domingo, abril 04, 2010

Buen viaje señor presidente

(Gabriel García Marquez)


Estaba sentado en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, con-templando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo.
Era un desconocido más en la ciudad de los des-conocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el som-brero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal. Aquella mañana, sin embar-go, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin reme-dio, y ahora sólo permanecían los de la muerte.
Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no logra-ron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agota-dores y resultados inciertos, y todavía no se vislum-braba el final. Buscaban el dolor en el hígado, en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves indeseable, en que el mé-dico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a las nueve de la mañana en el pabellón de neurología.
La oficina parecía una celda de monjes, y el mé-dico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apa-gó la luz, apareció en la pantalla la radiografía ilu-minada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un pun-tero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras.
—Su dolor está aquí —le dijo.
Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a veces parecía estar en el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a menudo lo sorprendía con una punzada instantánea en la ingle. El médico lo escuchó en suspenso y con el puntero inmóvil en la pantalla. «Por eso nos despistó duran-te tamo tiempo», dijo. «Pero ahora sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la sien, y precisó:
—Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí.
Su estilo clínico era tan dramático, que la sen-tencia final pareció benévola: el presidente tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.
—No podríamos decirlo con certeza —le dijo.
Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de acci-dentes fatales eran grandes, y más aún los de distin-tas parálisis de diversos grados. Pero con los avances médicos de las dos guerras esos temores eran cosas del pasado.
—Vayase tranquilo —concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero eso sí, no olvide que cuanto antes será mejor.
No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando em-pezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El pre-sidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo sorprendió.
—Esas flores no son de Dios, señor —le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento.
Él no le puso atención. Se alejó con trancos li-geros, empuñando el bastón por el centro de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del Mont Blanc estaban qui-tando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El presidente no reconoció su cafetería de siempre so-bre el muelle, porque habían quitado el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse. En el salón, las lámparas esta-ban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Em-pezó a leer por la página internacional, donde en-contraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia ade-lante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian. Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado.
—Tráigame también un café —ordenó en un francés perfecto. Y precisó sin reparar en el doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un muerto.
Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza bocabajo en el plato para que el sedi-mento del café, después de tantos años, tuviera tiem-po de escribir su destino. El sabor recuperado lo redimió por un instante de su mal pensamiento. Un instante después, como parte del mismo sortilegio, sintió que alguien lo miraba. Entonces pasó la pági-na con un gesto casual, miró por encima de los len-tes, y vio al hombre pálido y sin afeitar, con una gorra deportiva y una chaqueta de cordero volteado, que apartó la mirada al instante para no tropezar con la suya.
Su cara le era familiar. Se habían cruzado varias veces en el vestíbulo del hospital, lo había vuelto a ver cualquier día en una motoneta por la Promenade du Lac mientras él contemplaba los cisnes, pero nun-ca se sintió reconocido. No descartó, sin embargo, que fuera otra de las tantas fantasías persecutorias del exilio.
Terminó el periódico sin prisa, flotando en los chelos suntuosos de Brahms, hasta que el dolor fue más fuerte que la analgesia de la música. Entonces miró el relojito de oro que llevaba colgado de una leontina en el bolsillo del chaleco, y se tomó las dos tabletas calmantes del medio día con el último trago del agua de Evian. Antes de quitarse los lentes des-cifró su destino en el asiento del café, y sintió un estremecimiento glacial: allí estaba la incertidumbre.
Por último pagó la cuenta con una propina estítica, cogió el bastón y el sombrero en la percha, y salió a la calle sin mirar al hombre que lo miraba. Se alejó con su andar festivo, bordeando los canteros de flo-res despedazadas por el viento, y se creyó liberado del hechizo. Pero de pronto sintió los pasos detrás de los suyos, se detuvo al doblar la esquina, y dio media vuelta. El hombre que lo seguía tuvo que pa-rarse en seco para no tropezar con él, y lo miró sobrecogido, a menos de dos palmos de sus ojos.
—Señor presidente —murmuró.
—Dígale a los que le pagan que no se hagan ilusiones —dijo el presidente, sin perder la sonrisa ni el encanto de la voz—. Mi salud es perfecta.
—Nadie lo sabe mejor que yo —dijo el hombre, abrumado por la carga de dignidad que le cayó en-cima—. Trabajo en el hospital.
La dicción y la cadencia, y aun su timidez, eran las de un caribe crudo.
—No me dirá que es médico —le dijo el presiden-te.
—Qué más quisiera yo, señor —dijo el hom-bre—. Soy chofer de ambulancia.
—Lo siento —dijo el presidente, convencido de su error—. Es un trabajo duro.
—No tanto como el suyo, señor. Él lo miró sin reservas, se apoyó en el bastón con las dos manos, y le preguntó con un interés real:
—¿De dónde es usted?
—Del Caribe.
—De eso ya me di cuenta —dijo el presidente—.
¿Pero de qué país?
—Del mismo que usted, señor, —dijo el hom-bre, y le tendió la mano—: Mi nombre es Homero Rey.
El presidente lo interrumpió sorprendido, sin sol-tarle la mano.
—Caray —le dijo—: ¡Qué buen nombre! Homero se relajó.
—Y es más todavía —dijo—: Homero Rey de la Casa.
Una cuchillada invernal los sorprendió indefen-sos en mitad de la calle. El presidente se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría cami-nar sin abrigo las dos cuadras que le faltaban hasta la fonda de pobres donde solía comer.
—¿Ya almorzó? —le preguntó a Homero.
—Nunca almuerzo —dijo Homero—. Como una sola vez por la noche en mi casa.
—Haga una excepción por hoy —le dijo él con todos sus encantos a flor de piel—. Lo invito a al-morzar.
Lo tomó del brazo y lo condujo hasta el restau-rante de enfrente, con el nombre dorado en la mar-quesina de lona: Le Boeuf Couronné. El interior era estrecho y cálido, y no parecía haber un sitio libre. Homero Rey, sorprendido de que nadie reconociera al presidente, siguió hasta el fondo del salón para pedir ayuda.
—¿Es presidente en ejercicio? —le preguntó el patrón.
—No —dijo Homero—. Derrocado.
El patrón soltó una sonrisa de aprobación.
—Para esos —dijo—tengo siempre una mesa es-pecial.
Los condujo a un lugar apartado en el fondo del salón donde podían charlar a gusto. El presidente se lo agradeció.
—No todos reconocen como usted la dignidad del exilio —dijo.
La especialidad de la casa eran las costillas de buey al carbón. El presidente y su invitado miraron en torno, y vieron en las otras mesas los grandes trozos asados con un borde de grasa tierna. «Es una carne magnífica», murmuró el presidente. «Pero la tengo prohibida». Fijó en Homero una mirada tra-viesa, y cambió de tono.
—En realidad, tengo prohibido todo.
—También tiene prohibido el café, —dijo Homero—, y sin embargo lo toma.
—¿Se dio cuenta? —dijo el presidente—. Pero hoy fue sólo una excepción en un día excepcional.
La excepción de aquel día no fue sólo con el café. También ordenó una costilla de buey al carbón y una ensalada de legumbres frescas sin más adere-zos que un chorro de aceite de olivas. Su invitado pidió lo mismo, más media garrafa de vino tinto.
Mientras esperaban la carne, Homero sacó del bolsillo de la chaqueta una billetera sin dinero y con muchos papeles, y le mostró al presidente una foto descolorida. Él se reconoció en mangas de camisa, con varias libras menos y el cabello y el bigote de un color negro intenso, en medio de un tumulto de jóvenes que se habían empinado para sobresalir. De una sola mirada reconoció el lugar, reconoció los emblemas de una campaña electoral aborrecible, re-conoció la fecha ingrata. «¡Qué barbaridad!», mur-muró. «Siempre he dicho que uno envejece más rá-pido en los retratos que en la vida real». Y devolvió la foto con el gesto de un acto final.
—Lo recuerdo muy bien —dijo—. Fue hace mi-les de años en la gallera de San Cristóbal de las Casas.
—Es mi pueblo —dijo Homero, y se señaló a sí mismo en el grupo—: Éste soy yo.
El presidente lo reconoció.
—¡Era una criatura!
—Casi —dijo Homero—. Estuve con usted en toda la campaña del sur como dirigente de las bri-gadas universitarias.
El presidente se anticipó al reproche.
—Yo, por supuesto, ni siquiera me fijaba en us-ted —dijo.
—Al contrario, era muy gentil con nosotros —dijo Homero—. Pero éramos tantos que no es posible que se acuerde.
—¿Y luego?
—¿Quién lo puede saber más que usted? —dijo Homero—. Después del golpe militar, lo que es un milagro es que los dos estemos aquí, listos para co-mernos medio buey. No muchos tuvieron la misma suerte.
En ese momento les llevaron los platos. El pre-sidente se puso la servilleta en el cuello, como un babero de niño, y no fue insensible a la callada sor-presa del invitado. «Si no hiciera esto perdería una corbata en cada comida», dijo. Antes de empezar probó la sazón de la carne, la aprobó con un gesto complacido, y volvió al tema.
—Lo que no me explico —dijo—es por qué no se me había acercado antes en vez de seguirme como un sabueso.
Entonces Homero le contó que lo había recono-cido desde que lo vio entrar en el hospital por una puerta reservada para casos muy especiales. Era ple-no verano, y él llevaba el traje completo de lino blanco de las Antillas, con zapatos combinados en blanco y negro, la margarita en el ojal, y la hermosa cabellera alborotada por el viento. Homero averiguó que estaba solo en Ginebra; sin ayuda de nadie, pues conocía de memoria la ciudad donde había termina-do sus estudios de leyes. La dirección del hospital, a solicitud suya, tomó las determinaciones internas para asegurar el incógnito absoluto. Esa misma no-che, Homero se concertó con su mujer para hacer contacto con él. Sin embargo, lo había seguido du-rante cinco semanas buscando una ocasión propicia, y quizás no habría sido capaz de saludarlo si él no lo hubiera enfrentado.
—Me alegro que lo haya hecho —dijo el presi-dente—, aunque la verdad es que no me molesta para nada estar solo.
—No es justo.
—¿Por qué? —preguntó el presidente con since-ridad—. La mayor victoria de mi vida ha sido lograr que me olviden.
—Nos acordamos de usted más de lo que usted se imagina—dijo Homero sin disimular su emo-ción—. Es una alegría verlo así, sano y joven.
——Sin embargo —dijo él sin dramatismo—, todo indica que moriré muy pronto.
—Sus probabilidades de salir bien son muy altas—dijo Homero.
El presidente dio un salto de sorpresa, pero no perdió la gracia.
—¡Ah caray! —exclamó—. ¿Es que en la bella Suiza se abolió el sigilo médico?
—En ningún hospital del mundo hay secretos para un chofer de ambulancias —dijo Homero.
—Pues lo que yo sé lo he sabido hace apenas dos horas y por boca del único que debía saberlo.
—En todo caso, usted no moriría en vano —dijo Homero—. Alguien lo pondrá en el lugar que le corresponde como un gran ejemplo de dignidad.
El presidente fingió un asombro cómico.
—Gracias por prevenirme —dijo.
Comía como hacía todo: despacio y con una gran pulcritud. Mientras tanto miraba a Homero directo a los ojos, de modo que éste tenía la impresión de ver lo que él pensaba. Al cabo de una larga conver-sación de evocaciones nostálgicas, hizo una sonrisa maligna.
—Había decidido no preocuparme por mi cadá-ver, —dijo—, pero ahora veo que debo tomar cier-tas precauciones de novela policíaca para que nadie lo encuentre.
—Será inútil —bromeó Homero a su vez—. En el hospital no hay misterios que duren más de una hora.
Cuando terminaron con el café, el presidente leyó el fondo de su taza, y volvió a estremecerse: el mensaje era el mismo. Sin embargo, su expresión no se alteró. Pagó la cuenta en efectivo, pero antes verificó la suma varias veces, contó varias veces el dinero con un cuidado excesivo, y dejó una propina que sólo mereció un gruñido del mesero.
—Ha sido un placer —concluyó, al despedirse de Homero—. No tengo fecha para la operación, y ni siquiera he decidido si voy a someterme o no. Pero si todo sale bien volveremos a vernos.
—¿Y por qué no antes? —dijo Homero—. La-zara, mi mujer, es cocinera de ricos. Nadie prepara el arroz con camarones mejor que ella, y nos gus-taría tenerlo en casa una noche de estas.
—Tengo prohibidos los mariscos, pero los co-meré con mucho gusto —dijo él—. Dígame cuándo.
—El jueves es mi día libre —dijo Homero.
—Perfecto —dijo el presidente—. El jueves a las siete de la noche estoy en su casa. Será un placer.
—Yo pasaré a recogerlo —dijo Homero—. Hotelerie Dames, 14 rué de l'Industrie. Detrás de la estación. ¿Es correcto?
—Correcto, —dijo el presidente, y se levantó más encantador que nunca—. Por lo visto, sabe hasta el número que calzo.
—Claro, señor —dijo Homero, divertido—: cua-renta y uno.
Lo que Homero Rey no le contó al presidente, pero se lo siguió contando durante años a todo el que quiso oírlo, fue que su propósito inicial no era tan inocente. Como otros choferes de ambulancia, tenía arreglos con empresas funerarias y compañías de seguros para vender servicios dentro del mismo hospital, sobre todo a pacientes extranjeros de esca-sos recursos. Eran ganancias mínimas, y además ha-bía que repartirlas con otros empleados que se pa-saban de mano en mano los informes secretos sobre los enfermos graves. Pero era un buen consuelo para un desterrado sin porvenir que subsistía a duras pe-nas con su mujer y sus dos hijos con un sueldo ridículo.
Lazara Davis, su mujer, fue más realista. Era una mulata fina de San Juan de Puerto Rico, menuda y maciza, del color del caramelo en reposo y con unos ojos de perra brava que le iban muy bien a su modo de ser. Se habían conocido en los servicios de cari-dad del hospital, donde ella trabajaba como ayudan-te de todo después que un rentista de su país, que la había llevado como niñera, la dejó al garete en Ginebra. Se habían casado por el rito católico, aun-que ella era princesa yoruba, y vivían en una sala y dos dormitorios en el octavo piso sin ascensor de un edificio de emigrantes africanos. Tenían una niña de nueve años, Bárbara, y un niño de siete, Lázaro, con algunos índices menores de retraso mental.
Lazara Davis era inteligente y de mal carácter, pero de entrañas tiernas. Se consideraba a sí misma como una Tauro pura, y tenía una fe ciega en sus augurios astrales. Sin embargo, nunca pudo cumplir el sueño de ganarse la vida como astróloga de mi-llonarios. En cambio, aportaba a la casa recursos ocasionales, y a veces importantes, preparando cenas para señoras ricas que se lucían con sus invitados haciéndoles creer que eran ellas las que cocinaban los excitantes platos antillanos. Homero, por su par-te, era tímido de solemnidad, y no daba para más de lo poco que hacía, pero Lazara no concebía la vida sin él por la inocencia de su corazón y el calibre de su arma. Les había ido bien, pero los años venían cada vez más duros y los niños crecían. Por los tiem-pos en que llegó el presidente habían empezado a picotear sus ahorros de cinco años. De modo que cuando Homero Rey lo descubrió entre los enfer-mos incógnitos del hospital, se les fue la mano en las ilusiones.
No sabían a ciencia cierta qué le iban a pedir, ni con qué derecho. En el primer momento habían pen-sado venderle el funeral completo, incluidos el em-balsamamiento y la repatriación. Pero poco a poco se fueron dando cuenta de que la muerte no parecía tan inminente como al principio. El día del almuer-zo estaban ya aturdidos por las dudas.
La verdad es que Homero no había sido dirigen-te de brigadas universitarias, ni nada parecido, y la única vez que participó en la campaña electoral fue cuando tomaron la foto que habían logrado encon-trar por milagro traspapelada en el ropero. Pero su fervor era cierto. Era cierto también que había teni-do que huir del país por su participación en la re-sistencia callejera contra el golpe militar, aunque la única razón para seguir viviendo en Ginebra des-pués de tantos años era su pobreza de espíritu. Así que una mentira de más o de menos no debía ser un obstáculo para ganarse el favor del presidente.
La primera sorpresa de ambos fue que el deste-rrado ilustre viviera en un hotel de cuarta categoría en el barrio triste de la Grotte, entre emigrantes asiá-ticos y mariposas de la noche, y que comiera solo en fondas de pobres, cuando Ginebra estaba llena de residencias dignas para políticos en desgracia. Homero lo había visto repetir día tras día los actos de aquel día. Lo había acompañado de vista, y a veces a una distancia menos que prudente, en sus paseos nocturnos por entre los muros lúgubres y los col-gajos de campánulas amarillas de la ciudad vieja. Lo había visto absorto durante horas frente a la estatuía de Calvino. Había subido tras él paso a paso la es-calinata de piedra, sofocado por el perfume ardiente de los jazmines, para contemplar los lentos atarde-ceres del verano desde la cima del Bourgle-Four. Una noche lo vio bajo la primera llovizna, sin abri-go ni paraguas, haciendo la cola con los estudiantes para un concierto de Rubmstem. «No sé cómo no le ha dado una pulmonía», le dijo después a su mu-jer. El sábado anterior, cuando el tiempo empezó a cambiar, lo había visto comprando un abrigo de oto-ño con un cuello de visones falsos, pero no en las tiendas luminosas de la rué du Rhóne, donde com-praban los emires fugitivos, sino en el Mercado de las Pulgas.
—¡Entonces no hay nada que hacer! —exclamó Lazara cuando Homero se lo contó—. Es un avaro de mierda, capaz de hacerse enterrar por la benefi-cencia en la fosa común. Nunca le sacaremos nada.
—A lo mejor es pobre de verdad —dijo Homero—, después de tantos años sin empleo.
—Ay, negro, una cosa es ser Piséis con ascen-dente Piséis y otra cosa es ser pendejo —dijo Laza-ra—. Todo el mundo sabe que se alzó con el oro del gobierno y que es el exiliado más rico de la Martinica.
Homero, que era diez años mayor, había crecido impresionado con la noticia de que el presidente es-tudió en Ginebra, trabajando como obrero de la construcción. En cambio Lazara se había criado en-tre los escándalos de la prensa enemiga, magnifica-dos en una casa de enemigos, donde fue niñera des-de niña. Así que la noche en que Homero llegó aho-gándose de júbilo porque había almorzado con el presidente, a ella no le valió el argumento de que lo había invitado a un restaurante caro. Le molestó que Homero no le hubiera pedido nada de lo mucho que habían soñado, desde becas para los niños hasta un empleo mejor en el hospital. Le pareció una confir-mación de sus sospechas la decisión de que le echa-ran el cadáver a los buitres en vez de gastarse sus francos en un entierro digno y una repatriación glo-riosa. Pero lo que rebosó el vaso fue la noticia que Homero se reservó para el final, de que había invi-tado al presidente a comer arroz de camarones el jueves en la noche.
—No más eso nos faltaba, —gritó Lazara—que se nos muera aquí, envenenado con camarones de lata, y tengamos que enterrarlo con los ahorros de los niños. Lo que al final determinó su conducta fue el peso de su lealtad conyugal. Tuvo que pedir prestado a una vecina tres juegos de cubiertos de alpaca y una ensaladera de cristal, a otra una cafetera eléctrica, a otra un mantel bordado y una vajilla china para el café. Cambió las cortinas viejas por las nuevas, que sólo usaban en los días de fiesta, y les quitó el forro a los muebles. Pasó un día entero fregando los pisos, sacudiendo el polvo, cambiando las cosas de lugar, hasta que logró lo contrario de lo que más les hu-biera convenido, que era conmover al invitado con el decoro de la pobreza.
El jueves en la noche, después que se repuso del ahogo de los ocho pisos, el presidente apareció en la puerta con el nuevo abrigo viejo y el sombrero melón de otro tiempo, y con una sola rosa para Lazara. Ella se impresionó con su hermosura viril y sus maneras de príncipe, pero más allá de todo eso lo vio como esperaba verlo: falso y rapaz. Le pare-ció impertinente, porque ella había cocinado con las ventanas abiertas para evitar que el vapor de los ca-marones impregnara la casa, y lo primero que hizo él al entrar fue aspirar a fondo, como en un éxtasis súbito, y exclamó con los ojos cerrados y los brazos abiertos: «¡Ah, el olor de nuestro mar!» Le pareció más tacaño que nunca por llevarle una sola rosa, robada sin duda en los jardines públicos. Le pareció insolente, por el desdén con que miró los recortes de periódicos sobre sus glorias presidenciales, y los gallardetes y banderines de la campaña, que Homero había clavado con tanto candor en la pared de la sala. Le pareció duro de corazón, porque no saludó siquiera a Bárbara y a Lázaro, que le tenían un re-galo hecho por ellos, y en el curso de la cena se refirió a dos cosas que no podía soportar: los perros y los niños. Lo odió. Sin embargo, su sentido caribe de la hospitalidad se impuso sobre sus prejuicios. Se había puesto la bata africana de sus noches de fiesta y sus collares y pulseras de santería, y no hizo du-rante la cena un solo gesto ni dijo una palabra de sobra. Fue más que irreprochable: perfecta.
La verdad era que el arroz de camarones no es-taba entre las virtudes de su cocina, pero lo hizo con los mejores deseos, y le quedó muy bien. El presi-dente se sirvió dos veces sin medirse en los elogios, y le encantaron las tajadas fritas de plátano maduro y la ensalada de aguacate, aunque no compartió las nostalgias. Lazara se conformó con escuchar hasta los postres, cuando Homero se atascó sin que vinie-ra a cuento en el callejón sin salida de la existencia de Dios.
—Yo sí creo que existe —dijo el presidente—, pero que no tiene nada que ver con los seres huma-nos. Anda en cosas mucho más grandes.
—Yo sólo creo en los astros —dijo Lazara, y escrutó la reacción del presidente—
—¿Qué día nació usted?
—Once de marzo.
—Tenía que ser —dijo Lazara, con un sobresalto triunfal, y preguntó de buen tono—: ¿No serán de-masiado dos Piséis en una misma mesa?
Los hombres seguían hablando de Dios cuando ella se fue a la cocina a preparar el café. Había re-cogido los trastos de la comida y ansiaba con toda su alma que la noche terminara bien. De regreso a la sala con el café le salió al encuentro una frase suelta del presidente que la dejó atónita:
—No lo dude, mi querido amigo: lo peor que pudo pasarle a nuestro pobre país es que yo fuera presidente.
Homero vio a Lazara en la puerta con las tazas chinas y la cafetera prestada, y creyó que se iba a desmayar. También el presidente se fijó en ella. «No me mire así, señora», le dijo de buen tono. «Estoy hablando con el corazón». Y luego, volviéndose a Homero, terminó:
—Menos mal que estoy pagando cara mi insensa-tez.
Lazara sirvió el café, apagó la lámpara cenital de la mesa cuya luz inclemente estorbaba para conver-sar, y la sala quedó en una penumbra íntima. Por primera vez se interesó en el invitado, cuya gracia no alcanzaba a disimular su tristeza. La curiosidad de Lazara aumentó cuando él terminó el café y puso la taza bocabajo en el plato para que reposara el asiento.
El presidente les contó en la sobremesa que ha-bía escogido la isla de Martinica para su destierro, por la amistad con el poeta Aimé Césaire, que por aquel entonces acababa de publicar su Cahier d'un retour au pays natal, y le prestó ayuda para iniciar una nueva vida. Con lo que les quedaba de la he-rencia de la esposa compraron una casa de maderas nobles en las colinas de Fort de France, con alam-breras en las ventanas y una terraza de mar llena de flores primitivas, donde era un gozo dormir con el alboroto de los grillos y la brisa de melaza y ron de caña de los trapiches. Se quedó allí con la esposa, catorce años mayor que él y enferma desde su parto único, atrincherado contra el destino en la relectura viciosa de sus clásicos latinos, en latín, y con la con-vicción de que aquél era el acto final de su vida. Durante años tuvo que resistir las tentaciones de toda clase de aventuras que le proponían sus parti-darios derrotados.
—Pero nunca volví a abrir una carta —dijo—. Nunca, desde que descubrí que hasta las más urgen-tes eran menos urgentes una semana después, y que a los dos meses no se acordaba de ellas ni el que las había escrito.
Miró a Lazara a media luz cuando encendió un cigarrillo, y se lo quitó con un movimiento ávido de los dedos. Le dio una chupada profunda, y retuvo el humo en la garganta. Lazara, sorprendida, cogió la cajetilla y los fósforos para encender otro, pero él le devolvió el cigarrillo encendido. «Fuma usted con tanto gusto que no pude resistir la tentación», le dijo él. Pero tuvo que soltar el humo porque sufrió un principio de tos.
—Abandoné el vicio hace muchos años, pero él no me abandonó a mí por completo —dijo—. Al-gunas veces ha logrado vencerme. Como ahora.
La tos le dio dos sacudidas más. Volvió el dolor. El presidente miró la hora en el relojito de bolsillo, y tomó las dos tabletas de la noche. Luego escrutó el fondo de la taza: no había cambiado nada, pero esta vez no se estremeció.
—Algunos de mis antiguos partidarios han sido presidentes después que yo —dijo.
—Sáyago,—dijo Homero.
—Sáyago y otros —dijo él—. Todos como yo: usurpando un honor que no merecíamos con un ofi-cio que no sabíamos hacer. Algunos persiguen sólo el poder, pero la mayoría busca todavía menos: el empleo.
Lazara se encrespó.
—¿Usted sabe lo que dicen de usted? —le pre-guntó.
Homero, alarmado, intervino:
—Son mentiras.
—Son mentiras y no lo son —dijo el presidente con una calma celestial—. Tratándose de un presi-dente, las peores ignominias pueden ser las dos co-sas al mismo tiempo: verdad y mentira.
Había vivido en la Martinica todos los días del exilio, sin más contactos con el exterior que las po-cas noticias del periódico oficial, sosteniéndose con clases de español y latín en un liceo oficial y con las traducciones que a veces le encargaba Aimé Césaire. El calor era insoportable en agosto, y él se quedaba en la hamaca hasta el medio día, leyendo al arrullo del ventilador de aspas del dormitorio. Su mujer se ocupaba de los pájaros que criaba en libertad, aun en las horas de más calor, protegiéndose del sol con un sombrero de paja de alas grandes, adornado de frutillas artificiales y flores de organdí. Pero cuando bajaba el calor era bueno tomar el fresco en la te-rraza, él con la vista fija en el mar hasta que se hundía en las tinieblas, y ella en su mecedor de mim-bre, con el sombrero roto y las sortijas de fantasía en todos los dedos, viendo pasar los buques del mundo. «Ese va para Puerto Santo», decía ella. «Ese casi no puede andar con la carga de guineos de Puerto Santo», decía. Pues no le parecía posible que pasara un buque que no fuera de su tierra. Él se hacía el sordo, aunque al final ella logró olvidar mejor que él, porque se quedó sin memoria. Permanecían así hasta que terminaban los crepúsculos fragorosos, y tenían que refugiarse en la casa derrotados por los zancudos. Uno de esos tantos agostos, mientras leía el periódico en la terraza, el presidente dio un salto de asombro.
—¡Ah, caray! —dijo—. ¡He muerto en Estoril!
Su esposa, levitando en el sopor, se espantó con la noticia. Eran seis líneas en la página quinta del periódico que se imprimía a la vuelta de la esquina, en el cual se publicaban sus traducciones ocasio-nales, y cuyo director pasaba a visitarlo de vez en cuando. Y ahora decía que había muerto en Estoril de Lisboa, balneario y guarida de la decaden-cia europea, donde nunca había estado, y tal vez el único lugar del mundo donde no hubiera que-rido morir. La esposa murió de veras un año des-pués, atormentada por el último recuerdo que le quedaba para aquel instante: el del único hijo, que había participado en el derrocamiento de su padre, y fue fusilado más tarde por sus propios cómplices.
El presidente suspiró. «Así somos, y nada podrá redimirnos», dijo. «Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos». Se enfrentó a los ojos africanos de Lazara, que lo escudriñaban sin piedad, y trató de amansarla con su labia de viejo maestro.
—La palabra mestizaje significa mezclar las lá-grimas con la sangre que corre. ¿Qué puede espe-rarse de semejante brebaje?
Lazara lo clavó en su sitio con un silencio de muerte. Pero logró sobreponerse, poco antes de la media noche, y lo despidió con un beso formal. El presidente se opuso a que Homero lo acompañara al hotel, pero no pudo impedir que lo ayudara a conseguir un taxi. De regreso a casa, Homero en-contró a su mujer descompuesta, de furia.
—Ese es el presidente mejor tumbado del mun-do —dijo ella—. Un tremendo hijo de puta.
A pesar de los esfuerzos que hizo Homero por tranquilizarla, pasaron en vela una noche terrible. Lazara reconocía que era uno de los hombres más bellos que había visto, con un poder de seducción devastadora y una virilidad de semental. «Así como está, viejo y jodido, debe ser todavía un tigre en la cama», dijo. Pero creía que esos dones de Dios los había malbaratado al servicio de la simulación. No podía soportar sus alardes de haber sido el peor pre-sidente de su país. Ni sus ínfulas de asceta, si estaba convencida de que era dueño de la mitad de los in-genios de la Martinica. Ni la hipocresía de su desdén por el poder, si era evidente que lo daría todo por volver un minuto a la presidencia para hacerles mor-der el polvo a sus enemigos.
—Y todo eso —concluyó—, sólo por tenernos rendidos a sus pies.
—¿Qué puede ganar con eso? —dijo Homero.
—Nada —dijo ella—. Lo que pasa es que la co-quetería es un vicio que no se sacia con nada.
Era tanta su furia, que Homero no pudo sopor-tarla en la cama, y se fue a terminar la noche en-vuelto con una manta en el diván de la sala. Lazara se levantó también en la madrugada, desnuda de cuerpo entero, como solía dormir y estar en casa, y hablando consigo misma en un monólogo de una sola cuerda. En un momento borró de la memoria de la humanidad todo rastro de la cena indeseable. Devolvió al amanecer las cosas prestadas, cambió las cortinas nuevas por las viejas y puso los muebles en su lugar, hasta que la casa volvió a ser tan pobre y decente como había sido hasta la noche anterior. Por último arrancó los recortes de prensa, los retra-tos, los banderines y gallardetes de la campaña abo-minable, y tiró todo en el cajón de la basura con un grito final.
—¡Al carajo!
Una semana después de la cena, Homero encon-tró al presidente esperándolo a la salida del hospital, con la súplica de que lo acompañara a su hotel. Su-bieron los tres pisos empinados hasta una mansarda con una sola claraboya que daba a un cielo de ce-niza, y atravesada por una cuerda con ropa puesta a secar. Había además una cama matrimonial que ocupaba la mitad del espacio, una silla simple, un aguamanil y un bidé portátil, y un ropero de pobres con el espejo nublado. El presidente notó la impre-sión de Homero.
—Es el mismo cubil donde viví mis años de es-tudiante —le dijo, como excusándose—. Lo reservé desde Fort de France.
Sacó de una bolsa de terciopelo y desplegó so-bre la cama el saldo final de sus recursos: varias pulseras de oro con distintos adornos de piedras preciosas, un collar de perlas de tres vueltas y otros dos de oro y piedras preciosas; tres cadenas de oro con medallas de santos y un par de are-tes de oro con esmeraldas, otro con diamantes y otro con rubíes; dos relicarios y un guardapelos, once sortijas con toda clase de monturas precio-sas y una diadema de brillantes que pudo haber sido de una reina. Luego sacó de un estuche distin-to tres pares de mancornas de plata y dos de oro con sus correspondientes pisacorbatas, y un reloj de bolsillo enchapado en oro blanco. Por último sacó de una caja de zapatos sus seis condecoracio-nes: dos de oro, una de plata, y el resto, chatarra pura.
—Es todo lo que me queda en la vida —dijo.
No tenía más alternativas que venderlo todo para completar los gastos médicos, y deseaba que Homero le hiciera el favor con el mayor sigilo. Sin em-bargo Homero no se sintió capaz de complacerlo mientras no tuviera las facturas en regla.
El presidente le explicó que eran las prendas de su esposa heredadas de una abuela colonial que a su vez había heredado un paquete de acciones en minas de oro en Colombia. El reloj, las mancuernas y los pisacorbatas eran suyos. Las condecoraciones, por supuesto, no fueron antes de nadie.
—No creo que alguien tenga facturas de cosas así —dijo.
Homero fue inflexible.
—En ese caso —reflexionó el presidente—, no me quedará más remedio que dar la cara.
Empezó a recoger las joyas con una calma cal-culada. «Le ruego que me perdone, mi querido Homero, pero es que no hay peor pobreza que la de un presidente pobre», le dijo. «Hasta sobrevivir pa-rece indigno». En ese instante, Homero lo vio con el corazón, y le rindió sus armas.
Aquella noche, Lazara regresó tarde a casa. Des-de la puerta vio las joyas radiantes bajo la luz mer-curial del comedor, y fue como si hubiera visto un alacrán en su cama.
—No seas bruto, negro —dijo, asustada—. ¿Por qué están aquí esas cosas?
La explicación de Homero la inquietó todavía más. Se sentó a examinar las joyas, una por una, con una meticulosidad de orfebre. A un cierto momento suspiró: «Debe ser una fortuna». Por último se que-dó mirando a Homero sin encontrar una salida para su ofuscación.
—Carajo —dijo—. ¿Cómo hace uno para saber si todo lo que ese hombre dice es verdad?
—¿Y por qué no? —dijo Homero—. Acabo de ver que él mismo lava su ropa, y la seca en el cuarto igual que nosotros, colgada en un alambre.
—Por tacaño —dijo Lazara.
—O por pobre —dijo Homero. Lazara volvió a examinar las joyas, pero ahora con menos atención, porque también ella estaba vencida. Así que la mañana siguiente se vistió con lo mejor que tenía, se aderezó con las joyas que le parecieron más caras, se puso cuantas sortijas pudo en cada dedo, hasta en el pulgar, y cuantas pulseras pudo ponerse en cada brazo, y se fue a venderlas. «A ver quién le pide facturas a Lazara Davis», dijo al salir, pavoneándose de risa. Escogió la joyería exacta, con más ínfulas que prestigio, donde sabía que se vendía y se compraba sin demasiadas pregun-tas, y entró aterrorizada pero pisando firme.
Un vendedor vestido de etiqueta, enjuto y páli-do, le hizo una venia teatral al besarle la mano, y se puso a sus órdenes. El interior era más claro que el día, por los espejos y las luces intensas, y la tienda entera parecía de diamante. Lazara, sin mirar apenas al empleado por temor de que se le notara la farsa, siguió hasta el fondo.
El empleado la invitó a sentarse ante uno de los tres escritorios Luis XV que servían de mostradores individuales, y extendió .encima un pañuelo inmacu-lado. Luego se sentó frente a Lazara, y esperó.
—¿En qué puedo servirle?
Ella se quitó las sortijas, las pulseras, los collares, los aretes, todo lo que llevaba a la vista, y fue po-niéndolos sobre el escritorio en un orden de ajedrez. Lo único que quería, dijo, era conocer su verdadero valor.
El joyero se puso el monóculo en el ojo izquier-do, y empezó a examinar las alhajas con un silencio clínico. Al cabo de un largo rato, sin interrumpir el examen, preguntó:
—¿De dónde es usted? ..u.,, Lazara no había previsto esa pregunta.
—Ay, mi señor —suspiró—. De muy lejos.
—Me lo imagino —dijo él.
Volvió al silencio, mientras Lazara lo escudriña-ba sin misericordia con sus terribles ojos de oro. El joyero le consagró una atención especial a la diade-ma de diamantes, y la puso aparte de las otras joyas.
Lazara suspiró.
—Es usted un Virgo perfecto —dijo. El joyero no interrumpió el examen.
—¿Cómo lo sabe? , —Por el modo de ser —dijo Lazara. , Él no hizo ningún comentario hasta que termi-nó, y se dirigió a ella con la misma parsimonia del principio.
—¿De dónde viene todo esto?
—Herencia de una abuela —dijo Lazara con voz tensa—. Murió el año pasado en Paramáribo a los noventa y siete años.
El joyero la miró entonces a los ojos. «Lo siento mucho», le dijo. «Pero el único valor de estas cosas es lo que pese el oro». Cogió la diadema con la punta de los dedos y la hizo brillar bajo la luz des-lumbrante.
—Salvo esta —dijo—. Es muy antigua, egipcia tal vez, y sería invaluable si no fuera por el mal estado de los brillantes. Pero de todos modos tiene un cierto valor histórico.
En cambio, las piedras de las otras alhajas, las amatistas, las esmeraldas, los rubíes, los ópalos, to-das, sin excepción, eran falsas. «Sin duda las originales fueron buenas», dijo el joyero, mientras reco-gía las prendas para devolverlas. «Pero de tanto pa-sar de una generación a otra se han ido quedando en el camino las piedras legítimas, reemplazadas por culos de botella». Lazara sintió una náusea verde, respiró hondo y dominó el pánico. El vendedor la consoló:
—Ocurre a menudo, señora.
—Ya lo sé —dijo Lazara, aliviada—. Por eso quiero salir de ellas.
Entonces sintió que estaba más allá de la farsa, y volvió a ser ella misma. Sin más vueltas sacó del bolso las mancuernas, el reloj de bolsillo, los pisacorbatas, las condecoraciones de oro y plata, y el resto de baratijas personales del presidente, y puso todo sobre la mesa.
—¿También esto? —preguntó el joyero.
—Todo —dijo Lazara.
Los francos suizos con que le pagaron eran tan nuevos que temió mancharse los dedos con la tinta fresca. Los recibió sin contarlos, y el joyero la des-pidió en la puerta con la misma ceremonia del salu-do. Ya de salida, sosteniendo la puerta de cristal para cederle el paso, la demoró un instante.
—Y una última cosa, señora —le dijo—: soy Acuario.
A la prima noche Homero y Lazara llevaron el dinero al hotel. Hechas otra vez las cuentas, faltaba un poco más. De modo que el presidente se quitó y fue poniendo sobre la cama el anillo matrimonial, el reloj con la leontina y las mancuernas y el pisacorbatas que estaba usando.
Lazara le devolvió el anillo.
—Esto no —le dijo—. Un recuerdo así no se puede vender.
El presidente lo admitió y volvió a ponerse el anillo. Lazara le devolvió así mismo el reloj del cha-leco. «Esto tampoco», dijo. El presidente no estuvo de acuerdo pero ella lo puso en su lugar.
—¿A quién se le ocurre vender relojes en Suiza?
—Ya vendimos uno —dijo el presidente.
—Si, pero no por el reloj sino por el oro.
—También este es de oro —dijo el presidente.
—Sí —dijo Lazara—. Pero usted puede hasta quedarse sin operar, pero no sin saber qué hora es.
Tampoco le aceptó la montura de oro de los len-tes, aunque él tenía otro par de carey. Sopesó las prendas que tenía en la mano, y puso término a las dudas.
—Además —dijo—. Con esto alcanza.
Antes de salir, descolgó la ropa mojada, sin con-sultárselo, y se la llevó para secarla y plancharla en la casa. Se fueron en la motoneta, Homero condu-ciendo y Lazara en la parrilla, abrazada a su cintura. Las luces públicas acababan de encenderse en la tar-de malva. El viento había arrancado las últimas ho-jas, y los árboles parecían fósiles desplumados. Un remolcador descendía por el Ródano con un radio a todo volumen que iba dejando por las calles un reguero de música. Georges Brassens cantaba: Mon amour tiens bien la, barre, le temps va passer par la, et le temps est un barbare dans le genre d'Attila, par la ou son cheval passe Vamour ne repousse pas. Homero y Lazara corrían en silencio embriagados por la canción y el olor memorable de los jacintos. Al cabo de un rato, ella pareció despertar de un largo sueño.
—Carajo —dijo.
—¿Qué?
_El pobre viejo —dijo Lazara. ¡Qué vida de mierda!
El viernes siguiente, 7 de octubre, el presidente fue operado en una sesión de cinco horas que por el momento dejó las cosas tan oscuras como esta-ban. En rigor, el único consuelo era saber que estaba vivo. Al cabo de diez días lo pasaron a un cuarto compartido con otros enfermos, y pudieron visitar-lo. Era otro: desorientado y macilento, y con un cabello ralo que se le desprendía con el solo roce de la almohada. De su antigua prestancia sólo le que-daba la fluidez de las manos. Su primer intento de caminar con dos bastones ortopédicos fue descorazonador. Lazara se quedaba a dormir a su lado para ahorrarle el gasto de una enfermera nocturna. Uno de los enfermos del cuarto pasó la primera noche gritando por el pánico de la muerte. Aquellas vela-das interminables acabaron con las últimas reticen-cias de Lazara.
A los cuatro meses de haber llegado a Ginebra, le dieron de alta. Homero, administrador meticulo-so de sus fondos exiguos, pagó las cuentas del hos-pital y se lo llevó en su ambulancia con otros em-pleados que ayudaron a subirlo al octavo piso. Se instaló en la alcoba de los niños, a quienes nunca acabó de reconocer, y poco a poco volvió a la rea-lidad. Se empeñó en los ejercicios de rehabilitación con un rigor militar, y volvió a caminar con su solo bastón. Pero aun vestido con la buena ropa de an-taño estaba muy lejos de ser el mismo, tanto por su aspecto como por el modo de ser. Temeroso del invierno que se anunciaba muy severo, y que en realidad fue el más crudo de lo que iba del siglo, decidió regresar en un barco que zarpaba de Mar-sella el 13 de diciembre, contra el criterio de los médicos que querían vigilarlo un poco más. A últi-ma hora el dinero no alcanzó para tanto, y Lazara quiso completarlo a escondidas de su marido con un rasguño más en los ahorros de los hijos, pero tam-bién allí encontró menos de lo que suponía. Enton-ces Homero le confesó que lo había cogido a escon-didas de ella para completar la cuenta del hospital.
—Bueno —se resignó Lazara—. Digamos que era el hijo mayor.
El 11 de diciembre lo embarcaron en el tren de Marsella bajo una fuerte tormenta de nieve, y sólo cuando volvieron a casa encontraron una carta de despedida en la mesa de noche de los niños. Allí mismo dejó su anillo de bodas para Bárbara, junto con el de la esposa muerta, que nunca trató de ven-der, y el reloj de leontina para Lázaro. Como era domingo, algunos vecinos caribes que descubrieron el secreto habían acudido a la estación de Cornavin con un conjunto de arpas de Veracruz. El presidente estaba sin aliento, con el abrigo de perdulario y una larga bufanda de colores que había sido de Lazara, pero aún así permaneció en el pescante del último vagón despidiéndose con el sombrero bajo el azote del vendaval. El tren empezaba a acelerar cuando Homero cayó en la cuenta de que se había quedado con el bastón. Corrió hasta el extremo del andén y lo lanzó con bastante fuerza para que el presidente lo atrapara en el aire, pero cayó entre las ruedas y quedó destrozado. Fue un instante de terror. Lo úl-timo que vio Lazara fue la mano trémula estirada para atrapar el bastón que nunca alcanzó, y el guar-dián del tren que logró agarrar por la bufanda al anciano cubierto de nieve, y lo salvó en el vacío. Lazara corrió despavorida al encuentro del marido tratando de reír detrás de las lágrimas.
—Dios mío —le gritó—, ese hombre no se mue-re con nada.
Llegó sano y salvo, según anunció en su extenso telegrama de gratitud. No se volvió a saber nada de él en más de un año. Por fin llegó una carta de seis hojas manuscritas en la que ya era imposible reco-nocerlo. El dolor había vuelto, tan intenso y puntual como antes, pero él decidió no hacerle caso y dedi-carse a vivir la vida como viniera. El poeta Aimé Césaire le había regalado otro bastón con incrusta-ciones de nácar, pero había resuelto no usarlo. Ha-cía seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de mariscos, y era capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no leía el fondo de la taza porque sus pronósticos le resul-taban al revés. El día que cumplió los setenta y cin-co años se había tomado unas copitas del exquisito ron de la Martinica, que le sentaron muy bien, y volvió a fumar. No se sentía mejor, por supuesto, pero tampoco peor. Sin embargo, el motivo real de la carta era comunicarles que se sentía tentado de volver a su país para ponerse al frente de un movi-miento renovador, por una causa justa y una patria digna, aunque sólo fuera por la gloria mezquina de no morirse de viejo en su cama. En ese sentido, concluía la carta, el viaje a Ginebra había sido provi-dencial.

No hay comentarios.: