viernes, abril 30, 2010

El ahogado más hermoso del mundo

de Gabriel García Márquez

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron al ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.




No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

-Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con rnirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres q ' ue lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Asi que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

-¡Bendito sea Dios -suspiraron-: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias, y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturosos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

domingo, abril 25, 2010

Hoja de Niggle

De John Ronald Reuel Tolkien

Había una vez un pobre hombre llamado Niggle, que tenía que hacer un largo viaje. El no quería; en realidad, todo aquel asunto le resultaba enojoso, pero no estaba en su mano evitarlo. Sabía que en cualquier momento tendría que ponerse en camino, y sin embargo no apresuraba los preparativos.

Niggle era pintor. No muy famoso, en parte porque tenía otras cosas que atender, la mayoría de las cuales se le antojaban un engorro; pero cuando no podía evitarlas (lo que en su opinión ocurría con excesiva frecuencia) ponía en ellas todo su empeño. Las leyes del país eran bastante estrictas. Y existían además otros obstáculos. Algunas veces se sentía un tanto perezoso y no hacía nada. Por otro lado, era en cierta forma un buenazo. Ya conocen esa clase de bondad. Con más frecuencia lo hacía sentirse incómodo que obligado a realizar algo. E incluso cuando pasaba a la acción, ello no era óbice para que gruñese, perdiera la paciencia y maldijese (la mayor parte de las veces por lo bajo)

En cualquier caso lo llevaba a hacer un montón de chapuzas para su vecino el señor Parish, que era cojo. A veces incluso echaba una mano a gente más distantes si acudían a él en busca de ayuda. Al mismo tiempo, y de cuando en cuando, recordaba su viaje y comenzaba sin mucha convicción a empaquetar algunas cosillas. en estas ocasiones no pintaba mucho. Tenía unos cuantos cuadros comenzados, casi todos demasiado grandes y ambiciosos para su capacidad. Era de esa clase de pintores que hacen mejor las hojas que los árboles. Solía pasarse infinidad de tiempo con una sola hoja, intentando captar su forma, su brillo y los reflejos del rocío en sus bordes. Pero su afán era pintar un árbol completo, con todas las hojas de un mismo estilo y todas distintas.

Había un cuadro en especial que le preocupaba. Había comenzado como una hoja arrastrada por el viento y se había convertido en un árbol. Y el árbol creció, dando numerosas ramas y echando las más fantásticas raíces. Llegaron extraños pájaros que se posaron en las ramitas, y hubo que atenderlos. Después, todo alrededor del árbol y detrás de él, en los espacios que dejaban las hojas y las ramas, comenzó a crecer un paisaje. Y aparecieron atisbos de un bosque que avanzaba sobre las tierras de labor y montañas coronadas de nieve. Niggle dejó de interesarse por sus otras pinturas. O si lo hizo fue para intentar adosarlas a los extremos de su gran obra. Pronto el lienzo se había ampliado tanto que tuvo que echar mano de una escalera; y corría, arriba y abajo, dejando una pincelada aquí, borrando allá unos trazos. Cuando llegaban visitas se portaba con la cortesía exigida, aunque no dejaba de jugar con el lápiz sobre la mesa. Escuchaba lo que le decían, sí, pero seguía pensando en su gran lienzo, para el que había levantado un enorme cobertizo en el huerto, sobre una parcela en la que en otro tiempo cultivara patatas.

No podía evitar ser amable. "Me gustaría tener más carácter", se decía algunas veces, queriendo expresar su deseo de que los problemas de otras personas no le afectasen. Pasó algún tiempo sin que le molestaran mucho. "Cueste lo que cueste", solía decir, "acabaré este cuadro, mi obra maestra, antes de que me vea obligado a emprender ese maldito viaje". Pero comenzaba a darse cuenta de que no podría posponerlo indefinidamente. El cuadro tenía que dejar de crecer y había que terminarlo. Un día Niggle se plantó delante de su obra, un poco alejado, y la contempló con especial atención y desapasionamiento. No tenía sobre ella una opinión muy definida, y habría deseado tener algún amigo que le orientase. En realidad no le satisfacía en absoluto, y sin embargo la encontraba muy hermosa, el único cuadro verdaderamente hermoso del mundo. En aquellos momentos le hubiera gustado verse a sí mismo entrar en el cobertizo, darse unas palmaditas en la espalda y decir (con absoluta sinceridad): "¡Realmente magnífico! para mí está muy claro lo que te propones por nada más. Te conseguiremos una subvención oficial para que no tengas problemas."

Sin embargo, no había subvención. Y él era muy consciente de que necesitaba concentrarse, trabajar, un trabajo serio e ininterrumpido, si quería terminar el cuadro, incluso aunque no lo ampliase más. Se arremangó y comenzó a concentrarse. Durante varios días intentó no preocuparse en otros temas. Pero se vio interrumpido de forma casi continua. En casa las cosas se torcieron; tuvo que ir a la ciudad a formar parte de un jurado; un conocido cayó enfermo; el señor Parish sufrió un ataque de lumbago y no cesaron de llegar visitas. Era primavera y les apetecía un té gratis en el campo. Niggle vivía en una casita agradable, a varias millas de la ciudad. En su interior los maldecía, pero no podía negar que él mismo los había invitado tiempo atrás, en el invierno, cuando a él no le había parecido una interrupción ir de tiendas, y tomar el té en la ciudad con sus amistades. Trató de endurecer su corazón, pero sin resultado. Había muchas cosas a las que tenía que hacer cara para negarse, las considerase obligaciones o no; y había ciertas cosas que se veía obligado a hacer, pensase lo que pensase. Algunas de las visitas dieron a entender que el huerto parecía bastante descuidado y que podría recibir la visita de un inspector. desde luego, pocos tenían la noticia de su cuadro; pero aunque lo hubiesen sabido, tampoco habría mucha diferencia. Dudo que hubiesen pensado que era muy importante. Me atrevería a decir que no era muy bueno, aunque tuviera algunas partes logradas. El árbol, sobre todo, era curioso. En cierto modo, muy original. Igual que Niggle, aunque él era también un hombrecillo de lo más común, y bastante simple.


Llegó por fin el momento en que el tiempo de Niggle se volvió sumamente precioso. Sus amistades, allá lejos en la ciudad, comenzaron a recordar que el pobre hombre debía hacer un penoso viaje, y algunos calculaban ya cuánto tiempo, como máximo, podría posponerlo. Se preguntaban quién se quedaría con la casa y el huerto presentaría un aspecto más cuidado.

Había llegado el otoño, muy húmedo y ventoso. El hombre se encontraba en el cobertizo. Estaba subido en la escalera tratando de plasmar el reverbero del sol poniente sobre la nevada cumbre de una montaña que había visualizado justo a la izquierda y al extremo de una rama cargada de hojas. Sabía que se vería obligado a marcharse pronto; quizá al comienzo del nuevo año. Sólo tenía tiempo de terminar el cuadro, y aún así no de modo definitivo: había algunos puntos donde sólo tendría tiempo para esbozar lo que pretendía.

Llamaron a la puerta. "¡Adelante!", dijo con brusquedad, y bajó de la escalera. Era su vecino Parish: el único cercano, pues el resto vivía a bastante distancia. No sentía, sin embargo, un aprecio especial por él, porque a menudo se veía en apuros y precisaba ayuda, y en parte también porque no le interesaba nada la pintura, al tiempo que no cesaba de criticarle el huerto. Cuando Parish lo contemplaba (lo que ocurría con frecuencia) veía sobre todo las malas hierbas; y cuando miraba los cuadros de Niggle (rara vez) sólo veía manchas verdes y grises, y líneas negras que se le antojaban completamente sin sentido. No le importaba hablar de las hierbas (era su deber de vecino), pero se abstenía de dar cualquier opinión sobre los cuadros. Pensaba que era una postura muy agradable, y no se daba cuenta de que aún sintiéndolo, no resultaba suficiente. Un poco de ayuda con las hierbas (y quizá alguna alabanza para los cuadros) habría sido mejor.

"Bien, Parish, ¿qué hay?", dijo Niggle.

"Ya sé que no debería interrumpirle", dijo Parish, sin echar una sola mirada al cuadro. "Estará usted ocupadísimo, estoy seguro." Niggle había pensado decir algo por el estilo, pero perdió la oportunidad. todo lo que dijo fue: "Sí."

"Pero no tengo ningún otro a quién acudir", añadió Parish.

"Así es", dijo Niggle con un suspiro: uno de esos suspiros que son un comentario personal, pero que en parte dejamos aflorar. "¿En qué puedo ayudarle?".

"Mi mujer lleva ya algunos días enferma y estoy empezando a preocuparme", dijo Parish. "Y el viento se ha llevado la mitad de las tejas de mi casa y me entra la lluvia en el dormitorio. Creo que debería llamar al doctor y a los albañiles, pero ¡tardan tanto en acudir!. Pensaba si no tendría usted algunas maderas y lienzos que no le hagan falta, aunque sólo sea para poner un parche y poder tirar un día o dos más." Fue entonces cuando dirigió la mirada al cuadro.

"¡Vaya, vaya!", dijo Niggle. "Sí que tiene mala suerte. Espero que lo de su esposa sólo sea un constipado. En seguida voy y le ayudo a trasladarla al piso bajo."

"Muchas gracias", dijo Parish con notable frialdad, "pero no es un constipado, es una calentura. No le hubiera molestado por un simple catarro. Y mi mujer ya guarda cama en piso bajo: con esta pierna no puedo andar subiendo y bajando bandejas. Pero ya veo que está ocupado. Lamento de veras la molestia. Tenía esperanzas de que pudiese perder el tiempo para ir a avisar al médico, viendo la situación en que me hallo; y al albañil también, si de verdad no le sobran lienzos".

"No faltaba más", dijo Niggle, aunque otras palabras se le agolpaban en el ánimo, donde en aquel momento había más debilidad que amabilidad. "Podría ir; iré, si está tan ocupado."

"Lo estoy, y mucho. ¡Ojalá no padeciera esta cojera!", dijo Parish.

Así que Niggle fue. Ya veis, aquello resultaba de lo más curioso. Parish era su vecino más cercano; los demás quedaban bastante lejos. Niggle tenía un bicicleta, y Parish no; ni siquiera podía montar: era cojo de una pierna, una cojera seria que le causaba muchos dolores; merecía la pena tenerlo en cuenta, igual que su expresión desabrida y su voz quejumbrosa. A su vez Niggle tenía un cuadro y apenas tiempo para terminarlo: Parecía lógico que fuese Parish el que tuviese aquello en cuenta, no Niggle. Parish, sin embargo, no se tomaba en serio la pintura, y Niggle no podía cambiar aquel hecho.

"¡Maldita sea!", rezongó para sí mientras sacaba la bicicleta.

Había humedad y viento, y la luz del día estaba ya desvaneciéndose.

"Hoy se acabó el trabajo para mí", pensó Niggle. Y mientras pedaleaba, no cesó de echar pestes para sus adentros ni de ver pinceladas en la montaña y en la vegetación inmediata, que, en un principio, había imaginado primaveral. Sus dedos se crispaban sobre el manillar. Ahora que ya no estaba en el cobertizo intuyó perfectamente la forma de tratar aquella brillante línea de hojas que enmarcaba la lejana silueta de la montaña. Pero pesaba en su corazón una congoja, una espacio de temor de que nunca tendría ya la oportunidad de intentarlo.

Niggle encontró al médico, y dejó una nota donde el albañil, que ya había cerrado para irse a descansar junto al fuego de su chimenea. Niggle se empapó hasta los huesos, y cogió él también un resfriado. El médico no se dio tanta prisa como Niggle. Llegó el día siguiente, lo que le resultó mucho más cómodo, pues para entonces ya había en casas vecinas, dos pacientes a los que atender. Niggle estaba en cama con fiebre alta, y en su cabeza y en el techo tomaba forma maravillosos entramados de hojas y ramas. No le fue de ningún consuelo saber que la señora Parish sólo tenía catarro, y que ya lo estaba superando. Volvió la cara hacia la pared, y buscó refugio en las hojas.

Permaneció en cama algún tiempo. El viento seguía soplando y se llevó otro buen número de tejas en casa de Parish, y también algunas en la de Niggle. En el tejado aparecieron goteras. El albañil seguía sin presentarse. Niggle no se preocupó; al menos, durante un día o dos. Luego se arrastró fuera de la cama para buscar algo de comer (Niggle no tenía mujer). Parish no volvió. La humedad se le había metido en la pierna que le dolía, y su mujer estaba muy ocupada recogiendo el agua y preguntándose si " ese señor Niggle" no se habría olvidado de avisar al albañil. Si ella hubiera entrevisto la más mínima posibilidad de pedirle prestado algo que les fuese útil, habría enviado allí a Parish, le doliese o no la pierna; pero no se le ocurrió nada, de modo que se olvidaron del vecino.

Al cabo de unos siete días Niggle volvió con pasos inseguros hasta el cobertizo. Intentó subirse a la escalera, pero la cabeza se le iba. Se sentó y contempló el cuadro; aquel día no había hojas en su imaginación ni vislumbres de montañas. Podía haber pintado un desierto arenoso que se perdía allá a lo lejos, pero le faltaron energías.

"¡Maldita sea!", dijo Niggle; aunque le hubiera dado igual responder con educación: "¡Adelante!", porque de todas maneras la puerta se abrió. En esta ocasión encontró un hombre de buena estatura, un perfecto desconocido.

"Esto es un estudio privado", dijo Niggle. "Estoy ocupado, ¡váyase!".

"Soy inspector de inmuebles", dijo el hombre, manteniendo en alto sus credenciales de forma que Niggle las pudiera ver desde la escalera.

"¡Oh!", dijo.

"La casa de su vecino está muy descuidada", dijo el Inspector.

"Ya lo sé", dijo Niggle. "Les dejé una nota a los albañiles hace bastante tiempo, pero no han venido. Luego yo caí enfermo".

"Ya", dijo el Inspector. "Pero ahora no está enfermo".

"Pero yo no soy albañil. Parish debió presentar una reclamación al Ayuntamiento y conseguir ayuda del Servicio de Urgencias."

"Están ocupados con daños más importantes que cualquiera de éstos", dijo el Inspector. "Ha habido inundaciones en el valle y numerosas familias se han quedado sin hogar. Usted debía haber ayudado a su vecino a hacer unos arreglos provisionales y evitar así perjuicios cuya reparación fuese más costosa. Lo dicta la Ley. Tiene aquí cantidad de materiales: lienzo, madera, pintura impermeable."

"¿Dónde?", preguntó Niggle indignado.

"Ahí", dijo el Inspector señalando el cuadro.

"¡Mi cuadro!", exclamó Niggle.

"Me temo que sí", dijo el Inspector, "pero primero son las casas: La ley es la ley".

"Pero no puedo...". Niggle no dijo más, porque en aquel momento entró otro hombre. Se parecía mucho al Inspector, casi como un doble, alto, todo vestido de negro.

"Vamos", dijo. "Soy el chófer."

Niggle bajó la escalera tambaleándose. Parecía haberle vuelto la fiebre y la cabeza se le iba. Sintió frío en todo el cuerpo.

"¿Chófer? ¿Chófer?", murmuró. "¿Chófer de qué?".

"Suyo y de su coche", dijo el hombre. "Hace tiempo que el vehículo estaba pedido. Por fin ha llegado. Le está esperando. Ya sabe usted que hoy sale de viaje."

"Eso es", dijo el Inspector. "Tiene que marcharse.. Mal comienzo para un viaje dejar las cosas sin terminar. Pero, en fin, al menos ahora podremos dar alguna utilidad a este lienzo."

"¡Dios mío!", dijo el pobre Niggle, echándose a llorar. "Ni siquiera está terminado."

"¿No lo ha acabado?", dijo el chofer. "Bueno, de cualquier forma, y por lo que a usted respecta, ya está todo hecho. ¡Vámonos!".

Niggle salió en completo silencio. El chófer no le dio tiempo a hacer las maletas, pues según él las debía haber preparado antes e iban a perder el tren. Niggle se sentía cansado y adormecido; a duras pena fue consciente de lo que pasaba cuando lo empujaron dentro de un compartimiento. No le importaba mucho; había olvidado para qué o hacia dónde se suponía que iba. El tren penetró casi en seguida en un negro túnel.

Niggle despertó en una amplia estación, débilmente iluminada. Un maletero iba gritando por el andén; pero no voceaba el nombre de la estación, sino ¡Niggle!.

Niggle bajó a toda prisa y se dio cuenta de que había olvidado el maletín. Dio media vuelta, pero el tren ya se alejaba.

"¡Ah!", dijo el maletero. "Es usted. ¡Sígame! ¡Cómo! ¿No tiene equipaje? Tendrá que ir al asilo."

Niggle se sintió enfermo y cayó desmayado en el andén. Le subieron a una ambulancia y se lo llevaron a la enfermería del asilo. No le gustó nada el tratamiento. La medicación que le daban era amarga. Los enfermeros y celadores eran fríos, silenciosos y estrictos; y nunca veía a otras personas, salvo a un medico muy severo que le visitaba de cuando en cuando. Más parecía en una cárcel que en un hospital. Tenía que realizar un trabajo pesado, de acuerdo con un horario establecido: cavar, carpintería, y pintar de un solo color simples tableros. Nunca se le permitió salir, y todas las ventanas daban al interior. Le mantenían a oscuras durante horas y horas, "para que pueda meditar", decían. Perdió la noción del tiempo. Y no parecía que empezase a mejorar, al menos si por mejorar entendemos encontrar algún placer en realizar las cosas. Ni siquiera ir a dormir se lo proporcionaba.

Al principio, durante el primer siglo o así (yo me limito simplemente a exponer sus impresiones) solía preocuparse sin sentido por el pasado. Mientras permanecía echado en la oscuridad, se repetía una y otra vez lo mismo: "¡Ojalá hubiera visitado a Parish durante la mañana que siguió al ventarrón! era mi intención. Hubiera sido fácil volver a colocar las primeras tejas sueltas. Seguro que entonces la señora Parish no habría cogido aquel catarro. Y yo tampoco me habría resfriado. Habría dispuesto de una semana más." Pero con el tiempo fue olvidando para qué había deseado aquellos siete días. A partir de entonces, si se preocupó de algo fue de sus tareas en el hospital. Las planeaba con antelación, pensando cuanto tiempo le llevaría evitar que se resquebrajase aquel tablero, ajustar una puerta o arreglar la pata de la mesa. Parece fuera de duda que llegó a ser bastante servicial, si bien nadie se lo dijo nunca. Aunque, claro, no era ésta la razón por la que retuvieron tanto tiempo al pobrecillo. Debían haber estado esperando a que mejorase, y juzgaban la "mejoría" de acuerdo con un extraño y peculiar sistema médico.

De todas formas, el pobre Niggle no obtenía ningún placer de aquella vida. Ni siquiera los que él había aprendido a llamar placeres. No se divertía, desde luego; pero tampoco podía negarse que comenzaba a experimentar un sentimiento de, digamos, satisfacción: a falta de pan...Se había acostumbrado a iniciar su trabajo tan pronto como sonaba una campana y dejarlo al sonar la siguiente todo recogido y listo para poderlo continuar cuando fuera preciso. había muchas cosas al cabo del día. Terminaba sus trabajillos con todo primor. No tenía tiempo libre (excepto cuando se encontraba solo en su celda) y, sin embargo, comenzaba a ser dueño del tiempo; comenzaba a saber qué hacer con él. Allí no existía ninguna sensación de prisa. Disfrutaba ahora de mayor paz interior, y en los momentos de descanso podía descansar de verdad.

Entonces, de improviso, le cambiaron todo el horario; casi no le permitían ir a la cama. Lo apartaron totalmente de la carpintería y lo mantuvieron cavando una jornada tras otra. Lo aceptó bastante bien: pasó mucho tiempo antes de que intentase rebuscar en el fondo de su espíritu las maldiciones que casi había olvidado. Estuvo cavando hasta que le dio la impresión de tener rota la espalda, las manos se le quedaron en carne viva y comprendió que era incapaz de levantar una palada más de tierra. Nadie le dio las gracias. Pero el médico se acercó y echó una ojeada.

"¡Basta!", dijo. "Descanso absoluto. A oscuras."

Niggle yacía en la oscuridad, completamente relajado, y como no había sentido ni pensado en absoluto, no podía asegurar si llevaba allí horas o años. Fue entonces cuando oyó voces que nunca había oído antes. Parecía tratarse de un consejo de médicos, o quizá de un jurado reunido allí al lado, en una habitación inmediata y seguramente con la puerta abierta, aunque no percibía ninguna luz.

"Ahora el caso Niggle", dijo una Voz severa, más severa que la del doctor.

"¿De qué se trata?", dijo una Segunda Voz, que se podía calificar de amable, aunque no era suave; era una voz que destilaba autoridad y sonaba a un tiempo esperanzadora y triste. "¿Qué le pasa a Niggle? Tenía el corazón en su sitio."

"Sí, pero no funcionaba bien", dijo la Primera Voz. Y no tenía la cabeza bien encajada; pocas veces se detenía a pensar. Fíjese en el tiempo que perdía, y sin siquiera divertirse. Nunca terminó de prepararse para el viaje. Vivía con cierto desahogo y, sin embargo, llegó aquí con lo puesto, y hubo que ponerle en el ala de beneficencia. Me temo que es un caso difícil. Creo que debería quedarse algún tiempo más."

"Puede que le sentara mal", dijo la Segunda Voz. Pero no hay que olvidar que es un pobre hombre. Jamás se pretendió que llegase a ser alguien. Y nunca fue muy fuerte. Vamos a ver los registros... Sí. Hay algunos puntos a su favor, en efecto."

"Quizá", dijo la Voz Primera. "Pero pocos de ellos resistirían un análisis exhaustivo."

"Bueno", contestó la Voz Segunda, "tenemos esto: era pintor por vocación; de segunda fila, desde luego. Con todo, una hoja pintada por Niggle posee un encanto propio. Se tomó muchísimo trabajo con las hojas, y sólo por cariño. Nunca creyó que aquello fuera a hacerle importante. Tampoco aparece en los registros que pretendiese, ni siquiera ante sí mismo, excusar con esto su olvido de las leyes."

"Entonces no habría olvidado tantas", dijo la Primera Voz.

"De cualquier modo Niggle respondió a muchísimas llamadas."

"A un pequeño porcentaje, la mayoría muy fáciles; y las calificaba de "interrupciones". Esa palabra aparece por todas partes por los Registros, junto con un montón de quejas e imprecaciones estúpidas."

"Cierto. Pero a él, pobre hombre, le parecieron sin duda interrupciones." Por otro lado, jamás esperaba ninguna recompensa, como tantos de su clase lo llaman. Tenemos el caso de Parish, por ejemplo, que ingresó después. Era el vecino de Niggle. Nunca movió un dedo por él, y en rarísimas ocasiones llegó a mostrar alguna gratitud. Sin embargo, nada en los Registros indica que Niggle esperara la gratitud de Parish. No parece haber pensado en ello."

"Sí, eso es algo", dijo la Primera Voz, "aunque bastante poco. Lo que ocurre, como podrá comprobar, es que muchas veces Niggle simplemente lo olvidaba. Borraba de su mente, como una pesadilla ya pasada, todo lo que había hecho por Parish."

"Nos queda aún el último informe", dijo la Segunda Voz. "El viaje en bicicleta bajo al lluvia. Quisiera destacarlo. Parece evidente que fue un autentico sacrificio: Niggle sospechaba que estaba echando por la borda su última oportunidad con el cuadro, y sospechaba, también, que no había razones de peso para la preocupación de Parish".

"Creo que le da mas valor del que tiene", dijo la voz Primera. "Pero usted tiene la ultima palabra. Tarea suya es, desde luego, presentar la mejor interpretación de los hechos. A veces la tienen. ¿Cual es su promesa?".

"Creo que el caso está ahora listo para un tratamiento mas amable", dijo la Segunda Voz.

Niggle pensó que nunca había oído nada tan generoso. Lo de "tratamiento amable" hacia pensar en un cúmulo de espléndidos regalos y en la invitación a un festín regio. En aquel momento Niggle se sintió avergonzado. Oír que se le consideraba digno de un tratamiento bondadoso le abrumaba y le hizo enrojecer en la oscuridad. Era como ser galardonado en publico, cuando el interesado y todos los presentes saben que el premio es inmerecido. Niggle oculto su sonrojo bajo la burda manta.

Hubo un silencio. Luego la Voz Primera, muy cercana, se dirigió a él. "Ha estado escuchando", dijo.

"Sí", respondió.

"Bueno, ¿alguna observación?".

"¿Puede darme noticias de Parish?", dijo Niggle. "Me gustaría volverle a ver. Espero que no se encuentre muy mal. ¿Pueden curarle la pierna? Le hacía pasar malos ratos. Y, por favor, no se preocupen por nosotros dos. era un buen vecino y me proporcionaba patatas excelentes a muy buen precio, ahorrándome mucho tiempo".

"¿Sí?", dijo la Primera Voz. "Me alegra oírlo".

Hubo otro silencio. Niggle se dio cuenta de que las voces se alejaban. "Bien, de acuerdo", oyó que respondía en la distancia la Primera Voz. "Que comience la segunda fase. Mañana mismo, si usted quiere."

Al despertar Niggle encontró que las persianas estaban levantadas y su pequeña celda inundada de sol. Se levanto, y comprobó que le habían proporcionado ropas cómodas, no el uniforme del hospital. Después del desayuno el doctor le atendió las manos doloridas, dándole un ungüento que en seguida se las mejoró. Le dio además unos cuantos consejos y un frasco de tónico, por si le hacía falta. A media mañana le entregaron una galleta y un vaso de vino; y luego un billete.

"Ya puede ir a la estación", dijo el medico. "Le acompañara el maletero. Adiós".

Niggle se escabullo por la puerta principal y parpadeo algo sorprendido. Había un sol radiante. Además había esperado salir a una gran ciudad, a juzgar por el tamaño de la estación. Pero no fue así. Se encontró en la cima de una colina, verde, desnuda, barrida por un viento vigorizante. No había nadie más por allí. Lejos, al pie de la colina, vio brillar el tejado de la estación.

Caminó hacia ella colina abajo con paso rápido, pero sin prisa. El maletero lo descubrió en seguida.

"Por aquí", dijo, y condujo a Niggle a un andén donde se encontraba, listo ya, un tren de cercanías muy coquetón: un solo coche y una pequeña locomotora, muy relucientes los dos, limpios y recién pintados. Parecían a punto para un viaje inaugural. Incluso el carril que se veía ante la locomotora parecía nuevo: brillaban los raíles, los cojines estaban pintados de verde, y las traviesas, al cálido sol, dejaban escapar un delicioso olor a brea fresca. El coche estaba vacío.

"¿Adonde va este tren, mozo?", pregunto Niggle.

"Creo que no han colocado aun el cartel del destino", dijo el mozo. "Pero lo encontrara satisfactorio". Y cerro la puerta.

El tren arranco al punto. Niggle se recostó en el asiento. La pequeña locomotora avanzaba entre borbotones de humo por el fondo de un cañón de altas paredes verdes al que un cielo azul servía de dosel. No parecía haber pasado mucho tiempo, cuando la locomotora dio un silbido; entraron en acción los frenos y el tren se detuvo. No había estación ni cartel indicador, solo un tramo de peldaños que subía por el verde talud. Al final de la escalera se abría un postigo en un seto muy cuidado. Junto a él estaba una bicicleta: por lo menos parecía la suya y llevaba un etiqueta amarilla atada al manillar, con la palabra NIGGLE escrita en grandes letras negras.

Abrió la puerta de la barrera, salto a la bicicleta y se lanzo colina abajo, acariciado por el sol primaveral. Pronto comprobó que desaparecía el camino que había venido siguiendo y que la bicicleta rodaba sobre un césped maravilloso. Era verde y tupido; podía apreciar, sin embargo, cada brizna de hierba. Le parecía recordar que en algún lugar había visto o soñado este prado. Las ondulaciones del terreno le resultaban en cierta forma familiares. Sí, el terreno se nivelaba, coincidiendo con sus recuerdos, y después, claro esta, comenzaba a ascender de nuevo. Una gran sombra verde se interpuso entre él y el sol. Niggle levanto la vista y se cayo de la bicicleta. Ante él se encontraba el Árbol, su Árbol, ya terminado, si tal cosa puede afirmarse de un árbol que esta vivo, cuyas hojas nacen y cuyas ramas crecen y se mecen en aquel aire que Niggle tantas veces había imaginado y que tantas veces había intentado en vano captar. Miro el Árbol, lentamente levanto y extendió los brazos.

"Es un don", dijo. Se refería a su arte, y también a la obra pictórica; pero estaba usando la palabra en su sentido mas literal.

Siguió mirando el Árbol. Todas las hojas sobre las que él había trabajado estaban allí, mas como el las había intuido que como había logrado plasmarlas. Y había otras que solo fueron brotes en su imaginación y muchas mas que hubieran brotado de haber tenido tiempo. No había nada escrito en ellas; eran solo hojas exquisitas; pero todas llevaban un fecha; nítidas como las de un calendario. Se veía que algunas de las mas hermosas y características, las que mejor reflejaban el estilo de Niggle, habían sido realizadas en colaboración con el señor Parish: no hay otra forma de decirlo.

Los pájaros hacia sus nido en el Árbol. Pájaros sorprendentes: ¡que forma de trinar!. Se apareaban, incubaban, echaban plumas y se internaban gorjeando en el Bosque, incluso mientras los contemplaba. Entonces se dio cuenta de que el Bosque también estaba allí, abriéndose a ambos lados y extendiéndose a la distancia. A lo lejos reverberaban los montes.

Después de algún tiempo Niggle se dirigió hacia la espesura. No es que se hubiese cansado ya del Árbol, pero ahora parecía tenerlo todo claro en su mente, y lo comprendía, y era consciente de su crecimiento aunque no estuviese contemplándolo. Mientras caminaba descubrió algo curioso: el Bosque era, por supuesto, un bosque lejano, y sin embargo el podía aproximarse, incluso entrar en él, sin que por ello perdiese su peculiar encanto. Antes no había conseguido nunca entrar en la distancia sin que esta se convirtiese en meros alrededores. Se añadía así un considerable atractivo al hecho de pasear por el campo, porque al andar se desplegaban ante el nuevas distancias; de modo que se lograban perspectivas dobles, triples, e incluso cuádruples, y ello con doblado, triplicado o cuadriplicado encanto. Podías seguir andando hasta lograr reunir todo un horizonte en un jardín, o en un cuadro (si uno prefería llamarlo así). Podías seguir andando, pero acaso no indefinidamente. Al fondo estaban las Montañas. Se iban aproximando, muy despacio. No parecían formar parte del cuadro, o en todo caso solo como nexo de unión con algo más, algo distinto entrevisto tras los árboles, una dimensión mas, otro paisaje.

Niggle paseaba, pero no se limitaba a vagar. Observaba con detalle el entorno. El Árbol estaba completo, aunque no terminado. ("Justo todo lo contrario de lo que antes ocurría", pensó). Pero en el Bosque había unas cuantas parcelas por concluir, que todavía necesitaban ideas y trabajo. Ya no era necesario hacer modificaciones, todo estaba bien, pero había que proseguir hasta lograr el toque definitivo. Y en cada momento Niggle veía la pincelada precisa.

Se sentó bajo un árbol distante y muy hermoso: una variedad del Gran Árbol, pero con su propia identidad o a punto de alcanzarla, si recibía un poco más de atención. Y se puso a hacer cábalas sobre dónde empezar el trabajo y dónde terminarlo y cuánto tiempo le llevaría. No pudo concluir todo el esquema.

"¡Claro!", dijo. "¡Necesito a Parish! Hay muchas cosas de la tierra, las plantas y los árboles que él entiende y yo no. No puedo concebir este lugar como mi coto privado. Necesito ayuda y consejo. ¡Tenía que haberlos pedido antes!".

Se levantó y caminó hasta el lugar en que había decidido comenzar el trabajo. Se quitó la chaqueta. En aquel momento, medio escondido en una hondonada que le protegía de otras miradas, vio a un hombre que, con cierto asombro, paseaba la vista en derredor. Se apoyaba en una pala, pero estaba claro que no sabía qué hacer. Niggle le saludó: "¡Parish!", gritó.

Parish se echó la pala al hombro y vino hacia él. Aún cojeaba un poco. Ninguno habló; simplemente se saludaron con un movimiento de cabeza, como solían hacer cuando se cruzaban en el camino; sólo que ahora se pusieron a caminar juntos, tomados del brazo. Sin una sola palabra Niggle y Parish se pusieron de acuerdo sobre el lugar exacto donde levantar la casita y jardín que se les antojaban necesarios.

Mientras trabajaban al unísono, se hizo evidente que Niggle era el más capacitado de los dos a la hora de distribuirse el tiempo y llevar a buen término la tarea. Aunque parezca extraño fue Niggle el que más se absorbió en la construcción y jardinería, mientras que Parish se extasiaba en la contemplación de los árboles y especialmente del Árbol.

Un día Niggle estaba atareado plantando un seto; Parish se encontraba muy cerca, echado sobre la hierba y observando con atención una bella y delicada flor amarilla que crecía entre el verde césped. Niggle había sembrado hacía algún tiempo un buen número entre las raíces de su Árbol. De pronto Parish levantó la vista. Su cara resplandecía bajo el sol mientras sonreía.

"¡Esto es extraordinario!", dijo. "En realidad yo no debía estar aquí: gracias por hablar en mi favor".

"¡Bah, tonterías!", dijo Niggle. "No recuerdo lo que dije, pero, de todas formas no tuvo importancia".

"¡Oh, sí!", dijo Parish, "la tiene. Me rescató mucho antes. La Segunda Voz, ya sabes, hizo que me enviaran aquí. Dijo que tu habías pedido verme. Esto te lo debo a ti."

"No. Se lo debemos a la Segunda Voz", dijo Niggle. "Los dos".

Siguieron viviendo y trabajando juntos. No sé por cuánto tiempo. No sirve de nada negar que al comienzo había ocasiones en que no se entendían, sobre todo cuando estaban cansados. Porque en un principio, de cuando en cuando, se cansaban. Comprobaron que a ambos les habían entregado un reconstituyente. Los dos frascos llevaban la misma indicación: "Tomar unas pocas gotas diluidas en el agua Manantial, antes de descansar".

Encontraron el Manantial en el corazón del Bosque; sólo una vez, hacía muchísimo tiempo, había pensado Niggle en él; pero no llegó nunca a dibujarlo. Ahora comprendió que era el origen del lago que brillaba a lo lejos y la razón de cuanto crecía en los contornos. Aquellas pocas gotas convertían el agua en un astringente, que, aunque bastante amargo, era reconfortante y despejaba la cabeza. Después de beber descansaban a solas; luego se levantaban y las cosas marchaban de maravilla. En tales ocasiones Niggle soñaba con nuevas y espléndidas flores y plantas, y Parish sabía siempre cómo colocarlas y dónde habían de quedar mejor. Bastante antes de que se les terminase el tónico, habían dejado de necesitarlo. También desapareció la correa de Parish.

A medida que el trabajo progresaba se permitían más y más tiempo para pasear por los alrededores, contemplando los árboles y las flores, las luces, las sombras y la condición de los campos. En ocasiones cantaban a una. Pero Niggle se dio cuenta de que comenzaba a volver los ojos, cada vez con mayor frecuencia, hacia las Montañas.

Pronto tuvieron casi todo terminado: la casa de la hondonada, el césped del bosque, el lago y todo el paisaje, cada uno en su propio estilo. El Gran Árbol estaba en plena floración.

"Terminaremos al atardecer", dijo Parish un día. "Luego nos iremos a dar un paseo que esta vez será realmente largo".

Partieron al día siguiente y cruzaron la distancia hasta llegar al confín. Este no era visible, por supuesto: no había ninguna línea, valla o muro; pero supieron que habían llegado al extremo de aquella región. Vieron a un hombre con pinta de pastor. Se dirigía a ellos por los declives tapizados de hierba que llevaban hacia las Montañas.

"¿Necesitan un guía?", pregunto. "¿Van a seguir adelante?".

Durante unos momentos se extendió una sombra entre Parish y Niggle, porque este sabía ahora que sí quería continuar y (en cierto sentido) tenía que hacerlo. Pero Parish no quería seguir ni estaba aún preparado.

"Tengo que esperar a mi mujer", le dijo a Niggle. "Se sentía sola. Creí oírles que la enviarían después de mi en cualquier momento, cuando estuviese lista y yo lo tuviera todo preparado. La casa ya esta terminada, e hicimos lo que estaba en nuestras manos. Pero me gustaría enseñársela. Espero que ella pueda mejorarla, hacerla mas hogareña. Y confío que también le gustase el sitio." Se volvió hacia el pastor. "¿Es usted guía?", pregunto. "¿Puede decirme como se llama este lugar?".

"¿No lo sabe?", dijo el hombre. "Es la Comarca de Niggle. Es el paisaje que Niggle pintó, o una buena parte de él. El resto se llama ahora el Jardín de Parish."

"¡El paisaje de Niggle!", dijo Parish asombrado. "¿Imaginaste tu todo esto?. Nunca pensé que fueras tan listo. ¿Por que no me dijiste nada?".

"Intentó hacerlo hace tiempo", dijo el hombre, "pero usted no prestaba atención. En aquellos días solo tenía el lienzo y los colores, y usted pretendía arreglar el tejado con ellos. Esto es lo que usted y su mujer solían llamar "el disparate de Niggle", o "ese Mamarracho"."

"¡Pero entonces no tenia este aspecto; no parecía real!", dijo Parish.

"No, entonces era solo un vislumbre", dijo el hombre; "pero usted podía haberlo captado si hubiera creído que merecía la pena intentarlo".

"Nunca te di muchas facilidades", dijo Niggle. "Jamás intente darte una explicación. Solía llamarte Viejo Destripadores. Pero, ¿que importa eso ahora!. Hemos vivido y trabajado juntos últimamente. Las cosas podían haber sido diferentes, pero no mejores. En cualquier caso, me temo que yo he de seguir adelante. Espero que volvamos a vernos: debe haber muchas mas cosas que podamos hacer juntos. Adiós."

Estrecho con calor la mano de Parish: una mano que dejaba traslucir bondad, firmeza y sinceridad. se volvió y miro un momento hacia atrás. Las flores del Gran Árbol brillaban como una llama. Los pájaros cruzaban el aire entre trinos. Sonrió, al tiempo que se despedía de Parish con una inclinación de cabeza, y siguió al pastor.

Iba a aprender a cuidar ovejas y a saber de los pastos altos y a contemplar un cielo mas amplio y caminar siempre más y más en permanente ascensión hacia las Montañas: No alcanzo a imaginar que fue de él al haberlas cruzado. Incluso el infeliz de Niggle podía en su antiguo hogar vislumbrar las lejanas Montañas, y estas encontraron un lugar en su cuadro; pero como sean en realidad, o que pueda haber al otro lado, solo lo saben quienes han ascendido a su cima.

* * *

"Creo que era un pobre estúpido", dijo el Concejal Tompkins. "Desde luego, un inútil. Sin ningún valor para la sociedad."

"Bueno, no sé", dijo Atkins que solo era un maestro, alguien sin mayor importancia. "No estoy muy seguro. Depende de lo que entienda por valor."

"Sin utilidad practica o económica", dijo Tompkins. "Me atrevería a decir que se podría haber hecho de él un ser de alguna utilidad si ustedes los maestros supiesen cual es su obligación. Pero no lo saben. Y así nos encontramos con inútiles como éste. Si yo mandase en este país, les pondría a él y a los de su clase a trabajar en algo apropiado para ellos, lavando platos en la cocina comunal o algo por el estilo, y me preocuparía de que lo hiciesen bien. O los pondría en la calle. Hace tiempo que debí haberlo echado."

"¿Echarlo?. ¿Quiere decir que lo habría obligado a salir de viaje antes de cumplirse el tiempo?".

"Sí, si usted se empeña en usar esa expresión vacía y anticuada. Empujarlo a través del túnel al Gran Vertedero: eso era lo que yo quería decir."

"Entonces no cree que la pintura valga nada, que no hay porque conservarla, mejorarla, o aun utilizarla."

"Claro, la pintura es útil", dijo Tompkins. "Pero no se podía usar la suya. Hay cantidad de oportunidades para los jóvenes agresivos que no teman las ideas ni los métodos nuevos. Ninguna para esta vieja morralla. Solo son ensueños personales. No hubiese sido capaz de diseñar un buen póster ni aunque lo matasen. Siempre jugueteando con hojas y flores. En cierta ocasión le pregunte la causa. ¡Me contesto que las encontraba hermosas!. ¿puede creerlo?. ¡Dijo hermosas!. ¿Qué?, le pregunte yo, ¿los órganos digestivos y genitales de las plantas?. Y no encontró contestación. Pobre majadero."

"¡Majadero!", suspiro Atkins. "Si, pobre hombre, nunca termino nada. Bueno, sus telas han quedado para "mejores usos" desde que él se marcho. Pero yo no estoy muy seguro, Tompkins. ¿Recuerda aquella grande que emplearon para reparar la casa vecina después del ventarrón y las inundaciones?. Encontré tirada en el campo una de las escenas. Estaba estropeada, pero se podía distinguir el dibujo: la cima de un monte y un grupo de hojas. No puedo quitármelo de la mente".

"¿De donde?", dijo Tompkins.

"¿De que estáis hablando?", tercio Perkins, intentando evitar la discusión. Atkins se había puesto completamente colorado.

"No merece la pena repetir la palabra", dijo Tompkins. "no sé por qué perdemos el tiempo hablando de esto. El no vivió en la ciudad."

"No", dijo Atkins. "Pero usted de todas formas ya le había echado el ojo a su casa. Por esa razón solía visitarlo y burlarse de el mientras se tomaba su té. Bueno, ahora ya ha conseguido la casa, además de la que tiene en la ciudad. Así que ya no necesita envidiarle. Hablábamos de Niggle, si le interesa, Perkins."

"¡Oh, pobrecillo Niggle", comento Perkins. "No sabia que pintase".

Aquella fue seguramente la ultima vez que el nombre de Niggle surgió en una conversación. A pesar de todo, Atkins conservo aquel único retazo de lienzo. La mayor parte de el se echó a perder, aunque una preciosa hoja permaneció intacta. Atkins la hizo enmarcar. Mas tarde la donó al Museo Municipal, y durante algún tiempo el cuadro titulado "Hoja, de Niggle" estuvo colgado en un lugar apartado y solo unos pocos ojos lo contemplaron. Pero luego el Museo radio, y el país se olvido por completo de la hoja y de Niggle.

* * *

"Desde luego, está resultando muy útil", dijo la Segunda Voz. "Como lugar de vacaciones y de descanso. Es magnífico para los convalecientes; Y no sólo por eso: a muchos les resulta la mejor preparación para las Montañas. En algunos casos logra maravillas. Cada vez envío mas gente allí. Rara vez tiene que regresar."

"Si, es cierto", dijo la Primera Voz. "Creo que deberíamos dar un nombre a esa comarca. ¿Cual sugiere?".

"El Maletero se encargo de ello hace ya algún tiempo", dijo la Segunda Voz. "El tren de Niggle-Parish esta a punto de salir: eso es lo que ha venido gritando durante años. Niggle-Parish. Les envié un mensaje a los dos para comunicárselo."

"¿Y que opinaron?".

"Se rieron. Se rieron, y las Montañas resonaron con su risa."

sábado, abril 17, 2010

Claro de luna

Por GUY DE MAUPASSANT

El padre Marignan llevaba con gallardía su nombre de guerra. Era un hombre alto, seco, fanático, de alma exaltada, pero recta. Decididamente creyente, jamás tenía una duda. Imaginaba con sinceridad conocer perfectamente a Dios, penetrar en sus designios, voluntades e intenciones.

A veces, cuando a grandes pasos recorría el jardín del presbiterio, se le planteaba a su espíritu una interrogación: "¿Con qué fin creó Dios aquello?" Y ahincadamente buscaba una respuesta, poniéndose su pensamiento en el lugar de Dios, y casi siempre la encontraba. No era persona capaz de murmurar en un transporte de piadosa humildad: "¡Señor, tus designios son impenetrables!" El padre Marignan se decía a sí mismo: "Soy siervo de Dios; debo, por tanto, conocer sus razones de obrar y adivinar las que no conozco."

Todo le parecía creado en la naturaleza con una lógica absoluta y admirable. Los principios y fines se equilibraban perfectamente. Las auroras se habían hecho para hacer alegre el despertar, los días para madurar el trigo, las lluvias para regarlo, las tardes oscuras para predisponer al sueño, y las noches para dormir. Las cuatro estaciones correspondían totalmente a las necesidades de la agricultura; y jamás el sacerdote sospecharía que no hay intenciones en la naturaleza, y que todo lo que existe, al contrario de lo que él pensaba, se sometió a las duras necesidades de las épocas, de los climas y de la materia.


Sin embargo, el padre Marignan odiaba a las mujeres, las odiaba inconscientemente y las despreciaba por instinto. Repetía casi siempre las palabras de Cristo: "Mujer, ¿qué hay de común entre tú y yo?" Y entonces añadía: "Se diría que el mismo Dios estaba descontento de aquella creación suya." Para él, la mujer era la criatura doce veces impura de que habla el poeta. Era el ser tentador que había arrastrado al pecado al primer hombre y que continuaba la obra infernal, el ente flaco, peligroso, misteriosamente perturbador. Y más aún, que su cuerpo de perdición detestaba a su alma amorosa.

En alguna ocasión había sentido esa ternura femenina envolviéndole, y aunque se supiese inexpugnable, se exasperaba ante la necesidad de amar que palpitaba incesantemente en tales criaturas.

En su opinión, la mujer sólo existía para tentar al hombre y probarlo. Nadie debería aproximarse a ella sin las precauciones defensivas y los recelos que se tienen ante las celadas. Y en verdad se parecía a una celada, de labios suplicantes y brazos abiertos, tendida al hombre.

El padre Marignan apenas tenía indulgencia para las religiosas, cuyo voto las hacía inofensivas; pero, a pesar de ello, las trataba con rudeza, porque sentía que, latente en el fondo de sus corazones enclaustrados, tenían aquella perpetua ternura, alcanzándole a él, aunque fuese cura.

La presentía en aquellas miradas más húmedas de piedad que las de los frailes, en aquellos éxtasis donde se transparentaba siempre la mujer, en aquellos transportes de amor a Cristo que le indignaban, porque en ellas todo era materia; veía la maldita ternura en la propia docilidad, en la dulzura de la voz cuando le hablaban, en los ojos puestos en el suelo, en las lágrimas resignadas, si él las reprendía con dureza.

Sacudía la sotana en las puertas del convento y salía de allí rápidamente como si huyese de un peligro.

Tenía el cura una sobrina que vivía con su madre en una casita próxima. Se le había metido en la cabeza hacer de ella una hermana de la caridad.

Era bonita, alegre y zalamera. Cuando el padre la reprendía se limitaba a reír, y cuando la regañaba de veras lo besaba con vehemencia, apretándolo contra su corazón, mientras el sacerdote, involuntariamente, procuraba deshacerse de aquel abrazo, que al mismo tiempo le proporcionaba una dulce alegría y despertaba en él la sensación de paternidad que yace en el fondo de todo hombre.

Muchas veces le hablaba de Dios, de su Dios, mientras caminaban por los campos; pero la joven no le escuchaba y miraba el cielo, las hierbas, las flores, con una alegría de vivir que se le asomaba a los ojos. En algunas ocasiones corría para coger una mariposa, exclamando al traerla consigo: "Mire tío, ¡qué linda es! ¡Hasta siento deseos de besarla!" Y esta necesidad de besar bichos o flores encorajinaba, irritaba y revolvía al padre, que una vez más tropezaba con la enraizada ternura que germina siempre en el corazón femenino.

Pero un día, la mujer del sacristán, que cuidaba de las faenas domésticas de la casa del padre Marignan, le comunicó cautelosamente que su sobrina tenía un enamorado.

Sintió un asombro tan grande, que quedó sofocado, sin poder hablar, con la cara llena de jabón, pues en aquel momento empezaba a afeitarse.

Tan pronto como se halló en estado de reflexionar y de poder pronunciar alguna palabra, exclamó:

—¡Está usted mintiendo, Melania! ¡Eso no es verdad!

Mas la campesina juró solemnemente:

—¡Que Nuestro Señor no me dé más de una hora de vida si yo le miento, señor cura! Ella se entrevista con él todas las noches después que su señora hermana está acostada. Se encuentran en las márgenes del río. Si quisiera verlos e ir allá, es entre las diez y la media noche.

El párroco dejó el afeitado de su cara y púsose a pasear de un lado para otro, como hacía siempre en las ocasiones de grave meditación. Cuando volvió a afeitarse, se cortó tres veces entre la nariz y la oreja.

Durante todo el día se mantuvo silencioso, lleno de indignación y de cólera; a su indignación de eclesiástico ante el invencible amor, se unía una exasperación de padre moral, de tutor, de director espiritual engañado, eludido por una criatura; esa cólera egoísta de los padres a quienes la hija anuncia que hizo sin ellos y sin su consentimiento la elección del marido.

Después de comer intentó leer un rato, pero no lo consiguió; se sentía cada vez más indignado. Al sonar las diez tomó el bastón, una enorme rama de árbol que llevaba siempre en sus caminatas nocturnas cuando iba a llevar los Sacramentos a algún moribundo. Contempló sonriendo la enorme garrota con sólido puño campesino mientras la agitaba amenazadoramente, y, de repente, la levantó y, con los dientes apretados, golpeó una silla, cuyo respaldo roto cayó al suelo.

Al abrir la puerta para salir, se detuvo sorprendido por la extraordinaria luz de la luna, bella como casi nunca suele verse.

Poseedor de un espíritu entusiasta, espíritu que todos los padres de la iglesia, esos poetas soñadores, deberían tener, se sintió repentinamente distraído de lo que tanto le preocupaba, impresionado por la grandiosa y serena belleza de la pálida noche.

En el jardincillo del presbiterio, bañado por suave luz, los árboles en flor alineados en filas, dibujaban sobre el paseo sus sombras de frágiles ramos de hojas que nacían, en tanto la madreselva gigante, unida al muro de la casa, exhalaba deliciosos aromas como azucarados, que vagaban en la noche fresca y clara como un alma perfumada.

El párroco respiró hondo, bebiendo el aire como los ebrios beben vino, y fue caminando a pasos lentos, feliz, maravillado, olvidándose casi de la sobrina.

Cuando llegó al campo se paró para contemplar la llanura inundada por la luna acariciadora, sumergida en el encanto suave y lánguido de las noches serenas.

Las ranas lanzaban al espacio, incesantemente, sus notas cortas y metálicas, y ruiseñores lejanos dejaban oír una música que provocaba los sueños y no obligaba a pensar, esa música leve y vibrante que parece creada para los besos, bajo la seducción de la luna.

El cura continuó su camino con el corazón turbado sin que supiese el porqué. Sentíase de repente débil y agotado; tenía deseos de sentarse, de quedarse allí a contemplar y admirar a Dios a través de su obra.

A lo lejos, siguiendo las ondulaciones del riachuelo, serpenteaba la línea extensa de los chopos. Una neblina fría, un vapor blanco que atravesaban los rayos de luna, tornándolo plateado y brillante, estaba suspendido alrededor y encima de sus márgenes y envolvía el curso tortuoso de las aguas en una especie de algodón leve y transparente.

Una vez más se detuvo el padre Marignan, empapado hasta el fondo de su alma de un enternecimiento creciente, irresistible. Y una vaga inquietud lo iba invadiendo; sentía nacer dentro de sí una de sus habituales interrogaciones:

¿Con qué fin había creado Dios semejante noches? Pues, si estaban destinadas al sueño, a la inconsciencia, al reposo, al olvido de todo, ¿para qué hacerlas más bellas que los días, más dulces que las auroras y las tardes? Y ¿por qué razón ese astro lento y seductor (más poético que el sol y que parece destinado, de tal manera es discreto, a iluminar cosas demasiado deliciosas y misteriosas para la luz del día) transformaba las tinieblas en transparencia?

¿Por qué razón el más hábil de los pájaros cantores no descansaba como los otros y se hacía oír en la sombra perturbadora?

¿Para qué envolvía el mundo aquel fino velo?

¿Y porqué los estremecimientos del corazón, la emoción del alma y la languidez del cuerpo?

¿A quién estaba destinado aquel desdoblar de encantos que los hombres no contemplaban, porque reposaban en sus lechos?

¿Para quién, entonces, ese espectáculo sublime, esa abundancia de poesía lanzada del Cielo a la tierra?

Y el párroco no encontraba explicación. Pero he aquí que distantes, a la orilla del prado, bajo la bóveda de los árboles húmedos y brillantes de rocío, habían aparecido dos sombras caminando muy unidas.

El hombre era más alto e iba abrazado al cuello de su compañera; de vez en cuando la besaba en la cabeza. Sus figuras animaron de repente el paisaje inmóvil que los rodeaba como un marco divino creado para ellos.

Se diría que no eran más que un solo ser para quien se destinaba aquella tranquila y silenciosa noche; venían en dirección al sacerdote como una respuesta viva, la respuesta que el Señor concedía a su pregunta.

El continuó allí con el corazón palpitante, turbado, imaginando ver una escena bíblica como los amores de Ruth y Booz o la realización de un designio de Dios en uno de aquellos grandes cenáculos de que hablan las Escrituras. Se acordó de los versículos del Cantar de los Cantares, de las llamadas de amor, de todo el calor de ese poema ardiente de ternura.

Y se dijo a sí mismo: "Tal vez Dios hiciese estas noches para velar de ideal los amores de los hombres."

Iba retrocediendo frente a la abrazada pareja que avanzaba siempre. Era la sobrina, sin duda. Sin embargo, el sacerdote se preguntaba a sí mismo si no iría él a desobedecer a Dios. Pues, ¿no era que Dios permitía el amor al rodearlo de un esplendor así?

Y el cura huyó, desorientado, casi con vergüenza, como si acabase de penetrar en un templo en el que no tuviera derecho de entrar.

lunes, abril 12, 2010

La casa vacía

Por E. T. A. HOFFMANN

Ya sabéis -comenzó a decir Teodoro- que pasé el último verano en ***. Los numerosos amigos y conocidos que encontré allí, la vida amable y despreocupada, las numerosas manifestaciones artísticas y científicas, todo me retuvo. Nunca me sentía tan contento como cuando me entregaba por entero a mi pasión de vagabundear por las calles, deteniéndome para ver los grabados en cobre que se exhibían en las puertas, deleitarme con los letreros y observando a las personas que salían a mi encuentro, con idea de hacerles un horóscopo; pero no sólo me atraía irresistiblemente la riqueza de las obras de arte y el lujo, sino la contemplación de los magníficos y suntuosos edificios. La alameda, ornada de construcciones semejantes, que conduce a la Puerta de *** es el punto de reunión de un público dispuesto a gozar de la vida, ya que pertenece a la clase alta o acomodada.

En los pisos bajos de los grandes palacios exhibíanse la mayor parte de las veces mercancías lujosas, mientras que en los altos habitaba gente de las clases mencionadas. Las hosterías más elegantes estaban, por lo general, en esta calle y los representantes extranjeros vivían en ella; así podéis suponer que allí había una animación especial y mayor movimiento que en otro lugar de la ciudad, dando la sensación de hallarse más poblada de lo que realmente estaba. El interés por vivir en aquel sitio hacia que muchos se conformasen con una pequeña vivienda, menor de lo que les correspondía, de suerte que muchas familias habitaban en una misma casa, como si ésta fuera una colmena.

Con frecuencia paseaba yo por tal avenida, cuando un día, de pronto, me fijé en un paraje que difería de los demás de extraña manera. Imaginaos una casita baja, con cuatro ventanas, en medio de dos bellos y elevados edificios, cuyo primer piso apenas si se elevaba más que los bajos de las casas vecinas, y cuyo techo, en mal estado de conservación, así como las ventanas, cubiertas en parte con papeles, y los muros descoloridos, daban muestra del total abandono en que la tenía su propietario. Suponed qué aspecto tendría aquella casa entre dos mansiones suntuosas y adornadas con lujosa profusión. Permanecí delante contemplándola y observé al aproximarme qué todas las ventanas estaban cerradas, que delante de la ventana del piso bajo se levantaba un muro y que la acostumbrada campanilla de la puerta cochera, así como la de la puerta principal, no existían; ni tan siquiera había un aldabón o llamador. Con el tiempo llegué al convencimiento de que la casa estaba deshabitada, ya que nunca, pasase a la hora que fuera, veía la menor huella de un ser humano. ¡Una casa deshabitada en esa parte de la ciudad! Era algo muy raro, aunque posiblemente tendría una explicación natural: que su dueño estuviese haciendo un largo viaje o que viviese en posesiones muy lejanas, sin atreverse a alquilar o Vender este inmueble, por si lo necesitaba en el caso de volver a ***. Eso pensaba yo, y, sin saber cómo, me encontraba siempre paseando por delante de la casa vacía, al tiempo que permanecía, no tanto sumergido en extraños pensamientos, como enredado en ellos.

Bien sabéis todos, queridos compañeros de mi alegre juventud, que siempre me considerasteis un visionario, y que cuantas veces las extrañas apariencias de un mundo maravilloso entraban en mi vida, vosotros, con vuestra rígida razón, lo combatíais. ¡Pues bien! Ahora podéis poner las caras de desconfianza que queráis, pues he de confesaros que yo también a veces he sufrido engaños, y que con la casa vacía parecía ir a ocurrir algo semejante, pero... al final vendrá la moraleja que os dejará aniquilados. ¡Escuchad! i Vamos al asunto!

Un día, y precisamente a la hora en que el buen tono ordena pasear arriba y abajo por la alameda, estaba yo, como de costumbre, absorto en mis pensamientos, contemplando la casa vacía. De pronto, noté Sin mirar que alguien se había colocado a mi lado y me observaba fijamente. Era el conde P., en muchos puntos tan afín a mí, y no me cabe la menor duda de que también estaba interesado en la casa misteriosa. Me sorprendió que, al comunicarle la extraña impresión que me había causado esa casa deshabitada en aquella parte tan frecuentada de la ciudad, sonriese irónicamente, si bien al punto me aclarase todo. El conde P. había ido mucho más lejos que yo. Después de múltiples observaciones y combinaciones, había dado con la explicación de porqué se encontraba la casa en aquel estado, y precisamente la explicación estaba relacionada con una extraña historia, que sólo la más viva fantasía del poeta podía haber imaginado. Voy ahora a referiros la historia del conde, que recuerdo con entera claridad, y, por lo que respecta a lo que me sucedió luego, me siento tan excitado todavía, que os lo contaré después.

¡Qué sorpresa fue la del conde al enterarse de que la casa vacía sólo alojaba los hornos del confitero, cuyos lujosos escaparates atraían al viandante! Por eso las ventanas del bajo, donde estaban los hornos, permanecían tapiadas y las habitaciones del primer piso, con las cortinas echadas para evitar el sol y los insectos, protegiendo así los artículos confitados. Cuando el conde me contó esto, sentí como si me hubieran arrojado un jarro de agua fría o como si demonios enemigos hicieran burla de mis sueños poéticos... Pese a aquella explicación prosaica, siempre que desde entonces pasaba ante ella, no dejaba de mirar la casa deshabitada, y, siempre que la miraba, sentía ligeros estremecimientos al imaginar toda clase de escenas extrañas. No me acostumbraba a la idea de la confitería, de los mazapanes, de los bombones, de las tartas, de las frutas escarchadas, etcétera. Una extraña combinación de ideas hacía que todo me sonase a secretos simbolismos y que pareciese decirme: «¡No os asustéis, amigo mío! Somos dulces criaturas, pero de un momento a otro estallará un trueno.»

Entonces yo volvía a pensar: «¿No eres acaso un loco, un iluso, que siempre tratas de convertir lo vulgar en algo maravilloso? ¿Tienen razón acaso tus amigos cuando te consideran un exaltado visionario?»




La casa, no podía ser de otro modo, permanecía siempre igual. Llegó un momento en que, al habituarse mi vista a ella y a las ilusorias figuras que parecían reflejarse en las paredes, éstas poco a poco fueron desapareciendo. Sin embargo, una casualidad hizo que lo que parecía dormido volviese a despertar. El hecho de haber quedado todo, a pesar mío, reducido a algo prosaico, como podéis imaginar, no impedía que yo siguiese mirando la fabulosa casa conforme a mi manera de pensar, pues soy fiel caballero de lo maravilloso.

Sucedió, pues, que un día en que, como de costumbre, paseaba por la alameda a las doce, mi mirada se fue a detener en las ventanas cubiertas por cortinas de la casa vacía. Noté que la cortina de la última ventana, justamente junto a la tienda de la confitería, comenzaba a moverse. Dejáronse ver una mano y un brazo. Con mis gemelos de ópera pude observar claramente la bella mano femenina, de blancura resplandeciente, en cuyo dedo meñique refulgía con desusado destello un brillante, y desde cuyo brazo redondeado, de belleza exuberante, lanzaba sus destellos un rico brazalete. La manó colocó un frasco de cristal de extraña forma en el alféizar de la ventana y desapareció tras la cortina.

Me quedé inmóvil; una rara y agradable emoción recorrió mi interior, a la manera de un calor eléctrico. Fijamente permanecí mirando a la ventana fatal y de mi pecho se escapó un suspiro. Por último, sentí como si fuese a desmayarme, y poco rato después me encontré rodeado de gentes de todas clases, que me observaban con semblante de curiosidad. Esto me disgustó, pero enseguida me di cuenta de que toda aquella muchedumbre no cesaba de comentar admirada que había caído desde un sexto piso un gorro de dormir sin que se le hubiese desgarrado ni una sola malla. Me alejé lentamente, mientras el demonio prosaico me susurraba con toda claridad al oído que la mujer del confitero, alhajada como en día de fiesta, se había asomado para dejar en la ventana un frasco de agua de rosa vacío. ¡Qué extraña ocurrencia! Pero, de pronto, tuve un pensamiento audaz; regresé al instante a contemplar el escaparate de la Confitería inmediato a la casa vacía y entré.

Mientras soplaba la espuma del hirviente chocolate que había pedido, comencé a decir:

-En realidad habéis ampliado mucho vuestro establecimiento...

El confitero echó con presteza un par de bombones de colores en el cucurucho de papel y, dándoselos a la encantadora joven que lo solicitaba, apoyó sus brazos en el mostrador, mirándome sonriente. Volví a repetirle que había hecho muy bien en colocar el horno en la casa contigua, aunque resultaba extraña y triste la casa vacía en medio de la animada fila de edificios.

-¡Eh, señor! -repuso el confitero-. ¿Quién le ha dicho que la casa de ahí al lado me pertenece? Han sido vanos todos mis intentos de adquirirla, aunque bien creo que esa casa posiblemente oculte un enigma.

Ya podéis suponeros, amigos míos, en qué estado de excitación me dejó esta respuesta y qué reiteradamente le supliqué que me dijese algo más de la casa.

-¡Pues, sí, señor mío! -díjome-. En realidad no sé nada raro de la casa; únicamente puedo aseguraros que pertenece a la condesa de S., que vive en sus posesiones, y desde hace muchos años no viene a ***. Como entonces no se habían construido los magníficos edificios que existen ahora, según me han contado, la casa está en el mismo estado que antaño y nadie sabe nada de la completa decadencia en que Se encuentra ahora. Sólo dos seres vivientes la habitan: un ancianísimo administrador muy huraño y un perro gruñón, que a veces, en el patio de atrás, ladra a la Luna. El rumor popular dice que debe haber fantasmas en la casa vacía. Realmente mi hermano (el dueño de la tienda) y yo hemos oído varias veces en el silencio de la noche, sobre todo en Nochebuena, cuando el negocio nos hace estar al pie del mostrador ruidos extraños que parecen venir a través de la pared desde la casa vecina. Luego comienzan a oírse unos sonidos estridentes y un rumor que nos parece horrible. Aún no hace mucho que una noche se oyeron cánticos, tan raros que apenas si puedo describirlos. Parecía la voz de una mujer de edad, pero el tono era tan penetrante, las cadencias tan variadas y los gorgoritos tan agudos, que ni siquiera los he oído en Italia, en Francia o en Alemania a las muchas cantantes que he conocido. Me pareció como si cantase con palabras francesas, que, sin embargo, no podía distinguir bien, aunque llegó un momento en que no pude oír más aquel canto loco y fantasmal que me ponía los pelos de punta. A veces, cuando el bullicio de la calle cesaba un poco oíamos detrás del cuarto trastero profundos suspiros y luego un reír sofocado que parecía venir del suelo; pero, con el oído pegado a la pared, podía percibirse que era en la casa vecina donde suspiraban y reían. Fíjese -dijo mientras me conducía a la habitación última y señalaba a través de la ventana-, fíjese usted en aquel tubo de metal que sale del muro. A menudo humea tanto, incluso en verano, cuando nadie necesita calefacción, que mi hermano muchas veces ha regañado con el inquilino por temor a un incendio. Pero éste se disculpa, diciendo que cocina su comida. Ahora bien, lo que coma, eso sólo Dios lo sabe, pues con frecuencia se propaga un olor muy especial sobre todo cuando el tubo humea mucho.

La puerta de cristal de la tienda resonó, y el confitero apresuróse, al tiempo que me lanzaba una mirada y me hacía una seña indicando a la persona que entraba, seña que comprendí perfectamente. ¿Quién podía ser aquel extraño personaje sino el administrador de la casa misteriosa? Imaginaos un hombrecillo delgado y seco, con semblante de momia, nariz aguda, labios contraídos, ojos chispeantes y verdes, de gato, sonrisa de loco, el pelo negro rizado a la antigua moda y empolvado, un tupé altísimo engomado y, colgando, una gran bolsa de piel llamada «Postilion d'Amour». Usaba un viejo vestido de color café 'desvaído, aunque muy bien cepillado y limpio, y grandes zapatos desgastados, con hebillas. Imaginaos que esta personilla se dirigió, mejor dicho dirigió su enorme puño, de dedos largos y robustos, hacia el escaparte y, medio sonriendo y medio contemplando los dulces preservados por el cristal, dijo con voz gemebunda y desvaída:

-Un par de naranjas confitadas, un par de almendrados, un par de marrons glacés.

Decidme y juzgad si no había motivo para pensar algo raro. El confitero sirvió todo lo que el anciano pedía.

«¡Pesadlo, pesadlo, honorable señor vecino!», parecía susurrar aquel hombre extraño.

Luego sacó del bolsillo, mientras gemía y suspiraba, una pequeña bolsa de cuero y buscó trabajosamente el dinero. Noté que las monedas que iba contando sobre el mostrador estaban ya en desuso. Con voz quejumbrosa murmuró:

-Dulce..., dulce..., dulce debe ser todo... Por parte mía, todo dulce... Satanás unta el hocico de su novia con miel..., pura miel.

El confitero me miró riéndose, y luego dijo al viejo:

-Se diría que no os encontráis bien; la edad, debe ser la edad; las fuerzas disminuyen.

Sin alterar su gesto, el viejo exclamó con voz aguda:

-¿Edad? ¿Edad? ¿Que disminuyen las fuerzas? ¿Débil yo, flojo? ¡Ja, ja, ja!

Y tras esto cerró los puños, haciendo crujir sus articulaciones, y dio tal salto en el aire, tras pisar con fuerza, que toda la tienda se estremeció y los cristales resonaron temblorosos. Pero en el mismo instante oyóse una algarabía espantosa: el viejo había pisado al perro negro, que se fue a meter entre sus piernas.

-¡Maldita bestia! ¡Maldito perro del infierno! -dijo en voz baja, mientras, abriendo el cucurucho, le ofrecía un almendrado grande. El perro, que se había puesto a llorar como si fuera una persona, se tranquilizó, sentóse sobre sus patas traseras y empezó a roer el almendrado como un hueso. Ambos terminaron a la vez: el perro con su almendrado y el viejo zampándose todo el cucurucho.

--Buenas noches, querido vecino -dijo alargando la mano al confitero y dándole tal apretón, que éste lanzó un grito de dolor-. El viejo y débil anciano os desea buenas noches, honorable señor confitero-repitió saliendo de la tienda y tras él su perro negro, relamiendo los restos del almendrado esparcidos por su hocico.

Me pareció que ni siquiera había reparado en que estaba yo allí, inmóvil y asombrado.

-Ahí le tenéis -comenzó a decir el confitero-, ahí le tenéis; así es como obra este viejo extraño, que aparece por aquí cuando menos dos o tres veces por semana, pero no hay forma de sacarle nada; sólo que es el mayordomo del conde de S., que ahora administra esta casa donde vive, y que espera todos los días, y así lleva muchos años, que la familia condal de S. retorne, y que por ese motivo no alquila la casa. Mi hermano un día fue a su encuentro y le preguntó qué era ese ruido tan extraño que hacía a medianoche, pero él. muy tranquilo, respondió:

-Si la gente dice que hay fantasmas en esta casa, no lo creáis; no es cierto.

A todo esto Sonó la hora en que el buen tono ordena visitar las confiterías. La puerta se abrió, y una multitud elegante entró, de modo que ya no pude preguntar más. No cabía la menor duda de que las noticias del conde P., acerca de la propiedad y el empleo de la casa, eran falsas; que el viejo administrador, no obstante su negativa, no vivía solo, y que allí se ocultaba un secreto. ¿Tenía alguna relación el extraño y espantoso cántico con el bello brazo que se mostró en la ventana? Aquel brazo no correspondía, no podía tener relación alguna, con el cuerpo de una mujer vieja. El cántico, sin embargo, conforme a la descripción del confitero, no provenía de la garganta de una muchacha. Además, recordé la humareda y el extraño olor de que me había hablado, así como el frasco de cristal visto por mí, y muy pronto se ofreció a mi mente la imagen de una criatura de bellos ojos, presa de poderes mágicos. Creí ver en el viejo un brujo fatal, un hechicero, que posiblemente no tenía relación alguna con la familia condal de S. y que, por cuenta propia, encontrábase en la casa abandonada haciendo de las suyas. Mi fantasía se puso a trabajar, y aquella misma noche, no sólo en sueños, sino en el delirio que precede al dormir, vi claramente la mano con el brillante refulgente en el dedo y el brazo ceñido por el rico brazalete. Un semblante bellísimo se me apareció entre la transparente niebla gris, semblante que tenía ojos azules, tristes y suplicantes, y luego la figura encantadora' de una joven en la plenitud de su belleza. Muy pronto me di cuenta de que, lo que tomaba por niebla, era la humareda que se desprendía del frasco de cristal que tenía la figura entre sus manos, y que subía en rizadas volutas hacia lo alto.

«¡Oh, mágica visión -exclamé extasiado-, oh, mágica visión! ¿Dónde te encuentras, quién te ha encadenado? ¡Oh, cuánto amor y tristeza hay en tu mirada! Bien sé que la magia negra te tiene prisionera, que eres la desgraciada esclava de un demonio malicioso, vestido con ropas marrones que trastea por la confitería, da saltos capaces de destruir todo y pisa a perros infernales, que alimenta con almendrados, cuando, a fuerza de aullidos, han consumado sus evocaciones satánicas... ¡Oh, ya lo sé todo, bella y encantadora criatura! ¡El diamante es el reflejo de tu brillo interior! ¡Ah!, si no le hubieses dado la sangre de tu corazón, ¿cómo iba a brillar así, con rayos tan multicolores y con tonos tan maravillosos que jamás ha podido ver un mortal? Sí, sé muy bien que el brazalete que ciñe tu brazo es una argolla de la cadena a que hacía referencia el hombre vestido de marrón, que es un eslabón magnético. ¡No le hagas caso, hermosa mía! Ya veo cómo se suelta y cae en la encendida retorta, desprendiendo llamas azuladas. ¡Yo lo he echado y ya estás libre! ¿Acaso no sé todo, acaso no sé todo, amada mía? Pero escúchame, encantadora, abre tus labios y dime...»

En el mismo instante un puño poderoso me empujó contra el frasco de cristal, que se rompió en mil pedazos, esparciéndose por el aire. Con un débil quejido de dolor, la encantadora figura desapareció en la oscura noche...

|Ah! Veo por vuestra sonrisa que de nuevo me tomáis por un visionario. Pero os aseguro que todo el sueño, si es que no queréis prescindir de este nombre, tenía el perfecto carácter de una visión. Como veo que continuáis sonriéndoos y negándoos a creerme, de un modo prosaico, prefiero no decir nada, sino terminar de una vez.

Apenas amaneció, corrí muy intranquilo y Heno de deseos hacia la alameda y me aposté frente a la casa vacía. Además de las cortinas interiores, había rejas. La calle estaba totalmente vacía. Acerquéme a la ventana del piso bajo y me puse a escuchar atentamente. Pero no oí nada; todo estaba en un silencio sepulcral. Ya se hacía de día y comenzaba a animarse el comercio; debía irme de allí. Os cansaría si os contase cuántos días fui a la casa en momentos diversos, y todo en vano, sin poder descubrir nada, y cómo todas mis investigaciones y observaciones no me procuraron ninguna noticia. Así es que, finalmente, la bella imagen de la visión que había contemplado fue esfumándose.

Mas he aquí que un día que volvía de dar un paseo por la tarde, al pasar por delante de la casa vacía noté que la puerta estaba medio abierta; entré. El hombre del traje marrón se asomó. Yo había tomado una resolución. Pregunté al viejo:

-¿Vive aquí Binder, el consejero de Hacienda?

Al tiempo empujaba la puerta para entrar en un vestíbulo iluminado débilmente por la luz de una lámpara. El viejo me miró con su sonrisa permanente y dijo con voz lenta y gangosa:

-No, no vive aquí; nunca ha vivido aquí, nunca vivirá aquí y tampoco vive en toda la alameda. Pero la gente dice que en esta casa hay fantasmas. Sin embargo, puedo asegurarle que no es cierto; es una casa muy tranquila, muy bonita, y mañana vendrá la respetable condesa de S. ¡Buenas noches, mi querido amigo!

Apenas terminó de decir esto, el viejo se las ingenió para echarme de la casa y cerrar la puerta tras de mí. Oí cómo resonaban las llaves en su llavero, mientras subía las escaleras, carraspeando y tosiendo. Aquel escaso tiempo fue suficiente sin embargo, para que viese qué en el vestíbulo colgaban tapices antiguos de varios colores y que la sala estaba amueblada con sillones de damasco rojo, todo lo cual le daba un aspecto extraño, ¡Nuevamente volvieron a despertarse en mi interior la fantasía y la aventura tras de haber entrado en la casa misteriosa!

Imaginaos..., imaginaos al día siguiente en qué estado volví a recorrer la alameda al mediodía. Al dirigir la mirada involuntariamente hacia la casa vacía, observé que algo brillaba en el piso alto. Al acercarme vi que la persiana estaba levantada y la cortina medio corrida. iOh, cielos! Apoyado en su brazo, el bello semblante de aquella visión mía me miraba suplicante. ¿Era posible permanecer quieto en medio de la muchedumbre? En aquel momento me fijé en el banco destinado a los viandantes, colocado precisamente ante la casa vacía, aunque de espaldas a la fachada. Con paso rápido caminé por la alameda y. apoyándome sobre el respaldo del banco, pude contemplar sin ser molestado la ventana fatal. ¡Si!, era ella, la encantadora y bella criatura, los mismos rasgos... Sólo que su mirada incierta... no se dirigía a mí, según me pareció, sino más bien denotaba algo artificial, como muerto. Daba la engañosa impresión de pertenecer a un cuadro, impresión que hubiera sido completa de no haberse movido el brazo y la mano. Totalmente absorto en la contemplación del extraño ser que estaba asomado a la ventana, y que me causaba tan rara exaltación, no oí la voz temblona de un vendedor ambulante italiano que inútilmente me ofrecía su mercancía. Como me tocase el brazo, volvíme con presteza y le reñí furioso. No me dejaba un instante con sus súplicas pedigüeñas. En todo el día no había ganado nada; decía que le comprase un par de lápices o un paquete de mondadientes. Impaciente, para librarme a toda prisa de aquel pesado, metí la mano en el bolsillo en busca de mi bolsa mientras él me decía:

-Aún tengo cosas más bonitas. Buscó en su caja y sacó un espejito, que estaba en el fondo con otros cristales, y me lo mostró de lejos. Volví a mirar la casa vacía, la ventana y los rasgos de aquel encantador y angelical semblante de la visión que se me había aparecido.

Apresurado compré el espejito, que me permitió, sin necesidad de molestar al vecino, mirar hacia la ventana. Así es que, contemplando durante largo rato el rostro misterioso, me sucedió que experimenté un sentimiento rarísimo e indescriptible, como si estuviera soñando despierto, Tuve la sensación de que me paralizaba, pero más bien que los movimientos del cuerpo, la mirada, que no podía apartar del espejo. Confieso con rubor que recordé aquellos cuentos infantiles que me relataba en mí tierna niñez la criada al acostarme, cuando me divertía contemplándome en el gran espejo de la habitación de mi padre. Me dijo entonces que, cuando los niños se miran mucho por la noche al espejo, ven la cara horrible de un desconocido, y esto hacía que a veces permanecieran mirando fijamente. Aquello me parecía horroroso, pero aun sobrecogido por el espanto, no podía dejar de mirar a través del espejo, porque tenía una gran curiosidad de ver el semblante desconocido. Una vez parecióme ver un par de ojos brillantes, horribles, que despedían chispas desde el espejo; me puse a gritar y caí desvanecido. En aquella ocasión se me declaró una larga enfermedad, y todavía hoy tengo la sensación de que aquellos ojos me están mirando. En una palabra: todas aquellas beberías de mi infancia pasaron por mi imaginación; sentí que se me helaban las venas, y quise apartar de mi lado el espejo..., pero no pude. Los ojos celestiales de la encantadora criatura me contemplaban. Sí, su mirada penetraba directamente en mi corazón.

Luego, aquel espanto que me sobrecogió repentinamente cesó y dio paso a un suave dolor y a una dulce nostalgia, semejante al efecto de una sacudida eléctrica.

-¡Tenéis un espejo envidiable! - dijo una voz junto a mí.

Desperté como de un sueño, y cuál no sería mi desconcierto cuando encontré a mi lado unos semblantes que sonreían de modo equívoco. Varias personas habíanse sentado en el mismo banco y era lo más probable que, por mi insistencia en mirar al espejo y quizá por los extraños gestos que debí de hacer en el estado de exaltación en que me encontraba, diese un espectáculo muy divertido.

-Tenéis un espejo envidiable -repitió la voz al ver que yo no respondía-. ¿Por qué miráis con tanta fijeza?

Un hombre ya de edad, vestido muy cuidadosamente, que en el tono de su conversación y en la mirada tenía algo de bondadoso e inspiraba confianza, era quien me hablaba. No tuve reparo en decirle que precisamente en el espejo veía a una joven maravillosa que estaba asomada a la ventana de la casa vacía. Fui más lejos aún: pregunté al viejo si veía él también aquel maravilloso semblante.

-¿Allí, en aquella casa vieja..., en la última ventana? - me preguntó asombrado el viejo.

-Ciertamente, ciertamente -repuse. El viejo se sonrió y comenzó a decir:

-Os habéis engañado de un modo extrañísimo... Doy gracias a que mis viejos ojos... ¡Dios bendiga mis viejos ojos! ¡Eh, eh, señor mío! En efecto, sí, yo también he visto con estos ojos bien abiertos el semblante maravilloso asomado a la ventana. Aunque realmente bien creo que se trata de un retrato al óleo.

Rápidamente me volví hacia la ventana: todo había desaparecido y la persiana se había bajado.

-Sí -continuó el viejo-; sí, señor mío, no es demasiado tarde para convencerse de que precisamente ahora el criado que vive ahí solo, como un castellano, en los cuarteles de la condesa de S., acaba de limpiar el polvo del cuadro, lo ha quitado de la ventana y bajó la persiana.

-¿Así que era un cuadro? - pregunté totalmente desconcertado.

-Confiad en mis ojos -repuso el viejo-. Al ver en el espejo sólo el reflejo del cuadro ha sido usted fácilmente engañado por la ilusión óptica. ¿Acaso yo, cuando tenía vuestra edad, gracias a mi fantasía, no era capaz de evocar la imagen de una bella joven y de darle vida?

-Pero la mano y el brazo se movían -insistí.

-Sí, sí; se movían, todo se movía -dijo el viejo sonriendo y dándome un golpecito en el hombro. Luego levantóse y después de hacerme una reverencia se despidió con estas palabras-: Tened cuidado con esos espejos de bolsillo, que mienten tan engañosamente. Téngame por su más obediente servidor.

Podéis imaginar cuál sería mi estado de ánimo cuando me vi tratado como si fuera un ser fantástico, necio y visionario. Quedé convencido de que el viejo tenía razón, de que toda aquella loca fantasmagoría había tenido lugar en mi interior, y que todo lo de la casa vacía, para vergüenza mía, sólo era una mixtificación repelente. De muy mal humor y muy disgustado abandoné el banco, decidido a librarme de una vez para siempre del misterio de la casa vacía o, por lo menos, dejar transcurrir unos días sin pasear por la alameda ni por aquel sitio.

Seguí tal propósito al pie de la letra. Pasaba las horas ocupado en los negocios de mi bufete, y al atardecer pasaba el rato en un círculo de alegres amigo?, de tal modo que no volvieron a atormentarme aquellos secretos. Únicamente me sucedía algunas noches que me despertaba como si alguien me tocase, y entonces tenía la clara sensación de que, sólo el ser misterioso que se me había aparecido al mirar la ventana de la casa vacía, era la causa de mis sobresaltos. Incluso cundo estaba en mi trabajo o en animada conversación con mis amigos me estremecía con este pensamiento, como si hubiese recibido una sacudida eléctrica. Pero esto sucedía en momentos fugaces. El pequeño espejo de bolsillo, que en otro tiempo tan mentirosamente había reflejado la imagen amable, ahora me servía para menesteres prosaicos: acostumbraba a hacerme el nudo de la corbata ante él. Pero sucedió un día que lo encontré opaco, y echándole el aliento lo froté para darle brillo. Se me detuvo el pulso y todo mi ser se estremeció al experimentar un sentimiento, de terror no exento de cierto agrado. Sí..., ciertamente tengo que calificar de ese modo la sensación que me sobrecogió cuando eché el aliento al espejo, pues contemplé, en medio de una neblina azul, el bello rostro, que me miraba suplicante, con una mirada que traspasaba el corazón. ¿Os reís? Sí, estáis convencidos de que soy un visionario sin remedio. Mas decid lo que queráis, pensad lo que queráis; no me importa. La maravillosa mujer me miraba, en efecto, desde el espejo; pero en cuanto cesé de echarle aliento al espejo, desapareció su rostro de él... No quiero fatigaros más. Pues voy a referir todo lo que sucedió después. Sólo os diré que incansablemente yo repetía la experiencia del espejo y casi siempre lograba evocar la imagen, aunque algunas veces mis esfuerzos resultaban infructuosos. Entonces corría como loco hacia la casa vacía y me ponía a contemplar la ventana; pero ningún ser humano se asomaba... Vivía sólo pensando en ella; todo lo demás me parecía muerto, sin interés; abandoné mis amigos, mis estudios.

En estas circunstancias muchas veces sentía un dolor suave y una nostalgia como soñadora. Parecía a veces como sí la imagen perdiese fuerza y consistencia, aunque en otras ocasiones se agudizaba de tal modo que recuerdo algunos momentos con verdadero espanto.

Encontrábame en un estado de ánimo tal, que hubiera estado a punto de ser mi perdición. Pero aunque os riáis y os burléis de mí, escuchad lo que voy a contaros. Como ya os dije, cuando aquella imagen palidecía, lo que sucedía muy a menudo, sentía un malestar muy grande. Entonces la figura hacía su aparición con una viveza tal, con un brillo tan grande, que me daba la sensación de poder tocarla. Aunque realmente también tenía la horrible impresión de ser yo mismo la figura envuelta por la niebla que se reflejaba en el espejo. Aquel estado penoso terminaba siempre con un agudo dolor en el pecho y luego con una gran apatía que me dejaba preso de un total agotamiento. En los momentos en que fracasaba en mi intento del espejo, notaba que me quedaba sin fuerzas; pero cuando volvía a aparecer la imagen en él, no he de negar que experimentaba un extraño placer físico. Esta continua tensión ejercía sobre mí un influjo maligno; con una palidez mortal y totalmente destrozado, andaba vacilante; mis amigos me consideraban enfermo y sus continuas advertencias me obligaron a meditar seriamente acerca de mi estado.

Fuera intencionadamente o de forma casual, unos amigos que estudiaban medicina, en una visita que me hicieron dejaron allí un libro de Reil sobre las enfermedades mentales. Comencé a leerlo. La obra me atrajo irresistiblemente, pero ¡cuál no sería mi asombro al ver que todo lo que se decía en tomo a la locura obsesiva lo experimentaba yo!

El profundo espanto que sentí, al imaginarme cercano al manicomio, me hizo reflexionar, y tomé una decisión, que ejecuté al momento. Guardé mi espejo de bolsillo y me dirigí rápidamente al doctor K.. famoso por su tratamiento y curaciones de dementes, debidas al profundo conocimiento que tenía del principio psíquico, que a menudo es causa de enfermedades corporales, pero mediante el cual también pueden curarse. Le referí todo, no oculté ni el menor detalle, y juré que haría cuanto pudiera para salvarme del monstruoso destino en que veía una amenaza. Escuchóme atentamente, y luego noté cómo en su mirada se reflejaba un gran asombro.

-Aún no está el peligro cerca -me dijo-; no está tan cerca como creéis, y os afirmo con toda certeza que puedo alejarlo. No hay la menor duda de que padecéis un mal psíquico, pero el mismo reconocimiento del ataque de un principio maligno os permite tener a mano el arma con que defenderos. Dejadme el espejo, dedicaos a algún trabajo que ocupe todas vuestras fuerzas, evitad la alameda, trabajad desde muy temprano todo lo que podáis resistir. Después de un buen paseo, reunios con vuestros amigos, que hace tanto que no veis. Comed alimentos saludables, bebed buen vino. Como veis, trato de fortalecer vuestro cuerpo y de dirigir vuestro espíritu hacia otras cosas, para alejar de vos la idea fija, es decir, la aparición que os ofusca, ese semblante en la ventana de la casa vacía que veis reflejada en vuestro espejo. ¡Seguid al pie de la letra mis prescripciones!

Me resultaba difícil separarme del espejo. El médico, que ya lo había cogido, pareció notarlo. 'Echó su aliento sobre él y me preguntó mientras lo retenía;

-¿Veis algo?

-Nada, ni la menor cosa -repuse, como realmente sucedía.

-Echad vos el aliento -dijo el médico, mientras me lo devolvía.

Así lo hice, y la imagen maravillosa apareció más claramente que nunca.

-¡Aquí está! -exclamé en voz alta. El médico miró y dijo:

-No veo absolutamente nada, pero no he de ocultaros que, en el mismo instante en que miré en vuestro espejo, sentí un estremecimiento siniestro, que se me pasó en seguida. Bien sabéis que soy muy sincero, y por eso merezco vuestra confianza. Repetid la prueba.

Así lo hice; el médico me rodeó con sus brazos; sentí su mano en mi nuca. La imagen volvió. El médico, que miraba conmigo en el espejo, palideció; luego, quitándome el espejo de la mano, miró de nuevo, lo guardó en su pupitre y volvióse hacia mí, mientras se secaba el sudor de la frente.

-Seguid mi prescripción -comenzó a decir-. Seguid punto por punto mi prescripción. Tengo que reconocer que aquellos momentos en que vuestro yo interior siente un dolor físico me resultan muy misteriosos, aunque espero poder deciros pronto algo acerca de este asunto.

Seguí al pie de la letra los consejos del médico, por muy penoso que me resultara, y aunque pronto sentí la influencia beneficiosa de la dieta ordenada y de los diversos trabajos en que se ocupaba mi espíritu, sin embargo no pude verme totalmente libre de aquellos horribles accesos, que solían manifestarse al mediodía, y sobre todo a las doce de la noche. Incluso en medio de las más alegres reuniones, bebiendo y cantando, me sucedía como si atravesasen mi interior puñales incandescentes, y entonces eran inútiles todos los esfuerzos que hacía para resistir; tenía que alejarme, pudiendo solamente volver a casa cuando retornaba de mi desvanecimiento.

Sucedió, pues, que un día, estando en una reunión nocturna en la que se hablaba de efectos e influencias, se trató también del oscuro y desconocido campo del magnetismo. Se hacía referencia preferentemente a la posible influencia de un lejanísimo principio psíquico, y se pusieron muchos ejemplos. Sobre todo, un joven médico, muy dado al magnetismo, demostró que, tanto él como otros muchos, mejor dicho, como todos los magnetizadores poderosos, podía obrar desde lejos mediante su pensamiento y voluntad sobre una sonámbula. Todo lo que habían dicho Kluge, Schubert, Barteis y otros podía demostrarse con pruebas.

-Me parece que lo más importante -terminó finalmente uno de los presentes, un conocido médico que estaba allí como atento observador-, lo más importante de todo es que el magnetismo parece encerrar muchos enigmas, que, por lo general, no se consideran secretos en la vida diaria, sino simples experiencias. Así, pues, tenemos que andar con pies de plomo. ¿Cómo es posible que suceda que, aparentemente, sin motivo alguno externo o interno, y rompiendo la cadena de los pensamientos, una determinada persona o simplemente la imagen fiel y viva de algún acontecimiento se apodere dé nosotros de manera que nos quedemos asombrados? Lo más notable es lo que a menudo experimentamos en sueños. Toda la imagen del sueno se hunde en un negro abismo, y he aquí que de nuevo, independientemente de la imagen de aquel sueño, surge otra con poderosa vida, imagen que nos transporta a lejanas regiones y de pronto nos pone en relación con personas aparentemente desconocidas, en las que hacía ya mucho años no pensábamos. Sí, y todavía más, a menudo contémplennos personas desconocidas o que conocimos hace muchos años. Como cuando decimos algunas veces: «¡Dios mío! Este hombre, esta mujer me resultan conocidos; me parece haberlos visto ya en alguna parte, es probable, aunque parezca mentira, que sea el recuerdo oscuro de un sueño. ¿Cómo podría explicarse esta súbita aparición de imágenes extráñate en medio de nuestras ideas, que suelen apoderarse de nosotros con una fuerza especial, si no fuese porque son motivadas por un principio psíquico? ¿Cómo sería posible ejercer influencia en un espíritu extraño en determinadas circunstancias, y sin preparación alguna, de forma que podamos obrar sobre él como si estuviera muerto?

-Un paso más -añadió otro riéndose- y estamos en los embrujamientos, la magia, los espejos y las necias fantasías y supersticiones de los tiempos antiguos.

-¡Eh! - interrumpió el médico al escéptico-. No hay ninguna época anticuada, y mucho menos puede considerarse necios a los tiempos pasados en que hubo hombres que pensaron, pues también tendríamos que considerar necia nuestra propia época. Hay algo, por mucho que nos esforcemos en negarlo, y que más de una vez se ha demostrado, y es que en el oscuro y misterioso reino, que es la patria de nuestro espíritu, arde una lamparita, perceptible por nuestra mirada, ya que la Naturaleza no ha podido negarnos el talento y la inclinación de los topos, pues, ciegos como somos, buscamos orientarnos a través de caminos de tinieblas. Y así como los ciegos de la tierra reconocen la proximidad del bosque por el rumor de las hojas de los árboles, por el murmullo y el sonido de las aguas, y se cobijan en sus sombras refrescantes, y el arroyo les calma su sed, de forma que su anhelo alcanza la meta deseada, del mismo modo presentimos nosotros, gracias al resonante batir de alas y al aliento espiritual de los seres, que nuestro peregrinaje nos conduce al manantial de la luz, ante la cual se abren nuestros ojos.

No pude resistir más tiempo, y, volviéndome hacia el médico, le dije:

-Considero, y no quiero entrar en más profundidades, considero posible no sólo esta influencia, sino también otras, y creo que en el estado magnético pueden realizarse operaciones gracias al principio psíquico. Asimismo -continué-, creo que existen fuerzas demoníacas enemigas que pueden ejercer su poder maléfico sobre nosotros.

-Serán partículas malignas de espíritus caídos -repuso el médico riéndose-. No. no debemos admitir esto, y sobre todo les suplico que no tomen estas insinuaciones mías sino como simples sugerencias, a las que voy a añadir que no creo en un indiscutible dominio de un principio espiritual sobre otro, sino más bien tengo que admitir que todo sucede a causa de una debilidad de la voluntad, cambio o dependencia que permite este dominio.

-En fin -comenzó a decir un hombre de edad que había permanecido callado, aunque escuchando muy atentamente-, en fin, estoy de acuerdo con vuestras extrañas ideas acerca de los misterios impenetrables con los que tratamos de familiarizamos. Si existen misteriosas riquezas activas, que se ciernen sobre nosotros amenazadoramente, tiene que existir alguna anormalidad en nuestro organismo espiritual que nos robe fuerza y valor para resistir victoriosamente. En una palabra: sólo la enfermedad del espíritu, los pecados, nos hacen siervos del principio demoníaco.

Es digno de notarse -prosiguió- que ya, desde los tiempos más remotos, las fuerzas demoníacas sólo actuaban sobre los hombres que sufrían grave trastorno espiritual. Me refiero, sobre todo a encantos o hechicerías amorosas de que están llenas todas las crónicas. En los más disparatados procesos brujeriles aparecen siempre, e, incluso en los códigos de algunas naciones muy civilizadas, se habla de filtros amorosos, destinados a obrar psíquicamente, que no sólo despiertan el deseo amoroso, sino que irresistiblemente obran sobre una determinada persona. Ya que la conversación trata de estas cosas, recordaré un suceso trágico que sucedió en mi propia casa hace poco tiempo. Cuando Bonaparte invadió nuestro país con sus tropas, un coronel de la Guardia Noble italiana alojóse en mi casa. Era uno de los pocos oficiales de la llamada Grande Armée, que se había distinguido por su conducta digna y correcta. De semblante pálido, sus ojos hundidos daban señales de estar enfermo o presa de una profunda preocupación. Pocos días después de su llegada, estando conmigo, sucedió algo que manifestó la especie de enfermedad de que se veía atacado. Encontrábame yo precisamente en su habitación cuando, de pronto, conienzó a suspirar y se llevó una mano al pecho, o mejor dicho, a la altura del estómago, como si sintiese dolores mortales. Llegó un momento en que no pudo hablar, viéndose obligado a tumbarse en el sofá; luego, de pronto, perdió la visión y quedóse rígido, sin conocimiento, como un palo. Pero después se incorporó como si despertase de un sueño, aunque era tal su cansancio, que durante mucho tiempo no pudo moverse. Mi médico, a quien yo envié después de haber probado diversos métodos, comenzó a tratarle magnéticamente, y esto pareció ejercer algún efecto. Pero, en cuanto dejaba de magnetizarle, el enfermo experimentaba un sentimiento insoportable de malestar. Como el médico se había ganado la confianza del coronel, confesóle éste que en aquellos momentos veía la imagen de una joven que había conocido en Pisa; tenía entonces la sensación de que su mirada ardiente penetraba en su interior, y era cuando experimentaba aquellos dolores insoportables, hasta que caía inconsciente. Aquel estado le causaba tal dolor de cabeza y una tensión tal como si hubiera vivido un éxtasis amoroso.

Nada dijo de cuáles fueran las relaciones que hubiera tenido con aquella mujer. Las tropas estaban a punto de emprender la marcha; el coche del coronel hallábase a la puerta, éste estaba desayunando, y he aquí que, en el mismo momento de llevarse a los labios un vaso de vino de Madera, se desplomó, cayendo al suelo, al tiempo que profería un grito. Estaba muerto. Los médicos diagnosticaron un ataque nervioso fulminante. Unas semanas después, me entregaron una carta dirigida al coronel. Yo no tenía intención de abrirla, pues pensaba dársela a algún amigo de sus familiares, al tiempo de comunicarles la noticia de su repentina muerte. La carta provenía de Pisa, y supe que contenía las siguientes palabras: «¡Infeliz! Hoy, día 7, a las doce del mediodía, falleció Antonia, abrazando amorosamente tu imagen traicionera.» Miré el calendario, en el que había señalado el día de la muerte del coronel, y vi que el fallecimiento de Antonia había sido a la misma hora que el suyo.

No quise escuchar el resto de la historia que refería aquel hombre, pues invadióme tal terror al reconocer mi propio estado en el del coronel italiano, que salí apresurado, rabiando de dolor, poseído por el loco anhelo de ver la imagen desconocida. Corrí hacia la casa fatal. Desde lejos me pareció ver brillar luces a través de las persianas bajadas; pero, a medida que me fui aproximando, se desvaneció el brillo.

Furioso, ebrio de amor, me lancé hacía la puerta, que cedió a mi empuje. Encontróme en un vestíbulo débilmente iluminado. El corazón me saltaba del pecho, tal era la angustia y la impaciencia que sentía; oyóse un cántico caudaloso que parecía provenir de una garganta femenina cuyo tono agudo resonaba en toda la casa; en fin, no sé cómo sucedió que me encontré de pronto en una gran sala iluminada con muchas velas, amueblada a la manera antigua, con muebles dorados y muchos exóticos jarrones japoneses. Una nube de humo se elevaba, como una neblina azul.

-¡Bienvenido seas, seas bienvenido..., dulce desposado!... ¡Ha llegado la hora de la boda! -se oyó gritar a una voz de mujer.

Como todavía no sé cómo hice mi aparición en la sala, tampoco puedo decir de qué modo apareció de improviso resplandeciente, a través de la niebla, una bella figura juvenil, ataviada con ricos vestidos, que se dirigió hacia mí con los brazos abiertos mientras repetía: «¡Bienvenido seáis, dulce desposado!», al mismo tiempo que un semblante horriblemente deformado por la edad y la locura me miraba con fijeza a los ojos. Mi espanto fue tan grande que vacilé, como si estuviera fascinado por la mirada penetrante y vivaz de una serpiente de cascabel; no podía apartar los ojos de aquella vieja horrible ni tampoco podía dar un paso.

Acercóse a mí, y entonces tuve la sensación de que su espantoso rostro era sólo la máscara recubierta de un tenue velo, que mostró con apariencia más bella a través del espejo. Sentía ya el contacto de las manos de aquella mujer cuando, dando un agudo chillido, se tiró al suelo. Oyóse entonces una voz detrás de mí que decía:

-¡Vaya, vayal Otra vez el diablo está de broma con Vuestra Excelencia. ¡A la cama, a la cama! ¡Si no habrá palos muy fuertes!

Volvíme rápidamente y vi al administrador en camisa, agitando un látigo sobre su cabeza. Trataba de descargar sus golpes sobre la vieja, que se revolcaba en el suelo dando alaridos. Le agarré el brazo y, tratando de evitarme, exclamó:

-¡Truenos y centellas, señor mío! Satanás hubiera estado a punto de matarla de no haber aparecido yo a tiempo. ¡Largo, largo de aquí!

Salí de la sala, y en vano traté de encontrar la puerta de la calle en la oscuridad. Desde allí escuché los latigazos y los gritos y gemidos de la vieja. Empecé a pedir auxilio a gritos, pero noté que el suelo se hundía bajo mis pies y caí escaleras abajo, yendo al fin a dar contra una puerta, de tal modo que ésta se abrió y fui rodando a parar a un cuartito. Cuando vi la cama, en la que había huellas de haber sido abandonada recientemente, y observé la levita color marrón que estaba colgada en una silla, reconocí al instante la casaca del viejo administrador. Pocos instantes después, se oyeron pasos por la escalera, y éste descendió y vino a ponerse a mis pies.

--¡Por todos los santos -suplicóme con las manos unidas- por todos los santos, no sé quién sois y cómo la vieja bruja ha podido atraeros! Pero os ruego que calléis, que no digáis nada de lo que aquí ha sucedido; de lo contrario, me quedaré sin empleo y sin pan. Su excelencia, la loca, ya ha recibido su castigo y se encuentra atada a la cama. Dormid bien, honorable señor, con toda tranquilidad. ¡Sí, que podáis dormir bien! Es una noche de julio muy agradable y calurosa, y aunque no hay luna, él resplandor de las estrellas os alumbrará... Así es que, ¡muy buenas noches!

Apenas terminó su discurso, el viejo se levantó y, cogiendo una luz. me empujó fuera del subterráneo, y, haciéndome cruzar la puerta, la cerró.

Me encaminé hacia mi casa completamente desconcertado y, ya podéis imaginar. que sin dejar de pensar en el horrible secreto, ni poder de momento establecer la menor relación entre aquellas cosas y lo sucedido el primer día. Sólo estaba seguro de algo: de que estaba ya libre del poder maligno que me había retenido durante tanto tiempo. Todo el doloroso anhelo que había sentido por causa de la encantadora imagen había desaparecido, pues súbitamente, con aquella visita había tenido la sensación de entrar en un manicomio. No me cabía la menor duda de que el administrador era el guardián tiránico de una mujer loca, de noble cuna, cuyo estado quizá quisiera ocultarse al mundo; pero lo que no se explicaba era el espejo.,.., aquel semblante encantador... En fin, ¡sigamos, sigamos!

Pasado algún tiempo asistí a una reunión muy concurrida del conde P., y éste, llevándome a un rincón, me dijo sonriendo:

-¿Sabéis que ya se empieza a descifrar el secreto de nuestra casa vacía?

Intenté escuchar lo que el conde trataba de referir, pero como en aquel momento se abrieron las puertas del comedor, nos encaminamos a la mesa. Totalmente ensimismado, pensando en los secretos que el conde iba a revelarme, ofrecí el brazo a una joven dama y mecánicamente seguí el rígido ceremonial de la fila. La conduje al puesto que nos ofrecían y, al contemplarla, vi los mismos rasgos que la imagen del espejo, y eran tan exactos que no cabía engaño. Ya podéis imaginaros que me estremecí, pero también puedo asegurar que no hubo entonces la menor resonancia de aquella loca y fatídica pasión que se apoderaba de mí cada vez que veía, en el espejo la imagen de aquella mujer.

Mi sorpresa, aún más, mi espanto, debió reflejarse en mis ojos, pues la joven me miró asombrada, de tal modo que consideré necesario sobreponerme y. con toda la serenidad de que era capaz, la expliqué que tenía la sensación de haberla visto en alguna parte. La breve explicación que me dio era que esto no era posible, pues ayer por primera vez había venido a ***, lo que realmente me desconcertó. Enmudecí. Sólo la mirada angelical que me lanzaron los bellos ojos de la joven me reanimó. Bien sabéis cómo en estas ocasiones las antenas espirituales se tienden y palpan suave, suavemente, hasta que se vuelve a captar- el tono. Así lo hice y muy pronto hallé que aquella encantadora criatura tenía cierta sensibilidad enfermiza. Cuando yo salpicaba la conversación con alguna palabra atrevida y rara, para darle sabor, noté que sonreía, aunque su sonrisa era dolorosa.

-No estáis alegre, amiga mía; quizá haya sido la visita de esta mañana.

Esto dijo un oficial, no lejos de nosotros, a mi dama; pero en el mismo instante su vecino le cogió del brazo y le dijo algo al oído, en tanto que una señora, al otro lado de la mesa, con las mejillas encendidas y la mirada refulgente, se puso a hablar en voz alta de la magnífica ópera que había visto representar en París y a compararla con las actuales. A mi vecina se le saltaron las lágrimas.

-Soy tonta -dijo volviéndose hacia mí.

Como antes habíase quejado de jaqueca, le dije:

-Esto es resultado de su dolor de cabeza y lo mejor para estar alegre es la espuma que rebosa esta bebida poética.

AI decir estas palabras serví champán en su copa, que rehusó al principio, aunque luego probó, y con su mirada agradeció la alusión a sus lágrimas, que no podía ocultar. Pareció alegrarse un poco y todo hubiera ido bien si yo, inesperadamente, no hubiese tropezado en un vaso inglés, que resonó con un sonido estridente y agudísimo. Mi vecina palideció mortalmente e incluso a mí mismo me sobrecogió un espanto repentino, porque el sonido de la copa era igual a la voz de la vieja loca de la casa vacía.

Cuando nos dirigíamos a tomar café tuve ocasión de acercarme al conde P.; él se dio cuenta en seguida del motivo.

-¿Sabéis que vuestra vecina es la condesa Edmunda de S.? ¿Sabéis que la hermana de su madre está encerrada en la casa vacía desde hace varios años como loca incurable? Hoy por ¡a mañana, ambas, madre e hija, estuvieron a ver a la desdichada. El viejo administrador, el único que era capaz de dominar los tremendos ataques de la condesa, y que había tomado sobre sus hombros esta responsabilidad, ha fallecido, y se dice que la hermana, por fin, ha sido confiada en secreto al doctor K., que buscará remedios extremos, si no para curarla totalmente, al menos para librarla de los horribles ataques de locura furiosa que padece de vez en cuando. No sé más por ahora.

Como algunos se acercaran, interrumpió la conversación. El doctor K. era precisamente la única persona a la que yo había comunicado mi extraña situación; así es que podéis suponeros que, en cuanto pude, me apresuré a verle y a referirle punto por punto todo lo que me había sucedido desde la última vez que le vi. Le supliqué que. para tranquilidad mía, me contase todo lo que supiese acerca de la vieja loca y no tardó lo más mínimo, después que le prometí guardar el secreto, en confiarme lo siguiente:

-Angélica, condesa de Z.-así comenzó el doctor-. no obstante estar bordeando los treinta años, se encontraba en la plenitud de su singular belleza, cuando he aquí que el conde de S., más joven que ella, tuvo ocasión de verla en la corte de *** y quedó prendado de sus encantos. Pretendióla al punto e incluso, como la condesa aquel verano regresase a las posesiones de su padre, él la siguió con el fin de comunicarle al viejo marqués sus deseos, al parecer no sin esperanzas, según se deducía de la conducta de Angélica.

Pero apenas el conde S. llegó y vio a Gabriela, la hermana pequeña de Angélica, fue como si le hubieran hechizado. Angélica parecía marchita al lado de Gabriela, cuya belleza y bondad atrajeron irresistiblemente al conde S., de tal modo que, sin consideración a Angélica, pidió la mano de Gabriela, a lo que muy gustosamente accedió el viejo conde Z., ya que Gabriela, también demostraba inclinación decidida por aquél. Angélica no exteriorizó el menor disgusto por la infidelidad del enamorado. «¡Creerá que me ha dejado! ¡Qué loco! ¡No se ha dado cuenta de que no era yo su juguete, sino él el mío, y que acabo ahora de tirarlo!». Así hablaba con orgullosa burla y en realidad todo su ser daba muestras de que era verdadero el desprecio que mostraba por el infiel. Bien es verdad que, mientras el lazo entre Gabriela y el conde de S. fue estrechándose, vióse muy pocas veces con Angélica. Esta no aparecía en la mesa y decíase que vagaba solitaria por los bosques próximos, que había escogido para sus paseos.

Un extraño suceso vino a interrumpir la monotonía que reinaba en el palacio. Sucedió que los cazadores del conde de Z., con ayuda de un grupo de campesinos, habían logrado, por fin, capturar a una banda de gitanos, a los que se culpaba de todos los incendios y robos que desde hacía poco asolaban la región. Trajeron a todos los hombres encadenados en una larga cadena y un carro lleno de mujeres y niños, y los dejaron en el patio del palacio. Algunos, de rostros obstinados y ojos de mirada salvaje y brillante, como la del tigre apresado, miraban con atrevimiento y denotaban quiénes eran los ladrones y los criminales. Sobre todo llamaba la atención una mujer muy delgada, con aspecto espantoso, cubierta con un chal encarnado de la cabeza a los pies, que, subida al carro, gritaba con voz de mando que la dejasen bajar, sucediese lo que sucediese.

El conde de Z. bajó al patio del palacio y ordenó que fuesen encarcelados individualmente en los calabozos de palacio. Pero he aquí que, mientras decía esto hizo su aparición la condesa Angélica, desmelenada, con el terror y el espanto reflejados en su semblante, y poniéndose de rodillas, gritó con voz estridente:

«¡Deja libres a esta gente..., déjalos libres..., son inocentes, son inocentes!... Padre, ¡libértales! Si derramáis una sola gota de su sangre me clavaré este cuchillo en el pecho.» No bien acabó de decir esto, la condesa blandió un cuchillo en el aire y cayó desmayada. «Muñequita mía, tesoro mío, ya sabía, yo que no lo permitirías», dijo la vieja vestida de rojo. Luego se arrodilló junto a la condesa y cubrió su rostro de besos nauseabundos, en tanto que murmuraba: «¡Hijita linda, hijita linda, despierta, despierta, que viene el novio! iEh, eh, que viene el lindo novio!».

Al mismo tiempo, la vieja sacó una redoma con un pececillo dorado, que se agitaba en una especie de alcohol plateado, Colocó la redoma sobre el corazón de la condesa y al instante ella se despertó; pero apenas vio a la gitana, se incorporó de un salto y, abrazándola con ardor, apresuróse a entrar en palacio en su compañía. El conde de Z., Gabriela y su novio, que habían contemplado la escena, permanecían inmóviles, como si se hubiera apoderado de ellos un terrible espanto. Los gitanos seguían indiferentes y tranquilos. Fueron soltados de la cadena y vueltos a encadenar individualmente para ser encerrados en los calabozos del palacio.

A la mañana siguiente, el conde de Z. reunió al pueblo; trajese a su presencia a los gitanos y declaró que eran inocentes de todos los robos que habían acaecido en la comarca, de modo que, después de quitarles las cadenas, con asombro de todos, bien provistos de pases, fueron dejados en completa libertad. Se echó de menos a la mujer de rojo. Algunos decían que era la reina de los gitanos, que se distinguía de los demás por la cadena de oro que les colgaba del cuello y que el plumero rojo, que llevaba en su chambergo español, había estado por la noche en la habitación del conde. Poco tiempo después quedó aclarado que los gitanos no habían tenido la menor participación en los robos y en los crímenes de la comarca.

Estaba ya próxima la boda de Gabriela. Un día ésta vio con asombro que se preparaba una mudanza en varios carros que llevaban muebles, baúles con trajes, ropa; en una palabra, todo lo que denota un traslado. A la mañana siguiente, se enteró de que Angélica, en compañía del ayuda de cámara del conde S. y de una mujer vestida de modo semejante a la gitana de rojo, había emprendido viaje aquella misma noche. El conde Z. descifró el enigma, aclarando que, por determinados motivos, veíase obligado a ceder a los deseos absurdos de Angélica, y no solamente la regalaba la casa amueblada en la alameda de ***, sino que la permitía que llevase allí una vida independiente. Incluso veíase obligado a admitir que nadie de la familia, ni siquiera él mismo, podría entrar en la casa sin un permiso especial. El conde de S. añadió que, por deseo insistente de Angélica, debía cederle su ayuda de cámara, que había emprendido el viaje a ***. Tuvo lugar la boda. El conde de S. fue con su esposa a *** y así pasó un año gozando de una alegría no turbada. Pero poco después comenzó a sentir una extraña enfermedad. Sucedía que un oculto dolor le robaba las fuerzas vitales y el goce de la vida, y eran vanos los esfuerzos de su esposa para descubrir el secreto que parecía destrozarle. Como, finalmente. los frecuentes desvanecimientos hicieran que su estado cada vez fuese más peligroso, cedió a los consejos de los médicos y encaminóse a Pisa. Gabriela no pudo acompañarle, ya que esperaba dar a luz en las próximas semanas.

-A partir de aquí -prosiguió el médico- lo que le sucedió a la condesa Gabriela es tan extraño que basta con que escuchéis lo que viene a continuación. En una palabra: su hija desapareció de la cuna de forma inexplicable y fueron inútiles todas sus pesquisas; su desconsuelo convirtióse en desesperación, ya que al mismo tiempo el conde de Z. le comunicó la horrible noticia de que su yerno, al que creía camino de Pisa, había sido encontrado muerto de un ataque fulminante precisamente en casa de Angélica, en ***; que Angélica se había vuelto loca, todo lo cual le resultaba insoportable al conde de Z.

En cuanto Gabriela de S. se recuperó un poco, se apresuró a dirigirse a las posesiones de su padre; después de pasar una noche entera insomne, contemplando la imagen del esposo y de la niña perdidos, creyó oír un ligero rumor en la puerta de su alcoba; encendió el cirio del candelabro que le servía durante la noche, y salió. Y ¡santo Dios!, acurrucada en el suelo, envuelta en su chal rojo, permanecía la gitana, mirándola con ojos fijos e inmóviles y en sus brazos tenía una criatura que lloraba tan angustiosamente que a la condesa le dio. un vuelco el corazón. ¡Era su hija!... ¡La hija perdida! Arrancó la niña de los brazos de la gitana y apenas lo había hecho cuando ésta cayó retorciéndose y quedó como una muñeca inanimada. A los gritos de espanto de la condesa todos despertaron y acudieron presurosos, encontrando muerta a la gitana, qué por medio ninguno pudo ser reanimada, y el conde hizo que la enterrasen. No pudo hacer otra cosa sino apresurarse a ir hacia la enloquecida Angélica, donde quizá pudieran descubrir el secreto de la niña. Pero encontró que todo había cambiado. La furia salvaje de Angélica había alejado a todas las criadas; sólo el ayuda de cámara permanecía con ella. Luego. Angélica volvió a tranquilizarse y a recobrar la razón.

Pero cuando el conde le refirió la historia de la niña de Gabriela, juntando las manos, dijo riéndose a carcajadas: «¿Ya ha venido la muñequita? ¿Ya ha venido?... ¿Enterrada, enterrada? ¡Jesús! ¡Qué elegante está el faisán dorado! ¿No sabéis nada del león verde con los ojos azules?».

Con gran espanto dióse cuenta el conde del retorno de la locura, mientras súbitamente el semblante de ella parecía adquirir los rasgos de la gitana. Decidió entonces llevársela a sus posesiones, aun cuando el ayuda de cámara aconsejara lo contrario.

En el mismo instante de empezar los preparativos para partir, se apoderó de nuevo dé Angélica el ataque de rabia y de furor. En una pausa de lucidez, suplicó a su padre con ardientes lágrimas que la dejase morir en la casa, y éste, conmovido, accedió, aunque consideró que la confesión que se escapó de sus labios era sólo una prueba más de la locura que sufría. Angélica confesó que el conde S. había vuelto a sus brazos y que la niña que la gitana había llevado a casa del conde de Z. era el fruto de esta unión.

En la ciudad todos creyeron que el conde de Z. había llevado a la infeliz a sus posesiones, aunque en realidad permanecía oculta en la casa vacía, al cuidado del ayuda de cámara. El conde Z. murió poco tiempo después y la condesa Gabriela de S. vino con Edmunda para arreglar los papeles familiares. No renunció entonces a ver a su infeliz hermana. En esta visita debió de haber sucedido algo raro, aunque la condesa no me confío nada; sólo habló, en general, de que se habían visto obligadas a librar a la infeliz loca de la tiranía del viejo ayuda de cámara. Ya en una ocasión éste trató de, dominar los ataques de locura. castigándola cruelmente, pero se dejó embaucar al oír las alusiones de Angélica, que decía saber hacer oro, y junto con ella había emprendido toda clase de extrañas operaciones, al tiempo que la proporcionaba todo lo necesario para esta transformación.

-Sería superfluo -me dijo el médico» poniendo así fin a su relato-, sería superfluo que os dijese precisamente a vos, que os fijaseis bien en la rara relación que tienen todas estas extrañas cosas. Estoy convencido de que sois quien desencadenó la catástrofe que debía ocasionar la inmediata curación o la muerte de la vieja. Por lo demás, no quiero ocultar que me he asustado no poco cuando entré en relación magnética con usted, lo cual ocurrió al mirar en el espejo. Sólo usted y yo sabemos que contemplamos la imagen de Edmunda.

Como el médico creyó oportuno no añadir ningún comentario más, yo también considero innecesario extenderme sobre el asunto y, sobre todo, acerca de las relaciones posibles entre Angélica, Edmunda, yo y el viejo ayuda de cámara, y no traté de averiguar nada tampoco sobre las místicas y recíprocas relaciones que desempeñaron su papel demoníaco. Únicamente añadiré que la impresión siniestra que estos sucesos me produjeron fueron causa de que tuviera que irme de la ciudad, y, aunque pasado algún tiempo olvidé todo, creo que en el mismo instante en que falleció la vieja loca experimenté un sentimiento de bienestar.

Así terminó Teodoro su relato. Mucho hablaron sus amigos de aquella aventura y todos estuvieron de acuerdo en que en ella se unía lo raro con lo maravilloso en extraña mezcla.