jueves, noviembre 26, 2009

El vizconde Demediado - Capitulo !

Por Italo Calvino

Había una guerra contra los turcos. El vizconde Medardo de Terralba, mi tío, cabalgaba por la llanura de Bohemia hacia el campamento de los cristianos. Le seguía un escudero de nombre Curcio. Las cigüeñas volaban bajas, en blancas bandadas, atravesando el aire opaco e inmóvil.
—¿Por qué tantas cigüeñas? —preguntó Medardo a Curcio—, ¿adonde vuelan?
Mi tío era un recién llegado, habiéndose enrolado hacía muy poco, para complacer a ciertos duques vecinos nuestros comprometidos en aquella guerra. Se había provisto de un caballo y de un escudero en el último castillo en poder de los cristianos, e iba a presentarse al cuartel imperial.
—Vuelan a los campos de batalla —dijo el escudero, lúgubre—. Nos acompañarán durante todo el camino.
El vizconde Medardo había aprendido que en aquel país el vuelo de las cigüeñas es señal de buena suerte; y quería mostrarse contento de verlas. Pero se sentía, a pesar suyo, inquieto.
—¿Qué es lo que puede llamar a las zancudas a los campos de batalla, Curcio? —preguntó.
—Ahora también ellas comen carne humana —contestó el escudero—, desde que la carestía ha marchitado los campos y la sequía ha resecado los ríos. Donde hay cadáveres, las cigüeñas y los flamencos y las grullas han sustituido a los cuervos y los buitres.
Mi tío estaba entonces en su primera juventud: la edad en que los sentimientos se abalanzan todos confusamente, no separados todavía en mal y en bien; la edad en que cada nueva experiencia, aun macabra e inhumana, siempre es temerosa y ardiente de amor por la vida.

—¿Y los cuervos? ¿Y los buitres? —preguntó—. ¿Y las otras aves rapaces? ¿Adonde han ido? —Estaba pálido, pero sus ojos centelleaban.
El escudero era un soldado huraño, bigotudo, que no levantaba nunca la mirada. "A fuerza de comer apestados, la peste también les ha alcanzado", e indicó con la lanza unas matas negras, que a una mirada más atenta se revelaban no de ramas, sino de plumas y de descarnadas patas de rapaces.
—No se sabe a ciencia cierta quién debe haber muerto primero, si el pájaro o el hombre, y quién debe haberse lanzado sobre el otro para quitarle el pellejo —dijo Curcio.
Para huir de la peste que exterminaba a la población, familias enteras se habían puesto en camino por los campos, y la agonía les había cogido allí mismo. Esparcidos por la yerma llanura, se veían montones de despojos de hombres y mujeres, desnudos, desfigurados por los bubones y, cosa que en principio parecía inexplicable, emplumados: como si de sus macilentos brazos y costillas hubieran crecido negras plumas y alas. Era carroña de buitre mezclada con sus restos.
Ya iban apareciendo en el suelo señales de batallas pasadas. La marcha se había hecho más lenta porque los dos caballos se paraban a menudo, o bien se encabritaban.
—¿Qué les ocurre a nuestros caballos? —preguntó Medardo al escudero.
—Señor —contestó—, no hay nada que disguste tanto a los caballos como el olor de sus propias entrañas.
Aquella parte de la llanura que atravesaban aparecía en efecto recubierta de carroña equina; unos restos estaban supinos, con los cascos vueltos al cielo, otros en cambio, con el hocico enterrado en el suelo.
—¿Por qué tantos caballos caídos en este lugar, Curcio? —preguntó Medardo.
—Cuando el caballo cree que va a despanzurrarse —explicó Curcio—, trata de retener sus vísceras. Algunos ponen la panza en el suelo, otros se dan la vuelta para que no les cuelguen. Pero la muerte no tarda en llegarles igualmente.
—¿Así que en esta guerra son sobre todo los caballos los que mueren?
—Las cimitarras turcas parecen hechas expresamente para hendir de un solo golpe sus vientres. Más adelante verá los cuerpos de los hombres. Primero les toca a los caballos y después a los jinetes. Pero he allí el campamento.
En el límite del horizonte se alzaban los pináculos de las tiendas más altas, y los estandartes del ejército imperial, y el humo.
Siguieron galopando y vieron que los caídos de la última batalla habían sido casi todos apartados y sepultados. Sólo podía descubrirse algún miembro desparramado, especialmente dedos, entre los rastrojos.
—De vez en cuando hay un dedo que nos indica el camino —dijo mi tío Medardo—. ¿Qué significa?
—Dios les perdone: los vivos mutilan los dedos a los muertos para sacarles los anillos.
—¿Quién vive? —dijo un centinela con un capote recubierto de moho y musgo como la corteza de un árbol expuesto a la tramontana.
—¡Viva la sagrada corona imperial! —gritó Curcio.
—¡Y muera el sultán! —replicó el centinela—. Pero os ruego que cuando lleguéis al mando les digáis que se decidan a mandarme el relevo, ¡que estoy echando raíces!
Los caballos ahora corrían para huir de la nube de moscas que envolvía el campo, zumbando sobre las montañas de excrementos.
—El estiércol de ayer de muchos valientes —observó Curcio— todavía está en la tierra, y ellos ya están en el cielo —y se santiguó.
A la entrada del campamento, flanquearon una hilera de baldaquines, bajo los cuales mujeres gruesas con tirabuzones, con largos vestidos de brocado y los senos desnudos, los acogieron con gritos y risotadas.
—Son los pabellones de las cortesanas —dijo Curcio—. Ningún otro ejército las tiene tan bellas.
Mi tío cabalgaba con el rostro hacia atrás, para mirarlas.
—Tenga cuidado, señor —agregó el escudero—, son tan sucias y están tan apestadas que no las querrían ni los turcos como presa de un saqueo. No están solamente cargadas de ladilas, chinches y garrapatas, sino que ya anidan en ellas los escorpiones y los lagartos.
Pasaron ante las baterías de campaña. Por la noche, los artilleros cocinaban su rancho de agua y nabos en el bronce de las espingardas y de los cañones, encandecido por los muchos disparos del día.
Llegaban carros llenos de tierra y los artilleros la pasaban por un tamiz.
—Ya escasea la pólvora —explicó Curció—, pero la tierra en donde se han desenvuelto las batallas está tan impregnada que, si se quiere, puede recuperarse alguna carga.
Luego venían las cuadras de la caballería, donde, entre las moscas, los veterinarios remendaban sin descanso la piel de los cuadrúpedos con cosidos, cinchas y emplastos de alquitrán hirviente, relinchando y dando coces todos, hasta los doctores.
El campamento de la infantería venía a continuación por un buen trecho. Era el ocaso, y los soldados estaban sentados delante de cada tienda con los pies descalzos sumergidos en tinajas de agua templada. Acostumbrados como estaban a imprevistas alarmas de día y de noche, también cuando se lavaban los pies mantenían el yelmo en la cabeza y la pica pronta. En tiendas más altas y aderezadas como pabellones, los oficiales se empolvaban los sobacos y se daban aire con abanicos de encaje.
—No lo hacen por afeminamiento —dijo Curcio—, más bien quieren demostrar que se encuentran completamente a sus anchas en las asperezas de la vida militar.
El vizconde de Terralba fue conducido en seguida al emperador. En su pabellón todo tapices y trofeos, el soberano estudiaba sobre los mapas los planes para futuras batallas. Las mesas estaban repletas de mapas desenrollados en donde el emperador clavaba alfileres, sacándolos de un acerico que uno de los mariscales le tendía. Los mapas estaban ya tan cargados de alfileres que no se entendía nada, y para leer algo se tendrían que quitar los alfileres y luego volverlos a colocar. En este quita y pon, para tener libres las manos, tanto el emperador como los mariscales sujetaban los alfileres con los labios y podían hablar sólo con gruñidos.
Cuando vio al joven que se inclinaba ante él, el soberano emitió un gruñido interrogativo y se quitó en seguida los alfileres de la boca.
—Un caballero recién llegado de Italia, majestad —lo presentaron—, el vizconde de Terralba, de una de las más nobles familias del Genovesado.
—Que sea nombrado inmediatamente teniente.
Mi tío hizo sonar las espuelas en posición de firmes, mientras el emperador hacía un amplio gesto regio y todos los mapas se enrollaban y resbalaban al suelo.
Aquella noche, aunque cansado, Medardo tardó en dormirse. Caminaba arriba y abajo cerca de su tienda y oía las llamadas de los centinelas, el relinchar de los caballos y el entrecortado hablar de algún soldado mientras dormía. Contemplaba en el cielo las estrellas de Bohemia, pensaba en el nuevo grado, en la batalla del día siguiente, y en la patria lejana, en el rumor de las cañas en los torrentes. En el corazón no sentía ni nostalgia, ni duda, ni aprensión. Las cosas todavía eran enteras e indiscutibles tal como era él mismo. Si hubiese podido prever la terrible suerte que le esperaba, quizá también la habría encontrado natural, y perfecta, aun en todo su dolor. Tendía la mirada al límite del horizonte nocturno, en donde sabía que se encontraba el campamento de los enemigos, y con los brazos cruzados se apretaba con las manos los hombros, contento de la certidumbre conjuntamente de realidades lejanas y distintas, y de su propia presencia en medio de ellas. Sentía la sangre de aquella guerra cruel, derramada en mil riachuelos sobre la tierra, llegar hasta él; y se dejaba lamer por ella, sin experimentar ira ni piedad.

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