La Resistencia - Por Ernesto Sábato
(Edit. por Seix Barral)
Cada uno de nosotros es culpable ante todos, por
todos y por todo.
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F. DOSTOIEVSKI
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QUIERO
HABLARLES de Buenos Aires. Aunque yo
no vivo en ella y me resultaría insoportable, la reconozco como mi ciudad,
por eso mismo es que la sufro. Ella representa, de alguna manera, lo que es
la vida de estas urbes donde viven, o sobreviven, millones de habitantes.
Pero antes les voy a repetir la situación del mundo, lo que todos sabemos, en
la esperanza de que por la repetición, como la gota de agua, o el martillo
contra la puerta cerrada, veamos un día que las cosas revirtieron. Acaso en
verdad ya lo está haciendo: ya se filtra la luz entre las rendijas de la
vieja civilización.
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Asistimos a una quiebra total de la cultura
occidental. El mundo cruje y amenaza con derrumbarse, ese mundo que para
mayor ironía es el resultado de la voluntad del hombre, de su prometeico
intento de dominación.
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Guerras que unen la tradicional ferocidad a su
inhumana mecanización, dictaduras totalitarias, enajenación del hombre,
destrucción catastrófica de la naturaleza, neurosis colectiva e histeria
generalizada, nos han abierto por fin los ojos para revelarnos la clase de
monstruo que habíamos engendrado y criado orgullosamente.
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Aquella ciencia que iba a dar solución a todos
los problemas físicos y metafísicos del hombre contribuyó a facilitar la
concentración de los estados gigantescos, a multiplicar la destrucción y la
muerte con sus hongos atómicos y sus nubes apocalípticas.
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A cada hora el poder del mundo se concentra y se
globaliza. Veinte o treinta empresas, como un salvaje animal totalitario, lo
tienen en sus garras. Continentes en la miseria junto a altos niveles
tecnológicos, posibilidades de vida asombrosas a la par de millones de
hombres desocupados, sin hogar, sin asistencia médica, sin educación. La
masificación ha hecho estragos, ya es difícil encontrar originalidad en las
personas y un idéntico proceso se cumple en los pueblos, es la llamada
globalización. ¡Qué horror! ¿Acaso no comprendemos que la pérdida de los
rasgos nos va haciendo aptos para la clonación? La gente teme que por tomar
decisiones que hagan más humana su vida, pierdan el trabajo, sean expulsados,
pasen a pertenecer a esas multitudes que corren acongojadas en busca de un
empleo que les impida caer en la miseria, que los salve. La total asimetría
en el acceso a los bienes producidos socialmente está terminando con la clase
media, y el sufrimiento de millones de seres humanos que viven en la miseria
está permanentemente delante de los ojos de todos los hombres, por más esfuerzo
que hagamos en cerrar los párpados. Pronto no podremos ya gozar de estudios o
conciertos porque serán más apremiantes las preguntas que nos impondrá la
vida respecto de nuestros valores supremos. Por la responsabilidad de ser
hombres.
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Esta crisis no es la crisis del sistema capitalista, como
muchos imaginan: es la crisis de toda una concepción del mundo y de la vida
basada en la idolatría de la técnica y en la explotación del hombre. Para la
obtención del dinero, han sido válidos todos los medios. Esta búsqueda de la
riqueza no ha sido llevada adelante para todos, como país, como comunidad; no
se ha trabajado con un sentimiento
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histórico y de
fidelidad a la tierra. No, desgraciadamente esto parece la estampida que
sigue a un terremoto donde en medio del caos cada uno saquea lo que puede. Es
innegable que esta sociedad ha crecido llevando como meta la conquista, donde
tener poder significó apropiarse y la explotación llegó a todas las regiones
posibles de mundo.
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La economía reinante asegura que la superpoblación
mundial no puede ser asimilada por la sociedad actual. Esta frase me da
escalofríos: es suficiente para que los poderes maléficos justifiquen la
guerra. Las guerras siempre han contado con el auspicio de grandes sectores
de la población que, de alguna manera u otra, se beneficiaban de ella. Como
centinela, todo hombre ha de permanecer en vela. Esto nunca ha de suceder. El
“sálvese quien pueda” no sólo es inmoral, sino que tampoco alcanza.
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Las creencias y el pensamiento, los recursos y
las invenciones fueron puestos al servicio de la conquista. Colonialismos e
imperios de todos los signos, a través de luchas sangrientas, pulverizaron
tradiciones enteras y profanaron valores milenarios, cosificando primero la
naturaleza y luego los deseos de los seres humanos.
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Sin embargo, misteriosamente, es en el deseo
donde se está generando un cambio. Lo siento en los hombres que se me acercan
en la calle y lo creo de las juventudes del mundo. Pero es en la mujer en
quien se halla el deseo de proteger la vida, absolutamente.
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La degradación de los tribunales y el descreimiento en la
justicia provocan la sensación de que la democracia es un sistema incapaz de
investigar y condenar a los culpables, como si resultara un caldo de cultivo
favorable a la corrupción, cuando, en realidad, lo que ocurre es que en
ningún otro sistema es posible denunciarla. No es que en otros no exista;
hasta termina siendo más corrupta y degradante, si creemos en el conocido
aforismo de Lord
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Acton: “El poder
corrompe, pero el poder absoluto corrompe absolutamente”.
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Debemos exigir que los gobiernos vuelquen todas
sus energías para que el poder adquiera la forma de la solidaridad, que
promueva y estimule los actos libres, poniéndose al servicio del bien común,
que no se entiende como la suma de los egoísmos individuales, sino que es el
supremo bien de una comunidad. Debemos hacer surgir, hasta con vehemencia, un
modo de convivir y de pensar, que respete hasta las más hondas diferencias.
Como bellamente define Zambrano, la democracia es la sociedad en la cual no
sólo es posible sino exigido el ser persona. Frágil y falible, hoy en día
ningún otro sistema ha probado otorgar al hombre más justicia social y
libertad que la precaria democracia en que vivimos. La democracia no sólo
permite la diversidad sino que debiera estimularla y requerirla. Porque
necesita de la presencia activa de los ciudadanos para existir, de lo
contrario es masificadora y genera indiferencia y conformismo. De ahí la
esclerosis de la que padecen muchas democracias.
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No se puede identificar, sin más, democracia con
libertad. Muchos no sólo dejan de buscar la libertad, sino que hasta le
temen. Si se compara la libertad de hoy con la que había hace unas pocas
décadas, dolorosamente se comprueba que la libertad está en retroceso.
Millones de hombres en el mundo, y también en nuestro riquísimo país, están
condenados a trabajar durante diez o doce horas y vivir hacinados,
miserablemente. Los siervos de la gleba no le están muy lejos. Este hecho
hace que quienes podemos vivir en libertad seamos más responsables, porque
como dijo Camus, “la libertad no está hecha de privilegios, sino que está
hecha sobre todo de deberes”.
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Como hombres libres en un campo de reclusos nuestra misión es
trabajar por ellos, de todas las formas a nuestro alcance. “La verdadera
libertad no vendrá de la toma del poder por parte de algunos, sino del poder
que todos
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tendrán algún día
de oponerse a los abusos de la autoridad. La libertad personal llegará
inculcando a las multitudes la convicción de que tienen la posibilidad de
controlar el ejercicio de la autoridad y hacerse respetar”, afirmó Gandhi,
ese hombre que luchó hasta la muerte por la libertad de su milenario país.
Gandhi era un convencido de que al hombre no se le otorgaría la libertad
exterior hasta tanto no hubiera sabido desarrollar la libertad interior.
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Ésta es una gran tarea para quienes trabajan en
la radio, en la televisión o escriben en los diarios; una verdadera gesta que
puede llevarse a cabo si es auténtico el dolor que sentimos por el sufrimiento
de los demás.
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Muy a menudo compruebo que todo es opinable, y
alguien que comenzó antes de ayer puede hablar tanto como otro cuya
trayectoria está largamente probada en la vida del país. Y su opinión llega a
ser clasificatoria, y no tiene siquiera que demostrarse. La llamada opinión
pública es la suma de lo que se le ocurre a quienes, en esos minutos, pasan
ocasionalmente por la esquina elegida, y conforman el mínimo universo de una
encuesta que, sin embargo, saldrá a grandes titulares en los diarios y los
programas de televisión. Las preguntas que suelen hacerse son de una torpeza
que pondrían frenético a Sócrates, que las colocó en el lugar de quien ayuda
a dar a luz. Todo pasa y todas las perspectivas son válidas. Lo mismo Chicho
que Napoleón, Cristo que el Rey de Bastos. No se piensa en futuro, todo es de
coyuntura.
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Otra consecuencia de este estado de cosas es la
sobrevaloración de la diversión. Los programas “divertidos” tienen mucho
raiting —y el raiting es lo supremo— no importa a costa de qué valor, ni
quién lo financia. Son esos programas donde divertirse es degradar,
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o donde todo se banaliza. Como si habiendo perdido la
capacidad para la grandeza, nos conformáramos con una
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comedia de
regular calidad. Esta desesperación por divertirse tiene sabor a decadencia.
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Quienes así actúan reflejan una posición
verdaderamente escéptica donde no cabe enfurecerse, ya que se descree de toda
conquista que pueda mejorar la vida. Si algo es apocalíptico es este vivir
como si mañana no hubiera mundo y sólo nos restara disimular la tragedia.
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Nuestra civilización ha tomado un tipo de
bienestar como el “deber ser” de la vida, fuera del cual no hay salvación.
Este objetivo es logrado por el miedo, y por la incapacidad que tienen hoy
los hombres de vivir los momentos duros, las situaciones límite, los
obstáculos. En especial, se tiene horror al fracaso. Se oculta cualquier
avería en el bienestar, pues enseguida se teme la exclusión, quedar eliminado
de la existencia como un equipo de fútbol lo estaría en un campeonato. Tal es
la dificultad que tiene el hombre actual de superar las tormentas de la vida,
de recrear la existencia después de las caídas.
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Salían por centenares del subterráneo,
tropezaban, bajaban de los colectivos atestados, entraban en el infierno de
Retiro, donde volvían a encimarse en los trenes. Año nuevo, milenio nuevo,
pensaba el muchacho con piadosa ironía, viendo a esos desesperados en busca
de una esperanza propiciada con pan dulce y sidra, con sirenas y gritos.
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Ayer recibí la carta de un muchacho en la que me dice “tengo
miedo del mundo”. Dentro del mismo sobre me envía una fotografía en la que
pude advertir algo, en su manera de mirar, en sus espaldas agobiadas, que
revelaba una enorme desproporción entre sus recursos y la espantosa realidad
que lo estremece. Siempre hubo ricos y
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pobres, salones
de baile y mazmorras, muertos de hambre y fastuosos banquetes. Pero en este
siglo ha cundido de tal manera el nihilismo que se hace imposible la
transmisión de valores a las nuevas generaciones.
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Aunque, quizá, sean los chicos los que nos vayan
a salvar. Porque, ¿cómo vamos a poder criarlos hablándoles de los grandes
valores, de aquellos que justifican la vida, cuando delante de ellos
comprueban que se hunden millares de hombres y mujeres, sin remedios ni
techos donde protegerse? O ven cómo poblaciones enteras son arrasadas por
inundaciones que pudieron evitarse.
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¿Creen que es posible seguir mirando por
televisión el horror que padece la pobre gente a la par que la frivolidad
ostentosa y corrupta, entremezclada como en el peor de los cambalaches? ¿Y
así tener hijos que sean hombres de verdad? La falta de gestos humanos genera
una violencia a la que no podremos combatir con armas, únicamente un sentido
más fraterno entre los hombres la podrá sanar.
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Miles de hombres se desviven trabajando, cuando
pueden, acumulando amarguras y desilusiones, logrando apenas sostenerse un
día más en la precaria situación mientras casi no hay individuo que tras su
paso por el poder no haya cambiado, en apenas meses, un modesto
departamentito por una lujosa mansión con entrada para fabulosos autos. ¿Cómo
no les llega la vergüenza?
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Si nos cruzamos de brazos seremos cómplices de un sistema que
ha legitimado la muerte silenciosa. Los hombres necesitan que nuestra voz se
sume a sus reclamos. Detesto la resignación que pregonan los conformistas ya
que no es suyo el sacrificio, ni el de su familia. Con pavor he pensado en la
posibilidad de que, como esas virulentas enfermedades de los siglos pasados,
la impunidad y la corrupción lleguen a instalarse en la sociedad como parte
de una realidad a la que nos debamos acostumbrar. ¿Cómo
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hemos llegado a
esta degeneración de los valores en la vida social? Cuando fuimos niños
aprendimos el comportamiento viendo a los hombres que simplemente cumplían
con el deber —una expresión hoy en desuso— esperando recibir una recompensa
digna por su trabajo, pero que nunca hubieran aceptado ningún soborno. Eran
personas con dignidad: no se hubieran metido en el bolsillo lo que no les
correspondiera, ni hubieran aceptado sobornos ni bajezas semejantes.
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Recuerdo que mi padre perdió su molino harinero
por un crédito al que se había comprometido de palabra. Desde luego, para él
significó un inmenso dolor. Pero hubiera sido indigno de un verdadero hombre
evadir su responsabilidad, ese sentimiento del honor le daba fuerzas y vivía
en paz. ¡Qué decir de lo que fueron alguna vez los sindicatos! Casi con candor
recuerdo la anécdota de aquel hombre que se desvaneció en la calle y, cuando
fue reanimado, quienes lo socorrieron le preguntaron cómo no se había
comprado algo de comer con el dinero que llevaba en su bolsillo, a lo que
aquel ser humano maravilloso respondió que ese dinero era del sindicato. No
es que en ese entonces no hubiera corrupción, pero existía un sentido del
honor que la gente era capaz de defender con su propia conducta. Y
robar las arcas de la Nación, las que deben atender al bien común, era de lo
peor. Y lo sigue siendo.
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Quienes se quedan con los sueldos de los maestros, quienes
roban a las mutuales o se ponen en el bolsillo el dinero de las licitaciones
no pueden ser saludados. No debemos ser asesores de la corrupción. No se
puede llevar a la televisión a sujetos que han contribuido a la miseria de
sus semejantes y tratarlos como señores delante de los niños. ¡Ésta es la
gran obscenidad! ¿Cómo vamos a poder educar si en esta confusión ya no se
sabe si la gente es conocida por héroe o por criminal? Dirán que exagero,
pero ¿acaso no es un crimen que a millones de personas en la pobreza se les
quite lo poco que les corresponde? ¿Cuántos
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escándalos hemos
presenciado, y todo sigue igual, y nadie —con dinero— va preso? La gente sabe
que se miente pero parece una ola de tal magnitud que no se la puede impedir.
Esto hace sentir impotente a la gente y finalmente produce violencia, ¿hasta
dónde vamos a llegar?
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Tampoco podemos vivir comunitariamente cuando
todos los vínculos se basan en la competencia. Es indudable que genera, en
algunas personas, un mayor rendimiento basado en el deseo de triunfar sobre
las demás. Pero no debemos equivocarnos, la competencia es una guerra no
armada y, al igual que aquélla, tiene como base un individualismo que nos
separa de los demás, contra quienes combatimos. Si tuviéramos un sentido más
comunitario muy otra sería nuestra historia, y también el sentido de la vida
del que gozaríamos.
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Cuando critico la competencia no lo hago sólo por
un principio ético sino también por el gozo inmenso que entraña compartir el
destino, y que nos salvará de quedar esterilizados por la carrera hacia el
éxito individual en que está acabando la vida del hombre.
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Semanas después, otra tarde, cuando me senté a contestar la
carta del muchacho, advertí que yo de joven escribía cada vez que era
infeliz, que me sentía solo o desajustado con el mundo en que me había tocado
nacer. Y pienso si no será siempre así, que el arte nazca invariablemente de
nuestro desajuste, de nuestra ansiedad y nuestro descontento. Una especie de
intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas
y anhelantes criaturas que son los seres humanos. Los animales no lo
necesitan: les basta vivir. Porque su existencia se desliza armoniosamente
con las necesidades atávicas. Y al pájaro le basta con algunas semillitas o
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gusanos, un árbol
donde construir su nido, grandes espacios para volar; y su vida transcurre
desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no es
desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni por la locura.
Mientras que el hombre al levantarse sobre las dos patas traseras y al
convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su
grandeza pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y con
los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir esa construcción tan
potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran
desgarramiento: habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a
ser el dios que su espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado que
se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses, que
habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el
paraíso de su redención.
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Cuántas veces les he aconsejado a quienes acuden
a mí, en su angustia y en su desaliento, que se vuelquen al arte y se dejen
tomar por las fuerzas invisibles que operan en nosotros. Todo niño es un
artista que canta, baila, pinta, cuenta historias y construye castillos. Los
grandes artistas son personas extrañas que han logrado preservar en el fondo
de su alma esa candidez sagrada de la niñez y de los hombres que llamamos
primitivos, y por eso provocan la risa de los estúpidos. En diferentes
grados, la capacidad creativa pertenece a todo hombre, no necesariamente como
una actividad superior o exclusiva. ¡Cuánto nos pueden enseñar los pueblos
antiguos donde todos, más allá de las desdichas o de los infortunios, se
reunían para bailar y cantar! El arte es un don que repara el alma de los
fracasos y sinsabores. Nos alienta a cumplir la utopía a la que fuimos
destinados.
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El arte de cada tiempo trasunta una visión del mundo, la
visión del mundo que tienen los hombres de esa época y
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en particular el
concepto de la realidad. En este nuevo milenio debajo del gran supermercado
del arte, como los brotes que germinan después de un largo invierno, se
perciben, acá y allá, los testimonios de otra manera de mirar. Notablemente
en el cine, en películas de muy bajo presupuesto que nos llegan de pequeños
países, no contaminados por la globalización, se expresa el deseo de un mundo
humano que se ha perdido, pero al que no se ha renunciado. Son películas que
nos traen un alivio al ver que la vida simple, humana, aún está viva. El
hombre no sólo está hecho de muerte sino también de ansias de vida; tampoco
únicamente de soledad sino también de comunión y amor.
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Contemplaba con mirada de pequeño dios impotente
el conglomerado turbio y gigantesco, tierno y brutal, aborrecible y querido,
que como un temible leviatán se recortaba contra los nubarrones del oeste.
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El sol se ponía y a cada segundo cambiaba el
colorido de las nubes en el poniente. Grandes desgarrones grisvioláceos se
destacaban sobre un fondo de nubes más lejanas: grises, lilas, negruzcas.
Lástima ese rosado, pensó, como si estuviera en una exposición de pintura.
Pero luego el rosado se fue corriendo más y más, abaratando todo. Hasta que
empezó a apagarse y, pasando por el cárdeno y el violáceo, llegó al gris y
finalmente al negro que anuncia la muerte, que siempre es solemne y acaba
siempre por conferir dignidad.
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Y el sol desapareció.
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Y un día más terminó en Buenos Aires: algo irrecuperable para
siempre, algo que inexorablemente lo acercaba un paso más a su propia muerte.
¡Y tan rápido, al fin, tan rápido! Antes los años corrían con mayor lentitud
y todo parecía posible, en un tiempo que se extendía ante él como un camino
abierto hacia el horizonte. Pero ahora los años corrían con creciente rapidez
hacia el ocaso, y a cada instante se sorprendía diciendo: “hace veinte años,
cuando lo vi por última vez”, o alguna otra cosa tan trivial pero tan
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trágica como ésa;
y pensando enseguida, como ante un abismo, qué poco, qué miserablemente poco
resta de aquella marcha hacia la nada. Y entonces ¿para qué?
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Y cuando llegaba a ese punto y cuando parecía que
ya nada tenía sentido, se tropezaba acaso con uno de esos perritos
callejeros, hambriento y ansioso de cariño, con su pequeño destino (tan
pequeño como su cuerpo y su pequeño corazón que valientemente resistirá hasta
el final, defendiendo aquélla vida chiquita y humilde como desde una
fortaleza diminuta), y entonces, recogiéndolo, llevándolo hasta una cucha
improvisada donde al menos no pasase frío, dándole algo de comer, conviniéndose
en sentido de la existencia de aquel pobre bicho, algo más enigmático pero
más poderoso que la filosofía parecía volverle a dar sentido a su propia
existencia. Como dos desamparados en medio de la soledad que se acuestan
juntos para darse mutuamente calor.
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