domingo, septiembre 26, 2010

La Playa

Por Stephen King

—¡Una nave! —chilló—. ¡Oh, Dios! ¡Una nave!
Era una nave comercial, sucia y destartalada por quinientos —o cinco mil— años de servicio tribal. Se posó en tierra, se enderezó bruscamente y resbaló. Soltó chorros ardientes que fundieron la arena transformándola en vidrio negro. Shapiro vitoreó. Rand miró alrededor como un hombre que despierta de un sueño profundo.
—Dile que se marche, Billy.
—¡No lo entiendes!— Shapiro iba de un lado a otro, sacudiendo los puños al aire—. Te recuperarás...
Echó a correr hacia la nave a grandes zancadas, como un canguro huyendo de un incendio. La arena le entorpecía. Shapiro la apartó a patadas. Jódete, arena. Tengo un amor en Hansonville. La arena nunca tuvo amor. La playa nunca amó.
Se abrió la escotilla de la nave mercante y asomó una pasarela, como una lengua. Un hombre bajó por ella seguido de tres androides y un individuo hecho de tiras metálicas que seguramente era el capitán; en todo caso llevaba una boina con una insignia de clan.
Uno de los androides agitó un analizador de muestras en su dirección. Shapiro lo apartó de un manotazo. Cayó de rodillas frente al capitán y abrazó las tiras metálicas que reemplazaban sus piernas muertas.
—Las dunas... Rand... sin agua... vivo... lo hipnotizaron..., yo... gracias a Dios...
Un tentáculo metálico enroscó a Shapiro y lo apartó, arrastrándole sobre el vientre. La arena susurró debajo de él, como riendo.
—Está bien —dijo el capitán—. Bey-at-shel ¡Me! ¡Me! ¡Gat!
El androide soltó a Shapiro y se apartó, parloteando alocadamente para sí.
—¡Todo este camino para una jodida nave Fed! —exclamó el capitán con amargura.
Shapiro se echó a llorar. Le dolía la cabeza y todo el cuerpo.
—Dud. ¡Gee-yat! ¡Gat! ¡Agua para el vivo!
El hombre que había bajado en cabeza le entregó una botella. Shapiro bebió de ella golosamente, dejando que la boca se le llenara de un agua fría como el cristal, que le escurría por la barbilla, y le caía sobre la descolorida túnica. Se atragantó, tosió y volvió a beber.
Dud y el capitán le observaban. Los androides seguían con su parloteo metálico.
Por fin, Shapiro se secó la boca y se sentó. Se sentía mejor, pero el mareo persistía.
—¿Tú Shapiro? —preguntó el capitán.
Shapiro asintió con la cabeza.
—¿Afiliación o clan?
—Ninguno.
—¿Número de la ASN?
—Veintinueve.
—¿Tripulación?
—Tres. Uno muerto. El otro... Rand... allí. —Señaló sin mirar.
La cara del capitán no mudó de expresión. La de Dud, sí.
—La playa se apoderó de él —explicó Shapiro, y advirtió sus expresiones de leve curiosidad—. Conmoción... quizá. Parece hipnotizado. No deja de hablar de... de los Beach Boys. No importa, no lo entenderían. No quiso beber ni comer. Está muy mal.
—Dud, llévate a uno de los androides y bajadlo de ahí. —Ordenó el capitán y sacudió la cabeza—. ¡Maldita sea, nave Fed, sin botín!
Dud inclinó la cabeza. Al poco rato se encaramaba a la duna con uno de los androides. Éste parecía un surfista de veinte años de los que se ganan un dinerillo extra distrayendo a viudas aburridas, pero la forma de andar le delataba mucho más que los tentáculos articulados que le servían de brazos. El paso, común en todos los androides, era el paso lento, reflexivo, casi doloroso, de un anciano mayordomo inglés aquejado de hemorroides.
El transmisor del capitán zumbó.
—Adelante.
—Soy Gómez, capitán. Tenemos una lectura de situación. El escáner topográfico y la telemetría de superficie nos muestran una superficie sumamente inestable. No hay base rocosa donde afianzarnos. Descansamos sobre nuestro propio tubo de escape y ahora mismo puede que sea lo más firme de todo el planeta. Lo malo es que el tubo está empezando a ceder.
—¿Recomendación?
—Largarnos.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—Estás loco, Gómez.
El capitán pulsó un botón y el transmisor enmudeció. Los ojos de Shapiro giraban en sus órbitas:
—Olvídense de Rand. Está tocado.
—Los recojo a los dos o a ninguno —respondió el capitán—. No he conseguido botín pero la Federación me pagará algo por ustedes dos... y no porque valgan algo. Él está loco y usted muerto de miedo.
—No... Es que no lo comprende... Usted...
Los ojos amarillentos y astutos del capitán se animaron:
—¿Llevaban contrabando? —preguntó.
—Capitán... por favor...
—Porque si lo llevaban sería una tontería dejarlo aquí. Dígame de qué se trata y dónde está. Lo repartiremos setenta-treinta. Es la tarifa establecida para el rescate. Sabe bien que no conseguiría nada mejor. Lo que...
El tubo de escape se inclinó de pronto. Una inclinación visible. Una bocina empezó a sonar dentro de la nave mercante, con sorda regularidad. El transmisor del capitán volvió a dispararse.
—¡Oigan! —chilló Shapiro—. ¿No se han dado cuenta de lo que les espera? ¿Quieren hablar de contrabando ahora? ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!
—Cierre el pico, o haré que uno de esos tíos te calme —advirtió el capitán. Su voz sonaba serena pero su expresión había cambiado. Pulsó el comunicador.
—Capitán, leo diez grados de inclinación y va en aumento. El elevador está bajando paulatinamente. Tenemos tiempo, pero poco, antes de que la nave se vuelque de lado.
—Las riostras la sostendrán.
—No, señor, no la sostendrán.
—Empiece el encendido de las secuencias de despegue, Gómez.
—Muy bien, señor. —El alivio en la voz de Gómez era evidente.
Dud y el androide regresaban por la duna. El androide Ran se iba quedando rezagado y venía por detrás de ellos. Y de pronto ocurrió una cosa extraña: el androide cayó de bruces. El capitán frunció el entrecejo, sorprendido. No había caído como se supone que cae un androide, es decir, más o menos como un ser humano. Fue como si alguien hubiera empujado un maniquí en unos grandes almacenes. Cayó tieso, y levantó una nubecita de arena.
Dud retrocedió y se arrodilló a su lado. Las piernas del androide seguían moviéndose como si imaginara, en sus millones de microcircuitos de freón refrigerado que formaban su mente, que seguía caminando. Pero el movimiento de las piernas era lento y mecánico. Cesó. Empezó a salir humo de sus poros y sus tentáculos se estremecieron sobre la arena. Era terrible, era como ver morir a un ser humano. De su interior salió un crujido; ¡Craaaaaagggg!
—Se llenó de arena —murmuró Shapiro—. Es lo que dice una canción de los Beach Boys.
El capitán lo fulminó con la mirada:
—No sea ridículo. Esta cosa podía andar a través de una tormenta de arena sin que le entrara un solo grano.
—No en este mundo.
El tubo de escape volvió a moverse. La nave estaba ahora claramente escorada. Se oyó una especie de gemido al tener que soportar más peso las riostras.
—¡Déjelo! —gritó el capitán a Dud—. Maldita sea, ¡déjelo!
Dud regresó dejando al androide que se moviera boca abajo en la arena.
—¡Maldito desastre! —masculló el capitán.
Él y Dud se lanzaron a una conversación en una jerga que Shapiro sólo podía entender hasta cierto punto. Dud explicó al capitán que Rand se había negado a marcharse. Ya entonces se movía a sacudidas y de su interior salían extraños ruidos. También había empezado a recitar una letanía, una mezcla de coordenadas galácticas y un catálogo de las cintas de música folk del capitán. El propio Dud había tenido que enfrentarse con Rand. Lucharon brevemente. El capitán dijo a Dud que si había permitido a un androide que llevaba tres días expuesto al sol que le dominara, tal vez sería mejor buscarse otro primer oficial.
El rostro de Dud se ensombreció, avergonzado, pero su expresión grave y preocupada no se alteró. Volvió lentamente la cabeza descubriendo así cuatro marcas profundas en la mejilla. Iban hinchándose lentamente.
—Him-gat big indics —explicó Dud—. Strong-for-Cry. Him-gat for umby.
—¿Umby-him for-Cry? —El capitán miró severamente a Dud. Este asintió:
—Umby. Beyat-shel. Umby-for-Cry.
Shapiro se había concentrado, forzando su mente cansada y aterrorizada en busca de la palabra. Por fin la encontró: Umby quería decir loco.

-Es fuerte, santo Dios. Fuerte porque está loco. Tiene grandes medios, gran fuerza. Porque está loco.
Grandes medios... quizá quería decir grandes rompientes. No estaba seguro. En cualquier caso venía a ser lo mismo.
Umby.
El suelo volvió a moverse bajo los pies de Shapiro, y la arena pasó por encima de sus botas.
Por detrás de ellos se oyó el sordo ka-tud, ka-tud, ka-tud de los tubos de ventilación. Shapiro pensó que aquello era el ruido más hermoso que había oído en su vida.
El capitán estaba sentado, sumido en sus pensamientos, como un fantástico centauro, cuya parte inferior fueran cables y chapas en lugar de caballo. Después levantó la cabeza y volvió a pulsar el transmisor.
—Gómez, envíe a Montoya con una pistola tranquilizante.
—Entendido.
El capitán miró a Shapiro y le dijo:
—Ahora, por si era poco, he perdido un androide cuyo valor equivale a diez años de su sueldo. Me siento estafado, así que me propongo llevarme a su compañero.
—Capitán... —Shapiro no pudo evitar mojarse los labios. Sabía que era algo inoportuno en aquel momento; no quería parecer loco, o histérico, y el capitán, al parecer, había decidido que era las dos cosas a la vez. Pasarse la lengua por los labios añadiría fuerza a la impresión, pero sencillamente no podía evitarlo—. Capitán, es necesario salir de este mundo tan pronto como sea pos...
—Cierre el pico, idiota —le interrumpió el capitán.
De la duna cercana se elevó un alarido:
—No me toquen. No se me acerquen. Déjenme en paz. ¡Déjenme todos!
—Big indics gat umby —declaró Dud gravemente.
—Ma-him, yeah-mon —respondió el capitán, y volviéndose a Shapiro—: Está mal de la cabeza, ¿verdad?
Shapiro se estremeció.
—No lo sabe usted bien. Usted sólo...
La nave se escoró un poco más. Las riostras protestaron quejumbrosamente. El transmisor zumbó. La voz de Gómez sonó estridente, un poco insegura:
—¡Tenemos que largarnos inmediatamente, capitán!
—Muy bien. —Un hombre de tez oscura apareció en la pasarela, empuñando una pistola de largo cañón.
El capitán le señaló a Rand:
—Ma-him, for-Cry, Can?
Montoya, impávido ante la tierra inclinada, que no era tierra sino arena fundida a vidrio (e incluso éste empezaba a agrietarse, según vio Shapiro), imperturbable ante los crujidos de las riostras o la impresionante visión del androide que ahora parecía cavar su propia sepultura, estudió la delgada silueta de Rand por un instante:
—Can —aseguró.
—¡Gat! Gat-for-Cry! —Y el capitán escupió a un lado—. Dispárale a la cabeza, no me importa, siempre y cuando respire aún cuando lo subamos a bordo.
Montoya levantó la pistola, con gesto aparentemente casual, pero Shapiro, incluso en su estado de pánico, se fijó en cómo Montoya ladeaba la cabeza al apuntar. Como muchos miembros de los clanes, la pistola formaba casi parte de él, como señalar con el dedo.
Se oyó un sordo puf cuando apretó el gatillo y el dardo tranquilizante salió disparado.
Una mano surgió de la duna y cogió el dardo. Era una enorme mano parda, temblorosa, hecha de arena. Se alzó en el aire, sencillamente, y apagó el brillo momentáneo del dardo. Luego la arena volvió a caer pesadamente. Ya no había mano. Imposible creer que la hubiera habido. Pero todos la habían visto.
—Giddy-hump —comentó el capitán.
Montoya cayó de rodillas:
—Aidy-May-for Cry, ¡bit-gat come! ¡Saw-hoh got belly-gat-for-Cry…!
Shapiro, como atontado, se dio cuenta de que Montoya estaba rezando el rosario en su extraña lengua. Sobre la duna, Rand daba saltos, elevando los puños al cielo, chillando débilmente por su triunfo.
—Una mano. Fue una MANO. Tiene razón, está viva, viva...
—¡Indic! —gritó el capitán a Montoya—. ¡Cannit! ¡Gat!
Montoya se calló. Sus ojos rozaron la figura saltarina de Rand y los apartó al instante. Su rostro reflejaba un terror supersticioso.
—Está bien —dijo el capitán—. Ya he tenido bastante. Nos vamos.
Apretó dos botones de su traje. El motor que debía haberle girado de cara a la nave, frente a la pasarela, no funcionó. El capitán blasfemó. La nave volvió a moverse.
—¡Capitán! —gritó Gómez presa del pánico.
El capitán apretó otro botón y los cables y placas empezaron a moverse, hacia atrás, pasarela arriba.
—Guíenme —pidió el capitán a Shapiro—. Me falta el jodido retrovisor. Fue una mano, ¿verdad?
—Sí.
—Quiero salir de aquí —insistió el capitán—. Hace más de catorce años que no he tenido una erección y ahora siento como si me estuviera mojando.
Una duna se desplomó de pronto sobre la pasarela. Sólo que no era una duna, sino un brazo.
—Joder, oh, joder —barbotó el capitán.
Rand seguía dando saltos y chillando encima de su duna.
Ahora, las piernas de la parte inferior del capitán empezaron a rechinar, y siguieron deslizándose hacia atrás.
—Qué...
Las piezas se trabaron. La arena las había invadido.
—¡Levántenme! —gritó el capitán a los dos restantes androides—. ¡Ahora mismo!
Sus tentáculos se enroscaron en los engranajes para levantarle. Su aspecto era ridículo, parecía un estudiante a punto de ser objeto de una novatada por un grupo de brutos. Iba pulsando sus botones.
—¡Gómez! ¡Encienda la secuencia final! ¡Ahora!
La duna situada al pie de la escalerilla se transformó en una mano. Una enorme mano oscura que empezó a trepar por la pendiente.
Con un alarido, Shapiro consiguió escapar.
El capitán, soltando maldiciones, fue alejado de ella.
Se retiró de la pasarela. La mano cayó y volvió a convertirse en arena. La escotilla irisada se cerró. Los motores empezaron a rugir. Shapiro se dejó caer, al suelo, y la aceleración lo aplastó contra una de las mamparas. Antes de perder el sentido, le pareció sentir la arena agarrando la nave con brazos musculosos, oscuros, esforzándose por retenerles en tierra...
Por fin se elevaron y se alejaron.
Rand les contempló marcharse. Se había sentado. Cuando el rastro de vapor de los reactores desapareció finalmente del cielo, volvió de nuevo sus ojos a la placidez de las dunas.
—Tenemos un coche del 34 y lo llamamos carro —canturreó a la arena vacía y movediza—. No es muy divertido, pero es un buen viejo carro.
Lenta y reflexivamente, empezó a meterse puñado tras puñado de arena en la boca. Tragaba... tragaba... tragaba. Pronto su vientre fue como un barril hinchado y la arena empezó a subirle por las piernas.

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