Canadá en los confines del Estado de Nueva York. Está formado por dos tableros; por el superior pasan los trenes y por el inferior, situado a 23 metros por debajo del primero, pasan los carruajes ordinarios y los peatones. La imagina¬ción se niega a seguir en su atrevido trabajo al ingeniero John A. Roebling, de Trendon (Nueva Jersey), que se de¬terminó a construir un viaducto en tales condiciones: un puente colgante que da paso a trenes de ferrocarril, si-tuado a 250 pies sobre el Niágara, transformado de nuevo en rápido. El Suspension Bridge tiene 800 pies de largo y 24 de ancho. Tirantes de hierro, sujetos en las orillas, le preservan del balanceo. Los cables que lo sostienen, for¬mado cada uno por 4.000 alambres, tienen diez pulgadas de diámetro y pueden soportar un peso de 12.400 toneladas. Inaugurado en 1855, costó 500.000 dólares. Cuando llegá¬bamos a la mitad del puente, pasó un tren sobre nuestras cabezas, sentimos cómo el tablero se hundía más de un metro bajo nuestros pies.

Un poco aguas abajo de este puente está el sitio por donde Blondin pasó el Niágara, por una cuerda tirante, de orilla a orilla; no lo atravesó, pues, por encima de las cataratas. Pero no por eso era la empresa menos arriesga¬da. Pero si mister Blondin nos asombra por su audacia, ¿no debe admirarnos más el amigo que, montado en su espalda le acompañaba en aquel paseo aéreo?

Debía ser un glotón dijo el doctor , porque Blon¬din hacía las tortillas admirablemente, sobre su cuerda tirante.

Estábamos ya en la orilla canadiense; subimos por la orilla izquierda del Niágara, para ver las cascadas bajo otro aspecto.

Media hora después, entrábamos en una fonda inglesa, donde el doctor hizo servir un desayuno conveniente. Re¬corrí el libro de los viajeros, en el cual figuran multitud de nombres. Entre ellos estaban los siguientes: Roberto Peel, lady Franklin, conde de Paris, principe de Joinville, Luis Napole6n (1846), Barnum, Mauricio Sand (1865), Agas¬sis (1854), Almonte, principe Hohenlohe, Rothschild, lady Engin, Burkardt (1862), etc...

Terminado el almuerzo, el doctor dijo:

¡Ahora vamos a ver las cataratas por debajo!

Le seguí. Un negro nos condujo a un vestuario donde nos dio un pantalón y una esclavina impermeables y un soinbrero de hule. Así vestidos, el negro nos guió por un sendero resbaladizo, surcado por desagües ferrugino¬sos, obstruidos en muchos puntos por piedras negras con afiladas aristas, hasta que llegamos al nivel inferior del Niágara. Pasamos después, por entre vapores de agua pul¬verizada, a colocarnos debajo de la gran catarata, que caía por delante de nosotros como el telón de un teatro por delante de los actores. ¡Pero qué teatro! ¡Qué co¬rrientes tan impetuosas formaban las capas de aire, vio-lentamente desalojadas! Mojados, ciegos, ensordecidos, no podíamos vernos ni oírnos, en aquella caverna tan her¬méticamente cerrada por las láminas líquidas de la cata¬rata, como si la Naturaleza la hubiera cubierto con un muro de granito.

A las nueve, habíamos regresado ya a la fonda, donde abandonamos nuestros mojados ropajes. Vuelto a la orilla, lancé un grito de sorpresa y de alegría.

¡Corsican!

El capitán me oyó y se acercó a mí.

¡Vos aquí! exclamó . ¡Qué alegría!

¿Y Fabián? ¿Y Elena? pregunté, mientras nos es¬trechábamos las manos.

Ahí están, todo lo bien que es posible. Fabián lleno de esperanza, y Elena recobrando poco a poco la razón.

Pero ¿cómo os encuentro en el Niágara?

El Niágara respondió Corsican es el punto de cita veraniega de los ingleses y los americanos. Aquí se respira; aquí, ante el sublime espectáculo de las cataratas, se recobra la salud. Este hermoso paisaje impresionó a Elena, y por eso hicimos alto aquí, en la margen del Niá¬gara. Mirad esa casa de campo, Clifton House, en medio de los árboles, a media ladera. En ella vivimos, en familia, con la hermana de Fabián, que se ha consagrado a nuestra pobre amiga.

- Ha reconocido Elena a Fabián?

No, aún no respondió el capitán . Sabéis, sin em¬bargo, que, en el momento de caer Harry Drake herido mortalmente, Elena tuvo un instante de lucidez. Su razón se abrió paso al través de las tinieblas que la envolvían. Pero aquella lucidez desaparecio pronto. No obstante, des¬de que se halla en medio de este aire puro, en este medio tranquilo, el doctor ha notado una mejoría sensible en el estado de Elena. Está serena, su sueño no es inquieto, en sus ojos se ve como un esfuerzo para recobrar algo, de lo pasado o del porvenir.

¡Ah, querido amigo! le dije . La curaréis. Pero ¿dónde están Fabián y su prometida?

¡Mirad! dijo Corsican, extendiendo el brazo hacia el Niágara.

En la dirección indicada, distinguí a Fabián, que aún no nos había visto. Estaba en pie sobre una roca, sin separar su mirada de Elena, que estaba sentada a algunos pasos de él. Aquel sitio de la orilla derecha se llama «Table Rock». Es una especie de promontorio peñascoso, volado sobre el río que muge a doscientos pies por debajo. En otro tiem¬po, la superficie volada era mayor. Pero derrumbamien¬tos sucesivos de enormes trozos de piedra han reducido su superficie a algunos metros cuadrados.

Élena contemplaba la Naturaleza, sumida en mudo éx¬tasis. Desde aquel sitio, el aspecto de los saltos de agua es motsu lime, dicen los guías, y tienen razón. Es una vista de conjunto de ambas cataratas: a la derecha se ve la canadiense, cuya cresta, coronada de vapores, cierra por este lado el paisaje como un horizonte de mar; enfrente se ve el salto americano, y encima el elegante pueblo de Niágara Falls, medio perdido entre los árboles, y toda la perspectiva del río, que se esconde entre sus elevadas ori¬llas; debajo, el torrente que lucha con los témpanos des¬prendidos.

No quise distraer a Fabián. Corsican, el doctor y yo nos habíamos acercado a Table Rock. Elena conservaba la inmovilidad de una estatua. ¿Qué impresión dejaba aquella escena en su espíritu? ¿Renacía, poco a poco, su razón, bajo la influencia de aquel grandioso espectáculo? Vi que, de pronto, Fabián dio un paso hacia ella. Elena, levantándose bruscamente, había avanzado hacia el abis¬mo, tendiendo al antro sus brazos, pero, de repente, se había detenido, pasando la mano por su frente como si quisiera borrar de ella alguna imagen. Fabián, pálido como un cadáver, pero sereno, se había colocado de un salto entre Elena y el precipicio. Elena había sacudido su rubia cabellera; su cuerpo encantador se estremecía. ¿Veía a Fabián? No. Parecía una muerta que volvía a la vida y que trataba de reconocer la existencia en tomo suyo.

Corsican y yo no nos atrevíamos a dar un paso; sin embargo, tan cerca de Fabián y Elena estaba el antro, que temíamos un desastre. Pero el doctor Pitferge nos contuvo:

Dejad a Fabián dijo ; dejadle hacer.

Oíanse los sollozos que brotaban del pecho de la joven. De sus labios brotaron palabras inarticuladas. Parecía que trataba de hablar y no podía. Por fin, oímos estas palabras:

¡Dios mío! ¡Dios todopoderoso! ¿Dónde estoy?

Entonces tuvo conciencia de que había alguien junto a ella, y volviéndose a medias, apareció a nosotros transfor¬mada; una expresión nueva vivía en sus ojos. Fabián, tem-bloroso, permanecía delante de ella, mudo, con los brazos abiertos.

¡Fabián! ¡Fabián! exclamó por fin Elena.

Fabián la recibió en sus brazos, en los cuales cayó ina¬nimada. El joven lanzó un grito desgarrador, pues creía muerta a su prometida. Pero el doctor intervino.

Tranquilizaos dijo a Fabián ; esta crisis la salvará.

Elena fue transportada a Clifton House, y depositada en su lecho, donde, pasado el desmayo, quedó sumida en plácido sueño.

Fabián, animado por el doctor y lleno de esperanza (¡Elena le había reconocido!) se acercó a nosotros.

¡La salvaremos! me dijo . ¡La salvaremos! Todo los días espero la resurrección de su alma. Hoy,, mañana tal vez, ¡mi Elena me será devuelta! ¡Ah! ¡Cielo clemente! ¡Bendito seas! Permaneceremos aquí cuanto tiempo sea preciso por ella. ¿No es verdad, Arquibaldo?

El capitán apretó con efusión a Fabián contra su pecho. Fabián se volvió hacia mí y al doctor. Nos prodigó sus muestras de cariño. Nos envolvía en su esperanza. ¡Y ja¬más estuvo mejor fundada! La curación de Elena estaba próxima...

Pero forzoso era para nosotros partir. Apenas nos que¬daba una hora para llegar a Niágara Falls. En el momento que nos separamos de tan queridos amigos, Elena dormía aún. Fabián nos abrazó. Corsican nos ofreció darnos, por telegrama, noticias de Elena, y a las doce habíamos salido de Clifton House.





CAPÍTULO XXXIX



Algunos instantes después, bajábamos por una cuesta muy larga de la orilla canadiense, que nos condujo a la orilla del río, casi enteramente obstruido por los hielos. Una barca nos esperaba para llevarnos «a América». Un viajero, ingeniero de Kentucky, que reveló al doctor su nombre y profesión, estaba ya embarcado. Nos sentamos junto a él sin perder momento; ya separando los témpa¬nos, ya rompiéndolos, la barca llegó al medio del río, don¬de tenía el paso más expedito. Desde allí dirigimos la última mirada a la admirable catarata del Niágara. Nuestro compañero la examinaba atentamente.

¡Qué hermosa es! le dije . ¡Es admirable!

Sí me respondió ; pero ¡cuánta fuerza motriz des¬perdiciada! ¿Qué molino podría poner en movimiento, con semejante salto de agua?

Jamás he experimentado más feroz deseo de echar un ingeniero al agua.

En la otra orilla un pequeño ferrocarril, casi vertical, movido por un canal desviado de la catarata americana, nos llevó a la altura, en pocos segundos. A la una y media tomábamos el expreso que, a las dos y cuarto, nos dejaba en Buffalo. Después de visitar esta reciente y hermosa ciu¬dad, después de haber probado el agua del lago Erie, to¬mamos el ferrocarril central, a las seis de la tarde. Al otro día, llegamos a Albany, y el ferrocarril del Hudson que corre a flor de agua a lo largo de la orilla, nos dejaba en Nueva York, a las pocas horas.

Empleé el día siguiente en recorrer, acompañado del infatigable doctor, la ciudad, el río del Este y Brooklyn Llegada la noche, me despedí del buen doctor con verda¬dera pena, pues comprendía que dejaba en él un verdadero amigo.

El martes, 16 de abril, era el día marcado para la salida del Great Eastern; a las once me personé en el embar¬cadero número 37, donde el ténder, ya con muchos pasa¬jeros a su bordo, me esperaba. ¡Me embarqué! En el mo¬mento en que el ténder iba a desatracar sentí que me co¬gían por el brazo. Me sorprendió agradablemente ver que era el doctor Pitferge.

¡Vos! exclamé . ¿Regresáis a Europa?

Sí, mi querido amigo.

En el Great Eastern.

Sí me dijo sonriendo . He reflexionado y parto. Pensadlo bien: este será tal vez el último viaje del Great¬-Eastern, el viaje del cual no se vuelve.

La campana iba a tocar para la salida, cuando uno de los camareros del «Fifth Avenue Hotel», corriendo a todo correr, me entregó un telegrama de Niágara Falls. «Elena ha resucitado. Ha recobrado la razón por completo. El doc¬tor responde de ella.» Así me decía el capitán Corsican.

Comuniqué tan grata nueva al doctor Pitferge.

¡Responde de ella! ¡Responde de ella! replicó gru¬ñendo mi compañero de viaje . Yo también respondo. Pero ¿qué prueba eso? ¡Quien respondiera de mí, de vos, de to¬dos nosotros, amigos míos, tal vez se equivocara!

Doce días después, llegamos a Brest, y al día siguiente a París. La travesía de regreso se había hecho sin accidente, con gran sentimiento de Pitferge, que esperaba siempre su naufragio.

Al hallarine sentado delante de mi mesa, si no hubiera tenido a la vista estos apuntes de cada día, el Great¬-Eastern, la ciudad flotante que había habitado por espacio de un mes, el encuentro de Elena y Fabián, el incomparable Niágara, todo me hubiera parecido un sueño. ¡Ah, cuán hermosos son los viajes «hasta cuando se vuelve de ellos», diga el doctor lo que quiera!

Por espacio de ocho meses, permanecí sin oír hablar de aquel tipo original. Pero un día, el correo me trajo una carta de timbres multicolores, que empezaba con estas pa¬labras:

«A bordo del Cornogny, arrecifes de Aukland. Por fin hemos naufragado ... »

Y terminaba con éstas:

«¡Qué bien me encuentro! Vuestro de todo corazón

Dean Pitferge.»



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