sábado, noviembre 12, 2011

La ciudad Flotante (cap. 34,35 y 36)

Por Julio Verne

CAPÍTULO XXXIV




Al otro día, martes 9 de abril, a las once de la mañana, el Great Eastern levaba anclas y aparejaba para entrar en el Hudson. El práctico maniobraba con incomparable golpe de vista. La tempestad se había disipado durante la noche. Las últimas nubes desaparecían en el extremo hori¬zonte. El mar estaba animado por una escuadrilla de goletas, que se dirigían a la costa.

A las once y media llegó la Sanidad. Era un barco peque¬ño de vapor, que llevaba a su bordo la comisión sanitaria de Nueva York. Provisto de un balancín que subía y bajaba, su velocidad era grande; aquel buque me dio la muestra de los pequeños ténders americanos, todos del mismo modelo. Unos veinte de ellos nos rodearon muy pronto.

No tardamos en pasar más allá del Light Boat, faro flo¬tante que marca los pasos del Hudson. Pasamos rozando la punta de Sandy Hook, lengua arenosa terminada por un paso; algunos grupos de espectadores nos aclamaron desde dicha punta.

Así que el Great Eastern hubo costeado la bahía interior formada por la punta de Sandy Hook, en medio de una es¬cuadrilla de pescadores, distinguí las florecientes y verdes alturas de Nueva Jersey, los enormes fuertes de la bahía, y luego la línea baja de la gran ciudad, que se prolonga entre el Hudson y el río del Este, como Lyon entre el Saona y el Ródano.

A la una, después de pasar a lo largo de los muelles de Nueva York, el Great Eastern fondeaba en el Hudson, aga¬rrando las uñas de sus anclas los cables telegráficos del río, que estuvo a punto de romper, más adelante, al levarlas.

Empezó entonces el desembarco de todos aquellos compa¬ñeros de viaje, de todos aquellos compatriotas de una trave¬sía, que ya no debía volver a encontrar: los californianos, los mormones, los sudistas, los dos novios... Esperé a Fabián. Esperé a Corsican.

El capitán Anderson supo, por mi, los pormenores del desafío efectuado a bordo. Los médicos extendieron su cer¬tificado. No teniendo la justicia nada que ver en la muerte de Harry Drake, se habían dado las órdenes oportunas para que los últimos deberes para con él se llevaran a cabo en tierra.

En aquel instante el estadista Cokburu, que no me ha¬bía hablado en todo el viaje, se acercó a mí y me dijo:

¿Sabéis cuántas vueltas han dado las ruedas durante la travesía?

No le respondí.

¡Cien mil setecientas veintitrés!

¿Qué me contáis? ¿Y la hélice?

¡Seiscientas ocho mil ciento treinta!

Muchas gracias.

Y el estadista se alejó sin decirme adiós.

Fabián y Corsican se reunieron conmigo. El primero me estrechó la mano con efusión.

¡Elena me dijo , Elena recobrará la razón! ¡Ha te¬nido un momento de lucidez! ¡Ah! ¡Dios es justo! ¡Le devol¬verá el juicio por completo!

Al hablar así, Fabián sonreía al porvenir. En cuanto a Corsican, me abrazó sin ceremonias, pero con rudeza.

Hasta la vista me gritó al tomar puesto en el ténder en que se hallaban Fabián y Elena, bajo la custodia de la hermana del capitán Macelwin, que había salido a recibirle.

El ténder se alejó, llevando aquel primer grupo de pasa¬jeros al desembarcadero de la Aduana.

Le miré alejarse. Al ver a Elena entre Fabián y su herma¬na, no me quedó duda de que el amor, los cariñosos cuida¬dos, llegarían a conseguir que aquella pobre alma extraviada por el dolor recobrara su modo natural de ser.

De pronto recibí un abrazo. Me lo daba el doctor Pit¬ferge.

¿Qué vais a hacer? me dijo.

Puesto que el Great Eastern no parte hasta dentro de ciento noventa y dos horas, y debo volver a embarcarme en él, tengo ocho días que pasar en América. Esos ocho días, bien aprovechados, bastan para ver Nueva York, el Hudson, el valle del Mohawk, el lago Erie, el Niágara y todo ese país cantado por Cooper.

¡Ah! ¡Vais al Niágara! gritó Pitferge . A fe mía no me desagradará verlo otra vez, y si mi proposición no os pareciera indiscreta...

Las ocurrencias del doctor me hacían mucha gracia. Me interesaba. Era un guía ya encontrado y de mucha instruc¬ción.

Tocad estos cinco le dije.

A las tres, después de haber remontado el Broadway, a bordo del ténder, nos alojamos en dos habitaciones del «Fifth Avenue Hotel».





CAPÍTULO XXXV



¡Ibamos a pasar ocho días en América! El Great Eastern debía zarpar el 16 de abril, y el día 9, a las tres de la tarde, había puesto mi planta en el suelo de la Unión. ¡Ocho días! Hay turistas frenéticos, «viajeros exprés», a quienes hubieran bastado para visitar a toda América. Yo no abrigaba tamafia pretensión, ni siquiera la de visitar Nueva York detenidamente para escribir, después de tan extrarrápido examen, un libro sobre las costumbres y el carácter de los americanos. Pero la constitución y el aspecto físico de Nueva York están pronto vistos. No ofrece mayor variedad que un tablero de damas. Calles que se cortan perpendicularmente, llamadas «avenidas» si son longitudinales y «streets» si son transversales; estas diversas vías de comunicación están nu¬meradas correlativamente, sistema muy práctico, pero muy monótono; ómnibus americanos recorriendo todas las aveni¬das. Visto un barrio está vista toda la ciudad, a excepción del laberinto de callejuelas que constituyen la parte sur de la ciudad, donde se apiña la población mercantil. Nueva York es una lengua de tierra, y toda su actividad está concentrada en la punta de esta «lengua» A un lado se desarrolla el Hud¬son y al otro el río del Este; ambos ríos son dos brazos de mar, surcados por buques, y cuyos ferry boats unen la ciu¬dad, a la derecha con Brooklyn, a la izquierda con las már¬genes de Nueva Jersey. Una sola arteria corta oblicuamente la simétrica aglomeración de los barrios de Nueva York, llevando a ellos la vida. Es el antiguo Broadway, el Strand de Londres, el bulevar Montmartre de París; casi impracticable en su parte baja, donde afluye la multitud, y casi desierto en su parte elevada, una calle en que se codean los casuchos y los palacios de mármol; un verdadero río de coches de al¬quiler, de ómnibus, de caballos, de mozos de cuerda, con aceras por orillas, y sobre el cual ha sido preciso echar puentes para dejar paso a los peatones. Broadway es Nue¬va York, y por allí paseamos el doctor Pitferge y yo, hasta que se hizo de noche.

Después de haber comido en «Fifth Avenue Hotel», donde nos sirvieron manjares liliputienses en platos de muñecas, fui a ciar término al día en el teatro de Barnum. Se representaba un drama que atraía a la multitud: New York Streets. En el cuarto acto figuraba un incendio y una bomba de vapor ser¬vida por verdaderos bomberos. Esto producía «Great atrac¬tion».

Al día siguiente, por la mañana, dejé al doctor dedicarse a sus asuntos. Debíamos encontrarnos en la fonda a las dos. Fui al correo, Liberty Street, 51, a recoger las cartas que me esperaban, y después a Rowlingen Green, 2, a lo último del Broadway, a ver al cónsul de Francia, Mister Gauldrée Boi¬kein, que me acogió muy bien; luego a la casa de Hoffmann, donde cobré una letra, y por último, a casa de la hermana de Fabián, mistress R..., cuyas señas me habían dejado, Calle 36, número 25. Allí adquirí noticias de Elena y mis amigos. Si¬guiendo el consejo de los médicos, Corsican, Fabián y la her¬mana de éste habían salido de Nueva York, llevando consigo a la pobre Elena, a quien los aires y la tranquilidad del campo no podían dejar de ser favorables. Una carta de Corsican me anunciaba la repentina marcha. El valiente ca¬pitán había ido a buscarme al «Fifth Avenue Hotel», pero no me había encontrado. ¿A dónde irían al salir de Nueva York? No lo sabían. Al primer sitio que impresionara a Elena, y pensaban permanecer en él mientras durara el encanto. Cor¬sican se comprometía a tenerme al corriente, y esperaba que yo no partiera sin haber vuelto a abrazarlos a todos por última vez. Indudablemente, aunque sólo fuera por algunas horas, sería para mí una gran dicha hallarme junto a Fabián, Elena y Corsican. Pero ausentes ellos y alejado yo, no debía pensar en veros.

A las dos me encontraba de regreso en la fonda, donde encontré a Pitferge en el room, lugar lleno de gente como una Bolsa o un mercado, verdadera sala pública donde se mezclan los paseantes y los viajeros, y donde todo el que llega encuentra, gratis, agua de nieve, galleta y chester.

¿Cuándo partimos, doctor? le dije.

Esta tarde, a las seis.

¿Tomamos el railroad del Hudson?

No, el Saint John, un barco maravilloso, un mundo nuevo, un Great Eastern de río, uno de esos admirables apa¬ratos de locomoción que revientan con la mayor facilidad. Hubiera preferido enseñaros el Hudson de día, pero el Saint¬-John sólo navega de noche. Mañana, al amanecer, estaremos en Albany; a las seis tomaremos el «New York Central», railroad, y por la noche cenaremos en Niágara Falls.

Acepté a ojos cerrados el programa. El aparato ascensor de la fonda, moviéndose por su rosca vertical, nos subió a nuestras habitaciones, y nos bajó, algunos momentos des¬pués, con nuestras maletas mochilas. Un coche de alquiler, de a 20 francos la carrera, nos condujo en un cuarto de hora al embarcadero del Hudson, delante del cual el Saint John ostentaba ya, por penacho, gruesos torbellinos de humo.





CAPÍTULO XXXVI



El Saint John y el Dear Richmond, su lemejante, eran los mejores buques del río. Eran edificios más que bar¬cos, con dos o tres pisos con terrazas, corredores y gale¬rías. Un barco de esta especie parece la habitación flotante de un plantador. El conjunto está dominado por una veinte¬na de botes empavesados y ligados entre sí por armaduras de hierro, que consolidan el conjunto de la construcción. Los dos enormes tambores están pintados al fresco, como los tímpanos de la iglesia de san Marcos de Venecia. Detrás de cada rueda se alza la chimenea de las dos calderas, que se hallan colocadas exteriormente y no en los flancos del vapor, precaución útil en el caso de una explosión. Entre los dos tambores se mueve el mecanismo, de extremada sencillez: un cilindro con su émbolo, que mueve un largo balancín, que sube y baja como un enorme martillo de fragua y una sola biela que comunica el movimiento al árbol de las macizas ruedas.

La cubierta del Saint John estaba ya atestada de viajeros. El doctor y yo tomamos posesión de un camarote que comu¬nicaba con un salón inmediato, especie de galería de Diana, cuya redondeada bóveda descansaba en una columnata corintia. Por todas partes comodidad y lujo: tapices, alfombras, divanes, objetos de arte, pinturas, espejos y luces de gas, fabricado a bordo, en un pequeño gasómetro.

En aquel momento, la colosal máquina se estremeció. Em¬prendíamos la marcha. Subí a las terrazas superiores. En la proa había una casa brillantemente pintada: era la cámara de los timoneles. Cuatro hombres vigorosos estaban junto a los radios de la doble rueda del gobernalle. Después de un paseo de algunos minutos, bajé a cubierta entre las calderas ya rojas, de donde se escapaban pequeñas llamas azules, al impulso del aire que despedían los ventiladores. Del Hudson, no me era posible ver nada. La niebla que avanzaba con la noche, «podía cortarse con cuchillo». El Saint John se hin¬chaba en la sombra como un formidable mastodonte. Apenas se distinguían las lucecillas de los pueblos situados a orillas del do y los faroles de los barcos de vapor que remontaban las oscuras aguas, dando terribles silbidos.

A las ocho, entré en el salón. El doctor me llevó a cenar a una magnífica fonda instalada en el entrepuente y servida por un ejército de criados negros. Dean Pitferge me hizo saber que el número de viajeros pasaba de 4.000, entre los cuales se contaban 1.500 emigrantes, alojados en la parte baja del barco. Terminada la cena, fuimos a acostarnos a nuestro cómodo camarote.

A las once, me despertó un especie de choque. El barco se había parado, pues el capitán no, se atrevía a navegar al través de tan densas tinieblas. Anclado en el canal, el enorme buque se durmió tranquilamente sobre sus anclas.

El Saint John prosiguió su marcha a las cuatro de la mañana. Me levanté y fui a la galería de proa. La lluvia había cesado; las nubes se elevaban; aparecieron las aguas del río y después las orillas; la derecha accidentada, cubierta de ár¬boles verdes y de arbustos que le daban el aspecto de un largo cementerio; en último término, altas colinas limitaban el horizonte con una graciosa línea. Al contrario, en la: orilla izquierda sólo había terrenos llanós y fangosos. En el cauce núsmo del río, muchas goletas aparejaban para aprovechar la primera brisa, y los vapores remontaban la rápida co¬rriente del Hudson.

Pitferge había ido a buscarme a la galería.

Buenos días, compañero me dijo después de aspirar con fuerza el aire fresco ; sabed que esta maldita niebla ha modificado mi programa, pues no llegaremos a Albany a tiempo de tomar el primer tren.

Es lástima, doctor, porque no tenemos tiempo de sobra.

¡Bahi Todo se reduce a llegar por la noche a Niágara Falls, en vez de llegar por la tarde.

La modificación me desagradaba, pero forzoso era resig¬narse.

Efectivamente, el Saint John no quedó amarrado al mue¬lle de Albany antes de las ocho. El tren de la mañana ya había salido; teníamos que aguardar el tren de la una y cua¬renta. Podíamos, pues, visitar sosegadamente la curiosa ciu¬dad que forma el centro legislativo del Estado de Nueva York, la ciudad baja, comercial y populosa, establecida en la orilla derecha del Hudson, y la ciudad alta, con sus casas de ladrillo, sus establecimientos útiles y su famoso museo de fósiles. Parece que uno de los grandes barrios de Nueva York se ha trasladado a la ladera de aquella colina, sobre la cual se desarrolla en anfiteatro.

A la una, después de almorzar, estábamos en la estación, estación libre, sin vallas ni guardas. El tren paraba en medio de la calle, como un ómnibus. Se sube cuando se quiere a aquellos vagones sostenidos en la parte delantera y en la tra¬sera, por un sistema giratorio de cuatro ruedas. Los carruajes comunican entre sí por pasillos que permiten al viajero pa-sear de extremo a extremo del tren. A la hora marcada, sin que hubiéramos visto a ningún empleado, sin un toque de campana, sin aviso de ningún género, la jadeante locomotora nos arrastró con velocidad de 12 leguas por hora. No está¬bamos almacenados como en los coches de los ferrocarriles de Europa, sino que podíamos pasear, comprar libros y periódicos.

Las bibliotecas y los vendedores ambulantes marchan con el viajero. El tren volaba por entre campos sin barreras, bos¬ques en que se habían hecho cortas recientes, a riesgo de tro-pezar con troncos de árboles; ciudades nuevas con anchas calles surcadas por rails, pero que aún carecían de casas, ciudades cuyos nombres son los más poéticos de la historia antigua: Roma, Palmira, Siracusa. Todo el valle del Mo¬hawk, desfiló ante nuestros ojos; asi entablé conocimiento con el país que pertenece a Fenimore como el Sob Roy a Walter Scott. Brilló por un momento, en el horizonte, el lago Ontario, teatro de las escenas de la obra maestra de Cooper.

A las once de la noche pasamos al tren de Rochester, y atravesamos las rápidas corrientes de Tennesse, que huían en forma de cascadas, bajo los vagones. A las dos de la madru¬gada llegamos a Niágara Falls; el doctor me condujo a una fonda soberbia, llamada «Cataract House».

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