martes, octubre 11, 2011

La ciudad flotante (cap. 13, 14 y 15)

Por Julio Verne

CAPÍTULO XIII



El día siguiente, 31, era domingo. ¿Cómo se pasaría el día a bordo? ¿Sería el domingo inglés o americano, que cierra los «taps» y los «bars» durante los oficios; que detiene la cuchilla del carnicero sobre la cabeza de su víctima y la pala del panadero a la boca del horno; que suspende los negocios, que apaga los fogones de las máquinas de vapor y condensa el humo de las fábricas, que cierra las tiendas, abre las igle¬sias y hace cesar el movimiento de los trenes, al contrario de lo que sucede en Francia? Sí, así debía ser, o poco menos.

En primer lugar, para santificar la fiesta dominical, el capitán no mandó desplegar las velas, aunque era magnífico el tiempo y favorable el viento. Hubiéramos podido ganar algunos nudos, pero hubiera sido «improper». Me juzgaba muy afortunado porque se permitiera a las ruedas y a la hé¬lice dar sus vueltas ordinarias. Cuando pregunté, a un puri-tano de a bordo, la razón de aquella tolerancia, respondió con gravedad: «Caballero, debemos respetar lo que viene de Dios directamente. El viento está en su mano. El vapor está en la de los hombres.»

Me di por satisfecho y resolví observar lo que pasaba a bordo.

La tripulación estaba de gala y muy limpia. No me hu¬biera extrañado que los fogoneros trabajaran con levita ne¬gra. Los oficiales e ingenieros llevaban su mejor uniforme con botones de oro. Los zapatos relucían con brillo británico y rivalizaban con la intensa irritación de los sombreros en¬cerados. Todos aquellos hombres parecían coronados y cal-zados de estrellas. El capitán y el segundo daban ejemplo: con guantes nuevos, abrochados militarmente, relucientes y perfumados, paseaban por las pasaderas, esperando la hora del oficio.

El mar estaba hermoso y resplandecía bajo los primeros rayos del sol. Ni una vela se divisaba. El Great Eastern ocu¬paba solo el centro geométrico de aquel vasto horizonte. Las diez sonaron, con intervalos regulares, en la campana. El campanero timonel, en traje de gala, sacaba del bronce un sonido místico, muy diferente de las notas metálicas con que acompañaba el silbido de las calderas en medio de las bru¬mas. Se buscaba instintivamente el campanario del pueblo, que nos llamaba a misa.

Numerosos grupos aparecieron a la entrada de los sa¬lones de popa y proa. Hombres, mujeres y niños estaban vestidos como correspondía al caso. Pronto se llenaron las calles. Los paseantes cambiaban saludos circunspectos. Cada cual empuñaba su libro de oraciones, esperando que la cam¬pana, cesando de tocar, indicara que habían empezado los oficios. La bandeja en que solían servirse los bocadillos, pasó por delante de mí, colmada de Biblias, que fueron repartidas sobre las mesas del templo.

Este era el comedor principal, formado por el salón de popa, y que, por su longitud y regularidad, recordaba exte¬riormente el ministerio de Hacienda, de la calle de Rívoli. Entré. Los fieles «sentados» eran muchos. Reinaba profundo silencio. Los oficiales ocupaban el testero del templo. Entre ellos, el capitán Anderson, estaba sentado como en un trono.

El doctor Dean Pitferge, estaba a mi lado, paseando sus ojuelos por todo el auditorio. Me permito creer que estaba allí más como curioso que como fiel.

A las diez y media levantóse el capitán y empezó el ofi¬cio. Leyó en inglés un capítulo del antiguo Testamento, el décimo del Éxodo. Después de cada versículo, los asistentes murmuraban el que seguía. El soprano agudo de los niños y el mezzo soprano de las mujeres se destacaban del barí¬tono de los hombres. Aquel diálogo bíblico duró media hora. La ceremonia, sencilla y digna, se ejecutaba con puritana gravedad, y el capitán Anderson, amo después de Dios, ha¬cía las veces de ministro a bordo, en medio del vasto Océano, hablando a aquella multitud suspensa sobre el abismo, con derecho al respeto hasta de los más indiferentes. Si el oficio se hubiera limitado a una lectura, todo hubiera ido bien; pero al capitán sucedió un orador que llevó la pasión y la inso¬lencia al templo de la tolerancia y del recogimiento.

El orador era el reverendo que ya conocemos, el hombrecillo vivaracho, el intrigante yanqui, uno de esos ministros tan influyentes en los Estados de Nueva Inglaterra. Tenien-do ya el sermón arreglado, no quiso dejar de aprovechar la la ocasión, aunque fuera asiéndola de un cabello. No hubiera hecho lo mismo el amable Jorick. Miré a Pitferge, que no pestañeaba, dispuesto a resistir el fuego del predicador.

Este abotonó gravemente su levita negra, sacó el pañuelo, tosió, y envolviendo a los presentes en una mirada circular:

Al principio dijo , Dios creó América en seis días y el séptimo descansó.

Oído esto, tomé las de Villadiego.


CAPÍTULO XIV

Durante el lunch, el doctor Pitferge me dijo que el re¬verendo había desarrollado admirablemente su tema. Los monitores, los espolones de guerra, los fuertes acorazados, los torpedos, todos estos artificios habían figurado en su discurso. Él mismo se había engrandecido con toda la gran¬deza de América. Si a América la halaga verse ensalzada de este modo, no os lo puedo decir.

Al entrar en el gran salón, leí:



Lat. 500 8' N.

Long. 300 44' O.

Car. 255 millas.



El mismo resultado. No habíamos recorrido aun más que 1.100 millas, contando las 310 que hay de Fastenet a Li¬verpool. La tercera parte del viaje, aproximadamente. Du¬rante el resto del día, marineros oficiales, pasajeros, conti¬nuaron «descansando», como Dios después de crear Amé¬rica». No resonaba ningún piano en los salones. Los juegos de damas no salieron de sus cajas ni las barajas de sus es¬tuches. Aquel día tuve ocasión de presentar el doctor Pit¬ferge al capitán Corsican. Mi original logró entretener a Corsican, refiriéndole la historia secreta del Great Eastern, con el objeto de convencerle de que era un buque maldito, embrujado, que necesariamente había de tener mal fin. La le¬yenda del maquinista soldado, hizo mucha gracia a Corsi¬can, aficionado como un buen escocés, a lo maravilloso; pero no pudo, sin embargo, contener una sonrisa de incredulidad.

Me parece dijo el doctor , que el capitán no da en¬tero crédito a mis leyendas.

¡Mucho!... ¡Es mucho decir! repuso Corsican.

¿No creeréis más, capitán, si os demuestro que en este buque, por la noche, aparecen fantasmas?

¿Fantasmas? ¡Cómo! ¿También hay aparecidos? ¿Lo creéis?

Creo respondió el doctor , todo lo que me refieren personas dignas de crédito. Sé, por los oficiales de cuarto y por los marineros, unánimes sobre este punto, que en las noches oscuras, una sombra, una forma indecisa, pasea por el buque. ¿Cómo viene? No se sabe. ¿Cómo desaparece? Tam¬poco se sabe.

¡Por San Dustaní! ¡La acecharemos juntos! exclamó Corsican.

¿Esta noche? preguntó el doctor.

Sí. Y vos añadió Corsican, volviéndose hacia mí , ¿nos acompañaréis?

No dije . No quiero turbar el incógnito del fan¬tasma. Prefiero creer que el doctor se chancea.

No me chanceo repuso el terco Pitferge.

¡Vamos, doctor! le dije . ¿Creéis formalmente en los muertos que recorren las cubiertas de los buques?

Creo en los muertos que resucitan contestó el doc¬tor . Esto es tanto más extraño cuanto que soy médico.

Médico dijo Corsican, como si le asustase la palabra.

No os alarméis, capitán respondió el doctor sonrien¬do amistosamente . En viaje, no ejerzo.


CAPÍTULO XV

Al día siguiente, primero de abril, el mar presentaba un aspecto primaveral. Reverdecía, a los primeros rayos del sol, como una pradera. Aquella madrugada de abril en el Océano era soberbia. Las olas se desenvolvían voluptuosas, y algunas marsoplas saltaban como clowns, en la láctea estela del buque.

Encontré a Corsican, que me hizo saber que el aparecido anunciado por el doctor no había juzgado oportuno dejarse ver. Sin duda, la noche le habría parecido demasiado clara. Ocurrióseme la idea que aquello podía muy bien haber sido una chanza de Pitferge, autorizada por el primer día de abril, pues semejante costumbre está muy admitida en Inglaterra y en América, así como en Francia. No faltaron bromistas y burlados; unos se enfadaban, otros se reían. Hasta se cam¬biaron algunas puñadas, pero éstas entre sajones, no se transforman nunca en estocadas. Sabido es, en efecto, que el desafío tiene, en Inglaterra, penas muy severas. Ni los mili¬tares pueden batirse, cualquiera que sea la razón que ale¬guen. El matador es condenado a las penas más aflictivas e infamantes. El doctor me citó el nombre de un oficial que se hallaba en presidio, hace mucho tiempo, por haber herido de muerte a su enemigo, en un desafío leal. Esto hace com¬prender por qué ha desaparecido el desafío de las costum¬bres británicas.

Con un hermoso sol, la observación del mediodía fue muy buena. Dio 480 47' de latitud, 360 48' de longitud y sólo 250 millas como carrera. El transatlántico de peor fama te¬nía derecho a ofrecernos remolque. El capitan Anderson es¬taba muy disgustado; el ingeniero atribuía la poca presión a la poca ventilación de los nuevos fogones, pero yo creo que la falta consistía en haber disminuido imprudentemente el diámetro de las ruedas.

Pero, a las dos, mejoró la marcha. La actitud de los dos prometidos me reveló la novedad. Apoyados en la borda de estribor, palmoteaban y gritaban, muy contentos. Miraban, sonriendo, los tubos de escape que se elevaban a lo largo de las chimeneas del Great Eastern, cuyos orificios se coronaban de un ligero vapor blanquecino. La presión había subido en las calderas de la hélice, y el poderoso agente forzaba sus válvulas, a pesar de su carga. de 21 libras. No era aquello aun más que una débil respiracion, un tenue aliento, pero los jóvenes lo bebían con sus ojos. No, ¡no fue más feliz Dio¬nisio Papin cuando vio medio levantada la tapadera de su célebre marmita!

¡Humean! ¡Humean! exclamó la joven miss, en tan¬to que un ligero vapor se escapaba también de sus labios entreabiertos.

Vamos a ver la máquina respondió él, estrechando bajo su brazo el de su futura.

Pitferge y yo seguimos a la enamorada pareja.

¡Qué hermosa es la juventud! repetía el doctor.

¡Sí decía yo , la juventud entre dos!

Pronto estuvimos también nosotros asomados a la esco¬tilla de la máquina de la hélice. En el fondo de aquel vasto pozo, a 60 pies de profundidad, distinguimos los cuatro grandes émbolos horizontales que se embestían, humedeciéndose a cada movimiento con una gota de aceite lubrificador.

El joven tenía su reloj en la mano, y ella apoyada en su hombro, seguía la manecilla de los segundos. Él, en tanto, contaba las vueltas de la hélice.

¡Un minuto! dijo ella.

¡Treinta y siete vueltas! respondió él.

¡Treinta y siete y media! dijo el doctor, que fiscaliza¬ba la operación.

¡Y media! gritó la joven . Ya lo oís, Edward. Gra¬cias, caballero añadió, dirigiendo al doctor la más amable de las sonrisas.


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