viernes, septiembre 22, 2006

Los Nueve Mil Millones De Nombres De Dios - 2

de Arthur C. Clarke

La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra
a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos
mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle
semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras
pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos
nombres nunca se había preocupado de averiguar.
Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamas. El
"Proyecto Shangri-La", como alguien lo había bautizado en los lejanos
laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de
hojas de papel cubiertas de galimatías.
Pacientemente, inexorablemente, el ordenador había ido disponiendo letras en
todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la
siguiente. Cuando las hojas salían de las maquinas de escribir electromaticas, los
monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una
semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué
oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban
preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras.


Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio
de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le
parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería
aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una
cosa así.
George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al
tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de
costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan
popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a
adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto
era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas
frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...
-Escucha, George -dijo Chuck, con urgencia-. He sabido algo que puede significar
un disgusto.
-¿Qué sucede? ¿No funciona bien la maquina? -ésta era la peor contingencia que
George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada
más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de
televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un
vinculo con su tierra.
-No, no es nada de eso. -Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en
él, porque normalmente le daba miedo el abismo-. Acabo de descubrir cuál es el
motivo de todo esto.
-¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.
-Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por
qué. Es la cosa más loca...
-Eso ya lo tengo muy oído -gruñó George.
-...pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde
para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante
excitado o, por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije
que estábamos en el ultimo ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que
tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me
gustaría saberlo... y entonces me lo explicó.
-Sigue; voy captando.
-El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres,
y admiten que hay unos nueve mil millones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La
raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido
alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.
-¿Entonces que esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
-No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone
en acción, acaba con todas las cosas y... ¡Listos!
-Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del
mundo.
Chuck dejo escapar una risita nerviosa.
-Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un
modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo:
"No se trata de nada tan trivial como eso".
George estuvo pensando durante unos momentos.
-Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto -dijo después-. ¿Pero qué
supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más
mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.
-Sí... pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada
y la traca final no estalle -o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea-, nos
pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado
usando. Esta situación no me gusta ni pizca.
-Comprendo - dijo George, lentamente-. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo
de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana,
teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el
domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron
sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se
hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había
cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos
de ellos creen todavía.
-Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros
no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio;
y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos
modos, me gustaría estar en otro sitio.
-Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada
hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para
llevarnos lejos. Claro que - dijo Chuck, pensativamente - siempre podríamos
probar con un ligero sabotaje.
-Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas.
Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del
día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro
días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo
lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando
hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo
arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el
tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso
en el registro. Para entonces ya no nos podrán coger.
-No me gusta la idea -dijo George-. Sería la primera vez que he abandonado un
trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedare y aceptare lo que venga.
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-Sigue sin gustarme -dijo, siete días mas tarde, mientras los pequeños pero
resistentes caballitos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante
carretera-. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento
pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo
tontos que han sido. Me pregunto como se lo va a tomar Sam.
-Es curioso -replicó Chuck-, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que
sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía
también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto
acabado. Después de eso... claro que, para él, ya no hay ningún después...
George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio
desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los
achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y
allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un
transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que
el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George.
¿Destrozarían los monjes el ordenador, llevados por el furor y la desesperación?
¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?
Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel
mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con
sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes
principiantes las sacaban de las maquinas de escribir y las pegaban a los grandes
volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de
las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso
mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, penso
George, eran ya como para subirse por las paredes.
-¡Allí esta! -gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle-. ¿Verdad que es
hermoso?
Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la
pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando
hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad.
George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el caballito
avanzaba pacientemente pendiente abajo.
La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima.
Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región,
y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta
incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado
e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George,
no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones
del tiempo. Esta había sido su ultima preocupación.
Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las
montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados,
no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.
-Estaremos allí dentro de una hora -dijo, volviéndose hacia Chuck. Después,
pensando en otra cosa, añadió-: Me pregunto si el ordenador habrá terminado su
trabajo. Estaba calculado para esta hora.
Chuck no contesto, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la
cara de Chuck; era un ovalo blanco vuelto hacia el cielo.
-Mira - susurro Chuck; George alzó la vista hacia el espacio.
Siempre hay una ultima vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas
se estaban apagando.

jueves, septiembre 14, 2006

Los Nueve Mil Millones De Nombres De Dios - 1

de Arthur C. Clarke

-Esta es una petición un tanto desacostumbrada- dijo el doctor Wagner, con lo que
esperaba podría ser un comentario plausible-. Que yo recuerde, es la primera vez
que alguien ha pedido un ordenador de secuencia automática para un monasterio
tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en
su... hum... establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría
explicarme que intentan hacer con ella?
-Con mucho gusto- contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando
cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la
equivalencia entre las monedas-. Su ordenador Mark V puede efectuar cualquier
operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para
nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido
modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no
columnas de cifras.
-No acabo de comprender...
-Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos;
de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de
pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo
explico.
-Naturalmente.
-En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá
todos los posibles nombres de Dios.
-¿Qué quiere decir?
-Tenemos motivos para creer- continuó el lama, imperturbable- que todos esos
nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos
ideado.
-¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?
-Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el
trabajo.
-Oh- exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida-. Ahora
comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras maquinas. ¿Pero cuál es
exactamente la finalidad de este proyecto?
El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había
ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.
-Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias.
Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá,
etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema
filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar
entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los
que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación
sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos
posibles nombres.



-Comprendo. Han empezado con AAAAAAA... y han continuado hasta ZZZZZZZ...
-Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio.
Modificando los tipos electromagnéticos de las letras, se arregla todo, y esto es
muy fácil de hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar
circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe
figurar mas de tres veces consecutivas.
-¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.
-Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué,
aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje.
-Estoy seguro de ello- dijo Wagner, apresuradanente- Siga.
-Por suerte, será cosa sencilla adaptar su ordenador de secuencia automática a
ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programado adecuadamente, permutará
cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado quince
mil años se podrá hacer en cien días.
El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan,
situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas
naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país,
aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación,
llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún limite a las locuras de
la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El
cliente siempre tenia razón...
-No hay duda- replicó el doctor- de que podemos modificar el Mark V para que
imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento
ya me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.
-Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños
para poder transportarse en avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su
máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el
transporte desde allí.
-¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?
-Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.
-No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas
idóneas.- El doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la
mesa- hay otras dos cuestiones... -Antes de que pudiese terminar la frase, el lama
sacó una pequeña hoja de papel.
-Esto es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.
-Gracias. Parece ser... hum... adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que
vacilo en mencionarla... pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se
pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tiene ustedes?
-Un generador diesel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios.
Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el
monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para
proporcionar energía a los altavoces que emiten las plegarias.
Desde luego - admitió el doctor Wagner-. Debía haberlo imaginado.

sábado, septiembre 09, 2006

El canto de los Cronopios

Por Julio Cortaza
Cuando los cronopios cantan sus canciones preferidas, se entusiasman de tal manera que con frecuencia se dejan atropellar por camiones y ciclistas, se caen por la ventana, y pierden lo que llevaban en los bolsillos y hasta la cuenta de los días.

Cuando un cronopio canta, las esperanzas y los famas acuden a escucharlo aunque no comprenden mucho su arrebato y en general se muestran algo escandalizados. En medio del coro el cronopio levanta sus bracitos como si sostuviera el sol, como si el cielo fuera una bandeja y el sol la cabeza del Bautista, de modo que la canción del cronopio es Salomé desnuda danzando para los famas y las esperanzas que est n ahí boquiabiertos y preguntándose si el señor cura, si las conveniencias. Pero como en el fondo son buenos (los famas son buenos y las esperanzas bobas), acaban aplaudiendo al cronopio, que se recobra sobresaltado, mira en torno y se pone también a aplaudir, pobrecito.

viernes, septiembre 08, 2006

Quien a hierro mata

por Fernando Ordóñez Gutiérrez

No abriría la boca por más que notara torrencial su fin garganta arriba. Era
orgullo de la casta con que nació y, a pesar de lo poco que iba a permanecer
en pie, tragando las candentes riadas de su postrer aliento, quiso ver la
muerte del otro. Nadie se ocupaba ya de su suerte, todos los ojos eran ojos
para el atravesado. Es lo que puede suceder sobre la arena

. Quien se siente
dominador, maestro, dueño de los lances que se suceden, jaleado por la
muchedumbre que desea los ternos bien empapados de plasma, y artífice de
todos los engaños, cita, emplaza, pincha, marea y da cuantas estocadas
necesita para licuar en sangre al enemigo. Pero se descuida, nada más teme
los derrotes, ese imprevisible giro de cabeza tras la que va todo el cuerpo,
que concluye con una acometida y se resuelve con dos puñales que se afilaron
durante años a la sombra y al sol en la dehesa... El celebrante se cree a
salvo si ha acuchillado tantas veces como se lo propuso y, tal vez algo
molesto porque estaba seguro de su éxito con el primer “volapíe”, mientras
sus lugartenientes arrastran el paño sobre el albero para que humille quien
se empecina en vivir, piensa si ha de acercarse a las tablas y pedir el
verduguillo. Es entonces hora de la hora y así ha pasado. Ahí está la
prueba: el matador, seguramente ya difunto porque el estoque atravesó su
alma, conducido por los compañeros de faena a toda prisa a ver si los
galenos pueden resucitarle. Sin embargo, el que será jalado más tarde por un
arreo de mulillas, contempla el asombro sobre el graderío, cuando los
últimos latidos de su corazón se manifiestan...El mayoral le contó lo que
hacían algunos de sus compañeros en la plaza... “Tensa los músculos y escupe
de tu lomo el último acero recibido. Irá abandonando tu carne despacio. Pero
con el impulso final, si lo escupes bien, si lo haces decidido y vengador,
lograrás enviar la espada a dos o tres metros de distancia. Yo he sido de
los tuyos y aunque te crío para la muerte, es justo que te ofrezca la
venganza”... Como hace un momento.... Se le doblan las rodillas, la vista
cesa. Quien a hierro quiso matarle...

domingo, septiembre 03, 2006

Una Madre

De James Joyce

El señor Holohan, vicesecretario de la sociedad Eire Abu, se paseó un mes por todo Dublín con las manos y los bolsillos atiborrados de papelitos sucios, arreglando lo de la serie de conciertos. Era lisiado y por eso sus amigos lo llamaban Aúpa Holohan. Anduvo para arriba y para abajo sin parar y se pasó horas enteras en una esquina discutiendo el asunto y tomando notas; pero al final fue la señora Kearney quien tuvo que resolverlo todo.

La señorita Devlin se transformó en la señora Keamey por despecho. Se había educado en uno de los mejores conventos, donde aprendió francés y música. Como era exangüe de nacimiento y poco flexible de carácter, hizo pocas amigas en la escuela. Cuando estuvo en edad casadera la hicieron visitar varias casas donde admiraron mucho sus modales pulidos y su talento musical. Se sentó a esperar a que viniera un pretendiente capaz de desafiar su frígido círculo de dotes para brindarle una vida venturosa. Pero los jóvenes que conoció eran vulgares y jamás los alentó, prefiriendo consolarse de sus anhelos románticos consumiendo Delicias Turcas a escondidas. Sin embargo, cuando casi llegaba al límite y sus amigas empezaban ya a darle a la lengua, les tapó la boca casándose con el señor Keamey, un botinero de la explanada de Ormond.

Era mucho mayor que ella. Su conversación adusta tenía lugar en los intermedios de su enorme barba parda. Después del primer año de casada intuyó ella que un hombre así sería más útil que un personaje novelesco, pero nunca echó a un lado sus ideas románticas. Era él sobrio, frugal y pío; tomaba la comunión cada viernes, a veces con ella, muchas veces solo. Pero ella nunca flaqueó en su fe religiosa y fue una buena esposa. Cuando en una reunión con desconocidos ella arqueaba una ceja, él se levantaba enseguida para despedirse, y, si su tos lo acosaba, ella le envolvía los pies en una colcha y le hacía un buen ponche de ron. Por su parte, él era un padre modelo. Pagando una módica suma cada semana a una mutual se aseguró de que sus dos hijas recibieran una dote de cien libras cada una al cumplir veinticuatro años. Mandó a la hija mayor, Kathleen, a un convento, donde aprendió francés y música, y más tarde le costeó el Conservatorio. Todos los años por julio la señora Kearney hallaba ocasión de decirles a sus amigas:




-El bueno de mi marido nos manda a veranear unas semanas a Skerries.

Y si no era a Skerries era a Howth o a Greystones.

Cuando el Despertar Irlandés comenzó a mostrarse digno de atención, la señora Kearney determinó sacar partido al nombre de su hija, tan irlandés, y le trajo un maestro de lengua irlandesa. Kathleen y su hermana les enviaban postales irlandesas a sus amigas, quienes, a su vez, les respondían con otras postales irlandesas. En ocasiones especiales, cuando el señor Kearney iba con su familia a las reuniones procatedral, un grupo de gente se reunía después de la misa de domingo en la esquina de la calle Catedral. Eran todos amigos de los Kearney, amigos musicales o amigos nacionalistas; y, cuando le sacaban el jugo al último chisme, se daban la mano, todos a una, riéndose de tantas manos cruzadas y diciéndose adiós en irlandés. Muy pronto el nombre de Kathleen Kearney estuvo a menudo en boca de la gente para decir que ella tenía talento y que era muy buena muchacha y, lo que es más, que, creía en el renacer de la lengua irlandesa. La señora Kearney se sentía de lo más satisfecha. Así no se sorprendió cuando un buen día el señor Holohan vino a proponerle que su hija fuera pianista acompañante en cuatro grandes conciertos que su Sociedad iba a dar en las Antiguas Salas de Concierto. Ella lo hizo pasar a la sala, lo invitó a sentarse y sacó la garrafa y la bizcochera de plata. Se entregó ella en cuerpo y alma a ultimar los detalles; aconsejó y persuadió; y, finalmente, se redactó un contrato según el cual Kathleen recibiría ocho guineas por sus servicios como pianista acompañante en aquellos cuatro grandes conciertos.

Como el señor Holohan era novato en cuestiones tan delicadas como la redacción de anuncios y la confección de programas, la señora Kearney lo ayudó. Tenía tacto. Sabía qué artistas debían llevar el nombre en mayúsculas y qué artistas debían ir en letras pequeñas. Sabía que al primer tenor no le gustaría salir después del sainete del señor Meade. Para mantener al público divertido, acomodó los números dudosos entre viejos favoritos. El señor Holohan la visitaba cada día para pedirle consejo sobre esto y aquello. Ella era invariablemente amistosa y asesora, en una palabra, asequible. Deslizaba hacia él la garrafa, diciéndole:

-Vamos, ¡sírvase usted, señor Holohan!

Y si él se servía, añadía ella:

-¡Sin miedo! ¡Sin ningún miedo!

Todo salió a pedir de boca. la señora Kearney compró en Brown Thomas un retazo de raso liso rosa, precioso, para hacerle una pechera al traje de Kathleen. Costó un ojo de la cara; pero hay ocasiones en que cualquier gasto está justificado. Se quedó con una docena de entradas para el último concierto y las envió a esas amistades con que no se podía contar que asistieran si no era así. No se olvidó de nada y, gracias a ella, se hizo lo que había que hacer.

Los conciertos tendrían lugar miércoles, jueves, viernes y sábado. Cuando la señora Kearney llegó con su hija a las Antiguas Salas de Concierto la noche del miércoles no le gustó lo que vio. Unos cuantos jóvenes que llevaban insignias azul brillante en sus casacas, holgazaneaban por el vestíbulo; ninguno llevaba ropa de etiqueta. Pasó de largo con su hija y una rápida ojeada a la sala le hizo ver la causa del holgorio de los ujieres. Al principio se preguntó si se habría equivocado de hora. Pero no, faltaban veinte minutos para las ocho.

En el camerino, detrás del escenario, le presentaron al secretario de la Sociedad, el señor Fitzpatrick. Ella sonrió y le tendió una mano. Era un hombrecito de cara lerda. Notó que llevaba su sombrero de pana pardo al desgaire a un lado y que hablaba con dejo desganado. Tenía un programa en la mano y mientras conversaba con ella le mordió una punta hasta que la hizo una pulpa húmeda. No parecía darle importancia al chasco. El señor Holohan entraba al camerino a cada rato trayendo noticias de la taquilla. Los artistas hablaban entre ellos, nerviosos, mirando de vez en cuando al espejo y enrollando y desenrollando sus partituras. Cuando eran casi las ocho y media la poca gente que había en el teatro comenzó a expresar el deseo de que empezara la función. El señor Fitzpatrick subió a escena, sonriendo inexpresivo al público, para decirles:

-Bueno, y ahora, señoras y señores, supongo que es mejor que empiece la fiesta.

La señora Kearney recompensó su vulgarísima expresión final con una rápida mirada despreciativa y luego le dijo a su hija para animarla:

-¿Estás lista, tesoro?

Cuando tuvo la oportunidad llamó al señor Holohan aparte y le preguntó qué significaba aquello. El señor Holohan le respondió que él no sabía. Le explicó que el comité había cometido un error en dar tantos conciertos: cuatro conciertos eran demasiados.

-¡Y con qué artistas! -dijo la señora Kearney-. Claro que hacen lo que pueden, pero no son nada buenos.

El señor Holohan admitió que los artistas eran malos, pero el comité, dijo, había decidido dejar que los tres primeros conciertos salieran como pudieran y reservar lo bueno para la noche del sábado. La señora Kearney no dijo nada, pero, como las mediocridades se sucedían en el estrado y el público disminuía cada vez, comenzó a lamentarse de haber puesto todo su empeño en semejante velada. No le gustaba en absoluto el aspecto de aquello y la estúpida sonrisa del señor Fitzpatrick la irritaba de veras. Sin embargo, se calló la boca y decidió esperar a ver cómo acababa todo. El concierto se extinguió poco antes de las diez y todo el mundo se fue a casa corriendo.

El concierto del jueves tuvo mejor concurrencia, pero la señora Kearney se dio cuenta enseguida de que el teatro estaba lleno de balde. El público se comportaba sin el menor recato, como si el concierto fuera un último ensayo informal. El señor Fitzpatrick parecía divertirse mucho; y no estaba en lo más mínimo consciente de que la señora Kearney, furiosa, tomaba nota de su conducta. Se paraba él junto a las bambalinas y de vez en cuando sacaba la cabeza para intercambiar risas con dos amigotes sentados en el extremo del balcón. Durante la tanda la señora Kearney se enteró de que se iba a cancelar el concierto del viernes y que el comité movería cielo y tierra para asegurarse de que el concierto del sábado fuera un lleno completo. Cuando oyó decir esto buscó al señor Holohan. Lo pescó mientras iba cojeando con un vaso de limonada para una jovencita y le preguntó si era cierto. Sí, era cierto.

Pero, naturalmente, eso no altera el contrato -dijo ella-. El contrato es por cuatro conciertos.

El señor Holohan parecía estar apurado; le aconsejó que hablara con el señor Fitzpatrick. La señora Kearney comenzó a alarmarse entonces. Sacó al señor Fitzpatrick de su bambalina y le dijo que su hija había firmado por cuatro conciertos y que, naturalmente, de acuerdo con los términos del contrato ella recibiría la suma estipulada originalmente, diera o no la Sociedad cuatro conciertos. El señor Fitzpatrick, que no se dio cuenta del punto en cuestión enseguida, parecía incapaz de resolver la dificultad y dijo que trasladaría el problema al comité. La ira de la señora Kearney comenzó a revolotearle en las mejillas y tuvo que hacer lo imposible para no preguntar:

-¿Y quién es este convidé, hágame el favor?

Pero sabía que no era digno de una dama hacerlo: por eso se quedó callada.

El viernes por la mañana enviaron a unos chiquillos a que repartieran volantes por las calles de Dublín. Anuncios especiales aparecieron en todos los diarios de la tarde recordando al público amante de la buena música el placer que les esperaba a la noche siguiente. La señora Kearney se sintió más alentada pero pensó que era mejor confiar sus sospechas a su marido. Le prestó atención y dijo que sería mejor que la acompañara el sábado por la noche. Ella estuvo de acuerdo. Respetaba a su esposo como respetaba a la oficina de correos, como algo grande, seguro, inamovible; y aunque sabía que era escaso de ideas, apreciaba su valor como hombre, en abstracto. Se alegró de que él hubiera sugerido ir al concierto con ella. Pasó revista a sus planes.

Vino la noche del gran concierto. La señora Kearney , con su esposo y su hija, llegó a las Antiguas Salas de Concierto tres cuartos de hora antes de la señalada para comenzar. Tocó la mala suerte que llovía. La señora Kearney dejó las ropas y las partituras de su hija al cuidado de su marido y recorrió todo el edificio buscando al señor Holohan y al señor Fitzpatrick. No pudo encontrar a ninguno de los dos. Les preguntó a los ujieres si había algún miembro del comité en el público, y, después de mucho trabajo, un ujier se apareció con una mujercita llamada la señorita Beirne , a quien la señora Kearney explicó que quería ver a uno de los secretarios. La señorita Beirne los esperaba de un momento a otro y le preguntó si podía hacer algo por ella. La señora Kearney escrutó a aquella mujercita que tenía una doble expresión de confianza en el prójimo y de entusiasmo atornillada a su cara, y le respondió:

-¡No, gracias!

La mujercita esperaba que hicieran una buena entrada. Miró la lluvia hasta que la melancolía de la calle mojada borró el entusiasmo y la confianza de sus facciones torcidas. Luego exhaló un suspirito y dijo:

-¡Ah, bueno, se hizo lo que se pudo, como usted sabe!

La señora Kearney tuvo que regresar al camerino.

Llegaban los artistas. El bajo y el segundo tenor ya estaban allí. El bajo, el señor Duggan, era un hombre joven y esbelto, con un bigote negro regado. Era hijo del portero de unas oficinas, del centro, y, de niño, había cantado sostenidas notas bajas por los resonantes corredores. De tan humildes auspicios se había educado a sí mismo para convertirse en un artista de primera fila. Había cantado en la ópera. Una noche, cuando un artista operático se enfermó, había interpretado el rol del rey en Maritana, en el Queen's Theatre. Cantó con mucho sentimiento y volumen y fue muy bien acogido por la galería; pero, desgraciadamente, echó a perder la buena impresión inicial al sonarse la nariz en un guante, una o dos veces, de distraído que era. Modesto, hablaba poco. Decía ustéi pero tan bajo que pasaba inadvertido y por cuidarse la voz no bebía nada más fuerte que leche. El señor Bell, el segundo tenor, era un hombrecito rubio que competía todos los años por los premios de Feis Ceoil. A la cuarta intentona ganó una medalla de bronce. Nervioso en extremo y en extremo envidioso de otros tenores, cubría su envidia nerviosa con una simpatía desbordante. Era dado a dejar saber a otras personas la viacrucis que significaba un concierto. Por eso cuando vio al señor Duggan se le acercó a preguntarle:

-¿Estás tú también en el programa?

-Sí -respondió el señor Duggan.

El señor Bell sonrió a su compañero de infortunios, extendió una mano y le dijo:

-¡Chócala!

La señora Kearney pasó por delante de estos dos jóvenes y se fue al borde de la bambalina a echar un vistazo a la sala. Ocupaban las localidades rápidamente y un ruido agradable circulaba por el auditorio. Regresó a hablar en privado con su esposo. La conversación giraba sobre Kathleen evidentemente, pues ambos le echaban una mirada de vez en cuando mientras ella conversaba de pie con una de sus amigas nacionalistas, la señorita Healy , la contralto. Una mujer desconocida y solitaria de cara pálida atravesó la pieza. Las muchachas siguieron con ojos ávidos aquel vestido azul desvaído tendido sobre un cuerpo enjuto. Alguien dijo que era Madama Glynn, soprano.

-Me pregunto de dónde la sacaron -dijo Kathleen a la señorita Healy-. Nunca oí hablar de ella, te lo aseguro.

La señorita Healy tuvo que sonreír. El señor Holohan entró cojeando al camerino en ese momento y las dos muchachas le preguntaron quién era la desconocida. El señor Holohan dijo que era Madama Glynn, de Londres. Madama tomó posesión de un rincón del cuarto, manteniendo su partitura rígida frente a ella y cambiando de vez en cuando la dirección de su mirada de asombro. Las sombras acogieron protectoras su traje marchito, pero en revancha le rebosaron la fosa del esternón. El ruido de la sala se oyó más fuerte. El primer tenor y el barítono llegaron juntos. Se veían bien vestidos los dos, bien alimentados y complacidos, regalando un aire de opulencia a la compañía.

La señora Kearney les llevó a su hija y se dirigió a ellos con amabilidad. Quería estar en buenos términos pero, mientras hacía lo posible por ser atenta con ellos, sus ojos seguían los pasos cojeantes y torcidos del señor Holohan. Tan pronto como pudo se excusó y le cayó detrás.

-Señor Holohan -le dijo-, quiero hablar con usted un momento.

Se fueron a un extremo discreto del corredor. La señora Kearney le preguntó cuándo le iban a pagar a su hija. El señor Holohan dijo que ya se encargaría de ello el señor Fitzpatrick. La señora Kearney dijo que ella no sabía nada del señor Fitzpatrick. Su hija había firmado contrato por ocho guineas y había que pagárselas. El señor Holohan dijo que eso no era asunto suyo.

-¿Por qué no es asunto suyo? -le preguntó la señora Kearney-. ¿No le trajo usted mismo el contrato? En todo caso, si no es asunto suyo, sí es asunto mío y me voy a ocupar de él.

-Más vale que hable con el señor Fitzpatrick -dijo el señor Holohan, remoto.

-A mí no me interesa su señor Fitzpatrick para nada -repitió la señora Kearney-. Yo tengo mi contrato y voy a ocuparme de que se cumpla.

Cuando regresó al camerino, ligeramente ruborizada, reinaba allí la animación. Dos hombres con impermeables habían tomado posesión de la estufa y charlaban familiarmente con la señorita Healy y el barítono. Eran un enviado del Freeman y el señor O'Madden Burke. El enviado del Freeman había entrado a decir que no podía quedarse al concierto ya que tenía que cubrir una conferencia que iba a pronunciar un sacerdote en la Mansion House. Dijo que debían dejarle una nota en la redacción del Freeman y que él se ocuparía de que la incluyeran. Era canoso, con voz digna de crédito y modales cautos. Tenía un puro apagado en la mano y el aroma a humo de tabaco flotaba a su alrededor. No tenía intenciones de quedarse más que un momento porque los conciertos y los artistas lo aburrían considerablemente, pero permanecía recostado a la chimenea. La señorita Healy estaba de pie frente a él, riendo y charlando. Tenía él edad como para sospechar la razón de la cortesía femenina, pero era lo bastante joven de espíritu para saber sacar provecho a la ocasión. El calor, el color y el olor de aquel cuerpo juvenil le despertaban la sensualidad. Estaba deliciosamente al tanto de los senos que en este momento subían y bajaban frente a él en su honor, consciente de que las risas y el perfume y las miradas imponentes eran otro tributo. Cuando no pudo quedarse ya más tiempo, se despidió de ella muy a pesar suyo.

-O'Madden Burke va a escribir la nota -le explicó al señor Holohan-, y yo me ocupo de que la metan.

-Muchísimas gracias, señor Hendrick -dijo el señor Holohan-. Ya sé que usted se ocupará de ella. Pero, ¿no quiere tomar una cosita antes de irse?

-No estaría mal -dijo el señor Hendrick.

Los dos hombres atravesaron oscuros pasadizos y subieron escaleras hasta llegar a un cuarto apartado donde uno de los ujieres descorchaba botellas para unos cuantos señores. Uno de estos señores era el señor O'Madden Burke, que había dado con el cuarto por puro instinto. Era un hombre entrado en años, afable, quien, en estado de reposo, balanceaba su cuerpo imponente sobre un largo paraguas de seda. Su grandilocuente apellido de irlandés del oeste era el paraguas moral sobre el que balanceada el primoroso problema de sus finanzas. Se le respetaba a lo ancho y a lo largo.

Mientras el señor Holohan convidaba al enviado del Freeman, la señora Kearney hablaba a su esposo con tal vehemencia que éste tuvo que pedirle que bajara la voz. La conversación de la otra gente en el camerino se había hecho tensa. El señor Bell, primero en el programa, estaba listo con su música pero su acompañante ni se movió. Algo andaba mal, era evidente. El señor Kearney miraba hacia adelante, mesándose la barba, mientras la señora Kearney le hablaba al oído a Kathleen con énfasis controlado. De la sala llegaban ruidos revueltos, palmas y pateos. El primer tenor y el barítono y la señorita Healy se pusieron los tres a esperar tranquilamente, pero el señor Bell tenía los nervios de punta porque temía que el público pensara que se había retrasado.

El señor Holohan y el señor O'Madden Burke entraron al camerino. En un instante el señor Holohan se dio cuenta de lo que pasaba. Se acercó a la señora Kearney y le habló con franqueza. Mientras hablaban el ruido de la sala se hizo más fuerte. El señor Holohan estaba rojo y excitadísimo. Habló con volubilidad, pero la señora Kearney repetía cortante, a intervalos:

-Ella no saldrá. Hay que pagarle sus ocho guineas.

El señor Holohan señalaba desesperado hacia la sala, donde el público daba patadas y palmetas. Acudió al señor Kearney y a Kathleen. Pero el señor Kearney seguía mesándose las barbas y Kathleen miraba al suelo, moviendo la punta de su zapato nuevo: no era su culpa. la señora Kearney repetía:

-No saldrá si no se le paga.

Después de un breve combate verbal, el señor Holohan se marchó, cojeando, a la carrera. Se hizo el silencio en la pieza. Cuando el silencio se volvió insoportable, la señorita Healy le dijo al barítono:

-¿Vio usted a la señora Pat Campbell esta semana?

El barítono no la había visto, pero le habían dicho que había estado muy bien. La conversación se detuvo ahí. El primer tenor bajó la cabeza y empezó a contar los eslabones de la cadena de oro que le cruzaba el pecho, sonriendo y tarareando notas al azar para afinar la voz. De vez en cuando todos echaban una ojeada hacia la señora Kearney.

El ruido del auditorio se había vuelto un escándalo cuando el señor Fitzpatrick entró al camerino, seguido por el señor Holohan que acezaba. De la sala llegaron silbidos que acentuaban ahora el estruendo de palmetas y patadas. El señor Fitzpatrick alzó varios billetes en la mano. Contó hasta cuatro en la mano de la señora Kearney y dijo que iba a conseguir el resto en el intermedio. La señora Kearney dijo:

-Faltan cuatro chelines.

Pero Kathleen se recogió la falda y dijo: Vamos, el señor Bell, al primer cantante, que temblaba más que una hoja. El artista y su acompañante salieron a escena juntos. Se extinguió el ruido en la sala. Hubo una pausa de unos segundos: y luego se oyó un piano.

La primera parte del concierto tuvo mucho éxito, con excepción del número de Madama Glynn. La pobre mujer cantó Killarney con voz incorpórea y jadeante, con todos los amaneramientos de entonación y de pronunciación que ella creía que le daban elegancia a su canto pero que estaban tan fuera de moda. Parecía como si la hubieran resucitado de un viejo vestuario, y de las localidades populares de la platea se burlaron de sus quejumbrosos agudos. El primer tenor y la contralto, sin embargo, se robaron al público. Kathleen tocó una selección de aires irlandeses que fue generosamente aplaudida. Cerró la primera parte una conmovedora composición patriótica, recitada por una joven que organizaba funciones teatrales de aficionados. Fue merecidamente aplaudida; y, cuando terminó, los hombres salieron al intermedio, satisfechos.

En todo este tiempo el camerino había sido un avispero de emociones. En una esquina estaba el señor Holohan, el señor Fitzpatrick, la señorita Beirne , dos de los ujieres, el barítono, el bajo y el señor O'Madden Burke. El señor O'Madden Burke dijo que era la más escandalosa exhibición de que había sido testigo nunca. La carrera musical de Kathleen Kearney, dijo, estaba acabada en Dublín después de esto. Al barítono le preguntaron qué opinaba del comportamiento de la señora Kearney. No quería opinar. Le habían pagado su dinero y quería estar en paz con todos. Sin embargo, dijo que la señora Kearney bien podía haber tenido consideración con los artistas. Los ujieres y los secretarios debatían acaloradamente sobre lo que debía hacerse llegado el intermedio.

-Estoy de acuerdo con la señorita Beirne -dijo el señor O'Madden Burke-. De pagarle, nada.

En la otra esquina del cuarto estaban la señora Kearney y su marido, el señor Bell, la señorita Healy y la joven que recitó los versos patrióticos. La señora Kearney decía que el comité la había tratado escandalosamente. No había reparado ella ni en dificultades ni en gastos y así era como le pagaban.

Creían que tendrían que lidiar sólo con una muchacha y que, por lo tanto, podían tratarla a la patada. Pero les iba ella a mostrar lo equivocados que estaban. No se atreverían a tratarla así si ella fuera un hombre. Pero ella se encargaría de que respetaran los derechos de su hija: de ella no se burlaba nadie. Si no le pagaban hasta el último penique iba a tocar a rebato en Dublín. Claro que lo sentía por los artistas. Pero ¿qué otra cosa podía ella hacer? Acudió al segundo tenor que dijo que no la habían tratado bien. Luego apeló a la señorita Healy. La señorita Healy quería unirse al otro bando, pero le disgustaba hacerlo porque era muy buena amiga de Kathleen y los Kearneys la habían invitado a su casa muchas veces.

Tan pronto como terminó la primera parte, el señor Fitzpatrick y el señor Holohan se acercaron a la señora Kearney y le dijeron que las otras cuatro guineas le serían pagadas después que se reuniera el comité al martes siguiente y que, en caso de que su hija no tocara en la segunda parte, el comité daría el contrato por cancelado, y no pagaría un penique.

-No he visto a ese tal comité -dijo la señora Kearney , furiosa-. Mi hija tiene su contrato. Cobrará cuatro libras con ocho en la mano o no pondrá un pie en el estrado.

-Me sorprende usted, señora Kearney -dijo el señor Holohan-. Nunca creí que nos trataría usted así.

-Y ¿de qué forma me han tratado ustedes a mí? -preguntó la señora Kearney.

Su cara se veía ahogada por la rabia y parecía que iba a atacar a alguien físicamente.

-No exijo más que mis derechos -dijo ella.

-Debía usted tener un poco de decencia -dijo el señor Holohan.

-Debería yo, ¿de veras?... Y si pregunto cuándo le van a pagar a mi hija me responden con una grosería.

Echó la cabeza atrás para imitar un tono altanero:

-Debe usted hablar con el secretario. No es asunto mío. Soi mu impoltante pa-lo-poco-quiago.

-Yo creí que era usted una dama -dijo el señor Holohan, alejándose de ella, brusco.

Después de lo cual la conducta de la señora Kearney fue criticada por todas partes: todos aprobaron lo que había hecho el comité. Ella se paró en la puerta, lívida de furia, discutiendo con su marido y su hija, gesticulándoles. Esperó hasta que fue hora de comenzar la segunda parte con la esperanza de que los secretarios vendrían a hablarle. Pero la señorita Healy consintió bondadosamente en tocar uno o dos acompañamientos. La señora Kearney tuvo que echarse a un lado para dejar que el barítono y su acompañante pasaran al estrado. Se quedó inmóvil, por un instante, la imagen pétrea de la furia, y, cuando las primeras notas de la canción repercutieron en sus oídos, cogió la capa de su hija y le dijo a su marido:

-¡Busca un coche!

Salió él inmediatamente. La señora Kearney envolvió a su hija en la capa y siguió a su marido. Al cruzar el umbral se detuvo a escudriñar la cara de el señor Holohan:

-Todavía no he terminado con usted -le dijo.

-Pues yo sí -respondió el señor Holohan.

Kathleen siguió, modosa, a su madre. El señor Holohan comenzó a caminar alrededor del cuarto para calmarse, ya que sentía que la piel le quemaba.

-¡Eso es lo que se llama una mujer agradable! -dijo-. ¡Vaya que es agradable!

-Hiciste lo indicado, Holohan -dijo el señor O'Madden Burke, posado en su paraguas en señal de aprobación.




viernes, septiembre 01, 2006

El elixir de la larga vida

(L'élixir de longue vie, 1830) de Honoré de Balzac


En un suntuoso palacio de Ferrara, agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras, ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
En el fondo de mi corazón siento remordimientos decía . Soy católica, y temo al infierno. Pero os amo tanto ¡tanto! que podría sacrificaros la eternidad.
La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.


La mujer sentada junto a Belvídero le miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.
¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara! después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida.
¿Cuándo serás Gran Duque? preguntó la sexta al Príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
¿Y cuándo morirá tu padre? dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
¡Ah, no me habléis de ello! exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero . ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga!
Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo Príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:
Señor, vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse pur un: «Lo siento, esto no pasa todos los días.»
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirije al tribunal.
Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y una sabiduría más valiosa decía que el oro y los diamantes, que ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.
Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber exclamaba a veces sonriendo.
Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:
Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.
Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince años este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero . Jamás se quejaba del ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los perros le sorprendían, se limitaba a decir: ¡ah, es don Juan que vuelve! Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvídero, acostumbrado a tratarle sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor, y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve, azorando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena, contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de abandonar, que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor, la boca entreabierta y desprovista de dientes, dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos de destrucción brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella miraja, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.
Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el olor del vino.
¡Te divertías! exclamó el anciano cuando vio a su hijo.
En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Dun Juan no quiso oír aquel salvaje asentimiento.
Bartolomé dijo:
No te quiero aquí, hijo mío.
Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre semejante puñalada de bondad.
¡Qué remordimientos, padre! dijo hipócritamente.
¡Pobre Juanito! continuó el moribundo con voz sorda , ¿tan bueno he sido para ti que no deseas mi muerte?
¡Oh! exclamó don Juan , ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de la mía! (cosas así pueden decirse siempre, pensaba el vividor, ¡es como si ofreciera el mundo a mi amante!).
Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido por el perro.
Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo exclamó el moribundo , viviré. Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un solo día que te pertenezca.
«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:
Sí, padre querido, viviréis ciertamente, porque vuestra imagen permanecerá en mi corazón.
No se trata de esa vida dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para incorporarse, porque le sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la cabecera de los moribundos . Escúchame, hijo continuó con la voz debilitada por este último esfuerzo , no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.
«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.
Pero continuó en voz alta , padre, padre querido, hay que someterse a la voluntad de Dios.
Dios soy yo replicó el anciano refunfuñando.
No blasfeméis dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos de su padre. Guardaos de hacerlo, habéis recibido la Extremaunción, y no podría hallar consuelo viéndoos morir en pecado.
¿Quieres escucharme? exclamó el moribundo, cuya boca crujió.
Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El moribundo sonrió.
Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta! mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida, haz que se queden. Voy a renacer.
Es el colmo del delirio dijo don Juan.
He descubierto un medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.
Ya está, padre.
Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.
Aquí está.
He empleado veinte años en... en aquel instante, el anciano sintió próximo el final y reunió toda su energía para decir : Tan pronto como haya exhalado el último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con este agua, y renaceré.
Pues hay bastante poco replicó el joven.
Si bien Bartolomé ya no podía hablar, tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror, y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.
¡Vaya!, se acabó el buen hombre exclamó don Juan.
Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor examina su botella al fnal de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir, del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvídero se extremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor, el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se abrió y el Príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.
¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? dijo el Príncipe al oído de la de Brambilla.
Su padre era un buen hombre le respondió ella.
Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían imprimido a sus rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo. Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor, las alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una religión. El Príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el Príncipe a la Rivabarella:
Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fánfarrón impío? ¡Ama a su padre!
¿Os habéis fijado en el perro negro? preguntó la Brambilla.
Ya es inmensamente rico, dijo suspirando Blanca Cavatolino.
¡Y eso qué importa! exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la bombonera.
¿Cómo que qué importa? exclamó el Duque . ¡Con sus escudos él es tan príncipe como yo!
Don Juan, en un principio, asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día siguiente el difunto señor, en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.
Dejadme solo aquí dijo con voz alterada y no entréis hasta que yo salga.
Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad exclamó:
¡Veamos!
El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo que le acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarle a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!» Tomó un paño y, después de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor, lo pasó lentamente sobre el párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.
¡Ah! ¡Ah! dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.
Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor.
¡Bien podría haber vivido cien años! exclamó sin querer cuando, llevado ante su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.
De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente, como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí!», don Juan no se hubiera asustado más.
«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco. Sus esfuerzos fueron vanos.
¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? se preguntaba.
Sí dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.
¡Ja! Ja! ¡Aquí hay brujería! exclamó don Juan, y se acercó al ojo para reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver, y cayó en la mano de Belvídero . ¡Está ardiendo! gritó sentándose.
Aquella lucha le había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como Jacob.
Finalmente se levantó diciendo para sí:
«¡Mientras no haya sangre...!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.
«¿Sabría él el secreto?»,, se preguntó don Juan mirando al fiel animal.
Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó a un crisol, no encontró nada, y desde entonces se convirtió en DON JUAN.
Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida, despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre. No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la calderilla de nuestras ideas vitalicias, Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí por donde pasaba devoraba todo sin pudor, queriendo un amor posesivo, un amor oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como para hacerla creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?», también sabía enrujecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»
Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor, amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar, sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad singular, se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas, generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los hombres: ¡Qué broma tan absurda! se dijo . No procede de un dios. Y entonces, renunciando a un mundo mejor, jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el Señor Dimanche . Fue, en efecto, el tipo de Don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imágenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas como el más célebre de nuestros embajadores.
Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:
Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.
Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.
¿Siempre pensáis en vuestras indulgencias? respondió Belvídero . ¡Pues bien! tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.
¡Ah! si es así como entiendes la vejez exclamó el papa corres el riesgo de ser canonizado.
Después de vuestra ascensión al papado, puede creerse todo.
Fueron entonces a ver a los obreros que construían la inmensa basílica consagrada a San Pedro.
San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder dijo el papa a don Juan , merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar...
Don Juan y el papa se echaron a reír, se habían entendido bien. Un necio habría ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa Madame , pero Belvídero acudió a verle oficiar pontificalmente para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovere hubiera podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.
Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos litógrafos quieren hacer creer.
Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos. Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una pasión antes de ceder, y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.
El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo, admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizá esperaba el anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar, a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos canto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizá. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una molesca ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes le abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche, la apoplejía le aprisionó sus manos corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles: «Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonáis, verdad? Os atormento un poco. ¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad.» De este modo les encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo para con él.

Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarle, había que manejarle como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor, los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.
Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de su resurrección, un hijo piadoso y obediente le contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.
Felipe le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar de felicidad al joven. Jamás había pronunciado así «Felipe», aquel padre inflexible.
Escúchame, hijo mío continuó el moribundo. Soy un gran pecador. Durante mi vida, también he pensado en mi muerte. En otro tiempo, fui amigo del gran papa Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama... El precioso cristal podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame, por tu salvación eterna, que ejecutarás puntualmente mis órdenes.
Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.
Tú merecías otro padre, continuó don Juan . Me atrevo a confesarte, hijo mío, que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.
¡Oh, padre!
Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré, pues, al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.
¡Oh, decídmela pronto, padre!
Tan pronto como haya cerrado los ojos continuó don Juan , unos minutos después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con este agua santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.
Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:
Coge bien el frasco y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron su rostro irónico y pálido.
Era cerca de la medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante, la habitación estuvo llena de gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un anciano servidor gritó:
¡Milagro! y todos los españoles repitieron : ¡Milagro!
Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia, mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San Juan de Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.
El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del convento de Sanlúcar, una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas, estaban de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas, daban su brazo a ancianos de blancos cabellos. Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se forman en un brasero al rojo.
Era un océano de fuego, dominado al fondo de la iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los ex votos, palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar, adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de un lujo imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados, revestidos de albas finas y que le rodeaban semejantes a los santos confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum. ¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos, suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de amor.
¡Te Deum laudamus!
Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquirectura. Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del inferno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus antiguos cimientos.
¡Te Deum laudamus! decía la asamblea.
¡Al diablo todos!, ¡sois unas bestias! ¡Dios! ¡Dios!, ¡carajos demonios !, ¡animales, sois unus estúpidos con vuestro viejo Dios!
Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una erupción del Vesubio.
¡Deus sabaoth, sabaoth! gritaron los cristianos.
¡Insultáis la majestad del infierno! contestó don Juan con un rechinar de dientes.
Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la asamblea con gestos de desesperación e ironía.
El santo nos bendice dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes crédulas.
Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre superior se burla de los que le elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.
Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:
Sancte Johannes ora pro nobis entendió claramente : ¡Oh, coglione!
» ¿Qué pasa ahí arriba? exclamó el deán al ver moverse el relicario.
El santo hace diabluras, respondió el abad.
Entonces, aquella cabeza viviente se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del oficiante.
¡Acuérdate de doña Elvira! gritó la cabeza devorando la del abad.
Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia.
Todos los sacerdotes corrieron y rodearon a su soberano.
¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? gritó la voz en el momento en que el abad, mordido en su cerebro, expiraba.

París, octubre 1830