domingo, febrero 28, 2010

La última visita del caballero enfermo

de Giovanni Papini


Nadie supo jamás el verdadero nombre de aquel a quien todos llamaban el Caballero Enfermo. No ha quedado de él, después de su impensada desaparición, más que el recuerdo de sus sonrisas y un retrato de Sebastianbo del Piombo, que lo representa envuelto en una pelliza, con una mano enguantada que cae blandamente como la de un ser dormido. Alguno de los que más lo quisieron -yo estoy entre esos pocos- recuerda también su cutis de un pálido amarillo, transparente, la ligereza casi femenina de los pasos, la languidez habitual de los ojos.

Era, verdaderamente, un sembrado de espanto. Su presencia daba un color fantástico a las cosas más sencillas; cuando su mano tocaba algún objeto, parecía que éste ingresara al mundo de los sueños. Nadie le preguntó cuál era su enfermedad y por qué no se cuidaba. Vivía andando siempre, sin detenerse, día y noche. Nadie supo nunca dónde estaba su casa, nadie le conoció padres o hermanos. Apareció un día en la ciudad y, después de algunos años, otro día, desapareció.

La víspera de este día, a primer hora de la mañana, cuando apenas el cielo empezaba a iluminarse, vino a despertarme a mi cuarto. Sentí la caricia de su guante sobre mi frente y lo vi ante mí, con la sonrisa que parecía el recuerdo de una sonrisa y los ojos más extraviados que de costumbre. Me di cuenta, a causa del enrojecimiento de los párpados, que había pasado toda la noche velando y que debía haber esperado la aurora con gran ansiedad porque sus manos temblaban y todo su cuerpo parecía presa de fiebre.



-¿Qué le pasa? -le pregunté-. ¿Su enfermedad lo hace sufrir más que otros días?

-¿Mi enfermedad? -respondió-. Usted cree, como todos, que yo tengo una enfermedad? ¿Que se trata de una enfermedad mía? ¿Por qué no decir que yo soy una enfermedad? Nada me pertenece. ¡Pero yo soy de alguien y hay alguien a quien pertenezco.

Estaba acostumbrado a sus extraños discursos y por eso no le contesté. Se acercó a mi cama y me tocó otra vez la frente con su guante.

-No tiene usted ningún rastro de fiebre -continuó diciéndome-, está usted perfectamente sano y tranquilo. Puedo, pues, decirle algo que tal vez lo espantará; puedo decirle quién soy. Escúcheme con atención, se lo ruego, porque tal vez no podré repetirle las mismas cosas y es, sin embargo, necesario que las diga al menos una vez.

Al decir esto se tumbó en un sillón y continuó con voz más alta:

-No soy un hombre real. No soy un hombre como los otros, un hombre con huesos y músculos, un hombre generado por hombres. Yo soy -y quiero decirlo a pesar de que tal vez no quiera creerme- yo no soy más que la figura de un sueño. Una imagen de Shakespeare es, con respecto a mí, literal y trágicamente exacta; ¡yo soy de la misma sustancia de que están hechos los sueños! Existo porque hay uno que me sueña, hay uno que duerme y suena y me ve obrar y vivir y moverme y en este momento sueña que yo digo todo esto. Cuando ese uno empezó a soñarme, yo empecé a existir; cuando se despierte cesaré de existir. Yo soy una imaginación, una creación, un huésped de sus largas fantasías nocturnas. El sueño de este uno es tan intenso que me ha hecho visible incluso a los hombres que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia no es el mío. Mi verdadera vida es la que discurre lentamente en el alma de mi durmiente creador.

"No se figure que hablo con enigmas o por medio de símbolos. Lo que le digo es la verdad, la sencilla y tremenda verdad.

"Ser el actor de un sueño no es lo que más me atormenta. Hay poetas que han dicho que la vida de los hombres es la sombra de un sueño y hay filósofos que han sugerido que la realidad es una alucinación. En cambio, yo estoy preocupado por otra idea. ¿Quién es el que me sueña? ¿Quién ese uno, ese desconocido ser que me ha hecho surgir de repente y que al despertarse me borrará? ¡Cuántas veces pienso en ese dueño mío que duerme, en ese creador mío! Sus sueños deben de ser tan vivos y tan profundos que pueden proyectar sus imágenes hasta hacerlas aparecer como cosas reales. Tal vez el mundo entero no es más que el producto de un entrecruzarse de sueños de seres semejantes a él. Pero no quiero generalizar. Me basta la tremenda seguridad de ser yo la imaginaria criatura de un vasto soñador?

"¿Quién es? Tal es la pregunta que me agita desde que descubrí la materia en que estoy hecho. Usted comprende la importancia que tiene para mí este problema. De su respuesta depende mi destino. Los personajes de los sueños disfrutan de una libertad bastante amplia y por eso mi vida no está determinada del todo por mi origen sino también por mi albedrío. En los primeros tiempos me espantaba pensar que bastaba la más pequeña cosa para despertarlo, es decir, para aniquilarme. Un grito, un rumor, podían precipitarme en la nada. Temblaba a cada momento ante la idea de hacer algo que pudiera ofenderlo, asustarlo, y por lo tanto, despertarlo. Imaginé durante algún tiempo que era una especie de divinidad evangélica y procuré llevar la más virtuosa vida del mundo. En otro momento creí que estaba en el sueño de un sabio y pasé largas noches velando, inclinado sobre los números de las estrellas y las medidas del mundo y la composición de los mortales.

"Finalmente me sentí cansado y humillado al pensar que debía servir de espectáculo a ese dueño desconocido e incognoscible. Comprendí que esta ficción de vida no valía tanta bajeza. Anhelé ardientemente lo que antes me causaba horror, esto es, que despertara. Traté de llenar mi vida con espectáculos horribles, que lo despertaran. Todo lo he intentado para obtener el reposo de la aniquilación, todo lo he puesto en obra para interrumpir esta triste comedia de mi vida aparente, para destruir esta ridícula larva de vida que me hace semejante a los hombres. No dejé de cometer ningún delito, ninguna cosa mala me fue ignorada, ningún terror me hizo retroceder. Me parece que aquel que me sueña no se espanta de lo que hace temblar a los demás hombres. O disfruta con la visión de lo más horrible o no le da importancia y no se asusta. Hasta hoy no he conseguido despertarlo y debo todavía arrastrar esta innoble vida, irreal y servil.

"¿Quién me liberará, pues, da mi soñador? ¿Cuándo despuntará el alba que lo llamará a su trabajo? ¿Cuándo sonará la campana, cuándo cantará el gallo, cuándo gritará la voz que debe despertarlo? Espero hace tiempo mi liberación. Espero con tanto deseo el fin de este sueño, del que soy una parte tan monótona.

"Lo que hago en este momento es la última tentativa. Le digo a mi soñador que yo soy un sueño, quiero que él sueñe que sueña. Esto pasa también a los hombres. ¿No es verdad? ¿No ocurre que se despiertan cuando se dan cuenta de que sueñan? Por esto he venido a verlo y le he hablado y desearía que mi soñador se diese cuenta en este momento de que yo no existo como hombre real y entonces dejaré de existir, hasta como imagen irreal. ¿Cree que lo conseguiré? ¿Cree que a fuerza de repetirlo y de gritarlo despertaré sobresaltado a mi propietario invisible?"

Al pronunciar estas palabras el Caballero Enfermo se quitaba y se ponía el guante de la mano izquierda. Parecía esperar de un momento a otro algo maravilloso y atroz.

-¿Cree usted que miento? -dijo-. ¿Por qué no puedo desaparecer, por qué no tengo libertad para concluir? ¿Soy tal vez parte de un sueño que no acabará nunca? ¿El sueño de un eterno soñador? Consuéleme un poco, sugiérame alguna estratagema, alguna intriga, algún fraude que me suprima. ¿No tiene piedad de este aburrido espectro?

Como yo seguía callado, él me miro y se puso en pie. Me pareció mucho más alto que antes y observé que su piel era un poco diáfana. Se veía que sufría enormemente. Su cuerpo se agitaba, como un animal que trata de escurrirse de una red. La mano enguantada estrechó la mía; fue la última vez. Murmurando algo en voz baja, salió de mi cuarto y sólo uno ha podido verlo desde entonces.

domingo, febrero 21, 2010

La última Hoja

de O. Henry


En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas "lugares". Esos "lugares" forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!

Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.

Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.

Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los "lugares" más angostos y cubiertos de musgo.




El señor Neumonía no era lo que uno podría llamar un viejo caballeresco. Atacar a una mujercita, cuya sangre habían adelgazado los céfiros de California, no era juego limpio para aquel viejo tramposo de puños rojos y aliento corto. Pero, con todo, fulminó a Johnsy; y ahí yacía la muchacha, casi inmóvil en su cama de hierro pintado, mirando por la pequeña ventana holandesa del flanco sin pintar de la casa de ladrillos contigua.

Una mañana el atareado médico llevó a Sue al pasillo, y su rostro de hirsutas cejas se oscureció.

-Su amiga sólo tiene una probabilidad de salvarse sobre... digamos, sobre diez -declaró, mientras agitaba el termómetro para hacer bajar el mercurio-. Esa probabilidad es que quiera vivir. La costumbre que tienen algunos de tomar partido por la funeraria pone en ridículo a la farmacopea íntegra. Su amiguita ha decidido que no podrá curarse. ¿Tiene alguna preocupación?

-Quería... quería pintar algún día la bahía de Nápoles -dijo Sue.

-¿Pintar? ¡Pamplinas! ¿Piensa esa muchacha en algo que valga la pena pensarlo dos veces? ¿En un hombre, por ejemplo?

-¿Un hombre? -repitió Sue, con un tono nasal de arpa judía-. ¿Acaso un hombre vale la pena de...? Pero no, doctor... No hay tal cosa.

-Bueno -dijo el médico-. Entonces, será su debilidad. Haré todo lo que pueda la ciencia, hasta donde logren amplicarla mis esfuerzos. Pero cuando una paciente mía comienza a contar los coches de su cortejo fúnebre, le resto el cincuenta por ciento al poder curativo de los medicamentos. Si usted consigue que su amiga le pregunte cuáles son las nuevas modas de invierno en mangas de abrigos, tendrá, se lo garantizo, una probabilidad sobre cinco de sobrevivir en vez de una sobre diez.

Cuando el médico se fue, Sue entró al atelier y lloró hasta reducir a mera pulpa una servilleta. Luego penetró con aire afectado en el cuarto de Johnsy llevando su tablero de dibujo y silbando ragtime.

Su amiga estaba casi inmóvil, sin levantar la más leve onda en sus cobertores, con el rostro vuelto hacia la ventana. Sue la creyó dormida y dejó de silbar. Acomodó su tablero e inició un dibujo a pluma para ilustrar un cuento de una revista. Los pintores jóvenes deben allanarse el camino del Arte ilustrando los cuentos que los jóvenes escriben para las revistas, a fin de facilitarse el camino a la Literatura.

Mientras Sue bosquejaba unos elegantes pantalones de montar sobre la figura del protagonista del cuento, un vaquero de Idaho, oyó un leve rumor que se repitió varias veces. Se acercó rápidamente a la cabecera de la cama.

Los ojos de Johnsy estaban muy abiertos. Miraba la ventana y contaba... contaba al revés.

-Doce -dijo. Y poco después agregó-. Once -y luego-: diez... nueve... ocho... siete... -casi juntos.

Sue miró, solícita, por la ventana. ¿Qué se podía contar allí? Apenas se veía un patio desnudo y desolado y el lado sin pintar de la casa de ladrillos situada a siete metros de distancia. Una enredadera de hiedra vieja, muy vieja, nudosa, de raíces podridas, trepaba hasta la mitad de la pared. El frío soplo del otoño le había arrancado las hojas y sus escuálidas ramas se aferraban, casi peladas, a los desmoronados ladrillos.

-¿Qué sucede, querida? -preguntó Sue.

-Seis -dijo Johnsy, casi en un susurro-. Ahora están cayendo con más rapidez. Hace tres días había casi un centenar. Contarlas me hacía doler la cabeza. Pero ahora me resulta fácil. Ahí va otra. Ahora apenas quedan cinco.

-¿Cinco qué, querida? Díselo a tu Susie.

-Hojas. Sobre la enredadera de hiedra. Cuando caiga la última hoja también me iré yo. Lo sé desde hace tres días. ¿No te lo dijo el médico?

-¡Oh, nunca oí disparate semejante! -se quejó Sue, con soberbio desdén-. ¿Qué tienen que ver las hojas de una vieja enredadera con tu salud? ¡Y tú le tenías tanto cariño a esa planta, niña mala! ¡No seas tontita! Pero si el médico me dijo esta mañana que tus probabilidades de reponerte muy pronto eran -veamos, sus palabras exactas -... ¡de diez contra una! ¡Es una probabilidad casi tan sólida como la que tenemos en Nueva York cuando viajamos en tranvía o pasamos a pie junto a un edificio nuevo! Ahora, trata de tomar un poco de caldo y deja que Susie vuelva a su dibujo, para seducir al director de la revista y así comprar oporto para su niña enferma y unas costillas de cerdo para ella misma.

-No necesitas comprar más vino -dijo Johnsy, con los ojos fijos más allá de la ventana-. Ahí cae otra. No, no quiero caldo. Sólo quedan cuatro. Quiero ver cómo cae la última antes de anochecer. Entonces también yo me iré.


-Mi querida Johnsy -dijo Sue, inclinándose sobre ella-. ¿Me prometes cerrar los ojos y no mirar por la ventana hasta que yo haya concluido mi dibujo? Tengo que entregar esos trabajos mañana. Necesito luz: de lo contrario, oscurecería demasiado los tintes.

-¿No podrías dibujar en el otro cuarto? - preguntó Johnsy, con frialdad.

-Prefiero estar a tu lado -dijo Sue-. Además, no quiero que sigas mirando esas estúpidas hojas de la enredadera.

-Apenas hayas terminado, dímelo -pidió Johnsy cerrando los ojos y tendiéndose, quieta y blanca, como una estatua caída-. Porque quiero ver caer la última hoja. Estoy cansada de esperar . Estoy cansada de pensar. Quiero abandonarlo todo, e irme navegando hacia abajo, como una de esas pobres hojas fatigadas.

-Procura dormir -dijo Sue-. Debo llamar a Behrman para que me sirva de modelo a fin de dibujar al viejo minero ermitaño. Volveré inmediatamente. No intentes moverte hasta que yo vuelva.

El viejo Behrman era un pintor que vivía en el piso bajo. Tenía más de sesenta años y la barba de un Moisés de Miguel Ángel, que bajaba, enroscándose, desde su cabeza de sátiro hasta su tronco de duende. Era un fracaso como pintor. Durante cuarenta años había esgrimido el pincel, sin haberse acercado siquiera lo suficiente al arte. Siempre se disponía a pintar su obra maestra, pero no la había iniciado todavía. Durante muchos años no había pintado nada, salvo, de vez en cuando, algún mamarracho comercial o publicitario. Ganaba unos dólares sirviendo de modelo a los pintores jóvenes de la colonia que no podían pagar un modelo profesional. Bebía ginebra inmoderadamente y seguía hablando de su futura obra maestra. Por lo demás, era un viejecito feroz, que se mofaba violentamente de la suavidad ajena, y se consideraba algo así como un guardián destinado a proteger a las dos jóvenes pintoras del piso de arriba.

En su guarida mal iluminada, Behrman olía marcadamente a nebrina. En un rincón había un lienzo en blanco colocado sobre un caballete, que esperaba desde hace veinticinco años el primer trazo de su obra maestra. Sue le contó la divagación de Johnsy y le confesó sus temores de que su amiga, liviana y frágil como una hoja, se desprendiera también de la tierra cuando se debilitara el leve vínculo que la unía a la vida.

El viejo Behrman, con los ojos enrojecidos y llorando a mares, expresó con sus gritos el desprecio y la risa que le inspiraban tan estúpidas fantasías.

-¡Was! -gritó-. ¿Hay en el mundo gente que cometa la estupidez de morirse porque hojas caen de una maldita enredadera? Nunca oí semejante cosa. No, yo no serviré de modelo para ese badulaque de ermitaño. ¿Cómo permite usted que se le ocurra a ella semejante imbecilidad? ¡Pobre señorita Johnsy!

-Está muy enferma y muy débil -dijo Sue-, y la fiebre la ha vuelto morbosa y le ha llenado la cabeza de extrañas fantasías. Está bien, señor Behrman. Si no quiere servirme de modelo, no lo haga. Pero debo decirle que usted me parece un horrible viejo... ¡un viejo charlatán!

-¡Se ve que usted es sólo una mujer! -aulló Behrman-. ¿Quién dijo que no le serviré de modelo? Vamos. Iré con usted. Desde hace media hora estoy tratando de decirle que le voy a servir de modelo. ¡Gott! Este no es un lugar adecuado para que esté en su cama de enferma una persona tan buena como la señorita Johnsy. Algún día, pintaré una obra maestra y todos nos iremos de aquí. ¡Gott!, ya lo creo que nos iremos.

Johnsy dormía cuando subieron. Sue bajó la persiana y le hizo señas a Behrman para pasar a la otra habitación. Allí se asomaron a la ventana y contemplaron con temor la enredadera. Luego se miraron sin hablar. Caía una lluvia insistente y fría , mezclada con nieve. Behrman, en su vieja camisa azul, se sentó como minero ermitaño sobre una olla invertida.

Cuando Sue despertó a la mañana siguiente, después de haber dormido sólo una hora, vio que Johnsy miraba fijamente, con aire apagado y los ojos muy abiertos, la persiana verde corrida.

-¡Levántala! Quiero ver -ordenó la enferma, en voz baja.

Con lasitud, Sue obedeció.

Pero después de la violenta lluvia y de las salvajes ráfagas de viento que duraron toda esa larga noche, aún pendía, contra la pared de ladrillo, una hoja de hiedra. Era la última.

Conservaba todavía el color verde oscuro cerca del tallo, pero sus bordes dentados estaban teñidos con el amarillo de la desintegración y la putrefacción. Colgaba valerosamente de una rama a unos siete metros del suelo.

-Es la última -dijo Johnsy-. Yo estaba segura de que caería durante la noche. Oía el viento. Caerá hoy y al mismo tiempo moriré yo.

-¡Querida, querida! -dijo Sue, apoyando contra la almohada su agotado rostro-. Piensa en mí si no quieres pensar en ti misma. ¿Qué haría yo?

Pero Johnsy no respondió. Lo más solitario que hay en el mundo es un alma que se prepara a emprender ese viaje misterioso y lejano. La imaginación parecía adueñarse de ella con más vigor a medida que se aflojaban, uno por uno, los lazos que la ligaban a la amistad y a la tierra.

Transcurrió el día, y cuando empezó a anochecer ambas pudieron aún distinguir entre las sombras la solitaria hoja de hiedra adherida a su tallo, contra la pared. Luego, cuando llegó la noche, el viento norte volvió a zumbar con violencia mientras la lluvia seguía martillando las ventanas y los bajos aleros holandeses.

Al día siguiente, cuando hubo suficiente claridad, la despiadada Johnsy ordenó que levantaran la persiana. La hoja aún seguía allí. Johnsy se quedó tendida largo tiempo, mirándola. Y luego llamó a Sue, que estaba revolviendo su caldo de gallina sobre el hornillo.

-He sido una mala muchacha, Susie -dijo-. Algo ha hecho que esa última hoja se quedara allí, para probarme lo mala que fui. Es un pecado querer morir. Ahora, puedes traerme un poco de caldo y de leche, con algo de oporto y... no; tráeme antes un espejo. Luego ponme detrás unas almohadas y me sentaré y te miraré cocinar.

Una hora después, Johnsy dijo:

-Susie, confío en que algún día podré pintar la bahía de Nápoles.

Por la tarde acudió el médico y Sue encontró un pretexto para seguirlo al comedor cuando salía.

-Hay buenas probabilidades -dijo el médico, tomando en la suya la mano delgada y temblorosa de Sue-. Cuidándola bien, usted la salvará. Y ahora tengo que ver a otro enfermo en el piso bajo. Es un tal Behrman... un artista, según parece. Otro caso de neumonía. Es un hombre viejo y débil y el acceso es agudo. No hay esperanzas de salvarlo; pero hoy lo llevan al hospital para que esté más cómodo.

Al día siguiente el médico le dijo a Sue:

-Su amiga está fuera de peligro. Usted ha vencido. Alimentación y cuidados, ahora. Eso es todo.

Y esa tarde Sue se acercó a la cama donde Johnsy, muy contenta, tejía una bufanda de lana muy azul y muy inútil, y la ciñó con el brazo, rodeando hasta las almohadas.

-Tengo que decirte una cosa -dijo-. Hoy murió de neumonía en el hospital el señor Behrman. Sólo estuvo enfermo dos días. El mayordomo lo encontró en la mañana del primer día en su cuarto, impotente de dolor. Tenía los zapatos y la ropa empapados y fríos. No pudieron comprender dónde había pasado una noche tan horrible. Luego encontraron una linterna encendida aún, y una escalera que Behrman había sacado de su lugar y algunos pinceles dispersos y una paleta con una mezcla de verde y amarillo... y... Mira la ventana, querida, observa esa última hoja de hiedra que está sobre la pared ¿No es extraño que no se moviera ni agitara al soplar el viento? ¡Ah, querida! Es la obra maestra de Behrman: la pintó allí la noche en que cayó la última hoja.

lunes, febrero 08, 2010

Takisé, o el todo de la vieja

Anónimo

Había una vez una vaca que se escapó del rebaño de su amo y se ocultó en un corral abandonado. Nació un lindo ternerillo y la vaca lo abandonó para volver al antiguo redil.

Y sucedió que una viejecita que por el lado del corral pasaba, vio al lindo ternerillo recién nacido y, compadeciéndose de él, se lo llevó a su casa, donde lo alimentó con salvado, mijo y hierba.

Creció el ternerillo y pronto se convirtió en un toro magnífico.

Un carnicero propuso a la anciana que le vendiese el toro, pero ella se negó rotundamente.

-Takisé (tal nombre le había puesto) no está en venta -respondió.

El carnicero se presentó ante el rey y le dijo:

-Poderoso señor, la vieja Zeynubé tiene un toro magnífico, grande y rollizo, un ejemplar digno de pertenecerle.

El soberano, reconocido glotón, ordenó al punto ir en busca del toro de la vieja Zeynubé. Varios carniceros, al mando de un funcionario del palacio, llegaron a la choza de la anciana.

El funcionario dijo a la anciana:

-El rey ordena que nos entregues el toro para sacrificarlo mañana.

-Cúmplase la orden del rey -contestó la anciana- no puedo oponerme a ella. Pero les ruego una cosa: llévense a Takisé mañana por la mañana.

Accedió el funcionario palaciego. Al día siguiente volvió a presentarse acompañado de los carniceros.

Fueron a coger el toro, pero éste resopló de cólera y se dispuso a cornearlos.

Los matarifes se asustaron, y el funcionario dijo a la anciana:

-Vieja, ordena al toro que se deje pasar una cuerda por el cuello.

La anciana rogó al animal:

-Takisé, mi querido Takisé, deja que te aten con una cuerda.

El toro accedió.

Lo llevaron a palacio. Una vez allí, lo tumbaron al suelo, le ataron las patas y uno de los matarifes, empuñando un enorme cuchillo, se acercó para degollarlo.

Pero la hoja de acero no pudo cortar ni un solo pelo de Takisé; éste tenía el poder de impedir que el acero penetrase en su cuerpo.

El rey, enojado, hizo comparecer a la anciana, y le dijo:

-Si no consiguen degollar al toro ordenaré que te maten a ti.

La pobre anciana se acercó al toro y, acariciándole el testuz, le dijo:

-Takisé, mi querido Takisé, ¡déjate degollar!

Takisé inclinó el testuz.

Degollaron al magnífico animal; luego lo desollaron y descuartizaron. Entregaron toda la carne al rey glotón, pero éste ordenó que diesen a la vieja la grasa y las tripas.

La anciana puso los restos que le entregara el rey en un cesto y regresó, triste y afligida, a su choza. Metió los restos en una tinaja, recordando apenada la muerte de su querido Takisé.

Y sucedió que, a partir de aquel día, cuando la anciana se levantaba, encontraba la choza limpia y aseada, las tinajas llenas de agua y todos los quehaceres listos.

Intrigada, la anciana resolvió aclarar el misterio.

Una mañana salió de la choza, cerró la puerta y se puso a vigilar por una rendija lo que ocurría en el interior.

Breves instantes después percibió un ligero ruido y luego el rumor de unas escobas que barrían el suelo.

Abrió la puerta de repente y vio a dos lindas jovencitas que corrieron a esconderse en la tinaja.

-No se escondan -les dijo la anciana-. No les haré ningún daño.

Las dos jóvenes se acercaron, entonces, a la anciana y la saludaron cariñosamente.

Y la viejecita les dio un nombre: Ausa a una de ellas y Takisé -en recuerdo del amado toro- a la más linda.

Nadie conocía la existencia de las dos jovencitas, pues jamás salían de la cabaña.

Pero he aquí que un día llamó un forastero y pidió de beber.

Takisé le sirvió bondadosamente.

El forastero, mientras bebía, se fijó en su rostro y quedó tan prendado de su belleza que, sin pérdida de tiempo, se lo comunicó al rey, a quien, precisamente, iba a visitar.

Ordenó el soberano que la vieja se presentase inmediatamente acompañada de la hermosa Takisé.

Cuando vio a Takisé, se quedó tan prendado de ella (jamás había visto belleza más perfecta) que al punto dijo a la anciana:

-Tu hija es bellísima y quiero que sea mi esposa.

-Señor rey -respondió la anciana- no puedo oponerme a tus deseos. Pero quiero que me hagas una promesa: no permitas que Takisé salga jamás al sol ni se acerque al fuego, porque se derretiría como la manteca.

El rey lo prometió.

Pocos días después Takisé era la esposa del soberano.

Llegó un día en que el soberano tuvo que visitar una de sus ciudades lejanas. Y sucedió que sus hermanas, envidiosas, se pusieron de acuerdo para desembarazarse de su cuñada. Sabían que a Takisé le era funesto el calor.

Las cuñadas dijeron:

-Queremos ver cómo tuestas unos granos de sésamo.

-No puedo acercarme al fuego -respondió Takisé.

-Lo que te pasa es que eres una perezosa -le replicaron-. Tuesta esos granos de sésamo o, de lo contrario, te mataremos y arrojaremos tu cadáver al río.

Asustada, la pobre Takisé obedeció.

Y, ¡oh destino!, mientras tostaba los granos, empezó a derretirse como la manteca al calor del sol y se convirtió en un líquido aceitoso que originó un caudaloso río.

Unos cuantos días después regresó el rey de su viaje y lo primero que hizo fue gritar:

-¡Takisé! ¡Mi Takisé!

Una de las hermanas se le acercó y le dijo:

-Durante tu ausencia Takisé se puso a tostar unos granos de sésamo y la pobrecita se derritió como si fuese de manteca y, al derretirse, se ha formado ese río caudaloso que ves allí.

El rey se quedó aterrado, y, loco de dolor, echó a correr hacia el nuevo río formado con el cuerpo de su amada Takisé.

Al llegar a la orilla se transformó el rey en hipopótamo y se sumergió en las aguas en busca de Takisé. Y ésta, que adoraba a su esposo, tomó la forma de caimán y se arrojó también al agua para no separase jamás del rey, que era su amor.

Por esto, desde entonces, los hipopótamos y los caimanes viven siempre juntos en los ríos y en los esteros.

jueves, febrero 04, 2010

Guardado en el corazón, y no olvidado

de Hans Christian Andersen

Érase una vez un viejo castillo, con su foso pantanoso y su puente levadizo, el cual estaba más veces levantado que bajado, pues no todas las visitas son deseables. Había troneras bajo el tejado, y mirillas a lo largo de los muros; por ellos podía dispararse al exterior o arrojar agua hirviendo o plomo derretido sobre el enemigo, cuando se acercaba demasiado. Los aposentos interiores eran de alto techo, y así convenía que fuesen, por el mucho humo que salía del fuego del hogar, alimentado con troncos húmedos. De la pared colgaban retratos de hombres con sus armaduras, y de altivas damas en sus pesados ropajes. La más altiva de todas vivía y deambulaba por los recintos del castillo; era su dueña y se llamaba Mette Mogens.

Una noche vinieron bandidos. Mataron a tres de los servidores del castillo y al perro mastín, ataron luego a Dama Mette a la perrera con la cadena del animal e, instalándose en la gran sala, se bebieron el vino de la bodega y la buena cerveza.


Dama Mette permanecía encadenada en la caseta; ni siquiera podía ladrar.

En éstas se le acercó el más joven de los bandidos, deslizándose de puntillas para no ser oído, pues los demás lo hubieran asesinado.

-Señora Mette Mogens -dijo el mozo-, ¿te acuerdas de que un día mi padre, en vida aún de tu esposo, fue condenado a montar en el potro del tormento? Tú pediste piedad para él, pero en vano; hubo de cumplirse la sentencia. Pero tú te acercaste a hurtadillas como lo hago yo ahora, y le pusiste una piedra debajo de cada pie para procurarle un punto de apoyo. Nadie lo vio, o por lo menos hicieron como si no lo vieran; por algo eras la señora. Mi padre me lo contó, y yo he guardado el relato en mi corazón, mas no lo he olvidado. ¡Ahora te devuelvo la libertad, señora Mette Mogens!

Poco después los dos galopaban, bajo la lluvia y la tempestad, en busca de ayuda.

-Ha sido un pago espléndido por el pequeño favor que presté al viejo -dijo Dama Mogens.

-Lo que se guarda en el corazón no se olvida -respondió el joven.

Los bandidos fueron ahorcados.

En una región solitaria se alzaba un viejo castillo; todavía hoy existe. No era el de Dama Mette Mogens, sino de otra noble familia.

La historia sucede en nuestros tiempos. El sol brilla en la punta dorada de la torre; pequeñas manchas de bosque destacan como ramilletes entre el agua, y en derredor nadan cisnes salvajes. En el jardín crecen rosas; la castellana es la rosa más preciosa, radiante de alegría, la alegría de una buena acción. El rayo de gozo no se proyecta hacia fuera, hacia el mundo, sino que penetra profundamente en el corazón; en él permanece bien guardado, no olvidado.

La señora viene del castillo y se dirige a la cabaña de unos jornaleros que viven en el campo. En ella yace una pobre muchacha paralítica. La ventana del reducido cuartucho da al Norte, y nunca entra por ella el sol. La inválida sólo puede ver un pedacito de campo, cerrado por el alto borde del foso. Pero hoy luce allí el sol, el hermoso y confortador sol de Dios, que entra desde el Sur por la nueva ventana, que antes era toda ella pared. La enferma está sentada al sol, ve el bosque y la orilla del mar; el mundo se ha vuelto para ella inmenso y bello, y todo gracias a una sola palabra de la bondadosa castellana.

-¡La palabra fue tan sencilla, la acción tan insignificante! -dijo-, pero la alegría que sentí fue inmensamente grande y bienhechora.

Y por eso practica tantas buenas obras, piensa en todos los hogares humildes y también en los ricos, cuando pasan por alguna tribulación. Lo hace todo sin ostentación, en secreto; pero Dios no lo olvida.

Hay una antigua casa patricia en la ciudad grande y laboriosa. No entraremos en sus aposentos y salones, sino que nos quedaremos en la cocina. Está clara y caldeada, limpia y aseada. La batería de cobre reluce como espejos, la mesa parece pulimentada, el vertedero está como una tabla acabada de fregar. Es una sola criada la que ha hecho todo el trabajo, y aún ha tenido tiempo de vestirse primorosamente, como para ir a la iglesia. Lleva en la cofia un lazo, un lazo negro, señal de luto. Y, sin embargo, no tiene a nadie por quien llevar luto, ni padre ni madre, ningún pariente, ni novio; es una pobre doncella. En tiempos estuvo prometida, con un hombre pobre también; se querían entrañablemente. Un día él le dijo:

-No poseemos nada. La rica viuda que es dueña de la bodega me ha dirigido palabras cariñosas y quiere proporcionarme el bienestar; pero tú sola vives en mi corazón. ¿Qué me aconsejas?

-Lo que tú creas que haya de hacer tu felicidad -respondió la muchacha-. Sé bueno y afectuoso con ella; pero piensa que no volveremos a vernos desde el momento en que nos separemos.

Transcurrieron unos años. Un día ella se encontró en la calle con su antiguo amigo y novio. Su aspecto era triste y enfermo, y la joven no pudo por menos de preguntarle:

-¿Qué tal estás?

-Muy bien, no me falta nada -respondió él-. La mujer es buena y honrada, pero tú llenas mi corazón. He sostenido una terrible batalla, que pronto terminará. ¡No volveremos a vernos sino ante el trono de Dios!

Transcurrió otra semana, y en el periódico de hoy viene la noticia de su muerte; pero eso se ha puesto luto la doncella. El que un día fue su novio ha fallecido -dice la esquela-, dejando esposa y tres hijastros. La campana tañe con un son quebrado; y, sin embargo, el metal es puro.

El lazo negro indica el luto, el rostro de la joven lo indica aún más. Vive oculto en el corazón, pero no olvidado.

¿Ves? Son tres historias, tres hojas de un tallo. ¿Quieres más hojas de trébol? Hay muchas guardadas en el libro del corazón; guardadas, pero no olvidadas.