domingo, mayo 19, 2013

La aventura del Puente de Thor (final)


Por Arthur Conan Doyle 

Nos vimos obligados a pasar la noche en Winchester, ya que las formalidades no estaban todavía completadas, pero a la mañana siguiente, en compañía del señor Joyce Cummings, el prometedor abogado a quien se había confiado la defensa, se nos permitió ver a la señorita en su celda. Por todo lo que habíamos oído, yo esperaba ver una mujer hermosa, pero nunca olvidaré el efecto que me produjo la señorita Dunbar. No era extraño que incluso el dominante millonario hubiera encontrado en ella algo más poderoso que él mismo, algo que podía dominarle y guiarle. Uno notaba también, al mirar esa cara, fuerte, bien cortada pero sensitiva, que aunque ella fuera capaz de alguna acción impetuosa, sin embargo había en ella una innata nobleza de carácter que haría que su influencia fuera siempre para bien. Era morena, alta, con una figura noble y una presencia dominadora, pero sus ojos oscuros tenían la expresión desvalida y apelante de la criatura acosada que siente las redes a su alrededor, pero no ve la salida. Ahora, al darse cuenta de la presencia y la ayuda de mi famoso amigo, un toque de color subió a sus mejillas consumidas y una luz de esperanza empezó a fulgurar en la mirada que nos dirigió.

-¿Quizá el señor Neil Gibson le ha dicho algo de lo que ocurrió entre nosotros? -preguntó, con voz sorda y agitada.

-Sí -respondió Holmes-, no tiene que molestarse en entrar en esa parte de la historia. Después de verla, estoy dispuesto a aceptar la declaración del señor Gibson tanto sobre la influencia que usted ejercía sobre él como sobre la inocencia de sus relaciones con él. Pero ¿por qué no se ha explicado toda esa situación en el proceso de instrucción?

-Me parecía terrible que se pudiera sostener tal acusación. Creí que, si esperábamos, todo el asunto se aclararía por sí solo, sin que hubiera necesidad de entrar en penosos detalles de la vida íntima de la familia. Pero creo que, lejos de aclararse, se ha hecho aún más grave.

-Mi querida señorita -exclamó Holmes gravemente-, le ruego que no se haga ilusiones sobre ese punto. El señor Cummings, aquí presente, le asegurará que todas las cartas están ahora contra nosotros, y que tenemos que hacer todo lo posible si hemos de ganar y que todo quede en claro. Sería un cruel engaño fingir que no está usted en un peligro muy grande. Proporcióneme, pues, toda la ayuda que pueda para llegar a la verdad.

-No ocultaré nada.

-Háblenos, entonces, sobre sus verdaderas relaciones con la mujer del señor Gibson.

-Me odiaba, señor Holmes. Me odiaba con todo el fervor de su carácter tropical. Era una mujer que no hacía nada a medias, y la medida de su amor a su marido era también la medida de su odio hacia mí. Es probable que malentendiera nuestras relaciones. No querría calumniarla, pero amaba tan vivamente en un sentido físico que apenas podía comprender el vínculo mental, e incluso espiritual, que unía a su marido a mí, ni imaginar que era sólo mi deseo de influir en su poder para buenos fines lo que me retenía bajo su techo. Ahora veo que yo estaba equivocada. Nada podía justificar que me quedara allí donde era causa de infelicidad, y sin embargo es seguro que la infelicidad habría seguido aunque me hubiera marchado de la casa.

-Bueno, señorita Dunbar -dijo Holmes-, le ruego que nos diga exactamente qué ocurrió esa noche.

-Puedo decirle la verdad en la medida en la que sé, señor Holmes, pero no estoy en condiciones de demostrar nada, y hay puntos -los más vitales- que no puedo explicar, y que no puedo imaginar cómo podrían explicarse.

-Si usted encuentra los hechos, quizá otros encontrarán la explicación.

-Entonces, con respecto a mi presencia en el puente de Thor esa noche, recibí una nota de la señora Gibson por la mañana. Estaba puesta en la mesa del cuarto donde dábamos clase, y quizá la pusiera ella con su propia mano. Me imploraba que la viera después de cenar, decía que tenía algo importante que decirme y me rogaba que dejara una respuesta en el reloj de sol del jardín, porque deseaba que nadie lo supiera. Yo no veía razón para tal secreto, pero hice lo que me pedía, y acepté la cita. Me pedía que destruyera su nota, y la quemé en la estufa de la clase. Ella tenía mucho miedo de su marido, que la trataba con una aspereza por la que yo le reprochaba frecuentemente, y sólo pude imaginar que ella no deseaba que él supiera nada de nuestra entrevista.

-Pero ella guardó su respuesta cuidadosamente.

-Sí. Me sorprendió que la tuviera en la mano al morir.

-Bueno, ¿qué pasó luego?

-Fui allí como había prometido. Cuando llegué al puente, ella me esperaba. Nunca me di cuenta hasta ese momento de cuánto me odiaba esa pobre criatura. Era como una loca; en efecto, creo que estaba loca, sutilmente loca, con ese profundo poder de engaño que a veces tienen los locos. Si no ¿cómo hubiera podido tratarme todos los días con indiferencia y sentir sin embargo un odio tan furioso contra mí en su corazón? No diré lo que dijo. Vertió toda su furia salvaje en palabras horribles, que quemaban. Yo ni contesté: no pude. Era horrible verla. Me tapé los oídos con las manos y me marché a toda prisa. Al dejarla, ella seguía allí, parada, chillándome sus maldiciones, a la entrada del puente.

-¿Dónde la encontraron después?

-A pocos pasos del lugar.

-Y sin embargo, suponiendo que ella muriera poco después que la dejó usted, ¿no oyó usted ningún disparo?

-No, no oí nada. Pero, claro, señor Holmes, yo estaba tan agitada y horrorizada por esa terrible explosión que me apresuré a volver a la paz de mi cuarto, y era incapaz de notar nada de lo que pasaba.

-Dice que volvió a su cuarto. ¿Lo volvió a dejar antes de la mañana siguiente?

-Sí, cuando se dio la alarma de que había muerto esa pobre criatura, yo salí corriendo con los demás.

-¿Vio al señor Gibson?

-Sí; acababa de volver del puente cuando le vi. Había mandado a buscar al médico y al policía.

-¿Le pareció muy perturbado?

-El señor Gibson es un hombre muy fuerte y que se sabe controlar. Creo que nunca mostraría sus emociones. Pero yo, que le conocía bien, vi que estaba profundamente afectado.

-Entonces llegamos al punto más importante. Esa pistola que se encontró en su cuarto, ¿la había visto antes alguna vez?

-Nunca, lo juro.

-¿Cuándo se encontró?

-A la mañana siguiente, cuando la policía hizo su registro.

-¿Entre su ropa?

-Sí, en el suelo de mi guardarropa, debajo de mis trajes.

-¿No pudo suponer cuánto llevaba allí?

-No estaba allí la mañana anterior.

-¿Cómo lo sabe?

-Porque arreglé el guardarropa.

-Eso es definitivo. Entonces alguien entró en su cuarto y colocó el arma allí para inculparla.

-Tuvo que ser así.

-¿Y cuándo?

-Sólo pudo ser a las horas de comer, o si no, a las horas cuando yo daba clase a los niños.

-¿Tal como estaba usted cuando recibió la nota?

-Sí; desde ese momento en adelante, toda la mañana.

-Gracias, señorita Dunbar. ¿Hay algún otro punto que pueda servirme en la investigación?

-No se me ocurre ninguno.

-Hubo algún signo de violencia en la piedra del puente: una mella muy reciente enfrente mismo del cadáver. ¿Podría sugerir alguna explicación posible?

-Seguro que es una mera coincidencia.

-Curioso, señorita Dunbar, muy curioso. ¿Por qué iba a aparecer en el mismo momento de la tragedia y por qué en el mismo sitio?

-Pero ¿qué pudo causarlo? Sólo una violencia muy grande pudo tener tal efecto.

Holmes no contestó. Su cara pálida y ansiosa había asumido de repente esa expresión tensa y remota que me había acostumbrado a asociar con las supremas manifestaciones de su genio. Tan evidente era la crisis en su mente que ninguno de nosotros se atrevió a hablar, y allí nos quedamos sentados, el abogado, la procesada yo, observándole en un silencio concentrado y absorto. De repente se levantó de la silla de un salto, vibrando de energía nerviosa y de apremiante necesidad de acción.

-¡Vamos, Watson, vamos! -exclamó.

-¿Qué pasa, señor Holmes?

-No se preocupe, mi querida señorita. Tendrá noticias mías, señor Cummings. Con la ayuda del Dios de la justicia, le proporcionaré una defensa que hará resonar a Inglaterra. Tendrá noticias mañana, señorita Dunbar, y mientras tanto esté segura de que las nubes se están levantando y que tengo todas las esperanzas de que la luz de la verdad se abra paso.

No era largo el viaje desde Winchester hasta Thor Place, pero fue largo para mi impaciencia, mientras que para Holmes evidentemente resultaba interminable, pues, a causa de su nerviosismo, no podía sentarse, y daba vueltas por el vagón o tamborileaba con sus largos dedos sensitivos en los almohadones que había a su lado. De repente, sin embargo, cuando nos acercábamos a nuestro destino, se sentó enfrente de mí -teníamos un vagón de primera para nosotros solos- y poniéndome una mano en cada rodilla me miró a los ojos con la mirada peculiarmente maligna que era característica de su humor más travieso.

-Watson -dijo-, creo recordar que usted va armado en estas excursiones nuestras.

Le parecía muy conveniente que lo hiciera, pues él se cuidaba muy poco de su propia seguridad cuando su mente estaba absorbida en un problema, así que más de una vez mi revólver había sido un buen amigo en la necesidad. Se lo recordé así.

-Sí, sí, yo soy un poco distraído en esos asuntos. Pero ¿lleva el revólver encima?

Lo saqué de mi bolsillo lateral, un arma pequeña, corta, cómoda, pero muy útil. El soltó el cierre, sacó los cartuchos y lo examinó con cuidado.

-Es pesado, notablemente pesado -dijo.

-Sí, es una pieza bastante sólida.

Caviló sobre ella unos momentos.

-Sabe, Watson -dijo-, creo que su revólver va a tener una relación muy estrecha con el misterio que estamos investigando.

-Mi querido Holmes, está bromeando.

-No, Watson, hablo en serio. Tenemos una prueba por delante. Si las prueba sale bien, todo estará claro, y la prueba dependerá de la conducta de esta pequeña arma. Un cartucho fuera. Ahora volveremos a poner los otros cinco y echaremos el seguro. ¡Así! Eso aumenta el peso y lo convierte en una reproducción mejor.

No tenía yo idea de lo que había en su mente ni él me iluminó, sino que siguió perdido en sus pensamientos hasta que paramos en la pequeña estación de Hampshire. Obtuvimos un destartalado cochecillo, y en un cuarto de hora estábamos en casa de nuestro amigo confidencial, el sargento.

-¿Una pista, señor Holmes? ¿Cuál es?

-Todo depende del funcionamiento del revólver del doctor Watson -dijo mi amigo-. Aquí está. Bueno, sargento, ¿puede darme diez yardas de cuerda?

La tienda del pueblo nos proporcionó un ovillo de fuerte guita.

-Creo que esto es lo único que necesitamos -dijo Holmes-. Ahora, si les parece bien, emprenderemos lo que espero que sea la última etapa de nuestro viaje.

El sol se ponía, convirtiendo el ondulado páramo de Hampshire en un prodigioso panorama otoñal. El sargento, con miradas críticas e incrédulas, que evidenciaban sus profundas dudas sobre la cordura de mi acompañante, iba remoloneando a nuestro lado. Al acercarnos al escenario del crimen, vi que mi amigo, por debajo de su habitual frialdad, estaba en realidad profundamente agitado.

-Si -dijo, en respuesta a mi observación-, ya me ha visto alguna vez fallar el blanco, Watson. Tengo instinto para estas cosas y sin embargo a veces me ha engañado. Parecía una certidumbre cuando me relampagueó por la mente en la celda de Winchester, pero uno de los inconvenientes de una mente activa es que siempre se pueden imaginar explicaciones alternativas que harían que nuestra pista fuera falsa. Y sin embargo…, sin embargo… Bueno, Watson, no podemos más que probar.

Mientras caminaba había atado firmemente un cabo de la cuerda al mando del revólver. Ahora habíamos llegado al escenario de la tragedia. Con mucho cuidado, bajo la guía del policía, situó el lugar exacto donde había estado tendido el cadáver. Luego buscó entre los brezos y helechos hasta encontrar una piedra voluminosa. La ató al otro extremo de la cuerda, y la colgó sobre el parapeto del puente de modo que pendía suelta sobre el agua. Luego se situó en el lugar fatal, a cierta distancia del borde del puente, con mi revólver en la mano, teniendo la cuerda tensa entre el arma y la pesada piedra al otro extremo.

-¡Vamos allá! -exclamó.

Diciendo estas palabras levantó la pistola hasta la cabeza y luego la soltó. En un momento la arrebató el peso de la piedra, golpeando con un fuerte chasquido el parapeto, y se desvaneció por encima de la balaustrada cayendo al agua. Apenas había desaparecido cuando Holmes se arrodilló junto a la piedra, y un jubiloso grito mostró que había encontrado lo que esperaba.

-¿Ha habido nunca una demostración más exacta? -exclamó-. ¡Vea, Watson, su revólver ha resuelto el problema! -señaló una segunda mella del mismo tamaño y forma de la piedra, que había aparecido bajo el reborde de la balaustrada de piedra-. Nos quedaremos esta noche en la posada -continuó, levantándose y encarándose con el asombrado sargento-. Por supuesto, usted buscará un gancho de recoger y recobrará fácilmente el revólver de mi amigo. También encontrará a su lado el revólver, la cuerda y la piedra con que esa vengativa mujer intentó disfrazar su propio crimen y cargarle una acusación de asesinato a una víctima inocente. Puede hacerle saber al señor Gibson que le veré por la mañana, cuando se puedan dar precisos pasos para vindicar a la señorita Dunbar.

Bien entrada la noche, mientras fumábamos nuestras pipas en la posada del pueblo, Holmes me hizo un breve resumen de lo que había pasado.

-Me temo, Watson -dijo-, que no mejorará usted la reputación que haya adquirido yo añadiendo a sus anales el caso del misterio de puente de Thor. He estado torpe, y me ha faltado esa mezcla de imaginación y realidad que es la base de mi arte. Confieso que la mella en la balaustrada de piedra era una pista suficiente para sugerir la solución verdadera, y me critico a mí mismo por no haberla descubierto antes.

»Debe admitirse que lo que planeó la mente de esa desgraciada mujer era profundo y sutil, de modo que no era cosa sencilla desenredar su plan. Creo que en nuestras aventuras nunca hemos encontrado un ejemplo más extraño de lo que puede producir un amor extraviado. Que la señorita Dunbar fuera su rival en un sentido físico o meramente mental, le pareció imperdonable a sus ojos. Sin duda, echó la culpa a esa inocente señorita de todos los malos tratos y duras palabras con que su marido trataba de rechazar su afecto demasiado demostrativo. Su primera resolución fue acabar con su propia vida. La segunda fue hacerlo de tal modo que enredara a su víctima en un destino que fuera mucho peor que ninguna muerte súbita.

»Podemos seguir claramente los diversos pasos, y éstos muestran una notable sutileza mental. Con gran astucia, consiguió de la señorita Dunbar una nota que hiciera parecer que ella había elegido el escenario del crimen. En su afán de que se descubriera, ella exageró un poco, agarrándola en la mano hasta el final. Sólo eso debía haber provocado sospechas antes de lo que ocurrió.

»Luego tomó uno de los revólveres de su marido -había, como ha visto, un arsenal en la casa- y se lo guardó para hacer uso de él. Alguien lo había escondido esa mañana en el guardarropa de la señorita Dunbar, después de disparar un cartucho, lo que pudo hacer fácilmente en los bosques sin llamar la atención. Luego bajó al puente, donde había organizado ese método tan enormemente ingenioso para desembarazarse de su arma. Cuando apareció la señorita Dunbar, empleó su último aliento en verter su odio, y luego, cuando, ella ya no la podía oír, llevó a cabo su terrible propósito. Ahora todos los eslabones están en su sitio y la cadena se ha completado. Los periódicos preguntarán por qué no se dragó el lago para empezar, pero es muy fácil ser juicioso a posteriori, y en todo caso, la extensión de un lago lleno de juncos no es fácil de dragar si no se tiene una idea clara de qué se busca y dónde. Bueno, Watson, hemos ayudado a una notable mujer, y también a un hombre temible. Si en el futuro unen sus fuerzas, como parece probable, el mundo financiero quizá sepa que el señor Neil Gibson ha aprendido algo en esta aula de la Tristeza donde se enseñan nuestras lecciones terrenales.

1 comentario:

Lucre dijo...

ok gracias
ya le vi, lo pondre en marcha..
un saludo