sábado, octubre 13, 2012

Último beso

Por F. Scott Fitzgerald

I

Era una sensación agradabilísima estar en la cima. Tenía la certeza de que todo era perfecto, de que las luces brillaban sobre bellas damas y hombres valientes, de que los pianos nunca desafinaban y de que los labios jóvenes cantaban para corazones felices. Todos aquellos rostros hermosos, por ejemplo, debían ser absolutamente felices.

Y entonces, al son de una rumba crepuscular, un rostro que no era suficientemente feliz pasó ante la mesa de Jim. Ya había pasado cuando Jim llegó a semejante conclusión, pero permaneció en su retina unos segundos más. Era la cara de una chica casi tan alta como él, de ojos opacos y castaños y mejillas tan delicadas como una taza de porcelana china.

-Ya ves -dijo la mujer que lo había acompañado a la fiesta, siguiendo su mirada y suspirando-. Yo lo llevo intentando años, y a otras sólo les cuesta un segundo.

Jim se quedó con las ganas de responder: «Pero tú tuviste tu momento, tres maridos. ¿Qué me dices de mí? Treinta y cinco años y todavía sigo comparando a todas las mujeres con un amor perdido de la adolescencia, buscando todavía en cada chica las semejanzas y no las diferencias».

Cuando las luces volvieron a diluirse deambuló entre las mesas para salir al vestíbulo. Los amigos lo llamaban desde todas partes, más numerosos que nunca, porque la noticia de su contrato como productor la había publicado el Hollywood Reporter aquella mañana, pero Jim ya había escalado posiciones otras veces, y estaba acostumbrado. Era un baile benéfico y en la barra, preparado para su actuación, había un hombre con un traje hecho con papel pintado, y Bob Bordley, vestido de hombre anuncio, con un cartel que decía:

Esta noche a las diez En el estadio de hollywood Sonja heine patinará Sobre sopa caliente

A su lado Jim vio al productor al que le quitaría el puesto al día siguiente, bebiéndose sin ningún tipo de suspicacia una copa con el agente que había contribuido a su ruina. Y con el agente estaba la chica cuya cara le había parecido triste mientras bailaba la rumba.
-Ah, Jim -dijo el agente-, Pamela Knighton, tu futura estrella.
La chica lo miró llena de ilusión profesional. Lo que el agente le había dicho era: «Atención. Este es alguien».
-Pamela se ha unido a mi cuadra -dijo el agente-. Quiero que cambie su nombre por el de Boots.
-Creía que habías dicho Toots -rió la chica.
-Toots o Boots. Es por el sonido de la doble o: el sonido doble o. Se te queda. Pamela es inglesa. Su verdadero nombre es Sybil Higgins.

Jim se dio cuenta de que el productor destituido lo miraba con algo infinito en la mirada. No era odio, no era envidia, sino un asombro profundo que parecía preguntar: «¿Por qué? ¿Por qué? Por Dios bendito, ¿por qué?». Más preocupado por aquella mirada que por su enemistad, Jim se sorprendió a sí mismo invitando a bailar a la chica inglesa. Y cuando se miraron en la pista de baile se sintió exultante.

-Hollywood está bien -dijo, como para anticiparse a alguna crítica-. Le gustará. A la mayoría de las chicas inglesas les gusta: no esperan demasiado. He tenido suerte al trabajar con inglesas.
-¿Es usted director?
-He hecho de todo… desde agente de prensa en adelante. Acabo de firmar un contrato para trabajar como productor a partir de mañana.
-Me gusta esto -dijo la chica al cabo de unos segundos-. Siempre se tienen esperanzas. Y si no se cumplen, siempre podré volver a dar clases en el colegio.

Jim se apartó un poco para mirarla: la impresión era de escarcha rosa y plata. Se parecía tan poco a una maestra de escuela, a una maestra de escuela del Oeste, que se echó a reír. Y otra vez notó que había algo triste y un poco perdido en el triángulo que formaban sus labios y sus ojos.

-¿Con quién ha venido? -preguntó Jim.
-Con Joe Becker -era el nombre del agente-. He venido con otras tres chicas.
-Tengo que salir media hora. Tengo que ver a alguien… No me lo estoy inventado. Créame. ¿Quiere acompañarme y tomar un poco el aire?
Ella asintió.

Camino de la puerta pasaron junto a la mujer que lo había acompañado a la fiesta: dedicó una mirada inescrutable a la chica y a Jim un gesto apenas perceptible con la cabeza. Fuera, en la noche clara de California, Jim apreció por primera vez su gran coche nuevo: le gustaba más que el hecho de usarlo. Las calles por las que pasaban estaban tranquilas a aquella hora y la limusina se deslizaba silenciosamente a través de la oscuridad. La señorita Knighton esperó a que Jim hablara.
-¿De qué daba clases en el colegio? -preguntó.
-Enseñaba a sumar. Dos y dos son cinco y todo eso.
-Es un buen salto, de la escuela a Hollywood.
-Es una larga historia.
-No puede ser muy larga: no debe de tener más de dieciocho años.
-Veinte. ¿Cree que soy demasiado mayor? -preguntó con ansiedad.
-¡No, por Dios! Es una edad estupenda. Yo lo sé: yo tengo veintiuno y la arteriosclerosis sólo está en sus comienzos.

Lo miró muy seria, calculando su edad, pero sin decirla.

-Me gustaría oír esa larga historia.

La chica suspiró.

-Bueno, todos los hombres mayores se enamoraban de mí. Mayores, muy mayores. Era la novia de un viejo. -¿Vejestorios de veintidós años? -Andaban entre los sesenta y los setenta. Es absolutamente cierto. Así que me convertí en una aventurera y los exprimí bien hasta que tuve el dinero suficiente para irme a Nueva York. El primer día, Joe Becker me vio en el Veintiuno. -¿Así que nunca ha trabajado en el cine? -Ah, sí; he hecho una prueba esta mañana.

Jim sonrió.

-¿Y no le remuerde la conciencia por haberles sacado el dinero a todos esos viejos? -inquirió. -Pues no -dijo, con sentido práctico-. Disfrutaban dándomelo. Y ni siquiera era dinero. Cuando querían hacerme un regalo, los mandaba a un joyero que yo conocía y luego yo devolvía el regalo y el joyero me daba las cuatro quintas partes de lo que valía. -¡Vaya, es usted una pequeña estafadora! -Sí -admitió muy tranquila-; me enseñó una amiga. Y estoy dispuesta a conseguir todo lo que pueda. -¿Y no les importaba… a los viejos, me refiero… que no se pusiera las joyas que le regalaban? -Ah, me las ponía… una vez. Los viejos no ven muy bien, o se les olvidan las cosas. Por eso no tengo ninguna joya -calló-. Creo que aquí las puedes alquilar.

Jim volvió a mirarla y se echó a reír.

-Yo no me preocuparía por eso. California está llena de viejos.

Habían torcido hacia una zona residencial. Al doblar la esquina Jim le avisó al chófer.

-Pare aquí -se volvió hacia Pamela-: Tengo que solucionar un asunto feo.

Jim miró su reloj, se apeó del coche y atravesó la calle hacia un edificio con la placa de un consultorio médico. Dejó atrás la placa, despacio, y entonces un individuo salió del edificio y lo siguió. En la oscuridad, entre dos farolas, Jim se le acercó, le dio un sobre y le dijo algo. El hombre se alejó en dirección contraria y Jim volvió al coche.

-Voy a cargarme a todos los viejos -explicó-. Hay cosas peores que la muerte. -Ah, pero ahora no estoy libre -le aseguró-. Tengo novio. -Ah… -y un momento después preguntó-: ¿Un inglés? -Claro, naturalmente. ¿No le parece que…? -se detuvo demasiado tarde. -¿Que los norteamericanos somos poco interesantes? -No, no… -su tono despreocupado lo empeoró. Y cuando sonrió, en el momento en que una luz voltaica la iluminó y envolvió su belleza en un fulgor blanco, resultó aún más impertinente-. Ahora cuéntemelo -dijo-. Cuénteme el misterio. -Dinero -contestó Jim casi ausente-. Ese medicucho griego le ha dicho a cierta dama que tiene mal el apéndice… y nosotros la necesitamos para una película. Así que lo hemos comprado. Es la última vez que hago el trabajo sucio de otro.

La chica frunció el entrecejo.

-Pero ¿necesita que la operen de apendicitis?

Jim se encogió de hombros.

-Probablemente no. Por lo menos esa rata no lo sabe. Es su cuñado y quiere el dinero.

Después de una larga pausa, Pamela sentenció:

-Un inglés no haría eso. -Algunos lo harían -respondió Jim lacónicamente-, y algunos norteamericanos no. -Un caballero inglés no lo haría. -Me parece que está empezando con mal pie -sugirió Jim- si lo que quiere es trabajar aquí. -Ah, los norteamericanos me encantan, los civilizados.

Por su manera de mirarlo, Jim dedujo que lo incluía en ese grupo, pero, lejos de tranquilizarlo, aquello le pareció un ultraje.

-Se la está jugando -dijo-. La verdad es que no sé cómo se ha atrevido a acompañarme. Podría llevar un penacho de plumas bajo el sombrero. -No lleva sombrero -dijo la chica, muy tranquila-. Además, Joe Becker me lo dijo. Que a lo mejor conseguía algo.

Después de todo era productor, y jamás se llega a nada importante perdiendo la calma, salvo si es a propósito.

-Estoy seguro de que algo conseguirá -dijo, y mientras hablaba se daba cuenta de que un tono traidor y rastrero le cambiaba furtivamente la voz. -¿De verdad? -preguntó la chica-. ¿Cree que destacaré, o sólo soy una del montón? -Ya está destacando -continuó Jim en el mismo tono-. En el baile todo el mundo la miraba -se preguntaba si lo que estaba diciendo se acercaba a la verdad. ¿O era una invención suya que la chica era única?-. Usted es un nuevo tipo de mujer -continuó-. Una cara como la suya le daría a las películas norteamericanas un… un aire más civilizado.

Había apuntado bien, pero para su inmensa sorpresa la flecha rebotó.

-¿Lo cree de verdad? -exclamó-. ¿Va a darme una oportunidad? -Por supuesto -no podía creer que su ironía estuviera errando el blanco-. Pero, claro, después de esta noche tendré tantos competidores que… -Ah, yo preferiría trabajar con usted -declaró-. Se lo diré a Joe Becker. -No le diga nada -la interrumpió. -Muy bien, no se lo diré. Haré lo que usted me diga.

Tenía los ojos muy abiertos, expectantes. Trastornado, Jim sentía que las palabras acudían a sus labios y se le escapaban sin querer. Cuánta inocencia y cuánto afán de rapiña podía cobijar aquella dulce voz inglesa.

-La desperdiciarían en papeles sin importancia -empezó a decir-. Se trata de conseguir un gran papel -se interrumpió y volvió a empezar-: Tiene usted una personalidad tan arrolladora que… -¡No, por favor! -Jim vio un destello de lágrimas en la comisura de sus ojos-. Déjeme que lo consulte con la almohada. Llámeme por la mañana, o cuando me necesite.

El coche se detuvo ante la larga alfombra roja que conducía a la fiesta. Al ver a Pamela, la multitud se arremolinó grotescamente bajo el chorro de luz deslumbradora de los focos. Tenían los cuadernos de autógrafos preparados, pero, incapaces de reconocerla, volvieron a suspirar tras el cordón de seguridad.

A través de la pista, bailando, Jim acompañó a la chica hasta la mesa de Becker.

-No diré una palabra -murmuró. Sacó del bolso una tarjeta con el nombre de un hotel escrito a lápiz-. Si me llegan otras ofertas las rechazaré. -No, por favor -se apresuró a decir Jim. -Por favor, sí -le dedicó una sonrisa luminosa y, durante algunos segundos, Jim revivió lo que había sentido al verla por primera vez. En aquel momento la cara de la chica daba una impresión de cálida simpatía, de juventud y sufrimiento a la vez. Se preparó para asestarle una rápida cuchillada final que reventara la burbuja apenas inflada. -Dentro de un año más o menos… -empezó. Pero la música y la voz de la chica lo acallaron. -Esperaré su llamada. Usted es… Usted es el norteamericano más civilizado que he conocido nunca.

Ella le dio la espalda como apurada por la magnificencia de aquel cumplido. Jim se dirigía a su mesa, pero, viendo que la mujer que lo había acompañado a la fiesta hablaba con alguien a través de su silla vacía, se desvió. La sala, la noche, le parecían de repente excesivamente ruidosas: la mezcla de música y voces era estridente, sin armonía, y cuando recorrió la sala con la mirada, sólo encontró envidias y odios, egos que redoblaban como tambores en una fanfarria. Y él, en contra de lo que había pensado, no estaba al margen de la batalla.

Iba hacia el guardarropa y pensaba en la nota que le mandaría con un camarero a su acompañante: «Estabas bailando, así que yo…». Entonces se dio cuenta de que estaba muy cerca de la mesa de Pamela Knighton y, desviándose de nuevo, se dirigió hacia la puerta por otro camino.

continúa...

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