martes, octubre 25, 2011

La ciudad flotante (cap. 25, 26 y 27)

de Julio Verne


CAPÍTULO XXV




Apenas el Great Eastern hubo virado de bordo, apenas presentó su popa a las olas, cesaron los balances. A la agitación sucedió la inmovilidad absoluta. El almuerzo estaba servido. La mayor parte de los pasajeros, tranquilizada por la inmovilidad del buque descendió a los dining-¬rooms, donde, durante el almuerzo, no se experimentó un sacudimiento ni un choque. Ni un plato cayó al suelo; ni una copa derramó sobre el mantel su contenido, a pesar de no haberse dispuesto las mesas de suspensión. Pero, tres cuartos de hora más tarde, empezó la danza de los muebles; las sus¬pensiones se mecieron en el aire, las porcelanas chocaron entre sí, encima de los aparadores. El Great Eastern acababa de emprender nuevamente su interrumpida marcha al Oeste.

Subí a cubierta, acompañado de Pitferge, que encontró allí al de las muñecas.

Caballero le dijo , toda vuestra gentecilla se ha fas¬tidiado. He ahí unas muñecas que no tartamudearán en los Estados de la Unión.

¡Bah¡ respondió el industrial parisiense . La paco¬tilla estaba asegurada y no se ha ahogado con ella mi se¬creto. Volveremos a hacer muñecas como esas.

Por lo visto, mi compatriota no se ahogaba en poca agua. Nos saludó amablemente y nos dirigimos hacia la popa, donde un timonel nos dijo que las cadenas del gobernalle se habían enredado, durante el tiempo transcurrido entre el pri¬mer golpe de mar y el segundo.

Si semejante accidente hubiera sobrevenido en el mo¬mento de la evolución me dijo Pitferge , no sé lo que hubiera pasado, porque el mar se precipitaba en el buque a torrentes. Las bombas de vapor han empezado ya a sacar agua, pero aun queda mucha.

¿Y el pobre marinero? le pregunté.

Está gravemente herido en la cabeza. ¡Pobre mucha¬cho! Es un pescador, casado, padre de dos niños y hace su primer viaje a ultramar. El médico del buque no responde de su vida, lo cual me hace temer por ella. En fin, pronto lo veremos. Se ha dicho que el golpe de mar se ha llevado al¬gunas personas, pero, afortunadamente, no es cierto.

¿Hemos emprendido otra vez nuestro camino?

Sí, el camino al Oeste, contra viento y marea , aña¬dió, cogiéndose a un guarda mancebo para no rodar por el suelo . ¿Sabéis lo que haría yo con el Great Eastern, si fue¬ra mío? Pues haría de él un barco de lujo a diez mil francos el pasaje. No habría a bordo más que millonarios, gente que no tuviera prisa. Tardaríamos más de un mes en la travesía de Inglaterra a América. Jamás cortaríamos olas al sesgo. Siempre viento en popa o de proa, y nunca balances ni ar¬fadas. Mis pasajeros estarían libres de mareo y les pagaría cien libras por cada náusea.

Esa es una idea realizable le dije.

¡Sí! replicó . ¡Se podría ganar dinero, o perderlo!

El buque continuaba avanzando a pequeña velocidad, dando a lo sumo, seis vueltas de rueda, con objeto de man¬tenerse. El oleaje era terrible, pero el estrave cortaba nor-malmente las olas y no embarcaba agua. No era ya una montaña de metal que avanzaba contra otra de agua, sino una roca sedentaria que recibía indiferente los besos de las olas. Una lluvia copiosísima nos obligó a buscar refugio en el gran salón. El efecto del chaparrón fue calmar el viento y la mar. El cielo aclaró por el Oeste y las últimas gruesas nubes se deshicieron en el horizonte opuesto. A las diez, la tempestad daba su último resoplido.

A las doce, las observaciones pudieron hacerse con cierta exactitud, y dieron:



Lat. 410 50' N.

Long. 510 67' O.

Car. 193 millas.



Esta considerable disminución en el camino recorrido no podía atribuirse más que a la tempestad, que había combati¬do al buque por la noche y al amanecer, tempestad tan terri-ble que uno de los viajeros verdadero habitante de aquel Atlántico que había atravesado 43 veces , no había visto otra igual. El maquinista confesó que, durante aquellos tres días que pasó el Great Eastern en el hueco de las olas, no había sufrido tan fuertes ataques. Pero seamos justos: si no marcha más que medianamente, este admirable steam ship, ofrece en cambio seguridad completa contra los furores del mar. Resiste como una mole maciza, debiendo esta rigidez a la homogeneidad perfecta de su construcción, a su doble qui¬lla y a lo maravillosamente ajustadas que están sus piezas. Su resistencia es absoluta.

Pero repetimos, igualmente, que, por grande que sea su fuerza, no es prudente oponerla a una mar desencadenada. Por grande que sea, por resistente que se le suponga, un bu¬que no queda deshonrado por huir de la tempestad. Un ca¬pitán no debe olvidar jamás que la vida de un hombre vale más que una satisfacción del amor propio. Obstinarse es peligroso, empeñarse es censurable, y un ejemplo reciente, una catástrofe sobrevenida a un vapor correo oceánico, prueba que un capitán no debe luchar exageradamente contra el mar, aun cuando se vea alcanzado por un vapor de una com¬pañía rival.





CAPÍTULO XXVI



Las bombas proseguían sacando el lago interior de Great Eastern, parecido a un estanque en medio de una isla. Poderosas y rápidamente movidas por el vapor, devol-vieron al mar lo que era suyo. Había cesado la lluvia; el viento refrescaba de nuevo; el cielo, barrido por la tempes¬tad, estaba puro. Entrada la noche, seguía paseando sobre cubierta. Los salones despedían largas fajas de luz por sus ventanas abiertas. Hacia la popa, hasta los límites de la mi¬rada, se proyectaba un fosforescente remolino, rayado irre-gularmente por la cresta luminosa de las olas. Reflejándose en aquellas capas blanquecinas, las estrellas desaparecian y aparecían como en medio de nubes impelidas por una fuerte brisa. Alrededor y a lo lejos se extendía la noche oscura. Hacia la popa gruñía el trueno de las ruedas, y bajo mis pies, sentía los chasquidos de las cadenas del gobernalle.

Llegado al gran salón, me sorprendió hallar en él una compacta multitud de espectadores. ¡Cuánto aplauso! A pe¬sar de los desastres del día, el entertainment de costumbre desarrollaba las sorpresas de su programa. Del marinero he¬rido, moribundo, nadie se acordaba. Reinaba grande anima¬ción. Los pasajeros acogían con satisfacción marcada la pri¬mera representación de una compañía de ministrels, en las tablas del Great Eastern. Estos ministrels son cancioneros ambulantes, negros o ennegrecidos según su origen, que re¬corren las ciudades inglesas dando conciertos grotescos. En aquella ocasión, los cantores eran marineros o camareros pintados de negro. Llevaban trajes de desecho, galletas en lugar de botones, tenían anteojos formados por botellas apa¬readas y rabeles hechos con cuerdas y vejigas. Aquellos gaz¬napiros, muy granujas por cierto, cantaban coplas burlonas e improvisaban discursos razonados con equívocos y retrué-canos. Al verse aplaudidos, exageraban.sus contorsiones y gestos. Para terminar, un bailarín, ágil como un mono, eje¬cutó un paso que entusiasmó a la concurrencia.

Pero por interesante que fuera el programa de los mi¬nistrels, no divertía a todos los pasajeros. Muchos se di¬vertían de otro modo, apretándose en torno de las mesas del salón de proa. Allí se jugaba en grande. Los gananciosos defendían las ganancias hechas durante la travesía; los des¬graciados trataban de reponerse, pues el tiempo apremiaba, por medio de golpes de audacia. Salía de aquella sala un violento ruido. Oíase la voz del banquero cantando los gol¬pes, las imprecaciones de los que perdían, el retintín del oro, el crujir de los billetes de Banco. A lo mejor reinaba profun¬do silencio, pasado el cual, aumentaban en intensidad y nú¬mero los gritos.

Tengo horror al juego, por cuyo motivo apenas me eran conocidos los abonados del smoking room. El juego es un placer siempre grosero, a veces malsano. El hombre ata¬cado de esta enfermedad no puede menos de padecer otras. Es un vicio que nunca va solo. La sociedad de los jugadores, mezclada siempre a todas las sociedades, no me agrada. Allí dominaba Harry Drake, en medio de sus secuaces. Allí pre¬ludiaban su vida de aventuras algunos vagos que iban a América a hacer fortuna. Como yo evitaba siempre el con¬tacto de aquella gentuza, pasé por delante de la puerta, sin intención de entrar, cuando me detuvo un tumulto de gritos e injurias. Escuché, y con grande asombro mío, creí recono¬cer la voz de Fabián. ¿Qué hacía allá? ¿Iba a buscar a su enemigo? ¿Estaba a punto de estallar la tan temida catás¬trofe?

Empujé con fuerza la puerta. El alboroto estaba en su apogeo. Entre el montón de jugadores, vi a Fabián que es¬taba en pie, frente a Harry Drake, en pie también. Sin duda Drake acababa de insultar groseramente a Fabián, porque la mano de éste se levantó y, si no cruzó la cara de su adver¬sario, fue porque Corsican se interpuso, deteniéndole con rápido ademán.

Pero Fabián, dirigiéndose a Drake, le dijo con acento fríamente burlón:

¿Dais el bofetón por recibido?

Sí respondió Drake . ¡Aquí está mi tarjeta!

La inevitable fatalidad había puesto frente a frente a aquellos dos mortales enemigos. Ya era tarde para sepa¬rarlos. Las cosas debían seguir su curso. Corsican me miró: sus ojos en abstracta expresión, revelaban menos emoción que tristeza.

Fabián había cogido la tarjeta que Drake había dejado sobre la mesa. La tenía entre las puntas de los dedos, como un objeto que no se sabe por dónde cogerlo. Corsican esta¬ba pálido. Mi corazón latía con violencia. Fabián miro, por fin, la tarjeta, y leyó el nombre que contenía. Un rugido bro¬tó de su pecho.

¡Harry Drake! exclamó . ¡Vos! ¡Vos! ¡Vos!

Yo mismo, capitán Macelwin respondió tranquila¬mente el rival de Fabián.

¡No nos había engañado! Si Fabián había ignorado hasta aquel momento el nombre de Drake, éste se hallaba sobra¬damente informado de la presencia de Fabián en el Great Eastern.



CAPÍTULO XXVII



Al día siguiente, corrí en busca de Corsican y le hallé en el gran salón. Había pasado la noche junto a Fabián, que aún no se había repuesto de la terrible emoción que le había causado el nombre del marido de Elena. ¿Acaso una secreta intención le hacía comprender que Drake no estaba sólo a bordo? ¿La presencia de aquel hombre le reve¬laba la de Elena? ¿Adivinaba que la pobre loca era la niña a quien adoraba hacía tantos años? Corsican no pudo decír¬melo, porque Fabián no había pronunciado una palabra en toda la noche.

Corsican sentía, hacia Fabián, una especie de pasión fra¬ternal. Desde la infancia, su intrépida naturaleza le había seducido. Estaba desesperado.

He intervenido demasiado tarde me dijo . ¡Antes que Fabián levantara su mano sobre Drake, he debido abofe¬tear a ese miserable!

Inútil violencia le dije . Drake no os hubiera segui¬do al terreno a que pretendíais llevarle. Buscaba a Fabián, y era inevitable la catástrofe.

Tenéis razón me dijo . Ese canalla ha conseguido su objeto. Conocía todo lo pasado, todo el amor de Fabián. Tal vez Elena, privada de su razón, le ha revelado sus más secretos pensamientos. Tal vez, antes de su matrimonio, la leal Elena le contó lo que ignoraba de su vida de niña y de joven. Impulsado por sus malos instintos, hallándose en con¬tacto con Fabián, ha buscado este lance, reservándose el pa¬pel de ofendido. Ese tuno debe de ser un espadachín consu¬mado, un matón.

Sí respondí . Cuenta varios lances de este género.

No es el desafío lo que yo temo respondió Casi¬can . El capitán Fabián Macelwin es uno de esos hombres a quienes no turba ningún peligro. Lo que temo son las con-secuencias. Si Fabián mata a ese hombre, por vil que sea, abre un abismo entre Elena y él. Sabe Dios que, en el estado en que esa infeliz mujer se encuentra, necesita un apoyo como Fabián.

Pero, suceda lo que suceda, lo que debemos desear, por Elena y Fabián, es que Drake sucumba. La justicia está de nuestra parte.

Cierto, pero debemos temerlo todo, y estoy traspasado de dolor, pues, a costa de mi vida, hubiera querido evitar a Fabián este encuentro.

Capitán respondí cogiendo la mano de tan adicto amigo , aún no hemos recibido la visita de los padrinos de Drake. Aunque todas las circunstancias os dan la razón, aún no puedo desesperar.

¿Conocéis algún medio de evitar el desafío?

No, hasta ahora, al menos. Sin embargo, ese desafío, si ha de efectuarse, ha de ser en América, y antes de llegar, la casualidad, que ha creado esta situación, puede libramos de ella.

Corsican movió la cabeza, como hombre que no admite la eficacia de la casualidad en los negocios humanos. En aquel momento subió Fabián la escalera que conducía a la cubierta. Me impresionó su palidez. La herida sangrienta de su corazón había vuelto a abrirse. Entristecía su aspecto. La seguimos. Erraba, sin objeto, evocando aquella pobre alma medio libre de su cubierta mortal, y trataba de evitarnos.

¡Era ella! ¡La loca! dijo . Era Elena, ¿no es verdad? ¡Pobre Elena mía!

Dudaba aún, y se alejó de nosotros, sin esperar una res¬puesta que no hubiéramos tenido valor para darle.

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