domingo, mayo 01, 2011

Los Antiguos Valores

Extracto del libro "La Resistencia" de Ernesto Sábato, in memoria como homenaje el día que nos dejó.

Tenía ante mí toda la rica tierra, y
sin embargo tan solo miraba hacia lo
más humilde y lo más pequeño...
¿Dónde estaríamos los pobres
hombres si no existiera la tierra fiel?,
¿qué tendríamos si no tuviéramos
esta belleza y bondad?
R. WALSER

DESPUÉS DE RECORRER durante horas la imponente Quebrada de Humahuaca hemos regresado a la antigua ciudad de Salta, tan hermosa en otro tiempo, hoy casi irreconocible, plagada de letreros y de edificios modernos que han roto la belleza de sus calles coloniales. Ya nada va quedando, como si nadie la mirara, aristócrata ciudad de Salta, como si también a ella le hubiera llegado este desencanto moderno que en nada pone empeño, que construye las casas para que se deshagan al día siguiente, ya sin frentistas, ni viejos herreros.

Por la tarde me he acercado a la histórica Catedral, el santuario donde mañana miles de creyentes celebrarán la Fiesta del Milagro. Muchos de ellos hace días que vienen peregrinando para ofrecer sus candorosas promesas tan simples como una flor de campo, y sus pedidos tan apremiantes como la comida, la salud o el trabajo.
Sentado en la plaza volvieron mis obsesiones de siempre. Las sociedades desarrolladas se han levantado sobre el desprecio a los valores trascendentes y comunitarios y sobre aquéllos que no tienen valor en dinero sino en belleza. Una vez más compruebo cómo se han afeado las ciudades de nuestro país, tanto Buenos Aires como las antiguas ciudades del interior. ¡Qué poco se las ha cuidado! Da dolor ver fotos de hace años, cuando todavía cada una conservaba su modalidad, sus árboles, el frente de sus edificios. A través de mis cavilaciones, me detengo a mirar a un chiquito de tres o cuatro años que juega bajo el cuidado de su madre, como si debajo de un mundo resecado por la competencia y el individualismo, donde ya casi no queda lugar para los sentimientos ni el diálogo entre los hombres, subsistieran, como antiguas ruinas, los restos de un tiempo más humano. En los juegos de los chicos percibo, a veces, los resabios de rituales y valores que parecen perdidos para siempre, pero que tantas veces descubro en pueblitos alejados e inhóspitos: la dignidad, el desinterés, la grandeza ante la adversidad, las alegrías simples, el coraje físico y la entereza moral.

El niño sigue jugando en la glorieta de la plaza, donde seguramente mañana tocará la orquesta o habrá concierto de guitarras como antes en Rojas, los días de fiesta.
En otra época —lamento utilizar expresiones con cierto aire arqueológico, pero cuando se tiene casi la edad del siglo... qué digo, ¡la del siglo pasado!—, cuando yo era un niño en Rojas, aún se mantenían valores que hacían del nacimiento, el amor, la adolescencia, la muerte, un ceremonial bello y profundo. El tiempo de la vida no era el de la prisa de los relojes sino que aún guardaba espacio para los momentos sagrados y para los grandes rituales, donde se mezclaban antiguas creencias de estas tierras con las gestas de los santos cristianos. Un ritmo pausado en el que fiestas y aconteceres marcaban los hitos fundamentales de la existencia, que eran esperados por aquellos que teníamos seis o siete años, por los adultos y hasta por los ancianos. Como la llegada del Carnaval, un cumpleaños, la celebración de la Navidad, ese encanto indescifrable de la mañana de Reyes, o la gran festividad del Santo Patrono con procesión, empanadas y bailes. Hasta el cambio de las estaciones y la alternancia de los días y las noches parecían albergar un enigma que formaba parte de aquel ritual, perpetuado a través de generaciones como en una historia sagrada. Todos participaban de esas fiestas, desde los más pobres hasta los más ricos. Recuerdo la admiración con que observaba yo las pruebas de los jinetes y cómo me gustaba ir a los circos.

Había épocas buenas y épocas calamitosas, pero dependían de la naturaleza, de las cosechas; el hombre no sentía que debía obrar siempre y en cualquier momento para controlar el acontecer de todo, como lo cree hoy en día.
Ahora la humanidad carece de ocios, en buena parte porque nos hemos acostumbrado a medir el tiempo de modo utilitario, en términos de producción. Antes los hombres trabajaban a un nivel más humano, frecuentemente en oficios y artesanías, y mientras lo hacían conversaban entre ellos. Eran más libres que el hombre de hoy que es incapaz de resistirse a la televisión. Ellos podían descansar en las siestas, o jugar a la taba con los amigos. De entonces recuerdo esa frase tan cotidiana en aquellas épocas: “Venga amigo, vamos a jugar un rato a los naipes, para matar el tiempo, no más”, algo tan inconcebible para nosotros. Momentos en que la gente se reunía a tomar mate, mientras contemplaba el atardecer, sentados en los bancos que las casas solían tener al frente, por el lado de las galerías. Y cuando el sol se hundía en el horizonte, mientras los pájaros terminaban de acomodarse en sus nidos, la tierra hacía un largo silencio y los hombres, ensimismados, parecían preguntarse sobre el sentido de la vida y de la muerte.

La vida de los hombres se centraba en valores espirituales hoy casi en desuso, como la dignidad, el desinterés, el estoicismo del ser humano frente a la adversidad. Estos grandes valores, como la honestidad, el honor, el gusto por las cosas bien hechas, el respeto por los demás, no eran algo excepcional, se los hallaba en la mayoría de las personas. ¿De dónde se desprendía su valor,
su coraje ante la vida?

Otra frase de entonces, en la que nunca reparé como en este tiempo, era aquélla de “Dios proveerá”. El modo de ser de entonces, el desinterés, la serenidad de sus modales, indudablemente reposaba en la honda confianza que tenían en la vida. Tanto para la fortuna como para la desgracia, lo importante no provenía de ellos. También los valores surgían de textos sagrados, eran mandatos divinos.

Los hombres, desde que se encontraron parados sobre la tierra, creyeron en un Ser superior. No hay cultura que no haya tenido sus dioses. El ateísmo es una novedad de los tiempos modernos; “ves llorar la Biblia junto a un calefón” nunca antes pudo haber sido dicho. Y, si no, volvamos a leer a Hornero, o a los mitos de América. Los hombres creían ser hijos de Dios y el hombre que siente semejante filiación puede llegar a ser siervo, esclavo, pero jamás será un engranaje. Cualquiera sean las circunstancias de la vida, nadie le podrá quitar esa pertenencia a una historia sagrada: siempre su vida quedará incluida en la mirada de los dioses.
¿Podremos vivir sin que la vida tenga un sentido perdurable? Camus, comprendiendo la magnitud de lo perdido dice que el gran dilema del hombre es si es posible o no ser santos sin Dios. Pero, como ya antes lo había proclamado genialmente Kirilov, “si Dios no existe, todo está permitido”. Sartre deduce de la célebre frase la total responsabilidad del hombre, aunque, como dijo, la vida sea un absurdo. Esta cumbre del comportamiento humano se manifiesta en la solidaridad, pero cuando la vida se siente como un caos, cuando ya no hay un Padre a través del cual sentirnos hermanos, el sacrificio pierde el fuego del que se nutre.

Si todo es relativo, ¿encuentra el hombre valor para el sacrificio? ¿Y sin sacrificio se puede acaso vivir? Los hijos son un sacrificio para los padres, el cuidado de los mayores o de los enfermos también lo es. Como la renuncia a lo individual por el bien común, como el amor. Se sacrifican quienes envejecen trabajando por los demás, quienes mueren para salvar al prójimo, ¿y puede haber sacrificio cuando la vida ha perdido el sentido para el hombre, o sólo lo halla en la comodidad individual, en la realización del éxito personal?

Por la mañana, en camino hacia el monumento a Güemes, ese héroe romántico y corajudo, me he detenido a mirar una calesita con sortija como las de mi pueblo. Y la emoción me cierra la garganta al pensar en la belleza pueblerina en la que me crié, esas simples alegrías tan poco frecuentes en los chicos de hoy.
Otro valor perdido es la vergüenza. ¿Han notado que la gente ya no tiene vergüenza y, entonces, sucede que entremezclados con gente de bien uno puede encontrar, con amplia sonrisa, a cualquier sujeto acusado de las peores corrupciones, como si nada? En otro tiempo su familia se hubiera enclaustrado, pero ahora todo es lo mismo y algunos programas de televisión lo solicitan y lo tratan como a un señor.
Desde la perspectiva del hombre moderno, la gente de antes tenía menos libertad. Eran menores las posibilidades de elección, pero, indudablemente, su responsabilidad era mucho mayor. No se les ocurría, siquiera, que pudieran desentenderse de los deberes a su cargo, de la fidelidad al lugar que la vida parecía haberles otorgado.
Algo notable es el valor que aquella gente daba a las palabras. De ninguna manera eran un arma para justificar los hechos. Hoy todas las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para descargarnos de nuestros actos que para responder por ellos.

No quiero pesarlos con las anécdotas grabadas en mi memoria. Además, es probable que los más jóvenes no comprendan el alcance de los mitos, que son la experiencia de una vida remota intemporal, cargada de significados que iluminan el presente. Como bien dice Eliade, cada concepción del mundo necesita ser vivida desde dentro para comprenderla, y el hecho de compartirla afianza la pertenencia y el vínculo entre los hombres.

Entonces la gente se conocía y no necesitaba mostrarse, la trayectoria de la vida de cada uno estaba a la vista de todos. Y esto lo puedo afirmar porque, para mí, el hecho de que la gente me reconozca no sólo me da gran aliento, sino que también crea en mí una responsabilidad. En cambio, cuando multitudes de seres humanos pululan por las calles de las grandes ciudades sin que nadie los llame por su nombre, sin saber de qué historia son parte, o hacia dónde se dirigen, el hombre pierde el vínculo delante del cual sucede su existencia. Ya no vive delante de la gente de su pueblo, de sus vecinos, de su Dios, sino angustiosamente perdido entre multitudes cuyos valores no conoce, o cuya historia apenas comparte.

Cuando la cantidad de culturas relativiza los valores, y la “globalización” aplasta con su poder y les impone una uniformidad arrogante, el ser humano, en su desconcierto, pierde el sentido de los valores y de sí mismo y ya no sabe en quién o en qué creer. Como dijo Gandhi:
"No quiero cerrar los cuatro rincones de mi casa ni poner paredes en mis ventanas. Quiero que el espíritu de todas las culturas aliente en mi casa con toda la libertad posible. Pero me niego a que nadie me sople los peones. Me gustaría ver a esos jóvenes nuestros que sienten afición a la literatura aprender a fondo el inglés y cualquier otra lengua. Pero no me gustaría que un solo indio se olvidase o descuidase su lengua materna, que se avergonzase de ella o que la creyese impropia para la expresión de su pensamiento y de sus reflexiones más profundas. Mi religión me prohíbe hacer de mi casa una prisión."

En nuestro país son muchos los hombres y las mujeres que se avergüenzan, en la gran ciudad, de las costumbres de su tierra. Trágicamente, el mundo está perdiendo la originalidad de sus pueblos, la riqueza de sus diferencias, en su deseo infernal de “clonar” al ser humano para mejor dominarlo. Quien no ama su provincia, su paese, la aldea, el pequeño lugar, su propia casa por pobre que sea, mal puede respetar a los demás. Pero cuando todo está desacralizado la existencia es ensombrecida por un amargo sentimiento de absurdo. De ahí uno de los motivos por los cuales hoy se tiene tanto terror a la muerte; se ha convertido en un tabú. Ya casi no hay velatorios y llorar en un entierro es un acto inadecuado, poco frecuente. En cuanto nos descuidemos, habremos dejado de compartir ese misterioso momento en que el alma se retira del cuerpo, en que éste queda tan muerto como queda una casa cuando se retiran para siempre los seres que la habitan y, sobre todo, que sufrieron y amaron en ella. Pues no son las paredes, ni el techo, ni el piso lo que individualiza a la casa sino esas personas que la viven, con sus conversaciones, sus risas, con sus amores y odios; seres que impregnan la casa de algo inmaterial pero profundo, como es la sonrisa en un rostro.

Negar la muerte, no ir a los cementerios, no llevar luto, todo eso pareció una afirmación de la vida, y lo fue, en alguna medida. Pero, paradójicamente, se ha convertido en una trampa, una de las tantas que la sociedad actual ha fabricado para que el hombre no llegue a percibir las situaciones límite, aquellas en las que se nos desploma nuestro mundo, las únicas que nos pueden sacudir de esta inercia en que avanzamos. Decía Donne que nadie duerme en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo, y que, sin embargo, todos dormimos de la cuna a la sepultura; o no estamos enteramente despiertos.

Nada sabríamos de la vida sin la dolorosa conciencia de aquel misterio final. Así lo entendieron las culturas que identificaban a la Diosa de la Fertilidad con la Divinidad de la Muerte. La Madre Tierra cuidaba tanto de las semillas corno de los muertos, ya que estos últimos, como los granos que habían sido enterrados, regresarían a la vida recubiertos bajo una nueva forma. En China, en su milenaria tradición, las mujeres eran sepultadas con sus vestidos de bodas.

Esta creencia en la fecundidad de la vida más allá de la muerte es universal y la expresan los símbolos que, aun sin que lo sepamos, están presentes en nuestros ritos fúnebres, como las velas que arden por el último cumpleaños de la persona que ha muerto y las coronas que se le colocan para simbolizar su triunfo, el haber llegado a la meta, del mismo modo en que se corona a los atletas triunfantes. En nuestras provincias hay hermosas celebraciones como la Difunta Correa, esa joven mujer que parte con su bebé en busca de su marido que ha caído prisionero. Ella cae muerta en el desierto pero, cuando la encuentran, los paisanos afirman que la criatura seguía mamando de ella. Algo inconcebible para nosotros pero pleno de poesía y de capacidad simbólica para los hombres de aquellas tierras que peregrinan al desierto sanjuanino para ser ayudados por ella. ¡Con cuánta emoción hemos compartido en Santiago del Estero esa cena que sigue a la muerte de una criatura! La llaman la Comida del Angelito y tiene una resonancia sagrada muy honda, por el dolor de quienes han quedado sin la criatura y comen entre lágrimas, como un ruego, simbolizando la magnitud de su esperanza. No por nada Dostoievski da final a los Karamazov con una narración semejante.

El calor es insoportable y pesado, la luna, casi llena, está rodeada de un halo amarillento. No se mueve ni una hoja: todo anuncia la tormenta. Las montañas parecen iluminadas como una escenografía nocturna de teatro; sin embargo, los jardines están todavía impregnados de un perfume intenso a jazmines y magnolias.

La religión ha perdido influencia sobre los hombres y desde hace unas décadas los mitos y las religiones parecieron superados para siempre y el ateísmo se generalizó en los espíritus avanzados. Sin embargo, en estos años, el hombre en su desesperación ha vuelto su mirada hacia las religiones en busca de Alguien que lo pueda sostener.

Todo eso, me dirán, no son más que leyendas, cosas en las que se creía antes. Sin embargo, cuando el pensamiento y la poesía constituían una sola manifestación del espíritu que impregnaba desde la magia de las palabras rituales hasta la representación de los destinos humanos, desde las invocaciones a los dioses hasta sus plegarias, el hombre pudo indagar el cosmos sin romper la armonía con los dioses. Hoy no tenemos una narración, un relato que nos una como pueblo, como humanidad, y nos permita trazar las huellas de la historia de la que somos responsables. El proceso de secularización ha pulverizado los ritos milenarios, los relatos cosmogónicos, creencias que fueron tan enraizadas en la humanidad como el reencuentro con los muertos, los poderes sanadores de un bautismo, o el perdón de los pecados.

Pero ¿cómo pueden ser una falsedad las grandes verdades que revelan el corazón del hombre a través de un mito o de una obra de arte? Si aún nos siguen conmoviendo las desventuras y proezas de aquel caballero andrajoso de la Mancha se debe a que algo tan risible como su lucha contra los molinos de viento revela una desesperada verdad de la condición humana. Lo mismo ocurre con los sueños, de ellos se puede decir cualquier cosa, menos que sean una mentira. Pero al sobrevalorarse lo racional, fue desestimado todo aquello que la lógica no lograba explicar. ¿Acaso son explicables los grandes valores que hacen a la condición humana, como la belleza, la verdad, la solidaridad o el coraje? El mito, al igual que el arte, expresa un tipo de realidad del único modo en que puede ser expresada. Por esencia, es refractario a cualquier tentativa racionalizadora, y su verdad paradójica desafía a todas las categorías de la lógica aristotélica o dialéctica. A través de esas profundas manifestaciones de su espíritu, el hombre toca los fundamentos últimos de su condición y logra que el mundo en que vive adquiera el sentido del cual carece. Por eso mismo, todos los filósofos y artistas, siempre que han querido alcanzar el absoluto, debieron recurrir a alguna forma del mito o la poesía. Jaspers sostuvo que los grandes dramaturgos de la antigüedad vertían en sus obras un saber trágico, que no sólo emocionaba a los espectadores sino que los transformaba, y por ello los dramaturgos se convertían en profetas del ethos de su pueblo. Y el propio Sartre, cuando intenta revelarnos el drama de los franceses bajo el dominio de los nazis, escribe Las Moscas, que, en esencia, no es otra cosa que una adaptación del antiguo drama de Esquilo, Orestes, aquel héroe trágico que valientemente luchará por la libertad.

El mayor empobrecimiento de una cultura es ese momento en que un mito empieza a definirse popularmente como una falsedad. Así ocurrió en la Grecia clásica. Tras el derrumbe de aquellos relatos, Lucrecio cuenta haber visto “corazones apesadumbrados en todos los hogares; acosada por incesantes remordimientos, la mente era incapaz de aliviarse y se veía forzada a desahogarse mediante lamentaciones recalcitrantes”. Como al desmoronarse los cimientos de una casa, las sociedades comienzan a precipitarse cuando sus mitos pierden toda su riqueza y su valor.

En este empobrecimiento se atrofian capacidades profundas del alma, tan entrañables a la vida humana como los afectos, la imaginación, el instinto, la intuición para desarrollar, al extremo la inteligencia operativa y las capacidades prácticas y utilitarias.

Frente a cuestiones inefables es infructuoso tratar de acercarnos por medio de definiciones. La incapacidad de los discursos filosóficos, teológicos o matemáticos para responder a estos grandes interrogantes revela que la condición última del hombre es trascendente, y por lo tanto, misteriosa, inasible.

Cuando en 1945, en Hombres y engranajes, yo expresaba este mismo punto de vista, los intelectuales se abalanzaron contra mi libro con ferocidad e ironía. Pero, ahora, ante la vulnerabilidad, o el fracaso, de la Razón, de la Política y de la Ciencia, el ser humano oscila en el vacío sin encontrar dónde enraizarse ni en el cielo ni en la tierra, mientras es atragantado por una avalancha de información que no puede digerir y de la que no recibe alimento alguno.

“¿Es posible que a pesar de las invenciones y progresos, a pesar de la cultura, la religión y el conocimiento del universo, se haya permanecido en la superficie de la vida?” Tristemente, con la nostalgia de los proyectos irrealizados, no nos queda más que responder afirmativamente a la pregunta de Rilke, porque la sabiduría es fidelidad a la condición humana. ¿Qué ha puesto el hombre en lugar de Dios? No se ha liberado de cultos y altares. El altar permanece, pero ya no es el lugar del sacrificio y la abnegación, sino del bienestar, del culto a sí mismo, de la reverencia a los grandes dioses de la pantalla.

El sentimiento de orfandad tan presente en este tiempo se debe a la caída de los valores compartidos y sagrados. Si los valores son relativos, y uno adhiere a ellos como a las reglamentaciones de un club deportivo, ¿cómo podrán salvarnos ante la desgracia o el infortunio? Así es como resultan tantas personas desesperadas y al borde del suicidio. Por eso la soledad se vuelve tan terrible y agobiante. En ciudades monstruosas como Buenos Aires hay millones de seres angustiados. Las plazas están llenas de hombres solitarios y, lo que es más triste aún, de jóvenes abatidos que, a menudo, se juntan a tomar alcohol o a drogarse, pensando que la vida carece de sentido, hasta que, finalmente, se dicen con horror que no hay absoluto. Recuerdo la soledad del campo, ¡tan distinta! Era esa soledad de la llanura infinita que le confería al hombre una tendencia natural a la religiosidad y a la metafísica. No es una casualidad que las tres grandes religiones de Occidente hayan nacido en la soledad del desierto, en esa especie de metáfora de la nada en la que el infinito se conjuga con la finitud del hombre. Nuestras modernas maneras de pensamiento creen que aquéllos eran pueblos atrasados, siendo que para ellos la verdad era un descubrimiento, algo frente a lo cual cabía el asombro. En la modernidad, el hombre ha buscado en sus construcciones lógicas la respuesta a las grandes incógnitas, creyendo, así, que al hacerlo era muy superior a quienes aguardaban la Providencia. Pero hoy en día, tantos golpes ha recibido el orgulloso intelecto humano, que estamos en condiciones de abrir los ojos a creencias impensables hace unos años.
La búsqueda religiosa del hombre de hoy es indudable. Y como dice Jünger:
Lo mítico vendrá sin lugar a dudas, se encuentra ya en camino. Más aún, está ya siempre ahí, y llegada la hora, emerge a la superficie como un tesoro.

Ya los jóvenes han empezado a buscar de una manera nueva en las religiones. Pero no debemos engañarnos, muchas veces aparece como algo superficial, capaz de adaptarse a cualquier manera de vivir, un techito confortable que nada pidiera, sin el abismo de la fe que entraña la verdadera religiosidad.

No hablo por añoranza de un tiempo legendario del cual aquellos que lo vivimos nos pudiéramos vanagloriar. Es necesario admitir que muchos de esos valores eran respetados porque no se vislumbraba otra manera de vivir. El conocimiento de otras culturas otorga la perspectiva necesaria para mirar desde otro lugar, para agregar otra dimensión y otra salida a la vida. La humanidad está cayendo en una globalización que no tiende a unir culturas, sino a imponer sobre ellas el único patrón que les permita quedar dentro del sistema mundial. Sin embargo, y a pesar de esto, la fe que me posee se apoya en la esperanza de que el hombre, a la vera de un gran salto, vuelva a encarnar los valores trascendentes, eligiéndolos con una libertad a la que este tiempo, providencialmente, lo está enfrentando.

Bajo el sol de la Quebrada de Humahuaca,
testigo callado de luchas y matanzas,
el Río Grande serpentea como mercurio
brillante.
Ejércitos del Inca,
caravanas de cautivos,
columnas de conquistadores,
caballerías patriotas.
Para arriba, para abajo...
Y luego noches de silencio mineral,
en que vuelve a sentirse
el solo murmullo del Río Grande,
imponiéndose —lenta pero seguramente—
sobre los sangrientos, pero ¡tan
transitorios!
combates entre los hombres.

Entramos en la plaza de Salta y nos mezclamos con la gente que ha caminado leguas con sus “misa chicos”. Se los ve cansados, en su pobreza, en sus caras arrugadas, pero confiados siguen cantando con sus instrumentos de montaña. A su lado se renueva el candor. Milagro son ellos, milagro es que los hombres no renuncien a sus valores cuando el sueldo no les alcanza para dar de comer a su familia, milagro es que el amor permanezca y que todavía corran los ríos cuando hemos talado los árboles de la tierra.

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