viernes, septiembre 22, 2006

Los Nueve Mil Millones De Nombres De Dios - 2

de Arthur C. Clarke

La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra
a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos
mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle
semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras
pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos
nombres nunca se había preocupado de averiguar.
Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamas. El
"Proyecto Shangri-La", como alguien lo había bautizado en los lejanos
laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de
hojas de papel cubiertas de galimatías.
Pacientemente, inexorablemente, el ordenador había ido disponiendo letras en
todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la
siguiente. Cuando las hojas salían de las maquinas de escribir electromaticas, los
monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una
semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué
oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban
preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras.


Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio
de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le
parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería
aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una
cosa así.
George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al
tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de
costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan
popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a
adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto
era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas
frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...
-Escucha, George -dijo Chuck, con urgencia-. He sabido algo que puede significar
un disgusto.
-¿Qué sucede? ¿No funciona bien la maquina? -ésta era la peor contingencia que
George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada
más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de
televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un
vinculo con su tierra.
-No, no es nada de eso. -Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en
él, porque normalmente le daba miedo el abismo-. Acabo de descubrir cuál es el
motivo de todo esto.
-¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.
-Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por
qué. Es la cosa más loca...
-Eso ya lo tengo muy oído -gruñó George.
-...pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde
para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante
excitado o, por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije
que estábamos en el ultimo ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que
tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me
gustaría saberlo... y entonces me lo explicó.
-Sigue; voy captando.
-El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres,
y admiten que hay unos nueve mil millones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La
raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido
alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.
-¿Entonces que esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
-No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone
en acción, acaba con todas las cosas y... ¡Listos!
-Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del
mundo.
Chuck dejo escapar una risita nerviosa.
-Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un
modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo:
"No se trata de nada tan trivial como eso".
George estuvo pensando durante unos momentos.
-Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto -dijo después-. ¿Pero qué
supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más
mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.
-Sí... pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada
y la traca final no estalle -o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea-, nos
pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado
usando. Esta situación no me gusta ni pizca.
-Comprendo - dijo George, lentamente-. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo
de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana,
teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el
domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron
sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se
hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había
cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos
de ellos creen todavía.
-Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros
no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio;
y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos
modos, me gustaría estar en otro sitio.
-Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada
hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para
llevarnos lejos. Claro que - dijo Chuck, pensativamente - siempre podríamos
probar con un ligero sabotaje.
-Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas.
Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del
día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro
días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo
lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando
hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo
arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el
tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso
en el registro. Para entonces ya no nos podrán coger.
-No me gusta la idea -dijo George-. Sería la primera vez que he abandonado un
trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedare y aceptare lo que venga.
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-Sigue sin gustarme -dijo, siete días mas tarde, mientras los pequeños pero
resistentes caballitos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante
carretera-. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento
pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo
tontos que han sido. Me pregunto como se lo va a tomar Sam.
-Es curioso -replicó Chuck-, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que
sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía
también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto
acabado. Después de eso... claro que, para él, ya no hay ningún después...
George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio
desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los
achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y
allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un
transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que
el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George.
¿Destrozarían los monjes el ordenador, llevados por el furor y la desesperación?
¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?
Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel
mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con
sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes
principiantes las sacaban de las maquinas de escribir y las pegaban a los grandes
volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de
las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso
mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, penso
George, eran ya como para subirse por las paredes.
-¡Allí esta! -gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle-. ¿Verdad que es
hermoso?
Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la
pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando
hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad.
George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el caballito
avanzaba pacientemente pendiente abajo.
La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima.
Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región,
y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta
incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado
e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George,
no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones
del tiempo. Esta había sido su ultima preocupación.
Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las
montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados,
no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.
-Estaremos allí dentro de una hora -dijo, volviéndose hacia Chuck. Después,
pensando en otra cosa, añadió-: Me pregunto si el ordenador habrá terminado su
trabajo. Estaba calculado para esta hora.
Chuck no contesto, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la
cara de Chuck; era un ovalo blanco vuelto hacia el cielo.
-Mira - susurro Chuck; George alzó la vista hacia el espacio.
Siempre hay una ultima vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas
se estaban apagando.

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