miércoles, septiembre 19, 2012

Defensa de Madrid

Por Antoine de SAINT-EXUPÉRY

Las balas restallaban por encima de nuestras cabezas, contra el muro bañado de luna ante el que nos hallábamos. Un terraplén, a la izquierda de la carretera, detenía las que volaban bajo. Así, a pesar de aquellos chasquidos secos, a mil metros de una batalla que se desarrollaba en semicírculo frente a nosotros y a nuestros flancos, el teniente que me acompañaba y yo experimentábamos, en este blanco camino rústico, un gran sentimiento de paz. Podíamos cantar, podíamos reír, podíamos encender cerillas, nadie nos prestaba atención. Éramos como campesinos que van al mercado vecino. Mil metros más allá, la dura necesidad nos colocaría necesariamente sobre el negro tablero de la guerra, pero aquí, fuera de juego, hacíamos novillos.

Las balas también. Balas perdidas, escoria de lejanos combates. Las que silbaban aquí habían errado el blanco allá. En lugar de estrellarse contra los parapetos de tierra o de atravesar pechos de hombres, algunas, disparadas demasiado alto, sobre el horizonte, se habían escapado.

Llenaban la noche con sus absurdas parábolas, con sus tres segundos de libertad, tan pronto nacidas como muertas. Unas restallaban contra las piedras, las que pasaban muy alto daban largos latigazos en las estrellas. Sólo las que rebotaban zumbaban de modo extraño, como detenidas, esbozando una vida de abeja, peligrosas el tiempo de un parpadeo, venenosas pero efímeras.

A la izquierda, el declive se suavizaba ahora y mi compañero me preguntó:

– Podríamos coger el ramal de la trinchera, pero es de noche. ¿No iremos mejor por la carretera?

Adivinaba de reojo su sonrisa burlona. Puesto que yo quería conocer la guerra, se encargaba de hacérmela sentir. Estas balas que, después de rebotar, chirriaban el tiempo de un relámpago, como insectos en el mismo instante en que se posan, la verdad es que me infundían respeto. Me imaginaba una intención en su música. Mi carne me parecía imantada, como si el destino de las balas fuera buscar la carne. Pero, al mismo tiempo, prestaba crédito a mi camarada: “Quiere impresionarme, pero tiene intención de seguir viviendo. Si me propone la carretera a pesar de esta lluvia encantada, es que el paseo ofrece pocos riesgos. Está más informado que yo.” – La carretera, por supuesto... ¡Hace un tiempo tan bueno!

Yo hubiera preferido seguir el ramal, está claro, pero me guardé la opinión. Me conocía el truco. Mucho antes que él había yo jugado antaño este jueguecillo en Cabo Juby, cuando la zona de inseguridad se abría a veinte metros del fuerte. Si desembarcaba un inspector un poco presuntuoso y poco familiarizado con el desierto, al mismo tiempo que le contaba las menudencias del aeropuerto, le llevaba de paseo por la arena. Esperaba la tímida observación que me dirigían antes de mucho, con todas las aprobaciones administrativas. –¡Ah!... Se hace tarde... ¿Y si entráramos?

Entonces era cuando adquiría yo plenos poderes; el personaje había replegado velas. La distancia era la suficiente para que no se atreviera jamás a volver solo. Me ponía, pues, en marcha durante una hora, vivo el paso, con los pretextos más fútiles, el esclavo pegado a mis talones. Y como, evidentemente, era de su fatiga de lo que se quejaba, yo le aconsejaba suavemente que se sentara allí y me esperara, que yo le recogería a la vuelta. Fingía obedecer, midiendo con la mirada las arenas traidoras, y decía después con tono valeroso: “Después de todo, me gusta tanto andar...” Entonces yo me sentía a mis anchas y le contaba, marchando a zancadas, vuelta la espalda al refugio, las crueles costumbres de las tribus moras.

Pues esta noche era yo ese inspector al que se pasea esclavizado, pero prefería meter la cabeza en los hombros una vez por segundo a aventurar reflexiones vagas, aunque luminosas, sobre lo pintoresco de los ramales de trinchera.

Nos deslizamos, sin embargo, en la excavación sin que ni uno ni otro hubiéramos ganado el envite. Los acontecimientos habían tomado mal cariz, y nuestro juego nos pareció de repente pueril, no porque una ráfaga de ametralladora nos hubiera barrido, no porque un proyector nos hubiera descubierto, sino sencillamente a causa de un soplo, de una especie de gorgoteo celeste que no nos concernía en absoluto.

– Eso es para Madrid –dijo el teniente.

El ramal de la trinchera tomaba la cresta de una colina un poco antes de Carabanchel. En la dirección de Madrid, el terraplén se había desplomado y, en la escotadura, la ciudad se nos ofrecía blanca, sorprendentemente blanca, bajo la luna llena. Dos kilómetros apenas nos separaban de esos altos inmueble que domina la Telefónica. Madrid dormía, o más bien, Madrid fingía dormir. Ni un punto luminoso, ni un ruido. El fúnebre estruendo que a partir de entonces oímos resonar cada dos minutos se ahogaría cada vez en un silencio de muerte. No despertaría en la ciudad ni rumores ni trastornos. Se hundiría cada vez como una piedra en un estanque.

Bruscamente me pareció, en lugar de Madrid, un rostro. Un rostro blanco, con los ojos cerrados. Un rostro duro de virgen obstinada que recibe los golpes uno por uno, sin responder. Ahora, otra vez, por encima de nuestras cabezas, en las estrellas, ese gorgoteo de botella descorchada... Un segundo, dos segundos, cinco segundos... Me echó atrás sin querer. Me parece que soy yo quien va a recibir el golpe, y ¡ah!, es como si la ciudad entera se desplomase. Pero Madrid vuelve a surgir. Nada se ha desplomado, nada pestañea, nada cambia: el rostro de piedra se mantiene puro.

-Para Madrid...

Lo repite maquinalmente mi compañero. Me enseña a descubrir estos temblores en las estrellas, a seguir a estos escualos que corren hacia supresa: -No...esto es una batería de las nuestras que responde... Esto es de ellos, pero tiran a otra parte... Esto... esto es para Madrid.

Las explosiones que tardan no se terminan de esperarlas. Qué de acontecimientos se viven en este tiempo. Una presión enorme, sube, sube...

! Que se decida a saltar esta caldera! Hay quienes acaban de morir, pero hay también quienes acaban de ser liberados. Ochocientos mil habitantes, menos una docena de víctimas, reciben su prórroga. Entre el gorgoteo y la explosión, había ochocientos mil en peligro de muerte. Cada proyectil en marcha amenaza a toda la ciudad... La siento allí, compacta, solidaria. Adivino a esos hombres, esos niños, esas mujeres, toda esa humilde población que una virgen sin movimiento abriga bajo su manto de piedra. Oigo todavía el ruido innoble y sigo sentado, asqueado por el deslizante torpedo. No sé lo que digo:

-Bombardean... bombardean Madrid...

Y el otro, que cuenta los golpes, hace eco: -Para Madrid... dieciséis.

Salgo del ramal. De bruces sobre el terraplén, miro. Una nueva imagen borra la otra. Madrid, con sus chimeneas, sus guardillas, Madrid se parece a un navío en alta mar. Madrid, blanca sobre las aguas negras de la noche. Una ciudad dura más que los hombres: Madrid está cargada de emigrantes y los pasa de una orilla a la otra de la vida. Lleva una generación. Navega, lenta, a través de los siglos. Hombres, mujeres, niños, la llenan, desde sus desvanes a sus sótanos. Esperan, resignados o estremecidos de miedo, encerrados en su barco de piedra. Torpedean un barco cargado de mujeres y de niños.

Quieren hundir a Madrid como un barco. Yo, por un instante, me río de las reglas de juego de la guerra. Y de las justificaciones y de los motivos. Escucho. He aprendido a distinguir, de las otras, estas baterías que escupen sobre Madrid. He aprendido a leer el camino de ese gorgoteo en las estrellas; pasa por cierto lugar cerca de Sagitario. He aprendido a contar lentamente cinco segundos. Entonces, escucho. No sé qué árbol cae bajo el rayo, no sé qué catedral se desploma, no sé qué niño pobre acaba de morir.

Asistí esta tarde, desde; la misma ciudad, al bombardeo. Había caído el trueno sobre la Gran Vía para descuajar una vida humana, una sola. Unos viandantes se quitaban escambrosos de encima, otros corrían, una humareda ligera se disipaba, pero el novio, salvado de milagro del menor rasguño, encontraba a sus pies a la novia cuyo brazo dorado apretaba un segundo antes, convertida en esponja de sangre, en paquete de carne y de ropas.

Arrodillándose sin comprender aún, meneaba suavemente la cabeza, como se dijera: “!Qué extraño es esto!” No reconocía nada de su amiga en esta maravilla así esparcida. La desesperación no introducía en él su hoja afilada más que con una atroz lentitud. Durante un segundo todavía, sorprendido sobre todo por el escamoteo, buscaba con la mirada en torno suyo aquella forma ligera, como si ella, por lo menos, hubiera debido subsistir. Pero allí no había nada más que un pautee de fango. ¡Desvanecido el leve dorado que da la cualidad humana! Mientras se preparaba en la garganta del hombre el grito que no sé qué retrasaba, tenía tiempo de comprender que no había amado en absoluto aquellos labios, sino el mohín, la sonrisa de aquellos labios. No aquellos ojos, sino su mirada. No aquel pecho, sino un suave movimiento marino. Tenía tiempo de descubrir, en fin, la causa de la angustia que quizá le causaba el amor. ¿No perseguía lo inasequible? No se trataba de abrazar un cuerpo, sino un plumón, sino una luz, sino una luz, sino el ángel sin peso que revestía...

Yo de momento me reí de las reglas de juego de la guerra y de la ley de las represalias. ¿Quién comenzó? A una respuesta se encuentra siempre una respuesta, y el primer asesinato de todos se ha perdido en la noche de lo tiempos. Más que nunca desconfío de la lógica. Si el maestro de escuela me demuestra que el fuego no quema la carne, extiendo la mano sobre el hogar y sé sin lógica que su razonamiento falla en alguna parte.

He visto una chica desnuda de su vestido de luz: ¿cómo voy a creer en la virtud de las represalias?

En cuanto al interés militar de tal bombardeo, no he podido descubrirlo.

He visto amas de casa despanzurradas, he visto niños desfigurados, he visto a esa vieja vendedora ambulante enjugar los restos de ese cerebro que había salpicado sobre sus tesoros, he visto a la portera salir de su garita y purificar la acera con un cubo de agua y no he llegado a comprender qué papel tenían, en una guerra, estos humildes accidentes de los servicios de limpieza.

¿Papel moral? ¡Pero un bombardeo se vuelve contra su objetivo! A cada cañonazo, algo se refuerza en Madrid. La indiferencia, que oscilaba, se determina. Pesa mucho un niño muerto cuando es vuestro. Un bombardeo, me ha parecido, no dispersa: unifica. El horror hace cerrar los puños y hay unión en el mismo horror. El teniente y yo saltamos sobre el parapeto. Rostro o navío, allí está Madrid, que recibe los golpes sin responder. Pero así son los hombres: las pruebas fortalecen lentamente sus virtudes. Por eso es por lo que se exalta mi compañero; piensa en esa voluntad que se endurece. Aquí está, con los puños en las caderas, respirando fuerte. No lloran las mujeres ni los niños...

-Van sesenta...El golpe resuena sobre el yunque: un herrero gigante forja Madrid.

(Publicado en ABC Cultural, número 143, 29 julio 1994, p.18-19)

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