martes, julio 12, 2011

Al otro lado del tiempo - capítulo 2

Extracto del libro de Richard Bach

CAPÍTULO 2
QUIEN DIJO: “EL PLACER ESTÁ EN EL VIAJE Y NO EL LA LLEGADA” no iba camino al otro lado del tiempo.
Una semana después de mi vuelo en el Cub no me había acercado un centímetro al sitio del que provenían las imágenes de mis piezas para aeroplano. Ni una sola vez volví a ver el rostro de esa encantadora mensajera.
Mi curiosidad, mi deseo de espiar su mundo, eso era mi problema; ella parecía estar diciéndome algo; no tenía intención alguna de ayudarme en un plan no autorizado por su empleador. A juzgar por las evidencias que pude reunir en toda una semana de astutas planificaciones para que apareciera, ella no existía.
Por la noche me acurrucaba en el sofá, frente a mi pequeño hogar, contemplando las llamas. Cuando entrecerraba los ojos, la luz parecía parpadear también en algún otro lugar: un cuarto con sillas de cuero de respaldo alto. No veía las sillas, pero las percibía, percibía la presencia de otros en la habitación, un murmullo indistinto de voces, alguien que pasaba caminando, sin reparar en mí, no muy lejos. Sólo veía el fuego y sombras en un cuarto que no era el mío.
Sacudí la cabeza y la visión, frágil, se desintegró.
Después de un rato se me ocurrió una respuesta. Para incitarla a regresar, ¡basta con que le presente un problema para resolver! Y cuando se acerque con la solución, allí estaré para pedirle que espere.
De inmediato me dediqué a diseñar un juego de cuñas para las ruedas del avión. ¿Necesitaba algo que se plegara en caso de que el viaje sufriera un colapso y que también pudiera mantener al Cub en una tormenta de viento? Imaginé algunas cuñas lamentables, que flotaron en mi mente antes de dormir, como señuelo.
Nada. Al llegar la mañana aún estaban allí las mismas cosas endebles y miserables. Las deseché. A la noche siguiente le pedí ayuda para inventar algo que impidiera la entrada de la lluvia en el tanque de combustible, algo que no fuera una lata de tomates invertida. ¿Algo de aluminio, quizá?
Silencio. No hubo respuesta. Se mantenía indiferente a los problemas fingidos, a diseños para cuñas cuando lo mejor eran las de madera, a tapas de combustible para un avión que está siempre en el hangar, a montajes sin terminar cuyo verdadero objetivo era tentarla a mostrarse otra vez. Por la mañana todos flotaban
delante de mí tal como la noche anterior; eran sólo señuelos y no me interesaban, a menos que pudieran mostrarme sus ojos una vez más.
Después de dos semanas tuve la idea de que esa forma quedaría sin respuesta por años; afligido por eso, en la aurora silenciosa me disculpé por haber tomado el camino incorrecto. Había cubierto con un manto de ardides mi deseo de verla. ¿Qué esperaba conseguir con engaños? ¿Que ella se presentara, confiada, a decirme “hola” de un lado del tiempo al otro?
Un mes después, aún pasaba las veladas contemplando el fuego, el viejo reloj de la repisa,
reconstruyendo lo sucedido paso a paso. Esos diseños habían surgido de algún lugar; cada uno de ellos estaba instalado en ese momento en mi Piper J-3C, felizmente tridimensional, que pasaba en el hangar ese invierno de 1998.
Yo no los inventé; cuando aparté los problemas para dormir no tenía idea de cómo resolverlos. No eran travesuras holográficas de algún vecino que apuntara secretamente con un proyector láser a través del alba. No eran alucinaciones. Eran simples pero ingeniosos... Eran diseños funcionales que resolvían problemas reales.
Además pensé que no llevaban ningún adorno moderno. Nada de materiales ni procesos exóticos, nada de sutiles advertencias de riesgo, nada que sugiriera determinadas bases de datos computadas para mecanismos enmarañados.
Su cara me perseguía. Expeditiva, práctica, tan completamente concentrada en el trabajo, en hacer bien lo suyo, que con sólo verse observada por mí se borraba, desaparecía.
Estudié las llamas, la danza de las sombras. Hay un lugar. Hay una habitación, tan sólida, tibia e invariable en su mundo como este cuarto lo es en el mío. No es Aquí, es Cuándo...
–Muy bien, Gaines, prueba por la mañana, si quieres. Llévate el Efe-Zeta-Zeta. Y a ver si lo traes en una sola pieza.
No fue dicho en voz alta, no era alguien que hablara junto al sofá. Lo que me sobresaltó fue la naturalidad cotidiana de las palabras que sonaban en mi cabeza; el filo de vidrio de esa frase tan sencilla cortó mi calma.
Sentí un cosquilleo en la nuca.
–¿Qué? –como si al tomarla por sorpresa, al gritar en mi sala silenciosa como un sepulcro, pudiera obtener alguna respuesta–. ¿Qué? El reloj seguía andando, midiendo cuidadosamente el tiempo.
Solo en la casa, no me importaba quién me oyera.
–¿Efe–Zeta–Zeta? No hubo respuesta.
–¿Gaines?
Toc, toc, toc, toc.
–¿Estás jugando conmigo? –Se apoderó de mí una cólera anhelante–. ¿Qué juego es éste?

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