de Italo Calvino
Hay una persona que colecciona arena. Viaja por el mundo y cuando llega a una playa marina, a las orillas de un río o de un lago, a un desierto, a una landa, recoge un puñado de arena y se la lleva. A su regreso le esperan, alineados en largos anaqueles, centenares de frasquitos de vidrio en los cuales la fina arena gris del Balatón, la blanquísima del Golfo de Siam, la roja que en su curso el Gambia va depositando en el Senegal, despliegan su no vasta gama de colores esfumados, revelan una uniformidad de superficie lunar, no obstante las diferencias de granulosidad y consistencia, desde el sablón blanco y negro del Caspio, que parece empapado todavía de agua salada, hasta los minúsculos guijarros de Maratea, también blancos y negros, hasta la fina arena blanca punteada de caracolitos violeta de Turtle Bay, cerca de Malindi, en Kenia.
En una exposición de colecciones raras presentada hace poco en París colecciones de cencerros de vaca, juegos de lotería, cápsulas de botella, silbatos de terracota, billetes ferroviarios, trompos, envolturas de rollos de papel higiénico, distintivos colaboracionistas de la Ocupación, ranas embalsamadas , la vitrina de la colección de arena era la menos llamativa, pero quizá la más misteriosa, la que parecía tener más que decir, aun a través del opaco silencio aprisionado en el vidrio de los frasquitos.
Pasando revista a este florilegio de arena, el ojo sólo percibe al principio las muestras más llamativas: el color herrumbre del lecho seco de un río de Marruecos, el blanco y negro carbonífero de las islas de Arán, o una mezcla cambiante de rojo, blanco, negro, gris que se anuncia en el rótulo con un nombre más policromo todavía: Isla de Papagayos, México. Después las diferencias mínimas entre arena y arena obligan a una atención cada vez más absorta, y así se entra poco a poco en otra dimensión, en un mundo cuyos únicos horizontes son estas dunas en miniatura, donde una playa de piedrecitas rosa (mezcladas con blancas en Cerdeña y en las islas de Granada del Caribe; mezcladas con grises en Solenzara, Córcega) y una extensión de minúsculos guijarros negros de Porto Antonio, Jamaica, no es igual a la de la isla Lanzarote en las Canarias, ni a otra que viene de Argelia, tal vez del centro del desierto.
Uno tiene la impresión de que este muestrario de la Waste Land está por revelarnos algo importante: ¿una descripción del mundo? ¿un diario secreto del coleccionista?, ¿o una respuesta sobre mí, que trato de adivinar en estas clepsidras inmóviles en qué hora está mi vida? Todo al mismo tiempo, tal vez. Del mundo, la colección de arenas escogidas registra un residuo de largas erosiones que es la sustancia última y al mismo tiempo la negación de su exuberante y multiforme parvedad: todos los escenarios de la vida del coleccionista parecen más vivientes que en una serie de diapositivas en colores (una vida se diría de eterno turismo, que es por lo demás como aparece la vida en las diapositivas, y así la reconstruiría la posteridad si sólo quedaran ellas para documentar nuestro tiempo, un atezarse en playas exóticas alternando con exploraciones más arduas, una inquietud geográfica que traiciona una incertidumbre, un afán), evocados y al mismo tiempo borrados con el gesto compulsivo de agacharse a rccoger un poco de arena y llenar una bolsita (¿o un contenedor de plástico?, ¿o una botella de Coca Cola?), y después volverse y partir.
Como toda colección, ésta también es un diario: diario de viajes, claro está, pero tambíén diario de sentimientos, de estados de ánimo, de humores, aunque no podamos estar seguros, al verlos aquí embotellados y rotulados, de que exista realmente una correspondencia entre la fría arena color tierra de Leningrado, o la finísima arena color arena de Copacabana y los sentimientos que evocan. O quizá sólo diario de esa oscura manía que nos impulsa tanto a reunir una colección como a llevar un diario, es decir, la necesidad de transformar el fluir de la propia existencia en una serie de objetos salvados de la dispersión o en una serie de líneas escritas, cristalizadas fuera del continuo fluír de los pensamientos.
La fascinación de una colección reside en lo que revela y en lo que oculta del impulso secreto que la ha motivado. Entre las colecciones extrañas de la exposición, una de las más impresionantes era sin duda la de las máscaras antigás: una vitrina desde la cual miraban caras verdes o grisáceas de tela o de goma, con ciegos ojos redondos y protuberantes, la nariz hocico como una lata o un tubo colgante. ¿Qué idea habrá guiado al coleccionista? Un sentimiento creo a la vez irónico y aterrado hacia una humanidad que estuvo dispuesta a uniformarse bajo esa apariencia entre animal y mecánica; o quizá también una fe en los recursos del antropomorfismo que inventa nuevas formas a imagen y semejanza del rostro humano para adaptarse a respirar fosgeno o iprita, no sin una pizca de alegría caricaturesca. Y también una venganza contra la guerra al fijar en esas máscaras un aspecto de ella rápidamente obsoleto y que ahora parece más ridículo que terrible, pero asimismo el sentido de que en esa crueldad atónita y estulta se reconozca todavía nuestra verdadera imagen.
Si el conjunto de máscaras antigás podía trasmitir un humor en cierto modo social y afirmativo, un poco más allá un coleccionista de Mickey Mouse producía un efecto escalofriante y angustioso. Alguien ha recogido durante toda la vida muñequitos, juguetes, cajas de productos diversos, gorros, máscaras, camisetas, muebles, baberos, que reproducen los rasgos estereotipados del ratón de Disney. Desde la vitrina atestada, centenares de negras orejas redondas, de blancos hocicos con la pelotita negra de la nariz, de guantazos blancos y negros brazos filiformes, concentran su euforia melosa en una visión de pesadilla, revelan una fijación infantil en esa única imagen tranquilizadora en medio de un mundo espantoso, de modo que la sensación de temor termina por teñir ese único talismán humano en sus innumerables apariciones en serie.
Pero donde la obsesión del coleccionista se repliega sobre sí misma revelando el propio fondo de egotismo, es en un cajón con tapa de vidrio, lleno de simples carpetas de cartón atadas con cintas, en cada una de las cuales una mano femenina ha escrito títulos como: Los hombres que me gustan, Los hombres que no me gustan, Las mujeres que admiro, Mis celos, Mis gastos diarios, Mi moda, Mis dibujos infantiles, Mis castillos, e inclusive Los papeles que envolvían las naranjas que comí.
Lo que contienen aquellos dossiers no es un misterio, porque no se trata de una expositora ocasional sino de una artista de profesión (Annette Messager, coleccionista: así firma) que ha presentado en París y en Milán varias muestras personales de sus recortes de periódico, hojas de apuntes y esbozos. Pero lo que nos interesa ahora es este despliegue de carpetas cerradas y rotuladas, y el procedimiento mental que implican. La autora misma lo ha definido claramente: «Trato de poseer, de adueñarme de la vida y los acontecimientos de que me entero. Durante todo el día hojeo, recojo, ordeno, clasifico, selecciono y lo reduzco todo a la forma de álbumes de colección. Estas colecciones se convierten así en mi vida ilustrada.»
Los propios días, minuto por minuto, pensamiento por pensamiento, reducidos a colección: la vida triturada en un polvillo de corpúsculos: una vez más, la arena.
Vuelvo sobre mis pasos, hacia la vitrina de la colección de arena. El verdadero diario secreto que hay que descifrar está aquí, entre estas muestras de playas y de desiertos bajo vidrio. También aquí el coleccionista es una mujer (leo en el catálogo de la exposición). Pero por ahora no me interesa ponerle una cara, una figura; la veo como una persona abstracta, un yo que podría ser también yo, un mecanismo mental que trato de imaginarme en acción. De regreso de un viaje, añade nuevos frascos a los otros en fila, y de pronto se da cuenta de que sin el índigo del mar el brillo de aquella playa de conchilla ciesmenuzada se ha perdido; que del calor húmedo del Uadi no ha quedado nada en la arena recogida; que, lejos de México, la arena mezclada con lava del volcán Paricutin es un polvo negro que parece salido de la boca de la chimenea. Trata de devolver a la memoria las sensaciones de aquella playa, aquel olor de bosque, aquel ardimiento, pero es como sacudir ese poco de arena en el fondo del frasco rotulado.
En ese momento no quedaría más que rendirse, separarse de la vitrina, de ese cementerio de paisajes reducidos a desiertos, de desiertos sobre los cuales ya no sopla el viento. Y sin embargo, el que ha tenido la constancia de llevar adelante durante años esa colección sabía lo que hacía, sabía a dónde quería llegar: tal vez justamente a alejar de su persona el estrépito de las sensaciones deformantes y agresivas, el viento confuso de lo vivido, y a guardar finalmente la sustancia arenosa de todas las cosas, tocar la estructura silícea de la existencia. Por eso no despega los ojos de aquellas arenas, entra con la mirada en uno de los frasquitos, cava su madriguera, se interna, extrae miriadas de noticias acumuladas en un montoncito de arena. Cualquier gris, una vez descompuesto en partículas claras y oscuras, brillantes y opacas, esféricas, poliédricas, chatas, deja de verse como gris y sólo entonces empieza a hacernos entender el significado del gris. Descifrando así el diario de la melancólica (¿o feliz?) coleccionista de arena, he llegado a preguntarme qué hay escrito en esa arena de palabras escritas que he alineado en mi vida, esa arena que ahora me parece tan lejos de las playas y de los desiertos del vivir. Quizá escrutando la arena como arena, las palabras como palabras, podamos acercarnos a entender cómo y en qué medida el mundo triturado y erosionado puede todavía encontrar en ellas fundamento y modelo.
(1974)
1 comentario:
precioso texto, que me hace reflexionar mucho acerca de mi propia colección de arenas. Calvino me gusta siempre, hable de lo que hable, nadie como él para extraer las sustancias de las cosas y alinearlas ante nuestros ojos mentales, como otra colección que nos estaría regalando...
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