jueves, febrero 10, 2011

Asomándose desde la Abrupta Costa - Parte 2

Por Italo Calvino

- Miércoles. He ido a llevar un ramillete de violetas al hotel para la señorita Zwida. El portero me ha dicho que había salido hace rato. He dado muchas vueltas, esperando encontrarla por azar. En la explanada de la fortaleza estaba la cola de los parientes de los presos: hoy es día de visita en la cárcel. Entre las mujercitas con pañuelos en la cabeza y los niños que lloran he visto a la señorita Zwida. Llevaba el rostro tapado por un velillo negro bajo las alas del sombrero, pero su porte era inconfundible: estaba con la cabeza alta, el cuello erguido y como orgulloso.

En un ángulo de la explanada, como vigilando la cola de la puerta de la cárcel, estaban los dos hombres de negro que me habían interpelado ayer en el observatorio.
El erizo, el velillo, los dos desconocidos: el color negro sigue apareciéndoseme en circunstancias tales que atraen mi atención: mensajes que interpreto como una llamada de la noche. Me he dado cuenta de que hace mucho tiempo que tiendo a reducir la presencia de la oscuridad en mi vida.

La prohibición de los médico de salir después del ocaso me ha constreñido hace meses a los confines del mundo diurno. Pero no es sólo esto: es que encuentro en la luz del día, el la luminosidad difusa, pálida, casi sin sombras, una oscuridad más espesa que la de la noche.
Miércoles por la noche. Cada tarde paso las primeras horas de oscuridad argeñando estas páginas que no sé si alguien leerá jamás. El globo de pasta de vidrio de mi habitación en la Pensión Kudgiwa ilumina el fluir de mi escritura quizá demasiado nerviosa para que un futuro lector pueda descifrarla. Quizá este diario salga a la luz muchísimos años después de mi muerte, cuando nuestra lengua haya sufrido quién sabe que transformaciones y algunos de los vocablos y giros usados por mí corrientemente suenen insólitos y de significado incierto. En cualquier caso, quien encuentre este diario tendrá una ventaja segura sobre mí: de una lengua escrita es siempre posible deducir un vocabulario y una gramática, aislar las frases, transcribirlas o parafrasearlas en otra lengua, mientras que yo estoy tratando de leer en la sucesión de las cosas que se me presentan cada día, las intenciones del mundo respecto a mí, y avanzo a tientas, sabiendo que no puede existir ningún vocabulario que traduzca a palabras el peso de oscuras alusiones que se ciernen sobre las cosas. Quisiera que este aletear de presentimientos y dudas llegase a
quien me lea, no como un obstáculo accidental para la comprensión de lo que escribo, sino como su sustancia misma; y sí la marcha de mis pensamientos parece huidiza a quien trate de seguirla partiendo de hábitos mentales radicalmente cambiados, lo importante es que le sea transmitido el esfuerzo que estoy realizando para leer entre las líneas de las cosas el sentido evasivo de lo que me espera.

Jueves. Gracias a un permiso especial de la dirección - me ha explicado la señorita Zwida - puedo entrar en la cárcel los días de visita y sentarme en la mesa del locutorio con mis holas de dibujo y el carboncillo. La sencilla humanidad de los parientes de los presos ofrece temas interesantes para estudios del natural.

Yo no le había hecho ninguna pregunta, pero al advertir que la había visto ayer en la explanada, se había creído en la obligación de justificar su presencia en aquel lugar. Hubiese preferido que no me dijese nada, porque no siento la menor atracción por los dibujos de figuras humanas y no habría sabido comentárselos si ella me los hubiese enseñado, cosa que no ocurrió. Pensé que acaso esos dibujos estuvieran encerrados en una carpeta especial, que la señorita Zwida dejaba en las oficinas de la cárcel de una vez para otra, dado que ella ayer - lo recordaba bien- no llevaba consigo el inseparable álbum encuadernado ni el estuche de los lápices.
-Si supiera dibujar, me aplicaría solamente a estudiar la forma de los objetos inanimados - dije con cierta perentoriedad, porque quería cambiar de conversación y también porque de veras una inclinación natural me lleva a reconocer mis estados de ánimo en el inmóvil sufrimiento de las cosas.

La señorita Zwida se mostró al punto de acuerdo: el objeto que dibujaría más a gusto, dijo, era una de esas anclitas de cuatro uñas llamadas "rezones", que usan los barcos de pesca. Me señaló algunas al pasar junto a las barcas atracadas en el muelle, y me explicó las dificultades que presentaba dibujar los cuatro ganchos en sus diversas inclinaciones y perspectivas. Comprendí que el objeto encerraba un mensaje para mí y que debía descifrarlo: el ancla, una exhortación a fijarme, a engancharme, a tocar fondo, a poner fin a mi estado fluctuante, a mi mantenerme en la superficie. Pero esta interpretación podía dar paso a dudas: podía también ser una invitación a zarpar, a lanzarme a mar abierto. Algo en la forma del rezón, los cuatro dientes remachados, los cuatro brazos de hierro gastados al arrastrarse contra las rocas del fondo, me prevenían de que cualquier decisión produciría laceraciones y sufrimientos. Para mi alivio quedaba el hecho de que no se trataba de una pesada ancla de alta mar, sino una ágil anclita: no se me pedía, pues que renunciase a la disponibilidad de la juventud, sino sólo que me detuviera un momento, que reflexionase, que sondease la oscuridad de mí mismo.

- Para dibujar a mis anchas ese objeto desde todos los puntos de vista -
dijo Zwida - debería poseer uno para tenerlo conmigo y familiarizarme con él. Cree que podría comprarle uno a un pescador?
- Se puede pregunta - dije.
- ¿Por qué no prueba usted a comprarme uno? No me atrevo a hacerlo yo misma, porque una señorita de la ciudad que se interesa por un tosco utensilio de pescadores suscitaría cierto estupor.
Me vi a mí mismo en el acto de presentarle el rezón de hierro como si fuese un ramo de flores; la imagen en su incongruencia, tenía algo de estridente y feroz. Con certeza se ocultaba en ello un significado que se me escapaba; y prometiéndome meditarlo con calma respondí que sí.

Quisiera que el rezón estuviera sujeto a su cuerda de amarre – precisó Zwida. - Puedo pasar horas sin cansarme dibujando un montón de sogas enrolladas. Compre, pues, también una cuerda muy larga: diez, incluso doce metros.
Jueves por la noche. Los médicos me han dado permiso para un uso moderado de bebidas alcohólicas. Para festejar la noticia, a la puesta del sol he entrado en la posada "La Estrella de Suecia", a tomar una taza de ron caliente. En torno al mostrador había pescadores, aduaneros, mozos de cordel. Sobre todas las voces dominaba la de un anciano con uniforme de guardia de la cárcel, que disparataba ebriamente en un mar de chácharas: - Y todos los miércoles la damisela perfumada me da un billete de cien coronas para que la deje sola con el detenido. Y el jueves las cien coronas ya se han ido en cerveza. Y cuando a terminado la hora de la visita la damisela sale con el tufo de la prisión en su traje elegante; y el detenido vuelve a la celda con el perfume de la damisela en sus ropas de presidiario. Y yo me quedo con el olor de la cerveza. La vida no es más que un intercambio de olores.

- La vida y también la muerte, puedes jurarlo - terció otro borracho, cuya profesión era, como me enteré enseguida, sepulturero. - Yo con el olor a cerveza trato de quitarme de encima el olor a muerto. Y sólo el olor a muerto te quitará de encima el olor a cerveza, como a todos los bebedores a quienes me toca cavarles la fosa.
He tomado este diálogo como una advertencia a estar en guardia: el mundo se va deshaciendo e intenta arrastrarme en su disolución. Viernes. El pescador se volvió desconfiado de repente: - ¿Y para qué la quiere? ¿Qué hace usted con un rezón?

Eran preguntas indiscretas; habría debido responder: "Dibujarlo" pero conocía la renuencia de la señorita Zwida a exhibir su actividad artística en un ambiente que no es capaz de apreciarla; además, la respuesta exacta, por mi parte, habría sido: "Pensarlo, y figurémonos si me iban a entender.
- Asuntos míos - respondí. Habíamos empezado a conversar afablemente, dado que nos habíamos conocido ayer por la noche en la posada, pero de improviso nuestro diálogo se había vuelto brusco.
- Vaya a una tiendo de efectos navales - cortó en seco el pescador -. Yo mis cosas no las vendo.
Con el tendero me sucedió lo mismo: apenas hice mi petición se le ensombreció el rostro. - No podemos vender estas cosas a forasteros - dijo
- No queremos problemas con la policía. Y una cuerda de doce metros, encima..., No es que sospeche de usted, pero no sería la primera vez que alguien lanza un rezón hasta las rejas de la cárcel para que se evada un preso...
La palabra "evadir" es una de esas que no puedo oír sin abandonarme a un laboreo sin fin de la mente. La búsqueda del ancla en que me he metido parece indicarme la vía de una evasión, acaso de una metamorfosis, de una resurrección. Con un escalofrío alejo del pensamiento de que la prisión sea mi cuerpo mortal y la evasión que me espera sea el apartamiento del alma, el inicio de la vida ultra terrena.

Sábado. Era mi primera salida nocturna tras muchos meses y eso me inspiraba no poca aprensión, sobre todo por los resfriados de cabeza a que estoy sometido, tanto que, antes de salir, me enfundé un pasamontañas y encima un gorro de lana y, todavía, el sombrero de fieltro. Así arropado, y además con una bufanda en torno al cuello y otra entorno a los riñones, el chaquetón de lana, el chaquetón de pelo y el chaquetón de cuero, las botas forradas, podía recobrar cierta seguridad. La noche, como pude comprobar luego, era apacible y serena. Pero seguía sin entender por qué el señor Kauderer necesitaba citarme en el cementerio en plena noche, con un billete misterioso, que me fue entregado congran secreto. Si había regresado, por qué no podíamos vernos como todos los días? Y si no había regresado, a quién iba a encontrar en el cementerio?

Quien me abrió la puerta fue el sepulturero al que había conocido ya en la posada "La Estrella Sueca". - Busco al señor Kauderer - le dije.
Respondió: - El señor Kauderer no está. Pero como el cementerio es la casa de los que no están, entré.

Avanzaba entre las lápidas cuando me rozó una sombra veloz y crujiente; frenó y bajó del sillín. – ¡Señor Kauderer! - exclamé, maravillado de verlo andar en bicicleta entre las tumbas con el faro apagado.
- ¡Chist! - me calló. - Comete usted grandes imprudencias. Cuando le confié el observatorio no suponía que se iba a comprometer en un intento de evasión. Sepa que nosotros somos contrarios a las evasiones individuales. Hay que dar tiempo al tiempo. Tenemos un plan más general que llevar adelante, a más largo plazo. Al oírle decir "nosotros" con un amplio gesto a su alrededor, pensé que hablaba en nombre de los muertos. Eran los muertos, de quienes el señor Kauderer era evidentemente el portavoz, los que declaraban que no querían aceptarme aún entre ellos. Experimenté un indudable alivio.

Por culpa suya tendré que prolongar mi ausencia - agregó. - Mañana o pasado lo llamará el comisario de policía, que lo interrogará a propósito del ancla de rezón. Ándese con ojo para no mezclarme en ese asunto; tenga en cuenta que las preguntas del comisario tenderán todas a hacerle admitir algo referente a mi persona. Usted de mi no sabe nada, salvo que estoy de viaje y no he dicho cuándo volveré. Puede decir que le rogué que me sustituyera en la anotación de los datos unos cuantos días. Por lo demás, a partir de mañana está dispensado de ir al observatorio.
- ¡No, eso no! - exclamé, presa de una repentina desesperación, como si en ese momento me diera cuenta de que sólo la comprobación de los instrumentos meteorológicos me ponía en condiciones de señorear las fuerzas del universo y reconocer el ellas un orden.
Domingo. Con la fresca he ido al observatorio meteorológico, he subido a la tarima y me he quedado allí de pie escuchando el tictac de los instrumentos registradores como la música de las esferas celestes. El viento corría por el cielo matutino transportando suaves nubes; las nubes se disponían en festones de cirros, después en cúmulos; hacia las nueve y media hubo un chaparrón y el pluviómetro conservó unos cuantos centilitros; lo siguió un arcoíris parcial, de breve duración; el cielo volvió después a oscurecerse, la plumilla del barógrafo descendió trazando una línea casi vertical; retumbó el trueno y empezó a granizar. Yo desde allá arriba en la cima sentía que tenía en mis manos los escampos y las tormentas, los rayos y la calígine; no como un dios, no, no me crean loco, no me sentía Zeus tonante, sino un poco como un director de orquesta que tiene delante la partitura ya escrita y sabe que los sonidos que sufren los instrumentos responden a un destino cuyo principal custodio y depositario es él. El cobertizo de palastro resonaba como un tambor bajo los chaparrones; el anemómetro remolineaba; aquel universo todo estallidos y saltos era traducible en cifras para alinearlas en mi registro; una calma soberana presidía la trama de los cataclismos.
En ese momento de armonía y plenitud un crujido me hizo bajar la mirada.

Acurrucado entre los peldaños de la tarima y los postes de sostén del cobertizo había un hombre barbudo, vestido con una tosca chaqueta de rayas empapada de lluvia. Me miraba con firmes ojos claros.
- Me he evadido - dijo -. No me traicione. Tendría que ir a avisar a una persona. ¿Quiere? Vive en el hotel del Lirio Marino. Sentí al punto que en el orden perfecto del universo se había abierto una brecha, un desgarrón irreparable.

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