sábado, julio 06, 2013

La aventura de la caja de cartón (parte 2)

Por Arthur Conan Doyle 

Se había expresado en voz alta, con suma rapidez, mirando al vacío por encima de la valla del jardín, pero inmediatamente se puso en pie de un enérgico salto y echó a andar en dirección a la casa.

-Tengo que hacerle algunas preguntas a la señorita Cushing -dijo.

-En tal caso, si me lo permite, yo me marcho -dijo Lestrade-, pues tengo entre manos otro asuntillo. Creo que no hay nada más que la señorita Cushing pueda contarme. Me encontrarán en la comisaría de policía.

-Pasaremos a verle de camino a la estación -respondió Holmes.

Poco después él y yo regresamos al salón, donde la impasible dama seguía trabajando tranquilamente en su antimacasar. Al entrar nosotros lo puso encima de su regazo y nos miró con sus ojos azules, de mirada franca y penetrante.

-Estoy convencida, señor -dijo-, de que en todo este asunto hay algún error, que el paquete no iba dirigido a mí. Se lo he dicho varias veces a este caballero de Scotland Yard, pero él se ríe de mí. No tengo ningún enemigo en el mundo, que yo sepa, de modo que ¿por qué iba a gastarme nadie semejante broma?

-Empiezo a ser de la misma opinión, señorita Cushing -dijo Holmes, tomando asiento a su lado-. Creo que es más que probable...

Hizo una pausa y, al mirar a mi alrededor, me sorprendió ver que tenía los ojos clavados con singular atención en el perfil de la dama. Por un instante pudo leerse en su rostro anhelante sorpresa y satisfacción al mismo tiempo, aunque cuando ella miró en torno para averiguar el motivo de su silencio, Holmes estaba de nuevo tan serio como siempre. Yo miré fijamente sus lisos cabellos entrecanos, su elegante tocado, sus pequeños pendientes de oro, sus plácidas facciones; pero no pude ver nada que justificara la evidente agitación de mi compañero.

-Quedan una o dos preguntas...

-¡Estoy harta de preguntas! -gritó la señorita Cushing con impaciencia.

-Usted tiene dos hermanas, según creo.

-¿Cómo puede saber eso?

-Nada más entrar en la habitación observé que tiene encima de la repisa de la chimenea una fotografía de un grupo de tres damas, una de las cuales es usted misma indudablemente, mientras que las otras dos se le parecen tanto que no es posible dudar del parentesco.

-Sí, lleva usted razón. Esas son mis hermanas Sarah y Mary.

-Y aquí, al alcance de la mano, hay otro retrato, tomado en Liverpool, de su hermana pequeña, en compañía de un hombre que parece un camarero de barco, a juzgar por su uniforme. Observo que entonces todavía no se había casado.

-Es usted un observador muy rápido.

-Es mi oficio.

-Bueno, una vez más lleva usted razón. Pero se casó con el señor Browner unos días después. Cuando fue tomada la fotografía él trabajaba en la compañía South America, pero quería tanto a mi hermana que no pudo soportar el tener que abandonarla por tanto tiempo y se enroló en la línea que cubría Londres y Liverpool.

-¿Tal vez en el Conqueror?

-No, en el May Day, según mis últimas noticias. Jim vino a verme una vez. Eso fue antes de romper el compromiso; pero después, siempre que desembarcaba se daba a la bebida, y bastaba que bebiese un poco para volverse loco de atar. ¡Ay, aciago día aquel en que volvió a tomar una copa! En primer lugar se olvidó de mí, luego se peleó con Sarah, y ahora que Mary ha dejado de escribirnos no sabemos cómo les van las cosas.

Era evidente que la señorita Cushing había tocado un tema que la afectaba profundamente. Como la mayoría de la gente que lleva una vida solitaria, al principio se mostraba tímida, pero con el tiempo llegaba a ser extremadamente comunicativa. Nos contó muchos detalles de su cuñado el camarero de barco, y luego, desviándose hacia el tema de sus antiguos huéspedes, los estudiantes de medicina, nos hizo un extenso relato de sus fechorías y nos dio sus nombres y apellidos así como los hospitales en donde trabajaban. Holmes escuchó con atención, terciando de vez en cuando con alguna pregunta.

-Con respecto a su segunda hermana, Sarah -dijo él-, me sorprende que, siendo las dos solteras, no vivan juntas.

-¡Ay!, si usted conociera el mal genio de Sarah dejaría de sorprenderse. Lo intenté cuando vine a Croydon, y vivimos juntas hasta hace dos meses, en que tuvimos que separarnos. No quiero decir nada en contra de mi propia hermana, pero lo cierto es que Sarah siempre ha sido una entrometida y muy difícil de complacer.

-Dice usted que ella se peleó con sus parientes de Liverpool.

-Sí, aunque hubo un tiempo en que fueron los mejores amigos. Con decirle que se fue a vivir allí para estar cerca de ellos. Y ahora, cuando habla de Jim Browner, no encuentra palabras lo bastante duras. Los últimos seis meses que pasó allí no hablaba de otra cosa que de lo mucho que él bebía y de sus modales. Tengo la impresión de que debió de sorprender alguna intromisión suya, y le dijo cuatro verdades. Así fue como empezó la cosa.

-Gracias, señorita Cushing -dijo Holmes, levantándose y haciendo una reverencia-. Creo que me dijo usted que su hermana Sarah vive en New Street, Wallington, ¿no es cierto? Adiós, y siento mucho que la hayan molestado por un caso con el que, como usted dice, no tiene absolutamente nada que ver.

Cuando salíamos pasó un coche y Holmes lo llamó.

-¿A qué distancia está Wallington?

-Más o menos a una milla, señor.

-Muy bien. Suba, Watson. A hierro caliente, batir de repente. Aunque el caso es sencillo, hay uno o dos detalles muy instructivos relacionados con él. Cochero, deténgase cuando pase por delante de una oficina de telégrafos.

Holmes envió un telegrama breve y durante el resto del trayecto se recostó en el asiento, con el sombrero inclinado sobre la nariz para impedir que el sol le diera en el rostro. Nuestro cochero se detuvo delante de una casa que no se diferenciaba apenas de la que acabábamos de abandonar. Mi compañero le ordenó que esperase, y ya tenía el llamador en la mano cuando se abrió la puerta y un caballero joven y serio, vestido de negro y con un sombrero muy lustroso, apareció en el umbral.

-¿Está en casa la señorita Cushing? -preguntó Holmes.

-La señorita Sarah Cushing está gravemente enferma -dijo el joven-. Desde ayer padece síntomas muy graves de meningitis. Como médico suyo, no puedo asumir de ninguna manera la responsabilidad de permitir que nadie la visite. Yo le recomendaría que volviera dentro de diez días.

Se puso los guantes, cerró la puerta y se fue calle abajo.

-Bueno, lo que no se puede, no se puede -dijo Holmes jovialmente.

-Es posible que no pudiera, ni quisiera, decirle mucho.

-Yo no quería que me dijera nada. Sólo deseaba verla. Sin embargo, creo tener todo lo que quiero. Cochero, llévenos a algún hotel decente, donde podamos almorzar algo. Después nos dejaremos caer por la comisaría de policía para ver a nuestro amigo Lestrade.

Tomamos una agradable comida juntos, durante la cual Holmes no habló más que de violines, refiriéndome con gran júbilo cómo había comprado su propio Stradivarius, que valía por lo menos quinientas guineas, a un chamarilero judío de Tottenham Court Road por cincuenta y cinco chelines. Eso le llevó a Paganini, y durante una hora estuvimos delante de una botella de clarete mientras él me contaba anécdotas y más anécdotas de aquel hombre extraordinario. Cuando llegamos a la comisaría la tarde estaba ya muy avanzada y la deslumbradora y cálida luz se había atenuado hasta convertirse en un suave resplandor. Lestrade nos esperaba en la puerta.

-Hay un telegrama para usted, señor Holmes -dijo.

-¡Ajá! ¡Ahí está la respuesta! -abrió el telegrama, le echó un vistazo y, estrujándolo, se lo metió en el bolsillo-. Todo va bien -dijo.

-¿Ha descubierto usted algo?

-¡Lo he descubierto todo!

-¡Cómo! -Lestrade le miró asombrado-. Está usted bromeando.

-Jamás hablé más en serio en toda mi vida. Se ha cometido un crimen espantoso y creo haber puesto ya al descubierto todos sus pormenores.

-¿Y el criminal?

Holmes garabateó unas cuantas palabras en el reverso de una de sus tarjetas de visita y se la arrojó a Lestrade.

-Ahí tiene su nombre -dijo-. No podrá arrestarlo hasta mañana por la noche como muy pronto. Preferiría que no mencionara usted mi nombre en relación con el caso, ya que deseo que no me asocien más que con aquellos crímenes cuya solución presente alguna dificultad. Vamos, Watson.

Se fueron a grandes zancadas hacia la estación, dejando a Lestrade mirando todavía con cara satisfecha la tarjeta que Holmes le había arrojado.

-Este es un caso -dijo Sherlock Holmes esa noche mientras charlábamos y nos fumábamos sendos cigarros en nuestras habitaciones de Baker Street- en el que, como en las investigaciones que usted ha descrito bajo los títulos «Un estudio en escarlata» y «El signo de los cuatro», nos hemos visto obligados a razonar al revés, de los efectos a las causas. Le he escrito a Lestrade pidiéndole que nos proporcione los detalles que aún nos faltan, los cuales sólo conseguirá cuando haya puesto a buen recaudo a su hombre. Sin temor a equivocarse se puede confiar en él, pues, aun careciendo por completo de raciocinio, en cuanto comprende qué es lo que tiene que hacer es tan tenaz como un bulldog, y esta tenacidad es realmente lo que le ha hecho ascender dentro de Scotland Yard.

-¿Entonces el caso no está concluido todavía? -pregunté.

-En sus puntos fundamentales lo está realmente. Sabemos quién es el autor del repugnante asunto, aunque una de las víctimas se nos escape todavía. Claro que usted también habrá sacado sus propias conclusiones.

-Supongo que el hombre del que usted sospecha es Jim Browner, camarero de uno de los barcos de Liverpool.

-¡Oh!, es más que una sospecha.

-Pues yo no aprecio nada salvo vagos indicios.

-Para mí, por el contrario, no puede estar más claro. Repasemos los principales pasos dados hasta ahora. Abordamos el caso, como usted recordará, con la mente completamente en blanco, lo cual es siempre una ventaja. No habíamos concebido teoría alguna. Nos habíamos limitado a observar y a sacar conclusiones a partir de nuestras observaciones. ¿Qué fue lo primero que vimos? Una respetable y apacible dama, que parecía ajena a cualquier secreto, y un retrato que me reveló que ella tenía dos hermanas más jóvenes. Al instante se me ocurrió la idea de que la caja podía estar destinada a una de ellas. Deseché la idea hasta poder refutarla o confirmarla sin prisas. Luego fuimos al jardín, como usted recordará, y vimos el extraño contenido de la cajita amarilla.

«La cuerda era de esas que utilizan los veleros a bordo de los barcos y en seguida todo el asunto me olió a cosa de mar. Cuando observé que el nudo era de un tipo muy frecuente entre los marineros, que el paquete había sido enviado desde un puerto, y que la oreja del varón estaba perforada para llevar un pendiente, lo cual es mucho más corriente entre gente de mar que de tierra firme, tuve la certeza de que íbamos a encontrar a todos los actores de esta tragedia entre la marinería.

«Cuando me puse a examinar la dirección del paquete observé que iba dirigido a la señorita S. Cushing. Ahora bien, la hermana mayor se llamaba también, por supuesto, señorita Cushing, y aunque su inicial era asimismo una S, lo mismo podía pertenecer a cualquiera de las otras. En tal caso deberíamos haber comenzado nuestra investigación partiendo de una base completamente nueva. Por consiguiente entré en la casa con la intención de aclarar este punto. Estaba a punto de asegurar a la señorita Cushing mi convencimiento de que se había cometido una equivocación cuando, como usted recordará, me paré en seco. La verdad es que acababa de ver algo que me llenó de sorpresa y que a la vez limitaba enormemente el campo de nuestra pesquisa.

«Watson, usted es consciente, como médico, de que no hay parte del cuerpo humano que varíe tanto de un individuo a otro como la oreja. Cada oreja es, por regla general, completamente inconfundible y difiere de todas las demás. En el Anthropological Journal del año pasado encontrará usted dos breves monografías sobre el tema, escritas por mí. Por consiguiente, yo había examinado las orejas de la caja con ojos de experto, y me había fijado con detenimiento en sus peculiaridades anatómicas. Imagine, pues, mi sorpresa cuando al mirar a la señorita Cushing me di cuenta de que su oreja se correspondía exactamente con el apéndice de mujer que yo acababa de inspeccionar. No podía tratarse de una coincidencia. Presentaba el mismo acortamiento del pabellón, la misma curva amplia del lóbulo superior, la misma circunvolución del cartílago interno. Era en esencia la misma oreja.

«Desde luego comprendí inmediatamente la enorme importancia de aquella observación. Era evidente que la víctima tenía algún parentesco con ella, probablemente muy cercano. Empecé a hablarle de su familia y, como usted recordará, en seguida nos proporcionó algunos detalles sumamente valiosos.

continuara..

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